Cuando apareció Maradona ya no había dioses entre nosotrxs. De ahí que valga la pena precisar algunas cuestiones respecto de la circulación de la formula nietzschena “Dios ha muerto”, a propósito del fallecimiento del astro del fútbol argentino de la década de los ochenta. Madarona no fue Dios, sino un ángel plebeyo. La diferencia es importante porque permite una mejor aproximación al misterio y gracia maradonianos precisar mejor, de paso, el fascinante cruce con Zaratustra.
El último Dios había muerto en la Escuela Mecánica de la Armada [Sé que esta afirmación puede resultar atrevida, pues ciñe una teología universal a una realidad local (pero la teología actúa siempre de ese modo). Pero todo se aclara si se revisa sin prejuicios esta historia]. En la ESMA se torturaba y asesinaba a personas en nombre de Dios y con la aprobación de la jerarquía eclesiástica católica. Al propio Nietzsche no lo alcanzó la imaginación para agregar esta variante de la auto-abolición divina. Dios muere de vergüenza cuando en su nombre se despliega la forma más bárbara de la soberanía, y cuando su nombre ya no basta para seguir creyendo en el mundo. La muerte de Dios, decía Nietzsche, abría toda clase mundos posibles, a condición de asumirlos como universos sin garantías ni fundamentos últimos. Y esa condición la realizaba, en su versión más noble y libertaria, el artista: el creador de nuevas creencias. La muerte de Dios se verificaba entonces, en el mejor de los casos al menos, en la creación de nuevos modos de creer en el mundo.
El fútbol de Maradona -pienso sobre todo en trayecto que va del mundial juvenil de Japón del 79 al mundial de México 86- hizo algo parecido a la transvaloración de los valores. Apareció como una señal alegre que apuntaba de manera directa a las posibilidades de creer, ya no en Dios, pero sí, en cambio, en lo que podríamos llamar los recursos lúdicos del cuerpo. Se abría ante nuestros ojos un nuevo cause, un materialismo ateo de las actitudes y posturas del cuerpo que juega.
Este restitución del poder del cuerpo implica siempre una inversión profunda en la orientación del pensamiento. Porque se trata de un poder más cercano a la vida. Cuando el pensamiento se dirige al poder del cuerpo alcanza su propio impensado. Descubre sus categorías en el juego, las actitudes y las posturas. Es en esta inversión que reside la gracia plebeya maradoneana.
Objetar que la vida de Maradona no fue ejemplar (en el sentido de la vida de los santos) carece de interés. Sólo por haber sido un manojo perturbador de contradicciones interesa su ejemplo. Y por eso será siempre insuficiente la oposición que disecciona para salvar algo entre un Maradona “dentro de la cancha” (rescatable) y otro “como persona” (réprobo). Cierto modo de des-idealizar entroniza el peor de los idealismos bajo la forma del juicio: liquida lo anómalo bajo el peso moral de la norma. Si la expresión “ángel plebeyo” nos parece más adecuada que la de Dios, es porque el poder del cuerpo como juego viene siempre después, y no antes, de la muerte.