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por Guillermo García Pérez
El Nobel a Dylan transformó lo que parecía ser una vieja discusión sobre la literatura: de su lugar (impreso o electrónico) a su naturaleza (¿se canta?). Lo que podría desdoblarse en una discusión de mayor calado, ¿hay un principio-literario latente en cualquier escritura? Además me gustaría plantear una pregunta que podría pasar por ingenua, pero no sé si ha planteado de forma suficientemente compleja. ¿Qué buscas en una lectura filosófica?
Mi sensación es que a la literatura se llega, pero no como se llega a un campo disciplinario, no como se llega a un espacio institucional, no como se llega a una zona prefigurada por unas reglas determinadas, sino que se llega por la vía de una singularización subjetiva; cualquiera que se singulariza en la escritura, o en la lectura, entra de lleno en lo que llamaríamos un experiencia literaria y en esa medida está en condiciones de tomar la literatura como problema. Por otro lado, no siempre busco lo mismo. Respondo con el mismo nivel de ingenuidad que notas en la pregunta: busco hacer un trabajo de singularización, de articulación entre las cosas que necesito entender, decir, pensar y hacer. Me parece que nos encontramos en un momento de extraordinaria importancia y al mismo tiempo de suma fragilidad en el terreno subjetivo. Esa idea de un momento delicado determina el trabajo de contacto con la filosofía. En otro momento te hubiera dado una respuesta más clásicamente militante: los textos como instrumentos de formación y transformación, de aproximación transformativa a la realidad. Sin abandonar la idea del texto como arma, en este momento la impresión que tengo es que una lectura que no me haga entender algo mas de la existencia, de cómo llevar la vida, es inútil, estéril.
La escritura filosófica, ¿tendría que aspirar a alcanzar cimas de estilo? Creo que fue Le Clézio quien señaló que no hay un buen libro que esté mal escrito. Es significativo por provenir de alguien que también juega entre los bordes entre conceptos e imágenes.
Me parece extraordinaria la idea de que todo buen libro necesariamente está bien escrito. Todo buen libro, si es bueno porque tiene buenas ideas, tiene que inventar sus maneras de decir. Henri Meschonnic transforma el problema del siguiente modo: ¿hasta qué punto la creación de una escritura es realmente un problema de estilo? El artista, dice Meschonnic, es el único que no tiene estilo. Porque el estilo sería algo así como una cierta “forma” que permite referirse a aquello que ya fue creado. Pero el problema del creador sería el opuesto: ¿cómo deshacerse del estilo para crear algo nuevo? Llegar a un “no-estilo”, que era también la preocupación de Deleuze y Guattari en su último libro juntos, sería tal vez la exigencia más alta, la menos artificiosa, la más compatible con la idea de una singularización subjetiva en el pensamiento y la escritura. Creo que se puede retomar el asunto del siguiente modo: un libro no es bueno porque esté bien escrito, sino que está bien escrito porque es bueno. Me parece que la preocupación por la creación en la escritura surge del hecho que escribir y pensar no son dos tareas diferentes, es decir, no es que uno por un lado piensa y luego traspasa mecánicamente lo ya pensado al lenguaje como un mero instrumento de comunicación. Volvería a la idea de que pensar es singularizar y que escribir es descubrirse como pensador. En ese sentido lo que decíamos del no-estilo, de la invención de la escritura –como hacen Deleuze y Guattari– es parte de una creación de formas de valorar, como decía Nietzsche. Habría una diferencia entre escrituras que pugnan por atribuirse los valores dominantes y aquellas que elaboran nuevos valores.
Pienso en Canetti, en el propio Deleuze, en León Rozitchner. También, por poner el ejemplo de un autor vivo, en Jean-Luc Nancy. ¿A quién considerarías en un abanico de filósofos-autores?
Puesto así, yo respondería León Rozitchner. Me parece necesario hablar de él. En primer lugar, porque me parece que entre los argentinos hay una cuenta pendiente con su obra, que me resulta imprescindible; no creo que hayamos tomado consciencia todavía de su inmenso valor. Amigo suyo, Ricardo Piglia advertía que para Rozitchner la escritura y la lectura formaban parte de un mismo trabajo: como psicoanalista –inmerso en los problemas freudianos– creía que leer era enfrentar obstáculos y elucidar síntomas. No hay inocencia en la lectura. Se lee para descubrir los puntos en los que las coherencias fallan. Leer es buscar la trampa, el punto en que las subjetividades escamotean su propia verdad. Y al mismo tiempo se escribe porque no se puede hacer el ejercicio radical de la lectura sin poner en juego la propia coherencia, aquello que le pasa a uno cuando lee y cuando vive. La máquina Rozitchner es al mismo tiempo de lectura y de escritura. Se la reconoce por el trabajo de lectura minuciosa, palabra por palabra, por su enorme penetración en el texto, acompañado por la queja de lo difícil que es leer realmente a un autor, el tiempo que lleva; la imposibilidad, por tanto, de leerlo todo y la desconfianza, por ende, con el citador erudito, que parece haber hecho sus lecturas con demasiada rapidez. Digámoslo así: en León Rozitchner la lectura es un trabajo. Y la escritura, en la medida en que está tomada por ese trabajo, se distrae completamente de las modas, del llamado “debate contemporáneo”. Por eso Rozitchner discute con la misma dedicación con Freud, Perón o San Agustín. Es un modo de trabajo en el que el pensamiento es tomado por un desafío que la lectura, vivida como confrontación, le impone.
¿Podríamos revisitar bajo esta lente a autores que parecen excesivamente sistemáticos? ¿No es ésa, por ejemplo, la aproximación por la que Spinoza ha vuelto, por las lecturas renovadoras de su sistema?
A mí Spinoza es quien más me conmueve. Deleuze escribió que Spinoza es un gran escritor en la medida en que todo gran filósofo –es decir, todo gran creador de conceptos– lo es. Admiraba sobre todo laÉtica, los escolios y el capítulo quinto, sobre la libertad, en el que veía una «velocidad infinita». Y es cierto que es posible leer hoy la Ética y encontrar allí momentos que son extraordinarios. Es el libro que más leo. Dudo de si nuestro lenguaje tiene la capacidad de denunciar de manera tan directa ideas tan radicales. Como aquella que llama a destituir todos los finalismos. Igualmente importante me parece la última oración de la Ética, que señala que si bien podemos alcanzar la felicidad, hay que trabajar mucho para eso ya que «todo lo excelso es tan difícil como raro». A casi cuatro siglos de su escritura, una lectura detenida de la Éticasigue siendo extraordinariamente impactante. Aunque también hay que decir –como lo hacía el propio Rozitchner– que la escritura de Spinoza tiene aspectos demasiado técnicos. Spinoza emplea por momentos el lenguaje de su medio, cartesiano y escolástico: «esencias formales, esencias objetivas». Ese lenguaje oscurece un poco el trabajo de lectura de los afectos en Spinoza. Creo que el que mejor plantea el problema del lenguaje de Spinoza es Meschonnic. Como lingüista y poeta Meschonnic tiene recursos para detectar las zonas inexploradas respecto de un problema tan importante como es el del lenguaje de Spinoza. En su libro afirma que en el lenguaje –en este caso el latín, pero el latín singularizado por Spinoza–encontramos «marcadores afectivos» del pensamiento de Spinoza. Por un lado Meschonnic muestra la diferencia entre el latín de Spinoza, el de Bacon y el de Descartes, mientras que por otro denuncia que los filósofos actúan como profesores “de instituto” cuando explican a Spinoza. Sacrifican sus afectos tal y como aparecen en su lenguaje. A Spinoza se lo enseña, se lo explica como si su filosofía pudiera ser comprendida a partir de una arquitectura lógica (substancia, atributos, modos, etc.). Sistematicidad lógica y pedagogía explicativa son las formas de no leer a Spinoza. Meschonnic indica que no entiende la lógica de Spinoza sin acceder a estos marcadores afectivos en el lenguaje, inflexiones en los que su discurso se carga de potencia en ciertos énfasis, de ciertos combates que se van jugando en su escritura. De esto surge una conclusión fascinante: que Spinoza es un escritor contra lo teológico-político de su época. Deleuze decía al respecto que un escritor que es maldito en su época lo es en todas las épocas y yo estoy completamente de acuerdo al menos en lo que respecta a Spinoza. Me parece maravilloso y absolutamente actual mostrar que un cuerpo pensante que es capaz de cargar el lenguaje con afectos para crear modos de vida, para producir historicidad, para transformar el lenguaje y transformar la vida, está entrando en una guerra en la que está en juego lo divino mismo. Porque lo divino es la fuente de la vida, y esta fuente está en el corazón de una guerra en este tiempo tanto como en el de Spinoza. Si lo divino es capacidad de dar vida llamamos teológico-político a la sacralización de lo que da vida. Es lo que Spinoza denunció como el sistema de la trascendencia. ¿Cuesta mucho reconocer el mismo gesto en Marx cuando escribe que el modelo de la crítica de la religión es el modelo de toda crítica, para dedicarse luego a hacer precisamente una “crítica” de la economía política? ¿No es el feminismo radical una comprensión acertada de este sistema en términos patriarcales? Meschonnic, como Rozitchner, es un pensador de la guerra. Para él de un lado está el sistema de la trascendencia, lo teológico político. Del otro el sistema de la historicidad. Lo que en Spinoza es una inmanencia absoluta. Spinoza escribe Deux sive natura, cuando concibe a Dios como Naturaleza hace pasar el pensamiento de un lado al otro. Desacraliza la fuente de la vida. La historiza. La vuelve a presentar como una potencia de los cuerpos, como una creación al nivel de los modos de vida. Spinoza me parece un escritor inmenso en la media en que logra resituar lo divino en asunto mundano como un acto del pensamiento y la escritura, es decir, en el plano en que la producción de los modos finitos se hace cargo de crear existencia. Y un gran escritor quizá sea el que se hace cargo –difícil decir esto y no pensar en Walter Benjamin– de los combates que atraviesan su tiempo, tomando la iniciativa en el campo del lenguaje.
¿Qué hacemos en este escenario con los textos políticos? ¿Puede ofrecer la coyuntura puntos de fertilidad creativa? ¿Qué nuevos valores deben ponerse a circular a partir de ella?
Las coyunturas son fundamentales, para bien o para mal. No me siento capaz de pensar algo si no es bajo la presión de una coyuntura, incluso cuando lo que uno quiere es salirse de ella. Me parece que la importancia es doble: se piensa bajo presión de la coyuntura, en la medida en que ella nos enfrenta a determinados problemas y también para salirse, para rajar de ella. Pienso de nuevo en Spinoza que interrumpe la redacción de la Ética para escribir un texto de coyuntura como el Tratado teológico-político. Con respecto a los valores a circular, me parece que estamos desafiados a proponer una crítica izquierdista del neoliberalismo. No podemos abandonar esta tarea en manos de los racistas convencidos, de lo teológico-político. Me parece que nos toca asumir el problema de los tipos de desposesiones materiales y subjetivas de nuestro tiempo (cada tiempo tendrá las suyas). Está la desposesión objetiva, la tierra, el tiempo de vida, el cuerpo. Pero esta desposesión es coextensiva, co-constitutiva de una desposesión subjetiva. Un tipo de expropiación de nuestras capacidades colectivas para elaborar y sostener criterios, para saber qué encuentros queremos, qué intercambios, qué economías, qué reglas, qué modos de vida. Se trata de una desposesión de la capacidad de decidir. También en Tinta Limón trabajamos mucho en esto. Allí está el libro absolutamente fundamental de Verónica Gago, La razón neoliberal; los trabajos de nuestra amiga Raquel Gutiérrez Aguilar, los trabajos de la genial Silvia Rivera Cusicansqui y sobre todo la intervención de la antropóloga argentina Rita Segato. Rita ha propuesto la hipótesis teórica mas importante para comprender el papel fundamental de los feminicidios como parte central de una pedagogía de la crueldad que crea mando tiránico en las prisiones, en los barrios bajos, en la producción, en familia sexual. Es una muestra contemporánea de la fuerza del pensamiento contra todos los cliché, sobre todo los de los llamados “progresistas”. Todos estos trabajos, no por casualidad de mujeres escritoras y activistas –imposible no recordar que en Tinta Limón hemos publicado hace años Calibán y la bruja de Silvia Federici– apuntan a problematizar la articulación entre estas desposesiones y a indagar en una nueva cartografía de resistencias. Otro ejemplo de esto, también en Tinta Limón, podemos verlo en microsociología –tardiana– de los barrios plebeyos de Buenos Aires que realiza el Colectivo Juguetes Perdidos, en especial en su libro Quién lleva la gorra. Rescato al escritor que pregunta por aquello que Santiago López Petit llama «interioridad común», es decir, para encontrar o activar esos puntos de encuentro capaces de poner un límite a estas desposesiones. No es posible pensar sin pensar contra algo. Y ese algo, me parece, lo ofrece la coyuntura. Es lo que dice Rozitchner: «si el pueblo no lucha la filosofía no piensa», porque el sujeto que se descubre como capaz de elaborar verdades históricas es el que piensa y resiste. Y eso, me parece, es algo que se constata cuando chocamos con nuestros límites. Si ese choque no llega pierde un poco el sentido de lo que intentamos hacer cuando leemos y escribimos.
¿Qué piensas del acercamiento de un pensador como Toni Negri, al que a veces se acusa de simplificar esta máquina de lectura-escritura?
Me parece que no se le puede pedir a todos lo mismo. Para mí Negri es un maestro, y no sólo por La anomalía salvaje, un libro extraordinario. Creo que primero hay que situarlo en el campo del pensamiento político contemporáneo; si no hacemos esa ubicación no vamos a entender que Negri es un pensador muy comprometido con la coyuntura (hay que pensar que su libro está escrito en la cárcel). Es difícil asimilar sus tesis en abstracto. En un texto como Estrategia del conatus, Laurent Bove propone que el intento de Negri es invertir a Heidegger, es decir, proponer que entre nosotros y la muerte no media un proyecto vacío, que no hay una suerte de libertad indeterminada, sino que hay un lleno de afectos, un lleno de resistencias, de cuerpos. Y que hay que resituar esto que el capital nos expropia todo el tiempo. En un momento en que el neoliberalismo reunifica lo que se entiende por cultura, y donde lo único que parece responder a la cultura liberal es la cultura católica-conservadora del Papa Francisco (sobre el que también habría que hablar), el intento de Negri es colocar la ontología a favor de la revolución; para eso construye un dispositivo que destroza la ontología del capital. Cuando nosotros pensamos en la centralidad de los cuerpos, de los afectos, más que ir a un cognicismo o a un corporalismo sencillo, estamos disputando con lo teológico-político cuáles son las premisas de un pensamiento complejo, sofisticado, articulado, contingente, a crear. Desde ahí consideraría a Negri como un pensador sofisticado.
Este año publicaste el libro Buda y Descartes. La tentación racional, junto a Ariel Sicorsky. ¿Cómo lees a Descartes? Sus Meditaciones metafísicas pueden abordarse no sólo desde su importancia histórica (se han celebrado y refutado lo suficiente), sino desde su belleza.
Hubo un momento en el que yo me cansé del hábito actual de refutar a Descartes. Lo primero que intentamos hacer es no hacer una caricatura de Descartes; es demasiado fácil construir la caricatura del racionalista para después destruirlo. Todos los autores de los que estamos hablando se vieron obligados a escribir sobre Descartes: el primer libro de Spinoza fue sobre él, el propio Negri tiene un libro bellísimo llamado Descartes político, Rozitchner tiene unos textos extraordinarios sobre Las pasiones del alma. Son textos muy críticos, para nada caricaturales, es decir, tenemos una buena cantidad de interlocutores de Descartes que son serios y que saben que hizo algo importante. Lo que intentamos hacer nosotros en primer lugar es jugar a que Descartes tuvo que meditar, tuvo que entrar en un juego de introspección seria, antes de descubrir su punto de Arquímedes: el «pienso luego existo». Nos preguntamos por qué la filosofía había sido primero básicamente cartesiana y, después, cuando se vuelve posmoderna, tan fácilmente crítica de su pensamiento, sin haber reparado en el gesto introspectivo, meditativo. Descartes representa un momento extraño, porque concentra el problema de la razón habiendo experimentado antes qué pasa cuando soñamos, en qué podemos creer y en qué no, qué se percibe y qué es evidente. Es un gesto muy extremo: quitarse de encima todas las garantías a las que podía haber acudido para no radicalizar tanto la duda. Además es un escritor fabuloso, deconstruye y pone en duda cada vez más, hasta que en un momento dice: estoy desesperado, puse todo en duda y ya no tengo dónde volver, me voy a dormir y espero que mañana cuando me despierte pueda seguir este trabajo. Empezamos a ver que el racionalista tenía un fondo cristiano fuertísimo, una relación con los sueños fuertísima, que había estado en contacto con la mística de su época. Hay otras cosas muy notorias de su vida, como que le enseñó matemáticas a su zapatero o que tuvo su hija con la asistente de su casa, que murió muy joven, es decir, empezó a aparecer un personaje real, mucho más interesante que lo que después se construye como caricatura. Y la oposición con Buda permitió preguntarnos si el suelo mitológico del budismo de la India, a diferencia del cristiano sobre el que pensó Descartes, más la capacidad de Buda de ir a fondo, sin imágenes que encontrar ni sujetos que construir, no implicaría, de un lado, recuperar la potencia como tal de la meditación, de la introspección y de la lectura. Y del otro lado también encontrar el punto de terror de Descartes, ante la posibilidad de que todo se diluya. Nuestra idea era preguntarnos, con Sloterdijk, qué significa superar el cartesianismo y qué significa comprender que culturas no cristianas o no racionalistas, de Oriente, puedan ofrecernos imágenes alternativas.
Un libro como Hijos de la noche de Santiago López Petit podría darnos nuevos nortes. Es un texto hermético que, sin embargo, ofrece imágenes de potencia incomparable. ¿Cómo te vinculas a lecturas como ésta?
A Santiago lo conozco, lo admiro y lo leo desde hace muchos años. Me parece que es su mejor libro, casi diría que sus libros anteriores son preparaciones de éste. Me parece que hace un par de gestos que me resultan fundamentales: en algún momento él habla de «Artaud con Marx», es decir, ya no encontraremos al proletario en una figura productiva, hay que buscarlo en las situaciones en las que nosotros no cabemos, porque en su tesis el capital se ha vuelto mundo y se nos presenta como la realidad. No hay escapatoria, estamos ante una realidad que no podemos transformar, de la que no nos podemos distanciar, en la que todo el tiempo estamos cayendo y recayendo, no hay un principio de potencia en el cual se pueda hacer una distancia o construir una alternativa. Santiago liga eso con su propia experiencia, con su enfermedad, de una enfermedad que no tiene la gravedad, por lo menos hasta el momento, de ser una enfermedad fatal, pero que es una enfermedad que lo distancia del mundo, de sus afectos, de sus posibilidades, que lo extraña; llega entonces a la conclusión de que la enfermedad es el único elemento de politización y de resistencia que la realidad tiene en él. Y se pregunta cómo hacer para evitar el solipsismo, para evitar la soledad, para politizar el malestar. Mi impresión es que ahí encuentra un punto de autenticidad que le permite recusar la mentira literaria, la mentira filosófica y la mentira militante, es decir, todo aquello que no es capaz de hablar desde lo que no cabe, desde aquello que no nos acomoda, desde aquello que no nos sirve para hacer carrera, para producir renta o para constituirnos como marca ante los demás. Y recupera un rechazo fundamental cuando pide más rabia y más estrategia para hacerse cargo de lo que no funciona.
En Tinta Limón han publicado libros que podríamos llamar de archivo: un volumen tan singular como La noche de los proletarios de Rancière, pero también los textos de Silvia Rivera Cusicanqui. ¿No son estos también ejemplos de escritores-lectores que encuentran potencia literaria donde no se supone que existe?
Sí, es otro interés importante para nosotros: una literatura que documenta, pero no que documenta porque reduce el lenguaje una operación simple, de mero registro o panfletaria, empobrecida, sino porque justamente hace lo que proponía Rodolfo Walsh: pone todos los recursos filosóficos, narrativos, sensibles, al servicio del archivo. Acabamos de publicar un libro sobre la masacre de Ayotzinapa, Una historia oral de la infamia, de John Gibler, un libro entero sin palabras suyas, en donde sólo articula los testimonios de los muchachos que estuvieron en esa trágica noche. Es una línea muy importante para nosotros, tiene que ver con tomarse en serio los movimientos de la sociedad, las dinámicas de resistencia. Esos documentos, envueltos en una exigencia sofisticadísima de escritura, son una tarea de la organización política actual.
¿Podrían funcionar aquí métodos como el de Bachelard, que acude a textos de grandes autores pero también a autores menores, siempre y cuando le ofrezcan imágenes fértiles? ¿Podemos leer filosofía, y encontrar potencia literaria en ella, si alimenta nuestro imaginario?
Eso es justamente lo que se puede pedir a un texto, que nos ofrezca conexiones para seguir pensando, imágenes para poder entrar en zonas en las que no sabíamos cómo entrar. Rita Segato, en una entrevista reciente, hacía una distinción entre la destreza intelectual y la imaginación teórica. Explica que la destreza intelectual es algo que tienen los intelectuales colonizados: aprenden a hablar de autores, a relacionarlos, a traducirlos, a hacer constelaciones formales, pero la imaginación teórica es la capacidad de crear categorías, de crear imágenes, lenguajes, para dar cuenta de las experiencias que estamos viviendo. Al limitarnos a relacionar autores, estamos delegando a esos autores la imaginación teórica. Todo autor que nos habilita a convertirnos en imaginadores, a ser nosotros los escritores, los que nos animamos a darle forma a nuestra experiencia, permite que lo político, lo ético y el lenguaje se unan en la construcción de modos de vida.
* Una versión más breve de esta entrevista apareció en la edición 117 de La Tempestad