Anarquía Coronada

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Licuadora y forma Estado // Diego Sztulwark

 

Una metáfora ha triunfado. Es la metáfora de la licuación. Su sentido transformativo es convocado para publicitar el pasaje desde un régimen político agotado hacia una nueva forma estatal. De ahí su hiper-presencia en boca de políticos, economistas y analistas mediáticos. Se engolosinan con esa palabra, que en su origen designa el cambio en una substancia de su estado gaseoso a líquido. Así, licuar el gasto público, las jubilaciones y/o los salarios sería parte de una transformación material de mayor alcance, en el que habría que contabilizar otros flujos en alza, como tarifas, ganancias y rentas del gran capital en revalorización. 

Hace pocos días el presidente explicó que entre licuadora y motosierra no habría diferencia de naturaleza sino sólo de grado: intensificando la licuación se arribaría a la intensidad motosierra. Todo un vocabulario de época condensado en estos artefactos mecánicos. Y de hecho, es curioso lo que se descubre al reparar en el uso doméstico de las licuadoras. Pues ellas no convierten lo gaseoso en fluido, sino cuerpos sólidos en líquidos (como sucede con los licuados de fruta, por ejemplo). El electrodoméstico licuadora somete cuerpos orgánicos diversos al corte que les asestan pequeñas cuchillas actuando a altísima velocidad. Filo cortante y aceleración. Este arte de la licuación completa la metáfora, acercándola a la picadora de carne. Licuar, picar, cortar. Cada artefacto ostenta en el lenguaje actual el aparataje metafórico correspondiente a un verbo infinitivo. Su efectividad política procede precisamente de la pluralidad de niveles en los que operan. Actúan a la vez como incisiones pedagógicas, gestos imperativos y piezas de espectáculo. Como en la vieja tradición del comunicador Bernardo Neustadt, para quien la jerga periodística debía dotar a la política neoliberal de imágenes conversacionales capaces de integrar la razón del ajuste junto al sentido común de las familiares “amas de casa” (la célebre Doña Rosa). Así, licuar o cortar, palabras que remiten a acciones ordinarias, asumen una función articulatoria que las vuelven coextensivas de las licuaciones y recortes que se propagan como “recetas” desde en las fórmulas inmateriales de las finanzas. 

Y bien, todo esto se nota en la columna de esta mañana de Carlos Pagni. Allí se exponen con sencillez los tres puntos principales del plan de reformas que interesan en este momento al gobierno: «declaración de la emergencia económica y delegación de facultades parlamentarias al Poder Ejecutivo; desregulación minera y energética, y régimen de garantías para grandes inversiones». Traduzcamos rápido: una cuota de poder excepcional legalizado, intensificación del neo-extractivismo y protección política de los tres poderes al gran capital. Con este programa como norte, las élites moldean el rumbo de una transformación y la forma que desean imprimirle a la estatalidad. Pensando en esto, el presidente sacó a relucir la semana pasada un instrumento político preciso: un “pacto” gracias el cual una mayoría de gobiernos provinciales puedan negociar, a cambio de beneficios económicos, su propia integración al plan político. De prosperar tal integración, las provincias arrastrarían consigo una mayoría parlamentaria (de la que el ejecutivo carece), alineada menos en torno a partidos y más en función del poder de los gobernadores. Sólo falta resolver, dice Pagni, la distribución de los costos de la próxima etapa definida por feroces aumentos de tarifas y licuación de jubilaciones. Pacto y licuadora, entonces. 

La expectativa de las élites en pugna consiste en superar la crisis por medio de una actualización -que es también una licuación- del orden estatal de acuerdo a las pautas de integración que se deducen del mercado mundial (Argentina tiene aquello que “el mundo” necesita). Dicha pugna al interior de la casta ocurre bajo presión de una notable aceleración, pues según ellos mismos creen el tiempo con que cuentan -determinado por los límites de la paciencia popular- no será mucho. Tres son los consensos operativos bajo los cuales aspiran a contener la lucha de clases en medio de esta transición violenta: el máximo aprovechamiento de la frustración del gobierno peronista 2019-2023, cargándola por entero a la cuenta de los feminismos, las organizaciones populares y los pensamientos de izquierda (trípode de la enemistad última de la publicística extremo-derechista); la máxima penetración del lenguaje de la economía política neoliberal en el lenguaje colectivo (recorte y licuación de todo afecto en el lenguaje), como modo de convalidar en la sociedad los salvajismos de la política (tal y como ocurrió según combinaciones diversas en 1976, 1989 y 2015); y una demolición sistemática de las capacidades de la vida popular para extraer balances críticos agudos de las propias derrotas (de estos últimos cuarenta años o incluso 20 años), sin los cuales cuesta el doble insuflarle a las resistencias del presente un carácter de ofensiva política desde abajo. Ante semejante contexto, este mes de marzo, con sus grandes fechas del 8 y el 24, emerge la posibilidad de acciones masivas y reflexivas, articuladores de un dramatismo urgente y de un hartazgo que busca y no deja de buscar su hora.

 

 

 

 

 

El discurso de Milei Presidente // Diego Sztulwark

El mensaje en cadena nacional del presidente Milei del pasado 20 de diciembre fue masivamente considerado en virtud del contenido desbordante y agresivo de las desregulaciones anunciadas en el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que acaba de entrar en vigencia. Sin embargo, la escena en cuestión -la primera en la que Milei argumenta medidas concretas como presidente- fue más amplia y ofrece otro ángulo de análisis, uno de los cuales es específicamente conceptual.

Acompañado de su Gabinete de Ministros y de unos pocos asesores estrella, Milei dio lectura a una pieza neoliberal-burocrática poblada de giros como «estabilización vía shock», «programa de ajuste fiscal» y «sinceramiento de los valores de mercado». Todas frases que encarrilan las explosivas consignas de su campaña en una tradición discursiva conservadora demasiado conocido.

Los anuncios vinculados al DNU fueron precedidos por un diagnóstico general -que incluye expresiones como «la peor crisis de nuestra historia»-, que apunta a refutar lo que llama las «recetas fracasadas». Milei emplea la imagen de la receta no en el habitual sentido médico sino en uno culinario (“el problema no es el chef, sino la receta”, dice). La suya es una rebelión contra las combinaciones y las proporciones. No se trata de insistir con la misma idea sino de cambiarla. Pero para eso hay que saber por qué sujetos políticos tan distintos se han dejado conquistar a lo largo de la historia por ella. Y no solo en la Argentina sino literalmente “en todo el planeta”. La referencia hiperbólica se vuelve un balance del entero siglo XX.

La integralidad del fracaso a que se refiere Milei no es específico. Su fuerza está en la generalidad que podría ser verificada “en lo económico”, tanto como en “lo social” y en “lo cultural”, pero también en un nivel humanista (puesto que el presidente agrega una consideración sobre el costo de aplicar estas recetas en términos de “millones de vidas”). ¿A qué “receta” se refiere concretamente? La respuesta no se hace esperar: a una doctrina «que algunos podrían llamar izquierda, socialismo, fascismo o comunismo, y que a nosotros nos gusta catalogar como colectivismo». De tan veloz el barrido podría ser confuso (¿izquierda y fascismo serían dos nombres del mismo gregarismo?; ¿en qué sentido sería en sus términos China un “fracaso” en “lo económico”?). Lo falaz no es necesariamente improvisado. Esta ideas, que no sabemos bien como se procesan en su cabeza, remite claramente a cierto balance que ciertas corrientes ultra-liberales han hecho hace más de cinco décadas de lo que estuvo en juego (frente diversos “estatismos” como el nazismo, el stalinismo y el keynesianismo) sobre todo durante la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría.

Expuesta por Milei y traída al presente argentino la “doctrina fracasada” permite reunir experiencias de las más diversas -y contradictorias entre sí- bajo un criterio único: la presencia invasiva del Estado. En efecto, colectivista es para él prácticamente toda remisión a “una forma de pensamiento que diluye al individuo en favor del poder del Estado”. Un enunciado tan cerrado no admite tan mal cualquier tipo crítica que solo cabe admitirlo como proveniente de una voluntad autoritaria cuya vinculación con el saber es taxativa y volcada a un uso imperativo. La noción “Estado”, por ejemplo, no admite distinciones básicas entre formas estatales distintas (por ejemplo entre fascismo y comunismo). Pero la cosa no acaba ahí. La negación a especificar formas estatales diversas tiene una utilidad ulterior. Sirve para subordinar de modo casi imperceptible lo colectivo a lo estatal. Como si no existieran formas de colectivismos no estatales. Esta doble subsunción de lo colectivo en el Estado y del Estado en Estado Fascista-Comunista (en realidad, stalinista) constituye la principal operación ideológica de Milei a la hora de determinar la enemistad política. En efecto, para entender al presidente es preciso suspender la conciencia crítica y admitir que la expresión del estatismo colectivista es “el fundamento básico del modelo de la Casta”. En la retórica del nuevo oficialismo, el enemigo no es -como pudo insinuarse en la campaña- el mundo que emana de los privilegios económicos, sino uno que irrita más a Milei: el de quienes adhieren a una doctrina totalitaria contra la iniciativa del individuo privado. La Casta no es una Clase Dominante, sino un obstáculo burocrático que la Clase Dominante debe sacudirse.

La caracterización oficial del presente adopta aires de enfrentamiento de tipo revolucionario, en nombre de los “individuos que componen la nación” en exitosa insubordinación contra la “razón de Estado”, que hasta aquí los había sometido. El enemigo opresor, sin embargo, merece una descripción más detallada: ¿quiénes son los miembros de esta casta que manda sobre lio individuos sin ser clase dominante, como creen los marxistas?. La respuesta del presidente es inequívoca: se trata de “los políticos”. Un manojo de pseudo planificadores que imponen sus propios caprichos por sobre los deseos de las personas libres. La casta política no es una mera banda de corruptos a encarcelar puesto que la corrupción que les concierne es ante todo la de una doctrinaria. Una referencia presidencial da la idea exacta del modo en que la doctrina hace cuerpo entre funcionarios y líderes: “los políticos son Dios”. Y aunque no queda del todo claro si la afirmación es irónica (los políticos “se creen” dioses) o descriptiva (la doctrina los ubica en la cima absoluta del sistema de decisiones), la palabra Dios sirve para dar fuerza teológica al rechazo: la maldad de la doctrina se localiza en una creencia que enaltece al político por sobre las figuras (correspondientes a una teología no corruptible) del mercado. El pecado del político está inscripto en la doctrina que dice que el Estado es del político (que el Estado es político). Se trata de un pecado que se consuma en el acto mismo suscribir y sostener la doctrina. La sorpresa en cuanto a la definición de la casta es doble: por un lado, al caracterizar la pertenencia al grupo no a partir de la naturaleza de sus privilegios sino por la adhesión a una doctrina; y por otro -y esto es quizás lo decisivo-, porque entonces el problema de la enemistad cae ya no sobre los políticos ni sobre el Estado, sino la doctrina que hace de ellos una fuerza que compite con el mercado en cuanto al mando sobre la sociedad.

La casta es entonces un núcleo doctrinal extendido y encantado, el hecho maldito correspondiente a una Idea Estatista que otorga al político un poder pseudo-divino que se manifiesta por medio de “intervenciones” y “regulaciones”, usurpando el protagonismo que el sistema bien entendido le reserva a los agentes del mercado. Milei anuncia su cruzada contra este sacrilegio. Enarbola una suerte de teología liberacionista en la que late la tesis apenas callada según la cual el verdadero Dios es el Mercado (en el libro El loco, Juan González cita la idea de Milei según la cual “si el universo fuera regulado por el Estado ya hubiera fracasado”). Se trata de una teología apenas contenida. Milei se cuida bien de no pronunciar las palabras que sugiere: ni se respalda en Dios para atacar la falsa divinidad estatista, ni se deja deslizar libremente por la inclinación de su desprecio a la democracia cuando aborrece a “los políticos”. Esa contención discursiva es lo evita que la suya sea una cita completa a los golpes de Estado del pasado.

En todo caso, su diagnóstico es claro: las “intromisiones del Estado” son la causa de la “peor crisis de la historia”. Se trata, el nuestro, de un país que se ha dado a la “emisión (monetaria) desenfrenada”, que gasta más de lo que puede recaudar. Se trata entonces de poner freno a lo ilimitado y de bloquear las incursiones ilegítimas (de la casta sobre la lógica del mercado). Como dijo estos días un periodista partidario del liberalismo extremo: la normalidad no surge del libre juego entre las cosas, sino que hay que provocarla. El nuevo gobierno interpreta su misión como un cambio de raíz (un cambio operativo de doctrina) cuya dramaticidad se expresa -como en una revolución- en términos de lo inminente. La temporalidad de la “urgencia” se refiere a la velocidad con las que necesariamente hay que cambiar el “rumbo” antes de desembocar en la hiperinflación. La “necesidad” se justifica en la evitación del desastre. A tal fin, el gobierno anuncia que dicho cambio “comienza hoy”. Y lo hace con la rúbrica de una liberación inmediata del peso del Estado sobre los individuos.

La situación aparenetemente paradojal según la cual un Jefe de Estado anuncia el repliegue de su propio poder de regulación -pública- se despeja apenas queda claro que dicho Jefe no aspira en lo más mínimo a una dilución anarquista del poder estatal sino más bien a una concentración estratégica del poder del Estado en favor de un tipo de re-regulación que obedece a la doctrina de los mercados y que se funda -como aclaró el sumo sacerdote Federico Sturzenegger, el llamado “cerebro” del DNU- en la “competencia” y la “libertad”. El presidente Milei se postula así como el impulsor de una abrupta transición doctrinal: se trata de terminar con un país en el cual no se puede comerciar, trabajar ni estudiar sin pedir “permiso” al Estado.

La figura de Milei es doble y transicional. Se quiso León que ruge contra los políticos que okuparon el Estado rivalizando doctrinariamente con el mercado y ahora se quiere el primer representante genuino en el poder de esos individuos mercantiles que provenientes de todas las clases se presentan como aplastados por los sucesivos gobiernos del último siglo. El pasaje de León a Presidente pro Grupos empresariales (mundo del cual proviene) es lo que presenta como la consumación de una revolución (es decir: como la resolución al problema de la revolución en la Argentina, que el progresismo considera caduco hace décadas). Arropado en los más ricos (como otros presidentes de nuestra historia) y votado en segunda vuelta por más de la mitad del país, Milei lleva al extremo el papel de quien ocupa el viejo Estado para derrocarlo desde dentro, emancipando en ese acto al único cuerpo social aceptable: aquel formado por la interacción mercantil de los individuos y grupos empresariales concentrados. Esta emancipación -que ahora debe fundar nueva institución- tiene presentación epigráfica: “no más regulaciones”.

Si la idea de la revolución revolotea las cabezas afiebradas de la derecha extrema es porque la derecha en su versión menos radical no hizo sino acumular frustraciones. Y porque el pensamiento en términos de cambio de doctrina (lo que algún alumno de Pensamiento Científico del CBC sabrá nombrar como “cambio de paradigma”) promete que la reorientación de las intervenciones estatales obrará en un sentido emancipación liberando a la población de cualquier clase de mediación intrusiva. Esta promesa libertaria
se construye sobre la base de una enmienda -o denegación- conceptual de la más rica de las fuentes de la llamada “doctrina fracasada”. La concepción marxiana del Estado supone -no importa en cual de sus variantes- un compromiso orgánico entre institución jurídica y reproducción de relaciones sociales de producción. La nueva doctrina expuesta por el presidente Milei impugna recoge y reconoce este compromiso pero negando que esas relaciones sociales sean de explotación. Milei no es un adherente a la lewkowicziana consigna de “Pensar sin Estado”. Su crítica no se refiere al Estado sino al ilegítimo que la doctrina fracasada hace de él, (imponiendo una falsa razón, una razón inmoral por sobre la razón de los mercados). En el discurso presidencial la explotación social deja de pertenecer al capitalismo y es atribuida a la prepotencia de los políticos que oprimen a los “hombres de bien”. Hace un par de décadas John Holloway explicaba que el Estado no posee otra realidad que la de ser la expresión jurídica fetichizada de la explotación social. Milei reforma ese razonamiento anunciando que la explotación no forma parte del corazón de las relaciones sociales capitalistas -al punto que ellas mismas serían fuentes de la libertad-, y que los padecimientos sociales deberían desaparecer con la anulación de los mecanismos de captura que hacen del Estado un mecanismo de extracción/obstruyendo de los intercambios colectivos.

Esta denegación de la mediación capitalista -contribución específica de la figura Milei- favorece la ilusión de una disolución de toda mediación social. Se hace pasar la “desregulación” de aquello que el Estado regulaba por emancipación de toda intermediación opresiva. Este es el secreto de la “revolución” de Milei y de la naturaleza profundamente contra-revolucionaria de esta revolución. La promesa de la disolución de toda mediación social ya no quiere esfuerzos, ni sacrificios, ni construcciones. Y por tanto tampoco de la construcción de fuerzas heterogéneas ni de una nueva sociedad. El suyo no es sino un nuevo intento de identificar sociedad y capital, haciendo del Estado un instrumento interno de ese proceso imaginario inevitablemente fallido de adecuación. El fin de la “regulación” no tiene otro significado que no sea el de la adaptación sin tapujos ni eufemismos de la densidad de lo social a las exigencias de los actores más poderosos de un mercado subordinado y oligopolizado (cuna en al cual mamó el propio Milei).

El revolucionario Milei dice: “en una sociedad libre todo está permitido”. La frase no busca oponer una voluntad insurrecta a una ley injusta. Sino depurar el orden jurídico toda remora “colectivista”. Esta depuración -que tiene el espesor normativo de una reforma constitucional- se ampara en una comprensión conservadora del espíritu liberal de la Constitución Nacional, según la cual por libertad hay que entender una reducción de la vida a vida propietaria. No otra cosa hay que escuchar cuando el presidente dice “hombres de bien”. Es esta humanidad de vocación propietaria la que es evocada como sujeto de una épica resistente -y constituyente- que identifica “la expansión del Estado” a la destrucción de la riqueza.

Desde un punto de vista histórico, Milei se refiere a una Argentina que habría sido en el pasado una potencia liberal hasta que cayó en el siglo XX, y en la maldición del “déficit fiscal”, expresión económica del vampirismo de la Casta. Dicho déficit fiscal es la señal que permite reconocer el funcionamiento del poder de los políticos sobre la sociedad y sobre los mercados y a la vez la fuente recurrente de las sucesivas crisis del país. Para entender el carácter político de dicho déficit hay que prestar atención a la secuencia que expone el presidente: hay una clase política improductiva que se sirve de la función de representación política para apropiarse mediante el robo de la riqueza socialmente producida. La alusión al robo (que tiene por función ideológica desplazar la plusvalía sistémica capitalista por una suerte de plusvalía evitable y por tanto inmoral, propiamente política) introduce una de la distorsión de los equilibrios económicos bajo la forma de un faltante o déficit una y otra vez ocultado en un juego de máscaras y desplazamientos por el mecanismo de la refinanciación vía deuda, el de la emisión monetaria y/o por el de la suba de impuestos (todas expresiones del robo y convergente en el atentado contra la propiedad). El remate del razonamiento es efectista: la Casta (cuya política provoca tasas altas de interés, reducción de inversión de capital y depreciación salarial) bloquea el desarrollo del capitalismo. Toda la radicalidad de esta derecha se resume en este punto: en el no reconocimiento de la Casta en la reproducción del capitalismo argentino. La derecha extrema es como un patrón que viene a denunciar a los políticos como si fueran ineficaces en su función, corruptos en su comprensión de las cosas, y perniciosos para el mundo de los negocios. Y esto se nota cuando Milei explica que a la Casta se la reconoce por la inflación, que no sería otra cosa que una secreción del colectivismo. La Casta sería entonces el fenómeno por el cual los políticos que usurpan la dinámica de la libertad y la producción asumen un poder que estropea las percepciones, opacando el sistema de precios, entorpeciendo el cálculo económico, devaluando el salario y dificultando el crecimiento por la vía de impuestos expropiatorios. La Casta es casi la causa de la ausencia de inversión de capital. El Estado-Casta es la pieza clave de una obra maestra del discurso ideológico. En tanto que causante de todos los males, absorbe todo aquello que habría que corregir (anulando de paso la crítica marxista del funcionamiento del capital). La acusación sobre el Estado-Casta como gran culpable absuelve al pueblo y a los empresarios, ofrece una oportunidad a los políticos de cambiar de doctrina a tiempo y ofrece un chivo expiatorio y permite creer en que muerto el perro muerta la rabia. Refutada la “doctrina fracasada” e introducidos a cambio conceptos como los de “capital humano” el país liberaría por fin sus fuerzas productiva, revertiría el empobrecimiento de la mitad de un país potencialmente rico y reconstituiría una fuerza de trabajo hoy condenada a la precarización y la informalidad.

Y bien, para revertir este “modelo de decadencia” y “opresión”, el presidente propone entonces un plan cuyo primer paso es un DNU que apunta a romper ataduras y a desarmar el andamiaje jurídico institucional que lo sostiene. Se trata de un conjunto de reformas agrupadas en un proceso de desregulación económica para el crecimiento compuesto por unas 300 medidas entre las que enumera la derogación de las leyes de alquileres, de abastecimiento, de góndolas, de compre nacional, del observatorio de precio del ministerio de economía, de la ley de promoción industrial, de la normativa que impide la privatización de empresas públicas y la conversión de estas empresas en sociedades anónimas para su posterior privatización, modernización del régimen laboral (bajo el modelo de la libre contratación y restringiendo el derecho a huelga), refirma del régimen aduanero y levantamiento de toda prohibición de importaciones, derogación de ley de tierras, eliminación de restricciones a las prepagas, modificación de la ley del futbol para promover sociedades anónimas y una decena de modificaciones a códigos y leyes en favor de la libre empresa. El DNU en cuestión, que entrará en vigencia el próximo 29 de diciembre, no es -según anunció el presidente- sino el primer paso dentro de un camino más largo. Otro de esos pasos es la anunciada convocatoria a sesiones extraordinarias para tratar un nuevo paquete de leyes enviado por el ejecutivo, redoblando la presión sobre el Congreso -que tiene la potestad jurídica de rechazar este DNU-, para este decida si respalda u obstruye el proceso de cambio que precisa de acciones urgentes en medio de una crisis sin precedentes.

El presidente, que califica su propio plan como el conjunto de reformas “más ambicioso de los últimos cuarenta años” (es decir desde la postdictadura) para “poner en marcha la fuerza de producción de los argentinos”, une así definitivamente su destino al de las mayores empresas en una apuesta que se presenta a sí misma como audaz, cuya necesidad y urgencia se justificaría en el vértigo que supondría la lucha por subordinar de modo más estricto los términos de la actividad política a los de la acumulación de capital (aprovechando el desprestigio del político en favor de una relegitimación empresarial). Esto no es del todo cierto. El carácter “audaz”, y dramático de la “necesidad y urgencia”, son propios de la lógica estructuralmente destructiva que asume la valorización del capital. Da toda la impresión de que el giro-fantoche que impone estos días el nuevo gobierno encubriendo torpemente el estado de excepción -propio de esta lógica estructural de la valorización- demandará algo más que una pobre “teología de la liberación capitalista” presente sobre el final con la cita habitual de Macabeos: “que las fuerzas del cielo nos acompañen”. Creo que el gobierno no cuenta con ese “mas”. Pero tampoco cuentan con él aquellos impugnados como pertenecientes a la “casta”. Quizás haya que tomarle la palabra a Milei, y enfrentar la “audacia” del nuevo gobierno contra de signo opuesto capaz de vencerlo en el campo de la doctrina.

 

Las razones de Toni Negri // Diego Sztulwark

Toni Negri hizo todo lo que había que hacer.
La frase le brota espontánea esta mañana a un querido amigo que fue su último editor en Argentina.
No sé cuántos ejemplos de beatitud spinoziana podríamos evocar.
Siempre supe que Negri tenía razón en sus perseverantes ecuaciones: Inmanencia = Constitución = Insurrección.
Y Marx con Spinoza.
Se trata de ecuaciones teóricamente densas, que suponen leer a fondo Marx más allá de Marx, La anomalía salvaje y El poder constituyente.
Dado que Alegría = Materialismo = Comunismo, por tanto Autonomía = Poder Obrero = Multitud.
La prueba de la potencia intelectual de Negri es lo bien que funcionan sus viejos textos a pesar de lo mal que los han leído quienes lo han citado con el mero afán de refutarlo.
Su evocación de la plenitud de la potencia nunca fue negación de la tristeza sino ejercicio ético político en filosofía. Su postulación de lo común jamás tuvo nada que ver con alguna incomprensión de las singularidades, Toni era demasiado listo para ignorar estas cuestiones. Su insistencia en el General Intellect siempre fue una pista avanzada para pensar subjetividades en catástrofe. Sus teorizaciones sobre el Estado alcanzaron una penetración teórica que los defensores del Leviatan populista jamás vislumbraron. Por último, su libro Imperio -escrito junto con Michel Hardt- es absolutamente pionero en el registro de los lineamientos políticos de una transición globalizadora del capitalismo, algo absolutamente evidente apenas se entiende que el suyo era un análisis político y no una profecía.
Desde que salió definitivamente de prisión tuvo una intensa relación con la Argentina, realizó varios viajes al país y fue un observador apasionado del período en el que América Latina se conmovió con la emergencia de un movimiento destituyente, del Zapatismo al Que se vayan todos!
Lo conocimos personalmente con quienes seríamos parte del El Colectivo Situaciones en su casa en el Trastévere, en Roma. Cumplía prisión domiciliaría. De día estaba en su casa, pasaba la noche en prisión. Ya era un mito viviente. Nos dedicó una tarde entera. Le contábamos lo que veíamos de las movilizaciones de entonces, del surgimiento de los movimientos piqueteros y el respondía admirado: “lo que cuentan me deja vivamente afectado, se está gestando allí un contrapoder insurreccional”. Dimos a conocer esa extensa entrevista en un libro que publicamos en noviembre de 2001, «Contrapoder. Una introducción”. La edición contenía un artículo de Horacio González (“Toni el Argentino”), que anticipaba las discusiones entre un peronismo de izquierda que se referenciaba en el Gramsci de Laclau y quienes veíamos indispensable un pensamiento del contrapoder. Un recuerdo más personal. Una mañana en su casa de Venecia. Toni toma vino blanco y habla muerto de risa sobre las lecturas izquierdistas de la coyuntura filosófica: “a Foucault hay que leerlo con Deleuze. A Deleuze con Guattari. Y a Guattari conmigo”. Ese “con” es lo negriano mismo. Una irrefrenable máquina de lectura apasionada que no puede dejar de hacer conexión izquierdistas. A Toni tenemos que leerlo “con” las luchas comunistas del presente y del porvenir.

 

https://tintalimon.com.ar/post/leer-a-negri/

 

https://lobosuelto.com/provocar-el-acontecimiento…/ 

 

https://www.pagina12.com.ar/…/208601-61285-2012-11-26.html

 

https://editorialcactus.com.ar/…/el-cattivo-maestro-y…/

 

https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/subnotas/208601-61285-2012-11-26.html

 

https://mailchi.mp/bed128dd1959/hasta-siempre-toni-negri

 


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Rosario, Ciudad Futura // Diego Sztulwark

Tomado directamente la revista que editaba en Italia Antonio Gramsci, ese nombre, “Ciudad Futura”, cobija en Rosario una experiencia inédita: una organización militante conformada por movimientos sociales que se plantean las tareas políticas correspondientes a una nueva generación. Su conformación, hace una década, supone una nueva actitud para la izquierda: un saber sobre la trampa montada sobre toda voluntad de transformación, un deseo de conectar con la desesperación (la personal y la colectiva), una práctica de comunicar el lenguaje descriptivo con la búsqueda de una salida concreta. Una izquierda que percibe desde el conflicto, y se propone como creación de otro mundo. Ser de izquierda es tener al menos dos ideas simultáneas: una analítica actualizada sobre el poder (una noción de enemistad) y una racionalidad diferente, que parte de lo que resiste.

A cuarenta años de la instauración de la democracia, y en momentos en que la propia vicepresidenta plantea la existencia un Estado “paralelo”, un poder judicial “mafioso” y una marionetización de la dirigencia política, se hace evidente que las fuerzas políticas en el poder resultan como mínimo impotentes para realizar tareas elementales como cuidar ingresos populares, enmendar instituciones y combatir las ilegalidades de los poderosos. Rosario emerge en este contexto no como una excepción, sino como un concentrado sintomático: la circulación ilegal de mercancías en rutas y puertos se corresponde con la ilegalidad absoluta del uso de las armas para proteger, disputar y ampliar negocios. Es el país entero el que se mira a sí mismo en la tragedia de esa ciudad del presente.

Ahí donde las reformas democráticas resultan bloqueada por arriba, una Ciudad Futura no puede menos que proponerse crear instituciones desde abajo. Ahí donde el oportunismo extremo y la inercia de las burocracias políticas se torna criminal, una Ciudad Futura se propone crear bloques de espacio tiempo concretos capaces de hacer trabajar a todas las instancias del estado bajo el control popular de lo vecino. Allí donde la tradición de lxs oprimidxs resulta por completo amenaza, una Ciudad Futura mantiene viva la tradición que va de la Madres al 2001, del 2001 a los feminismos populares. Una Ciudad Futura es aquella que procesa el miedo y lo convierte en poder colectivo. Más que un partido, la discusión militante que presencié ayer sábado 11 de marzo (si, en esa fecha histórica, en Rosario funcionaba un plenario horizontal, con voces de universidades y barrios, llenas de angustia y esperanza) fue un numeroso colectivo pensando, un colectivo elaborando estrategias, un ejemplo sin modelo (un ejemplo que se difunde, que ya funciona en varias ciudades de la Provincia de Santa Fe). Un germen, un instrumento apto, un principio diferente de lo político.   

Lo que saben los cuerpos, amor e inmanencia en León Rozitchner // Diego Sztulwark

«Para una sociedad de productores de mercancías, cuya  relación de producción generalmente consiste en estar en la relación con los propios productos en cuanto son mercancías, y por lo tanto valores, y en referir sus propios trabajos privados unos a los otros en esta forma objetiva como igual trabajo humano, el cristianismo, con su culto al hombre abstracto… es la forma de religión más apropiada.» Karl Marx, El Capital

«¿Apropiada para qué?» León Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”

«La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.»  Walter Benjamin, Tesis 4, Sobre el concepto de historia

Con León Rozitchner la filosofía se sumerge de lleno en el saber de los cuerpos como fundamento. ¿Qué saberes son esos, de qué cuerpos se trata y por qué interesa encontrar un fundamento en ellos? No nos formulamos preguntas que puedan encontrar una respuesta en el espacio de la teoría pura –esa pureza ya nos desvía-, sino en una experiencia que hace de la escritura una cierta afirmación dentro de un campo estratégico. En otras palabras: la filosofía a la que aquí referimos resulta inseparable de una escritura que se sabe en guerra y que apunta a descubrir su propia eficacia no en la mansa congruencia entre pensamiento categorial y mundo analizado, sino en la necesidad imperiosa de despertar nuevas fuerzas, de suscitar afectos diferentes.

Antes que un esquema conceptual formalizado, amor e inmanencia señalan un movimiento resistente que habría que poder captar en su tensión específica; más que pensarlos como piezas lógicas o elementos retóricos funcionan como verdaderos condensadores críticos. El amor es lo otro tanto del odio asesino y la violencia criminal como de ese amor que los cristianos hacen surgir de Cristo y que los burgueses conservan en su relación con el dinero. Este amor, que nos es dado en la primera infancia, es derrotado en nuestro ingreso a la cultura. Y no lo recuperaremos a través de una mediación –la gracia de Dios, el hechizo de las mercancías o el espíritu vuelto Estado- sino en procesos efectivos de lucha. La inmanencia, completamente desplatonizada en Rozitchner, funciona como un fondo vivido o principio práctico desde el cual se puede operar un corte y una demarcación con respecto de los modos trascendentes del amor, modos que encuentran su punto de apoyo en las tecnologías de dominio sobre las subjetividades. Ese deslinde permite trazar la distinción entre saberes abstractos (que dicen) y saberes de los cuerpos (que al decir transforman).

Sin pretensiones de exhaustividad, es posible diferenciar tres períodos o momentos en el pensamiento de León Rozitchner. En el primero, coincide su afirmación inicial junto a la influencia de la revolución cubana, la emergencia de una nueva izquierda y con la búsqueda, en la Argentina, de un modo nuevo -ni “anti” ni “pro”- de pensar el peronismo.

El segundo período se inicia con la derrota política de las izquierdas en el cono Sur de América y con la necesidad de una revisión de los modos de pensar que han llevado a la derrota. Período de exilio y dictaduras e intermedio histórico, en el que se trata de buscar las armas intelectuales y morales para comprender la miseria de un período caracterizado por la extensión del terror militar. Este período no se distingue nítidamente del que le sigue, ya que la reflexión sobre los efectos del terror y el exilio será una presencia permanente en la obra de Rozitchner.

Y aún así vemos aparecer un tercer momento determinado por una inmersión en lo subjetivo arcaico, que actualiza el problema de la crítica de la religión y encuentra ahora, en la materialidad de lo materno ensoñado, un nuevo fundamento ausente hasta entonces en el campo político.

  1. Un largo trayecto

La obra de Rozitchner puede leerse de un extremo a otro como un esfuerzo por penetrar en este saber de los cuerpos y por escribir a partir de allí, desde ese esfuerzo, desde ese saber. El asunto ya comenzaba a plantearse con toda claridad en su tesis doctoral sobre Max Scheler, convertida en libro a su vuelta de París, Persona y Comunidad, y un trabajo escrito en Cuba a comienzos de los años sesenta, Moral burguesa y revolución. Rozitchner había viajado como profesor invitado a la isla, donde estrechó lazos con el líder del peronismo revolucionario, John W. Cooke, con quien discutiría tiempo después, en 1966, en su célebre artículo “La izquierda sin sujeto” (publicado en la revista La Rosa Blindada), sobre la cuestión del liderazgo (“la forma humana”), comparando las características de Perón con las de Fidel Castro. Cuestionaba allí el problema de la coherencia del hombre y de la mujer de izquierda, resuelta en el plano puramente simbólico, sin enfrentar el problema de la persistencia del poder burgués en el nivel de lo afectivo. En aquellos primeros años sesenta, la Revista de la Universidad de La Habana publicó otro artículo suyo, “La esencia del ser genérico en Marx”, una lectura de los Manuscritos de 1844. Allí Rozitchner retomaba el argumento del “ser genérico” alienado bajo el mando del capital y recordaba los textos en los que el joven Marx proponía tomar la relación del hombre con la mujer como índice de realización de esa esencia genérica humana. Como parte de este período dominado por la influencia de la revolución cubana, Rozitchner escribe Ser judío, una discusión con las posiciones de la Comisión Tricontinental a propósito de cómo situarse frente a lo judío y el conflicto de Medio Oriente del año 1967.

Las categorías que aparecen con insistencia en este período: cristianismo, judaísmo, peronismo, izquierda y revolución, son todas categorías históricas que intentan elucidar, en el campo político, el problema de la relación entre saber y afecto tal y como aparecen en relación con la verdad. En otras palabras: ¿concebimos el problema de la verdad como producto de una “revelación”, o se plantea el problema del acceso al conocimiento como elaboración ligada a la praxis humana? La activa participación de Rozitchner en las primeras revistas de la llamada “nueva izquierda argentina” –además de la ya nombrada La Rosa Blindada, en Contorno (revista de la que formaba parte) y su colaboración inicial con Pasado y Presente–, confirman el modo de proceder de Rozitchner: se trata de articular una serie de problemas fundamentales sobre el vínculo entre saber y potencia a propósito de coyunturas histórico-nacionales bien determinadas. A esta secuencia pertenece la polémica con el profesor de historia de la filosofía antigua, Conrado Eggers Lan, sobre el carácter antagónico entre las concepciones del amor cristiano y marxista.

1.1 La polémica con el cristianismo

Foto de Conrado Eggers Lan

La polémica se inicia con un artículo que Rozitchner publica en la revista Pasado y Presente[1] donde critica una entrevista que el centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras le había hecho recientemente al profesor Conrado Eggers Lan.[2] El interés por estos viejos escritos es múltiple. En el texto más significativo de la polémica, “Marxismo y cristianismo”, Rozitchner despliega, con una argumentación intensa, una vía de pensamiento alternativo al de la metafísica en la que abrevan por igual el cristianismo y la burguesía. La crítica de Rozitchner replantea el problema de la coherencia conceptual a partir de una noción de coherencia afectiva, en la cual los sentimientos juegan un papel fundamental en la conexión con los objetos, los cuerpos y las relaciones sociales. Esta vía no dejará de desplegarse hasta concretarse, hacia el final de su vida, en la fórmula de un materialismo ensoñado. Un interés adicional de este texto, uno de los menos leídos y conocidos de Rozitchner, es su carácter de temprano antecedente de su reflexión de los años noventa sobre Agustín y la cuestión cristiana. Leer hoy “Marxismo y cristianismo” permite interrogar en radicalidad la actualización de lo cristiano como pretendida alternativa al neoliberalismo, sobre todo a partir de la fuerte iniciativa política del consagrado Papa argentino.

A esta polémica dedicaremos toda la segunda parte del presente artículo.

1.2 Más allá del individualismo burgués

Durante los años setenta, Rozitchner se sumerge de lleno en los problemas que la dominación capitalista conlleva para la consumación del proyecto revolucionario en la Argentina. No se trata solo de la denuncia de la desposesión material que el capital realiza sobre la riqueza social producida por el trabajo, sino también de una desposesión subjetiva sin la cual la otra, la objetiva, no sería viable. Movido por esta preocupación, en 1972 publica su voluminoso libro Freud y los límites del individualismo burgués, donde intenta comprender la trampa que la burguesía instala en el sujeto cuando articula simultáneamente el dominio social (una distancia exterior y objetiva) y el sometimiento individual (una distancia interior y subjetiva). Bajo los efectos de una serie de insurrecciones producidas hacia finales de la década de 1960 -muchas de ellas célebres como el “cordobazo” y el “viborazo”- y ante la respuesta del régimen, que acude al ejército de “ocupación nacional” -como escribe Rozitchner en el prólogo del libro- se trata de leer a Freud con Marx para desarmar esta trampa que paraliza la eficacia de los militantes (esta articulación será pensada en abierta confrontación con las tesis objetivistas de la historia como “procesos sin sujeto”, presente en el entonces influyente estructuralismo de Louis Althusser), desplegando un psicoanálisis político.

Durante la segunda mitad de los años setenta, con la derrota política que interrumpe estos proyectos, y ya exiliado en Caracas, Rozitchner se propone penetrar en las relaciones entre política, guerra y subjetividad buscando profundizar su comprensión de aquello que en la práctica revolucionaria es causa de una ineficacia en el orden de la confrontación militar de las fuerzas. Son los años de reflexión sobre Clausewitz, y de descubrimiento del paradigma de la guerra como criterio de eficacia –más exigente y menos permisivo que el de las ciencias sociales, donde el error se perdona y el acierto no implica victorias colectivas. En su lectura del teórico prusiano, Rozitchner descubrirá –y así lo expone en su curso en México sobre Freud y Marx, publicado luego bajo el título Freud y el problema del poder– un encuentro inesperado con aquello que había vislumbrado años antes leyendo a Freud.

Tanto en Clausewitz (su teoría del duelo) como en Freud (su teoría del edipo) Rozitchner encuentra una comprensión radical del papel de la resistencia y del enfrentamiento como clave de lectura de una subjetividad que va más allá del individualismo burgués. La experiencia de un enfrentamiento imaginario infantil en el edipo freudiano registra una experiencia inicial del antagonismo, que no se borra del todo por el hecho de terminar en derrota –lo que explica la docilidad con que los sujetos ingresan a la cultura–, y actúa como fondo, inicial y lejano, que toda resistencia adulta actulizará, otorgando eficacia material a sus actos en el campo político. Al borramiento de esta experiencia de un enfrentamiento inicial, le corresponde el distanciamiento entre mundo subjetivo y política efectiva que Rozitchner reprochará al psicoanálisis de Lacan.

Del mismo modo, el descubrimiento de la tregua en la teoría de la guerra de Clausewitz conlleva un descubrimiento de la resistencia y de la política que la guerra, entendida como duelo entre jefes, no permitía comprender: “la política aparece entonces como resultado de una guerra anterior que abre al campo de la paz”, destruyendo la apariencia de una guerra separada de lo político. La tregua que se abre a la política no es sino “la continuidad de un enfrentamiento que la guerra dejó pendiente”, tregua que será aprovechada por las fuerzas resistentes o que las mantendrá adormecidas: estas alternativas definen dos tipos de políticas.[3]

Rozitchner enfrenta durante este segundo período el problema de la comprensión del borramiento de lo resistente-subjetivo, sin el cual cualquier coherencia constituida en el nivel puramente simbólico intelectual carece por completo de potencia transformadora. En este contexto, la lectura de Clausewitz, desarrollada en su libro Perón, entre la sangre y el tiempo, le permitirá elaborar un paradigma de la guerra como clave de pensamiento de lo político capaz de enfrentar el peso de sucesivas coyunturas, desde la guerra de las Malvinas hasta las ideologías del consenso correspondientes al período de “transición democrática” y, además, le dará nuevas claves para leer retrospectivamente las causas de la derrota política y militar del peronismo y las izquierdas. Junto a la idea de tregua, la elaboración de la “defensiva estratégica” pasa a adquirir un papel fundamental en su crítica de la “violencia de derecha” (que abarca a las organizaciones revolucionarias armadas de la época anterior), no a partir de un llamado abstracto al desarme frente al orden vencedor, sino a través de la demarcación de unos contrapoderes, una contraviolencia poseedora de contenidos prácticos y morales específicos, y antagónicos respecto de la violencia asesina.

La arquitectura filosófica de este segundo período se vuelve del todo explícita en el prólogo de Perón –texto escrito a fines de diciembre de 1979– en el cual se hace más evidente el esfuerzo teórico por encontrar en la tradición instrumentos aptos para revertir el peso de la derrota, que es el peso del terror en el país, y abordar un pensamiento diferente sobre la guerra, la política y la subjetividad. Esos fundamentos resistentes serán rastreados en una poderosa relectura de Maquiavelo, Spinoza,[4] Clausewitz, Marx y Freud. En ellos, Rozitchner encontrará soporte para comprender los efectos paralizantes e individualizantes del terror pero, sobre todo, para reencontrar la inmanencia con los saberes del cuerpo como índice de activación de la resistencia como experiencia que liga lo individual con los contrapoderes colectivos.

La intensidad de esta reflexión se prolongará luego al menos hacia tres direcciones: en la escritura de su libro sobre Simón Rodríguez, en la que lo plebeyo y lo anticolonial aparecen como oportunidad de un segundo nacimiento (en contraposición nunca del todo explicitada con el peronismo); en su libro sobre la guerra de las Malvinas, en donde expone sus razones para no apoyar la aventura encabezada por las Fuerzas Armadas, en polémica con buena parte de la inteligencia de la izquierda argentina en el exilio mexicano, en donde se trata el problema nuclear de las fuentes de la coherencia política; y sus cursos, ya citados, de inicios de la década de 1980, en México, sobre Freud, Marx y Clausewitz. La guerra y el exilio, temas con los que volvió al país, fueron motivo de varios artículos publicados en la revista Controversia.[5]

1.3 Fin del exilio

De vuelta al país, Rozitchner retoma la actividad docente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (en los años noventa será candidato a rector) y como investigador en el CONICET. Son los años que la politología llamó de “transición democrática”, de fortalecimiento de los organismos de derechos humanos y de claudicación del gobierno de Alfonsín, que había dado lugar a los juicios históricos a la cúpula de la dictadura militar y luego a una serie de leyes de impunidad que amplió el posterior gobierno neoliberal de Carlos Menem.

Inmerso en ese clima, Rozitchner publicó una serie de artículos sobre los efectos del terror sobre la naciente democracia, denunciando en particular el papel de la cúpula de la iglesia católica en la represión. Muchos de esos textos han sido publicados como ponencias o artículos en diferentes revistas, y otros han aparecido en el diario Página/12. Los primeros dieron lugar al libro Las desventuras del sujeto político, y los segundos a El terror y la gracia.

Por esos años comenzaba ya a surgir la cuestión de lo materno como clave para comprender la determinación del campo de lo político-imaginario en abierto antagonismo con el terror, cuyo fundamento subjetivo funcionaba en coalición con la palabra divina de la “madre” iglesia que inspiraba a la mano asesina. Las madres de la Plaza de Mayo se presentan en su lucha de aparición con vida de sus hijos y nietos desaparecidos como señalando la verdad del proyecto de la dictadura y del neoliberalismo que se extendería en el país y en la región. La ciudadanía no debía entenderse en un reconocimiento simbólico-legal, de tipo formal, sino como desplegándose a partir de un reconocimiento de la materialidad efectiva de los cuerpos, que tanto el terror militar como el económico destruían.

1.4 El retorno de lo teológico político

Durante los años noventa, años de pleno menemismo y de desaparición del llamado campo socialista, Rozitchner escribe un asombroso trabajo de análisis de las Confesiones de San Agustín: La cosa y la cruz. Buscaba comprender allí la eficacia de larga duración de la subjetivación cristiana, que en la coyuntura de la fusión romana entre catolicismo e imperio dio lugar a una innovación en las formas de sometimiento político, creando tecnologías capaces de

La cosa y la cruz, editado por la Biblioteca Nacional en el año 2015

interiorizar el terror en los sujetos, alcanzando un nivel de penetración inédita en la conformación del campo afectivo e imaginario. Esta historia larga de la dominación es la que, perfeccionada y mutada con el origen del modo de producción capitalista, dará lugar al fenómeno de la contemporánea globalización del capital cuya clave aún conserva.

Esta inmanentización de la dominación produce un verdadero corte y funda un nuevo tipo de ser, en el que se reformula la dialéctica entre resistencia interna y ley del poder teológico o político estatal como viniendo del exterior. Precisamente la crueldad de los poderes cristianos consiste, para Rozitchner, en la creación de una interioridad subjetiva en la que ellos se inscriben para controlar desde allí lo que los sujetos experimentan como verdad. Rozitchner encuentra en la confesión agustiniana el documento más elocuente en lo que a la conversión subjetiva cristiana concierne. En ella, el fundamento materno de una afectividad resistente será trastocado en lo más hondo y en su lugar se constituirá un poder masculino y abstracto, un Dios universal cuya esencia consiste en la incesante degradación de la materia sensible, a favor de un Logos Espiritual, descualificante y cuantificador, que a la larga se concretará en el mando de la ley del valor sobre los cuerpos trabajadores. Lo que Rozitchner elabora, desde entonces, es la lógica de esa transmutación del amor materno como saber de cuerpo y lógica ensoñada y primera del sentido, en materialidad devaluada al servicio de un dios masculino e inmaterial, único y universal; de un orden que aunque secularizado, se seguirá rigiendo de acuerdo a estos patrones.

1.5 Marx y la infancia

Vemos entonces hasta qué punto la obra de Rozitchner va produciendo saltos sin abandonar el problema de la “forma humana”, presente ya en “La izquierda sin sujeto”, y en sus obras sobre Freud o Perón. Lo que se introduce ahora es la larga duración, la persistencia de una subjetivación cristiana sin la cual la misma constitución del capitalismo probablemente no hubiera sido posible. En síntesis: la condición de posibilidad de la explotación social es la separación inherente a la subjetivación cristiana entre una dimensión material-devaluada y una inmaterial-jerarquizada que obra como razón última y medida de todo intercambio. Las categorías que en la obra de Marx son fundamentales, como valor de uso y valor de cambio, no proceden simplemente de una lógica económica y de un tipo de saber científico moderno capaz de describirla, sino que expresan el desarrollo de una esencia de la separación que se ha cristalizado como institución, regla y mando. No es posible comprender el poder del dinero sin aquello que Marx enseña en el pasaje sobre el fetichismo de la mercancía y su secreto: que la conciencia teórica del sujeto crítico que penetra en la dinámica del capital, permanece impotente en su deseo de transformación del orden del capital ante la eficacia mágica que reviste a las cosas sensibles de poderes suprasensibles. El secreto de la forma mercantil se encuentra en su premisa: el modo separado, cristiano, de producir mujeres y hombres.

Rozitchner vuelve entonces a leer a Marx y escribe sobre él cosas importantes, sobre todo en dos artículos (“Marx y la infancia” y “La cuestión judía”) recogidos luego en su libro Marx y la infancia.[6] Para Rozitchner, Marx aparece ahora en el corazón mismo de la reflexión sobre el trato que la cultura hace de esa materialidad a la vez real e imaginaria de lo materno. Sin una comprensión de este nivel originario, perdemos el registro de la razón que preside la producción de humanos. Lo materno y la infancia aparecen como la instancia en la que se juega el acceso a la comprensión de la clave más radical: la de una materialidad ensoñada de la que se desprende un sentido sentido, que no se deja envilecer ni doblegar, en abierto antagonismo con la arquitectura de un orden que devalúa el sentido sensible del cuerpo y lo subsume a un principio o logos abstracto.

En ese antagonismo entre un sentido ensoñado y otro patriarcal, colonial, inmaterial y cuantitativo se pondrán en juego las cuestiones políticas fundamentales: la definición de los géneros y la sexualidad; el valor del cuerpo sensible en el trabajo; el entero sistema de criterios y valores para jerarquizar poblaciones y modos de pensar y conocer. Marx se ha enfrentado abiertamente con esta esencia cristiana en su texto Sobre la cuestión judía, texto de juventud que Rozitchner lee ahora en su madurez retomando sus trabajos sobre los Manuscritos de París. Si algo es criticable en Marx, escribirá Rozitchner, es pues su incapacidad para mantenerse firme en la elaboración de un concepto de “esencia genérica” que hubiera permitido, de ser desarrollado, romper con la racionalidad científica, ella misma de fondo cristiano. Ese desarrollo, que Marx perdió en el camino, reaparecerá en Rozitchner en su libro El materialismo ensoñado, compilación de ensayos de algunos de sus últimos escritos entre los que se encuentra “La mater del materialismo histórico. De la ensoñación materna al espectro patriarcal”, que Rozitchner imaginaba como introducción a su Marx y la infancia.

 

1.6 La crítica y la religión

Rozitchner parece haber retomado por su cuenta aquella formula feuerbachiana del jovencísimo Marx según la cual la crítica de la religión contiene las premisas de toda crítica. La crítica no puede quedar reducida al nivel sociológico del análisis, sino que debe indagar en el inconsciente mitológico, en la estructura de origen religioso que llegará a elucidarse a partir de lecturas sintomáticas de sus textos teológicos fundacionales. Adentrarse en esa mitología supone una analítica –incluidas todas las evocaciones freudianas que tiene esa expresión– del tipo de condensación afectiva que domina la razón última del orden de nuestras sociedades, por más que se trata, como las nuestras, de sociedades racional-científicas, es decir: laicas y capitalistas. Su interés por el mito cristiano se justifica enteramente al interior de esta problemática.

Según Rozitchner, en la medida en que el fondo mitológico de nuestra cultura globalizada viene determinado por la esencia cristiana, cuyos principios fundados en la separación son desplegados (esto mismo decía Nietzsche en su Genealogía de la moral) no ya solo por la religión sino fundamentalmente por la racionalidad científico-técnica, y en que el fracaso socialista muestra que no es posible enfrentar esta realidad desde una comprensión limitada de la política, reducida a saberes sociológicos y a medidas económicas, se tratará, en sus últimas intervenciones, de releer la entera tradición crítica contra Descartes, Hegel y Heidegger, buscando en la infancia y en lo ensoñado un fundamento perdido por completo en la práctica política de las izquierdas y para la tradición filosófica que triunfa en la universidad (existen apuntes críticos de Rozitchner en sus archivos sobre la obra de Derrida, Deleuze, Levinas, Agamben, Lacan, Laclau, Žižek), pero presente de modo fragmentario en mitologías no cristianas dispersas en el territorio latinoamericano.

1.7 Coyuntura kirchnerista

Durante el período posterior a la crisis del 2001, ya en pleno kirchnerismo, Rozitchner ensayó aproximaciones a la coyuntura a partir de las claves de lectura que venía elaborando. Dos textos muy diferentes entre sí revisten particular importancia en este sentido. El primero de ellos es una intervención a propósito de la polémica –conocida como la polémica del “no matarás”– provocada en torno a una carta escrita hace una década por el filósofo Oscar del Barco, en la que se convocaba a una reflexión sobre la violencia revolucionaria de los años sesenta y setenta. Publicado por primera vez en la revista El ojo mocho, el artículo de Rozitchner “Primero hay que saber vivir. Del Vivirás materno al No matarás patriarcal”,[7] ataca el empleo del “no matarás” bíblico (y levinasiano) como regulador del problema de la violencia política a la vez que propone una lectura crítica de las organizaciones de la izquierda armada en la Argentina, a partir de la noción de violencia de derecha y contra-violencia (o violencia de izquierda). La diferencia entre ambas violencias, argumenta allí Rozitchner, se funda en el tipo de realidad sensible que cada una de ellas moviliza: mientras la violencia del poder realiza las categorías cristianas (la degradación del cuerpo sensible), las de la economía política (subordinación de toda dinámica vital a la valorización del capital) y las del individuo separado (los otros aparecen como dato segundo respecto de la propia existencia), la contra-violencia invierte los términos. Se trata de un contrapoder que valoriza lo corporal sensible (y por tanto no apunta al sacrificio propio ni ajeno), trastoca los valores de productividad de la economía (y por tanto no reproduce relaciones de competitividad y utilitarismo) y parte de la presencia de los otros como premisa y no como momento secundario. Los fundamentos de la crítica de la violencia asesina hacen juego con los de la experiencia de lo materno ensoñado, para refutar a las filosofías del consuelo (la referencia crítica a la filosofía de Levinas es constante en el texto) y a las posiciones nihilistas que parten de la inexistencia de fundamento para la rebelión.

El segundo de estos textos es una larga entrevista que le realizó el Colectivo Situaciones,[8] en la cual se exponen las posiciones políticas adoptadas por Rozitchner frente al gobierno de Néstor Kirchner. En la conversación, Rozitchner comenta el conocido episodio en el cual el entonces presidente argentino ordena al jefe del ejército descolgar el cuadro oficial del General Videla exhibido en la ESMA, símbolo máximo del genocidio. Rozitchner confería a esa escena un valor fundante e inconcluso. Veía en el gesto de Kirchner una denuncia sin vuelta atrás de la complicidad que el poder político había adquirido con el terror militar en la represión de las fuerzas populares, a lo largo de décadas y, al mismo tiempo, señalaba que ese gesto solo encontraría una efectuación material amplificante si daba lugar a un desmontaje de la fenomenal concentración de la propiedad que tuvo y tiene en ese terror su condición excluyente de posibilidad.

 

1.8 Vitalismo del pensamiento

La filosofía de León Rozitchner se despliega como una serie de reacciones coyunturales a diversos acontecimientos, una serie de intervenciones a propósito de las cuales se despliega una densa trama conceptual y literaria, y no como una categorial que va ajustando su sistematicidad en el espacio que la academia ofrece como lugar separado de la vida práctica. Ese rasgo coyuntural no define en Rozitchner un ámbito especializado de su pensar, como podría ser la filosofía política, sino un tono vital que desborda géneros y formatos, y cuestiona la necesidad de toda separación entre el pensador, lo pensado y la situación que lo implica y lo fuerza a pensar. Esta intensidad del pensamiento de Rozitchner, la cara vivida del saber del cuerpo en quien lee y escribe, constituye una de las riquezas más evidentes de su obra. Este vitalismo de pensamiento ha dado lugar a notables desproporciones entre los motivos puntuales que lo motivaban a escribir,[9] y la enorme movilización de energías intelectuales que ponía en juego en cada uno de sus escritos. Esta desproporción hace sospechar que hay un caudal de pensamiento en sus textos que no se agota ni queda circunscripta a las situaciones específicas que lo motivaron. De hecho, muchas de sus premisas argumentales siguen mostrándose activas en relación con problemáticas que no trató de modo directo.

En el carácter resistente del saber de los cuerpos hay claves de las que otras filosofías del post-fundacionismo carecen para pasar del diagnóstico cultural y la racionalización sociológica de procesos a una analítica y un deseo de activar afectos y enfrentar todo aquello que obstaculiza la constitución de fuerzas. En las nociones de amor e inmanencia de Rozitchner –en las que el saber del cuerpo no es tema de tesis sino operatoria afectiva– hay un potencial problematizador del que carecen las filosofías que mejor nos ayudan a comprender la arquitectura de las sociedades de control, post-represivas o de seguridad que teorizaron Deleuze y Foucault.

  1. Amor cristiano. Amor en Marx

En lo que sigue, comentaremos el texto principal de la polémica con Eggers Lan, no para mostrar que en ese texto temprano ya estaría todo dicho ni para producir hipótesis críticas sobre continuidades y rupturas en su obra, sino para rastrear, en un texto inicial y contundente de Rozitchner –que fue reeditado muy recientemente–[10] la relevancia que el amor y la inmanencia poseen desde el comienzo en la problemática del saber de los cuerpos.

2.1 Eggers Lan

En una entrevista concedida a la revista del centro de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA,[11] el profesor Conrado Eggers Lan, antiguo fundador de la Democracia Cristiana con la que había roto políticamente, argumentaba a favor de la compatibilidad entre el cristianismo y el marxismo en su lucha común contra un orden dominante que, con todas sus variantes, es el mismo desde desde que Constantino oficializó al cristianismo dándole larga vida a las estructuras del Imperio romano. La diferencia de matices consiste en que el cristiano pondrá el énfasis en la actitud interior que debe haber en esta lucha, mientras que el marxista acentuará el carácter social de dicha lucha. Al hacer de la fe una fuerza política contra las injusticias, el cristianismo histórico de Eggers se percibía como adecuado en aspectos importantes a la teoría revolucionaria del marxismo. Incluso se puede intentar una concordancia en el plano metafísico cuando ambos sitúan la actividad espiritual en la vida concreta de los hombres y las mujeres. Esa unidad que para Marx se quiebra por la división del trabajo en tareas corporales y espirituales.

Ni siquiera el ateísmo de Marx, mero ateísmo ético, constitye un auténtico obstáculo para la correspondencia que Eggers propone. Si una diferencia persiste, no obstante, entre cristianos y marxistas es, para Eggers, el hecho de que el cristianismo está movido por la fuerza del amor del que Marx, más proclive al odio, estuvo privado. Falta a Marx un principio trascendente, humano-cósmico, fuerza de amor universal sin la cual queda impedida la total coherencia de una doctrina que por su misma esencia reclamaba ese amor. Esta carencia marxiana se halla en el origen de los fracasos revolucionarios marxistas y de las contradicciones que las caracterizan, como por ejemplo aceptar y hasta reivindicar en nombre de lo humano y de la sociedad la destrucción del hombre y de la sociedad. El razonamiento de Eggers concluía en que el amor cristiano ofrecía a los marxistas la solución para sus dificultades, abriéndoles las posibilidades efectivas del camino revolucionario.

A los pocos meses de la aparición de la entrevista a Eggers, Rozitchner inicia la polémica con un artículo titulado “Marxismo o cristianismo”,[12] publicado en la revista Pasado y Presente. En pocas palabras, lo que Rozitchner reprocha a Eggers es que en su pretensión de aproximarse a la izquierda en el plano político, pone en marcha un proyecto de subsunción de la racionalidad de Marx en la del cristianismo. Al tomar los conceptos marxistas, lo hace de modo parcial, incluyéndolos en el interior del “campo de sentido propiamente cristiano, que mantiene la separación entre materia y espíritu”. En su lucha contra la derecha católica, Eggers se acerca a la izquierda sin trastocar las premisas metafísicas de la metafísica cristiana.

El hecho que Egger cite positivamente a Max Scheller, sobre quien Rozitchner acababa de escribir su tesis de doctorado, permite comprender mejor el juego de parentescos que se establece con el capítulo III, “El amor en la perspectiva schelleriana”, del ya citado Persona y comunidad.[13]

2.2 Contra la vieja metafísica

En la primera parte de su argumentación, Rozitchner ataca el texto “Praxis y metafísica”, ponencia que Eggers había presentado en unas jornadas de filosofía realizadas en Horco Molle (Tucumán) sobre el tema “Posibilidad de la Metafísica”. Rozitchner le reprocha allí a Eggers su indiferencia ante la potencia de la crítica de la economía política iniciada por Marx, al hecho que la crítica rompe los supuestos de la vieja metafísica a la que permanece aferrado. El punto principal a retener aquí es el siguiente: al fundarse en las relaciones de producción, la crítica marxiana inaugura una concepción de la materialidad de las relaciones humanas “inmediatamente significativa” de la verdadera “relación concreta que une a los hombres entre sí”. Marx crea un nuevo tipo de unidad donde la vieja metafísica separaba, dualizaba. Esta unidad reúne, dice Rozitchner, “dos extremos hasta entonces disociados: la intimidad y la sociedad”, ambas constituidas por “categorías económicas e históricas”.[14]

Leyendo a Marx de este modo, Rozitchner apunta directamente al núcleo de la metafísica que separa la exquisitez de lo íntimo-espiritual de lo cruel-materialista. La operación es sofisticada, dado que es esa metafísica de la separación la que dirige a Marx la crítica de una pretendida reducción de lo espiritual a lo material. Lo que Rozitchner aclara es lo siguiente: la razón por la que en Marx no procede tal reducción es porque para que esta se produzca se necesita haber realizado con anterioridad la operación propiamente metafísica entre espíritu y materia. Cosa que, es lo que Rozitchner nos enseña, Marx jamás hizo. Desde el punto de vista de la metafísica, esa separación es necesaria. Por lo tanto, lo que ella discute es si el espíritu vale más que la materia (como ella cree), o si menos (como le atribuye erróneamente a Marx). Esta ignorancia sobre el pensamiento de Marx, este borramiento de su descubrimiento filosófico fundamental, es lo que está aquí en juego. Desde el punto de vista de la metafísica se trata de jerarquizar el valor del espíritu ante la materia. Desde el punto de vista marxista se trata de algo muy diferente: de anular la operación de escición y conducir lo espiritual a la materia de la que parte y en la que se verifica.

2.3 Tesis 11

Al hacer de la materialidad de la relaciones humanas una burda materia, la metafísica no puede leer a Marx de modo parcial. Es lo que, a juicio de Rozitchner, sucede con Eggers, por ejemplo, cuando lee la célebre “Tesis 11” sobre Feuerbach, en la que Marx dice que los filósofos se han dedicado a interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. ¿Cómo lee este texto Eggers, según Rozitchner? Postulando la actividad de un agente transformador puramente espiritual sin su necesaria inscripción en la materialidad social e histórica (abstrayendose de la lucha de clases efectiva). Y esto es porque los respectivos fundamentos son incompatibles. Los principios cristianos que operan en la metafísica ordenan la experiencia a partir de una separación a priori en la cual lo activo es siempre lo otro de lo corporal; lo individual se diferencia tajantemente respecto de lo hisórico-social y lo espiritual no se deja confundir nunca con la riqueza de lo material-sensible.

Esta incompatibilidad metafísica sí repercute en el plano político, proporcionando lecturas como las que Eggers hace de la “Tesis 11” en términos de autotransformación subjetiva, antes que a una dialéctica de lo subjetivo-objetivo que pueda preparar en el campo de las fuerzas efectivas un proyecto de liberación, partiendo de la materialidad histórica atravesada por concretas relaciones de explotación y dominio.

2.4 El problema de la verdad

Todo esto impacta de lleno sobre el problema de la verdad, que en Marx se plantea como el de la transformación material de los hombres y mujeres en un mundo cuya estructura “se revela verdaderamente en la economía como fundamento objetivo del cual dependen privilegiadamente todas las otras relaciones humanas”.[15] Toda transformación, para ser verdadera y radical, debe entonces proponerse la modificación de esa base material que está ya articulada con lo que en hombres y mujeres aparece como lo íntimo-espiritual, concerniente a la transformación personal.

La “ensoñación subjetiva” de Eggers (nótese hasta qué punto la palabra ensoñación habrá de cambiar su sentido con el paso de los años) se aprecia en todo caso, escribe Rozitchner, en la sustitución de la crítica de la economía política por el método de la reducción fenomenológica y del yo trascendental, que aspira a liberarse de todo supuesto para acceder a la experiencia íntegra de lo humano. Ese modo de proceder, lo hemos visto, supone -erróneamente- que la crítica de la economía política abarca solo una parte del hombre, la parte material o económica, la parte “histórico social”, y no su integralidad, que se completa con su actividad subjetiva, espiritual. Con esta reducción-subsunción, la metafísica logra imponer sus valores, despojando la materia marxiana de toda riqueza histórico-objetiva y de todo criterio de verificación vinculado al proceso de la praxis, que Marx y Engels presentaban en La ideología alemana como ligado a la producción de medios para la satisfacción de estas necesidades; la creación de nuevas necesidades; la reproducción a partir de la relación sexual.

El problema de la verdad, entonces, se plantea en Rozitchner en torno al descubrimiento marxiano que habilita una comprensión “del valor creador que posee la singularidad material humana de cada hombre”. Cada individuo descubre su pertenencia a un “todo material del cual depende y que hace posible su existencia”. Y por lo tanto “cada hombre contiene, en su génesis individual, el secreto del proceso histórico que le abre la comprensión vivida de su presente alienado” en el proceso de “producción material (histórico-económico) de sí mismo y de los otros hombres”. El método fenomenológico que Eggers propone aspira en cambio a un tipo de “conocimiento inmediatamente absoluto”, despojado de supuestos (históricos); acceso directo a un mundo “sensible y concreto” cuya condición paradójica sería la depuración de toda referencia a su materialidad histórico-económica. La única materialidad que sobrevive a esta reducción lo hace a título de mero “receptáculo”, o “asiento del espíritu revelado, lugar de la intuición volitiva, soporte de valores”. Una materialidad existencial, sí, pero de una existencialidad exclusivamente cristiana, sin rastros de aquella otra materialidad que “el hombre construye a través de un proceso histórico-económico”. La reducción fenomenológica salva solo el resultado, echando a perder la riqueza inicial del proceso.[16]

2.5 El otro y la salvación

En Marx no hay lugar para una salvación meramente individual, desprovista de su inserción en el mundo. Toda transformación debe pasar por la de las relaciones sociales. El problema de la “verdad” en Marx remite a la posibilidad de verificar las transformaciones en la realidad. De modo tal que toda transformación subjetiva para Marx, dice Rozitchner, debe “penetrar hasta las raíces de la propia constitución material”. De modo que la salvación no puede pasar, para los marxistas, por el enlace amoroso que une a hombres y mujeres con Dios sino con la forma humana y con la “cualidad sensible” en la que lo humano encuentra una posibilidad de máximo despliegue.[17]

Esta “forma máxima de mi amor”, escribe Rozitchner, es la que proporciona la medida última de toda relación afectiva: “en este acto de la más precisa singularidad –amar a otro– converge la más amplia universalidad”.[18] Por eso decía Marx en sus escritos de 1844 que:

La relación entre hombre y mujer es la más natural de las relaciones entre uno y otro ser humano. En ella se revela, pues, hasta qué punto el comportamiento natural del hombre se ha hecho humano, hasta qué punto la esencia humana se ha convertido para él en esencia natural, hasta qué punto la naturaleza humana ha pasado a ser su naturaleza. Y en esta relación se muestra, asimismo, la necesidad del hombre con respecto a la necesidad humana, hasta qué punto, por tanto, el otro hombre se ha convertido en necesidad en cuanto tal hombre, hasta qué punto es, en su existencia más individual, al mismo tiempo, un ser colectivo. La primera superación positiva de la propiedad privada.[19]

El aspecto material-sensible del mundo constituye, en Marx, “el fondo de toda relación de amor”,[20] y en esta relación amorosa –sostiene Rozitchner– viene incluída una acción transformadora opuesta a todo aquello que se manifiesta como obstáculo que se opone a este amor. El amor se confunde con la praxis desde el momento en que no hay amor que no suponga el problema del acceso al otro y, por lo tanto, el de la modificación sensible entre los amantes de un amor afectado por las obras y acciones de los otros.

Si hay dos amores, cristiano y marxista, es porque hay al menos dos modos de concebir al otro: como “totalidad simbólica, abstracta” (en la separación cristiana de lo “espiritual” y lo “material”, del que solo interesa lo espiritual, aquello que cada hombre tiene de absoluto, aquello que le permite reconocerse en lo divino, desvalorizándose “el continuo material que uno en una universalidad posible, concreta, a los otros”);[21] como “totalidad concreta, genérica” (ligada a la actividad singular-sensible en las relaciones intrahumanas, no a partir de la presencia de lo divino, sino de la presencia de los otros en cada acto de la propia sensibilidad humana).[22]

Esta distinción entre amor cristiano –donde lo primero es la presencia de lo divino y absoluto en el yo–, y amor marxista –que encuentra lo relativo histórico como formando parte desde el inicio del yo, y que por lo tanto experimenta el amor en esta presencia sensible, concreta y material de los otros como premisa– será uno de los argumentos centrales de la noción de contra-violencia que Rozitchner va a esgrimir en la polémica ya mencionada con Oscar del Barco.

2.6 El odio

En el amor marxista, a diferencia del cristiano, lo espiritual solo existe como historicidad y grabado del “proyecto humano en la materia”, y permite “reconocer concretamente –pues mi afectividad está ligada al mundo– la presencia de aquel que se opone al otro o la de aquel que posibilita su máxima realización”. De allí que el odio surja, en Marx, como parte este mismo proceso afectivo, como la “medida de la inhumanidad que otros hombres han hecho surgir en mí mismo”.[23]

Hay sin embargo un odio cristiano. Se trata de un odio inconfesado y duradero, dirigido a una cualidad humana inmodificable. Un odio así es inhumano, es lo inhumano mismo en lo humano. Esa inhumanidad, que es propio del odio antisemita (odio ontológico que no apunta a ninguna cualidad en particular sino al hecho mismo de que el judío lo sea, es decir, al hecho que guarde relación con la historia de un pueblo) es impensable en el amor marxista, que parte de la presencia material sensible de los demás en uno mismo y desde allí se despliega como amor a la forma humana. Como en Spinoza. El odio inhumano es el reverso de aquello que en el amor cristiano es universal y abstracto, de aquello que en esa amorosidad pone a los amados siempre a distancia respecto de la relación íntima que cada quien guarda con Dios. Por eso, sostiene Rozitchner, “decimos que el sentido de la espiritualidad cristiana es inhumano, por más divino que sea: para ser verdadera esa espiritualidad no necesita de los demás hombres en su creación sino en su pasiva adhesión. A los otros hombres se acercarán después”.[24]

La denigración de lo material-particular presente en la metafísica cristiana es por tanto el lugar de preservación de esta posibilidad de lo inhumano en lo humano, que será la clave en su libro Ser judío. Allí, Rozitchner argumenta que en la experiencia judía, en tanto determinada por padecer la acción de esta inhumanidad de lo humano, se hace posible un tránsito (que el judío burgués no recorre, asimilándose al amor cristiano primero y luego al neoliberalismo) hacia la izquierda. Ese tránsito a la revolución surgiría en él como posible al oponerse a ese odio inmutable, a esa inhumanidad de lo humano presente en el padecimiento común más amplio de mujeres, obreros, negros. Esta senda del judío hacia la insurgencia no le es permitida al cristiano antisemita que permanece aferrado a lo absoluto.

Décadas más tarde, Rozitchner retomará una argumentación similar en su relectura de Sobre la cuestión judía, de Marx, sobre el que escribirá un importante ensayo ya mencionado. Lo que el judío puede iniciar como transición a la izquierda tendrá la fuerza de lo vivido elaborado, no de lo meramente simbólico. A esa materialidad subjetiva que arraiga en lo vivido y en lo elaborado subjetivamente, Rozitchner la denominará “índice de verdad”, y su lógica tendrá muchos puntos en común con la de los “devenires minoritarios” de los que hablarán en la década de 1980 Gilles Deleuze y Félix Guattari. En ambos casos se origina una simpatía por la acción de lo heterogéneo respecto del orden de la sociedad burguesa, la rebelión de todo aquello que esta sociedad necesita domesticar.

2.7 Filosofía de los afectos

Mientras que el amor cristiano se pretende por encima de la lucha de clases –entre hombres no hay sino enemistades ocasionales– y escapa al vínculo entre “el amor y el dinero, lo transhistórico y lo histórico”, Marx piensa la afectividad humana a partir de la “significación de la propiedad privada y el dinero”, en el trabajo y el intercambio. Señala, como antes lo había hecho Spinoza en su Ética, que la “movilidad esencial de la afectividad” depende de las relaciones singulares y precisas que establecemos con las mujeres y los hombres así como con las cosas. En esa movilidad, todo sentimiento se corresponde con una relación y debe ser captado en esa vinculación histórica-concreta con el objeto referente al cual el sujeto experimenta su afectividad. Es “la cualidad que el objeto suscita en el hombre” la que activa desde lo sensible un sentido, una significación para esa relación.[25]

La presencia de la teoría spinoziana de los afectos en esta lectura de Marx no se hace explícita en el texto. Y no lo será hasta mucho más tarde, cuando se trate de reflexionar abiertamente sobre los fundamentos subjetivos de la resistencia al terror, en el prólogo ya citado de Perón. Si reparamos en esta presencia de una callada inmanencia afectiva de la potencia es porque ella permite esclarecer –tal vez como ninguna otra– el hilo rojo que se entreteje hasta llegar a su materialismo ensoñado. En todos los casos, lo que está en juego es un rechazo visceral a toda devaluación de la dimensión material-sensible del cuerpo. En todos los casos, la lucha de clases exige ser llevada no solo al plano de la coherencia simbólica, sino en el de una revaluación de la dimensión sensual del sujeto.

2.8 Amor y dinero

En la sociedad capitalista, el “objeto por excelencia” –la “forma humana” – está mediado de modo irremediable por un “objeto máximo”, un operador de trascendencia que todo lo impregnará escindiendo la cualidad de la cantidad y el uso del cambio. Ese “objeto máximo”, el dinero, no designa cualidad sensible humana alguna sino el mero hecho de ser poseedor. Intercambia toda “cualidad” sin reparar en ninguna. Pone en juego una equivalencia generalizada de cualidades y pasa entre ellas sin importar que resulten contradictorias. El dinero funda una “fraternidad de los incompatibles” y “obliga a los contrarios a abrazarse”.[26]

Al sustituir la “materialidad mínima del hombre” desde la cual se pone a prueba el valor o la cualidad, el dinero provoca una distorsión sobre la subjetividad humana, y el amor marxista no será sino afectividad comprometida en un enderezamiento del mundo capaz de volver a expresar la “resonancia personal que se produce cuando una cualidad humana se pone en relación con otra cualidad humana compatible” (amor) “y no con otra cualidad contradictoria” (odio).[27]

Los sentimientos revelan, así, verdaderas afirmaciones ontológicas. A través de ellos contactamos con lo universal concreto del que emerge toda significación humana. Sin este juego de los afectos no habría modo de hacer del valor de uso un criterio de verificación para la praxis. Por tanto, es sumamente relevante comprender hasta qué punto la eficacia del advenimiento del valor (de cambio) consiste en esa abstracción que desconecta “en el seno de la satisfacción y la afectividad más subjetiva la dimensión más colectiva de lo social”.[28]

Es en este preciso punto de inserción entre economía y sentimientos donde el mundo capitalista se da la mano con la metafísica cristiana, dando lugar a una “estructura afectiva que se adecua a un mundo donde impera el dinero” (y en consecuencia sin punto de encuentro con el amor en Marx) junto a un racionalismo que solo aspira a reformar la realidad en el plano de lo “simbólico”. Y será esto lo que Marx rechace del humanitarismo cristiano y/o burgués: el hecho de expresar las estructuras de relaciones en las que reinan la propiedad privada y el dinero.[29]

2.9 Política cristiana

La prédica cristiana bloquea la posibilidad de elaborar la contradicción moral en el mismo plano en que se de la material. Es aquí donde la escisión entre espíritu y materia rinde su fruto político disfrazado de lo más alto, del más puro amor. De este modo, se logra inducir la conclusión según la cual “la lucha de clases en su específico plano de lucha histórico-económica resulta entonces no ser una lucha también espiritual”;[30] “a través del ‘espíritu’ despoja precisamente a los sometidos de su único tesoro, de su única brújula en el medio hostil que lo rodea: el odio, es decir la exacta respuesta para la exacta agresión que se les realiza”.[31]

En el amor cristiano, en el que cada hombre recibe su verdad de la revelación divina como adecuación afectiva entre su propia conducta y lo que la divinidad le revela, se niega el esfuerzo marxiano por encontrar el elemento material-afectivo de esta verificación. En Marx “todo sentimiento posee inteligibilidad”, y por eso no existe en el marxismo la diferencia entre “la evidencia leída a la altura de la afectividad o de la racionalidad lógica”. En otras palabras: no hay oposición entre lo afectivo y el pensamiento racional, ambos abrevan en una misma objetividad del mundo humano.

  1. Conclusión provisoria

Es posible establecer sobre esta base un eje Spinoza-Marx-Rozitchner. Ese eje funcionará del modo siguiente: opondrá a la acción denigratoria que la metafísica cristiana –y la economía política que la concreta– ejerce sobre lo corpóreo sensible creando individuos separados y “unidos como separados” (como dice Guy Debord), una revalorización de lo sensual como instancia dadora de sentido y de significación a las relaciones vividas, incluidas las enteras relaciones sociales.

Es posible plantear en esta dirección al menos dos cuestiones de suma relevancia para el pensamiento político contemporáneo a partir de esta lectura de la obra de Rozitchner: por un lado, la posibilidad de extender y aplicar a los dispositivos propiamente neoliberales la misma crítica que ya se dirigía a la metafísica cristiana y a la práctica de la sociedad burguesa, es decir, una particular consideración sobre el tipo de desposesión subjetiva que acompaña y posibilita toda desposesión material, objetiva. Se trata entonces de profundizar en la crítica del enlace entre sociedad capitalista en su fase neoliberal y pervivencia de lo teológico político. Por otro lado, el saber de los cuerpos ofrece un camino para el pensamiento político dominante de los últimos años fundado en el postestructuralismo y, en particular, en la teoría populista de Ernesto Laclau, capaz de pensar la articulación de las demandas populares, pero resulta impotente a la hora de cuestionar cómo estas demandas se constituyen y qué contenido adquieren bajo el efecto de dispositivos neoliberales que operan sobre ellas. Lo que Rozitchner llama “coherencia afectiva”, en cambio, se orienta a verificar el lazo que organiza el sentido a partir de considerar las relaciones sociales, la creación de significaciones en el plano de los afectos y la creación de conceptos.

El saber de los cuerpos, inseparable de esa revalorización de lo sensible y de una experiencia insurgente de los afectos, se coloca así en la base del entero mundo de las “nociones comunes” de las que habla Spinoza en su Ética. Su elaboración deviene inseparable de esta batalla crítica. Inmanencia en Rozitchner es insurgencia. En sus últimos escritos será este tejido sensual de la significación, sin la cual todo enlace con las cosas del mundo se torna abstracta, la que dará lugar a un materialismo ensoñado.

Bibliografía

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—. “Cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa” En Colectivo Situaciones, Impasse: dilemas políticos del presente. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones, 2009, pp. 95-134.

[1] Rozitchner, León. “Marxismo o cristianismo”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 2-3, Julio-Diciembre 1963, pp. 113-133. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 163-183.

[2] “Cristianismo y marxismo. Reportaje al profesor Eggers Lan”. Correo de C.E.F.Y.L. no I. 2, Octubre 1962, pp. 1-2. Departamento de prensa y difusión CEFYL-FUBA. Publicación del Centro de Estudiantes de Filosofía y Letras,  Buenos Aires.

[3] “Clausewitz y Freud: la guerra y el poder. El duelo como esencia del conflicto”. En Rozitchner, León. Freud y el problema del poder. Buenos Aires: Losada, 2003, pp. 159 y 160. En el mismo libro se exponen sus ideas sobre Freud.

[4] Sobre las referencias de Rozitchner a Spinoza volveremos luego. Bellamente evocado en el prólogo del Perón, queda excluido luego en Freud y el problema del poder. Sin embargo, en sus clases en Caracas Rozitchner daba un curso sobre el Tratado teológico político, leído en el contexto de lo que entonces se llamaba el “tercer mundo”. En su obra posterior, Spinoza no dejará de volver, se multiplicarán las referencias sueltas, pero no habrán desarrollos sistemáticos.

[5] Ver: Gago, Verónica. Controversia: una lengua del exilio. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2012.

[6] Rozitchner, León. Marx y la infancia. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2015, pp. 23-97 y 141-201.

[7] Rozitchner, León. Levinas o la filosofía de la consolación. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2013, pp. 161-203.

[8] “Cuando el pueblo no se mueve, la filosofía no piensa”. En Colectivo Situaciones, Impasse: dilemas políticos del presente. Buenos Aires: Tinta Limón, 2009, pp. 95-134.

[9] De esas desproporciones se quejaba en su momento Eggers Lan. ¿Tantas páginas y páginas de densa escritura para discutir con una breve entrevista que no pretendía desencadenar semejante fárrago argumentativo? Esa desmedida, esa inmoderación es, sin embargo, el índice más contundente de un exceso de pensamiento, de un carácter intempestivo de su argumentación, de un movimiento de las ideas que lleva siempre más allá de la situación histórica puntual y conecta, o puede conectar productivamente con problemas y situaciones que no eran las que se proponía discutir en su momento. Un ejemplo posible surge al pensar en los discursos de Francisco/Bergoglio mientras leemos la argumentación de Rozitchner contra Eggers.

[10] El texto “Marxismo o cristianismo. Polémica con Eggers Lan” fue recientemente editado en el tomo de la Obra de León Rozitchner titulado Escritos políticos.

[11] Fechada Castelar, 3 de septiembre de 1962.

[12] La polémica consta de los siguientes textos: Rozitchner, León. “Marxismo o cristianismo”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 2-3, Julio-Diciembre 1963, pp. 113-133. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 163-183. Eggers Lan, Conrado. “Respuesta a la derecha marxista”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 4, Enero-Marzo 1964, pp. 322-328. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 376-382. Rozitchner, León. “Respuesta de León Rozitchner”. Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura, año I. no 4, Enero-Marzo 1964, pp. 328-332. En Pasado y Presente: edición facsimilar, Tomo I, Primera época (1963-1965). Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2014, pp. 382-385.

[13] Rozitchner, León. Persona y comunidad. Ensayo sobre la significación ética de la afectividad en Max Scheler. Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2013.

[14] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 114.

[15] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 115.

[16] Idem, pp. 117-118.

[17] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, pp. 119-120.

[18] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, p. 120.

[19] Marx, Carlos. “Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844”. En Marx, Carlos. Escritos de juventud. Traducción de Wenceslao Roces. México: Fondo de Cultura Económica, 1982, tercer manuscrito, p. 617. Un mayor desarrollo de esta cita de los Manuscritos del 44 se encuentra en “La negación de la conciencia pura en la filosofía de Marx”. En Rozitchner, León. Marx y la infancia. Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2015, pp. 99-139. En especial pp. 105-107.

[20] Rozitchner, “Marxismo y cristianismo”, pp. 120-121.

[21] Esta manera de pensar la otredad y la salvación como separación converge con el régimen de lo teológico político en la obra de Henri Meschonnic en el que lo que domina es una discontinuidad de lo sensible del cuerpo respecto al signo y a la lengua. Ver: Meschonnic, Henri. Spinoza poema del pensamiento. Traducción de Hugo Savino. Buenos Aires: Tinta Limón Ediciones y Editorial Cactus, 2015.

[22] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 121.

[23] Ibid.

[24] Ídem, p. 128.

[25] Ibid.

[26] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 122. Rozitchner roza aquí la lógica de la complexio oppositorum que Carl Schmitt (Catolicismo y forma política) atribuía en el orden político al catolicismo y aquí, Marx mediante, se le reconoce al dinero.

[27] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 123.

[28] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 124.

[29] Ibid. Es un poco el proyecto crítico de Frederic Lordon: Marx y Spinoza, las estructuras de relaciones y los afectos tal y como el capitalismo las recrea como base de una percepción crítica.

[30] Rozitchner, “Marxismo o cristianismo”, p. 125. Esta conclusión hace juego, casi palabra por palabra, con las tesis sobre el concepto de historia (la tesis 4) que hace epígrafe de este artículo.

[31] Ibid. El joven Hegel escribía que el cristianismo era la religión del amor y el judaísmo la del odio. Tal vez Eggers haya dado en el clavo al señalar esta diferencia como fundamental, aunque sólo con la explicación de Rozitchner esta verdad se vuelva inteligible.

Sobre la consigna política // Diego Sztulwark

Mientras tanto, cerca del palacio de Táuride, el sargento Fedor Linde leía absorto. Arrumbado en un sofá del Regimiento Preobrazhensky, no prestaba la menor atención a los ruidos que provenían de los disturbios callejeros. Afuera los cosacos disparaban furiosamente contra la multitud. De pronto una bala rompió el vidrio de la ventana y Linde se aproximó a ella. Sus ojos se detuvieron en una joven atropellada por el caballo de un cosaco. La vio resbalar y caer debajo del animal. La oyó gritar. Un grito sobrehumano que penetró en Linde: «hizo que algo en mí se conmoviera. Salté encima de la mesa, y grité salvajemente: «amigos! viva la revolución! Tomad las armas! están matando a personas inocentes!. A nuestras hermanas y hermanos». Fueron miles los soldados que reaccionando ante la voz de Linde, provocando el motín de la guarnición de Petrogrado: «dijeron que había algo en mi voz que hizo imposible resistir mi llamado; me siguieron sin darse cuenta de dónde o en nombre de qué causa iban; se unieron a mí en el ataque contra los cosacos y la policía». El 27 de febrero triunfaba la Revolución Rusa. Todos los partidos políticos se unían contra la monarquía zarista, que luego de gobernar durante siglos se desmoronaba tras ocho días de agitación.

¿Quién gobernaba entonces Rusia? En un ala del Palacio de Táuride, sede del Parlamento, funcionaba el gobierno provisional del príncipe Lvov con apoyo del partido de los liberales rusos. En otra ala mandaba el Soviet de Petrogrado, formado por diputados obreros, soldados de origen campesino, mayormente gobernados por socialistas y mencheviques. Poder formal y poder efectivo en un mismo edificio. Lvov, aliado de Inglaterra y Francia, era partidario de participar de la guerra, mientras que los soviets querían la paz. Lo bolcheviques -minoritarios en los soviets, sostenían las consignas «Paz, pan y libertad” y “todo el poder a los soviets”. Así las cosas, hasta las jornadas de julio, en los que una frustrada insurrección obrera con fuerte participación de los marineros del soviet Kronstadt resultó violentamente reprimida por el gobierno provisional. La crisis de julio provocó un brusco giro en la situación. La sustitución de Lvov por el socialista Kerensky, que contaba con el apoyo de la dirección del soviet, y el encarcelamiento y/o el exilio para cientos de dirigentes bolcheviques.

Clandestino en Finlandia, Lenin redacta un breve texto explicando cómo y porqué aquel cambio de circunstancias imponía un cambio en las consignas. Después de todo, ¿qué son las consignas, sino la dinámica de la correlación de fuerzas, relaciones de fuerzas llevadas al lenguaje? Las consignas, creía Lenin, captan en unas pocas palabras el nexo que permite discernir las alteraciones del campo social y trazar nuevas delimitaciones políticas en la lucha por el poder. En su artículo “A propósito de las consignas” escrito en julio del ‘17, el jefe bolchevique escribe que “cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de peculiaridades de una determinada situación política”. Se trata de discernir a cada paso dónde está el poder formal y donde el efectivo y de delimitar objetivos, enemigos y aliados en cada fase del proceso revolucionario. De ahí que la validez de las consignas sea siempre fechada. Para Lenin la consigna “todo el poder a los soviets” es verdadera para el período que va del 27 de febrero al 4 de julio. La represión de julio torna imposible la revolución pacífica y fuerza al proletariado revolucionario a preparar el enfrentamiento armado. Para ello, el partido debe reorganizarse y dirigir su agitación hacia los campesinos. A ellos debe explicarles la importancia de derribar al gobierno. Tarea favorecida por las condiciones penosas impuestas por la guerra.

Al cumplirse los primeros cincuenta años de la toma del poder de octubre del 17, Isaac Deutscher dictó una serie de conferencias en la Universidad de Oxford. Allí reflexionaba sobre la paradoja de las temporalidades convergentes en los procesos revolucionarios. Si Marx había advertido sobre un cierto retraso de la conciencia colectiva respecto a la social, la insurrección obraba como adecuación, súbita traducción de las contradicciones objetivas en el sujeto bajo la forma de ideas, aspiraciones y pasiones condensadas en la acción. Esta operación de traducción supone una conexión entre duraciones y velocidades muy distintas: la del arduo gradualismo y la de la preparación de un clima moral y político y el abrupto salto hacia delante de la acción transformadora. 1917 fecha este entrecruzamiento entre tiempo procesual y ocasión histórica. Y la noción misma de traducción alude a las consignas, puesto que son ellas las que actúan llevando al lenguaje el poder transformativo proveniente de la interacción de los cuerpos y es por medio de ellas que la intervención verbal traza nuevas delimitaciones. El lenguaje entero puede ser entendido como el conjunto de las consignas en curso en un momento determinado, el poder de las palabras de expresar las mutaciones inorgánicas que recorren una sociedad, provocan a su vez modificaciones instantáneas, que pueden fecharse rigurosamente.

La potencia de las consignas consiste, entonces, en conectar internamente transformaciones provenientes de las circunstancias externas con las alteraciones producidas en las palabras mismas, poniendo al lenguaje en relación inmediata con su afuera. Esto es lo que admiraban Gilles Deleuze y Félix Guattari en lo que llaman los “enunciados leninistas”, que no se limitan a poner en juego las fórmulas marxistas de la Primera Internacional, que buscaban delimitar a las masas desposeídas como clase proletaria. Lenin produce una nueva diferenciación: produce un corte sobre el cuerpo proletario para distinguir en él un tipo particular de partido de vanguardia. Cuando el líder bolchevique escribe que la represión del cuatro de julio cesa la verdad de la consigna “todo el poder a los soviets” está produciendo una nueva determinación según la cual en tiempos de guerra ya no alcanza con proponer a las masas una dirección de clase (el Soviet). El 4 de julio anuncia esa transformación: el cuerpo del partido debe ser reorganizado.

Si Lenin pudo ser leído por Deleuze y Guattari como un maestro del lenguaje y un politizador de la lingüística es por su modo de “deducir” las variaciones verbales de la suma de particularidades de una situación política determinada, y por su modo de comprender el poder productivo que esas alteraciones verbales organizaban en términos de acción colectiva. Lo que los franceses aprenden del ruso son los procedimientos con los cuales la política trabaja a la lengua desde dentro, haciéndole variar no sólo el vocabulario, sino también la estructura de las frases. Lenin no politiza el lenguaje -que es político en sí mismo-, sino a la lingüística. No ve la lengua como estructura cerrada, sino como pragmática abierta. Por supuesto, los “enunciados leninistas” no poseen eficacia por fuera de ciertas prácticas y circunstancias precisas, que vuelven cada tanto sobre la memoria política en épocas en las que se reivindica el derecho a soñar convulsiones. Mas que optimismo, pesimismo organizado. Lo dijo en algún lugar Walter Benjamin: si aún creemos en el futuro es sólo por amor a los desesperados.

 

¿Es antipolítica la izquierda? // Diego Sztulwark

00. Escuchamos hace tiempo, y ahora es ya un estruendo, que lo que crece en la opinión pública es la “antipolítica”, entendida por lo general como una capitalización ultraderechista de una bronca extendida con el régimen político calificado como tradicional. 

01. Por ultraderecha hay que entender varias cosas a la vez. Por un lado, es un dispositivo de orden social que desea reestablecer las jerarquías sociales -toda clase de supremacía: de clase, sexual y hasta étnica- en condiciones de desmovilización popular, en la que la sobredimensión de lo mediático no encuentra el contrapeso de la calle. Por otro, una táctica neoliberal para reencauzar el resentimiento social creciente con el propio neoliberalismo.

02. La mayor fuerza de la antipolítica neofascista es funcionar como una política de la verdad: al denunciar como falsa y eufemística la lengua políticamente correcta de las políticas convencionales, que hablan de igualdad pero generan desigualdad, se sitúan por medio de la desinhibición discursiva -y con relativa facilidad- en el inverosímil sitio de la transgresión.

03. La antipolítica nos muestra una división en la propia derecha política y social, puesto que una parte de ella sigue apostando a los pactos de dominación vigentes, mientras que otra parte lo considera insuficiente y radicaliza su posición en la lucha de clases para asegurar -desde el lenguaje mismo- lo que, según creen, ya no garantiza el pacto tradicional de dominación. Veremos a dónde cae la apuesta política de las burguesías y sus socios mayores del mercado mundial.

04. El motor de la antipolítica es la interpretación que la ultraderecha da a la evolución subjetiva de la crisis social. Esa evolución puede rastrearse sin problemas a partir de la convulsión de 2001, que mostró que el pleno empleo de calidad era una ilusión en la fase neoliberal del capitalismo, y que no cabía ya deducir ciudadanía de empleo. Diciembre del ‘17 (las toneladas de cascotes arrojadas desde Plaza de los dos Congresos a quienes aprobaban la reforma previsional, o el comienzo del fin del reformismo macrista en el gobierno) constituyó el último aviso sobre la imposibilidad de resolver esas crisis con políticas abiertamente neoliberales. Al no leer la pandemia como desastre capitalista, los políticos tradicionales se pusieron del lado errado de la mecha: cuidando las vidas en el estrecho espacio que dejan las incuestionadas relaciones sociales en crisis. Lo mismo se pretende con la actual espiral inflacionaria.

05. La izquierda política en la Argentina no tiene expresión unitaria. Una parte significativa esta en el kirchnerismo -el kirchnerismo no sería lo que es sin esa izquierda- y otra parte (creciente) se ve representada por el Frente de Izquierda y los diversos partidos de izquierda no peronista. Pero hay más: porque una parte importante de la izquierda argentina actúa autónomamente, es decir, a partir de acciones organizativas y verbales no alineadas desde lo partidario ni lo electoral. Esas izquierdas (peronistas y no peronistas, autónomas) expresan a su manera la existencia de colectivos sociales organizados -sindicales, territoriales, de intelectuales, de género- cuyas estrategias se encuentran ante el desafío de la crisis.

06. La crisis desmadrada tiene dos destinos extremos. La antipolítica reaccionaria o una reconfiguración de las izquierdas, de la radical a la tibiamente progresista. Sólo que los movimientos son inversos. Ahí donde las derechas se amalgaman, verticalizan y endurecen, las izquierdas solo podrían actuar eficazmente revisando sus premisas identitarias, abriéndose a la acción virtuosa de la movilización popular, dispuesta a reconfigurarse para viabilizar pulsiones igualitarias actualmente pospuestas.

07. La izquierda progresista se equivoca al llamar anti-política a las subjetividades de la crisis. Por el contrario, la antipolítica es la lectura antidemoctática y reaccionaria de las pulsiones igualitarias que la crisis podría adoptar. Sólo que la igualdad de la que tanto se habla, no cabe en las actuales relaciones sociales neoliberales de existencia.

08. La izquierda es y no es una antipolítica. Es una antipolítica convencional, y de no serlo deja de ser de izquierda. Y esto por la sencilla razón de que en la izquierda late el saber sobre la correspondencia orgánica entre forma política y modo de acumulación y de explotación social. Pero es también su contrario antagónico, porque sólo la reacción a esa relación entre política y economía actúa como cuestionamiento político -si, propiamente, noblemente político- a un sistema que la antipolítica neofascista defiende de modo abierto.

09. Lo único que le falta a la izquierda -a las izquierdas todas, por separadas ya que no podrían unirse por libre iniciativa- para disputar la crisis con la antipolítica reaccionaria es una política de la verdad a la altura de las circunstancias. Ya que si las fuerzas políticas convencionales son cínicas al afirmar que la igualdad es posible por la vía de los votos -y no de una radical movilización de cuerpos, instituciones y lenguajes- la política de la verdad neofascista es sincera en su cinismo.

10. La política de la verdad de la izquierda no vendrá de arriba, ni como táctica electoral ni como acierto en el plano de la gestión. Todo eso podría ayudar y mucho, pero no sustituye el impulso que viene de abajo. La izquierda no es antipolítica, ni política del sistema. Incluso la palabra izquierda podría aquí estar sobrando. Lo que falta, en cambio, es un tipo de pragmatismo de la radicalidad capaz de enhebrar una narración popular de y para la crisis, sin la cual las fuerzas democráticas quedan estructuralmente a la defensiva.

11. La izquierda -las izquierdas todas- derrocha su propia posibilidad si se acomoda en un lugar interpretativo racionalista y sensato, cuando se trata de hacer de la interpretación la dimensión meditante de un acto de transformación.

 

Fuente: La Tecl@ Eñe

Algunas potencias (y ambigüedades) que destacan en una lectura de El Antiedipo // Diego Sztulwark

00. El libro de la fuga. Jamás hubiera logrado penetrar en las más de cuatrocientas páginas de El Antiedipo sin el presentimiento de su fuerza liberadora, que afortunadamente precede a su comprensión. Quizás había leído ya la reflexión que Deleuze hacía sobre esta anterioridad que condiciona la experiencia de la lectura. A propósito de sus cursos universitarios decía lo siguiente: “duraban dos horas y media: nadie puede estar escuchando a alguien dos horas y media”, por lo que no estaban dirigidos a ser comprendidos en su totalidad. Un curso es antes bien “una especie de materia en movimiento” de la que cada quien “toma lo que le conviene”. Mas aún: “hay quienes se duermen a la mitad, y no se sabe por qué misteriosa razón se despiertan en el momento que les interesa”. Un curso, dice Deleuze es ante todo una emoción. “El problema no es seguirlo todo, sino despertar a tiempo”[1]. Leemos El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, pienso, porque necesitamos ante todo -aun hoy- escapar a las redes de un cierto “interpretacionismo del todo” presente tanto en los reduccionismos psicoanalizantes del deseo como en los de un marxismo encapsulador de los imaginarios, cultor de prácticas en zonas cerradas, y oscuros claustros de partido o grupo. Una primera potencia de El Antiedipo, la más directa, es la de ser un libro en fuga que habilita la fuga, y lo hace al mismo tiempo en el doble nivel de los afectos individuales inconscientes (Freud) y de las fuerzas colectivas en sus luchas (Marx).

 

01. Filosofía del deseo. Dos décadas después de mayo del 68, Deleuze reflexiona sobre las repercusiones inmediatas que tuvo la publicación en 1972 de El Antiedipo: “fue una gran ambigüedad, un mal entendido”. Sus autores pretendían decir algo nuevo sobre “el deseo”, querían mostrar que el deseo no funcionaba como una relación sujeto-objeto, sino como descubrimiento de una multiplicidad: “no deseo a una mujer sin desear a su vez un paisaje que está envuelto en esa mujer”[2]. No que la persona deseada forme parte de un contexto más amplio, un ser bello en un paisaje atractivo (como en la publicidad), sino que ella -la mujer del ejemplo de Deleuze- envuelve en sí un paisaje deseado. El deseo no es la satisfacción que un sujeto espera de un objeto, sino un proceso de actualización de un mundo virtual, que existe como envuelto en alguien deseado. Por lo cual deseo -esto es lo que venían a anunciar- es proceso que constituye un mundo.

 

La filosofía del deseo (y la política del 68) se presenta como procesual y constructivista: traza multiplicidades a partir de dos operaciones: sustrae lo múltiple a lo Uno; establece conexiones entre heterogéneos (devenires). Pero al mismo tiempo lleva adheridas consigo la “ambigüedad y el malentendido”. Porque junto al proceso constructivo se da el contrasentido que consiste en asumir el deseo como “espontaneidad” y como “fiesta”[3]. Este carácter ambivalente de El Antiedipo ha sido señalado en más de una oportunidad por Franco “Bifo” Berardi[4]. ¿Es el deseo una “fuerza” (plena y festiva, espontánea y juvenil y pujante) o un “campo de fuerzas” en el que el deseo adopta diversas posiciones posibles?

 

Deleuze por su parte propone la noción de “agenciamiento deseante” (elaborada junto con Guattari) para caracterizar el tipo de consistencia que atribuye a las multiplicidades entendidas como procesos constructivos. Se los reconoce por constar de al menos cuatro dimensiones, pues involucra siempre un espacio en el que los cuerpos se disponen, un cierto estilo de enunciación o maneras de hablar, unos modos de entrar en la situación y de armar territorio y una manera de irse o de salir de ellos, es decir, un cierto tipo de movimiento de desterritorialización. La filosofía del deseo encuentra, en la teoría de los agenciamientos, tres criterios prácticos para la política: 1. Criterio analítico/cognitivo: que surge de la atención que prestemos a la variación de cada una de estas cuatro dimensiones o líneas del agenciamiento (aparición de nuevas formas de armar territorio, de disponerse los cuerpos, de enunciados inéditos, de líneas de fuga); 2. Criterio ético: que orienta a cada quien a encontrar y/o crear los “agenciamientos” que convienen, sea a título individual tanto como colectivo[5]; 3. Criterio de enemistad: consistente en la identificación situada o coyuntural de aquellos poderes que destruyen, impiden o bloquean la constitución de agenciamientos.

 

02. Ni estructuras ni humanismos: maquinismos. Ni pesimismo tecnológico ni optimismo humanista, El Antiedipo enseña no la oposición real, sino más bien la interrelación ontológica entre naturaleza y técnica; humano-máquina. En sus cuadernos de trabajo previos a la redacción de El Capital -conocidos como los Grundrisse– Marx se refiere al proceso por el cual la automatización del sistema de máquinas en la gran industria capitalista desposee a lxs obrerxs del control de los tiempos productivos y les expropia el alma, al tiempo que la nueva fuerza productiva, el trabajo intelectual, crea las condiciones para la reducción del tiempo de trabajo como medida del valor. El nuevo fundamento de la riqueza social, “el individuo-social”, encarna el despertar de los poderes de la ciencia y de la cooperación cognitiva capaz de independizar la creación de riqueza del sometimiento al tiempo de trabajo como medida. En otras palabras, solo en tanto que órgano del capital, el sistema automático de masas se opone al conocimiento como liberación del trabajo. El “maquinismo” de El Antiedipo puede ser leído como analítica de las articulaciones a través de las cuales la articulación entre máquina social, máquinas técnicas y máquinas deseantes (inconsciente) ocupa el entero plano de inmanencia. Esta potencia de diagnóstico de El Antiedipo remite a la capacidad del esquizoanálisis de evaluar las direcciones de los flujos moleculares del deseo, según las cuales resulta capturado por el funcionamiento técnico-social (polo “paranoico” del deseo/en el que el inconsciente actúa como “teatro”), o bien logra escapar/invertir su dirección (hacia el polo “esquizofrénico” del deseo/donde el inconsciente actúa como “fábrica”), invistiendo nuevos conjuntos maquínicos[6].

 

03. Los N sexos. La sexualidad es para el esquizoanálisis -ciencia de las múltiples direcciones del deseo- la materia en base a la cual constituir índices analíticos sobre lo que hay de sometimiento o rebeldía en individuos y grupos. No es que El Antiedipo crea que “las perversiones e incluso la emancipación sexual nos proporcionan algún privilegio”, ya que siempre se corre el riesgo, en esta clase de discurso reivindicatorio, de inventar para la sexualidad “formas de liberación más sombrías que la prisión más represiva”. No es tanto un festejo de la sexualidad en sí misma[7], sino más bien el valor de lectura que se encuentra en las cargas libidinales reaccionarias o bien revolucionarias del campo social, que hacen de las relaciones sexuales deseantes “el índice de las relaciones sociales”[8], entre humanos. Siendo el sexo no humano la instancia molecular en lo humano molarizado (varón y/o mujer), esta sexualidad no humana es una cuarta potencia de El Antiedipo. Los N sexos en cualquiera -mujer y/o varón- constituye el modelo mismo de una potencia molecular que explica la formación, tanto como las mutaciones, que soportan y desorganizan la estabilidad de lo molar tomado en sus binarismos. En otro lugar -leyendo a Foucault- Deleuze se servirá de este modelo y denominará “teoría izquierdista del poder”[9] a la reflexión sobre la microfísica del poder, en cuanto capta que son las masas cualitativas y concretas las que mejor explican la constitución, las variaciones y las crisis de los grandes conjuntos -clases sociales, aparatos de estado- sostenidos en narraciones siempre dependientes de grandes poderes.

 

04. Axiomática capitalista. Tal y como lo muestran en sus respectivos libros Guillaume Sibertin-Blanc[10] y Jun Fujita Hirose[11], EAD es un libro marxista. No sólo porque sus autores se hayan declarado “fieles al marxismo”, sino más bien por lo que entendían por una tal fidelidad: “no creemos en una filosofía política no centrada en torno al análisis del capitalismo”[12]. Leemos al respecto, en el extraordinario libro de Fujita, la siguiente cita de El Antedipo sobre la lógica del capitalismo: “lo que con una mano descodifica, con la otra axiomatiza”. La descodificación del flujo de trabajo, manual y mental, se opera en la continua liberación de las disposiciones corporales y cognitivas de sus antiguas ataduras precapitalistas para adecuarlas a procesos de máxima productividad de capital. Mientras por “axiomatización” hay que entender sometimiento ilimitado de la capacidad productiva del flujo de trabajo a la producción de capital. Los axiomas, variables según las coyunturas, se ocupan de asegurar la conjugación entre flujos trabajo y flujos dinero-salario, a fin de extraer plusvalía. Descodificación y axiomatización son operaciones de desplazamiento de los límites recurrentes -e inmanentes- a la lógica de la acumulación capitalista, imposibles sin “una regulación cuyo principal órgano es el Estado”[13].

El Antiedipo es, en la síntesis de Fujita, la postulación de una política anticapitalista que consiste en invertir la concatenación causal fundada en el interés de clase -que alinea el comportamiento de los agentes de la producción deduciendo su conciencia subjetiva del sitio objetivo que cada cual ocupa en el proceso de producción capitalista-, por un corte deseante que subvierte la lógica causal, haciendo de la lucha movida por el interés el comienzo de una ruptura subjetiva mayor.

 

05. En castellano. La primera edición de El Antiedipo en castellano de que tengo noticias es del año 73. El efecto en los lectores argentinos, según entiendo, fue enorme. Sobre todo en el campo del psicoanálisis, en el que ya había una rica tradición de revistas y grupos de estudio. La práctica de apropiación creativa de lecturas provenientes de Francia tuvo en Argentina al escritor Oscar Masotta –en primer lugar en relación con el existencialismo y luego con Lacan- como exponente destacado. Sin embargo, de los cruces entre Marx y Freud, el más original fue el libro de León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués (1972). Si El Antiedipo pensaba a partir del 68 francés, el Freud de Rozitchner lo hacía a partir de los efectos de la Revolución Cubana del 59 y del Cordobazo, del año 69. Sólo que en Rozitchner no se trataba, como en El Antiedipo, de distinguir al Freud revolucionario que piensa la potencia subjetiva del deseo del Freud burgués que lo encierra en el Edipo familiarista, sino de completar al Freud que piensa críticamente las masas artificiales con un pensamiento sobre el devenir revolucionario de esas masas, cuando logran atravesar Edipo a partir de la clave del enfrentamiento, que ya no se resolverá en sometimiento individual imaginario sino en proceso político colectivo. ¿Cómo funciona El Antiedipo en castellano? Las filosofías provistas de palabras inventadas -como es el caso de El Antiedipo: “agenciamientos”, “cuerpo sin órganos” o “máquinas deseantes” – tienden a poner en circulación una jerga. Tengo la impresión de que las jergas surgen del esfuerzo por entender el lenguaje de una filosofía, correspondiente al estudio de libros. Pero creo también que una tradición lectora más creativa debería procurar una traducción personal de esas nociones herméticas para conquistar el propósito del libro vivo, que logra actuar sobre el mundo. Es lo que Deleuze reclamaba a los psicoanalistas: salir de la “interpretosis” por medio de una relación literaria con el lenguaje.

 

06. Máquinas de guerra. Entre quienes mejor piensan hoy las potencias propiamente políticas de Deleuze y Guattari, encuentro tres nombres claves: Jun Fujita Hirose, Maurizio Lazzarato y Franco (Bifo) Berardi.

Brevemente, en Bifo se trata de narrar el presente tomado por una distopía hecha realidad. Las imágenes catastróficas, que culminan en la pandemia y en la guerra, tienen el mérito de delimitar problemas que los discursos críticos habituales olvidan o están interesados en ocultar: en particular, el fracaso de la voluntad política progresista y de izquierda por regular el horror. Pero esta profecía del apocalipsis funciona en Bifo como un llamamiento a crear experiencias fundadas en el goce, el placer y el disfrute, para las cuales sugiere dos tipos de experiencias: la comuna de productores aislados o la insurrección. Sólo ellas se le aparecen como provistas de la aptitud necesaria para tratar con la depresión. El esquizoanálisis funciona en Bifo como instrumento diagnóstico sobre la muerte del capitalismo y el avanzado estado senil de las culturas blancas del norte, cuya agonía arrastra violentamente a imaginar el fin del mundo. La tarea que se plantea Bifo es la de pensar fuera del “horizonte de la expansión”. Se trata de un llamado a asumir que el capitalismo (neoliberalismo/extractivismo) ha entrado en una fase irreversible de extenuación, y que la voluntad política progresista se ha demostrado inepta para frenar la catástrofe y mitigar sus efectos.

Por su parte Mauricio Lazzarato ha propuesto en sus últimos libros retomar la noción de “máquina de guerra revolucionaria” en función de un programa de lecturas que apunta, por un lado, a producir un campo de saberes que fusionen los estudios sobre acumulación de capital y prácticas de la guerra[14], y por otro a corregir lo que considera como la “miseria de la estrategia” en el modo en que la academia recobra el “pensamiento del 68”. Retomando la noción de estrategia de Foucault y la de Máquina de guerra de Deleuze y Guattari, se propone dotar a esta tradición filosófica de un espesor político revolucionario del que a su juicio carece[15].

En cuanto a Jun Fujita Hirose, su ya citado libro sobre la filosofía política en Deleuze y Guattari actúa en una zona intermedia entre la abstención de voluntad estratégica de Bifo y el desprecio de Lazzarato por el potencial político del pensamiento del 68. Su propuesta consiste en considerar la fase actual como la de un desesperado intento del capital por recomponer su tasa de ganancia en un movimiento que supone la formación de una nueva hegemonía en el proceso de acumulación global[16] en términos sumamente agresivos, imposibles de ser resistidos desde las políticas de los gobiernos llamados progresistas. Esta consideración lleva a Fujita a considerar la actual coyuntura global en términos de la formación de máquinas de guerra tanto urbanas -formadas por pobres y desocupadxs, al modo de lo que fue el 2001 argentino- como  rurales, en lucha contra la explotación neoextractiva, protagonizada en muchas zonas del planeta por subjetividades fuertemente reanimadas por los feminismos.

 

07. La política del lado de la lectura. El Antiedipo sigue siendo un libro poderoso, porque las disidencias con las que se alía siguen actuando hoy. Pero lo es en un mundo completamente transformado. La primera vez que lo leí entendí muy poco, pero me alcanzó para sentir el alcance salvador de esa libertad que Deleuze y Guattari proponían contra las mil caras de la normopatía (capitalismos, fascismos, heteronormativismos, abusos interpretativos, arrogancias teóricas, familarismos). Los últimos años lo he leído en grupos, incómodo por la enorme densidad de su escritura, pero también feliz al contactar con lo que aparece cada vez como “sujeto de la lectura”, expresión que utiliza Henri Meschonnic para dar cuenta de lo que sucede en toda re-lectura: se va abandonando la obediencia al texto en favor de un sujeto al que las frases le resuenan, lo interrogan, lo hacen pensar. La potencia política de ese librazo que es El Antiedipo, no es la del manual para la acción, sino la del ensayo político clásico (como puede serlo el Tratado Teológico Político de Spinoza), que es la de insistir en la pregunta por las profundas razones de la obediencia y suscitar un deseo no menos profundo de libertad».

 

 

 

Este texto recoge palabras pronunciadas en el encuentro: “La potencia política de Deleuze y Guattari. A cincuenta años de El Antiedipo”, organizado por la Universidad Nacional de San Marcos, Lima, Perú celebrada el 4 de abril de 2022.

 

 

[1] Abecedario de Deleuze, la penúltima entrevista, 1988.

[2] Deleuze, Abecedario.

[3] Deleuze, Abecedario.

[4] La concepción juvenilista del deseo que Bifo atribuye a El Antiedipo no permitiría pensar su contracara depresiva, ver Franco “Bifo” Berardi, Félix. Narración del encuentro con el pensamiento de Guattari, cartografía visionaria del tiempo que viene, Ed. Cactus, Bs. As., 2013; y la celebración del deseo como aceleración anticipa los motivos de una estética propiamente neoliberal de los flujos financieros, ver El tercer inconsciente. La psicoesfera en la época viral, Ed. Caja negra, Bs. As., 2022.

[5] Al respecto, Deleuze admite la dificultad de mantener unidos los dos criterios de experimentación y prudencia que constituyen la ética de los agenciamientos deseantes. Se trata, dice, de un “desfiladero estrecho”, consistente en dos principios: a. dar la razón a las personas sobre sus procesos deseantes (no ser “padres” de nadie, no ser “policía” de nadie), y al mismo tiempo, b. no aceptar que las personas se autodestruyan en nombre del deseo. Deleuze, Abecedario.

[6] Tema que econtrará su desarrollo en las “máquinas de guerra” de Mil Mesetas, segundo tomo de capitalismo y esquizofrenia.

[7] “La sexualidad se me aparece más bien como una abstracción mal fundada”, en carta de Deleuze a Arnaud Villani; Gilles Deleuze, Cartas y otros textos, Cactus, Bs. As., 2016.

[8] “ningún “frente homosexual es posible en tanto que la homosexualidad es captada en una relación de disyunción exclusiva con la heterosexualidad”; Gilles Deleuze y Félix Guattari, El Antiedipo. Capitalismo y Esquizofrenia, Ed. Paidós, Bs-As, 1995.

[9] Gilles Deleuze, El poder. Curso sobre Foucault. Tomo II, Ed. Cactus, Bs. As., 2014

[10] Guillaume Sibertin-Blanc, Política y Estado en Deleuze y Guattari. Ensayos sobre el materialismo histórico-maquínico, Ed. Los andes, Bogotá, 2017.

[11] Jun Fujita Hirose, ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo? Filosofía política de Deleuze y Guattari, Tinta Limón Ediciones, Bs. As., 2021.

[12] Gilles Deleuze, Conversaciones 1972-1990, Ed. Pretextos, Valencia, 1999.

[13] “El Estado capitalista  es el regulador de los flujos descodificados como tales, en tanto que son tomados en la axiomática del capital”, Deleuze y Guattari, El Antiedipo.

[14] Mauricio Lazzarato y Éric Alliez, Guerras y capital. Una contrahistoria, Tinta Limón Ediciones, La Cebra y Traficantes de Sueños, Bs. As, 2021. Su propuesta consiste en ampliar el campo de saberes hasta poder incluir en una misma contra-historia la acumulación de capital y la guerra como lógica social permanente, a partir de leer a Karl Marx teniendo presente la íntima relación entre lucha de clases y subsunción real del trabajo en el capital; de leer a partir de Carl Schmitt que la crítica de la economía política no sería suficiente para dar cuenta de los problemas planteado, y sería preciso más bien incluir lo político, entendido como la guerra y las relaciones de enemistad constitutivas de la esencia del estado; de leer a Carl Von Clausewitz y sus inversiones entre fines y medios, guerra y política. La “contrahistoria” de la que hablan Alliez y Lazaratto es, pues, la genealogía de la íntima relación entre capitalismo y despojo, financierización y colonización, liberalismo y guerra. La correlación inmanente entre acumulación de capital y producción de guerras se corresponde con la creación de tecnologías que arrasan el alma, subordinando procesos cognitivos y vitales a fines económicos-políticos-militares de la máquina capitalista. Pero la máquina social capitalista no se reduce a sus aspectos técnico-cognitivos, sino que funciona racializando a las clases sociales, agrediendo a las mujeres y a todo devenir minoritario de las sexualidades y cosificando a la naturaleza. El prólogo que los autores escribieron para la edición en castellano tiene el mérito de enfatizar la secuencia propiamente sudamericana de la guerra-del-capital contra la población, y recuperar, tomando seriamente la secuencia chilena abierta en 2019 como laboratorio abierto para constituir un saber vivo, políticamente activo, recapitulando toda la experiencia que -como ocurre hoy con el 2001 argentino- creíamos perdida.

[15] Mauricio Lazzarato, El capital odia a todo el mundo, fascismo o revolución, Ed. Eterna cadencia, Bs. As., 2020.  

 

[16]  En su libro ¿Cómo imponer un límite absoluto al capitalismo?, Fujita lee lo neoliberal no como causa sino respuesta del capital a la crisis. Neoliberal sería la reorganización violenta de las relaciones sociales y socioambientales para detener la caída de la tasa de ganancia, y no como cree el progresismo político, una política errada de las derechas políticas para relanzar el crecimiento. Según Fujita marchamos hacia un nuevo régimen de acumulación global que supone al menos dos desplazamientos: uno geopolítico, hacia una mayor centralidad de China, y otro energético, puesto que la llamada transición verde e informacional en curso supone la articulación entre telecapitalismo y neoextractivismo solo posible sobre la base de la intensificación de la minería sobre tierras llamadas “raras”. En este contexto la dinámica coyuntural de las políticas de nivel nacional pierden vigor y lo político sólo puede ser relanzado a partir de la formación y alianza entre máquinas de guerra.

El mundo en que despertamos // Diego Sztulwark

¿Cómo enhebrar una mínima claridad en medio del aturdimiento que producen las alarmas sonando en Kiev, ante el avance militar de Putin que lxs amigxs más entendidxs descartaban hasta último momento? Lo primero, seguramente, sea terminar de despabilarse. El atontamiento en el que hemos permanecido, ese estado de perplejidad en el que creemos que el horror anunciado «no puede» suceder, se ha vuelto a demostrar como lo que es: una ilusión. Por tratarse de un sentimiento previo a la tragedia, debería disiparse con el correr de las horas. Lo segundo que podríamos hacer es sacudirnos el mandato según el cual quien no sabe sobre la historia de Ucrania ni sobre la guerra actual debería callar. Ucrania es ahora mismo el nombre de una historia que nos abarca, y por tanto, sepamos lo que sepamos, nos toca sentir, pensar y decir lo que podamos. Cierto que ya desde su sonoridad, Ucrania es un nombre lejano, pero no se trata de un pueblo «sin historia» (expresión utilizada por cierta tradición hegeliana para nombrar a los países sin Estado, objetos, por tanto, de invasiones coloniales). Si atendemos a sus resonancias, no será difícil asociar esa geografía a la memoria trágica de no pocas familias rioplatenses (una multitud de migrantes provenientes de esa zona de la ex URSS que linda con Polonia, hacia donde marchaban esta mañana miles de personas que desean huir de las bombas y los tanques) pero también -al menos en mi caso- al nombre de Román Rosdolsky (nacido en la ciudad de Leópolis, próxima también a Polonia), enorme pensador marxista que discutió aquella expresión de «Pueblos sin historia» al interior de aquella tradición comunista de la que Putin no es de ningún modo heredero. Hace unos pocos días un amigx me hizo leer un texto de Pablo Iglesias -el referente de Podemos- sobre la proclama del presidente ruso del reciente 21 de febrero: «Putin atacó a Lenin y ya les digo que el hecho de que el presidente de la Federación Rusa ataque a Lenin en un discurso que vieron millones de rusos, en el contexto de una grave tensión militar, no es un asunto baladí. Putin cargó contra el federalismo, contra el pacifismo y contra el respeto de la plurinacionalidad propio de los bolcheviques que, al menos mientras Lenin mandaba, defendieron incluso el derecho de autodeterminación de los pueblos. Putin dijo ayer nada menos que Lenin era el arquitecto de la nación ucraniana y atacó incluso el talento geopolítico del Lenin de la paz de Brest-Litovsk. El Lenin consciente de la realidad de la correlación de fuerza militar con Alemania frente al poco racional optimismo de Bujarin y Trotsky fue, para Putin, un cobarde. Llamar a Lenin cobarde en Rusia es, para muchos rusos y para cualquier comunista, una provocación. Con una ironía innegable, Putin sugirió además que para continuar el proceso de “descomunistización” de Ucrania quizá Ucrania debería desaparecer. En gramática parda castiza a esto se le llama una macarrada. Putin mandó ayer al infierno cualquier mínimo reconocimiento a la política internacional soviética y adoptó sin complejos un discurso nacional-imperialista de estilo zarista. Y ciertamente eso da miedo a cualquiera. Pero ojo, eso no hace de la OTAN una reserva moral y militar democrática ni convierte al corrupto gobierno ucraniano, que ha atacado los derechos civiles de buena parte de sus ciudadanos, en la encarnación de una resistencia popular anti-imperialista. Y tampoco resta lógica geopolítica a los deseos rusos de tener a la OTAN lejos de sus fronteras. A esa izquierda deseosa de encontrar un bando al que dar un poco la razón ética y moral hay que decirle que, desde el fin de la Guerra Fría, eso se ha hecho muy complicado. Ni la (supuesta) izquierda otanista ni el rojipardismo tienen fácil dar argumentos presentables a la hora de explicarnos quiénes son los buenos y quiénes son los malos».

Esta mañana, buscando entender qué es lo que está sucediendo, leí un texto de Raúl Sánchez Cedillo, activista y filósofo madrileño (atento seguidor de la política europea y traductor de buena parte de la obra de Toni Negri). Según Raúl: «toda guerra siembra fascismo, lo refuerza, lo acelera. Guerra moderna y fascismo son indisociables. Dejad de hacer el payaso eligiendo bandos en la masacre. Esta guerra cambia las reglas del juego en la UE, eliminando todo proceso democrático que afecte a las elites capitalistas». Raúl cree que lejos de tratarse de un episodio breve y sin consecuencias, hay que observar lo sucedido esta madrugada en el contexto de una Europa cada vez más volcada hacia la ultraderecha: «Hay muchos Sí y No a la guerra que piensan que será un episodio corto. Se equivocan. En esta guerra se crean los cuadros del fascismo y militarismo europeo que sustituirán las ambivalencias de la extrema derecha europea y rusa con una «decisión» mortífera rotunda en escenarios que les favorecen cada vez más. Esta guerra destruye los cimientos del Green New Deal europeo y los transforma en una economía de guerra capitalista donde el chantaje del extractivismo energético lleva las riendas de la situación, tras el probable fin de Nord Stream 2 y la subida de los precios de la energía. La UE vive en una montaña de deuda que hoy se convierte en deuda de guerra, para la guerra, para el pillaje extractivista». Se trata por tanto para él, de abordar una posición práctica, más que declarativa: «La respuesta es el sabotaje de cualquier esfuerzo de guerra, tanto militar como informativo. Una respuesta que también será prolongada y que tiene que ser el corazón de los proyectos políticos en el post Podemos, pero que solo puede ser un proyecto europeo en estrecha conexión con las hermanas y hermanos del mundo eslavo. Esta guerra tiene que ser el detonante de la fundación de una nueva Transnacional contra la guerra y el fascismo en todo el planeta, y por lo tanto contra un capitalismo planetario que acelera su proceso de destrucción de la vida en este planeta. Hay que mirar al horror a la cara, prepararse y preparar para que nadie más sucumba a la fascinación fascista por la guerra y la revancha, y conjurarse para una guerra prolongada contra la guerra y el fascismo capitalistas. La única política realista posible».

Vuelvo a Buenos Aires, donde lxs amigxs hasta ayer no paraban de hablar de gasoductos y estrategias de ingeniería y geopolítica (la disputa por Europa), charla que en el fondo no dejaba de recordarme el modo en el que se hablaba hace cuarenta años, en los inicios de la guerra de las Malvinas. ¿Alguien recuerda el creel, aquel recurso natural estratégico que explicaría las razones últimas del conflicto? El día que estalló la guerra, con mis compañerxs de escuela (de 10 años) hablábamos sobre los alineamientos posibles de la URSS contra Inglaterra y EEUU. No fue sino muchos años después, cuando leí por primera vez «Malvinas, de la guerra sucia a la guerra limpia», de León Rozitchner, que terminé de asimilar la diferencia entre la guerra como delirio popular de las derechas y una autentica guerra de liberación, cuyas premisas efectivas son la movilización popular autentica contra poderes coloniales y un deseo profundo por lograr una paz transnacional. ¿Cómo fue posible suponer que el general Galtieri podría encabezar una guerra anticolonial y por tanto popular mientras los sótanos de la ESMA están llenos de esa juventud militante que deberían ser, precisamente, la protagonista de una guerra de liberación? El coraje difícil de aquel libro de Rozitchner se resume en una frase de aquel escrito en el exilio caraqueño durante los meses de la guerra: «deseo que las fuerzas armadas argentinas sean derrotadas». En otras palabras, Malvinas es un nombre lacerante para pensar nuestra propia relación con la guerra.

¿Y qué dicen hoy los especialistas en relaciones internacionales en los medios de comunicación? Escucho al académico de la universidad Di Tella Gabriel Tokatlian quien en una entrevista radial repasa las razones históricas del conflicto (en resumen: Rusia resiste bases de la OTAN en sus fronteras) y marca una diferencia fundamental con la época de la guerra fría: «estamos ante una fenomenal transición de poder». Esa transición es una novedad respecto de lo que ocurría en el sistema de equilibrio bipolar estable pulverizado hace décadas. Para Tokatlian, el gobierno argentino debería defender como marco de resolución del conflicto bélico, y sin ninguna clase de alineamientos globales con las potencias en pugna, dos principios: el derecho internacional y el multilateralismo. Reaccionar de golpe, aún sintiendo que la realidad nos queda tan lejos como grande, quizás sea el mejor ejercicio posible, sobre todo si sospechamos que el mundo que hoy se nos muestra es también el nuestro (mundo en que las potencias emplean la deuda como forma de saqueo), el que se nos pretende imponer, aquel en el que tenemos que encontrar -por que no las hemos hallado aún- las formas efectivas de una resistencia social y política.

 

Mañana del jueves 24 de febrero

Un año del desalojo de Guernica. Berni se tiene que ir, tiro mi piedra // Diego Sztulwark

Texto publicado el 02 de noviembre de 2020

La discusión sobre si es legítimo criticar al gobierno o hay que permanecer cerradamente leal, es reaccionaria, estúpida y anacrónica. Estamos ya varios pasos más allá. Quienes dimos apoyo por medio del voto y la argumentación pública al actual gobierno nacional y provincial tenemos sobrados derecho, no sólo a opinar, argumentar y a putear, sino también a exigir. Tiro esta piedra contra Berni porque creo que hay que exigir ya mismo su renuncia por todos los medios posibles (y porque todo lo que compartimos en privado tiene que hacerse público, en favor de los acuerdos mínimos para que en es país haya algo asi como una democracia ¿o sólo los grandes medios y los grandes propietarios tienen voz en este país?). Las razones son tan evidentes que avergüenza tener que recordarlas. Voy a las inmediatas y más preocupantes. El desalojo a la toma de Guernica fue una guarangada, una falta de respeto y el inicio de una política inaceptable de subordinar la vida a la concentración trucha de la propiedad privada.
Si hace falta documentar cada una de estas afirmaciones puedo comenzar de este modo: que el desalojo fue arbitrario violento y cruel es algo que está relatado en la voz de las y los compañerxs que estuvieron allí haciendo postas médicas y ayudando a heridos, pero también en la de Diego Morales, abogado del CELS, explicando lo violento del desalojo y la existencia de alternativas.
Incluso cuando se revisa la propiedad de la tierra de las tomas aparecen cosas increíbles, como ésta que encontraron los investigadores de Edipo sobre vinculaciones con altos cuadros del terrorismo de estado de la última dictadura.
Y aún si no se quiere escuchar estas voces autorizadas, siempre se puede consultar directamente este miserable e irrespetuoso video, del Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires. 
Los testimonios posteriores del Ministro Larroque y del Gobernador Axel Kicillof no hicieron más que confirmar que el desalojo no fue sólo una torpeza, una imposición de la justicia o efecto impuesto por no se qué maléfica y poderosa «izquierda», sino una decisión política inadmisible, que es preciso revertir cuanto antes, dado que como es de público conocimiento, toda política democrática comienza por evitar la represión a la conflictividad social y en buscar caminos para la organización popular. Ya muy difícil es el contexto internacional, muy reaccionaria es la oposición política y muy consolidado está el patrón de acumulación sostenido en la violencia -patriarcal, sexual, clasista, racista, xenófoba- de la deposición de toda riqueza natural y social como para encima tener que soportar este tipo de estupideces. Es decir: reivindico el derecho de todos los votantes del Frente de Todos de participar directamente en la impugnación de este tipo de política y exigir la renuncia inmediata de Sergio Berni. Es inaceptable que la propia gobernación siga alimentando a este aspirante a Bolsonaro, cuyo único mérito es mostrarse a la derecha de Paricia Bullrich (por no nombrar el capítulo de la bonaerense, la huelga policial chantajista y la muerte de Facundo). Tiro mi piedra contra Berni e invito a todos lo que sienten parecido a activar desde su lugar un repudio público. Berni se tiene que ir, tiro mi piedra.

A clase con el profesor Deleuze // Diego Sztulwark

Es necesario haber errado mucho, haberse comprometido con bastantes caminos para percibir, a fin de cuentas, que en ningún momento se ha abandonado el propio.
 
Edmond Jabes
I
No sólo historiador de la filosofía o pensador con constelación propia, Gilles Deleuze fue un gran profesor. Relativamente tardía es la valoración de esta dimensión de su personalidad, para la cual sus textos no nos preparaban. Le debemos a editorial Cactus el formidable descubrimiento. Es lo que ratificamos con la edición de un nuevo volumen de la serie Clases: El Poder, Curso sobre Foucault (Tomo II).
 
Maestro como no tuvimos –no se vea ingratitud con nuestros años universitarios a los que bien consideramos: durante la segunda mitad de los años 90, era más estimulante la Universidad de Buenos Aires que una beca en París–, no resulta fácil reponerse de la amarga sensación de no haber asistido a sus cursos.
 
No podemos leer sus clases sin realizar el esfuerzo mental de situarnos allí. El sentimiento es ya familiar y nos invade en la lectura de cada uno de ellos (¿cómo pasar indiferente por esa experiencia que es En medio de Spinoza?). Y sin embargo, Deleuze no ha tenido una relación fácil con la enseñanza. En un bellísimo texto de homenaje a Sartre, lo llama maestro de su generación. Pero Sartre no fue, como él lo sería más tarde, profesor universitario.
    
II
En su curso sobre Spinoza, Deleuze elogia la ausencia en la Ética de la figura del maestro. Partidario del “pensador privado”, solía repetir la ocurrencia de Spinoza según la cual el maestro debería, en todo caso, pagar para tener derecho a enseñar. 
 
En sus textos sobre Nietzsche, abundan las referencias a la indignidad de quien cree saber por los otros, cosa en especial peligrosa cuando se trata de maestros que pretenden orientar vocacionalmente a los jóvenes.
La idea de la educación que aparece en sus libros es radicalmente antipedagógica: en sus Diálogos rechaza direccionar sus palabras a personas consideradas según niveles (o grados) de enseñanza, y en todas sus obras insiste en una protesta contra la figura pueril del maestro escolarizante, cuyas preguntas sólo buscan obediencia.
 
En particular aleccionadora es la interpelación directa que realiza a sus alumnos durante una clase de enero de 1981: “cada uno de ustedes encuentre los autores que les hace falta… encuentren sus moléculas… si no las encuentran ni siquiera pueden leer… nada más triste en los jóvenes en principio dotados que envejecer sin haber encontrado los libros que verdaderamente hubieran amado… es preciso que, en última instancia, sólo tengan relación con lo que aman”. La filosofía como cuestión de sensibilidad.
 
La no-pedagogía es un motivo profundo en Deleuze. Si bien la potencia nace de los encuentros, no hay preparación alguna para la potencia sin una soledad (que no es desolación): el maestro debe acompañarnos al desierto y dejarnos allí. Sin esa inmersión nomádica, jamás aprenderíamos a desarrollar afinidades con los signos del mundo.
 
III
Y bien, volvemos a hacer la experiencia. Abrimos el libro en la primera clase de El Poder. Deleuze comienza a hablar de Foucault: “Ven que lo que quiero decir es que la única continuidad histórica, que iría desde el pasado al presente, es la práctica. ¿En qué sentido? Práctica de la lucha, práctica del saber, práctica de la subjetividad. Eso es lo que establece la correlación entre las formaciones históricas aquí y ahora”. Imposible no sorprenderse. Los ecos de estas palabras nos alejan de las tesis universitarias y nos acercan a las conversaciones sostenidas hace casi dos décadas en Marcelo T. de Alvear 2230.
 
Deleuze desarrolla una exposición referente a Kant y a sus tres preguntas clave: ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo conocer? y ¿Qué puedo esperar?. Foucault, que admiraba en Kant la preocupación por situar el pensamiento históricamente, retoma para sí estas preguntas a su modo: ¿Cuáles son hoy los nuevos tipos de lucha? ¿Cuál es el rol del intelectual? ¿Hay nuevas subjetividades?.
 
No se es filósofo sin una determinada actualidad, sin que determinadas singularidades se nos den como respuesta concreta a cada una de estas preguntas. Al nivel de las luchas, la coyuntura de Foucault no se comprende sin el surgimiento de una serie de organizaciones no centralizadas, desplegadas por fuera del PC y de la CGT franceses. Se trata de una larga historia que va de la autogestión de la década de 1950 en la Yugoslavia socialista, a la transversalidad del 68 francés (Guattari) y la autonomía obrera italiana de los años setenta (Mario Tronti).
 
En cuanto a la pregunta referida al saber, lo que cuenta es la explosión de la bomba atómica a finales de la Segunda Guerra Mundial. Lo que impresiona a Foucault es el papel que desempeñaron los físicos que se oponían a la bomba (Oppenheimer, por ejemplo, hablaba en nombre del laboratorio en el que estaba”). Se trata de la figura del intelectual específico que luego inspirará a Foucault la formación del GIP (Grupo de Información sobre las Prisiones) y del vínculo con las Panteras Negras. En ruptura con el intelectual “universal” –que enuncia juicios de valor–, Foucault comienza a hablar “en nombre de una vida singular”.
 
En el nivel de las nuevas subjetividades, lo que le interesa a Foucault son “las comunidades americanas, el interés por formas solitarias tanto como comunitarias”, una manera de “eludir la identificación” (sobre este punto Deleuze es escueto, pero hay bastante información en las biografías de Didier Eribon y James Miller).  
 
IV
Pero todo ha cambiado. Avanzados en los años ochenta, Deleuze se encuentra en la “noche sin preguntas”. Foucault ha sido el último de los filósofos con coyuntura. De modo que leer a Foucault es penetrar en el modo en que intentó operar en ella.
 
Ya desde los primeros años setenta –en plena formación del GIP–, Foucault asume tareas prácticas. Pone en juego su olfato, “algo va a pasar acá”. El filósofo deviene militante: “Es muy difícil comprender lo que sea una política sin estar atravesado por esas evaluaciones… lo difícil es decir ‘eso es importante, no va a abortarse’. Hubo una gran evolución política de Foucault al decirse que allí había algo. Como si en el letargo del post-mayo, se volviera a encender un foco, pero extrañamente en las prisiones”.  
 
La coyuntura concluyó en una derrota. Y Deleuze presenta su hipótesis al respecto: “Una de las razones del silencio, de la especie de abatimiento, de desesperanza que tuvo Foucault más tarde, mucho más tarde, fue lo que se puede llamar la derrota de ese movimiento”. Y no es que no se hubiesen concretado cambios a nivel del régimen penitenciario. Pero Foucault “hubiera querido que haya todavía más, quedó bastante abatido”. La filosofía no tiene respuestas en momentos como estos.
V
Pero Deleuze está decidido a salvar un tesoro del desastre. Autonomía y transversalidad, los rasgos centrales del ciclo de luchas terminado (no concede a Foucault la idea de derrota), constituyen para él algo más que meros episodios transitorios. No hay que congelarse en las circunstancias: “Las luchas transversales no datan del 68”. Las coyunturas luminosas lo son por el hecho de que dejan entrever algo eterno: “Podemos preguntarnos si después de todo la historia no se hizo perpetuamente a través de luchas transversales”.
 
Se dirá que fuerza un salto demasiado brusco por fuera de la situación: “¿No ha sido la historia perpetuamente un tejido, una red de luchas transversales, antes de que esas luchas fueran centralizadas?”.
 
“Lo que he intentado exorcizar es una respuesta central a la pregunta ¿Qué es el poder?”. Y si Foucault nos interesa es porque fue “el único en haber hecho una teoría izquierdista del poder”. Porque a su pregunta sólo puede convenirle “una respuesta transversal que desmigaje el poder en una multiplicidad de focos”.
 
Y bien, para poder pensar esto hace falta una microfísica del poder, “no hay que partir de los grandes conjuntos”, las grandes instituciones. Porque los grandes conjuntos se dan “ya hechos”. “No es que no haya Estado, no es que no haya ley, es que son expresiones estadísticas de una agitación de otra naturaleza”.
 
Para comprender esta respuesta de Foucault hay que comprender hasta qué punto la estrategia se da en él como una polémica con el estructuralismo. La estrategia –Deleuze ve en esto un parentesco con la micro-sociología de los deseos y las creencias de Gabriel Tarde– es siempre molecular. 
 
VI
Si las relaciones de fuerzas son moleculares, los grandes conjuntos efectúan un “diagrama” de las fuerzas. Sólo que el término diagrama es utilizado una sola vez por Foucault. ¿Cómo es posible que un término fundamental tenga una presencia casi fantasmal? 
 
Deleuze no se explica esta situación sin acudir a una teoría de la lectura: Un libro, dice, “nunca es homogéneo… está hecho de tiempos fuertes y de tiempos débiles… y no estoy seguro de que la distribución de los tiempos fuertes y de los tiempos débiles sea la misma en dos lecturas, en dos personas que leen con pasión”.

Poema y política en León Rozitchner // Diego Sztulwark

 
Durante los últimos años de su vida, León Rozitchner leyó a Heni Meschonnic, poeta, traductor de la biblia judía y pensador del lenguaje. Meschonic nació en París en 1931 y falleció en Villejuif durante 2009. Rozitchner nació en Chivilcoy en 1924 y falleció en Buenos Aires en 2011. Tanto el uno como el otro forjaron poderosas intuiciones sobre el carácter ético y político de la articulación entre afectos y lenguaje. Y compartieron una visión: la de una auténtica guerra abierta en las sociedades y en las culturas del occidente capitalista entre las experiencias que singularizan a los sujetos y la persistencia de una teología política que trabaja para el borramiento de lo sensible insurgente, como lugar de elaboración de las verdades en la historia.
No hubo influencia directa entre ellos. Y, sin embargo, al leerlos juntos se tiene la impresión de una cierta retroalimentación. Aunque no cabe exagerar. León Rozitchner ha reflexionado sobre el fondo del drama latinoamericano y argentino y su obra está ligada a la tentativa de constituir un campo político de izquierda capaz de transformar las persistencias del terror sobre la economía y la subjetividad. Nada de esto forma parte de las preocupaciones de Meschonnic. Partir de las zonas de mutua afinidad no supone asimilarlos ni desconocer poderosas distancias entre ellos, una de las cuales concierne al modo en que se plantea la cuestión de Israel. Puestos a medir distancias, es posible encontrar un océano entre ambos.
A pesar de lo cual las zonas de convulsión resultan intensas y vigorizan momentos centrales en la constitución del debate político: la derrota del socialismo en la disputa por la subjetividad; lo perdurable de lo teológico político en el neoliberalismo actual; la exigencia que un fracaso ejemplar impone sobre los modos de valorar; la cuestión de la violencia.
 
Palabra intensiva
La obra de León Rozitchner es poema en el sentido que Henri Meschonnic da al término. A diferencia de la poesía que es un género literario y depende de reglas de rima y métrica, el poema es enunciación y ritmo. El peso cae sobre la oralidad, la carga afectiva que el cuerpo transfiere al lenguaje. Meschonnic encuentra la definición de poema en el comienzo del Tratado Teológico Político de Spinoza. Se trata del lenguaje en tanto que es capaz de modificar modos de vida y de modos de vida que afectan al lenguaje –de historicidad, forzando su apertura al infinito.
El poema desafía la milenaria organización de lo teológico político en la cual el mundo se presenta como discontinuo. Discontinuo marcado por el señorío autónomo del signo sobre el ritmo, del lenguaje que olvida y borra la singularidad de los cuerpos y del concepto que desprecia por completo al afecto.
Hugo Savino, poeta y traductor argentino que continua a Meschonnic, ha escrito que el poema (a diferencia de la poesía) sólo funciona a contra-solemnidad y a contra-consenso. Ética y políticamente implica un anti-borramiento: traza en la escritura un continuo afecto-concepto, cuerpo-lenguaje, ritmo-signo, ética-política. La Ética aprendida de memoria, como aliada útil. Spinoza en el bolsillo de la campera.
Y aún así, incluso cuando la filosofía ha repetido que no se sabe nunca lo que puede un cuerpo, ha desdeñado agregar lo que puede un cuerpo “en el lenguaje”. Cosa que sucede cada vez que profesores eruditos y especializados se acogen a un saber sin preguntar cuánto del saber de los cuerpos (saber de la potencia común) se prolonga en aquello que las palabras hacen.  
Escribió León Rozitchner que “los filósofos llegan a la filosofía exhaustos de pasiones”, con la palabra demasiado distanciada “del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo”. Se preguntaba en aquel texto (Justificado para no ir un congreso de filosofía) cómo hacer para que “lo que tenemos de poético” hable en la filosofía sin hacer como Heidegger, que le pedía a los “poetas que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta”.
Buscaba Rozitchner una experiencia de creación de sentido –en la poesía o en la filosofía– capaz de unir un “espíritu a la llamada materia” y de poner en juego “al sujeto que piensa”. “Palabra intensiva” le llamaba, o “lengua materna” cargada de sentido afectivo antes incluso del acceso a la significación simbólica. Por eso Rozitchner escribe Madre y retuerce el significante: “mater”, “materialismo”, “materia”. Busca la vía de articulación del lenguaje con la materia como fundamento de un saber relativo a los cuerpos; que no los despoje.
 
La traducción primera. Rozitchner lector de Meschonnic
Cuanto más apto sea un cuerpo para hacer o padecer más cosas a la vez, más apta que las demás será su alma para percibir a la vez más cosas. Esto es claro de por sí. Salvo que la devaluación del cuerpo afectivo lo vuelva difícil. Y se pierda de vista la aptitud propia de un cuerpo para unir sus afecciones. Por afecto hay que entender las afecciones del cuerpo, con los que se aumenta o disminuye, se ayuda o se estorba, la potencia de actuar del cuerpo y, al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones.
No se piensa de otro modo si no se siente de otra manera, y para ello hay que resistir  a la denigración de lo sensible. Si “el afecto es el que contiene al sentido” y cuando pensamos no sentimos que se “conmueve al cuerpo” nos perdemos “la prolongación ensoñada del cuerpo materno que es el “elemento” o el “éter” que da sentido pleno al pensamiento aunque sea abstracto”.
Este materialismo ensoñado encuentra en el maternaje las premisas de una lógica del sentido transindividual (que Freud ya señalaba en los “juicios de atribución”) en el que “cada uno es primero el traductor de sí mismo: de la lengua materna de la infancia a la lengua adulta y social constituida: a la del padre”. Pero esa primerísima traducción de la experiencia afectivo-sensible “que el niño efectúa aprendiendo de la madre que le habla” y que será luego lo que sostenga y funde en él la palabra, dice Rozitchner, falta en Meschonnic. Y así lo escribe en un fragmento: “Meschonnic: Biblia, traducción y lengua materna” del 23 de abril de 2010, 3 a.m.; perteneciente a “Génesis: la plenitud de la materialidad histórica (y otras escrituras impías)”, Obras de León Rozitchner, Edición de la Biblioteca Nacional).
No habría lenguaje concluye Rozitchner “si previamente en cada ser que nace no se hubiera abierto en su propia experiencia -y siempre en relación con el otro, en este caso necesariamente la madre- esta capacidad de discriminar y crear, en el flujo sensible, esos nudos de sentido que el afecto y el sentimiento denotan y recortan sobre fondo del sentir del cuerpo.
No se trata de la subsunción de la diferencia simbólica en lo uno indiferenciado de lo sensible, sino la comprensión de la diferencia ya en el nivel de los afectivos. Al captar la cualidad en el lo sensible se preara el acceso a una relación sentida con el mundo del lenguaje adulto.
 
No hay sujeto sin combate
Traducción y poema son vías de despliegue o de singularización. Tanto Meschonnic como Rozitchner usan a gusto la palabra sujeto para referirse al resultado de este proceso al que no se llega sin lucha contra las instituciones del “discontinuo”.
No hay sujeto sin combate. Porque en el orden teológico-político o burgués-neoliberal, la subjetividad se encuentra distanciada de sí misma y de los otros por efecto del terror. El sujeto –sea del poema, sea el de la elaboración de verdades históricas– no se realiza sin establecer una ligazón entre afecto, lenguaje, ética y política.
Lo cual supone confrontarse con la lógica de la propiedad privada, porque en ella sobrevive y a partir de ella se reproduce el terror que distancia y separa. Una izquierda que no comprende este capítulo es una izquierda sin sujeto.
 
“¡Qué rápido sale la izquierda de la depresión!”
Todo fracaso se vuelve enseñanza si se es capaz de penetrar en él para comprender qué fue lo que en el combate no se pudo elaborar sobre el modo en que se conjugaban las relaciones de fuerzas; y entender cómo ingresó el poder enemigo en el modo de sentir obstaculizando la acción en el campo histórico objetivo. 
Durante los años ´60 y ´70, escribe Rozitchner (El espejo tan temido): “la guerrilla fue vencida entre nosotros porque prefirió, eligiendo por todos desde la categoría del enemigo, recurrir a una fuerza que en su materialidad misma era alucinada. Y al ser vencida fuimos todos juntos vencidos… fueron vencidas con ellos todas las fuerzas de signo distinto, esas fuerzas humanas más complejas y sutiles, y más amorosas que el lento trabajo de masas estaba construyendo”.
¿Qué es lo que nos pasó? Se pensó –dice Rozitchner– “la coherencia del mundo exterior sin preguntarnos casi nunca por la nuestra”. Y ¿qué sería pensar la violencia de otro modo? “Sería meter de otro modo el cuerpo en ella, no para morir, es cierto, sino para reabrir en nosotros lo que el miedo selló”.
¿Y qué es lo que el miedo guarda bajo su sello sino el hecho de que “cuando cuestionamos la realidad que nos niega la razón o la acción, nunca nos preguntamos porqué carajo caímos en el error…no hay verificación interior del fracaso exterior?
Es el espejo tan temido, el problema de la izquierda. La atribución de los errores pasados a ciertos esquemas intelectuales que pueden ser sustituidos por otros sin mayores consecuencias, sin que se cuestione –y se imponga reelaborar– la organización del sujeto militante que piensa. Y sino “¿por qué seguimos teniendo ideas tan contundentes y cerradas si estas ideas no contienen en su propio decurso ese descubrimiento que asume una nueva responsabilidad, objetivada y reconocida, al ser expuestas?”
Derrota ejemplar
Y bien, ¿de dónde extraeremos las condiciones de un nuevo pensar sobre todo cuando el “deseo de las masas” no coincide con el nuestro? ¿Qué hacer? ¿Qué no hacer? Pensando seguramente en la actitud de la revista Contorno frente al peronismo de los años ´50 afirma Rozitchner (Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia): “no apoyamos en su momento a las masas argentinas, nos mantuvimos adheridos a nuestros deseos, y por lo tanto no deseamos el triunfo de Perón…”. No se lea arrepentimiento en esta dolorida reflexión. Porque lo que cuenta es la lección que se extrae de estos hechos en los que el grupo pudo verificar “que no elegimos objetivamente por los enemigos de la patria al no elegir a Perón”. 
Es descubrimiento de uno mismo y del colectivo como sujeto que no se piensa a partir de las “condiciones estratégicas, económico-políticas, alejadas de la puesta en juego –y en duda- de la subjetividad y de lo imaginario… como si no fuesen constitutivos de lo real”. Al contrario, el punto de partida es desde ahora uno mismo (persona y grupal) como lugar donde se elaboran las verdades históricas.
Y si se pudo durante la guerra de Malvinas “tomar como índice de verdad a “las masas” como expresión de los “justos intereses populares” porque ellas están donde nosotros no…” (se refiere Rozitchner al “Grupo de discusión socialista” que durante el exilio en México apoyó a su manera la guerra), fue esta “una verificación conquistada demasiado a la ligera”, comparable a correspondencia “que existe entre la revelación de Dios y la verdad del hombre de fe: es una correspondencia sin lucha y sin riesgo”.     
 
Por una taamizacion general del lenguaje
Es el “sabor” (y el acento), dice Meschonnic, lo que anima el sentido en el poeta y en el traductor: taam en hebreo refiere al “gusto de lo que uno lleva en la boca” cuando se come y cuando se habla.
El hebreo bíblico conserva, según Meschonnic, la lengua como canto y ritmo. Es lo antiguo judío como lo “otro” del signo, al que acude para salirse del reino circular del signo enfocado sobre sí mismo. Ese “otro” surge de la añeja distinción entre lo cantado y no cantado que retoma la pan-rítmica bíblica del Ta´ am (su plural es te´amin). Meschonnic subraya la importancia de construir lo universal a partir del plural, y no borrando la multitud de singularidades.
La taamización generalizada del lenguaje es un golpe bíblico a la filosofía. Por ejemplo a Hegel, que en su Fenomenología del espíritu produce, según Meschonnic, el borramiento de la cosa (cuerpo) en el concepto y en el lenguaje, además de afirmar la unidad político-teológica entre lenguaje y religión.
 
El modelo espiritual de occidente
El poder de la religión se hace más evidente allí donde el socialismo como acción política resultó insuficiente e incapaz de alcanzar el “núcleo donde reside el lugar subjetivo más tenaz del sometimiento”.
Marx, escribe Rozitchner (La cosa y la cruz, cristianismo y capitalismo (en torno a las Confesiones de San Agustín), no supo verlo claramente. Le faltó plantear la cuestión en el nivel de la producción del “hombre por el hombre” y no como hecho de conciencia.
En efecto, la religión actúa ya en la hechura primera de lo sensible duradero en el humano; “ese “Amor” y esa “Verdad” de la Palabra divina que sólo los elegidos escuchan… exige la negación del cuerpo y de la vida ajena como el sacrificio necesario que les permite situarse impunemente más allá del crimen”. Esa “negación del cuerpo y de la vida ajena como sacrificio necesario” que se comunica.
Desde el cristianismo vuelto imperio hasta el postmodernismo neoliberal lo que funciona es una tecnología religiosa (aun cuando hoy haya sido secularizada) cuyo objetivo es el preparar el “infinito abstracto y monetario del capital financiero” y la “exclusión mística de la materia” que se ha vuelto “modelo espiritual del Occidente” y que sólo se nos aparece de lleno en el ocaso de la revolución.
El desafío a la subjetividad se radicaliza y la política y la filosofía se ven exigidas a atravesar la prueba más difícil: la alcanzar ese “núcleo” tenaz del sometimiento. Es en ese punto que el materialismo ensoñado aparece como encuentro entre clínica analítica y filosofía; entre poema y política.    
 
Primero hay que saber vivir
El hombre y la mujer de derecha tienen resuelto desde el vamos la cuestión de la coherencia: “sabe de antemano que hay coincidencia entre lo que sienten respecto del otro y lo que piensan”. Diferente es la experiencia del hombre o la mujer de izquierda, cuya coherencia se constituye de otro modo y depende de buscar a veces sin encontrar ese principio diferente. ¿Por qué? Porque a una subjetividad cuya coherencia es formulada como un absoluto-absoluto y para la cual lo relativo-histórico viene siempre tarde y de afuera, se opone una subjetividad que constituye como absoluto-relativo, jugando lo relativo-histórico un papel verdaderamente constituyente.
Esta distinción se vuelve política con suma claridad con la participación de Rozitchner en la polémica en torno al “no matarás” iniciada por el filósofo Oscar del Barco a partir de una carta pública en la cual ofrecía un amargo balance de la experiencia de la violencia guerrillera de los años ´60 y ´70.
El argumento de León Rozitchner (“Primero hay que saber vivir. Del vivirás materno al no matarás patriarcal”) se revelaba contra el borramiento que el “no matarás” hacia la diferencia de puntos de partida. En efecto, en la levinasiana apertura al mundo, el primerísimo comienzo del “vivirás” materno –único principio inmanente histórico desde el vamos”– ya ha desaparecido. Y en su lugar aparece lo sagrado bajo la forma del rostro de otro protegido por mandato bíblico del “no matarás”.

Y entonces se recurre a “palabras de la lengua paterna que vienen desde el mundo histórico para superponerse y sobre-agregarse a otra lengua silenciada, la materna, un sentimiento enmudecido por el grito del Dios-Padre”. Por el contrario en el principio inmanente del “vivirás” se afirma, para Rozitchner, que “allí, en lo materno, no existe es cierto la Infinitud que la salvación en Dios-Padre pide y nos promete si renunciamos a su cuerpo. Pero en su cobijo y afecto estaba el germen de toda ética que tome a la mater-ialidad como punto de partida”. 

Sin el “vivirás” quedamos separados de lo mas propio, de las premisas sin las cuales ya no se podrá plantear de otro modo el problema de la relación entre violencia y política.
 
Política contra filosofía
La idea que excluye la existencia de nuestro cuerpo no puede darse en nuestra alma, sino que le es contraria. Y el fundamento de la virtud es el mismo esfuerzo de conservar el propio ser. Del mismo modo la felicidad consiste en que el hombre pueda conservar su ser.
Nada hay, pues, más útil para el hombre que el hombre y nada pueden los hombres, más valioso para conservar su ser, que el que todos concuerden en todo de suerte que las almas y los cuerpos de todos formen como una sola alma y un solo cuerpo y que todos se esfuercen, cuanto pueden, en conservar su ser y que todos a la vez busquen para sí mismos la utilidad común a todos ellos.
Con enunciados como estos se prepara la ruptura de Spinoza quien “contrariando la razón cartestiana, los desafió a todos igualando a Dios con la Naturaleza”. Cada modo finito se sitúa en el continuo divino –causa de sí, trama constituyente que a todos les concierne– desteologizado. La vida virtuosa es transición entre la conservación del propio y descubrimiento de una utilidad común a todxs.
Se forman así las premisas para pensar de otro modo el problema de la política y la violencia. Unas premisas bien diferentes de aquellas que asumen como comienzo lo discontinuo, que parten del borramiento que hace lo teológico-político.
Esto es exactamente lo que Henri Meschonnic reprochará a Heidegger y al nacional esencialismo y León Rozitchner a Levinas: aceptar que la singularidad del querer vivir esté en el comienzo; aceptar en su lugar un vacío, una abstracción o un universal (Ser o hay)
Borrada la diferencia que resiste sólo queda espacio para lo Uno del poder. Y por violencia no se pensará más que como violencia Una. Por más repudiados que resulten, ese Mundo y esa Violencia no podrán ser ya desafiados. Sin no se habilita otro punto de partida, resistente o insurgente, la “contra-violencia” permanecerá impensada.
Hasta que las tensiones sociales y las luchas se agudicen –y no dejan de hacerlo, incluso abrumadoramente. Y nos despabilen respecto del hundimiento actual en la violencia –y la crueldad- derechista. Violencia que no por odiada resulta menos amenazante. Al punto que si no encontramos como responderle a partir de un principio diferente no contaremos siquiera con representaciones de pensamiento distintas a las que la derecha le impone a las izquierdas.
 
Contra-violencia
El punto de partida para reafirmar las premisas de otra subjetividad y de otro pensamiento en torno de la violencia lo encontramos, en efecto, en el carácter agónico de la lucha política (“acepto que me maten o me defiendo”, escribe Rozitchner).
Retomando la distinción de las subjetividades de izquierda y de derecha en el contexto de la discusión con del Barco, Rozitchner organizará una distinción similar entre una violencia de derecha: es asesina, teológica, que “privilegia la muerte sobre la vida”; y una violencia de izquierda, defensiva o “contra-violencia”.
Ambas surgen de prolongar –por otros medios– la subjetividad de la que parten y a la que ayudan a constituir: la violencia asesina se manifiesta con nitidez en aquella coherencia –que se manifiesta también en el lenguaje y en los afectos- que se constituye como un absoluta sí mismo (sea como persona, familia, grupo, clase o nación, da igual). Para ella no hay otro co-constituyente. Si hay otro se trata siempre de una presencia aparecida en un segundo momento y esa presencia sólo cuenta realmente cuando cuenta con el poder necesario para imponérsele.
La contra-violencia proviene de una racionalidad distinta, en la cual el absoluto singular de cada quien no alcanza a separarse de –y a la larga se sabe fundado en– la relatividad (histórica) de los otros, que nos constituyen (y a quien constituimos) desde el comienzo. Allí la violencia asesina no arraiga sin pervertir su principio, porque el matar asesino supone denegar en el nivel de lo sensible esta copresencia fundante y desgarrar el tejido de la utilidad común imponiendo una afirmación del tipo absoluta-absoluta.
Abandonar la producción de este tipo de distinciones implica cerrar el campo mismo de lo político y elevar la violencia-Una a “esencia metafísica” que “arrasa así con los límites del discernimiento vital” y que disuelve “toda experiencia de la verdad que circula en los hechos históricos”.
Pensar la “contra-violencia” es un desafío imprescindible para la formación de las izquierdas políticas de todos los tiempos. Sobre todo cuando, como lo recuerda Rozitchner, durante los años ´60 ´70 la izquierda ha participado del enfrentamiento con un pensamiento de derecha en torno a tres criterios fundamentales: “1. La de que todo combatiente  tiene que asumir primero que cuando entra en la guerrilla debe desvalorizar su propia vida; 2. No haber diferenciado que en la contra-violencia la violencia ha cambiado de cualidad; que tampoco debe ser la misma violencia, sólo que ahora apuntaría en dirección opuesta; y 3. No reconocer que la disimetría de las fuerzas exige contar con una actividad colectiva mayoritaria de los rebeldes antes sometidos para imponerse, y sobre todo que la vida en lo que debe preservarse para lograr incluirlos en un proyecto digno”.    
Se abandona la premisa que permite constituir un sujeto y una política diferencia si se  renuncia al hecho según el cual “mantener el valor de la vida como un presupuesto es el punto de partida de la eficacia ética en toda acción política” y si “la muerte aparece no será porque la busquemos, ni en nosotros ni en los otros”.
Y a esto no se llega por razones teológicas sino de otra índole, movidas menos por la obediencia y más por la fuerza con que se busca y se alcanza la vida virtuosa, invención de modos de vida por la vía del lenguaje, pero de un lenguaje cuya representación ya no es la de la lingüística ni la del ser, sino una abierta e histórica, determinada por el juego de los cuerpos, ética y política. Esa representación es lo que Meschonnic asume como poema y Rozitchner elabora como un materialismo ensoñado.

La ofensiva sensible: una lectura somática de la coyuntura // Amador Fernández-Savater

Foto: Moro Anghileri
Foto: Moro Anghileri

Sobre La ofensiva sensible, Diego Sztulwark (Caja Negra, 2019)

Según su maestro Ignacio Lewkowicz, Diego Sztulwark practica un “modo piojoso” de leer y escribir. ¿En qué consiste? Es una manera de decir lo que uno quiere decir a través de las palabras y el pensamiento de otro. Un contrabando de las intuiciones más propias bajo capa de citas académicas o eruditas convenientemente deformadas. Es el “método” con el que ha sido escrito La ofensiva sensible. El resultado es muy rico, porque regala al lector una gran cantidad de referencias potentes -la “plebe” de Lefort/Maquiavelo, la “forma de vida” de Pierre Hadot, los “saberes del cuerpo” de León Rozitchner, etc.- y a la vez hace pasar sin estridencias un pensamiento original que las retuerce productivamente en el sentido deseado.

Aún así, por alguna razón que no desvela, Diego considera que este “método” es “seguramente insatisfactorio” para dar cuenta “de la exigencia que todo acontecimiento singular impone”. A la espera de una nueva tentativa creadora en el orden del pensamiento y la escritura, vamos a reseñar este libro de un modo “piojoso” también, pero al revés. Si Diego hace pasar sus intuiciones a través de las ideas de otros, nosotros haremos pasar las ideas de Diego a través de algunas palabras e imágenes propias. Un ejercicio de parafraseo. Pero el objetivo es siempre el mismo: mantener las ideas en movimiento, traducirlas y reapropiárnoslas sin fetichismo ni veneración, algo que hemos aprendido en muy buena medida del autor.

 

Batalla somática
Agarramos un hilo posible de lectura piojosa entre otros: la cuestión del cuerpo. El neoliberalismo según Diego Sztulwark no es una cuestión solamente política, económica o ideológica, no tiene que ver exclusivamente con políticas de austeridad, planes de ajuste o fe en el libre mercado, sino también, a la vez, al lado y a través de todo ello, con la producción y reproducción cotidiana de un tipo de cuerpo.

En el corazón de la pelea por conservar o transformar el estado de cosas hay por tanto una dimensión somática fundamental, pero a la que se presta muy poca atención. Hay un límite muy severo en las políticas que no tocan los cuerpos, en las políticas que le dicen a los cuerpos: “no te muevas, no te preocupes, quédate quieto, yo me encargo de dar la pelea por ti”. ¿De qué límite se trata?

Podemos tener a la vez un gobierno anti-neoliberal o pos-neoliberal y una sociedad profundamente neoliberal, cuyos cuerpos y las relaciones que mantienen entre sí y con el mundo están organizados por dispositivos que reproducen un modo de existencia basado en calcular y extraer beneficio de cada encuentro, de cada vínculo, de cada situación, de cada gesto.

El neoliberalismo -noción que el autor considera “insatisfactoria” y sólo útil provisionalmente- no sólo “desciende” del mando político, sino que también “asciende” desde la sociedad al poder a través de los modos de vida. La victoria electoral y el gobierno de Macri -y de otros gobiernos similares- puede entenderse de ese modo como un concentrado, un reflejo, un holograma del triunfo de los modos de vida neoliberales, del cuerpo neoliberal.

 

El cuerpo flexible
A partir de la lectura del libro propongo tres imágenes para contribuir a dar visibilidad e importancia a esa dimensión somática de la transformación social: el cuerpo flexible, el cuerpo agrietado y el cuerpo vagabundo. Son cuerpos en disputa entre las fuerzas en presencia en la coyuntura actual. En medio estarían los agujeros.

El cuerpo flexible es el cuerpo neoliberal, el cuerpo que estamos presionados a darnos a nosotros mismos en tanto que empresarios de sí, gestores de un capital humano que debemos valorizar constantemente, yoes-marca. Es un cuerpo ideal e idealizado de omnipotencia (“sí se puede”), independencia (“yo puedo solo”) y disponibilidad total (“siempre puedo”). Según Diego Sztulwark, esa flexibilidad es en realidad pura docilidad a los dispositivos neoliberales de valorización del mercado. Nada que ver con una plasticidad interesante, una porosidad deseable, una apertura al lado salvaje y desconocido de la vida.

Tres apuntes sobre ese cuerpo neoliberal. En primer lugar, se reproduce a través de todo tipo de dispositivos que funcionan más allá o más acá de la esfera estatal: viajando en Uber, comunicando en Facebook, comprando en el súper, ligando en Tinder, etc. En segundo lugar, se consume más que inventarse. El neoliberalismo propone “modos de vida” ya hechos, listos para “bajarse”, si uno tiene para pagarlos, claro. Cada problema existencial tiene su solución, su receta, su app. Hay una diferencia fundamental entre “modo de vida” (que se consume) y “forma de vida” (que se crea). En tercer lugar, el neoliberalismo es un poder de homologación, de estandarización, de abstracción, nunca de singularización. La única singularización admitida es la “libre elección” de tal o cual perfil en Facebook o en Tinder, de tal o cual producto en el supermercado. Es un error fatal entregarle la palabra “singularidad” al neoliberalismo, que sólo conoce el esfuerzo por distinguirse de las mercancías idénticas.

Por último, el cuerpo flexible neoliberal -que somos cada uno de nosotros- es tan frágil como el cristal. A diferencia de muchos libros de pensamiento crítico, Diego no se regodea en describirnos cómo el neoliberalismo nos tiene atrapados y más atrapados aún cuanto más creemos rechazarlo. No cae en la fascinación del “crimen perfecto” que impregna hoy en día tantas denuncias sofisticadas. Este es un libro estratégico, escrito desde el punto de vista de las resistencias. Porque la crítica no pasa tanto por lo que se dice, como por desde donde se mira.

 

Los agujeros
Describir el neoliberalismo desde el punto de vista de las resistencias pasa por verlo enteramente agujereado. El tejido biopolítico neoliberal -que se presenta como total, pleno, acabado- está en realidad agujereado por todas partes. Tenemos el cuerpo, como dicen los compañeros de Córdoba, hecho un colador.

Una crisis de sentido es un agujero.

Una catástrofe social o ambiental es un agujero.

Una revuelta es un agujero.

Tal vez la afirmación más fuerte de este libro sea la siguiente: sólo es posible ver, pensar y transformar algo a partir de los agujeros. Los “síntomas”, en el lenguaje del autor.

Un enunciado difícil de acoger porque esos agujeros son nuestras heridas. Sólo podemos ver, pensar o transformar algo a partir de heridas íntimas y colectivas, pero eso supone mantenerlas abiertas y duele.

El cuerpo flexible neoliberal, que aspira a la omnipotencia, la independencia y la disponibilidad, es en el fondo frágil como el cristal. Con seguridad más frágil que otros formas de subjetivación dominantes en el pasado. El yo neoliberal se presenta como un conquistador, pero está siempre al borde de la depresión, a punto de venirse abajo, a un par de crisis de convertirse en un payaso como el Jóker.

¿Qué vamos a hacer con nuestro cuerpo agujereado? Esta pregunta es una encrucijada crucial en el libro. ¿Vamos a darnos desde ahí un cuerpo nuevo o vamos a dejarnos ganar por el miedo, a tratar de recobrar la normalidad, a cerrar como podamos los agujeros?

La época, y cada uno de nosotros, recorre esa cuerda floja.

 

El cuerpo agrietado
Empecemos por la segunda opción: el cuerpo agrietado(1). El cuerpo agrietado es un cuerpo agujereado pero que se ha quedado sin recursos -fuerzas propias, redes, alianzas- para darse un cuerpo nuevo, para efectuar transformaciones. Puede ser un cuerpo individual o colectivo, un sujeto o una sociedad, no hay diferencia.

Este cuerpo ya no es el cuerpo flexible neoliberal -triunfador, energético, optimista-, pero no inventa tampoco forma de vida. Está paralizado, muerto de miedo.

Es un cuerpo (que se percibe) de cristal, a punto de estallar en mil pedazos al más mínimo contacto. Huye como de la peste de cualquier encuentro que le ponga a prueba, de cualquier encuentro con algo que no entiende ni domina. Sólo quiere repetir las escenas conocidas, donde sabe desenvolverse, donde sus grietas no se ven desde el exterior.

Se defiende de los agujeros al menos de tres maneras:

-recurriendo a todo tipo de prótesis. La prótesis es la manera de aparentar normalidad cuando ya no existe, cuando todo vacila o se derrumba. Es un dispositivo de orden en el desorden, de equilibrio en el desequilibrio, de control en el caos. Diego enumera: “Tinelli, porno, timba, series, evangelismo, fútbol”. Podríamos añadir: terapias, pastillas, mindfulness… En realidad cualquier cosa puede ser una prótesis, también la militancia política, porque no la configura como tal su consistencia objetiva, sino agarrarnos a ella como un estabilizador, un reparador de sentido, una máscara sin juego.

-la retirada o la ausencia, todas las formas de “desaparición de sí” que describe el libro del mismo nombre de David Le Breton, es decir, todos los modos de desaparecer del mundo y desertar de los afectos, todas las formas de anestesia e insensibilización. Es el Jóker cuando después de sufrir varios tropiezos un día cualquiera, llega por fin a casa, saca cuidadosamente todos los productos del congelador y se mete dentro.

-la victimización, la búsqueda de un culpable de lo que me pasa, la idea de que puedo cerrar el agujero de la crisis localizando y neutralizando a un enemigo, a un chivo expiatorio cuyo sacrificio nos devolverá a la normalidad: mujeres demasiado empoderadas, migrantes, jóvenes de las periferias, etc. Hay que pensar por ahí la capacidad inédita de la derecha actual para provocar daño con sus políticas de depredación y a la vez canalizar el malestar -incluso la protesta- contra ese daño.

El cuerpo agrietado gira hoy a derecha por todas partes, pero no se trata de interpelarlo desde la izquierda, de prometer desde la izquierda una protección real que la derecha sólo fingiría dar, como piensa el populismo de izquierda, sino de salir de él, de salir de nuestra condición victimizada y espectadora, siempre a la espera de algo o alguien que -sin tocar nuestro cuerpo, mediante la delegación y la representación- nos salve de los peligros que nos acechan.

 

El cuerpo vagabundo
La activista brasileña Alana Moraes llama la atención (2) sobre lo siguiente: Bolsonaro ganó las elecciones de 2018 con un campaña dirigida contra los vagabundos. Los vagabundos son en primer lugar los sin techo, sobre los que sectores de la policía quieren tener derecho de disparar impunemente, pero no sólo. Vagabundos son también los indígenas, los negros, las mujeres que se mueven de su lugar, los profesores que enseñan “lo que no deben”… Es decir, cualquiera que no encaje o cuestione la norma de productividad total.

Es vagabundo todo lo que se cuela, todo lo que se escapa, todo lo que se escurre por los agujeros. Todas las formas de vida heterogéneas en algún punto a la norma de productividad total. Todos los otros modos de relacionarse consigo mismo (no como empresario de sí), con los demás (no como obstáculos o competidores) y con el mundo (no como territorio de depredación). Lo vagabundo no evita los agujeros, sino que los atraviesa y pasa, seguramente no a otra dimensión, pero sí a otro plano de percepción.

El vagabundo deserta. El desertor fue la figura subversiva por excelencia de la sociedad disciplinaria: lo que se fugaba del molde principal de todas las disciplinas, el ejército. Lo que se escapaba de la “movilización total” de la sociedad por la guerra. Fueron desertores los judíos, los homosexuales, los gitanos… Pero cuando el capital asume su forma neoliberal, la vida es de nuevo movilizada. Ahora por la guerra económica. Cada aspecto y cada momento de la existencia es susceptible de generar valor, ese es el capitalismo depredador contemporáneo. Lo vagabundo que Bolsonaro quiere eliminar es lo que deserta de la productividad total, de la guerra y el fascismo posmoderno.

Podemos aprender mucho de esos cuerpos vagabundos si nos ponemos a la escucha: es una invitación apremiante de este libro. Aprender y contagiarnos de esas “subjetividades de la crisis” o “subjetividades plebeyas” que saben hacer sin garantías, hacer con poco, habitar la incertidumbre. El fascismo neoliberal -el fascismo como prótesis del cuerpo agrietado- no quiere eliminar los cuerpos vagabundos porque sí, porque sean débiles, como a veces se dice de las mujeres, de los migrantes o de los pobres. Todo lo contrario: los quiere eliminar porque son fuertes en su vulnerabilidad asumida, porque pelean e inventan formas de vida en medio de arenas movedizas.

Jack Kerouac, que vagabundeó mucho él mismo, tiene páginas hermosas sobre los vagabundos norteamericanos: sin idealizarlos, nunca los mira simplemente como figuras desgraciadas de la carencia y falta. Hay un “orgullo” del vagabundo, dice Kerouac, hay un deseo y una pulsión por el vagabundeo. Es el orgullo de una forma de vida soberana, en el sentido de que no recibe su valor de otra parte, sino que crea valor desde sí misma y sobre la marcha, on the road.

Ese es el orgullo que los pone en el punto de vista de los fascismos que emergen hoy. Precisamente quien no se deja sacrificar, quien no quiere sacrificar su vida en el altar de la patria-empresa, se vuelve sacrificable por otros. Es el “parásito”, el “enemigo”, cuya eliminación traerá supuestamente de nuevo la prosperidad y la normalidad.

Vagabundo es una falla en la identificación completa entre vida y capital que pretende el neoliberalismo. Es cualquiera de nosotros cuando elabora una crisis de sentido en términos de una transformación de las formas de vida.

 

Resensibilizar el cuerpo agrietado
Una esperanza para nuestro cuerpo agrietado: los movimientos.

Es muy pobre entender los movimientos simplemente desde la sociología política, como “movimientos sociales” o incluso como “contrapoderes”. Si el corazón de la disputa política es nuestro cuerpo, ¿qué efectos tienen sobre ellos los movimientos? Efectos de resensibilización nos dice este libro, en la estela de Franco Berardi (Bifo) o de Rita Segato. ¿Qué quiere decir esto?

Un movimiento es lo que nos permite sanar nuestro cuerpo agrietado sin recurrir a prótesis estabilizadoras, sin anestesiarnos o borrarnos del mapa, sin entregarnos a la rabia reactiva que busca culpables de nuestro malestar. Sanar aquí es justamente lo contrario de reparar, de negar y parchear los agujeros. Es ganar en plasticidad. Es saber hacer con el no saber. Es hacer de la crisis una palanca para la transformación íntima y social.

Allí donde hay miedo, resentimiento o rabia reactiva, un movimiento puede injertar en el cuerpo individual y colectivo un gusto, un deseo, una apertura y una disponibilidad al encuentro, al movimiento, al pensamiento, a la creación. Allí donde el otro se nos presenta como aquello que amenaza nuestro cuerpo frágil y agrietado, un movimiento puede traer empatía, solidaridad, confianza en que la única salvación posible pasa justamente por el contacto, por entrar en contacto.

Leo este libro desde Europa que ahora mismo me aparece como un gran cuerpo agrietado. Que rechaza por ejemplo a los migrantes que podrían ser -y de hecho son ya, a muchos niveles- un factor de rejuvenecimiento, de enriquecimiento y de revitalización del cuerpo agrietado.

A izquierda y derecha, todos los discursos políticos interpelan al cuerpo-víctima, al cuerpo sufriente, al cuerpo agrietado que pide protección y seguridad. Con diferentes significados, todos los discursos políticos ofrecen prótesis y señalan a algún chivo expiatorio culpable de nuestros agujeros (los migrantes, la élite política, los dos). La derecha es muy eficaz en este discurso, cierta izquierda babea de envidia y coquetea incluso con el racismo y la xenofobia para parecerse a ella.

Los movimientos abren otros caminos, por fuera de esas alternativas infernales. Afirman y despliegan potencias que no son sólo de protección vertical y de tutela, sino de bifurcación cultural, existencial. No simplemente contener con parches la crisis civilizatoria, sino hacer palanca en ella para girarla hacia una mutación civilizatoria. No sólo volver a la normalidad, sino crear nuevas formas de vida. No sólo tapar los agujeros sino mirar, pensar y crear a partir de ellos. Ensanchar las grietas.

En estos movimientos encontramos alianzas entre cuerpos agrietados -que se desagrietan por el camino, pasando de víctimas a afectados- y cuerpos vagabundos a la búsqueda de otras formas de vida. Es mi percepción de los chalecos amarillos franceses por ejemplo. Pero no esperemos ninguna pureza o coherencia en estos movimientos, porque la materia con la que trabajan es el malestar y la energía que elaboran sale de sus heridas, no de la ideología, la conciencia, un programa o un modelo alternativo de de sociedad. ¿Cuanta impureza podemos sostener?

Son movimientos vagabundos ellos mismos porque no saben adónde van, adónde vamos, a diferencia seguramente de otros tiempos cuando existía, fuese contestado o no, una alternativa social como la ofrecida por la URSS. Politizaciones impuras en los que se trata principalmente de estar, implicado, en contacto, a la escucha, aprendiendo, transformándose. Y a cuya lenta construcción de otro vocabulario, de otras formas de acción y de otras imágenes de cambio quiere contribuir este pequeño gran libro de Diego Sztulwark.

Intervención en la presentación de La ofensiva sensible en la librería La casa del árbol de Buenos Aires el jueves 5 de diciembre junto con Diego Genoud, Lila Feldman y Diego Sztulwark.

 

(1) Sobre esta figura del cuerpo agrietado, puede leerse algo más en Introducción a la guerra civil de Tiqqun.

(2) Por ejemplo aquí: http://www.ihu.unisinos.br/159-noticias/entrevistas/583308-a-polarizacao-politica-as-paixoes-da-sociedade-e-a-disputa-pelos-rumos-do-neoliberalismo-entrevista-especial-com-alana-moraes

Gustavo Rearte y el origen de la Tendencia revolucionaria del peronismo // Diego Sztulwark

Hace algo más de medio siglo, se creaba la primera Tendencia del peronismo revolucionario de la mano del dirigente Gustavo Rearte. Un libro reciente, La patria socialista (Ediciones en Lucha, Buenos Aires, 2020), creado por militantes de ese movimiento -Eduardo Gurucharri, Jorge Pérez, Edgardo “Cambá” Fontana y la fallecida Sara Alfaro-, reúne por primera vez valiosos documentos y testimonios de la corriente que bregó durante una década y media por la unión de la estrategia armada, la lucha de masas y la organización político-ideológica.

La corriente fundada por Rearte tomó nombres y senderos distintos desde el lanzamiento del MRP -el 5 de agosto de 1964-, pasando por la JRP y su sucesor el MR17, el FRP y la fusión de los dos últimos en el FR17, previo a la derrota bajo la última dictadura.

Creado a instancias de un Perón exiliado en Madrid, a través del financista Héctor Villalón, y sometido a los vaivenes de sus disputas con el neoperonismo liderado por el dirigente sindical Augusto Vandor, el MRP surge con la intención de agrupar a la militancia combativa del peronismo en una única organización, con el propósito inmediato de dinamizar el retorno del líder, a cargo por entonces de las estructuras sindicales burocratizadas. Muy pronto, la Juventud Revolucionaria Peronista siguió su camino y, como otras vertientes de la militancia, recibió la influencia de la Revolución Cubana. Rearte viajó a la isla en 1966, al tiempo que consolidó su afinidad con la Acción Revolucionaria Peronista (ARP) de John William Cooke. Mientras, colaboraba con el entonces nuevo delegado de Perón, el mítico mayor Bernardo Alberte, quien perdería en abril de 1968 la jefatura táctica del movimiento, por haberse recostado sobre su ala revolucionaria. Eduardo Gurucharri publicó, en 2001, Un militar entre obreros y guerrilleros, una biografía política de Alberte que incluye su correspondencia con Perón. 

Luego de los estallidos populares de 1969, la organización de Rearte pasó a denominarse Movimiento Revolucionario 17 de Octubre. El intento de constituir una organización nacional que articulase la lucha armada con la lucha de masas es argumentado en el texto de Rearte  “Violencia y tarea principal”.

Rearte, de sólida implantación territorial en el peronismo de La Matanza, y otros notables referentes de la resistencia peronista como Jorge Di Pascuale “vieron con aprensión y a despecho del optimismo predominante, el primer retorno de Perón al país”, en noviembre de 1972. Unos meses después, en julio de 1973, fallece Rearte con apenas 40 años. El MR17, la organización heredera tras la muerte de su líder, apoyó la candidatura de Perón, reprobó públicamente el atentado contra el secretario general de la CGT, José Rucci, y el asalto del ERP al cuartel de Azul, condenó la acción de la ultraderecha peronista y desistió de participar del acto del 1ro. de Mayo de 1974, en desacuerdo con el rumbo del gobierno.

Luego, el MR17 impulsó la unificación de los sectores del peronismo revolucionario afines al suyo. En mayo de 1975, concretó la fusión con el Frente Revolucionario Peronista de Armando Jaime y Juan Carlos Arroyo. El FR17 llamó a la resistencia popular contra el gobierno de Martínez de Perón y el golpismo militar.  En lo ideológico, reivindicó su adhesión al marxismo como teoría de análisis de la realidad.

El congreso clandestino del peronismo revolucionario, convocado por la JRP, del cual surgió la Tendencia, se realizó el 17 (en FOETRA) y el 18 (en el sindicato de Farmacia) de agosto de 1968. El texto del llamamiento corrió por cuenta de Rearte. Este proponía la inminente unidad de las organizaciones peronistas dispuestas a asumir una estrategia revolucionaria de la lucha armada, apegada a la lucha de masas. Dirigentes clave como Jorge Di Pascuale (del gremio de farmacia y de la CGT de los Argentinos), Juan García Elorrio (director de la revista Cristianismo y Revolución), Alicia Eguren y John W. Cooke (de la ARP) y el mayor Alberte se sumaron a los preparativos. Una de las consecuencias inmediatas del encuentro fue la publicación del mensuario Con Todo. Su primer número salió con una hoja suplementaria, escrita de urgencia por Alicia Eguren, anunciando el fallecimiento de Cooke, el 19 de septiembre de 1968, el mismo día en que resultaba abortado el intento guerrillero de las FAP en Taco Ralo, Tucumán, menos de un año después de la caída del Che en Bolivia. 

En agosto de 1967, se había celebrado en La Habana la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS). Aquel encuentro se proponía apoyar activamente las luchas contra las dictaduras proimperialistas de América, y nombró como presidente honorario al Che, ya instalado en Bolivia. La delegación argentina de siete miembros, presidida por Cooke, tuvo una fuerte representación del peronismo revolucionario, cuyos principales dirigentes -entre ellos Cooke y Rearte- dieron a Guevara garantías de apoyo en caso que llegase a la frontera argentina.

La tendencia revolucionaria del peronismo fue la corriente que con mayor intensidad registra, en la Argentina, el doble proceso de una revolución democrático-burguesa o de “liberación nacional” interrumpida (peronismo), y una naciente revolución de proyección continental (la Cubana). Entre Madrid y La Habana, entre Perón y Guevara, se gestó una sensibilidad específica, de nítida presencia en la correspondencia entre Perón y Cooke, contra la que reaccionó la derecha peronista y la burocracia sindical, primero, y luego el Plan Cóndor, dimensión regional de la doctrina de seguridad nacional. 

Entre los textos preparatorios del Congreso del MR17, en octubre de 1974, la corriente de Rearte expone su balance de la derrota en Bolivia y realiza una crítica explícita a la doctrina foquista de Guevara. Si el Che acertaba en desarrollar la lucha armada y oponerse al pacifismo de los partidos comunistas, erraba sin embargo al reducir la lucha armada al foco rural: “La experiencia demostró que la mera instalación de un foco guerrillero no aseguraba el desarrollo de condiciones subjetivas” de la revolución. El grupo de Rearte insistía en su camino de vincular la estrategia armada con la lucha ideológica y la organización política, con el trabajo entre las masas, en particular obreras, y prestaba particular atención a las diferencias específicas entre distintas regiones del continente.

Respiración Umbral: virus y literatura // Conferencia virtual con Franco ‘Bifo’ Berardi

Sobre la “Interrupción” (notas para una conversación mantenida el 26-6-20 en la APPG) // Diego Sztulwark

Es imposible, al menos para mí, pasar por alto la coincidencia de que este encuentro se realiza un 26 de junio. Hace 18 años se producía la masacre de Avellaneda, en la que fueron asesinados Maximiliano Kosteki y Darío Santillán -ambos militantes de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón-. Como sabemos, la matanza fue planificada por el poder político del Estado en respuesta a las demandas de normalización política provenientes del poder económico. No es mi intención, ahora, hacer el análisis de las graves implicancias políticas que este episodio tuvo en la coyuntura política, cuestión muy bien abordada por  Mariano Pacheco en Desde abajo y a la izquierda (Editorial Las cuarenta, 2019). Más bien pretendo extraer alguna orientación de esta coincidencia para nuestro encuentro de hoy.

 

El filósofo Henri Bergson afirma que hay que instalarse de un golpe en el pasado para constituir allí recuerdos, actualizando capas de pasado, virtuales que permanecen puros o en reposo, hasta que una solicitud del presente las despierta. Pero puede suceder, al contrario, que un fragmento de pasado no nos permita amoldarnos del todo al presente. Incluso cuando el presente parece haber cambiado en algunos aspectos.

 

***

 

El título de este encuentro es pretencioso. Me doy cuenta ahora que lo releo: ¡Política y filosofía! Me gustaría aprovechar esta incrustación de un recuerdo de hace 18 años en el presente, para despejar esa pretenciosidad. Me gustaría hacerlo trayendo de mi memoria tres frases. Pertenecen a tres personas, filósofos y/o políticos, en un sentido bastante especial. La primera pertenece a Rodolfo Walsh. Y dice algo así como que en los hechos hay más riqueza que en la ficción. Los hechos merecen ser investigados y expuestos con las técnicas expresivas más avanzadas. Esos son los argumentos que Walsh le expone a Ricardo Piglia, a comienzos de los años setenta. Entiendo que se refería a una literatura capaz de comprender las virtualidades que portan los hechos, de leer en estas nuevas líneas de actualización. Una política en los hechos.

 

La segunda frase que me viene a la memoria es de León Rozitchner, y proviene de un antiguo texto, escrito seguramente en La Habana, a inicios de los años sesenta. A propósito de la invasión de Bahía de los Cochinos, Rozitchner hace su lectura del grupo atacante en Moral burguesa y revolución, concluyendo que el asesino es la verdad de ese grupo. El asesino es la verdad del grupo. Pienso en el ex comisario Franchiotti -el asesino de la masacre de Avellaneda-, y en la serie de los asesinos, portadores de una verdad más amplia, una verdad de grupo, o institucional, o de Estado. Es imposible pensar -nosotrxs latinoamericanxs, nosotrxs argentinxs-, sin mantenernos atentos a este tipo de frases. No hay asesino sin grupo. Es lo que dice hoy la antropóloga Rita Segato cuando afirma que no hay violador individual, porque toda violación se asienta en compañía de un amplio inconsciente patriarcal.

 

La tercera frase que  me viene a la memoria cada 26 de junio pertenece a otra tradición, la de la filosofía radical europea, y está escrita por un militante y pensador que aún vive y produce. Me refiero a Toni Negri. Es una frase del año 1992. Esta no la cito de memoria, sino que la transcribo literalmente. Dice así: “El ritmo de la transición de una época de desarrollo capitalista a otra se halla marcada por las luchas proletarias. Esta vieja verdad del materialismo histórico ha sido continuamente confirmada por el implacable movimiento de la historia y constituye el único núcleo racional de la ciencia política”. Las luchas proletarias, entonces, constituyen el “único núcleo racional de la ciencia política”; se trata de una verdad importante, porque no es obvia. Bajo la apariencia de una continuidad del dominio capitalista, hay crisis y transformaciones. Y la ley que las explica es la lucha proletaria. Me parece obvio el eco con lo sucedido hace 18 años. Quisiera que lo que vamos a conversar hoy, entonces, no pierda del todo de vista estos ecos. Esta fecha. Este recuerdo. Estas frases.

 

***

 

Forzados por la pandemia y, sobre todo, por la experiencia de la cuarentena, prosperan las imágenes de la interrupción. La interrupción, en una primera impresión, choca de frente con las imágenes de la movilización. La interrupción del movimiento -es evidente- tiene algo de molesto, insatisfactorio, frustrante. Y más aún, por su vinculación con un fenómeno inédito que nos aproxima a la experiencia de la supervivencia. Es desde ahí que nos toca pensar. Pensar la interrupción no elegida. Interrupción como efecto de la circulación de un virus, y del hecho de que vivimos en unas coordenadas precisas, de un neoliberalismo radicalizado, que se hace presente, ante todo, en su desconsideración para todo lo que no aumente la ganancia. Se presenta, por lo tanto, chocando con los imperativos de cuidados que la crisis actual demanda.

 

Una primera idea, entonces, en y desde la interrupción, sería aquella que intenta pensarla como un deseo de interrupción de los automatismos con los que hemos pensado los dispositivos de dominación propiamente neoliberales. La interrupción del neoliberalismo ¿es un deseo, es un sueño, es la realidad de un colapso generalizado de las economías? Los automatismos están en el corazón del asunto. Y un pensamiento de la interrupción apunta, entonces, a plantear preguntas al respecto.

 

La doble crisis -sanitaria y económica- cuestiona hasta cierto punto los automatismos neoliberales. Por más que la información fluya y las finanzas se pretendan independientes de la producción de valor, lo cierto es que cuando las personas no pueden ir a trabajar ni pueden circular, bancos y empresas -esas entidades a las que en el neoliberalismo se les suele atribuir la fuente de toda potencia- se muestran ahora frágiles, y solicitan a los Estados apoyos y salvatajes. Su fuerza actual es completamente frágil. Bancos y empresas se presentan como la lógica del capital. Y el capital se muestra como la única vía realista de reproducción social. Por lo que el tiempo actual es también el del capital que se esfuerza por imponer y/o reforzar nuevos automatismos a la vida.

 

Pero, por otro lado, el juego de la potencia y la fragilidad afecta a la movilización popular, que ha quedado suspendida en muchas partes y que busca recomponerse de diversas formas. En síntesis, el bloqueo de algunos movimientos y de algunos automatismos nos enfrenta a la pregunta, quizás ahora con más urgencia que nunca, sobre los límites del proyecto de una recomposición de la norma neoliberal sobre la vida. Pregunta que implica su reverso inevitable: ¿qué nuevas posibilidades surgen del encabalgamiento entre crisis irresuelta del capital y tiempo de interrupción provocado por la pandemia?

 

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Traigo dos citas, dos imágenes teóricas pertenecientes a la filosofía crítica del sigo XX, para pensar la relación posible entre interrupción y potencia. Siguiendo un orden cronológico, me referiré primero a la “imagen dialéctica”, de Walter Benjamin, y luego a “la imagen-cristal”, de Gilles Deleuze. En ambos casos, el punto de partida es un rechazo del tiempo empírico, del modo como se presenta el tiempo histórico.

 

En Sobre el concepto de historia, Benjamin denuncia la experiencia del tiempo vivido como normal en el continuo histórico, por ser un tiempo hecho de derrotas de los oprimidos. Se trata de un tiempo de incesantes triunfos de las clases dominantes, de unos triunfos sucesivos que apuntan a liquidar no solo cualquier desvío en la historia, sino también cualquier recuerdo de un pasado diferente, capaz de inspirar nuevas ideas. El continuo de la historia, el triunfo de las clases dominantes, tiene por resultado la aniquilación de todo posible que no se adapte a la “norma” de los triunfadores en la lucha de clases.

 

El dominio del capital, lo que hoy llamamos el neoliberalismo, la reducción de los posibles a aquellos proyectos de existencia que ofrezcan ganancias, implica la liquidación de todas aquellas formas de vida que los oprimidos intentan e intentaron poner en juego sin suerte. El triunfo de las clases poseedoras, por lo tanto, anula todo pensamiento que tenga como premisa otra vida, otra sensibilidad, otro modo de producir, otra política.  

 

De manera simultánea, se abre otra temporalidad, un reverso del tiempo, para los sujetos que se encuentran en peligro ante el avance enemigo. Esta experiencia del peligro activa la posibilidad de visiones extraordinarias. Se trata de unas “imágenes dialécticas”, en las que las subjetividades acorraladas, amenazadas, perciben -intentando resistir un presente ominoso- o entran en contacto con aquellos “posibles” nunca realizados por sus antepasados. Es la tradición de los oprimidos. Las “imágenes dialécticas” interrumpen el continuo, reabren posibilidades insospechadas. La comunicación entre el peligro actual y posibles olvidados trastoca la experiencia del tiempo. En lugar del tiempo abstracto, homogéneo y vacío, el tiempo con el que el capital mide el trabajo como valor, aparece el tiempo mesiánico, el tiempo-ahora, un ahora cargado de un poder explosivo. El pasado irredento descubre un presente lleno de virtualidades. El futuro previsible deviene porvenir.

 

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En sus estudios sobre cine, La imagen-movimiento y La imagen-tiempo, así como en sus cursos sobre el cine (publicados por primera vez por la editorial Cactus, como Cine 1, Cine 2, Cine 3, y se prevé la publicación de Cine 4, último tomo de la serie, para el año que viene), Deleuze presenta la “imagen-cristal” ligada no al tiempo empírico sino al tiempo del acontecimiento.

 

La imagen-cristal expresa la potencia de los movimientos aberrantes. Su formación se da en el preciso momento en que la imagen-movimiento se agota o bloquea. El cristal remite al reflejo y la coalescencia en que entran dos imágenes. Si la imagen movimiento se desplaza sobre un plano actual, si va de actual en actual, la imagen-cristal se constituye cuando por una imposibilidad de discurrir en el movimiento actual, ocurre una prolongación de lo actual en lo virtual. La imagen-cristal reúne la imagen actual con “su” virtual. Las nociones de “actual” y “virtual” provienen de la obra de Bergson: lo actual del presente del acto coexiste en el tiempo con lo “virtual” reflejo del acto, que conserva el instante, que constituye el recuerdo. Según explica Deleuze, el régimen cristalino supone la crisis del régimen orgánico. Hay una relación necesaria entre la imposibilidad de reaccionar a ciertas situaciones (situaciones que Deleuze llama “intolerables”, demasiado terribles o demasiado bellas) y la acentuación de la videncia, de una experiencia radical de los sentidos. La ruina de los esquemas sensorio-motrices conlleva a un descubrimiento del tiempo y el pensamiento. La interrupción del movimiento puede conducir a una suerte de “contemplación”. Contemplación del movimiento. Descubrimiento de la estructura actual-virtual del tiempo. La contemplación puede ser reflexión sobre la potencia. Eso que en los automatismos del tiempo empírico circula por los carriles previstos por los automatismos del capital.

 

Tanto en Benjamin como en Deleuze, se hace posible pensar una particular relación entre interrupción y potencia, entre cierre y apertura del tiempo histórico. En ambos casos, la interrupción, más que oponerse al movimiento, se opone a los automatismos. Y a los clichés. Son pensamientos que restituyen virtualidades al movimiento. Son pensamientos sobre la revolución en un tiempo en el que la revolución pareciera ser impensable.

 

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Durante estos primeros meses de pandemia y cuarentena en nuestro país, la lucha política no ha cesado. Se trata de una lucha política que gira alrededor de los intentos del capital por imponer sus (nuevos y viejos) automatismos. Lo vemos tanto con respecto a la cuestión de la deuda, como con las ya mencionadas presiones para que la tan cacareada intervención estatal se oriente a la salvación de las grandes empresas para el mercado. En el fondo, se trata de un enorme esfuerzo por imponer un orden ruinoso, de demostrar que los cuidados solo pueden sobrevivir en el marco de la preservación de la lógica del capital. Esto supone, como lo hemos visto, la aceptación sumisa de una determinada temporalidad, pero también la preservación de lo que podemos llamar el monopolio del vocabulario. Salvar el monopolio del léxico es un imperativo fundamental para imponer un tiempo de orden. La crisis es un desafío para el capital. Un desafío a su temporalidad y a su control sobre el lenguaje. Veamos más de cerca el problema de la temporalidad en la política actual. Luego abordaremos la cuestión del control del vocabulario.

 

En los últimos meses, hemos visto a los neoliberales pidiendo más Estado. Esto suele pasar en todo el mundo en momentos de crisis. Más que un pedido, se trata de una intervención destinada a asegurar la naturaleza del Estado como lo que es: el garante de las relaciones sociales capitalistas en su última instancia. La disputa por la temporalidad se enmarca, por lo tanto, en torno al Estado. 

 

En efecto, alrededor de las nociones de “Estado fuerte” o “Estado protector”,  hoy existe un clamor prácticamente universal (exceptuando a quienes ven en el Estado un puro dispositivo de excepción, es decir, de control, y que solo quisieran desactivar su soberanía): el panorama general se orienta a pedir más y más intervención estatal. Pero ese clamor esconde un antagonismo de muy difícil resolución. Mientras los neoliberales piden que esa intervención sea “excepcional” (el tiempo de la excepción es el tiempo delimitado, es el tiempo que solo se abre para normalizar lo que la situación tiene de anormal, bajo acción del control soberano), destinada a restituir las grandes tendencias que subordinan vida a neoliberalismo, desde el punto de vista de la reproducción social, se hace necesario que la excepción dé lugar a un nuevo tiempo, en el camino justamente opuesto: en lugar de medidas transitorias para salvar la lógica del capital (lo que en Brasil, Chile o EE.UU. conduce directamente a una “necropolítica”), es necesario un nuevo diseño institucional que priorice la reproducción de la vida humana y planetaria. En lugar de una vuelta a la normalidad es necesario señalar un nuevo punto de inflexión. La batalla por la concepción del tiempo es, entonces, uno de los puntos fundamentales, y está asociada a la radicalidad con que la experiencia de la interrupción permita ir, más allá de las normas provisoriamente suspendidas.

 

Lo mismo podemos decir sobre la lucha política por el monopolio del vocabulario. Desde que el presidente Alberto Fernández se pronunció en favor de la “vida” y la “salud” contra la prioridad de la “economía”, los neoliberales no dejaron de responder que este modo de plantear las cosas era inconsistente, y que de manera inevitable la economía se refería a la vida misma, a la reproducción de la vida. El presidente quedó así sospechado de “idealismo”, mientras que los economistas y empresarios asumieron el papel de los “materialistas”. Esto es así por efecto del monopolio del léxico político en manos de los neoliberales. Lo cierto es que hoy la salud es la zona estratégica más dinámica de la economía. Pero para afirmar esto, la propia noción de economía es la que debe ser reinventada. Al decir que se prioriza la salud, se inicia un movimiento que debe ser profundizado a través de una reforma de la economía, hasta que esta quede por completo al servicio de la reproducción de la vida. Si esto no ocurre, entonces, el riesgo de un idealismo ruinoso comienza a ser una amenaza real. Entre los virtuales que afloran durante la interrupción, está la cuestión de la diferencia entre reproducción de la economía capitalista -que no crea riquezas, sino valor- y formas de cooperación que permiten reproducir la vida. Luchas de las últimas décadas permiten hacer la diferencia. Lo que nos conduce a la última cuestión, que es la de la invención de economías. Cuando hablamos de un nuevo lenguaje, nos referimos a crear una nueva economía. Cada vez es más evidente que la reproducción social necesita nuevas economías, preexistentes o por inventar.

 

Es evidente que en estas últimas semanas, la disputa por el tiempo (excepción o nuevo tiempo), y por el vocabulario (salvataje o expropiación) se exasperan, y la clase de los poseedores vuelve a sentir la presencia fantasmal de una amenaza a la que identifica como populista, ¡a pesar de que los llamados populistas no parecen haber amenazado jamás ni la propiedad ni la ganancia! El sólo hecho que el gobierno nacional intervenga una empresa -en concurso de acreedores, que ha estafado al estado- y haya anunciado que enviaría al Congreso (en que la oposición está sobradamente representada) un proyecto de expropiación, obró como detonante para una movilización en defensa de la propiedad privada en plena cuarentena. ¿Quién cuestiona aquí y ahora la propiedad privada concentrada, al punto de que sus poseedores sientan la necesidad de defenderla en las calles? Ese fantasma tiene raíces profundas y difíciles de identificar. Se trata de un inconsciente propietario aterrado, que se expande a través de redes sociales y medios de comunicación entre sectores medios y desposeídos, por los mismos vasos comunicantes que nutren el miedo en torno a los discursos sobre la seguridad. Imposible penetrar en ese inconsciente eludiendo el acontecimiento fundamental del carácter violento y explotador que la dinámica de acumulación de capital mantuvo luego de la última dictadura y, simultáneamente, de la memoria de luchas sociales que no podemos dejar de evocar este 26 de junio. 

 

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Si antes he traído dos citas clásicas, ahora quisiera recurrir a dos citas actuales, pertenecientes a libros editados en los últimos meses. Ambos pueden resultar insumos útiles para insistir en revisar, desde la interrupción, el paradigma de la movilización. El primero de ellos es El capital odia a todo el mundo, de Maurizio Lazzarato (Eterna Cadencia, 2020). El segundo es Cine-capital. Cómo las imágenes devienen revolucionarias, de Jun Fujita Hirose (Tinta Limón Ediciones, 2020). Ambos dirigen su crítica a una cierta idealización del capitalismo como serie de “automatismos” (financieros, tecnológicos, cinematográficos). Ambos enfatizan en la necesidad de pasar de una crítica de forma a una crítica de fondo del capitalismo. El primero, Lazzarato, señalando el carácter de máquina de guerra del capital. El segundo, Fujita, señalando el borramiento de la potencia de las imágenes en provecho de un cine-capital expropiatorio.  

 

Para Lazzarato, se trata de dejar atrás el cuestionable pensamiento del 68, al que le reprocha una miseria de la estrategia. Los seguidores de Foucault, dice, han teorizado la dominación neoliberal como un conjunto de dispositivos que producen subjetividad por la vía de automatismos “biopolíticos”, a través de las finanzas y las tecnologías, ignorando por completo que el neoliberalismo es, ante todo, un acto de guerra. En lugar de la dominación objetiva de los dispositivos, Lazzarato invoca a la máquina social capitalista como una máquina de guerra asistida por subjetividades muy concretas (desde los fascistas hasta los técnicos que la reparan y reforman cada vez). En su opinión, no hay reforma de izquierda posible para el capital neoliberal, que en ausencia de amenaza revolucionaria, solo apunta a aumentar su tasa de ganancia y a declarar la guerra a las poblaciones. La única opción que queda, dice, es retomar el camino de la estrategia revolucionaria, constituyendo una máquina de guerra anticapitalista, en base a movimientos populares tal y como esos movimientos surgen, más allá del pensamiento europeo de las últimas décadas.

 

Fujita lee el ya citado estudio de Deleuze sobre el cine para descubrir allí, en la imagen-cristal, el doble papel del dinero y su íntima relación con el control sobre la temporalidad. El cine depende, como se sabe, de un flujo de capital que es siempre dinero virtual, capaz de actualizarse en imágenes. Hay una relación interna entre cine y capital. Pero, al mismo tiempo, esa actualización del dinero en las imágenes restringe al cine ya que, como todo producto del dinero, debe garantizar altas tasas de ganancia. Por eso, dice Fujita, la actualización de las potencias de las imágenes en el tiempo vienen cargadas de un poder explosivo. No tanto en el cine que muestra la pobreza, porque ya todos vemos la pobreza, sino porque en cualquier momento el poder de actualización de las imágenes podría desprenderse de los límites que le impone el dinero-capital, y pasar a mostrar imágenes sobre la fuerza nueva que podría hacer de la potencia del dinero una potencia creativa, ya no atada a su pasado capitalista.

 

Leyendo a Lazzarato y a Fujita se tiene la impresión de que la interrupción libera virtuales, pensamientos y hasta posibles nuevas relaciones, pero que esas nuevas imágenes aún no se convierten en fuerzas capaces de pasar del cuidado de la vida y del planeta, a un nuevo modo de organizar la economía y la vida colectiva. Los dos señalan el papel productivo de la crisis y la interrupción de los automatismos, pero también parecen darse cuenta de que no hay ideas claras sobre cómo retomar la acción revolucionaria sin caer en un cliché. Cine y filosofía quizás estén comenzando a plantear preguntas que la política, consumida por la gestión inmediata, no se atreve a plantear. No tanto porque sean actividades “optimistas”, sino porque su tarea es precisamente inventar posibles.

 

26 de junio de 2020

 

Lo sensible como campo de batalla // Franco Casanga

Reseña de La ofensiva sensible (2019), de Diego Sztulwark

 

Un análisis filosófico de las subjetividades de la crisis y las potencias plebeyas a la luz del fin de ciclo de los gobiernos progresistas de América Latina.

¿Cómo se explica que gobiernos aupados por los sectores populares (clase trabajadora, movimientos indígenas, intelectuales) hoy esten siendo blancos de las protestas de estos mismos sectores populares o, al menos, parte de ellos? ¿Qué mecanismos o dinámicas han hecho que estos gobiernos progresistas que llegaron al poder en base a programas políticos antineoliberales hoy sean considerados más parte del problema que de la solución? ¿A qué se debe el nuevo ascenso de gobiernos reaccionarios y neoliberales en América Latina?.

En su último libro, La ofensiva sensible (Editorial Caja Negra), el investigador y escritor en el blog Lobo Suelto, Diego Sztulwark, señala que no podemos seguir pensando las derrotas de los gobiernos progresistas de América Latina en términos de más o menos apoyo electoral. ¿Por qué? Porque «el neoliberalismo no pierde elecciones». El neoliberalismo no ha necesitado de los votos para seguir expandiendo sus novedosos modos de consumo (modos de vida, según Sztulwark) o para seguir subjetivizando nuestros cuerpos. Pero atención: no es que no se hayan realizado políticas de redistribución en los países donde gobernaron alianzas progresistas (Venezuela, Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay) así como importantes políticas reconocimiento de derechos fundamentales de poblaciones invisibilizadas por el racismo colonial, sino que estas políticas se han mostrado insuficientes para producir nuevas formas de vida capaces de crear subjetividades populares más allá de la razón neoliberal.

 

Subjetividades de la crisis y políticas del síntoma
En La ofensiva sensible, Sztulwark analiza el ciclo político argentino que comenzó simbólicamente en el corralito argentino de 2001 hasta el triunfo de Mauricio Macri en 2015 dentro de otro ciclo mayor que afectó de similar manera a otros países como Brasil, Ecuador, Bolivia, Uruguay o Venezuela. Para Sztulwark, la crisis es un momento epistemológico que nos sirve para ensayar una reflexión micropolítica de la potencia plebeya. Se trata de indagar a partir del acontecimiento una producción teórica que potencie lo que se despliega en ella sin dejarse replegar a restauraciones ideológicas predeterminadas. Las subjetividades de la crisis, esas sensibilidades que estallan en una crisis,son las formas que habitan la excepcionalidad, la ruptura con la normalidad, expresiones que adoptan un sinfín de repertorios de acción popular a través de las ocupaciones, asambleas populares, recuperación de fábricas, escraches, piquetes, etc. “Si -dice Sztulwark- el modo de vida resuena con los modelos de consumo y de valorización, y la forma de vida supone procesos de autonomía, entre ambos la vida se presenta como malestar o síntoma”. Si el neoliberalismo sigue ganando terreno en nuestras relaciones es porque sigue gestionando, canalizando y controlando nuestros afectos y malestares. A la gestión coaching de nuestras emociones que propone el neoliberalismo, Sztulwark opone una política del síntoma que supone una escucha de los cuerpos afectados, de la lucha colectiva y la rabia detrás de cada condición de vulnerabilidad, pero también de las vidas anómalas, subversivas, incómodas tanto a izquierda y derecha, que surgen en los procesos de ruptura con el sentido común. Quizás, justamente, en esos síntomas (malestares, impotencias) de nuestra cotidianidad están contenidas las nuevas formas de vida capaces de cuestionar los mandatos del capital. Según Sztulwark, una política del síntoma nos ayudaría a mapear y pensar nuevas resistencias, aperturas, potencias, sin deshabilitar nuestra dimensión afectiva, esto es, aceptar “la imposibilidad de relanzar lo político por fuera de una nueva centralidad de lo erótico, lo sensual y lo sensible”.

 

Voluntad de inclusión o el populismo de izquierdas (realmente existente)
En la segunda parte de La ofensiva sensible, Sztulwark analiza las limitaciones de las políticas progresistas de gobiernos como el kirchnerista, pero no desde el punto de vista económico-político, sino desde el punto de vista desde la subjetividad política. La voluntad de inclusión conceptualiza perfectamente esa idea del populismo de izquierdas de articular el malestar social a un contrato vertical de las voluntades. Puede ser que esta conceptualización se base más en los populismos “realmente existentes” que en la teoría de Ernesto Laclau, pero ello no desfavorece la crítica. Las consecuencias de esta estrategia estadocéntrica ha sido la desmovilización de los sectores más rupturistas, junto con una miopía sorprendente en el ámbito de “las micropolíticas neoliberales sobre el ámbito de las sensibilidades”. Una vez agotado el ciclo económico favorable, Macri vino a culminar el proceso de mercantilización de las masas sin el ropaje de la inclusión, sin complejos, como Bolsonaro en Brasil o Trump en Estados Unidos. Ciertamente el kirchnerismo fue una salida redistributiva a la crisis, pero también representó una vuelta al orden, una normalización a través del consumo a los cauces del mandato del mercado. En esta lectura, parece inevitable ver una semejanza con lo ocurrido en la fase Podemos de nuestro último ciclo de movilizaciones en el estado español. Si bien Podemos hoy se encuentra siendo parte (en minoría) de un gobierno de coalición con el PSOE, su fuerza de base popular parece ya demasiado debilitada a causa de la estrategia centralizadora de participación desde arriba. Para el autor, esa “autonomía de lo político acaba por ser una autonomía respecto de la división social: reduce lo político a una teoría técnica y separada de la conducción”.

La caracterización de la voluntad de inclusión ofrecida por Sztulwark es rica en contenido porque tiene la virtud de desplazar el centro de gravedad de la estéril crítica ideológica hacia las potencias en conflicto que se dirimen en los mecanismos de sujeción que operan en el neoliberalismo.

 

Hacia horizontes plebeyos en tiempos de crisis
El tercer y último capítulo titulado “El reverso de lo político”, Diego Sztulwark nos invita a salir de nuestra zona de confort, a suspender los automatismos intelectuales y a descubrir la potencia de existir en la desobediencia. Ante la derrota del progresismo socialdemócrata o populista, el descubrimiento de lo plebeyo aparece como alternativa al cinismo. “El momento plebeyo es el reverso flotante de lo popular: una falla o interrupción en los mecanismo de adaptación y de reacción con los cuales se transita de una situación a otra”. Lo plebeyo como el deseo a no ser gobernado, pero que no necesariamente quiere hacer la revolución. Su efecto descodificador no puede reducirse a una determinación sociológica, “es movimiento centrífugo”.

De la precariedad se alimenta la empresa capitalista, pero también del odio, del racismo y el machismo. Esta separación de un síntoma y su plasmación contra un Otro (lxs pobres, el/la migrante, la mujer) es parte de una persecución a toda experiencia que se salga del mando del capital, un odio contrarrevolucionario. Como señala Frédéric Lordon en su libro Capitalismo, Deseo y servidumbre (2015), si bien el capitalismo no agota la pluralidad de deseos en nuestras sociedades sí que capta y produce “las maneras de desear bajo las relaciones sociales capitalistas”. La investigación militante indaga estas formas de vida no para representarlas ni liderarlas sino para potenciarlas, abriendo el campo de lo decible y sensible. La praxis, la escucha, las contrapedagogías populares, son las fuentes de un conocimiento emancipador.

La ofensiva sensible no intenta ser un manual de cómo hacer la revolución, sino un compendio de reflexiones que quieren dar el combate del pensamiento. En estos días de estados de alerta y pandemias este libro puede darnos cierto respiro, ciertas pistas, de cómo abordar la dimensión sensible que nos recorre como sociedad, no dejarse atomizar por el miedo, socializar la seguridad, colectivizar la impotencia para volverla esperanza común. Porque como indica Sztulwark las crisis, en su inmanencia, tiene algo de fermento y catalizador donde también se generan estrategias capaces de extraer vitalidad.

 

Franco Casanga, Graduado en Filosofía y activista vecinal de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona).

Fuente: rebelion.org 

«El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir» // Entrevista a Diego Sztulwark

 

Por Melisa Molina

 

«El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir», dijo en diálogo con PáginaI12 el politólogo Diego Sztulwark. En su libro La ofensiva sensible (Caja Negra), Sztulwark indaga las diferencias entre vidas ligadas a los automatismos del mercado y vidas que no encajan porque asumen su existencia como una pregunta: «Ya sea porque se enferman, porque son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse respecto de la norma», explica. Sztulwark reflexiona sobre quienes para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización: ahí destaca el rol de los movimientos feministas, las comunidades indígenas y los movimientos de trabajadores precarizados que, sostiene, forman el «reverso de lo político» y sin los cuales sería difícil entender fenómenos claves en la crisis del neoliberalismo que vive gran parte de Latinoamérica. En ese sentido, advierte que los gobiernos populistas no han sabido o logrado propiciar un modo de vida diferente al que propone el mercado.

 

– ¿A qué se refiere cuando dice en su libro que “el modo de vida de derecha es tan triste como irrefutable”?

– Tomo este concepto de una tesis que elaboró Silvia Schwarzböck: dice que luego de los ‘70 y de la posdictadura solamente hay vidas de derecha. Es irrefutable ya que es una descripción correcta y permite comprender mucho del presente, pero es triste porque no permite ver la existencia de momentos donde hay una tensión distinta, donde los cuerpos aparecen articulados con el lenguaje de otra manera, donde hay una investigación sobre la propia vida y una no adaptación con lo que es el mundo neoliberal. Me resulta triste todo pensamiento que se limita a hacer una descripción del enemigo sobre nosotros y que sanciona una realidad derrotista. Es triste y también no es verdadera, ya que oculta toda una dimensión que llamaría “la verdad por desplazamiento”, que se crea desplazando lo que se impone, creando resistencias, y que no acepta el mundo tal como es.

 

-En su libro contrapone «modo de vida» a «forma de vida»: ¿cuál es la diferencia entre ambos conceptos?

– Llamo «modo de vida» a toda manera de vivir articulada en relación automática con el mercado, a todo lo que viene dado. El neoliberalismo es un gran aparato que opera sobre el deseo y las maneras de vivir. Necesité distinguirlo de la «forma de vida», que sería la de aquellos que asumen su vida como una pregunta y no cuajan directamente en ese automatismo, ya sea porque se enferman, son vulnerables, rebeldes, oscuros, o porque han tenido alguna experiencia que los ha llevado a desviarse de la norma. Mi interrogante es qué hacemos con los que para vivir tienen que inventar lenguajes, alianzas y grupos nuevos y por eso entran en procesos de politización. Las izquierdas no lo piensan porque tienen la idea de que lo único posible contra el neoliberalismo es un partido revolucionario que “algún día podremos crear”. Pero el partido de los revolucionarios no será nada sin el partido de los sintomáticos y de aquello que no cabe en los “modos de vida” y que ocurre en el reverso de lo político. Sin eso, es difícil entender una serie de fenómenos que se van dando en las distintas crisis del neoliberalismo.

 

– ¿Qué importancia tienen los movimientos indígenas, feministas y de trabajadores precarizados en la construcción de otras “formas de vida”?

Lo indígena es importante porque tiene elementos comunitaristas, de resistencia, de marcas de una guerra perdida. De forma colectiva hacen ejercicios existenciales que los alejan de las premisas de obediencia que el neoliberalismo impone a la vida. Las tierras sobre las que están no dan lo mismo, el capital las quiere para hacer negocios y sus formas de vida necesitan poner un límite a ese modo de valorización. Por eso no se puede evitar la politización. Otro eje fundamental es lo que sucede con el trabajo precario. En Argentina hay una larga historia del movimiento de precarizados. En la crisis del 2001, el movimiento piquetero fue la irrupción autónoma de una resistencia desde la precariedad ante las formas de dominación neoliberal. Una parte grande de personas que trabajan en la ultra-informalidad hicieron ya experiencias de organización gremial, social, política y de lucha. El sujeto llamado “trabajador precario” va a estar en el centro de las dinámicas de conflicto. Y el tercer movimiento a observar son los feminismos populares. Ellos son capaces de radiografiar la economía desde abajo y percibir todas las formas de explotación informalizadas que recorren el campo social y que implican desde denunciar la deuda como mecanismo financiero de sometimiento hasta comprender cómo la construcción de masculinidades violentas es parte misma de la dinámica de valorización.

 

-Álvaro García Linera dijo, en 2015, que uno de los errores de los gobiernos populares de América Latina fue que lograron una ampliación del consumo pero sin politización de los sujetos. ¿Cómo analiza ese fenómeno a la luz de lo que sucede hoy en Bolivia y en toda la región?

Tomo a García Linera como el intelectual que mejor procesa discursivamente la versión que los gobiernos populistas dan de sí mismos. El balance que él hacía es que se daba una paradoja por la cual los gobiernos populistas incluyeron a los sectores históricamente excluidos en el consumo y, después, esos sectores populares votaron gobiernos neoliberales. Linera dice que faltó, en esa inclusión, clarificación política. Esa lectura es inocente porque si te das cuenta que la forma de consumo produce modo de vida no podés reducir el problema a una relación de consciencia que se resuelva vía pedagogía o propaganda. Los procesos prácticos de subjetivación no van a ser corregidos porque vengan a darte una clase de sociología. Una de las críticas fuertes a estos procesos es que privilegian ocupar el Estado por sobre ocupar la sociedad y transformarla. Hay que preguntarse qué experiencias de consumo hay habilitadas, y producir formas nuevas.

 

-Frente a las movilizaciones en Chile, ¿ve un rol importante de la juventud que, cansada del modo de vida neoliberal, sale a la calle, y que como respuesta el Estado les muestra su cara más represiva sacándoles los ojos?

Estuve en Chile y participé en manifestaciones, asambleas, y di un curso en la universidad. Es una barbaridad lo que están haciendo los carabineros. Mientras estuve allá había 217 chicos sin ojos. Cuando los equilibrios del neoliberalismo se agotan, aparece un odio inmenso a todo lo que se mueve, goza diferente, a lo que no se adecua. Un odio fascista que se estaba incubando y que lo vemos geopolíticamente en la figura de Bolsonaro. Se ve en el odio que tienen las fuerzas de seguridad; en el desprecio de las burocracias; en el racismo y sexismo de los medios de comunicación. En Chile apareció algo formidable que son miles de personas durante días en la calle, decididas a que el régimen post-pinochetista caiga. El descontento es amplio porque es en contra de cómo se reproduce la vida neoliberal. Frente a la estafa, hay un reverso de lo político que estalla, que no tiene representación en el régimen convencional y que pide discutir de cero la constitución del Estado.

 

– ¿Qué importancia tiene el diálogo entre las nuevas y las viejas generaciones para dar la batalla desde el campo de lo sensible y construir subjetividades distintas a las que propone el mercado?

-Cuando empecé a militar en los ‘90, Eduardo Luis Duhalde nos dio un curso de formación a los que estábamos en el secundario y me regaló dos libros: Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, e Historia y consciencia de clase, de Georgy Lukács, y me dijo: “Los militantes nos deprimimos cada vez que hay una derrota histórica pero leemos estos libros y seguimos. Por eso somos militantes”, después me aclaró que “solamente hay militante entre ciclo y ciclo de lucha», y que «el militante sirve para comunicarle al nuevo ciclo los saberes conquistados en el anterior”. Militante no es quien dirige, o la tiene clara, porque sus saberes son anacrónicos. Sin embargo, toda generación busca, como dice Walter Benjamin, una cita perdida con las generaciones anteriores. Y si bien es una cita que no se concretará, no podemos dejar de buscarla. Toda generación tiene el poder de apropiarse del pasado para sus fines, redimirlo, pero se trata de saberes que sólo sabrán cómo usarlos las generaciones que actualmente necesitan dar sus luchas y hacerse sus preguntas.

 

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/248046-diego-sztulwark-el-neoliberalismo-es-un-gran-aparato-que-ope

 

LA POTENCIA DE EXISTIR: SEMINARIO (casi) COMPLETO // Diego Sztulwark en Chile, 11/2019

Clase I: Pierre Hadot


Clase II: Spinoza y Foucault
Parte 1

Parte 2


Clase III: Maquiavelo

 

La potencia de existir III: Maquiavelo // Diego Sztulwark en Chile

A propósito del 19 y 20 de diciembre // Entrevista a Diego Sztulwark

En dialogo con Sergio Tagle en el programa Bajo el Mismo Sol , Diego Sztulwark analizo el escenario político actual.

La calle y las urnas // Diego Sztulwark

Las elecciones presidenciales de hoy no sorprenderán por sus resultados -justa y previsible paliza a las candidaturas de Macri y Vidal- sino por lo que impone a futuro: traducir el no al neoliberalismo en las urnas en una presión sobre los dispositivos reaccionarios de gobierno de la crisis, que intentarán convertir el voto en una mera legitimación del sistema de partidos.

La región arde, pero sobre todo arde Chile. Ha estallado el emblema mismo del neoliberalismo sudamericano. La insurrección es la base misma de la democracia. No es cierto que la república es el mero respeto por las instituciones: es ante todo la capacidad de crear instituciones nuevas.

Argentina y Chile muestran, en estados distintos de desarrollo, secuencias de politización ancladas en el fracaso de los modos de vida neoliberales. Es la existencia misma la que no se deja atrapar por los requerimientos del orden. Crear forma de vida no neoliberal supone crear instituciones nuevas. Toda conmoción de la tierra invoca una inversión del punto de vista, nuevos esfuerzos literarios, nuevas vías para expandir y concretar la imaginación colectiva.

¿Qué fue el dispositivo revolucionario? Notas sobre El huracán rojo, de Alejandro Horowicz // Diego Sztulwark

Las revoluciones se hacen con malas lecturas

Horacio González, citado en El huracán rojo 

 

Hay historias que piden a gritos ser comprendidas. No solo los acontecimientos que permanecen mudos hasta que se les aporta un sentido, sino también fenómenos demasiado perturbadores, o conmociones excesivas, que despiertan entusiasmos que asustan.  Es el caso de las revoluciones europeas de los siglos XIX y XX. Lo mínimo que se puede decir de ellas es que produjeron más sentido del que es posible consumir. Sería pueril, por lo tanto, resumir la cuestión en la sentencia obvia, según la cual, como todo lo que dura, lo propio de toda revolución es envejecer y transformarse en fantasma. Quizás suceda lo contrario: se necesita mucho tiempo para recorrer su exceso de sentido. En los años sesenta se anticiparon algunas conclusiones como las de Carl Schmitt, quien vio con pesimismo la pérdida estatal del monopolio de la decisión política –esa joya racional del derecho público europeo destinada a la regulación de la hostilidad y la violencia–, y algunas preguntas como las de León Rozitchner: si las revoluciones vencedoras parecen ratificar unas leyes invariables del decurso humano, ¿qué verdad llevan consigo las derrotadas? 

 

Lo (no-tan) nuevo, en todo caso, es el estado de ánimo –si no la tesis– que hace de las revoluciones un puñado de episodios pertenecientes a un pasado inactual, irrelevante aún cuando muchos de sus efectos continúan actuando en el presente. Más allá de los intentos de romantización o diabolización, la pretendida liquidación de la revolución plantea el problema de la perdurabilidad misma del concepto de lo político. El huracán rojo, reciente libro de Alejandro Horowicz, afronta estas cuestiones de un modo sorprendente. Si sus libros dedicados a la Argentina –al peronismo, a la guerra de la independencia y a los golpes de Estado– cautivan por la destreza de la escritura y la firmeza del método, lo que sorprende en esta última investigación es la solvencia con la que se atreve a cuestiones medulares de la historia universal, hasta ahora reservadas mayormente por la academia de los países llamados centrales. 

 

  1. La revolución y sus problemas

 

La clase, en su lucha por el poder, no necesita un instrumento de mediación general, sino muchas funciones puntuales y continuas para gestionar adecuadamente la guerra civil. 

Toni Negri, La fábrica de la estrategia

 

El título dice mucho. Se trata de pensar la revolución como un movimiento violento que arrastra y conecta espacios heterogéneos, un campo de fuerzas cuyas tensiones remiten a la construcción de mercados nacionales como parte de la dinámica de la evolución del mercado mundial; un soplido cíclico y furioso que plantea históricamente (como escribe Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, modelo de escritura de Horowicz) la tarea de ruptura, primero del bloque popular dirigido por la burguesía y luego del movimiento proletario. Ciclo o conjunto de problemas que tienden a concretarse en el triunfo de la Revolución Francesa y, sobre todo, de la Soviética. De modo que 1917 permite explicar 1789, pero solo en la medida en que 1789 plantea las cuestiones que 1917 intenta resolver a su modo, mediante el soviet. Como si les correspondiera a Lenin, a Trotsky y a sus camaradas resolver qué hacer con la cabeza decapitada de Luis XVI. La grandeza y las miserias  de la revolución bolchevique radican, en última instancia, en un mismo drama: el carácter europeo de coyunturas que debieron ser afrontadas a escala nacional. 


Me parece que las principales tesis de Horowicz sobre el fenómeno revolucionario pueden plantearse así: 

 

  • La revolución es un dispositivo que agencia ideas igualitarias en torno a cuerpos organizados, dispuestos a sostenerlas –nivel militar– y a inscribirlas en las estructuras económicas, jurídicas y políticas.  

 

  • El carácter permanente de la revolución, es decir, la tendencia de las luchas por la igualdad, dentro del marco estrechamente burgués –igualdad ante la mercancía, igual pena a igual delito y un hombre un voto–, a profundizarse en la lucha de clases por la igualdad de tipo socialista. De esto se desprende que un socialista no es más que un demócrata consecuente. Esta tensión se encuentra tan presente en la tradición republicana francesa (liberales y plebeyos), como en el bloque socialista soviético (bolcheviques, mencheviques, populistas).

 

  • La revolución es un fenómeno de doble poder –de clase– que comienza por la constitución de una legitimidad –autorictas– y tiende a afirmarse, si encuentra el modo, como poder armado –potestas–. Esta tesis se completa con la idea según la cual, al menos hasta cierto punto, es posible afirmar que, para la Europa de la época de las revoluciones, la cuestión agraria es la llave de la cuestión militar, problema central de la revolución.

 

  • La política es el campo específico de planteamiento de problemas, que no hay cómo resolver sino al interior de determinada coyuntura, y que lo propio del pensamiento revolucionario es plantear los problemas del doble poder (¿Cómo extender el principio de la igualdad hasta desbordar las categorías monárquicas o aristocráticas? ¿Cómo lograr que las mayorías populares autoricen la conversión del soviet en órgano de insurrección y gobierno?). Se trata de crear formas políticas, y para hacerlo es necesario aprender a desdoblar la clase-agente del proceso revolucionario de la tarea histórica que organiza una coyuntura (Lenin: la clase obrera debe realizar la tarea histórica de la revolución democrática, teóricamente asignada a la burguesía). 

 

  1. El “partido de dos”

Sería conveniente negarse a caer en la alternativa simplista entre el centralismo democrático y el anarquismo, el espontaneísmo.

 Félix Guattari, “Psicoanálisis y política”

 

Horowicz se ocupa de seguir las discusiones y tácticas de los socialistas entre revoluciones: de la revuelta europea de 1848 a la Comuna de París, pasando por los debates en el seno de la poderosa social democracia alemana, y de las discusiones que involucraron a Marx y a Engels, el -no tan- hermético “partido de dos”. La lectura política de El manifiesto comunista y las discusiones producidas por las posiciones del viejo Engels (luego de su importante prólogo de 1895 al libro de Marx, La lucha de clases en Francia) contienen ya los elementos que animarán el pasaje que desemboca en la polémica entre socialistas reformistas (Kautsky, Bebel, Bernstein; Plejánov y Martov) y comunistas revolucionarios (Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky) de comienzos del siglo XX. 

 

En síntesis, El manifiesto comunista expresa el momento jacobino-plebeyo, profundamente ligado a la tentativa revolucionaria de 1848, cuya derrota impone un balance y, por lo tanto, una nueva que el viejo Engels propone en los siguientes términos: el partido obrero de masas, en defensa de la legalidad como agente de constitución de hegemonía obrera dentro del bloque popular, junto al partido armado clandestino (amparado en el derecho de armarse en la defensa de la constitución). 

 

La posición de Engels se traduce en los siguientes términos político-coyunturales: el partido obrero debe tomar posición sobre la cuestión agraria dado que el factor campesino es el que decide las relaciones militares de fuerzas. Tanto en Alemania como en Rusia, el soldado es el campesino y, en general, en toda Europa, se lo instruye en el antisemitismo –“socialismo de los tontos”–.

 

Engels entrevé que el problema político esencial de la revolución en Europa se juega en torno a la transición entre democracia y socialismo. La tarea principal es romper el cerco montado alrrededor de la “democracia pura” o blindada, cuyo objetivo principal es impedir al proletariado revolucionario formar una mayoría. De allí la nueva combinación que propone entre democracia revolucionaria y cuestión militar. 

 

El “partido de dos” no fue unánime. Horowicz presenta a un Marx políticamente más inclinado a la línea jacobina-plebeya, al menos en dos ocasiones. La primera: su valoración de la Comuna de Paris: “Marx reelabora su propia lectura anterior del Estado ‘Boa constructor’ y pasa a defender la flamante experiencia del Estado-Comuna como novedoso instrumento histórico”. Ve en la Comuna la forma política específica popular, la primera experiencia exitosa de la combinación de doble poder y constitución de mayoría: ella es a la vez la forma eficaz de combate –estrategia militar proletaria– y de gobierno –moderna dictadura del proletariado–. 

 

La segunda es su relación con los llamados populistas rusos, que defendían la propiedad comunal de la tierra en Rusia como originalidad que determinaba un tránsito no convencional al socialismo, esquivando el modelo lineal que en ciertos países de la Europa occidental suponía el apoyo a la burguesía como paso previo al socialismo. A Marx no se le escapaba que la intelligentzia populista rusa –tan influyente sobre el joven Lenin– tenía el terrorismo como táctica política inmediata.

 

 

Paréntesis Latinoamericano

Un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad. 

Alberto Methol Ferré, El Papa y el filósofo

 

Este problema de la táctica revolucionaria consistente en infundir el terror conecta, en general, con el problema de la lucha armada y del partido militar clandestino que, según Horowicz, será siempre una obsesión de Lenin. En el libro, estas cuestiones solo se plantean en relación con la coyuntura europea. De allí que llame la atención que, en medio de la descripción de la correspondencia entre Marx y los populistas rusos, aparezca una referencia al líder revolucionario latinoamericano Ernesto Che Guevara. El argumento de Horowicz es el siguiente: mientras Plejánov se alínea con la perspectiva trazada por Engels, Marx disiente en privado, simpatizando con los populistas. En otras palabras, mientras Plejánov sea el jefe de la incipiente Social Democracia Rusa en formación, la cuestión agraria rusa no será estudiada a fondo (esto ocurrirá recién cuando la jefatura caiga en manos de Lenin), ni por lo tanto se planteará el problema de la lucha armada. De allí que Marx entienda el planteo de Plejánov: “Jugarse la vida en esas condiciones no puede ser otra cosa que perderla y como no es el Che Guevara no lo invita a morir”. El sujeto de enunciación de la frase de Horowicz es Marx. Y, por lo tanto, hay que entender aquí que la diferencia entre Marx y Guevara es que el segundo invita a morir.

 

Una nota al pie de El huracán rojo aclara cualquier malentendido posible. Se trata de la conocida cita de Ciro Bustos en su libro El Che quiere verte, según la cual Guevara instruyó a un grupo de combatientes entre los que se encontraba el propio Bustos: “Hagan de cuenta desde ahora que ya están muertos. Lo que vivan de acá en adelante será de prestado”. La conclusión de Horowicz es la siguiente: “La disposición a morir integra el menú de todo terrorista revolucionario en actividad”. En las conversaciones que mantuve con León Rozitchner, escuché un argumento similar, pero diferente. Rozitchner decía que el problema con Guevara era que imponía su autoridad sobre la base de su disposición a morir, pero no calificaba su política de terrorista (archivo del proyecto León Rozitchner, es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa). Esa frase solitaria da ganas de entrevistar largamente a Horowicz sobre su comprensión de la Revolución Cubana y su tentativa de continentalización.    

 

  1. El partido es un “acuerdo fechado”

El conocimiento se realiza como separación del fenómeno de la esencia, de lo secundario respecto de lo esencial, ya que sólo mediante tal separación se puede mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa.

Karel Kosik, Dialéctica de lo concreto

 

Lenin es presentado por Horowicz como una suerte de síntesis biográfica entre los dos grandes afluentes del socialismo revolucionario ruso: la sensibilidad por la comuna y el valor por el voluntarismo, el estudio de la cuestión agraria y la preocupación por el aspecto armado de la insurrección; y el marxismo soviético: el estudio de El capital, la postulación de la dirección proletaria de la revolución, y la identificación de los soviets como órgano de la insurrección y de gobierno. 

 

Las 250 páginas finales –la segunda mitad del libro– es una formidable novela política y, a la vez, un ensayo informado al detalle sobre las revoluciones rusas –la de 1905, y las de febrero y octubre de 1917–, en la que se narra el papel de la policía secreta del zar; la marcha de las mujeres por la paz; el papel de los sindicatos y del Padre Gapón; las discusiones internas entre las corrientes del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso entre Bund, Eseristas, Mencheviques, Bolcheviques, Iskra, etc; el papel fundamental de la tradición de los militares decembristas en la oposición de parte del ejército al zar (afluente clave en la constitución del Ejército Rojo) y de los soviets en la flota naval (el acorazado Potemkim); el polémico pero épico viaje en tren de Lenin por Alemania; una historización detallada del papel de Trotsky y del desarrollo del Soviet de Petrogrado; y sobre todo una formidable elucidación sobre la cantidad de veces que debió reconstituirse el partido bolchevique en función de los cambios de coyuntura y los cambios de orientación que Lenin propone una y otra vez, siempre en flagrante minoría.

 

Estas y otras líneas de la coyuntura rusa y europea convergen en el cerebro de Lenin. Su interpretación de la guerra; el papel de las consignas; sus discusiones con sus compañerxs, primero con el viejo Plejánov y Martov (líder menchevique), con Rosa Luxemburgo o con Trotsky, con Kamenev y Sinoviev (históricos camaradas bolcheviques que se oponen a la insurrección de octubre); la rearticulación constante de la estrategia del bloque popular en torno al eje organización (Lenin) contra espontaneidad (Luxemburgo), que implica considerar en concreto el papel de las tendencias a la autonomía proletaria y la relación más que problemática con el anarquismo; el papel de los soviets en cada coyuntura (Lenin insiste con la conducción bolchevique; Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con la conducción del Soviet); la relación entre partido-sindicato-comando fabril y soviet (“los bolcheviques usaron los soviets contra los consejos de fábricas”); la relación entre Soviet y Duma, etcétera. 

 

Siguiendo al Trotsky escritor, el genial autor de Mi vida, Horowicz nos devuelve un Lenin que tuvo la desgracia de ser convertido en texto sagrado e ícono de los diversos stalinismos de la izquierda. Con la reconstrucción de sus decisiones singulares (empleando el método spinoziano de lectura, que consiste en conectar el texto con el conocimiento del autor y de los contextos), El huracán rojo logra demoler la hagiografía partidaria, contra la que siguen peleando por buenas y malas razones liberales y libertarios de toda clase, y reconstruye el Lenin político que sigue ofreciendo un interés notable.   

 

  1. El libro de las preguntas

El libro de las preguntas es el libro de la memoria.

  Edmond Jabès, El libro de las preguntas

 

Leer a Lenin. Hacerlo de un modo “menos superficial, menos religioso”, escribe Horowicz. Leerlo como se lee a un escritor socialista que tuvo la “pésima suerte de integrar el paquete de lecturas obligatorias”. Leer a Lenin “no es fácil”. Doble dificultad. A la señalada se agrega otra: los célebres zigzagueos del líder bolchevique, los cambios de posición que hay que seguir al detalle y de modo minucioso, si lo que se ambiciona es “mostrar la coherencia interna, y con ello, el carácter específico de la cosa”, como sugiere Kosik en su Dialéctica de lo concreto. Los cambios de Lenin interesan más allá de Lenin. Interesan los cambios. Interesa la mente que se dedica a captar la evolución de las líneas de ruptura que determinan una coyuntura viva. Interesa, también, la escritura que trata de comprender lo que ocurre en esa mente. No es solo Lenin. Son los bolcheviques. Son las corrientes socialistas. Son las clases en movimiento. Y luego, claro está, son las fuerzas del orden. Pensar lo que piensan los seres tomados por la revolución. En la expresión “leninismo del movimiento”, que emplea Horowicz, se entrevé la tensión entre orientar política y organizativamente las fuerzas de ruptura hacia la insurrección (primero rusa, luego alemana y europea), junto a la tendencia a compensar las inconsistencias del despliegue revolucionario mediante una dictadura de partido. Leninismo del movimiento quiere decir determinación de quiénes son los “amigos del pueblo” (relación amigo/enemigo), estimación del sentido de la paz y la guerra, evaluación dinámica de la relación entre corrientes políticas y clases sociales, así como elucidar en cada ocasión la relación conveniente entre partido, sindicato, soviet, duma y comité de fábrica.  

 

Después de septiembre de 1917, se acelera la formación del doble poder, se activa la escuela realista de la política revolucionaria. Décadas de saberes conspirativos y luchas de masas maduran el kairós de la insurrección. Los bolcheviques encabezan la preparación militar de la ofensiva. La guerra europea deviene guerra civil. La autorictas armada del soviet (autodefensa) es el punto de partida para una insurrección armada cuyo mando militar será el partido. Es la famosa “toma del poder”. 

 

El huracán rojo es un libro de las preguntas. Busca en el “pasado revolucionario” la discusión sobre “este presente reaccionario”, en el que las decisiones de las mayorías son bloqueadas por la defensa del interés bancario. La idea de revolución desaparece luego de que el capitalismo se hubo servido de ella. Solo que si desaparece la posibilidad de transformar el presente, es la misma democracia la que pierde todo sentido. El tiempo pasado y el tiempo presente se pliegan. Sobre el final del libro las preguntas se agolpan: ¿Concreta el poder revolucionario, en medio de una despiadada guerra civil, el derecho de la mayoría revolucionaria a gobernar? ¿Qué sucede cuando la mayoría revolucionaria no es mayoría? ¿Cómo se resuelve en esas condiciones la tarea de desplegar un poder soviético sin caer en la dictadura de partido? 

 

Horowicz lee la tragedia del bolchevismo como la imposibilidad de extender la revolución al resto de Europa. La guerra de clases no podía resolverse a escala nacional ni el poder soviético podía imponer a Europa una relación de fuerzas que se correspondiera con el desarrollo político de las clases sociales del continente. Citando a Rosa Luxemburgo, Horowicz permanece fiel a la tesis según la cual la resolución de las tendencias en el nivel del mercado mundial depende de la maquinaria militar. Durante la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas capitalistas establecieron su triunfo sobre una Europa que desoyó el llamado de Lenin: “La guerra se desarrolló en Rusia como batalla por la tierra, y el fortalecimiento de la burguesía agraria terminó siendo una de las consecuencias calculadas de la revolución. Ahora bien, el proletariado había quedado reducido al partido del proletariado, y la reconstrucción de la sociedad de ningún modo garantizaba la reposición de una vanguardia devorada por la guerra civil y la crisis. El precio de la victoria –si la sociedad rusa debía pagarla sola– resultaba excesivo. Ese termina siendo el trágico balance del Octubre bolchevique”. Sencillamente era imposible para los bolcheviques resolver la guerra de clases a nivel continental a partir de un triunfo nacional. 

 

Ahora

La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no lo configura el tiempo homogéneo y vacío, sino el cargado por el tiempo-ahora.

Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia

 

La tentativa de liquidar la revolución posee connotaciones bíblicas. La contrarrevolución, según puede leerse en las primeras páginas de El huracán rojo, pretende extraer sus argumentos de cierta interpretación de la estructura íntima del monoteísmo según la cual “la dualidad de poderes teológicos no admite resolución pacífica”. En otras palabras, liquidar la revolución es acabar con la amenaza al principio absolutista. Es el sentido del título del primer capítulo del libro: “De la batalla por el derecho, al derecho a dar batalla”. En otras palabras, la revolución surge como irrupción de un principio alternativo basado en la responsabilidad democrática, o sea, en la extensión de formas de igualdad que solo se expanden batallando contra los dispositivos de restricción patriarcales de raíces teológico-políticas.

 

La derrota de la revolución europea trajo consigo la consolidación del principio autocrático, fundado ahora en la evolución del mercado mundial, que desembocó en la identidad entre espacio global y lógica del capital. Identidad que supone, además, una concentración inédita del poder militar. El huracán rojo puede ser leído, así, como un relato contra-teológico, un llamado a rastrear en la historia de la revolución las claves para comprender las causas profundas del actual impasse de lo político. La cita de los fenómenos libertarios del pasado carece de inocencia: pretende extraer aprendizajes para un presente que parece ser incapaz de superar la neutralización de la democracia como la de toma de decisones de las mayorías. Cualquiera que conozca a Horowicz puede entender lo que esto significa: un llamado perentorio, en tono alzado de voz, a comprender que el problema de la democracia efectiva solo ha sido planteado históricamente de modo revolucionario. 

 

En una reciente charla con militantes preocupadxs por la coyuntura, realizada semanas después de las primarias presidenciales argentinas que pulverizaron a Macri y durante las movilizaciones indígeno-populares que cuestionan las políticas de Lenin Moreno en Ecuador, el autor de El huracán rojo decía que el pensamiento revolucionario nunca fue otra cosa que el saqueo de las ideas circundantes en función de la obsesión por la transformación y, en consecuencia, un saber que se enhebra al ritmo de la lucha política. Por lo tanto, un programa –dijo allí Horowicz– no es sino un mapa de problemas nodales a resolver y, a partir de allí, un mecanismo útil para reajustar discursos políticos a la dinámica política tal y como surge de una toma de partido en favor de la cuestión democrática (que hoy se plantea como lucha de lxs trabajadores precarizados, los feminismos, lxs jóvenes, las comunidades indígenas). Lo que equivale a afirmar que el principal y más urgente desafío político consiste en retomar la iniciativa frente a los consensos discursivos que contienen, inhiben y liquidan toda expresión autónoma de la dinámica política.  

 

 

La ofensiva sensible: el síntoma entre el neoliberalismo, el populismo y lo plebeyo // Entrevista a Diego Sztulwark

La ofensiva sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político, de Diego Sztulwark, es el nuevo libro que nos excusa para esta conversación con el autor. El libro, publicado por Caja Negra editora, consiste en una reflexión sobre los últimos 20 años argentinos y latinoamericanos a través del síntoma, los pasajes y paisajes oscuros -no predecibles- de la vida social. Su audacia radica en tomarse en serio la coyuntura argentina, haciendo uso libre (piojoso, dice el autor) del pensamiento europeo. Muchas de las ideas del libro han sido vertidas aquí en Lobo Suelto, de alguna u otra manera. En resumidas cuentas, es una entrevista sobre el fondo de una amistad, es decir, en el espacio donde es posible correr un riesgo.

Entrevista realizada por: Silvio Lang, Lila Feldman,

León Lewkowicz, Erica Krebs y Facundo Abramovich

En tu libro caracterizás al neoliberalismo como un dispositivo de “maneras de hacer vivir” y como “contrasintomático”, ¿qué siginfica eso?

Sobre neoliberalismo hay mucho dicho. No es un tema original: hay mucha bibliografía. Sobre todo la que surge de los textos de Foucault sobre biopolítica, que renovaron bastante los términos de la discusión, partiendo de la premisa de que el neoliberalismo es una forma de dominación que se basa en la libertad.  Por útil que sea, el concepto de neoliberalismo es confuso. Mezcla varios significados. Rápidamente, del neoliberalismo podemos señalar tres características, simultáneamente: a) es un partido político que, en ciertas coyunturas, quiere aplicar un programa de privatización y ajuste, b) es una forma de capitalismo que surge de la reestructuración de las relaciones sociales en los años ’70, y c) es una micropolítica. Son las tres cosas a la vez. Eso se puede seguir explicando, porque no es obvio, no es fácil. En ese sentido, el libro puede tener una cierta función pedagógica. Pero me da la impresión de que no hacía falta este libro para que eso se sepa o circule. 

Lo que sí me parece una relativa novedad -no mía o del libro, sino que es algo que yo no encontré tan dicho- es qué pasa cuando el neoliberalismo muestra su cara de odio al síntoma. De odio a la vida, a lo que no cuaja en la vida. Ese elemento no lo veo tan claro en Foucault. Y sí lo veo muy claro en la coyuntura sudamericana, y me parece que hay que dar un paso ahí. No es sólo el hecho de que se te obligue a que tu vida transcurra en el mercado: en este sentido, el neoliberalismo es absolutamente totalitario; si querés existir, tenés que ensamblarte de algún modo al mercado. ¿Cómo? Como vos quieras. En este sentido, esa es la libertad. Ahora, esta obligación a pasar por el mercado implica que o te adecuás a ese mandato de mercado (creando en ese mundo algo) o tu vida empieza a mostrar algunos problemas. Cuando el neoliberalismo muestra su buena cara, son problemas a coachear, a maquillar, a entrenar: existe una pedagogía de la felicidad, te podemos ayudar. Ahora, cuando el deseo se autonomiza y no nos adecuamos a los modos de vida que el mercado ofrece, ahí empieza un problema. Cuando la cosa no cuaja y además podemos empezar a desear autónomamente, a organizar un criterio vital autónomo.

Es un problema que no es sólo psíquico, individual: es directamente político. Cuando el neoliberalismo pierde sus equilibrios -cuando pierde su optimismo, su utopismo (lo vimos en Argentina en 2017)- pierde su cara amable y viene la cara fascista: lo vemos clarísimo en Brasil. Eso es el odio al síntoma: la culpabilización a la vida por no adecuarse exactamente a los requerimientos de la realización de las mercancías. Ahí hay un punto muy importante para pensar, que es que si el neoliberalismo es creación de “modo” de vida y su gobierno, es también un odio a las “formas” de vida autonomizadas y una forma muy intolerante de convivir con el síntoma. Y es algo que estamos viendo ocurrir ahora.  

 

También, en otra de las tesis del libro, decís que «la filosofía deviene política cuando se aboca a su tarea más propia: diagnosticar devenires». ¿Cuál es la relación entre ‘escuchar’ al síntoma y diagnosticar devenires? ¿Cuál es la disposición filosófica que permite esta transformación a la política?

Me gusta mucho la definición que da Santiago López Petit de síntoma. Para él es un tipo de signo que aparece en el cuerpo, que nos enseña que algo no está cuajando al nivel de los modos de vivir. Cuando aparece un sufrimiento, un padecimiento, un impedimento, una señal de anomalía, se abre una lectura posible sobre eso. Pero hay más de una forma de leerlo. En primer lugar, el neoliberalismo lee el síntoma bajo estas formas que recién nombraba: coaching, ayudar a vivir, un llamado amigable a la adaptabilidad o, si eso no funciona, un tipo de intolerancia que recuerda mucho a la época previa a la Ilustración. Una forma de odio que viene de la historia de las clases dominantes de siempre. Y la genealogía ahí es oscurísima: son todas las asquerosidades del patriarcado, más todas las asquerosidades del clasismo, más todas las oscuridades del racismo; concentradas y puestas a funcionar de una manera que no se veía cuando el neoliberalismo aparecía como pura libertad de mercancía, pura diferencia, pura pluralidad en el mercado. Tiene ese fondo realmente fascista. 

Después está la lectura populista del síntoma, que en el libro aparece como la Voluntad de Inclusión. Como dice Slavoj Žižek en “Contra la tentación populista”, el populismo lee el síntoma como particularidad que designa lo que no funciona en una estructura. Por ejemplo, el populista de derecha dirá que el migrante es lo que arruina la situación; pero si es un populista de izquierda el problema es el capital financiero. Sin embargo siempre se trata de un elemento particular. Mientras que Žižek, desde Marx y Freud, piensa que el síntoma habla de la estructura como tal, no de una particularidad. Entonces, además de las dos formas más frecuentes de leer síntoma como adecuación) –neoliberal y populista (sea de derecha o de izquierda)-, tendríamos una tercera forma de lectura, la que nos lleva más  allá de la estructura.  

Asalto de la columna argentina a la columna argentina 2001/2018, de Silvia Lucero -óleo s/lienzo – 80 cm x 200 cm-.

¿Cuál es tu forma de leer el sintoma?

Leer el síntoma forjando una especie de alianza con él, que nos permita escucharlo, diagnosticar devenires. Sería un tipo de escucha de la razón que el síntoma tiene y aún no desplegó, y que permite, justamente, hacer la distinción entre modo de vida (lo que el capital nos ofrece constantemente como obvio) y la forma de vida, que no es nada obvia, sino a crear.  Me parece que la novedad que tenemos que asumir es que crear forma de vida hoy es adentrarse -de lleno- en la lucha de clases. Separar forma de vida y lucha de clases es un acto de despolitización o de desubjetivación muy violento. Porque no es una creación privada, no es una creación esteticista, no es un hacete-vos-mismo. Es decir, tratar de entender qué son los modos de vida que nos ofrecen, qué significa entrar en crisis con eso, qué significa atravesar el síntoma. Y lo que viene después: qué significa el hecho de que la vida sea parte de una transformación, subjetivación; un hacerse cargo de que las cosas no son exactamente como nos las piden. Vamos a decirlo con Spinoza: la vida no es un sistema de obediencias. Y ahí creo que lo que llamaríamos ‘diagnosticar devenires’ -que es una frase muy del tono en que Deleuze lee a Nietzsche, el filósofo como médico de la sociedad- lo pondría así: el modo de vida dentro del neoliberalismo es una gestión de posibles; mientras que crear forma de vida te pone a crear posibles, crear mundo, crear existencia.

Me parece que después del ciclo de las revoluciones socialistas eso es una zona ciega. Se sabe cómo crear posibles en el sentido empresarial; de cómo las empresas nos ofrecen posibles de mercado, posibles plurales para votar en las elecciones. Pero no tenemos tan claro, hoy por hoy, qué significa crear mundo de manera autónoma. Creo que si la filosofía tiene algún tipo de chance, una filosofía política, es abriendo las zonas en el reverso mismo de lo político, donde se puede volver a inventar forma de vida. Si eso se clausura, la filosofía queda tan sierva de la situación como las terapias new age.

¿Cómo describirías esa metodología de escucha de síntomas y producción de problematizaciones que no es la del psicoanálisis ni la del coaching ontológico?

En otra época no hubiera dudado y hubiera dicho que es la investigación militante. Es decir, la función de introducir una dimensión analítica-deseante dentro de toda lucha. Y, para eso, hace falta un tipo de disposición -que, en su momento, teorizamos mucho en el Colectivo Situaciones- que tiene que ver con una presencia en la que queda abolida la relación sujeto-investigador/objeto-investigado. Se trata no tanto de hacer el diagrama de poder, sino mostrar los puntos en que ese diagrama de poder es inconsistente, desde los puntos de creación, de construcción.

Para mí es una incógnita qué pasa hoy con la investigación militante. Por un lado, porque  en el período 2001 -momento en el que hice esa experiencia- el antagonismo era bastante más claro: movimientos sociales contra neoliberalismo, y una serie de mediaciones universitarias bastante caídas. Hoy veo que las luchas proliferan muchísimo. La capacidad de antagonismo, en un cierto sentido, es menor, pero la de proliferación es mucho mayor.  Entonces me parece que lo que habría que hacer es pensar que esa función cognitiva está viva y existente, difundida en el campo social. Lo pienso de la siguiente manera: si, como dice Guattari, a partir de un cierto momento, el capital no es producción de mercancías sin producir, al mismo tiempo, la subjetividad en que esas mercancías son necesarias (deseadas y realizables), eso quiere decir que la lucha de clases se vuelca enteramente sobre el momento en que se construye el lazo social o la subjetividad. Por tanto, todo pensamiento práctico, interno a la discusión sobre el lazo social, es ya investigación militante y de la lucha de clases. Y ahí veo una enorme gama que va del militante al terapeuta, al artista, al diseñador, al docente, al dirigente sindical, al activista de género… en la medida en que adopta un punto de vista antagonista.  Es decir, que acepte que al síntoma hay que verlo, simultáneamente, como un problema deseante y político. Y que asuma que sin desarrollar esa anomalía es imposible trastocar el campo político.

 

¿Qué pasa con nuestra potencia en el neoliberalismo? ¿Qué implica y cómo se puede construir un dispositivo o mediación a partir de un no-saber, un no-puedo, una incapacidad resolutiva?

Son los temas del Colectivo Situaciones. Si vamos a los textos del 2001-2005, nuestra idea de la potencia era quizás aún  un poco inocente, en el sentido de ser muy plena: la potencia contra la impotencia. Y creo que hoy ese tipo de comprensión de la potencia circula del lado de lo neoliberal. El neoliberalismo se refleja sobre ella con mucha más eficacia: la imagen del ‘podemos’, ‘vos podés’. Es la invocación más perfecta a producir-consumir en los términos que el capital lo dispone.  Cuando uno se pone a revisar, entonces, ya más tranquilo, la noción de potencia en la filosofía que a uno lo conmueve -en mi caso es Spinoza, Marx-, lo que encuentra es que la potencia siempre está acompañada de un tipo particular de impotencia. Supone que siempre, para poder algo, hay que hacer algo con lo que no podés.

La potencia es, entonces, procesual. Es con síntomas, con vulnerabilidades, con fragilidades. Es con todo lo que la idea de la potencia capitalista excluye. Entonces, ahí me parece fundamental distinguir dos vitalismos.  Por un lado, hay un vitalismo del capital que es muy luminoso, muy puro -en el sentido  de Nietzsche: todo lo puro es teológico, sacerdotal. Y, por el otro, un vitalismo aberrante, que es completamente impuro, que se va haciendo en zonas de inconsistencia, indecibilidad y de mezclas. Es no saber qué es la vida. Entrar en una zona de indecibilidad donde la existencia no sea deductiva del capital, y entonces ver qué hacemos. En ese sentido, es fundamental no saber de la constitución de la potencia. No podremos evitar que en el mundo hayan fuerzas exteriores que puedan más que nosotrxs. La impotencia es inerradicable. Sin embargo, hay potencia, hay creación, hay amores posibles, hay rebeliones. Ese milagro es lo que hace pensar, lo que nos hace seguir. Ese es el milagro de Spinoza. El hecho de que, entre nosotrxs, ocurran experiencias de potencia efectivas, verdaderas, que conmueven, hacen que sintamos, como dice Benjamin, que hay una señal de que somos esperados en esta tierra.

Si el antagonismo deja de ser una exclusividad del militante y pasa a terapeutas, docentes, artistas, activistas… ¿cómo empieza a pensarse lo político en nuestras vidas, en la gestión estatal, en las militancias?

En mi caso, hay una variante en cómo pensaba en la época del 2001 y cómo pienso hoy. Quizás en el 2001 la noción de autonomía ligaba a prácticas ejemplares: escraches, movimientos piqueteros… Gente que realmente estaba sugiriendo una manera nueva de hacer sociedad, de hacer justicia, de organizar los territorios; que permitía problematizar la estructura social de una forma contundente. Me parece que después de todo lo que hemos vivido estos años -el libro contiene un repaso de estos años, digamos, una reconstrucción de la reescritura del campo social después del 2001, la reescritura populista y la neoliberal- me parece más interesante pensar en términos de plebeyismo. El antagonismo subsiste y se desarrolla en el reverso de lo político. No se trata sólo de prácticas autónomas, que en sí mismas postulan modelos de acción y ofrecen un programa nítido de problematización, de la cual desprender hipótesis de cómo la sociedad podría ser. Sino, más bien, de una serie de gestos irreverentes que se elaboran en el reverso de toda política, que aparecen acá y allá, y que nos ofrecen imágenes revulsivas respecto a los fundamentos del orden. 

¿Cómo entendés lo plebeyo?

Mientras que el orden se deduce de la axiomática capitalista, con su polaridad neoliberal y populista, lo plebeyo es lo que no se puede deducir de ésta axiomática. Entonces, pertenece a una zona indecidible.

Eso nos pone en una  disociación. Por un lado está el orden político, y una gran mayoría votamos a Alberto Fernández, porque nos parece muy importante acabar con Macri y lo que significa. Y, por otro lado, está el problema de cómo nos conectamos con ese plebeyismo; cómo nos conectamos con ese saber –que ya tenemos- de que en la política siempre hay una especie de retraso, algo anacrónico y conservador; que la política no problematiza lo que necesitamos problematizar. No es capaz de hacerse cargo de lo que se piensa en los momentos en donde realmente hay un indecidible. Hay una vida en el reverso, que no se traduce fluidamente en lo político. En la época de la revolucion socialista quizás sí hubieramos supuesto esa traducción directa, pero  hoy es imposible. Ahí hay una zona de conflictos, que se resuelve con fugas, sustracciones, desbordes respecto a las formas de la regulación política. Ahí es donde hace falta mirar. O mejor: desde ahí hay que mirar. Yo no sé si ese plebeyismo puede volverse una política. La coyuntura es muy compleja. Creo que hoy no contamos con una política de ese tipo. Pero creo también que  el ritmo de las luchas, de los síntomas, del deseo autonomizado es el ritmo desde donde podemos pensar estas cosas.

«Loading» – óleo s/lienzo – 30 cm x 30 cm -, Silvia Lucero 2019.

En la introducción de tu libro hablás de Pensar sin Estado, de Ignacio Lewkowicz. Decís que en ese libro se anuncia el fin de la precedencia, es decir, que ya no hay saberes predeterminados que alcancen para resolver las situaciones. Y que ahí se detuvo un pensamiento generacional. Es decir, hay mucha dificultad para construir nuevos dispositivos o relacionarse de nuevo con los existentes.

Pensar sin Estado es una lectura del 2001 y dice que desde ese momento ya no estamos en la situación de Mayo del ’68 francés, en la que se puede hacer una política anti-estatal, porque la política anti-estatal todavía presupone que el Estado está en el centro. En cambio, a partir del 2001 argentino lo que tenemos que asumir es que el Estado no es una centralidad, no es (ya) una precedencia que organiza a las demás situaciones.

Creo que ese libro es muy importante, e inaugura una perspectiva original de los estudios neoliberales en la Argentina. Creo que hay dos textos muy importantes en esta línea: éste, de Ignacio Lewkowicz, y Gramática de la multitud, de Paolo Virno. Fueron muy importantes durante todos esos años; y creo que lo siguen siendo hoy, para todos los que no quieran comprar el discurso desarrollista como alternativa al neoliberalismo, para pensar de otra manera las relaciones entre mercado, Estado y neoliberalismo. La idea de Virno es que, como el Estado no es más -como decía Carl Schmitt- «esa joya racionalista del derecho europeo» que garantizaba orden hacia adentro y paz hacia afuera, lo que existe ahora es el estado de excepción permanente. No existe un dispositivo perfecto que distinga ‘adentro’ y ‘afuera’, ‘guerra’ y ‘paz’, ‘civil’ y ‘militar’. Es esa delimitación conceptual clara que durante 400 años organizó el derecho lo que ya no existe. Por lo tanto, estamos en zonas de ambigüedades y de reversiones: las cosas que parecen ser de una manera pueden ser, también, de otra. Es esa ambivalencia -que Virno asocia a la multitud- que genera que con las mismas tonalidades afectivas y las mismas categorías podemos hacer unas cosas u otras. Todo se revierte muy fácilmente. Es un poco el escenario nuevo.

Pienso que, si tenemos clara esa ambivalencia, tenemos menos probabilidad de vivir en un mundo esquemáticamente polarizado entre una especie de Estado que todo lo captura y una suerte de autonomía emancipada. Eso no funciona así. Hay una carga de ambivalencia muy fuerte y, en lo que llamamos Estado, hay una subsunción de la dinámica estatal en la dinámica de la economía neoliberal (que además penetra mucho en la sociedad). Eso hace que tengamos  un registro mucho más ambiguo y lleno de reversibilidades.

 

¿Qué función empiezan a tener los conceptos en la creación de dispositivos, prácticas o resoluciones? ¿Qué implica y cómo se puede construir un dispositivo o mediación a partir de un no-saber, un no-puedo, una incapacidad resolutiva?

¡Ahí los conceptos se vuelven fundamentales! Porque sin ellos no podemos dar curso a las ideas. Ideas que surgen de los cambios del capitalismo pero también -y sobre todo- de las luchas, de las crisis. Son realidades abstractas que concretamos elaborando afectos, percepciones y conceptos. Cuando nosotros decimos que el campo social, hoy, tiene una delimitación menos clara entre ‘adentro’ y ‘afuera’,  lo que estamos diciendo es que los conceptos de la filosofía política clásica no nos sirven. Las formas en que delimitamos el espacio, en que pensamos las luchas, en que pensamos las subjetividades, en que identificamos amigo/enemigo, cambian. Necesitamos conceptos nuevos: esto significa que necesitamos maneras de entender y maneras de pensar, desde nosotros y desde nuestros deseos, que sean capaces de darnos una comprensión de las relaciones de fuerza, de las posibilidades, de por dónde llevar adelante las cosas que queremos.

Desde ese punto de vista, me parece que hay que pensar que la política es todo lo contrario a la gestión de este orden, y que por tanto depende de conceptos que apuntan a cuestionar el sistema que regula el orden de los discursos. Pero no son sólo de conceptos: porque para quienes no somos cartesianos y cristianos -como decía León Rozitchner- concepto y afecto son lo mismo: si necesitamos nuevos conceptos es porque hay nuevos afectos que nos están carcomiendo; si no fuera así no los necesitaríamos. O sea, es acabar con la división afecto/percepción/concepto: necesitamos darle despliegue a nuestros afectos (no podemos seguir comiéndonos nuestros afectos como si no fueran justos, legítimos –es decir, necesitamos tener una nueva percepción de ellos), necesitamos hacerlos mundo; y eso, inevitablemente viene con conceptos nuevos. 

Me parece, también, que la traba que supone la autorización para que quien está metido en una práctica pueda conceptualizar es el núcleo último de lo que llamamos colonialidad. Viñas fue clarisimo al respecto. No conceptualizamos porque estamos sometidos a un imaginario colonial, donde los conceptos vienen de libros e industrias discursivas europeas, y admiramos la destreza de los universitarios que saben explicar qué dijo Derrida, qué dijo Deleuze, qué dijo Lacan; comparar y mostrar las relaciones. Pero a la hora de dar cuenta de nuestra experiencia -es decir: afectos, percepciones, conceptos- no tenemos tanta autorización nosotrxs para ponerle nombres, decir dónde empieza y dónde termina, dónde algo se abre y dónde se bloquea. Pienso que esa autorización, primero, tiene que surgir de una revalidación del derecho generacional. Animarnos a conceptualizar, a percibir, a poner nuestros afectos sobre la mesa. Autorizar eso, volverlo colectivo, volverlo inteligente, me parece fundamental.

 

¿Es el tipo de autorización que se da el feminismo actual?

Me parece que los feminismos están poniendo en juego unas prácticas de re-sensibilización de un campo social que fue sometido al terror por el terrorismo de Estado, por el neoliberalismo y por el patriarcado. Esa práctica de re-abrir afectos viene con una práctica conceptual, con investigación militante, con mapeo, con lenguaje, con discusión… Y eso ya había ocurrido antes: con el movimiento piquetero (de otra manera) y, antes, con el Movimiento de Derechos Humanos. Es decir, desde el ’77 para acá no creo que exista lucha social importante que no tenga como gesto fundamental la reapertura a la sensibilización del campo social. 

Ahí está nuestra escuela: los dos movimientos, piquetero y derechos humanos, son el gran legado plebeyo en el movimiento feminista. No era obvio que el movimiento feminista se diga popular. Que aparezca un feminismo que es capaz de hablar con el movimiento plebeyo de manera abierta y no patriarcal me parece un dato no siempre relevado de la reconstitución de lo plebeyo.

Todo lo demás varía, pero lo que persiste es lo que Benjamin llama «la tradición de los oprimidos»: cómo va apareciendo, todo el tiempo, una voluntad de no rendirse, que una y otra vez revitaliza el cuerpo social. Por eso el título del libro, La ofensiva sensible: saber que la sensibilidad es un campo de batalla, que lo irrupción neoliberal sobre la sensibilidad es algo muy violento -esto lo explicaron muy bien Rita Segato y Bifo-, y, sobre todo, la posibilidad de pensar desde el punto de vista de esta presencia plebeya. Eso es lo más importante, saber que nosotrxs siempre tuvimos un laboratorio vivo, del ’77 para acá, de continuo. Y me parece que es fundamental tomar conciencia de que ese es el zócalo epistemológico para pensar, esa historicidad. Y no es casualidad que eso sea lo que la derecha odia. El devenir-fascismo de lo neoliberal tiene todo que ver con esa presencia. En cada momento se puede ver cuál es la figura que concentra el odio: derechos humanos, piquetero, boliviano, puta, negro: es un lenguaje vaporoso e imaginario de lo real de la lucha de clases. Y donde se constituye la lucha por la forma de vida, al mismo tiempo.  

El problema de la percepción aparece una y otra vez en el libro: cómo percibimos la distribución del tiempo y el espacio. Desde la crítica de la economía política de  Marx hasta las variaciones entre los modos de pensar en relación a nuestros afectos. El plebeyismo sería, entonces, no sólo un poder disolvente, sino una crítica práctica a los modos en los que el neoliberalismo organiza el tiempo y el espacio. Aparecen varias imágenes en el libro: ir a fondo, acelerar, sacarse de encima, ironía.

Marx hizo la crítica de la economía política y descubrió que detrás de todas las categorías de la economía política, aparentemente consistentes, subyacía un antagonismo: ¿Cuál es ese antagonismo? La subsunción del trabajo al capital. Ese descubrimiento en el órden de las categorías hace juego con las luchas empíricas, vivas. Estas dos dimensiones despliegan las condiciones para pensar la autonomización del trabajo vivo. De ahí en más, se trata de dar con una política que tenga como premisa la experiencia o la subjetividad del trabajo vivo, que es el problema del tiempo que el capital substrae al trabajo vivo. El tiempo que se trata de autonmizar. Ya no como a mediados del siglo XX, sino en nuevas condiciones. La lucha de clases se da sobre el terreno de la vida y del tiempo.

Entonces eso abre al problema del tiempo y se abre al problema del espacio, porque las formas de existencia tienen que ver con crear territorio existencial y reinventar el tiempo. Lo cierto es que, como explica Foucault, a partir de los 60s, el capital pasa a ser un proyecto de “seguridad”. La explotación depende del control, no al revés. El control lo es todo, el control es la manera de subordinar cada gesto. Es el modo de disciplinar cada espacio, es el modo de preformar el tiempo. Por lo tanto, el llamado plebeyismo es sobre todo una disputa por eludir el control, de retomar el tiempo, de ocupar de otro modo el espacio. El libro es un intento de poner en juego a Spinoza sin recurrir a sus categorías. Básicamente, la idea de que el pensamiento y cuerpo es lo mismo.

Cuando empecé a escribir sobre plebeyismo me gustó mucho releer las cosas del colectivo  Juguetes Perdidos: ellos distinguen la vida mula y la vida silvestre en el mundo popular. No estetizan, piensan. Ahí ya hay un llamado de atención. Lo plebeyo no es una clase, es una actitud dentro de una clase. Las estrategias del realismo popular suponen distintas disposiciones con relación al tiempo y al espacio.

En tu libro puede leerse un ansia de nuevas formas de lucha, nuevas formas de militancia, nuevas formas de poblar la tierra ¿Te parece, entonces, que tus lectores evocados son lxs luchadores, lxs militantes, lxs pobladores?


Me gustaría que pudiera ser leído en términos de caída de los estereotipos de las militancias en todas sus variantes. Abrir la posibilidad de encontrar figuras activas con relación al sintoma y a forma de vida donde menos las buscaríamos. Todxs lxs que no sabemos vivir, o todxs lxs que sabemos que no sabemos vivir y queremos tener prácticas de cuestionamientos para tratar de crear una manera de vivir.  Porque hay una contradicción entre crear formas de vida y la obediencia a la somática capitalista. Hay una ética y un potencial cognitivo ligado las zonas de fragilidad de las que habla Suely Rolnik. Esa zona de fragilidad es totalmente cuestionadora de los modos políticos habituales, y creo que llamaremos militantes, genéricamente, a todxs lxs que sean capaces de dar pasos en esa fragilidad.

Este libro está escrito sobre la experiencia personal de leer y conversar con amigxs. No nace como parte de un dispositivo militante. Ignoro si puede conectar -y cómo- con esa diversidad de conversación a la que aspiro. En mi caso, ya no parto del grupo, sino de una diversificación imprecisa de lenguajes, imágenes, lecturas, compañías caminos, aspiraciones.

Asalto de la columna argentina a la columna argentina 2001/2018, de Silvia Lucero. Óleo completo


¿Las luchas actuales del pueblo mapuche de recuperación de territorios e identidades por una forma de vida no capitalista pueden considerarse un plebeyismo?

Elias Sanbar, intelectual palestino, planteaba que la situación de Israel y la situación de Estados Unidos no se explican como análogas meramente por un juego de intereses consciente de los Estados, sino por un inconsciente común: los dos creen estar constituyéndose sobre un desierto. Quizás suceda lo mismo aquí, en la Argentina. Pieles rojas, mapuches y palestinos son síntomas. Síntoma en Argentina de lo que es el estado roquista. Entiendo que ellos la planteen desde la ancestralidad legítima de su historia. Pero desde otras procedencias es posible ver también en su lucha algo que nos habla a todos: un cuestionamiento muy fuerte a la naturalización de una forma de Estado (con sustrato roquista) que puso una clase social y un color de piel como vencedor, a otro como derrotado y congeló la situación, -en el sentido de “los morochos son mucamos de los blancos”. Me parece que hay un potencial espectacular ahí para escuchar y politizar. Este tipo de conflicto muestra hasta qué punto los dispositivos de normalización no pueden con el tiempo de la rebelión. O sea, de repente podemos estar discutiendo en 1880, mapuches y blancos. No desaparecen estas guerras. Vuelven, nos chocan y en se choque somos habilitados y urgidos a crear nuevos conceptos. Para mí, lo más importante de lo que pasó estos últimos años con la lucha mapuche es cómo nos permite a todos tomar conciencia de qué cosa es este dispositivo roquista y hasta qué punto lo queremos hacer dinamitar; no por ser mapuches, sino por vivir en este dispositivo de mierda. Entonces la alianza con los mapuches la veo así: nos vienen a despertar, en cierta forma.

Me parece que la idea de devenir de Deleuze y Guattari funciona acá perfecto . Un movimiento indígena -en la medida que no es un término dócil y  empieza a cuestionar- hace entender que en ese cuestionamiento hay un cuestionamiento propio, hay un movimiento más general.  En síntesis, que moviéndose ellos nos podemos mover nosotrxs también. Los devenires no son fenómenos de comunicación, son movimientos de afectos: uno empieza a darse cuenta, a sentirse incómodo con la cuestión de piel, por ejemplo.

 

¿Por qué lo que llamamos “grieta” en este país no es un antagonismo y por qué lo plebeyo ayuda a salir de esa idea de la grieta que tiene al pensamiento político detenido hace diez años? ¿Cómo pervierte el plebeyismo esta concepción de la coyuntura?

La grieta no me parece que sea un concepto. Es una  imagen de la comunicación que sirve para congelar. Y el antagonismo es lo no congelado, es interior a una relación social que nos atraviesa a todos. No es sólo el enfrentamiento directo capital – trabajo. Para que la dinámica de la empresa capitalista pueda seguir siendo dominante es preciso constituir y gobernar un mercado del deseo (organizar el deseo como mercado). Todo eso depende de mercanismos de control generalizados, dispositivos de mediatización, de seguridad, de endeudamiento, de representación política y de represión. El antagonismo surge de repasar esos dispositivos. ¡Es mucho más facil terminar con la grieta que con el antagonismo! Porque la tensión antagónica que nos constituye a todxs.

El plebeyismo hace de reverso no a una parte de la grieta, sino a la grieta como tal. Es decir, no hubo menos reverso plebeyo ante el macrismo que ante el kirchnerismo. Solo que ubicado de maneras muy diferentes. El plebeyismo es un  trasfondo igualitario que está en condiciones de desbaratar por sustracción o por sobrepasamiento la manera de regular la existencia, la sexualidad, el consumo, la toma de decisiones, la manera de habitar los territorios. El populismo tiene una idea paternalista de reubicarlo. Es una Voluntad de incusión. El neoliberalismo, en cambio, intenta ver eso como fuerza productiva de mercado, lo quiere empresarizar, lo quiere volver emprendedor, y acaba agrediendolo. El plebeyismo es interesante cuando tiene una vida propia que no se deja subsumir plenamente en ninguna de los dos.

En el caso del populismo es muy complejo, porque la historia de la relación entre el plebeyismo y el populismo vía peronismo es muy íntima en la Argentina. Cooke supo plantear que dentro del peronismo hay una lucha de clases. Veía la necesidad de deslindar un proletariado plebeyo de lo populista. Mientras que el neoliberalismo se encargó de masacrar lo plebeyo, vía organización oligárquica de lo social. En el caso del neoliberalismo, textos como los de Valeriano son muy importantes porque muestran un plebeyismo como reverso del mercado neoliberal. Es el plebeyismo apropiándose del territorio de la fiesta y del goce en el mercado mismo.

Lo cierto es que hay imágenes literarias del plebeyismo, y gestos muy significativos, pero no hay hoy una forma política de eso. Es el límite del 2001. La potencia del 2001 fue destituyente. Puso a jugar una virtualidad de cosas nuevas, pero no aparece luego una forma política ni en Argentina ni prácticamente en ningún lado. Lo más avanzado fue el Zapatismo, y seguramente experiencias comunitarias en Venezuela, o en Bolivia. Los elementos del plebeyismo están, pero no tenemos aún un pensamiento político capaz de hacer de esos elementos una nueva tierra.

¿Cómo puede funcionar o leerse el libro en la nueva gestión gubernamental post macrismo?

El amplio espacio político antimacrista está en plena reconstitución. La ofensiva sensible sale justo con la consumación de la consigna “todos contra Macri”. Ahora viene una etapa muy diferente. ¿En qué consiste el nuevo realismo político? ¿En pagarle al fondo monetario internacional y postergar la cantidad de problemas fundamentales de la sociedad argentina? ¿O bien se abrirá una verdadera discusión sobre las bases sobre las que manejar esta crisis? Si en agosto votar a Alberto Fernández era echar a Macri, votarlo en octure es adentrarse en estas preguntas aún inciertas. Si algo quiere decir La ofensiva sensible es que lo interesante sucede en el reverso de lo político. Porque lo político convencional está en perpetuo retraso. Echar a Macri, que Alberto Fernandez haga lo menos malo posible. De acuerdo. Pero en el reverso suceden otras cosas, la búsqueda es otra. Otras imágenes, otros lenguajes. Nuevamente, pienso que ese reverso está vivo en América del Sur. Estamos obligados a tejer una y otra vez fenómenos de la macro y de la micropolítica. No son dos universos cerrados. La posibilidad de invocar una nueva tierra depende tanto del no aislamiento de las experiencias micropolíticas como de no depositar la fe en la exclusiva dimensión macropolítica convencional. En el último capítulo retomo la figura de El príncipe de Maquiavelo como lector de lo plebeyo. El maquiavelismo de izquierda es una tentativa de leer en la división social y en la contigencia política la presencia de quienes desean no ser dominados. Es recién allí, a partir de esa premisa, que lo político puede dejar de ser control. Para imaginar nuevas formas, una nueva tierra, nuevas instituciones, un pueblo por venir.

Por último: el último capítulo del libro, centrado en lo plebeyo, hace el recorrido tierra, cerebro e ideas. ¿Cómo hacen mella estos conceptos con la idea de lo plebeyo? ¿Son parte de estos ‘nuevos conceptos’ que necesitamos?

Es lo que más me costó, y aún no sé explicar con claridad por qué tuve que meterme por ahí. Cerebro y Tierra me parecen materialidades principales, sin las cuales se evapora la densidad de lo plebeyo mismo.

Sobre lo primero, el cerebro, trabajé sobre dos textos que refutan la imagen tradicional del cerebro tal y como surge de un análisis científico-biológico-clásico, órgano hecho que comanda y determina el cuerpo. Uno de ellos, “Del caos al cerebro”, uno de los úlitmos textos que escribieron juntos Deleuze y Guattari, publicado en el libro ¿Qué es la filosofía?. Allí plantean que, en realidad, llamamos cerebro a una vitalidad específica, una capacidad de atravesar el caos del pensamiento para extraer de él nuevas ideas. Atravesar el caos es una actividad riesgosa. Pero pensar es una actividad que parte de la necesidad. El cerebro es  la base de verdaderas cao-ideas. Y no un órgano estereotipado sobre el cual se estratifica el saber, las opiniones dominantes.  En ese sentido, el cerebro conecta con el pulmon, la creación deviene una actividad pulmonar. La frase de Deleuze “un posible, o me ahogo” lo dice todo.

El otro texto es de Catherine Malabou, ¿Qué hacer con nuestro cererbro? Ella muestra, sobre la base de numerosos estudios sobre el cerebro, la importancia del concepto de plasticidad. Su punto de partida es que el cerebro es un órgano nunca-ya-hecho, sino que se hace a sí mismo en su actividad, es igual a su propia historia. Esta plasticidad cerebral refuta la imagen del cerebro-comando. Pero para Malabou se trata ahora de refutar la idea del cerebro como un sistema de tipo management-neuronal, propio de la ideología con que se difunden los estudios sobre el cerebro. Para ello distingue plasticidad de flexibilidad. Mientras la plasticidad recibe y da forma, la flexibilidad es su falsa amiga neoliberal, que sólo recibe forma. Todo el lenguaje de la docilidad y la adapatibilidad neoliberal depende de este sofisma de la flexibilidad.

Al liberar el cerebro de sus capturas políticas se renuevan las direcciones del pensmaiento, se reencuentra la posibilidad de inventar formas. Se pueden encontrar nuevos vinculos entre fenómenos de desterritorialización y formas de pensar. Marx también buscó, a su modo, conectar una cierta idea del cerebro colectivo con el desprejuicio para encontrar formas políticas adecuadas al proletariado plebeyo: es el caso de su cambio de postura acerca de la Comuna de París.

¿Y la Tierra?

Me parece que el hecho que esta región del platena en que vivimos haya sido conmovida por la emergencia en los úlitmos años de los movimientos indígenas, feministas, piqueteros, de jóvenes que enfrentan a la represión (y un gran etcétera), es un buen motivo para volver a pensar desde la tierra. Más recientemente, León Rozitchner tuvo una gran intervención sobre la importancia de la tierra en función del conflicto con las patronales agropecuarias, el conflicto por la 125, hace una década. El rechazo del neoliberalismo y la creación de una tierra nueva vienen de la mano. El texto clave para mí es del Carl Schmitt, El nomos de la tierra. Allí señala que el modo en que un pueblo ocupa la tierra ya contiene todas las categorías ulteriores que van a regular su existencia. ¡Tomar la tierra y deducir de allí el estado! Es un gran pensador de la soberanía y el orden.  Siguiendo la misma línea, ¿qué sucede con el modo de habitar la tierra si ese mismo pueblo se ve de pronto atravesado por formas nómades de existencia, si irrumpen movimientos centrífugos? ¿Qué pasa si la tierra ya no tolera ser ocupada en términos de propiedad privada concetrada? Surgirían otras categorías, otros modos de concebir la existencia colectiva.

Plebeyismo, Cerebro, Tierra, son palabras que asupician nuevas posibilidades para eso que Spinoza concebía como los modos finitos, el cuerpo y el pensamiento. Son superficies de invitación a actuar y pensar de un modo diferente. Finalmente, quizás lo que quiere proponer  La ofensiva sensible sea simplemente un ejercicio: contemplar nuestra propia potencia, nuestros modos de hacer y pensar, descubrir que esa potencia puede ser desprogramada (lo que los autonomistas italianos llamaban “rechazo al trabajo”) y reprogramda en función de una imaginación nueva. Sólo eso. Me parece que ese ejercicio entre nosotros puede ser llamado plebeyismo. El plebeyismo como posibilidad de desprogramar y reprogramar la potencia. Es el pasaje inconcluso que va del síntoma a la forma de vida que si o si pasa por el cerebro y la tierra. Deleuze y Guattari al final de su vida pensaban que esta era la terea de la filosofia: invocar una nueva tierra o de un pueblo por venir.

¿Ves entonces una relación entre tierra y forma de vida?

¿Qué querrá decir formación de una “nueva tierra”? El capitalismo desde siempre introdujo movimientos en la tierra. Siempre fue innovador. No ha cesado de realizar sus revoluciones (tecnológicas, de modos de vida, etcétera). La única condición que impuso a tanta novedad fue la subordinación total de toda creación al aumento de la tasa de ganancia, a la ley del valor. Mientras que lo que estamos presenciando las últimas décadas, como luchas que tienen en su centro la forma de vida, es el deseo de ir más allá de eso. Por eso lo de una “nueva” tierra. Ese ‘más allá’ es lo nuevo. Contamos con un conjunto de elementos (luchas concretas) que podrían proponer un nuevo suelo, nuevo piso, nuevo espacio, nuevo sostén, nuevo cuerpo colectivo. Nueva naturaleza. Me parece que esa exigencia para la filosofía que dejaron planteada Deleuze y Guattari es muy fecunda. Hay que seguir pensándola, es muy profunda: quizás quiera decir que los elementos que se combinan para hacer de sostén (de base, de fundamento) pueden, si el pensamiento sigue las luchas y permite proyectarlas hacia una nueva tierra, sacarnos de este atolladero que es lo neoliberal. Ahí encuentro esa exigencia de los conceptos como vectores de transformación política, en la medida en que puedan fertilizar la tierra. Hacer de cada síntoma, de cada lucha, la fermentación de un posible.

Notas para una genealogía de la insurrección // Diego Sztulwark

Prólogo de Diego Sztulwark a Desde abajo y a la izquierda. Movimientos sociales, autonomía y militancias populares (Cuarenta ríos), de Mariano Pacheco

Si el libro que inicia la colección de ensayos en la que se inscribe el presente volumen acuña la ingeniosa expresión “vidas de derecha” (Silvia Schawarzböck: Los espantos. Estética y postdictadura) para designar el tipo de existencia que llevamos los habitantes del mundo posthistórico en el que enseñorean quienes destrozaron el proyecto de las organizaciones revolucionarias de los años setenta, el de Mariano Pacheco se ocupa de lo que podría llamarse “vidas de izquierda” y trata de la contra-historia que nace durante el nuevo siglo abierto por la irrupción del zapatismo el 1ro de enero de 1994, desplegado en nuestro país a partir del 26 de junio de 1996 (la pueblada acontecida en localidades neuquinas de Plaza Huincul y Cutral-Có). Las vidas de derecha transcurren en un universo de postdictadura en el que toda política ha quedado neutralizada mediante el empleo de un dispositivo cultural específico que consiste en eximir a los victoriosos de reflexionar públicamente sobre su victoria en la lucha de clases mientras vencidos quedan a cargo de la narración de lo sucedido. De modo que la de los derrotados se torna testimonio sin política. La cultura de la democracia no tiene afuera: la izquierda se reduce a salón y literatura, sin guerra. Las vidas de izquierda en cambio irrumpen en con el “ciclo de resistencia popular y anti-neoliberal” 1996-2002, creando una contra-cultura antagonista y reintroduciendo el desafío político que el terrorismo de estado había aniquilado.

Pacheco investiga el nexo entre ese enorme potencial de ruptura de la crisis (y por lo tanto de apertura de horizontes) y la emergencia de lo que llama una nueva izquierda autónoma. Ese nexo consiste en adoptar el punto de vista de la crisis, que no se ha agotado ni resuelto. Sino que subsiste como reservorio de percepciones y prácticas subversivas. Las corrientes militantes de la izquierda autónoma sostienen y comunican lo que en la crisis hay de crítica inmanente de la doble relación de representación en la que coinciden los grandes actores de la democracia: la representación política de matriz liberal en la que se juega la legitimidad del estado; la representación propiamente capitalista del valor que sostiene los dispositivos de explotación de lo producido por la cooperación social. La nueva izquierda autónoma expresa de manera militante los rasgos de autoorganización propios de un ciclo de luchas que en su radicalidad apuntan a destituir las técnicas comunicacionales, jurídicas y policiales de la dominación autoritaria por vías democráticas tan características de la geopolítica actual.

Esta es la premisa del presente ensayo de Mariano Pacheco, y es importante que este punto de vista se desarrolle en confrontación con los títulos previos de esta colección (que de por sí constituye una contribución decisiva para la elaboración política de una perspectiva generacional) en la que ya se abordaron las cuestiones de la dialéctica entre mito y creación (Yo ya no, de María Pía López); la relación entre peronismo y revuelta (Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución; de Javier Trímboli) y el vínculo entre militancia y filosofía del acontecimiento (Teoría de la militancia; de Damián Selci). Pacheco retoma todos estos problemas desde el ángulo del antagonismo: discutiendo desde abajo la precariedad conservadora de la mediación simbólica y material kirchnerista; proponiendo retomar los elementos de las luchas autónomas como experiencias capaces de estructurar proyectos fuertemente alternativos al neoliberalismo; cuestionando la política de la memoria histórica que llevaba a anclar la coyuntura del 2003 en 1973, salteándose –precisamente– toda la experiencia que va del 94 zapatista al 2001 argentino; reponiendo el carácter biopolítico de las luchas autónomas como fondo sobre el cual leer la noción badiouana de acontecimiento tal como la estudió de su maestro Raúl Cerdeiras, es decir, arraigada en la capacidad de destitución del marco de representaciones sostenidas por la gubernamentalidad llamada democrática y no en la emergencia de un liderazgo proveniente del sur.

***

La precisión de la investigación de Pacheco (las secuencias fechadas, los escenarios localizados) no surge del puntillismo académico sino de una necesidad profunda: la magnitud de la ruptura, el potencial del acontecimiento 1994-2001 no se verifica sin cierta capacidad de iluminar de otro modo el pasado. Si con Schwarzböck la postdictadura son años de pura vida de derecha (sin “afuera”), el estudio realizado por Pacheco a la luz del acontecimiento los convierte en genealogía de la insurrección.

En ningún caso conviene ignorar lo que se juega en redistribución de nombre y fechas. Sobre todo no conviene desestimar un detalle para nada irrelevante: situar como punto de inflexión el 1ro de enero de 1994, es decir, el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, conlleva una consecuencia inmediata y profunda: inscribe el nuevo tiempo como parte de un tiempo histórico caracterizado como la “cuarta guerra mundial”. Vale la pena insistir, no es un detalle menor (el 11 de septiembre estallan las Torres Gemelas en NY). Como no lo es colocar al 2001 argentino en ese escenario de guerra. En ambos casos se afirma algo que va más allá del ciclo de luchas y permite caracterizar un ciclo largo, en el que el fundamento del poder político resulta inseparable de la aplicación de una violencia global en nombre de la paz. Es dentro de este cuadro que Pacheco lee la Masacre de Avellaneda, ocurrida otro 26 de junio (esta vez de 2002), episodio clave para entender cierta fisonomía que posteriormente adoptó el kirchnerismo:

No por los asesinatos en sí, por más brutal que haya sido la represión e impactantes las imágenes de los trágicos sucesos, sino porque el 26 de junio de 2002 es el punto de quiebre de ese proceso abierto en 1996. La “Masacre de Avellaneda” se torna central, entonces, para comprender lo que ha pasado durante los últimos quince años en el país, entre otras cosas, porque impuso un doble límite. Por un lado, la masiva respuesta en repudio a la represión que se cobró la vida de dos jóvenes militantes no solo generó el adelantamiento de las elecciones (cuyo ganador, como todos sabemos, fue Néstor Kirchner), y el repliegue político de Eduardo Duhalde, sino también el fin o al menos el aplazamiento, de una respuesta abiertamente represiva a la crisis de 2001. El kirchnerismo fue la salida garantista, redistributiva, en otras palabras, la respuesta progresista que este sistema encontró ante el fuego de los piquetes y el ruido de las cacerolas.

***

Triple importancia del zapatismo, entonces: como fundación,inicia el ciclo de luchas popular y antineoliberal que da nacimiento a la nueva izquierda autónoma; como geopolítica: diagnostica la guerra e imagina alianzas globales; como estrategia, tal y como pudo haber ocurrido con la Comuna de París, el zapatismo inspira procesos de fuerte productividad política en una época histórica caracterizada por el hecho de que la revuelta extrae su potencia de la carencia de esquemas teóricos y modelos de éxito.

Con la simple indicación de “abajo y a la izquierda” basta entonces para repasar los años noventa argentinos como el momento de articulación de una contra-cultura eficaz para enfrentar los dispositivos democrático-neoliberales de la postdictadura. Una nueva articulación entre cuerpos y toma de la palabra, una nueva aproximación entre lucha y narración, tal y como se observa hoy en los feminismos populares. Es en este sentido que 2001 y la consigna “otra política” le permiten a Pacheco comprender el ciclo de los gobiernos progresistas como exaltación de una conservadora “autonomía de lo político” (lo que en este contexto merece una aclaración, puesto que la autonomía de lo político discontinúa la relación entre lucha y política por medio de un dispositivo mediador específico que es la representación, mientras que la autonomía de la que habla Pacheco consiste, por el contrario, en  la reinvención incesante de continuidades y prolongaciones entre cuerpos rebeldes y organización colectiva, entre insurrección e institución).

Y bien, contra esta autonomía de lo político, Pacheco se plantea un plan diferente: la recomposición de un sujeto popular y antineoliberal cuya dialéctica constitutiva debe ser investigada en sus movimientos específicos que van desde las luchas sindicales (huelga) a las las que emergen de los movimiento territorializantes (comunidades, piquetes, por recursos naturales), pasando por las que se dan en la esfera de la reproducción (como la lucha de las mujeres). Siguiendo la hibridación de estos procesos, Pacheco logra dar cuenta de la formación de nuevas experiencias de sindicalismo popular, como lo es la experiencia de la CTEP. Esa investigación presta atención, además, a la dimensión subjetiva de estos procesos constituyentes (el papel intelectual de la teología de la liberación o del punk como foco de agitación o “proceso de radicalización sin estructuras”), y a la capacidad de combinar trabajo político concebido como alternancia entre tejido de modo de vida en ruptura con la hegemonía capitalista y capacidad de intervenciones tácticas en las diversas coyunturas.

***

Como ya sucedía en su libro De Cutral-Có a Puente Pueyrredón, hay en la escritura de Pacheco una enorme riqueza descriptiva. Una interioridad de la escritura con las luchas que lo aproximan quizás más a la actividad extractiva que a la descriptiva. En el tratamiento de los hechos desciende al subsuelo de las memorias militantes y rescata señalamientos que poseen un valor sorprendente, no solo para la situación en la que nacieron sino quizás para toda actualidad imaginable. Como cuando recuerda los objetivos planteados por el núcleo militante del que participaba en los años noventa. Estos era: “generar la imprescindible organización de base”; “promover instancias de coordinación y organización que excedan lo propio”; “formar cuadros y militantes que desarrollen la capacidad de construir y reproducir esta política”; “marcar cursos de acción, desde construcciones de masas y participación en los conflictos, que aporten claridad al conjunto de la lucha popular”. Estos ejes debían plasmarse allá por los fines de los años 90 en la construcción de un Movimiento de Trabajadores Desocupados de alcance nacional: la Aníbal Verón. El objetivo último de este libro quizás sea el de repetir –en el sentido de recordar y actualizar– estos señalamientos metodológicos, es decir: contribuir a desarrollar las funciones estratégicas de organización política autónoma de las multitudes que no llegaron a plasmarse de modo suficiente en torno a la crisis de 2001. Es ahí donde la relectura crítica de 2001 sirve como relanzamiento de la imaginación autonomista:

… en el autonomismo subestimamos mucho lo que el peronismo es a la cultura política popular de la Argentina; pensamos que como ya los nombres de Perón y Evita no aparecían, como el PJ y la CGT eran socios de la gobernabilidad neoliberal etc., el peronismo no estaba presente más en las vidas populares, en sus imaginarios. No nos dimos cuenta, creo, que mucho de lo que nosotros llamábamos bajo el rótulo de “nuevas formas de hacer política” estaban muy teñidas, en algunos casos, de lo mejor que el peronismo supo dar en la historia de este país. Por otro lado, también creo que en nuestras experiencias se pecó de cierto ultra-izquierdismo discursivo, que no tenía una correlación con una práctica ultraizquierdista, porque fue el momento en donde más se habló de poder popular y donde menos se construyó poder popular. Entonces, digo, ahí hubo un problema. Y me parece que ahí es donde pagas caro el hecho de no haber formado cuadros, cuando tus militancias se muestran incapaces de ver cuál es la etapa política que se abre, y encontrar respuestas más creativas, más audaces y acordes a ese cambio por el que atraviesa la Argentina.

Nueva Izquierda Autónoma, para Pacheco, es organización capaz de introducir el punto de vista de las luchas plebeyas en el gran debate de la organización del trabajo, del estado y de la cultura. No se trata para él de un programa futuro, sino de dar cuenta de un fenómeno dinámico que ya ostenta raíces materiales e históricas consistentes (rastreables en cada pico de radicalización de las luchas populares del siglo XX, incluso dentro del peronismo), pero que carece de una adecuada teoría de la organización capaz de desplegar y maximizar su potencial táctico, en el contexto de la actual desestructuración neoliberal de lo social (y también un momento de articulación de las luchas contra el neoliberalismo en momentos en que las políticas populistas se muestran por completo insuficientes para detener su avance y donde, en cambio, se destacan nuevos sujetos en lucha como los feminismos populares o los trabajadores de la economía popular). Si algo resulta innovador, fresco y necesario en este trabajo es precisamente la decisión de intervenir sin prejuicios en los impasses de la constitución de la autonomía, tradición aún para muchos ilegible de las luchas populares. Con este libro Pachecho rompe cierto hermetismo, cierta autoculpabilización que ha acompañado las discusiones dentro de lo que estamos llamando la autonomía. Asume abiertamente su deseo de iniciativa, plantear y resolver las tensiones e irresoluciones que han bloqueado su desarrollo (alguna de ellas clásicas, como es la relación entre espontaneidad y organización, rasgos del siglo de luchas e indicaciones tácticas, ruptura acontecimental y sentido de la historia). Sobre el final Pacheco se vacila sobre un punto esencial: ¿Dio 2001 un tipo específico de intelectual, en el sentido gramsciano del término, es decir, como articulador de las praxis plebeyas? En esa vacilación habría que recomenzar a leer de nuevo este libro, para darse una idea de la riqueza de la experiencia vivida y los problemas que enfrenta toda rebelión verdadera.

PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN: nuestra introducción a una vida no fascista // Diego Sztulwark

PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN, obra colectiva, ORGIE (formidable máquina micropolítica) y coordinada por Silvio Lang, pone ritmo y da cuerpo a desplazamientos deseantes que vasculan hace años entre la clandestinidad y la agresividad revolucionaria. Un teatro, una madrugada, una fiesta. Mientras me preguntaba qué pasaba con mis sentidos recordé esta cita escrita el mismo año de mi nacimiento: «Los revolucionarios a menudo olvidan, o no les gusta reconocer, que se quiere y hace revolución por deseo, no por deber». Llegando a 2020, ¿qué deseo?. ¿Un paganismo que busca la abolición del género, superación de la diferencia sexual vía reivindicación del ano, órgano universal?. Un cuestionario interpelaba anoche, micrófono en mano: ¿»quien es aquí un heterosexual»? Se levantaron varias manos, aunque no tantas (lo heterosexual como minoría). Con sorpresa noté que no había levantado la mía. Mis elucubraciones me impiden asumir una identidad en automático. ¿Se puede definir la calidad de una práctica erótica -su grado de perversión- por la fijación del -supuesto- «objeto» sexual? ¿Cuánta perversión (y cuánta homosexualidad) cabe en el juego llamado heterosexual cuando (no siempre!) se carga de intensidades que desbordan nuestras individuaciones?. El peso de las etiquetas no debería entramparnos (y menos aun extorsionarnos): ella -la etiqueta- es clara; el vitalismo en cambio es turbio. «N-sexos» en cada sexo dice un libro que me salvó la vida. «Antiedipo». Leo: «ni hombre ni mujer son personalidades bien definidas -sino vibraciones, flujos, esquizias y «nudos». PASADAS DE SEXO Y REVOLUCIÓN es nuestra introducción a una vida no fascista.

CONVERSACIÓN CON VLADIMIR SAFATLE SOBRE LA SITUACIÓN EN BRASIL // CLINÄMEN

El filósofo y docente analiza la coyuntura de cara a las elecciones que tienen como principales candidatos al fascista Jair Bolsonaro y al candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad. Además describe la situación del país como “una guerra civil de baja intensidad”.

Notas sobre el posneoliberalismo en Argentina // Verónica Gago y Diego Sztulwark (Colectivo Situaciones)

¿Es posible pensar la situación argentina desde la noción de posneoliberalismo? Después de la crisis del 2001, considerada en toda la región como el fracaso y la deslegitimación más profunda del neoliberalismo puro y duro, se abrió un período de grandes modificaciones en términos de significación social del estado, de capacidad política de los movimientos sociales y de reorganización de las condiciones generales del trabajo. Aquí intentaremos analizar tales transformaciones a partir de algunas secuencias que consideramos clave para comprender la dinámica del proceso hasta llegar a la actual crisis global y el nuevo espacio de intervención que se prevé, desde el debate argentino, para los estados nacionales.

 

1.

Proponemos ordenar al menos tres secuencias de la política argentina reciente: si la crisis política y social  de fines del 2001 a la que llamamos “destituyente” puede sintetizarse como el “fin del miedo”, el “fin de la legitimidad neoliberal”, y el “fin del sistema de partidos”  (secuencia 1); a partir del 2003[1] estas variables mutaron en nuevos miedos (cuestión de la inseguridad), un esquema neo-desarrollista y de intervención del estado-nación (favorecido por el tipo de cambio y una reproletarización de la fuerza de trabajo tras el desempleo masivo) y una nueva gobernabilidad (dinámicas complejas de reconocimiento parcial de los elementos emergentes en la crisis y modificación del escenario regional)[2] (secuencia 2). En el momento actual, no es del todo imposible que haya una dinámica “restituyente” que procura agitar “viejos miedos”, forzar un retorno del neoliberalismo aunque de nuevo tipo y apelar al viejo bipartidismo[3] (secuencia 3).

 

De modo que si la crisis del 2000/2001 fue de apertura e innovación, en el segundo momento se visibilizaron los propios límites imaginativos y políticos de los movimiento sociales, los cuales pesan como límites en las políticas que pretenden sustituir el viejo modelo neoliberal: en este sentido, esa falta de imaginación no es abstracta sino que más bien implica sucesivos cierres en las innovaciones sociales. Es lo que llamamos el impasse actual: el bloqueo de las dinámicas más novedosas de la última década. A su vez, el neodesarrollismo, la nueva gobernabilidad y la reconversión de los miedos sociales tienen como límite la reposición de imaginarios ligados a  las décadas previas a la consolidación del neoliberalismo.

Es en este marco del impasse en el que, creemos, debe ponerse a prueba la posibilidad de pensar un posneoliberalismo en Argentina. En dos sentidos: por un lado, el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión; por otro lado, y paralelamente, la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.

 

2.

Partimos de una tesis (que alcanza al pensamiento de Gramsci y Foucault): las cuestiones relativas al poder y la libertad –es decir, aquello que ha sido pensado durante siglos por la filosofía política– refiere a la relación entre gobernados y gobernantes. Concebimos el neoliberalismo una configuración propia de un cierto modo de relación entre poder (relación entre verdad y derecho) y resistencia (creación de contra-conductas). Si partimos de la relación entre neoliberalismo y biopolítica (que a partir de Foucault acepta buena parte de la filosofía política) podemos comprender por qué no vale la pena insistir con una perspectiva de “autonomía de la política”. Más bien adoptamos la perspectiva –activa hoy en el continente– de bio-resistencias (o biopolítica en el sentido preciso que dan al término Negri y Hardt.)

 

Uno de los límites más evidentes que se desarrolla en Argentina para la comprensión del desafío abierto ante la crisis del neoliberalismo consiste en pasar por alto la diferencia entre “liberalismo” y “neoliberalismo”. Algunas reflexiones sobre esto:

 

  1. Si el neoliberalismo, a diferencia de su antecedente, depende de un sin-número de instituciones y regulaciones (al punto que Foucault lo define como una política activa sin dirigismo, y por tanto objeto de intervenciones directas), la crisis del neoliberalismo no es la crisis del libre-mercado, sino una crisis de legitimidad de esas políticas. Por tanto, hay que iluminar el terreno de las subjetividades resistentes que llevaron a la crisis a este sistema de regulaciones.
  2. El neoliberalismo no es el reino de la economía suprimiendo el de la política, sino la creación de un mundo político (régimen de gubernamentalidad) que surge como “proyección” de las reglas y requerimientos del mercado de competencia.
  3. La total falta de matices y sutilezas del momento argentino actual consiste en el hecho de separar abstractamente las secuencias “liberalismo-mercado-economía” de “desarrollismo-estado-política”, y suponer, paso a paso, que lo segundo puede de por sí corregir y sustituir a lo primero. Pero este modo de plantear las cosas conlleva ya el riesgo de una reposición inmediata y general de relegitimación de un neoliberalismo “político”, por falta de toda reflexión crítica sobre los modos de articulación entre institución y competencia (entre liberalismo y neoliberalismo). La renuncia a la singularidad en el diagnóstico trae como correlato políticas sin singularidad alguna respecto del desafío actual.
  4.  En cierto sentido en todo el continente se juega el mismo problema: ¿puede la reposición del estado y los nuevos liderazgos antiliberales superar al neoliberalismo? Defendemos la tesis de que sólo el despliegue contenido en los movimientos y revueltas de las últimas décadas en el continente anticipan nuevos sujetos y racionalidades que una y otra vez son combatidos a partir de la reintroducción de una racionalidad propiamente liberal desde la “recuperación del estado”[4].
  5. Lo que se discute ahora es el neoliberalismo. Y lo que existe más allá del neoliberalismo es la sustitución de unas instituciones por otras. Entendiendo por instituciones algo más profundo y activo que lo que hemos conocido entre nosotros por andamiaje político-institucional.
  6. Llamemos “institución” poscapitalista (con Virno) a la proyección de un espacio de desarrollo de elementos de una nueva racionalidad vislumbrada fugazmente en las revueltas y en las nuevas subjetividades en el cono sur de América de la última década.
  7. Por último, estas distinciones permitirían distinguir un pos-neoliberalismo de un neoliberalismo de izquierda[5] que integra la deslegitimación del neoliberalismo sólo en términos de discursividad política.

 

3.

Sabemos que la crisis global no se trata meramente de una crisis económica, porque el capitalismo no es meramente economía, sino subsunción de la vida al capital, al lenguaje contable y a la codificación monetaria. Tampoco de una crisis exclusivamente local. Incluso el gobierno argentino, que al comienzo creía que se trataba de una crisis nacional de EE.UU sin consecuencias para nuestro país, advierte ahora las dimensiones inmediatamente trasnacionales del descalabro. Se evidencia un mundo en el cual el mercado tiende a convertirse en segunda naturaleza siempre apuntalado por instituciones que, ahora, se colocarán en el centro de la escena: estados, reguladores internacionales, y diversas tentativas de legalidad global.

¿Es posible que tanta sinceridad confirme las certezas ideológicas de las izquierdas antiimperialistas? La crisis global es reveladora de la pérdida de influencia relativa de los EE.UU y de su pretensión de sostenerse como potencia única (lugar que intentan conservar desde la postguerra fría). Surgen, con toda claridad, nuevas estrategias de desarrollo regionales que, de un modo u otro, forman parte del gobierno de los intercambios sociales. ¿Es posible (y conveniente) desconocer la dinámica fluida y conflictiva que se desarrolla en este plano?, ¿no son las aún tímidas estrategias de integración regional del cono sur, precisamente, una muestra de hasta qué punto existe un nuevo espacio para estas iniciativas?, ¿no deberíamos más bien discutir la naturaleza neodesarrollista con que se intentan caracterizar estas nuevas formas de gobernabilidad?

Las imágenes simplificadas de la crisis sólo sirven para legitimar poderes, y no para abrir espacios políticos. Es lo que ocurre cuando se contrapone, sin más, integración nacional frente al mercado global, evitando pensar la naturaleza de las nuevas formas de regulación global, y las jerarquías y las relaciones de explotación que se preservan en el propio espacio nacional. Las retóricas antiimperialistas corren el riesgo de perder su antigua eficacia antagonista y quedar disponibles para los intentos nacional-desarrollistas de codificar las innovaciones que introdujeron los movimientos sociales de América del Sur durante la última década (destitución de la institucionalidad y la legitimidad neoliberal, eliminación de agendas represivas, etc.).

Tal contraposición, además, impide comprender las conexiones aparentemente indirectas entre las hipótesis bélicas que se elaboran en los EE.UU. como modo predominante de gestionar el orden global, con las fronteras de “peligrosidad” (gobierno del miedo) que se desarrollan en los países latinoamericanos como modo de administrar población (muy particularmente a los trabajadores migrantes).

La identificación simple que se propone entre mayor regulación y gestión democrática puede ser, sobre todo ahora, un camino destructivo para los movimientos sociales. Sobre todo si el contenido de este “retorno al estado” elude discusiones fundamentales sobre la naturaleza de esas “regulaciones”, así como sobre el tipo de instituciones que hacen falta para superar su rol de garante y sostén de la acumulación neoliberal basada en la explotación de directa la vida, del producto de la cooperación social y los recursos naturales.

 

4.

La idea de nación vuelve a estar en disputa. Y su contenido positivo puede ser retomado si se lo abre sobre el continente (y el resto del tercer mundo), y se lo renueva en base a la innovación social que portan los nuevos/viejos protagonismos populares. De otro modo, ¿quiénes se encuentran hoy en mejores condiciones para capitalizar los símbolos de la nación, así como para explotar sus exiguos restos, sino los partidarios de la globalización capitalista (véase el reciente cambio del logo de Repsol-YPF, a YPF, sobre fondo de la bandera argentina)? La nación es uno de los territorios simbólicos viables para la recomposición de un capitalismo que (siempre global) se encuentra en búsqueda de reinventar su poder de mando total sobre la crisis.

La crisis (profunda, civilizatoria) del capital anticipa su tentativa de reorganizar una institucionalidad política y, por ende, los instrumentos de la dominación social (el mundo de nuevas regulaciones por venir). Surge la tarea de constituir y fortalecer espacios de reconocimiento y producción de signos comunes para el intercambio y el fortalecimiento de las resistencias y las perspectivas críticas, instituciones propias a la altura de un antagonismo que (se de cómo enfrentamiento abierto o como conjunto de pactos) requerirá de una comunicación y de una inteligencia autónoma respecto de las instituciones de la reconstitución del capital.

 

En América Latina, lo sabemos, vivimos una situación diferente al resto del occidente. La crisis del neoliberalismo estalló antes, y los nuevos actores dividieron sus fuerzas para continuar con su propio desarrollo y formar parte de una camada de nuevos gobiernos (muy diferentes entre sí, con muy diversa decisión de disputa, de percepción sobre el mundo global-capitalista, y de apertura a las nuevas dinámicas por la base) que los han contenido de diversos modos y en variadas proporciones. Todavía hoy estamos enredados en las ambivalencias de esta doble rueda en la que, por un lado, los movimientos se ven ante la necesidad de autonomizar espacios de elaboración, organización y politización de nuevas dinámicas y, por otro quedan más o menos involucrados según los casos en unas dinámicas gubernamentales que no siempre controlan.

 

5.

Hablar de pos-neoliberalismo significa, para nosotros, la posibilidad de una pregunta: ¿seremos capaces de afrontar estos nuevos escenarios críticamente, a partir de una renovada polaridad entre protagonismos colectivos e instituciones restauradas/reformadas del capital?

En nuestro país la discusión es compleja porque la identificación de la intervención del estado con la democracia y la distribución social ha servido en ocasiones para dar lugar a políticas de contenido progresista (distribucionista). Sin embargo, las retóricas con que hoy se invocan esas políticas se conforman demasiado a menudo con una evocación de un pasado al que habría que retornar. Esta subestimación de las nuevas lógicas productivas y de las subjetividades sociales y políticas contemporáneas abre un espacio para comprensiones reaccionarias (y expropiadoras) de ese pasado y de esas categorías, tan adecuadas a una recolocación de la mediación estatal según las exigencias de la acumulación capitalista como negadoras del potencial implícito del presente.

Las potencias destituyentes de la institucionalidad neoliberal (que en su momento dieron lugar a un sin número movimientos sociales organizados) siguen siendo un interlocutor indispensable de una política auténticamente posneoliberal.

 

 

 

[1] El período inmediatamente posterior a la crisis del 2001, después de una sucesión vertiginosa de cinco presidentes, estuvo caracterizado por la llegada al gobierno del peronismo: Eduardo Duhalde es elegido entonces como presidente por un acuerdo parlamentario, no por elecciones. Su gestión se propuso estabilizar la crisis por medio de la devaluación de la moneda (fin de la convertibilidad un peso/un dólar que había garantizado la estabilidad inflacionaria durante los años ´90) y la masificación de los planes sociales para desocupados. Sin embargo, la represión de los movimientos sociales que terminó con el asesinato de dos militantes piqueteros, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, obligó a adelantar el llamado a elecciones y mostró la incapacidad de estabilizar el conflicto político. Así, en el 2003 fueron las primeras elecciones nacionales tras la crisis. Los dos partidos políticos mayoritarios se fragmentaron. Tres candidatos provenientes de la Unión Cívica Radical compitieron contra tres del peronismo, saliendo primero, con menos del 30% de los votos el ex presidente Carlos Menem y en segundo lugar, con menos del 25% Néstor Kirchner, apoyado entonces por el presidente Duhalde. Convocada a la segunda vuelta, Carlos Menem desistió de su candidatura y Kirchner debió asumir sin un verdadero apoyo electoral.

[2] El gobierno de Kirchner fue contemporáneo de una rápida recuperación macroeconómica basada en los precios internacionales de los granos (sobre todo de la soja, ya desarrollada a partir de la siembra directa y todo el “paquete tecnológico” asociado a esta modalidad) y el postergado consumo interno. Sus esfuerzos estuvieron dirigidos a renovar –sobre todo en el terreno simbólico discursivo– los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos sociales, como parte de un movimiento más general de recuperación de autoridad para las instituciones del estado, en un contexto de crisis de legitimación de los partidos políticos y los discursos neoliberales. Esa gestualidad se concretó especialmente apelando al recurso del lenguaje de la lucha de los años setentas y, en el terreno de los derechos humanos, con la derogación de las “leyes de impunidad”, la consiguiente reapertura de los juicios a los cuadros de la represión y un amplio reconocimiento a los organismos de derechos humanos. De forma menos acabada, el gobierno promovió a su modo una relación activa con varios movimientos sociales de desocupados, absteniéndose de acudir a la represión para tratar con los movimientos que se mantuvieron a distancia o en la oposición. Pero estas innovaciones, en el terreno de la gobernabilidad, no fueron nunca puras ni completas, sino que se desarrollaron en modo paralelo a un esfuerzo mayor por recomponer, bajo su hegemonía, el viejo esquema sindical y político del peronismo, fundamento de su poder territorial, parlamentario y electoral. No es posible dar por hecho el cuadro de este período sin mencionar, al menos, la conquista, en el contexto de América Latina, de una autonomía geopolítica inédita y de una renovación de los estilos de gobierno regionales, determinados por las resistencias de los movimientos sociales al consenso neoliberal. En este contexto el gobierno argentino realizó una festejada renegociación de la deuda externa.

[3] En diciembre del 2007 asumió Cristina Fernández de Kirchner, luego de ganar en primera vuelta con casi el 50% de los votos. Poco antes, en la ciudad de Buenos Aires, había ganado las elecciones el candidato de la derecha neoliberal, que en la segunda vuelta conquistó casi el 60% de los votos contra el candidato del gobierno. Las premisas explícitas del actual gobierno nacional se fundan en la idea de un (impreciso) nuevo pacto social y político de cara al bicentenario del estado nacional (2010), en procura de institucionalizar la gobernabilidad entre los actores sociales y económicos, sobre la base de una orientación neodesarrollista, la integración continental y la recuperación de la soberanía del estado nacional, la construcción de una economía industrial exportadora, el combate a la pobreza y la continuidad de los logros a nivel de los derechos humanos, quedando relegado el protagonismo de los movimientos sociales. El día 11 de marzo de 2008 el nuevo ministro de economía anunció modificaciones al régimen de retenciones a la exportación de granos, volviéndolas móviles y aumentando las alícuotas.  La radical oposición a la medida de las cuatro organizaciones patronales agrarias (que van de la tradicional y oligárquica Sociedad Rural, a la organización que históricamente representó a los pequeños productores, la Federación Agraria) organizó un conflicto que duró unos cuatro meses, dando lugar a una extensa movilización social, que finalmente se resolvió en el parlamento –a partir del envío del decreto del poder ejecutivo a debate legislativo–, con la derrota del gobierno en la cámara de senadores. Este conflicto, tanto por su magnitud  como por sus implicancias y sus efectos, no fue un conflicto más. Una breve reseña de algunos de sus aspectos se hace necesaria. La racionalidad de fondo de la política de las retenciones es compartida por todos los actores: el crecimiento de la economía argentina apoyado, entre otras cosas, en la enorme renta agraria sustentada sobre todo en la siembra directa de soja. El principal argumento del gobierno para modificar el régimen de retenciones fue considerar que la suba internacional de precios de la producción que exporta el tecnologizado campo argentino exige regulaciones que mantengan precios razonables para el mercado interno de alimentos. Las principales objeciones de los sectores exportadores, opositores a la medida, fue: a) que había que segmentar las retenciones según pequeños, medianos y grandes productores; b) que había que articular una política agropecuaria integral; c) que el gobierno quería obtener recursos para sostener su legitimidad en base a la expansión del gasto público y el subsidio a otros sectores del capital. Durante el conflicto las organizaciones agrarias que reúnen a pequeños, medianos y grandes propietarios comprometidos en el negocio de la soja se opusieron al aumento de las retenciones desarrollando modos de lucha heredados de la fase previa al 2003: asambleas, cortes de ruta y piquetes, el uso de las cacerolas para manifestarse en las ciudades, escraches a legisladores del gobierno y retóricas de autoorganización contra el estado. El gobierno y sus apoyos, junto a los intelectuales que se organizaron para apuntarlo argumentativamente, desplegaron en su defensa, tres líneas discursivas fundamentales: la idea de que las retenciones eran redistributivas y se dirigían a combatir la concentración del ingreso, que la lucha contra las retenciones era golpista, y que había que enfrentar a una nueva derecha mediático-sojera recuperando imaginarios y lenguajes de las luchas populares de las décadas previas. Para una ampliación de todos estos análisis ver el texto del Colectivo Situaciones: “¿La vuelta de la política?”. www.situaciones.org

[4] Otra tesis diferente es la que propone Negri respecto a la potencia de los movimientos de “atravesamiento con distanciamiento” de las instituciones estatales. Ver reportaje a Toni Negri “Cambio de paradigmas”, realizado por Verónica Gago, Página/12, Buenos Aires, 4/12/07.

[5] Esta idea de “neoliberalismo de izquierda” es trabajada por Raúl Zibechi.

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante // Diego Sztulwark, Verónica Gago y Sebastián Scolnik (Colectivo Situaciones)

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante.

Notas en el impasse[1]

 

Un nuevo protagonismo social viene modificando durante la última década las perspectivas del hacer político en buena parte de América Latina y en particular en Argentina. Lo que intentamos en las páginas que siguen es plantearnos potencialidades y ambigüedades de estos procesos, desde algunas perspectivas denominados “posneoliberales”, esclarecer los desafíos que se presentan al pensamiento en el contexto de la crisis, y proponer el impasse actual como terreno de inquietud, en el que se desenvuelven las prácticas sobre fondo colectivo, anónimo y difuso. Sobre el final, ocho hipótesis para la militancia de investigación.      

 

1

Los movimientos sociales fueron protagonistas en América Latina de una conmoción política que, con diferentes intensidades y escalas, llegaron a cuestionar el mando directo de las elites globales. Para comprender este contexto resulta imprescindible atender a los rasgos centrales del ciclo de luchas que desplegó la acción multitudinaria capaz de coaligar actores tan disímiles entre sí como movimientos de desocupados, poblaciones originarias, pobres urbanos y campesinos y movimientos comunitarios contra la privatización de lo público. En general, estas insubordinaciones desarrollaron sus dinámicas por fuera de los instrumentos tradicionales de organización.

 

Los llamados gobiernos progresistas, así como las premisas posneoliberales[2] de gestión de la vida colectiva que se extendieron por la región en los últimos años, resultan impensables por fuera de este proceso de desobediencia.

 

Pero más importante que el signo de los gobiernos es el hecho de que la irrupción de este nuevo protagonismo social puso en discusión la distribución de los recursos económicos, sociales y simbólicos. A su vez, en algunos países la situación de democratización política (especialmente a través de asambleas constituyentes) dio lugar a procesos de refundación parcial de la voluntad de intervención del estado.

 

Más allá de la discusión sobre la calidad de las reformas (lo que en ellas hay de avances y lo que hay de meras concesiones de las élites), cabe la pregunta por la novedad política de estos movimientos, que tal vez haya quedado formulada de modo más preciso en el “mandar obedeciendo” de los zapatistas que por un lado extiende y vuelve contemporáneo un rasgo perteneciente a las culturas comunitarias (la proximidad y la reversibilidad de las relaciones de mando y obediencia), y por otro provee nuevas imágenes para pensar la relación entre institucionalidad política y poder popular desde abajo (buen gobierno), cuando ya no se postula de manera real y creíble la hipótesis de la toma revolucionaria del poder. Podemos delimitar en la secuencia que va del poder destituyente a la exigencia de buen gobierno el punto más alto de visibilidad de este trayecto singular.

 

En buena parte del continente los cambios son extremadamente moderados y mixturan continuidades profundas del neoliberalismo con una mayor interlocución con la agenda de los movimientos sociales. Llamamos “nueva gobernabilidad” a esta interfase de avances y retrocesos que consiste en una dialéctica de reconocimientos parciales, que posibilita puntos de innovación en la búsqueda de un momento posneoliberal, favorecido por la coyuntura de mayor autonomía regional esbozada en Sudamérica.

 

Y, sin embargo, no alcanza con pensar la relación entre movimientos sociales y gobiernos progresistas a la hora de captar la llamada anomalía latinoamericana. Se requiere incluir la pluralidad de los tiempos y las lenguas de la descolonización, de la comunidad, de la metrópoli enmarañada, con sus periferias y las diversas capas de migración, que constituyen los ritmos de base de cualquier tentativa de creación de nuevas hipótesis emancipatorias.

 

2

La crisis del 2001 en Argentina implicó el fin de la legitimidad de las instituciones del modelo neoliberal tal como había sido anticipado por la última dictadura militar y desarrollado por décadas de una democracia castrada. A partir de mediados de los 90 convergen diversas luchas de tipo asamblearias y dadas a la acción directa (desocupados, derechos humanos, trabajadores de fábricas recuperadas, movimientos de lucha por la tierra, asambleas barriales y de sectores medios perjudicados con la expropiación de sus ahorros) en una compleja coyuntura política que acabó con la caída de tres gobiernos en unos pocos días. El rasgo determinante de este movimiento heterogéneo fue la dinámica destituyente respecto de la institucionalidad neoliberal.

 

A partir del 2003 un nuevo gobierno crea expectativas sobre el proceso político al tejer al mismo tiempo los deseos de trasladar el lenguaje y las demandas de los movimientos al nivel del estado junto al anhelo, igualmente extendido, de normalización de la vida social, económica y política.

 

Seis años después, encontramos en las perseverantes marcas que los movimientos dejaron impresas en las instituciones políticas las claves para comprender la ambigüedad del proceso actual: junto a rasgos de normalización y debilitamiento de los movimientos, permanece vivo el juego de los reconocimientos parciales y ambivalentes. Tal juego de reconocimientos ha permitido recomponer fuerzas para enfrentar a algunos actores poderosos de las élites neoliberales y, al mismo tiempo, ha excluido o debilitado la perspectiva más radical de reapropiación autónoma de lo común.

 

Sobre este campo se juega la reinterpretación constante de los  enunciados democráticos que surgieron de la crisis. Podemos considerar dos axiomas fundamentales: la recusación del lenguaje neoliberal (fundado en la idea de la subordinación a la hegemonía de las finanzas globales y las privatizaciones) y de la represión al conflicto social, apoyado en una recuperación de la narración de las luchas de la década del 70 y de los derechos humanos.

 

La tendencia más fuerte, en este sentido, es la que se constituye desde un paradigma neodesarrollista, capaz de reinterpretar la genealogía del cuestionamiento a las relaciones salariales y a la forma-estado-neoliberal por parte del nuevo protagonismo social, concibiéndolas como demandas de reproletarización. De este modo, una problematización central de nuestra época pasó de ser pensada como necesidad de un “trabajo digno” (consigna creada por los movimientos piqueteros) a ser re-inscripta dentro de la mitología fordista del pleno empleo (bajo el slogan de “empleo decente”). La valiosa información producida por los movimientos sociales (es decir: las formas colectivas de organización del trabajo que tendían a independizar producción de valor de empleo) fue utilizada por el estado para reorganizar su política social y para gestionar la crisis del trabajo.

 

3

Llamamos impasse al atascamiento de las dinámicas de innovación de lo político, que nos arroja a un espacio de consistencia fangosa y a una temporalidad en suspenso, de reversibilidades y desplazamientos inconclusos. Un tiempo que no podemos asumir meramente como “tránsito a”, sino como transcurso mismo de lo paradojal.

 

El protagonismo social se presenta hoy bajo formas de “abigarramiento”, anonimato y “promiscuidad” (término sin ninguna connotación moral), en las que se imbrican  componentes de valorización capitalista y de autonomía: de servilismo y rebelión, de subordinación y activación, de producción de estereotipos y de su desacato.

 

La duración en el impasse cobra una modalidad esencialmente ambivalente: la presencia de lo abierto al pensamiento y las prácticas se nos presenta junto a un simultáneo “encapsulamiento” de las potencias; los hechos y las narraciones se sitúan a medio camino entre el dejá vù y la innovación, entre una sensación claustrofóbica de lo presente como ya-vivido y la intuición de un presente abierto al acto.

 

La lengua de lo político es la primera afectada: se pliega sobre significantes útiles del ciclo de luchas de los 70 y asume las coyunturas polarizadas como dinámica de referencia absoluta. A la vez, su problematización autónoma queda atorada por razones propias cuando prescinde de un balance profundo y realista de las aporías del ciclo de luchas previo.

 

Asumiendo el impasse pasamos de la im-potencia (ausencia de todo posible concreto) a la in-quietud (ausencia de todo conformismo).

 

4

La inquietud en el impasse es acto profano (lúdico, humorístico, antagonista): desacraliza –desplegando un materialismo perceptivo sensible a la mínima variación de los signos y las asimetrías– todo aquello que la lógica productora de estereotipos consagra como jerarquía.

 

Proponemos ocho hipótesis para desarrollar la in-quietud en el impasse:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, ambas modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato estas dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado como modo de participar de lo social (el “proyecto personal” o las islas del reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la propia vida metropolitana.
  2. Trabajar planteando asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras que la estetización opera una pseudodiferencia sin filo. La asimetría es problematizante (y se aproxima al término de verdad-desplazamiento que presenta López Petit), mientras que la estetización nos tranquiliza con la apariencia de lo ya-resuelto. Ya que la estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado. Al cancelar el carácter problemático de la diferencia, la estetización –al igual que la estereotipización– suprime la ambivalencia de la asimetría, sea a través de un realismo estigmatizador, sea por la vía de una apología que la presenta como a-problemática.
  3. Ubicar una diferencia entre grupos y colectivo: llamamos grupo a la agregación de personas y colectivo a una instancia de individuación en la cual los individuos participan a partir de su in-completud. En fases en que la potencia deviene pública, el grupo puede fluir a la creación. Pero en momentos de encapsulamiento, en los cuales carecemos de códigos comunes (aunque el capital nos los ofrece bajo la forma de clichés), la disposición a la apertura se dificulta, y nacen todo tipo de patologías grupales-individuales. Lo colectivo, en cambio, es esa apertura pública motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos (disponibilidad en la desorientación).
  4. Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?
  5. Una nueva relación entre regla y praxis. Si lo propio de la crisis (como espacio-tiempo permanente y no como momento transitorio o deficitario) es la dificultad de imponer reglas exteriores a la praxis –es decir, que la crisis es el momento en que la institución no cuenta con una obediencia a priori (cosa que hemos visto muy de cerca en Argentina)–, se nos presentan ahora al menos tres modos positivos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución: la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones con una relación más interna con la praxis; el “atravesamiento” que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro las instituciones según el juego de la praxis; el “camuflaje”, como modo débil del atravesamiento y diferencia mínima con la crisis.
  6. La fabulación como modo de crear realidad. No ya la oposición ideología/ciencia o alienación/conciencia, sino una capacidad de inventar lenguaje y afectos a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario capaz de racionalizar el mundo objetivo de las cosas y los afectos (performatividad del capital).
  7. Desarrollar una disponibilidad en la desorientación: en el contexto de encapsulamiento, una nueva transversalidad surge a partir de la inquietud. Consiste en una inclinación hacia los otros que se hace posible a pesar de la carencia de un código previo compartido (es decir, desistiendo/pervirtiendo los códigos que el capital oferta).
  8. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. En la promiscuidad, se trata de operar en la ambivalencia de todo signo. De crear, allí, asimetrías. Pero los procesos son discontinuos (por momentos, efímeros) y no siempre se perciben en la distancia, sea ésta crítica o simplemente panorámica. A su vez, la proximidad necesaria respecto de los procesos está siempre ante el riesgo de nuevos encapsulamientos y endogamias. Llamamos inmanencia por cercanía a un tipo de aproximación sensible que intenta restituir capacidad pública, o capacidad de variación (o de desplazamiento), a la potencia común atrapada en cápsulas de realidad.

[1] Para una exposición más extensa de los conceptos ver: Colectivo Situaciones, “Inquietudes en el impasse”. Dicho texto, además, introduce a una serie de entrevistas que el colectivo tuvo con L. Rozitchner, T. Negri, F. Berardi (Bifo), P. Pal Pelbart, S. Rolnik, S. Mezzadra, A. Escobar, R. Gutiérrez, M. Hardt y S. López Petit. El conjunto de estos textos fueron reunidos en el libro Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Tinta Limón, Buenos Aires, 2009.

[2] El lenguaje del “posneoliberalismo” es deliberadamente ambiguo. Nombra de modo simultáneo dos realidades en pugna: la búsqueda de paradigmas gubernamentales por fuera del liberalismo y la recomposición remozada de un neoliberalismo de poscrisis.

Educación liberadora: pedagogías críticas, colectivas y dialógicas (20/10/10) // Verónica Gago y Diego Sztulwark – Colectivo Situaciones

 

Riobamba, Ecuador / 20 de octubre de 2010

 

RESUMEN

 

1.

El recorrido del Colectivo Situaciones empieza, en el año 2000, con un desplazamiento de la universidad a otros territorios que surgen en nuestro país como situaciones concretas de lucha y pensamiento: movimiento de desocupados, de hijos de desaparecidos, de campesinos, experiencias alternativas de educación. En ellas, era posible experimentar un modo nuevo de plantear los problemas de la transformación social y se hizo necesario inventar un vocabulario que diera fuerza a esos desafíos.

Nos propusimos un “método” que fuimos teorizando en la práctica y en el intercambio con otros; le llamamos investigación militante.

 

2.

La investigación militante trabaja en un plano que denominamos infrapolítica. La infrapolítica va cerca de la política, pero a distancia. Hace política y, al mismo tiempo, desconfía de la política. En esa desconfianza radica su heterogeneidad, su forma singular de actuar. Sabe combinar una racionalidad pragmática (en el sentido que su lógica es de uso, de fuerzas, de tácticas) con una dimensión ética (en el sentido que su punto de partida consiste en declarar que un estado de cosas nos resulta intolerable) que prevalece. Todo empieza cuando decimos: “esto no lo quiero”, “esto no lo soporto más”, “esto no” (por eso domina la dimensión ética).

 

3.

La investigación militante la hemos desarrollado a partir de dispositivos concretos: el taller (donde se producen hipótesis, se elabora una perspectiva, se dignifica los problemas, se da fuerza a las intuiciones como preguntas y donde hay una disponibilidad en la escucha y el trabajo con la palabra), la edición/publicación (para la difusión e intercambio con otros, la circulación de experiencias y materiales de distintos lugares/ ver Tinta Limón Ediciones), la formación de una red de prácticas que despliegan una conversación social, una elaboración situada de las perplejidades y dilemas de una época y también de las nociones elaboradas desde abajo para atravesarla.

Trabajamos con conceptos y afectos, ambos materia de una intervención situada.

 

4.

La dimensión latinoamericana de nuestra práctica tiene una presencia determinante. Podríamos resumir la secuencia del siguiente modo. Inspirados en el zapatismo y su distinción entre cambio social y toma del poder estatal, hemos hablado de “nuevo protagonismo social” a la hora de nombrar la visibilización de experiencias radicales en la crisis argentina de 2001. Las insurrecciones contra el neoliberalismo en todo el continente (que tiene en Bolivia tal vez su punto más decisivo) las hemos podido captar desde esta experiencia vivida. La ola de los llamados gobiernos progresistas en la región abre a una serie de paradojas y dilemas (¿impasse de los movimientos?) que abre una temporalidad y una escala nueva para la investigación militante.

 

5.

En cada momento del colectivo, la investigación estuvo atravesada por la pregunta por cómo ir más allá del núcleo pedagógico clásico que divide y consolida la desigualdad entre quien sabe y quien no, entre quien funciona como sujeto de una relación y quien se posiciona como objeto, entre los saberes autorizados y los marginales, etc.

 

Preguntas para el taller:

  1. ¿Cómo se puede avanzar en prácticas de reconocimiento de la igualdad (en el sentido de no-jerarquía y no de no-diferencia) que escapen a los dispositivos (institucionales y extra-institucionales) de roles que organizan lo social? Esto puede ser fácil de responder en tiempos de grandes luchas pero nos lo preguntamos en el contexto de una cierta normalización de la vida colectiva.
  2. Si la pedagogía tradicional fundada en la jerarquía explicadora del Maestro ha alimentado una imagen de la política vertical, en la que el Estado enseña, ¿qué imagen de la política podemos componer cuando ensayamos formas alternativas de pedagogía o de conversación colectiva?

 

 

Video-conversación con Colectivo Situaciones (agosto de 2009) // LOCOLECTIVO

Conversación con Verónica Gago y Diego Sztulwark, del Colectivo SITUACIONES. Hablan de la formación del grupo y de su visión desde su posicionamiento de investigación militante. Buenos Aires 2009.

http://tintalimon.com.ar/

El pensamiento de Ignacio Lewkowicz // Clinämen

Repasamos las definiciones de trauma, catástrofe y acontecimiento, según el filósofo e historiador fallecido en 2004. Categorías vitales que nos permiten pensar la coyuntura. La página Lobo Suelto comenzará a compartir materiales inéditos de Ignacio.

Fuente: https://marencoche.wordpress.com/2018/08/21/clinamen-el-pensamiento-de-ignacio-lewcowicz/

Trabajos de singularización // Entrevista con Diego Sztulwark

por Guillermo García Pérez

El Nobel a Dylan transformó lo que parecía ser una vieja discusión sobre la literatura: de su lugar (impreso o electrónico) a su naturaleza (¿se canta?). Lo que podría desdoblarse en una discusión de mayor calado, ¿hay un principio-literario latente en cualquier escritura? Además me gustaría plantear una pregunta que podría pasar por ingenua, pero no sé si ha planteado de forma suficientemente compleja. ¿Qué buscas en una lectura filosófica?

Mi sensación es que a la literatura se llega, pero no como se llega a un campo disciplinario, no como se llega a un espacio institucional, no como se llega a una zona prefigurada por unas reglas determinadas, sino que se llega por la vía de una singularización subjetiva; cualquiera que se singulariza en la escritura, o en la lectura, entra de lleno en lo que llamaríamos un experiencia literaria y en esa medida está en condiciones de tomar la literatura como problema. Por otro lado, no siempre busco lo mismo. Respondo con el mismo nivel de ingenuidad que notas en la pregunta: busco hacer un trabajo de singularización, de articulación entre las cosas que necesito entender, decir, pensar y hacer. Me parece que nos encontramos en un momento de extraordinaria importancia y al mismo tiempo de suma fragilidad en el terreno subjetivo. Esa idea de un momento delicado determina el trabajo de contacto con la filosofía. En otro momento te hubiera dado una respuesta más clásicamente militante: los textos como instrumentos de formación y transformación, de aproximación transformativa a la realidad. Sin abandonar la idea del texto como arma, en este momento la impresión que tengo es que una lectura que no me haga entender algo mas de la existencia, de cómo llevar la vida, es inútil, estéril.

La escritura filosófica, ¿tendría que aspirar a alcanzar cimas de estilo? Creo que fue Le Clézio quien señaló que no hay un buen libro que esté mal escrito. Es significativo por provenir de alguien que también juega entre los bordes entre conceptos e imágenes.

Me parece extraordinaria la idea de que todo buen libro necesariamente está bien escrito. Todo buen libro, si es bueno porque tiene buenas ideas, tiene que inventar sus maneras de decir. Henri Meschonnic transforma el problema del siguiente modo: ¿hasta qué punto la creación de una escritura es realmente un problema de estilo? El artista, dice Meschonnic, es el único que no tiene estilo. Porque el estilo sería algo así como una cierta “forma” que permite referirse a aquello que ya fue creado. Pero el problema del creador sería el opuesto: ¿cómo deshacerse del estilo para crear algo nuevo? Llegar a un “no-estilo”, que era también la preocupación de Deleuze y Guattari en su último libro juntos, sería tal vez la exigencia más alta, la menos artificiosa, la más compatible con la idea de una singularización subjetiva en el pensamiento y la escritura. Creo que se puede retomar el asunto del siguiente modo: un libro no es bueno porque esté bien escrito, sino que está bien escrito porque es bueno. Me parece que la preocupación por la creación en la escritura surge del hecho que escribir y pensar no son dos tareas diferentes, es decir, no es que uno por un lado piensa y luego traspasa mecánicamente lo ya pensado al lenguaje como un mero instrumento de comunicación. Volvería a la idea de que pensar es singularizar y que escribir es descubrirse como pensador. En ese sentido lo que decíamos del no-estilo, de la invención de la escritura –como hacen Deleuze y Guattari– es parte de una creación de formas de valorar, como decía Nietzsche. Habría una diferencia entre escrituras que pugnan por atribuirse los valores dominantes y aquellas que elaboran nuevos valores.

Pienso en Canetti, en el propio Deleuze, en León Rozitchner. También, por poner el ejemplo de un autor vivo, en Jean-Luc Nancy. ¿A quién considerarías en un abanico de filósofos-autores?

Puesto así, yo respondería León Rozitchner. Me parece necesario hablar de él. En primer lugar, porque me parece que entre los argentinos hay una cuenta pendiente con su obra, que me resulta imprescindible; no creo que hayamos tomado consciencia todavía de su inmenso valor. Amigo suyo, Ricardo Piglia advertía que para Rozitchner la escritura y la lectura formaban parte de un mismo trabajo: como psicoanalista –inmerso en los problemas freudianos– creía que leer era enfrentar obstáculos y elucidar síntomas. No hay inocencia en la lectura. Se lee para descubrir los puntos en los que las coherencias fallan. Leer es buscar la trampa, el punto en que las subjetividades escamotean su propia verdad. Y al mismo tiempo se escribe porque no se puede hacer el ejercicio radical de la lectura sin poner en juego la propia coherencia, aquello que le pasa a uno cuando lee y cuando vive. La máquina Rozitchner es al mismo tiempo de lectura y de escritura. Se la reconoce por el trabajo de lectura minuciosa, palabra por palabra, por su enorme penetración en el texto, acompañado por la queja de lo difícil que es leer realmente a un autor, el tiempo que lleva; la imposibilidad, por tanto, de leerlo todo y la desconfianza, por ende, con el citador erudito, que parece haber hecho sus lecturas con demasiada rapidez. Digámoslo así: en León Rozitchner la lectura es un trabajo. Y la escritura, en la medida en que está tomada por ese trabajo, se distrae completamente de las modas, del llamado “debate contemporáneo”. Por eso Rozitchner discute con la misma dedicación con Freud, Perón o San Agustín. Es un modo de trabajo en el que el pensamiento es tomado por un desafío que la lectura, vivida como confrontación, le impone.

¿Podríamos revisitar bajo esta lente a autores que parecen excesivamente sistemáticos? ¿No es ésa, por ejemplo, la aproximación por la que Spinoza ha vuelto, por las lecturas renovadoras de su sistema?

A mí Spinoza es quien más me conmueve. Deleuze escribió que Spinoza es un gran escritor en la medida en que todo gran filósofo –es decir, todo gran creador de conceptos– lo es. Admiraba sobre todo la Ética, los escolios y el capítulo quinto, sobre la libertad, en el que veía una «velocidad infinita». Y es cierto que es posible leer hoy la Ética y encontrar allí momentos que son extraordinarios. Es el libro que más leo. Dudo de si nuestro lenguaje tiene la capacidad de denunciar de manera tan directa ideas tan radicales. Como aquella que llama a destituir todos los finalismos. Igualmente importante me parece la última oración de la Ética, que señala que si bien podemos alcanzar la felicidad, hay que trabajar mucho para eso ya que «todo lo excelso es tan difícil como raro». A casi cuatro siglos de su escritura, una lectura detenida de la Ética sigue siendo extraordinariamente impactante. Aunque también hay que decir –como lo hacía el propio Rozitchner– que la escritura de Spinoza tiene aspectos demasiado técnicos. Spinoza emplea por momentos el lenguaje de su medio, cartesiano y escolástico: «esencias formales, esencias objetivas». Ese lenguaje oscurece un poco el trabajo de lectura de los afectos en Spinoza. Creo que el que mejor plantea el problema del lenguaje de Spinoza es Meschonnic. Como lingüista y poeta Meschonnic tiene recursos para detectar las zonas inexploradas respecto de un problema tan importante como es el del lenguaje de Spinoza. En su libro afirma que en el lenguaje –en este caso el latín, pero el latín singularizado por Spinoza–encontramos «marcadores afectivos» del pensamiento de Spinoza. Por un lado Meschonnic muestra la diferencia entre el latín de Spinoza, el de Bacon y el de Descartes, mientras que por otro denuncia que los filósofos actúan como profesores “de instituto” cuando explican a Spinoza. Sacrifican sus afectos tal y como aparecen en su lenguaje. A Spinoza se lo enseña, se lo explica como si su filosofía pudiera ser comprendida a partir de una arquitectura lógica (substancia, atributos, modos, etc.). Sistematicidad lógica y pedagogía explicativa son las formas de no leer a Spinoza. Meschonnic indica que no entiende la lógica de Spinoza sin acceder a estos marcadores afectivos en el lenguaje, inflexiones en los que su discurso se carga de potencia en ciertos énfasis, de ciertos combates que se van jugando en su escritura. De esto surge una conclusión fascinante: que Spinoza es un escritor contra lo teológico-político de su época. Deleuze decía al respecto que un escritor que es maldito en su época lo es en todas las épocas y yo estoy completamente de acuerdo al menos en lo que respecta a Spinoza. Me parece maravilloso y absolutamente actual mostrar que un cuerpo pensante que es capaz de cargar el lenguaje con afectos para crear modos de vida, para producir historicidad, para transformar el lenguaje y transformar la vida, está entrando en una guerra en la que está en juego lo divino mismo. Porque lo divino es la fuente de la vida, y esta fuente está en el corazón de una guerra en este tiempo tanto como en el de Spinoza. Si lo divino es capacidad de dar vida llamamos teológico-político a la sacralización de lo que da vida. Es lo que Spinoza denunció como el sistema de la trascendencia. ¿Cuesta mucho reconocer el mismo gesto en Marx cuando escribe que el modelo de la crítica de la religión es el modelo de toda crítica, para dedicarse luego a hacer precisamente una “crítica” de la economía política? ¿No es el feminismo radical una comprensión acertada de este sistema en términos patriarcales? Meschonnic, como Rozitchner, es un pensador de la guerra. Para él de un lado está el sistema de la trascendencia, lo teológico político. Del otro el sistema de la historicidad. Lo que en Spinoza es una inmanencia absoluta. Spinoza escribe Deux sive natura, cuando concibe a Dios como Naturaleza hace pasar el pensamiento de un lado al otro. Desacraliza la fuente de la vida. La historiza. La vuelve a presentar como una potencia de los cuerpos, como una creación al nivel de los modos de vida. Spinoza me parece un escritor inmenso en la media en que logra resituar lo divino en asunto mundano como un acto del pensamiento y la escritura, es decir, en el plano en que la producción de los modos finitos se hace cargo de crear existencia. Y un gran escritor quizá sea el que se hace cargo –difícil decir esto y no pensar en Walter Benjamin– de los combates que atraviesan su tiempo, tomando la iniciativa en el campo del lenguaje.

¿Qué hacemos en este escenario con los textos políticos? ¿Puede ofrecer la coyuntura puntos de fertilidad creativa? ¿Qué nuevos valores deben ponerse a circular a partir de ella?

Las coyunturas son fundamentales, para bien o para mal. No me siento capaz de pensar algo si no es bajo la presión de una coyuntura, incluso cuando lo que uno quiere es salirse de ella. Me parece que la importancia es doble: se piensa bajo presión de la coyuntura, en la medida en que ella nos enfrenta a determinados problemas también para salirse, para rajar de ella. Pienso de nuevo en Spinoza que interrumpe la redacción de la Ética para escribir un texto de coyuntura como el Tratado teológico-político. Con respecto a los valores a circular, me parece que estamos desafiados a proponer una crítica izquierdista del neoliberalismo. No podemos abandonar esta tarea en manos de los racistas convencidos, de lo teológico-político. Me parece que nos toca asumir el problema de los tipos de desposesiones materiales y subjetivas de nuestro tiempo (cada tiempo tendrá las suyas). Está la desposesión objetiva, la tierra, el tiempo de vida, el cuerpo. Pero esta desposesión es coextensiva, co-constitutiva de una desposesión subjetiva. Un tipo de expropiación de nuestras capacidades colectivas para elaborar y sostener criterios, para saber qué encuentros queremos, qué intercambios, qué economías, qué reglas, qué modos de vida. Se trata de una desposesión de la capacidad de decidir. También en Tinta Limón trabajamos mucho en esto. Allí está el libro absolutamente fundamental de Verónica Gago, La razón neoliberal; los trabajos de nuestra amiga Raquel Gutiérrez Aguilar, los trabajos de la genial Silvia Rivera Cusicansqui y sobre todo la intervención de la antropóloga argentina Rita Segato. Rita ha propuesto la hipótesis teórica mas importante para comprender el papel fundamental de los feminicidios como parte central de una pedagogía de la crueldad que crea mando tiránico en las prisiones, en los barrios bajos, en la producción, en familia sexual. Es una muestra contemporánea de la fuerza del pensamiento contra todos los cliché, sobre todo los de los llamados “progresistas”. Todos estos trabajos, no por casualidad de mujeres escritoras y activistas –imposible no recordar que en Tinta Limón hemos publicado hace años Calibán y la bruja de Silvia Federici– apuntan a problematizar la articulación entre estas desposesiones y a indagar en una nueva cartografía de resistencias. Otro ejemplo de esto, también en Tinta Limón, podemos verlo en microsociología –tardiana– de los barrios plebeyos de Buenos Aires que realiza el Colectivo Juguetes Perdidos, en especial en su libro Quién lleva la gorra. Rescato al escritor que pregunta por aquello que Santiago López Petit llama «interioridad común», es decir, para encontrar o activar esos puntos de encuentro capaces de poner un límite a estas desposesiones. No es posible pensar sin pensar contra algo. Y ese algo, me parece, lo ofrece la coyuntura. Es lo que dice Rozitchner: «si el pueblo no lucha la filosofía no piensa», porque el sujeto que se descubre como capaz de elaborar verdades históricas es el que piensa y resiste. Y eso, me parece, es algo que se constata cuando chocamos con nuestros límites. Si ese choque no llega pierde un poco el sentido de lo que intentamos hacer cuando leemos y escribimos.

¿Qué piensas del acercamiento de un pensador como Toni Negri, al que a veces se acusa de simplificar esta máquina de lectura-escritura?

Me parece que no se le puede pedir a todos lo mismo. Para mí Negri es un maestro, y no sólo por La anomalía salvaje, un libro extraordinario. Creo que primero hay que situarlo en el campo del pensamiento político contemporáneo; si no hacemos esa ubicación no vamos a entender que Negri es un pensador muy comprometido con la coyuntura (hay que pensar que su libro está escrito en la cárcel). Es difícil asimilar sus tesis en abstracto. En un texto como Estrategia del conatus, Laurent Bove propone que el intento de Negri es invertir a Heidegger, es decir, proponer que entre nosotros y la muerte no media un proyecto vacío, que no hay una suerte de libertad indeterminada, sino que hay un lleno de afectos, un lleno de resistencias, de cuerpos. Y que hay que resituar esto que el capital nos expropia todo el tiempo. En un momento en que el neoliberalismo reunifica lo que se entiende por cultura, y donde lo único que parece responder a la cultura liberal es la cultura católica-conservadora del Papa Francisco (sobre el que también habría que hablar), el intento de Negri es colocar la ontología a favor de la revolución; para eso construye un dispositivo que destroza la ontología del capital. Cuando nosotros pensamos en la centralidad de los cuerpos, de los afectos, más que ir a un cognicismo o a un corporalismo sencillo, estamos disputando con lo teológico-político cuáles son las premisas de un pensamiento complejo, sofisticado, articulado, contingente, a crear. Desde ahí consideraría a Negri como un pensador sofisticado.

Este año publicaste el libro Buda y Descartes. La tentación racional, junto a Ariel Sicorsky. ¿Cómo lees a Descartes? Sus Meditaciones metafísicas pueden abordarse no sólo desde su importancia histórica (se han celebrado y refutado lo suficiente), sino desde su belleza.

Hubo un momento en el que yo me cansé del hábito actual de refutar a Descartes. Lo primero que intentamos hacer es no hacer una caricatura de Descartes; es demasiado fácil construir la caricatura del racionalista para después destruirlo. Todos los autores de los que estamos hablando se vieron obligados a escribir sobre Descartes: el primer libro de Spinoza fue sobre él, el propio Negri tiene un libro bellísimo llamado Descartes político, Rozitchner tiene unos textos extraordinarios sobre Las pasiones del alma. Son textos muy críticos, para nada caricaturales, es decir, tenemos una buena cantidad de interlocutores de Descartes que son serios y que saben que hizo algo importante. Lo que intentamos hacer nosotros en primer lugar es jugar a que Descartes tuvo que meditar, tuvo que entrar en un juego de introspección seria, antes de descubrir su punto de Arquímedes: el «pienso luego existo». Nos preguntamos por qué la filosofía había sido primero básicamente cartesiana y, después, cuando se vuelve posmoderna, tan fácilmente crítica de su pensamiento, sin haber reparado en el gesto introspectivo, meditativo. Descartes representa un momento extraño, porque concentra el problema de la razón habiendo experimentado antes qué pasa cuando soñamos, en qué podemos creer y en qué no, qué se percibe y qué es evidente. Es un gesto muy extremo: quitarse de encima todas las garantías a las que podía haber acudido para no radicalizar tanto la duda. Además es un escritor fabuloso, deconstruye y pone en duda cada vez más, hasta que en un momento dice: estoy desesperado, puse todo en duda y ya no tengo dónde volver, me voy a dormir y espero que mañana cuando me despierte pueda seguir este trabajo. Empezamos a ver que el racionalista tenía un fondo cristiano fuertísimo, una relación con los sueños fuertísima, que había estado en contacto con la mística de su época. Hay otras cosas muy notorias de su vida, como que le enseñó matemáticas a su zapatero o que tuvo su hija con la asistente de su casa, que murió muy joven, es decir, empezó a aparecer un personaje real, mucho más interesante que lo que después se construye como caricatura. Y la oposición con Buda permitió preguntarnos si el suelo mitológico del budismo de la India, a diferencia del cristiano sobre el que pensó Descartes, más la capacidad de Buda de ir a fondo, sin imágenes que encontrar ni sujetos que construir, no implicaría, de un lado, recuperar la potencia como tal de la meditación, de la introspección y de la lectura. Y del otro lado también encontrar el punto de terror de Descartes, ante la posibilidad de que todo se diluya. Nuestra idea era preguntarnos, con Sloterdijk, qué significa superar el cartesianismo y qué significa comprender que culturas no cristianas o no racionalistas, de Oriente, puedan ofrecernos imágenes alternativas.

Un libro como Hijos de la noche de Santiago López Petit podría darnos nuevos nortes. Es un texto hermético que, sin embargo, ofrece imágenes de potencia incomparable. ¿Cómo te vinculas a lecturas como ésta?

A Santiago lo conozco, lo admiro y lo leo desde hace muchos años. Me parece que es su mejor libro, casi diría que sus libros anteriores son preparaciones de éste. Me parece que hace un par de gestos que me resultan fundamentales: en algún momento él habla de «Artaud con Marx», es decir, ya no encontraremos al proletario en una figura productiva, hay que buscarlo en las situaciones en las que nosotros no cabemos, porque en su tesis el capital se ha vuelto mundo y se nos presenta como la realidad. No hay escapatoria, estamos ante una realidad que no podemos transformar, de la que no nos podemos distanciar, en la que todo el tiempo estamos cayendo y recayendo, no hay un principio de potencia en el cual se pueda hacer una distancia o construir una alternativa. Santiago liga eso con su propia experiencia, con su enfermedad, de una enfermedad que no tiene la gravedad, por lo menos hasta el momento, de ser una enfermedad fatal, pero que es una enfermedad que lo distancia del mundo, de sus afectos, de sus posibilidades, que lo extraña; llega entonces a la conclusión de que la enfermedad es el único elemento de politización y de resistencia que la realidad tiene en él. Y se pregunta cómo hacer para evitar el solipsismo, para evitar la soledad, para politizar el malestar. Mi impresión es que ahí encuentra un punto de autenticidad que le permite recusar la mentira literaria, la mentira filosófica y la mentira militante, es decir, todo aquello que no es capaz de hablar desde lo que no cabe, desde aquello que no nos acomoda, desde aquello que no nos sirve para hacer carrera, para producir renta o para constituirnos como marca ante los demás. Y recupera un rechazo fundamental cuando pide más rabia y más estrategia para hacerse cargo de lo que no funciona.

En Tinta Limón han publicado libros que podríamos llamar de archivo: un volumen tan singular como La noche de los proletarios de Rancière, pero también los textos de Silvia Rivera Cusicanqui. ¿No son estos también ejemplos de escritores-lectores que encuentran potencia literaria donde no se supone que existe?

Sí, es otro interés importante para nosotros: una literatura que documenta, pero no que documenta porque reduce el lenguaje una operación simple, de mero registro o panfletaria, empobrecida, sino porque justamente hace lo que proponía Rodolfo Walsh: pone todos los recursos filosóficos, narrativos, sensibles, al servicio del archivo. Acabamos de publicar un libro sobre la masacre de Ayotzinapa, Una historia oral de la infamia, de John Gibler, un libro entero sin palabras suyas, en donde sólo articula los testimonios de los muchachos que estuvieron en esa trágica noche. Es una línea muy importante para nosotros, tiene que ver con tomarse en serio los movimientos de la sociedad, las dinámicas de resistencia. Esos documentos, envueltos en una exigencia sofisticadísima de escritura, son una tarea de la organización política actual.

¿Podrían funcionar aquí métodos como el de Bachelard, que acude a textos de grandes autores pero también a autores menores, siempre y cuando le ofrezcan imágenes fértiles? ¿Podemos leer filosofía, y encontrar potencia literaria en ella, si alimenta nuestro imaginario?

Eso es justamente lo que se puede pedir a un texto, que nos ofrezca conexiones para seguir pensando, imágenes para poder entrar en zonas en las que no sabíamos cómo entrar. Rita Segato, en una entrevista reciente, hacía una distinción entre la destreza intelectual y la imaginación teórica. Explica que la destreza intelectual es algo que tienen los intelectuales colonizados: aprenden a hablar de autores, a relacionarlos, a traducirlos, a hacer constelaciones formales, pero la imaginación teórica es la capacidad de crear categorías, de crear imágenes, lenguajes, para dar cuenta de las experiencias que estamos viviendo. Al limitarnos a relacionar autores, estamos delegando a esos autores la imaginación teórica. Todo autor que nos habilita a convertirnos en imaginadores, a ser nosotros los escritores, los que nos animamos a darle forma a nuestra experiencia, permite que lo político, lo ético y el lenguaje se unan en la construcción de modos de vida.

* Una versión más breve de esta entrevista apareció en la edición 117 de La Tempestad

 

La noche de las “no preguntas” // Diego Sztulwark

El período actual es muy malo, entonces las preguntas se desunieron de nuevo en una especie de noche de la no-pregunta.

Gilles Deleuze

Bajo el peso de un cierto moralismo, se exige a las personas que vivan como piensan, que actúen según lo que dicen, en fin, que sean coherentes entre lo que sostienen con las palabras y con los hechos. Se exige una adecuación entre la estética, la ética y el pensamiento de cada quien según determinado principio o modelo. En un bellísimo diálogo, “Los intelectuales y el poder”, Deleuze le dice a su interlocutor, Foucault, que para él, el pensamiento y la práctica son dos modalidades de un mismo modo de ser, y que ideas y acciones del cuerpo se relevan en la creación de modos de existencia. Más que coherencia con respecto a un modelo, planteamiento de un cierto problema. Bajo esta última modalidad, a un obstáculo de las prácticas le sobreviene una idea que abre caminos, y a un atoramiento del pensamiento lo desbloquea una nueva práctica. La relación entre pensar y obrar, así concebida, recuerda la teoría de Spinoza sobre los dos atributos –pensamiento y extensión– para una misma substancia. En la segunda parte de la Ética puede leerse: “El alma humana y el cuerpo son una y la misma cosa, que se concibe bajo el atributo del pensamiento ora bajo el atributo de la extensión”. No se trata de una comunicación entre substancias, sino de un juego de relevos o expresiones de un mismo movimiento. Esta ya era la preocupación de la princesa Elizabeth de Bohemia, que en su correspondencia interrogaba al filósofo René Descartes sobre “cómo el alma del hombre puede determinar los espíritus del cuerpo para que hagan acciones voluntarias”, siendo que ambas pertenecen a realidades diferentes (es un uppercut al dualismo, tal como titularon Mary Bardet y los amigos y amigas de Cactus a la reciente edición de este epistolario).

Tras la refutación del dualismo y de la idea de una coherencia –o comunicación– regulada de acuerdo con un cierto modelo, se abren otras posibilidades al pensamiento. David Lapoujade denomina “aberrantes” a aquellos movimientos que exigen ser concebidos de un modo completamente nuevo. La aberrancia no es la incoherencia ni el error, sino la presencia en la vida de unas fuerzas del “afuera”, esto es, heterogéneas respecto al sentido y la experiencia. Se trata de fenómenos de fuga. Lo que Deleuze ha llamado lo “anomal”. Aquello que escapa del par normal/anormal para darse su propia norma, su propia forma. Lo “animal”, en cierta forma (lo animal no domesticado). Así, la filosofía es llamada a actuar como una etología –estudio de la vida según afectos– y como cartografía –sustitución de la relación sujeto/objeto por una nueva atención a los movimientos de la tierra–. Lo aberrante no implica una fascinación por el movimiento, ni la satisfacción por curiosidades sociológicas sobre las mutaciones del capital. Lo aberrante designa un tipo específico de movimientos. Movimientos que no se deducen de la lógica en que se asienta la experiencia habitual y el espacio del sentido. Aberrante es la desterritorialización, la conmoción que conmueve a la naturaleza y arrastra al pensamiento a imaginar un nuevo pueblo, una nueva tierra.

A falta de fundamentos trascendentes, los modelos actuales son deducciones provisorias, derivadas de la actividad axiomática del capital. En su libro Política y estado en Deleuze y Guattari. Ensayo sobre el materialismo histórico-maquínico, Guillaume Sibertin-Blanc explica la importancia de esta teoría del capitalismo como axiomática: se trata de una conjugación de flujos decodificados por medio de la cual el capital desplaza una y otra vez sus límites, de crisis en crisis; una destrucción y un relanzamiento concebido a nivel del mercado mundial y efectuado por cada Estado por la vía de la adjunción (polo populista) o substracción (polo neoliberal) de axiomas. Si todo Estado funciona como una máquina milagrosa de la que se espera todo tipo de soluciones, el Estado específicamente capitalista, explica Sibertin-Blanc, ya no es el Estado de los imperios, capaces de sobrecodificar los flujos, sino un aparato de conjugación inmerso en un espacio que lo trasciende.

Todo esto para decir que los modelos de coherencia que se nos ofrecen ya no son universales teológicos sino deducciones realizadas a partir del modo como el capital relanza sus líneas de acumulación. Y que lo aberrante, ayer como hoy, sigue siendo aquello que, imposibilitado de derivar su potencia ni su legitimidad de las operaciones del capital, está llamado a presentarse por sí mismo. A cuenta y riesgo. Seguramente es esto lo que lleva a Lapoujade a hablar de un “todo” constituido por su propio “afuera”. Un todo que ya no se define por una frontera respecto de su exterior, sino –paradójicamente– por su afuera. Un todo que no expulsa sino que se interesa en particular por lo heterogéneo, por lo impensado en el propio pensamiento, por aquello que provoca la constitución de nuevos sentidos.

En su libro Realismo capitalista, Mark Fisher advierte que podemos imaginar el fin del mundo con más facilidad que el fin del capitalismo. El capitalismo tiene más realidad que el propio mundo. Ese es un todo sin “afuera”. La máxima victoria del fetichismo del capital. La filosofía de la aberrancia, con su Todo-Afuera, busca reintroducir la diferencia diferenciante allí donde el realismo capitalista parece organizarlo todo. Una tensión plebeya capaz de deformar la realidad capitalista. Un afuera que actúa dentro, un todo definido por sus fisuras.

Los movimientos aberrantes no aspiran al fundamento. Desde que Dios ha muerto toda forma está en posición de morir. La axiomática del capital provee símil-modelos y sugiere formas de vida sobre la base de una disimulación general de la muerte que los recorre. Su vitalismo no tiene nada de nietzscheano en este sentido. Una fórmula de Foucault permite advertir un tipo de vitalismo muy diferente al que deriva de la axiomática social capitalista. Se trata de extraer un “vitalismo” sobre fondo de un “mortalismo”. ¿Cómo extraer una potencia de vida a la muerte del fundamento? Extraer es resistir. Es la condición de lo aberrante: una relación provisoria con la forma (Todo), acechada por la muerte (Afuera). Si el vitalismo del capital consiste en olvidar esta muerte y colocar en su lugar un pseudo-fundamento (precisamente, la axiomática del capital), de modo tal que la forma sea vida plena, vida exacerbada –o pura–, vida productiva, ultra valorizante –cuyo fracaso es el malestar, la angustia y la fragilidad–, se entiende que la filosofía haya reaccionado respondiendo con la oscuridad de la noche. Donde lo negativo expresa el peso mortífero de los poderes sobre la vida singular. Se abraza la muerte como si de la verdad de la vida se tratase. La filosofía, esa noche de las preguntas, bien puede dejarse arrastrar por una noche nueva, otra escena en la cual el pensamiento, llamado a dar cuenta de aquello que lo fuerza a pensar –su exterior o su afuera–, sienta deseos de despejar su propio adosamiento en contacto con nuevas relaciones con la muerte. Lo cual no es posible sin un mínimo de violencia ética e intelectual. Deleuze ejerció esa violencia en su texto “Sobre los nuevos filósofos y sobre un problema más general”. Allí caracteriza la filosofía del poder de su tiempo –hace cuatro décadas– con los siguientes rasgos: introducción del marketing literario o filosófico, rencor al 68, adecuación a formatos mediáticos, un “conformismo de promoción” y un acentuado martirologio (los nuevos filósofos “viven de cadáveres”). Ese “pesimismo”, esa “impotencia”, se distinguen nítidamente de los “resistentes”, de los “grandes vivientes”. Hasta François Jullien –invitado ilustre de la “Noche de la filosofía”, esa quermés neoliberal– acaba de publicar un libro al respecto: Vivir existiendo, una nueva ética. También él se pronucia contra un vitalismo de tipo coaching (la preparación para una vida sin suciedades), en nombre de una nueva alianza con la literatura para estimular la indagación de aquello que en la vida es singular, ambiguo, del orden de la interrogación. Nos quedamos con las ganas de preguntarle por la filosofía del “entusiasmo” de su anfitrión, Alejandro Rozitchner, un pensador de la-vida-feliz-en-la-medida-en-que-se-enganche-a-los-mercados capaz de mantener el optimismo mientras se derrumba la mampostería sobre la que creía poder apoyarse. La relación entre noche y filosofía concierne también a la cuestión mayor sobre “la máquina de matar”, de la que habla Santiago López Petit en su libro El gesto absoluto. Máquina cuyos materiales son los mismos que conforman la vida: “ilusiones, tristezas, alegrías, enfrentamientos, deseos, frustraciones, envidias y amistades”. Más que de perder la inocencia se trata de redescubrirla: un poco como escribe el psicoanalista de niños Esteban Levin, que identifica la infancia –o lo “natal”, de cualquier edad– como el repliegue último de “lo revolucionario”, juego donde la pérdida ocurre durante el momento mismo en el que un movimiento plástico permite imaginar nuevas formas.

Justificado para no ir a un Congreso de Filosofía (con introducción de Diego Sztulwark) // León Rozitchner

Introducción

El 24 de julio de 2007, León Rozitchner publico en el diario Página/12 sus razones para no concurrir al Congreso internacional de filosofía realizado en la Provincia de San Juan: “De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos”. Como si en su profesionalización, los filósofos académicos (¡tan parecidos a los teólogos!) que sólo “pescan ideas en los libros”, quedaran “exhaustos de pasiones”, olvidando el coraje y la poesía -fondo desde el cual la palabra extiende y reanima la materialidad de los afectos y los imaginarios a partir del cual el pensamiento piensa “el misterio del mundo”-. El cuerpo del filósofo, aquel por el que la princesa Elizabeth interpelaba al bueno de Descartes, está hecho de “filamentos y nervaduras” que conectan el concepto con una sensibilidad exacerbada por la naturaleza y las luchas sociales.

Once años después volvemos a publicar estas justificaciones rozitchnereanas para reflexionar sobre la nueva edición de la “Noche de la filosofía”, organizada por la secretaría de medios del gobierno nacional en el CCK. La misma secretaría que, bajo el mando de Hernán Lombardi, anuncia unos trecientos despidos en la agencia oficial de noticias Telam y otros tantos en Canal 7, la TV Pública.

¿Qué enlace sensible liga al pensamiento filosófico con el Estado, al punto de hacerla olvidar de aquella “débil fuerza mesiánica” con la que cada generación, según Walter Benjamin, intenta transformar el presente? ¿Quién tomará la palabra para decir que el Estado organiza sus saberes en torno al crimen económico y al asesinato selectivo, y que, como pocas veces, no hay espacio alguno para un lenguaje capaz de reflexionar sobre la íntima relación entre deuda, ajuste y crueldad sobre los cuerpos? “La noche de la filosofía” quizás consista más en desatender los poderes de la “noche” que en subestimar a la “filosofía”. Deleuze y Guattari escribieron que sólo el insomne capta su hechizo, es decir, el que piensa después de hora. La noche de los proletarios, maravillosa expresión de Jacques Ranciére, indica el “después” de la disciplina laboral, tiempo de vida dedicado al patrón. En ese “después”, la noche es zona liberada para la desobediencia literaria, imaginaria. No es aceptable la domesticación de la noche. Sus hijos (los Hijos de la noche) son, en los textos del filósofo catalán Santiago López Petit, quienes politizan el malestar. Una política nocturna busca y selecciona las palabras en las que vale la pena creer.

Diego Sztulwark 

Justificado para no ir a un congreso de filosofía

De la filosofía se dice que es una pasionaria: ama a la sabiduría. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en los congresos. La filosofía, entre nosotros y aún más lejos, es la expresión de un pensamiento que se abre sólo en el espacio más abstracto de la palabra, donde la razón se mueve con conceptos, sin filamentos ni nervaduras sensibles. Los filósofos –digo: algunos de ellos– son cañitas pensantes que pescan ideas en los libros. Los que han hecho “profesión” de la filosofía declaran desde el vamos dónde se ubican: teniendo a nuestra disposición para expresarnos desde el canto hasta el verso, el cuento o la novela, los filósofos llegan a la filosofía pura exhaustos de pasiones. El extremo más abstracto fue alcanzado en el campo de la palabra, el más distanciado del canto y de la música, de la resonancia sonora y sinfónica del mundo. La filosofía se presenta como el pensar más refinado y distanciado de lo imaginario y del afecto; olvida de dónde viene al querer llegar tan alto. No porque no sienta sentimientos, sino simplemente porque no necesita avivarlos, cree, para escribir los conceptos. En la filosofía, por lo menos en la académica, no hay valientes. Jean Wahl decía que la poesía era fuente de filosofía: el problema es cómo hacer para que lo que tenemos de poético hable en la filosofía sin pedirles, como Heidegger a los poetas, que le abran el camino para que al final el filósofo les haga decir en nombre del Ser lo que a él se le canta. Porque cuando el filósofo habla, “el habla habla” con la certidumbre de la teología. Y cuando digo poesía o filosofía sólo pienso en esa experiencia personal de crear sentido, que une el llamado “espíritu” a la llamada “materia” y pone en juego al sujeto que piensa, sea con imágenes o con meros conceptos. Siento, imagino, pienso, y por lo tanto existo. Distintas maneras de implicar la totalidad del sujeto.

Confieso: hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está quieto y hasta apelmazado: por eso se dice lo pasado pisado. Es más fácil pedir prestadas ideas y conceptos que experimentar sentimientos e imágenes para animarse a que las nuestras re-suenen. El tener conceptos, en cambio, no nos pide pruebas de que las ideas hayan resonado en algún espacio sensible y afectivo, donde lo finito y lo infinito dentro de uno mismo tropiezan. Reconocer en ellos la aureola imaginaria y alucinada que los acompañan. Pero para que lo más sensible de nuestra vida pase a la palabra, ésta necesita siempre de la melodía, la forma primera y arcaica de un cuerpo que se hizo sonido, que organizó el sentido, para que re-suene como un eco infinito en los recovecos del cuerpo tensado como la cuerda de un cuatro. Eso no se inventa. Toda creación es re-creación de algo anterior, un estado de gracia inocente que prolonga ese acontecer originario que abrió el camino para que podamos luego llegar más hondo en la aprehensión del mundo con el pensamiento. El coraje de la re-creación es la verdadera valentía que se abre en la palabra intensiva: animarnos a retomar como punto de partida lo que quizá más nos haya dolido o más hayamos gozado. ¿Quién se atreve a rememorar la intensidad de un amor perdido, el darse ilimitado del goce enamorado, sin sentir que su pérdida infinita, la única infinitud en acto que realmente exista, nos hizo “andar sin pensamiento”, para siempre heridos, convalecientes sin remedio, un poco muertos? ¿Y que eso vuelve a reanimarse con el pensamiento cuando pensamos algo? Sólo así, sin embargo, el ánima se anima. Los narradores y los poetas son admirables porque tienen ese coraje interior para meterse adentro que los que pensamos en filosofía, por definición, carecemos: son los que están más próximos a lo imaginario y al afecto: no tienen miedo. (San Juan de la Cruz estuvo castigado por la curia en una tumba de piedra durante nueve meses, y describe la pasión amorosa más alucinada, hermosa y dolorosa, entre el Amado y la Amada, incesto incluido. Y siguió sin embargo fiel a Cristo y a la Iglesia, pero había una fidelidad más profunda que se ocultaba y reverberaba en sus versos. Por eso su valentía es extrema: venció la angustia al darle vida en su canto al primer amor perdido, inalcanzable, para siempre ido, ese que le estaba prohibido bajo pena de muerte. Y lo gozó nuevamente ante ellos, expertos en ardides, sin que se dieran cuenta.)

¡Qué diferencia con los teólogos y los filósofos! A algunos filósofos no les creo mucho, aunque a veces me deslumbren tanto: toman distancia de lo que más amamos por medio del concepto y del pensamiento coherente y transparente. ¡Qué trabajo se dan! Mírenlo a Hegel que pensó él solito todo lo que podía pensarse desde que el mundo es mundo, aunque nos dejó un poquito. Otros filósofos, en cambio, dicen lo mismo que los poetas, pero han tenido que hacerlo abstractamente para evitar la hoguera: mírenlo a Spinoza, retorciendo los sarmientos secos de la teología para que ardan de nuevo. Entonces la filosofía es un subterfugio para distanciarse o acercarse a la poesía y a la novelería.

Y como ya sabemos, la imaginación también crea pensamiento. Lo imaginario no es sólo, como decía Sartre, “la presencia de una ausencia”. Hay ausencias y ausencias, unas que vuelven, otras que han partido para siempre. Hay ausencias que matan, más bien que nos matan, sobre todo si las hemos enterrado en nosotros mismos: no podemos darles vida, están como la princesa dormida en el bosque. Todo pensamiento que repite y no pasa de grado es melancolía reflexiva, sin el beso del amor que vuelva a despertarla. Una imagen lleva a la otra, y es todo el campo de la vida alucinada el que tenemos que revivir para actualizar no sólo la presencia pensada como pensamiento, sino la presencia actualizada con la coronita que le pone a cada cosa su aura: evitamos caer en la locura sin darnos cuenta de que la cultura es ya un alucinamiento colectivo compartido. ¿Acaso la imagen sartreana que define la imagen, “la presencia de una ausencia”, no define también a aquél que alucina? Miren el trabajo que se tomó Descartes para distanciarse de los tres sueños que lo perseguían.

Hay que hacer que la filosofía se haga palabra para que el seso nos avive y despierte, pero con una palabra pegada al sentimiento que el cuerpo memorioso modula, y confirme o niegue lo que el pensamiento dice. El pensamiento siempre dialoga en nosotros mismos con el afecto y la imagen, como planta seca echando raíces en el agua oscura.

Y eso duele mucho. Allí se originan nuestros pensamientos: cuando tocan fondo, cuando hemos quedado solos para enfrentar el terror y el misterio del mundo. Pasar el espejo quizá sólo quiera decir eso: romper la imagen de la unidad festiva, el espacio azogado y pulcro donde el “socius” nos devuelve con su brillo lo que hemos llegado a ser después de esmerarnos (¿esmerilarnos quise decir?) tanto durante tanto tiempo: la imagen que nos damos o recibimos de nosotros mismos para ser idénticos.

Porque las palabras, no hay vuelta de hoja, cuando son sólo conceptos son una coraza para mantener distancia con lo que sentimos y también tememos. Entonces uno piensa que filósofos en serio son sólo los que han actualizado las marcas de lo originario en su pensamiento: cuando son poetas o narradores que piensan conceptos. Aunque corran el riesgo de quedarse solos, sin que nadie los acompañe, como a los deudos, con el sentimiento.

Entonces uno escribe cualquier cosa, como en la escuela para justificar la falta: por ejemplo, me dolía la panza.

Reseña de Vida de Perro // Oscar Cuervo

Fuente: La Otra
Dice Diego Sztulwark en la introducción a Vida de Perro, el libro de conversaciones con Horacio Verbitsky que acaba de publicar: «Verbitsky es un escritor austero que se halla inmerso en el conflicto político que atraviesa a la Argentina. (…) Militancia, periodismo y derechos humanos son momentos de una participación decidida y poco convencional en la política, sobre todo si se toma en cuenta que su poder de influencia no proviene de cargos públicos. Verbitsky maneja información. La obtiene, la interpreta y la usa». Es un modo de aproximación preliminar a la figura de su entrevistado.
Cuando se habla de Verbitsky, es inevitable tratar de determinar con precisión bajo qué categoría se lo piensa. Decir que es el mejor periodista de Argentina parece cierto pero no suficiente. Con eso hablamos de una superioridad profesional, pero la cuestión con el Perro no es una diferencia de grado, de mayor calidad, sino una distinción cualitativa. Si Verbitsky es un periodista, lo que lo distingue es que es también otra cosa. Lleva a cabo una praxis que no tiene en el presente otros practicantes.
De acuerdo: es un escritor. Ok: forma parte de un conflicto político del cual no es un mero analista ni un teorizador. No describe, o no solo describe; por sobre todas las cosas él interviene. La clave consiste en precisar cuál es su modo de intervención. No es la mera opinión ni la simple información. Tampoco es un operador al servicio de determinados poderes fácticos, alguien que dice lo que a otro le conviene que se diga. Quizás lo más interesante de Vida de Perro, de los extensos y pormenorizados repasos de muchos años y situaciones que tuvieron a Verbitsky como testigo, como participante y a veces hasta como protagonista, de las diferencias políticas que a veces asoman entre los interlocutores, sea que el libro incita a cuestionar la naturalización de la práctica del periodismo, requiere pensar en todo lo que hay por debajo, por encima y por los costados de esa profesión con tanta resonancia. Porque es por esos márgenes poco o nada explorados que Verbitsky se ha venido moviendo con una persistencia a lo largo de décadas, lo que lleva a sospechar que hay un pensamiento tácito en su praxis.
Único ejemplar de su especie, parece que Diego Sztulwark advierte esta singularidad, tanto como la necesidad de que algo de ese saber moverse por los intersticios de la lucha política en la Argentina cruenta de los años 60, 70, 80, 90, del 2000 y del presente valga la pena transferirse a las nuevas generaciones: de periodistas y de luchadores políticos.  Verbitsky sabe algo que está implícito en su trabajo: su escritura, en libros, revistas, diarios y últimamente en publicaciones digitales. Es un maestro en el estilo de comunicación indirecta. Deslumbra también por sus silencios. Eso que él sabe lo lleva a intervenir en la disputa política. También a la inversa: por intervenir en esa disputa es que ha aprendido. Y su modo de intervención es gravitante no para un sector político, sino para una diversidad de sectores -eso que a falta de un nombre mejor podríamos llamar «el campo popular», aunque la izquierda clásica no se sienta cómoda con esta categoría- a los que a veces les cuesta sentarse a discutir, si acaso lo logran.
Verbitsky cuando publica sus notas instala un diálogo tenso con diversos actores políticos: con dirigentes de ese campo popular, con el movimiento de los Derechos Humanos (que lo cuenta desde hace varias décadas como uno de sus principales actores), con el peronsimo, el kirchnerismo, la izquierda, las organizaciones sociales, los medios, otros periodistas y muchísimos militantes que esperan sus notas incluso para discutirlas. Su singularidad puede constatarse cuando se percibe la diferencia de la edición dominical de Página/12 antes y después de su salida: el diario puede seguir siendo bueno e interesante, pero perdió algo de la tensión que él le infundía. Quizás haya que buscar por este lado: su escritura no solo describe sino que también crea tensiones con actores concretos.
En este sentido, la conversación con Diego Sztulwark es interesante porque los dos son distintos: Diego es dos generaciones más joven, responde a un perfil más clásico de la izquierda y por ende se encuentra distante del apoyo que Verbitsky manifestó en los años kirchneristas. Si ellos se ponen a discutir, eso significa varias cosas: que Verbitsky y la izquierda clásica no son lo mismo, que ese diálogo es posible y necesario para ambas posiciones y, finalmente, que todavía no se logró hacer, al menos de manera pública.
Sztulwark declara que se propuso entrevistar a Verbitsky para desentrañar su método, por una necesidad histórica: Verbitsky acumuló en estos años un tipo de experticia que ahora hace falta transferir a las nuevas generaciones. Pero leyendo el libro se advierte que no se inquiere por un método en el sentido técnico, sino más bien por una praxis. No cómo hacer, sino qué hacer.
El Perro es reacio a teorizar sobre lo que hace y, en general, a teorizar en cualquier sentido. Su filosofía está implícita en sus movimientos y sobre todo en las cosas que Verbitsky nunca hace, en eso que lo diferencia de otros. Por ejemplo: la categoría de «periodismo militante», a la que no queremos desdeñar, no lo describe bien. Por eso, Verbitsky nunca fue a 678. No porque él desprecie la función o la utilidad política que pudo tener un programa así, sino porque su propia práctica es incompatible con ese tipo de intervenciones. Algo de eso es lo que Sztulwark quiere caracterizar cuando dice que Verbitsky es austero.
También podría decirse que su vinculación con la teoría política es de un pragmatismo escéptico, lo cual no implica que sea políticamente escéptico. Su escepticismo radica en que desconfía de la capacidad de las teorías para apresar las tensiones reales de la política. Quizás ese mismo escepticismo lo haya llevado a distanciarse de las posiciones de la izquierda clásica, a la que durante muchos años llamó «la paleoizquierda». Sztulwark le hace notar su disgusto con esa terminología y Verbitsky, en sus conversaciones, aclara que ya no usa más ese concepto, porque piensa que a partir de la emergencia de nuevos dirigentes como Myriam Bregman o Nicolás del Caño esa caracterización ya no es justa. Sin embargo, la tensión con la –ya no paleo– izquierda subsiste. Cuando en el libro se habla de la cercanía de Verbitsky con el kirchnerismo y también de sus manifiestas diferencias, cuando Verbitsky explica su visión del peronismo y el momento en que decide dejar de ser peronista -1973-, cuando marca el desencuentro de la izquierda trosquista con los procesos políticos populares, en todos esos pasajes también él parece guardar un escepticismo hacia el exceso de teoría que frena prácticamente a la izquierda clásica y la confina a no poder desbordar un límite social.
No lo dice así, pero es lo que yo creo intepretar. Sería algo por el estilo: «la izquierda quiere operar sobre la realidad desde un lugar de claridad teórica que no existe, las contradicciones son reales, también la de aquellos procesos con los que Verbitsky simpatizó o apoyó; él mismo los percibe, pero no está dispuesto a refugiarse en una posición de no contradicción que lo ponga a salvo de atravesar esas tensiones». O como diría Pasolini, en una frase que quizá Verbitsky nunca haya tenido en cuenta, pero es posible que haya encarnado como nadie: «las contradiccciones no hay que resolverlas, hay que vivirlas». La distancia de Verbitsky hacia la izquierda parece provenir de su escepticismo acerca de la existencia de un lugar de enunciación no contradictorio desde el cual ejercer la crítica de las relaciones reales de poder. Si se quiere intervenir en las disputas reales de poder, hay que tener menos resguardos teóricos y asumir la necesidad de que las contradicciones se hagan carne en uno mismo. Verbitsky dice: «Que yo no sea peronista no me hace ignorar la centralidad que aún tiene el peronismo y que puede tener en el futuro”.
Diego Sztulwark reconoce «la necesidad de aprovechar a fondo la mirada sistemática y documentada que Verbitsky establece con el presente político, el ejercicio analítico con que nutre semana a semana a sus lectores desde hace décadas, la perspectiva histórica de algunos de sus trabajos (de modo ejemplar, sus cuatro tomos sobre la Iglesia argentina) y la vocación de intervención en la actualidad, no sólo a través del periodismo sino también a través de dispositivos prácticos de gran alcance, como el CELS».
Un solo ejemplo de cómo en Vida de Perro se transitan estas tensiones. Dice Verbitsky:
– El día que mataron a Mariano, yo comí en Olivos con Néstor y Cristina, de casualidad, no por eso. Lo habíamos combinado antes. (…) Néstor era consciente de la gravedad de la situación. Cristina estaba con el mismo reflejo que el día que discutió conmigo por Milani, el de las provocaciones de la izquierda. Y contaba que el día anterior habían intentado quemar la puerta en una manifestación frente al palacio Pizzurno. Néstor estaba más preocupado por la muerte del pibe y por la patota que por la política de la izquierda. Esa fue la última vez que lo vi. Murió una semana después. Estaba cansado, se lo veía desmejorado, se fue a dormir temprano. Me llamó por teléfono uno o dos días después, exultante porque había logrado identificar a uno de los de la patota y había contado cómo había sido todo.
DS: ¿El CELS ya había definido tomar el caso Ferreyra?
HV: En ese momento aún no había causa. Yo siempre pensé que el CELS tiene que estar en ese tipo de conflictos fundamentales. En este caso, hubo un cruce de muchos trabajos nuestros: el litigio, el adecentamiento de la justicia, la violencia institucional, la precarización del empleo.
DS: ¿Por qué el adecentamiento de la justicia?
HV: Porque en el transcurso de la investigación se detectaron los sobornos y la intervención de la Side para beneficiar a Pedraza y lograr su impunidad. Denunciamos todo eso y promovimos una causa penal y el juicio político contra un juez de la Cámara de Casación, Eduardo Riggi. (…)
DS: ¿Cuál es tu balance del juicio?
HV: Del juicio a Pedraza, extraordinario. Muchas veces las patotas sindicales atacaron a militantes y opositores, como el caso de Blajaquis y Zalazar. Pero esta fue la primera vez en la historia argentina que un burócrata sindical fue condenado por el accionar de una patota. El kirchnerismo tuvo mucho que ver con eso. La izquierda dice: “Pedraza era el dirigente sindical del kirchnerismo” y muestra la foto con Cristina y con Néstor. Sí, es cierto, pero cuando mataron al pibe, el kirchnerismo se puso de punta contra Pedraza, y a pesar de todos esos nexos que evidentemente existían, no hizo nada para defenderlo sino todo lo contrario. En cambio, no tuvimos éxito con las denuncias contra Riggi, que fue protegido por la corporación judicial. Hubo críticas al juicio e incluso al CELS desde algunas posiciones liberales o de izquierda por no haber ido más arriba de los policías, hacia las responsabilidades políticas, particularmente contra Aníbal Fernández. Algunas personas lo dicen de buena fe y otras no. No es que el CELS no fue contra Aníbal Fernández, sino que no encontramos elementos para ir en contra de él. De hecho, hubo un juicio público transparente, que duró meses, y nadie aportó ningún elemento que mostrara algún involucramiento de Aníbal, más allá de las declaraciones estúpidas que hizo bancando la versión judicial. Ni la estupidez ni las posiciones políticas cuestionables son delito. Eso vale para un reproche político, pero no penal. El saldo de ese juicio ha sido muy importante y muy positivo. Puso en evidencia en la persona de Pedraza la parábola de la burocracia sindical. Yo lo conocí a Pedraza de joven en la CGT de los Argentinos (CGTA). No venía del peronismo sino de alguna de las orgas marxistas que confluyeron en la CGTA, enfrentadas con la burocracia sindical vandorista. Y décadas después termina siendo el responsable del asesinato de un pibe como él. Han pasado cuarenta años y él es el asesino de su propia juventud, impresionante.
DS: Fue un acontecimiento terrible que muestra algo más: un contraste entre tipos de militancia juvenil. Reconozco a la militancia como la de Mariano Ferreyra el hecho de meterse de lleno en el conflicto obrero, en el problema de los tercerizados, contra los componentes fascistas que contribuyen a gobernar las fuerzas del trabajo y que otras militancias no cuestionan.
HV: Es lo que te decía yo con respecto a la subordinación de la lucha gremial al partido político. Es lo mismo que sucede en Lear, con los cortes en la Panamericana. No cortan los laburantes, son los centros de estudiantes, es el partido.
DS: No sé, creo que no nos entendimos.
HV: Yo creo que sí. Sólo que acentuamos cosas distintas.
DS: Lo que quiero decir es que la patota de Pedraza, al tratar de sacar a los pibes que acompañan esas luchas por “rojos”, termina de confirmar –por contraste– que hay militancias que no acompañan esas luchas ni hablan de esos poderes fascistas. Me refiero concretamente a cierta militancia juvenil kirchnerista, que en estos años se ha planteado más como “soldados” de Néstor y Cristina que como una fuerza autónoma capaz de intervenir en conflictos como este que estamos señalando. Desde ahí me parece muy problemático que se silencie ese tipo de militancias como la de Ferreyra.
HV: En ambos casos son fuerzas subordinadas a un proyecto político. La Cámpora, al de Néstor y Cristina; los pibes de izquierda, al PO u otros partidos de izquierda. No me parece que difieran en eso. Yo no puedo dejar de ver que en el gran cuadro general uno es una fuerza progresista y el otro es una fuerza reaccionaria. Yo creo que el PO es una fuerza reaccionaria. Sus opciones políticas en la escena nacional jugaron en aquellos años del lado de la derecha y las del kirchnerismo, no. Esto no califica la militancia respectiva. A mí me resulta mucho más simpático Nicolás del Caño que Insfrán.
DS: ¿Dirías que un tipo como Insfrán, en Formosa, por el marco en el que estuvo inserto, terminó por fortalecer una política progresista incluso a pesar suyo?
HV: Sí, pero eso dura lo que dura el Gobierno nacional; cuando se acaba el gobierno, Insfrán vuelve a ser lo que es. Ahora los procesos en los territorios que controlan esos gobernadores quedan liberados a su propia influencia. Nosotros defendemos a Félix Díaz en Formosa, a la comunidad Qom. Y no dejamos de ver lo difícil de la situación en la que Insfrán tuvo apoyo. Es una mierda que haya sido así. Al mismo tiempo, no son pocos quienes viajan a la provincia y cuentan que en torno a Insfrán hay mafia, narco. En el contexto nacional, lo que hacemos desde el CELS es defender a La Primavera y enfrentar a Insfrán. Con toda la dificultad que tiene eso en un contexto como el que se dio en la década pasada.
[Fin de la cita]
En este notable pasaje aparecen todas las tensiones que mencioné al principio de este post: las que subsisten entre el apoyo crítico de Verbitsky al kirchnerismo y la distancia de la izquierda clásica, mejor representada por Sztulwark. El rol de Verbitsky como dirigente de una organización de Derechos Humanos. Sus discusiones con Néstor y Cristina y sus momentos de encuentro en causas que Verbitsky considera reivindicables. Su objeción hacia la falta de perspicacia de la izquierda para involucrarse en las luchas donde se disputa el poder real. Las tensiones entre su rol de investigador y su rol de luchador político, en las que ninguno de los dos roles anula al otro.
¿Qué es Verbitisky? parece preguntarse el libro Vida de Perro. No ¿quién es?, como si lo importante fuera algo del ámbito de su intimidad o su psicología particular. Qué es significa: qué tipo de práctica encarna, cómo hay que pensarla, que fertilidad permite esta práctica y que obstáculos encuentra. En un pasaje, Sztulwark dice que Verbitsky es un investigador político. La fórmula es atractiva, siempre que el «político» no sea solamente el adjetivo de «investigador». Puede pensarse también invirtiendo los términos: político investigador. La investigación del poder como una modalidad de la intervención política, que exige hallar un punto preciso en el que se reserva grados de autonomía que un militante típico no posee, pero no se sacrifica por eso un compromiso efectivo, el apoyo a determinados procesos en los que el poder real está en disputa, aun cuando estos procesos tengan aspectos contradictorios. O mejor: precisamente porque estos procesos son contradictorios hace falta involucrarse en ellos.

Moro Anghileri sobre Vida de Perro // Booktrailer #3

“Es un libro que hace un recorrido histórico de un modo muy vivo”, dice la actriz. Reflexiones sobre el libro de Horacio Verbitsky y Diego Sztulwark

 

 

Lula, us, and the problem of corruption // Diego Sztulwark

I wish we were in conditions to create alternative media! We’ll get there eventually, I believe. But you have to understand that we are in Brazil and not in Europe. It’s another universe, another political education, another experience of struggle! But I think that we will get to that situation, because it is the only way to free ourselves from dependence on the official media.

Ignacio Lula da Silva, 1982

The Perestroika of Capital

Corruption is a phenomenon of perversion or devaluation that, in reference to public life, becomes an ethical or political problem of the first order. To look at the recent history of the use of anti-corruption discourse by those who regulate the mechanisms of social control and accumulation we need to go back to the Menemism of the 1990s. At the end of the Cold War, the business, political, and religious elite, along with the communications apparatus, understood the convenience of resolving their internal disputes within a discursive space that did not question the fundamental lines of the triumphant socioeconomic system. Anti-corruption discourse acted to protect the system and replace class struggle in a context in which the threat of coup by the old military party started to lose force. Moral values and the legal code became the ultimate foundation of the political, annihilating the real substance of democratic practice. As if Machiavelli had not taught us anything about the extra-moral reality of politics. Since then, the rotation of political personnel has been settled by means of accusations, with or without proof, of crimes and embezzlement. We see it today in Brazil, in Ecuador, Peru, and in Argentina. It is that simple. The so-called progressive governments, almost all of whom emerged as the effects of the cycle of social struggles between 1996 and 2003, are being wiped off the map by this procedure, which was initially designed to resolve the internal troubles of those who rule.

Robbing for the Crown

Thus there is a clear need for a political thought that is critical of that discourse focused on denouncing corruption. In an initial and aerial review of some things that have already been stated and written about the issue, the following points of departure could be considered:

  1. Corruption of democracy. After the crisis caused by debt in the 1980s, and lasting until the crisis of the end of the 1990s, local elites reached an agreement with the global creditors on a mode of capturing collective surplus value through the state: privatizations, bonus festivals, etc. These function as mechanisms for transferring public resources to the large economic groups and international credit agencies. During that time, corruption was a class resource oriented toward situating the state as an instrument of social exploitation and as internal compensation between factions of the ruling class block. This process of dispossession was carried out in full democracy, by hijacking popular representation. Corruption thus became an indispensable mechanism for the misappropriation of the decision-making process to the benefit of large capital and caused the sterilization of the democratic potential of the rule of law and the parliamentary system.
  2. Corruption of communitarian forms. If we go beyond a focus on political modes, neoliberalism is a way of corrupting communal forms of life. Enzo Traverso refers to neoliberalism directly as an “anthropology.” It is a regime for managing the processes of individuation that blocks and assaults all figures of collective power that are not functional to the entrepreneurial hero. As anthropologist Rita Segato explains (and as the March 8 Women’s Strike movement foregrounds), the violent penetration of this neoliberal subjectification can only be reversed if political bodies – institutions, governments, states – were returned to a popular communitarian jurisdiction.

War against Democracy

The discourse against corruption and in favor of a republic of capital is posed as a war against democracy (even against the republic that, in a classic sense, is an indissoluble effort to liquidate the power of the party of the rich over the public). Its principle apparatuses are, according to a brief text by Hardt and Negri – Declaration –, processes of the mediatization of perception, representation of the political, securitization of life, and indebtedness or the subordination of social cooperation through finance. Private property is the foundation coordinating these four apparatuses that produce individuals devoid of social bonds. Without a critique that goes to the root of this complex machinery, it is impossible to understand how the phenomena of cruelty in neoliberal society are constituted, nor the strategic importance that anti-corruption discourse takes on as a way of delegitimizing any figure of the collective that is formed based on principles that are different from and in opposition to those of neoliberalism.

Destroy Lula!

To destroy Lula is to destroy the pioneering and systematic effort to create a new left based on social movements (https://lobosuelto.com/?p=19295) following the fall of the Soviet Union. Grassroots ecclesial communities, movements of landless campesinos, the powerful metalworkers’ unionism, the intellectuals who had resisted the dictatorship: the PT was formed as a non-Stalinist, mass-based political expression capable of convoking and inspiring social struggles across the continent. And it did so under the powerful leadership of a man born into the poverty of Northeast Brazil, himself a metalworker and union leader. It is true that Lula and the PT distanced themselves greatly from that effort when, once in government, they took pains to transform the novelty of this left into a friendly (and very celebrated) attitude in forums such as that of Davos. On the other hand, during those years the left made numerous criticisms of the PT and much of the left distanced itself from the party. In fact, the PT governments implemented neoliberal policies and repressed, in an absolutely unforgivable way, the movements that came out for free transportation and other demands in 2013. It is essential to fully understand the PT’s limits on these fundamental issues, for which we can turn to Toni Negri’s recent dialogue with important party cadres (https://lobosuelto.com/?p=19305) Despite all of this and due to the historical role that they played both at the national level and the continental level, Lula and the PT continue being an obstacle for the most powerful bourgeoisie on the continent. Destroying Lula, in this precise historical moment, is to liquidate any possible democratic articulation between institutions and popular movements.

The Perfect Crime

The neoliberal regime – that of unbridled capital and its operators – feels capable of carrying out an improbable perfect crime; it has too much confidence in the inactivity of the plebeian floor that acts from below and beyond parties and governments. But perhaps everything could be seen in the opposite way if we start from the movements of the landless, the homeless, the inhabitants of the peripheries, and the women’s movement, that ongoing molecular movement that liberals and conservatives are allied in opposition to, which have created a crisis in the democratic political space in which conflicts have been resolved up to now.  As the psychoanalyst Suely Rolnik wrote recently, it is out of these explosive components that new strategies of resistance will emerge (https://outraspalavras.net/brasil/666381/ ).

#FreeLula

Malvinas desde Rozitchner, Verbitsky y Fogwill // Clinämen

A 36 años del comienzo de la Guerra de Malvinas, evocamos una conversación con León Rozitchner y repasamos zonas subrayadas de “Los pichiciegos” de Fogwill y “La última batalla de la tercera guerra mundial” de Horacio Verbitsky. El fondo del terror y el plan económico que padecemos y resistimos hasta hoy.

Una nueva metalurgia // Diego Sztulwark

 

Hacer agujeros no es simplemente hacer vacío, sino encontrar algo que existe en los agujeros.

 

Anti-Edipo, Mil mesetas y Qué es la filosofía, tres de las principales obras escritas en colaboración por Gilles Deleuze y Felix Guattari, son tratados sobre los movimientos de la tierra (territorialización, desterritorialización y reterritorialización) y de los flujos (codificación, descodificación, sobrecodificación). Los autores, en particular en su último trabajo, ligan la filosofía ya no a una relación entre sujeto y objeto sino a una “geofilosofía” o “geopolítica”. El Anti-Edipo relata una historia universal: la comunidad primitiva, que codifica todo flujo como perteneciente a la tierra, ha debido enfrentar el nacimiento del Estado –Imperio– que sobrecodifica la actividad comunitaria remitiéndola a la propiedad pública representada por el déspota. Basados en abundante bibliografía proveniente de la antropología, los autores afirman que el surgimiento del Estado –esa idea eterna que se encarna de modos diferentes– se dio de una sola vez. El Urstaat: sobrecodificación general de todos los flujos. Junto al Estado imperial nace el sobre-trabajo, la moneda -con relación a los impuestos y a la renta- y el monopolio del comercio exterior. Si la actividad comunal presentía y conjuraba al Estado, el Estado presiente y conjura la temida descodificación general de los flujos, el derrame del que surge el capitalismo.

Deleuze explica en sus clases que tanto en China como en Roma se vivieron fenómenos de descodificación general, auténticos contragolpes a la sobrecofidicación imperial. El esclavo liberto chino o el plebeyo romano eran producidos por el Estado de tipo despótico pero no formaban parte de la sobrecodificación. Eran sujetos despojados de su estatus. El plebeyo romano, a diferencia del patricio romano, no tenía derecho a explotar la riqueza pública y solo se le entregaba una parcela privada. Deleuze ubica el   nacimiento de la propiedad privada y su extensión al comercio y a la empresa en este movimiento de descodificación plebeya. Sin embargo, la descodificación de los flujos no es suficiente por sí misma para explicar el nacimiento del capitalismo. Hace falta aún que estos flujos se encuentren y den lugar a una toma de consistencia capaz de crear una nueva sociedad. El capitalismo surge de una conjunción de los flujos descodificados: de la relación diferencial y de determinación recíproca entre flujos en los que la riqueza se pone como capital y la actividad humana como trabajo. El Estado no desaparece en la nueva sociedad, pero ya no ocupa el lugar de la trascendencia imperial. Deviene inmanente, un operador interior al encuentro entre los flujos descodificados que no dejan de relanzarse en nuevas combinaciones  según una lógica que los autores denominan axiomática.

La axiomática capitalista es una lógica en la cual la instancia que formaliza y conecta no es exterior ni superior a los términos formalizados y puestos en conexión. Si la axiomática capitalista parte del mercado mundial, se efectúa en los Estados, que actúan  adjuntando o bien substrayendo axiomas; proponiendo al capital modelos de realización. El Estado regula y territorializa flujos descodificados. La axiomática capitalista es la oscilación misma entre un polo socialdemócrata o populista (adjunción de axiomas, mercadointernismo) y uno neoliberal o totalitario (substracción de axiomas, prioridad del mercado exterior). Los Estados, heterogéneos entre sí, resultan así isomorfos en relación con la axiomática que se desarrolla en el nivel del mercado mundial. Claro que las categorías de Deleuze y Guattari no pueden leerse como si fueran exclusivamente sociológicas, perdiendo de vista su dimensión deseante. La axiomática de los flujos limita el componente esquizofrénico de la descodificación presente en el capital; la añoranza del Estado actualiza el componente paranoico. Se trata de mostrar, sobre todo en El Anti-Edipo, hasta qué punto el psicoanálisis de época formaba parte de la axiomática del capital, en la medida en que ofrecía una reconducción del deseo hacia las figuras parentales sumisas a la reproducción de las categorías del modo de producción capitalista.

Tanto en Antiedipo como en Mil mesetas la discusión con las izquierdas revolucionarias tenía que ver, precisamente, con la necesidad de retomar la unidad de lo deseante y lo histórico como condición de una verdadera ruptura. La cuestión de si es deseable y posible retomar estas consideraciones metodológicas en función de un plebeyismo actual se plantea sin cesar cada vez que en las calles y en las ideas se abandona la obediencia de la regulación burguesa de la existencia. No se trata de un mero voluntarismo sino de la crisis y el surgimiento de nuevas figuras. Además de lo que hoy ocurre en torno al movimiento de mujeres, hay otras pistas que tal vez valga la pena evaluar: la relación entre trabajo y territorio, y la relación entre alianza y filiación. Como sostiene Deleuze en sus clases, publicadas bajo el título Derrames II. Aparatos de Estado y axiomática capitalista, la relación entre trabajo y territorio, en la medida en que “la crisis actual no es en absoluto una crisis; corresponde exactamente a las condiciones actuales de la formación del nuevo capital”, los contingentes colectivos que no participan de las nuevas zonas de recomposición de la economía (lo que fue el movimiento piquetero, lo que son los trabajadores de la economía popular) quedan situados en una zona de crisis continua, en la que solo resta politizarse para promover derechos –movimientos sociales que buscan adjuntar axiomas– o bien (no se trata de caminos excluyentes) liberar las conexiones del trabajo precario, esa zona de crisis en la que los enunciados y las acciones resultan indecidibles.

En cuanto a la relación entre alianza y filiación, esta tiene que ver con la capacidad de promover desacatos subjetivos en la escena del deseo, en particular en el punto en el que la reproducción de humanos se liga y subsume a la reproducción de las relaciones sociales que genéricamente llamamos neoliberales. La breve pero rica tradición iniciada por las Madres de Plaza de Mayo permite retomar el problema de los vínculos en una clave que no es la de la reproducción del capital: madres no sumisas, madres de revolucionarios, hijos y abuelas. Durante el último año aparecieron los primeros testimonios de quienes dan lugar a una nueva figura: los “exhijos” (los “hijos” de cuadros de la represión durante los años del Estado terrorista). Quizás no se trate solo de la desafiliación de unas víctimas en el ámbito familiar con respecto a los malos tratos de unos monstruos que hoy ya nadie defiende, sino de una posibilidad aún más trascendente, de una acción que permite identificar y desactivar las operaciones de suma crueldad (en el sentido que le da Rita Segato y no Artaud a la palabra crueldad) con las que ayer y hoy se habilita la subordinación de la reproducción de la vida a la de la acumulación de capital. En cualquier caso, plebeyismo ya no es la clase obrera con la que estuvieron en contacto las izquierdas durante el largo período que va de la Comuna de París a la caída del socialismo real. Quizás la nueva plebe no sea una categoría sociológica más, ni se adecúe a los valores morales del progresismo, sino una manera discontinua de contactar con las pulsiones descodificantes que recorren el campo social –mujeres, trabadores irregulares, exhijos– de modo indecidible, es decir, no necesariamente dispuestos a derivar su existencia de los diseños dispuestos por los Estados como modelos de continuación para la realización del capital.

Además de las dos grandes imágenes con las que concibe el espacio (los espacios estriados –estatales– y los lisos –los cielos y los mares, pero también los territorios nómades–), Deleuze encuentra que los metalúrgicos constituían redes móviles que permitían ligar la minería con la fabricación de espadas, es decir, entraban y salían del Imperio. Ni acción de alisamiento ni de resonancia o de estrías, su relación con el espacio consistía en hacer agujeros. Hacer agujeros, es decir, buscar yacimientos. Un espacio agujereado hace posible nuevos descubrimientos.

Forma de vida // Diego Sztulwark

Ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable

que nos pueda ocurrir.

Rilke

El problema de la forma de vida, de cómo vivir, recorre por dentro la historia de nuestros saberes. Filosofía y vida se han encontrado cada vez que un discurso conceptual estrechó lazos con disposiciones no discursivas, abriendo en el pensamiento un espacio de ejercitación espiritual orientado a decidir sobre los asuntos más difíciles de la existencia. Y al contrario, ese lazo ha vuelto a romperse cada que vez que el discurso conceptual trató de autonomizarse de esas disposiciones mundanas (los morosos asuntos de la vida práctica), dejándose llevar por sus propias ansias de renovación.

Dado que la cuestión del modo de vida se juega en el tipo de articulación que pueda alcanzarse entre discurso conceptual y dimensión no discursiva de los saberes, toda filosofía práctica implica una determinada política de la existencia. Ni el discurso teórico, ni la política como sistema, ni el mero gregarismo dan por sí mismos respuesta al problema de esta articulación. Las políticas de la existencia apuntan a resolver el problema del buen gobierno de las pasiones humanas y al logro de alguna experiencia de la felicidad. En ocasiones estas políticas de la existencia se organizan como verdaderas políticas de poder.

Una rápida mirada a la coyuntura permite distinguir al menos dos modalidades visibles de articulación.[1] Desiguales entre sí, ambas pueden considerarse representativas de una voluntad de poder ligada a la estabilidad y al orden, aún si su atractivo surge de una notoria apelación a la creación, o bien al rechazo de aspectos de la situación actual. Por un lado están las políticas de la inmanencia que enseñan el entusiasmo por el mundo tal y como es. Se trata de evitar una vida frustrada, neurótica o patologizada por medio de una serie de propuestas laicas y positivas que apelan –siempre al interior de la hegemonía neoliberal, a la cual no cuestionan- a la creatividad personal (en clave emprendedora). Su punto fuerte es su cuestionamiento al miedo al mundo tal cual es, al refugio ideologista que justifica la inacción de modo moralista y al encierro en posiciones reactivas frente  a la vida. La idea, en definitiva, de que toda gran salud consiste en aprovechar, con convicción, los posibles que ya están dados.

A pesar de su exaltada apelación a la inventiva, este tipo de lazo inmanente es de naturaleza fuertemente adaptativo y no va nunca más allá de una redundancia respecto de los dispositivos maquínicos que organizan el presente como tal. Esta apelación a superar el miedo es ambivalente, porque en esencia extrae su seguridad de una aceptación de la situación estructural que sería riesgoso cuestionar. La propia idea de inmanencia resulta así empobrecida, en la medida en que se la coloca al servicio de una pura lógica de valorización neoliberal.

Una de las respuestas más fuertes a este tipo de ateísmo liberal vuelto modo de vida hedonista -un individualismo sin trascendencia- la ofrece una cierta teologización de la existencia que retoma, a partir de la fe, los valores comunitarios y de salvación que la política de tipo inmanente desprecia. Se trata de una política de la existencia de tipo trascendente, que tiende a organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas -religiosas- no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas de terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).

A diferencia de otros momentos en los que las militancias políticas y el mundo intelectual de las izquierdas lograban poner en juego políticas de la existencia disidentes capaces de desanudar el sistema de la obediencia, en la situación actual actitudes como el encierro en círculos narcisistas sin confrontación productiva con los otros, o la reducción de la actividad política a una confrontación que pasa casi exclusivamente por el plano de la comunicación -discursos e imágenes- revelan una débil voluntad de poder de las posiciones que antaño se identificaban con la crítica. Sin embargo, si la situación es de todos modos abierta y dinámica, se debe a la subsistencia de una tradición insurgente y callejera,[2] que no ha dejado de renovarse, incluso en las peores condiciones, y que se ha mostrado capaz, una y otra vez, de elaborar el miedo y de retomar aspectos libertarios y comunitarios por fuera de los dispositivos de obediencia en que hoy son capturados.

2.

¿Puede la filosofía terciar en este orden de cosas? De Sócrates a Nietzsche la filosofía ha sido concebida por muchos como una forma de vida no fundada en la obediencia. ¿Quiénes serían los filósofos contemporáneos? ¿Dónde están los buscadores de nuevas articulaciones entre pasiones, discursos y actitudes colectivas? Preguntas como estas surgen inevitables de la lectura de La filosofía como modo de vida, un libro de conversaciones que mantuvo el filósofo Pierre Hadot con sus colegas Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.

Hadot ha dedicado su vida a la filosofía antigua. Entre sus libros traducidos al castellano se encuentraPlotino o la simplicidad de la mirada, una bellísima narración de la mística neoplatónica presentada como un elevado ejercicio de contemplación, capaz de brindar acceso a una sutil disponibilidad, y a una intensa capacidad de atención a sí mismo y a los otros que se revela como una dulzura hacia el mundo.

Su trayectoria personal comienza en la Iglesia Católica francesa, que lo acogió durante dos décadas, hasta que arriba al Collège de France, invitado por Michel Foucault. Siempre le agradeció a la Iglesia su completa formación intelectual, aunque rompió con ella en los años cincuenta a causa de su sobrenaturalismo, es decir: “la idea según la cual el comportamiento puede modificarse sobre todo a través de lo sobrenatural, y que la confianza ciega en la omnipotencia de la gracia permite hacer frente a todas las situaciones”, lo que en la práctica ha significado -cuenta Hadot- la tolerancia con la pedofilia dentro de sus filas. Frente a esos casos, la Iglesia se ha ocupado más de cuidar la conexión del sacerdote con dios que del destino de sus víctimas. Admira a Foucault como historiador de acontecimientos, aunque le reprocha su idea de los “cuidados de sí” entendidos como estética de la existencia: percibe allí un desdén por la dimensión colectiva de la vida filosófica, y el riesgo de un nuevo “dandismo”.

En La filosofía como modo de vida, Hadot se remonta a la distinción antigua entre «filosofía» y «discurso filosófico». Si bien no hay filosofía sin discurso, la filosofía ha sido en su origen algo más, una “elipse que tiene dos polos: un polo de discurso y un polo de acción, exterior, pero también interior”. Hadot recuerda la burla de que eran víctimas los filósofos de discurso que no sabían vivir. Lo que hoy llamaríamos “filósofos de cátedra”. ¿Cómo entender esa burla? ¿Tiene interés volver a idealizar al filósofo y atribuirle unos saberes –¡imposibles!- sobre qué es la vida y cómo vivir? Más sugerente sería leer esa burla como una sanción a  la automatización del discurso, a la pereza filosófica que no se esfuerza ya por articularse con disposiciones existenciales (dando lugar a eso que hoy se denomina “subjetividades”). Menos un problema de verdad –o de novedad- y más uno de búsqueda, de ejercicios.

El filósofo que busca redescubrir el mundo, piensa Hadot, se dice a sí mismo frases capaces de producir un efecto “ya sea en los otros, ya sea en uno mismo”, en unas circunstancias concretas y con relación a unos fines determinados. Su discurso es ante todo un ejercicio “espiritual” (hay que tener muy en cuenta que en la antigua filosofía griega estos ejercicios no eran de orden religioso; el cristianismo de los primeros siglos se los apropió para plantear desde sí una forma de vida que hizo retroceder las posibilidades de una vida propiamente filosófica).

Hadot entiende por ejercicios espirituales una práctica voluntaria de transformación de uno mismo y una preparación por medio del pensamiento para afrontar las dificultades de la vida (examen de conciencia, confesión de faltas cometidas, escucha de nuestro monólogo interior, modos de enseñanza, meditación sobre la muerte, técnicas de escritura dirigidas a modificar el propio yo, formas de limitación del deseo).  Muchos de estos ejercicios, explica Hadot, se inspiraban en la conciencia de pertenecer a un cuerpo colectivo, como sucede, por ejemplo, con el ejercicio consistente en prestar atención a los otros como vía de transformación de uno mismo (opuesto al gobernarse a sí mismo para aprender a gobernar a los otros, que fascinaba a Foucault). Hadot destaca que estos ejercicios, promovidos por las antiguas escuelas, produjo efectos sobre la política y el derecho de su tiempo.

Los ejercicios espirituales –la búsqueda de una ruptura con el cotidiano, el deseo de acceder a una experiencia descentrada respecto del yo y de las preocupaciones inmediatas- nunca han desaparecido del todo. Luego de su absorción en el cristianismo durante la Edad Media, prosiguieron su marcha a través de las filosofías modernas que buscaron desplazar la percepción hacia la naturaleza y el cosmos (Hadot admira particularmente las filosofías de la percepción de Bergson a Merleau-Ponty). Desde entonces los ejercicios se fueron despojando de su ropaje religioso hecho de “imágenes, personas, ofrendas, fiestas, lugares consagrados a Dios y a los dioses”, hasta retomar su fisonomía propiamente filosófica. Las meditaciones cartesianas dan testimonio de este recorrido (Valéry escribió que con Descartes se inicia la novela moderna que narra el drama de las ideas, más que el de los personajes). Luego Spinoza y Kant realizan una crítica “depuradora” de la religión. Ni siquiera la mística pertenece por derecho propio a la religión: Plotino y Bataille -dice Hadot- nos enseñan la experiencia de una comunicación no religiosa con fenómenos místicos.

3.

Esta bella reivindicación de la filosofía como modo de vida va más allá de la filosofía misma en la medida en que plantea un problema que nos concierne a los no filósofos. El propio Hadot permanece cauto con respecto a la capacidad de la filosofía contemporánea para retomar la riqueza espiritual de las antiguas escuelas griegas (una relación más viva entre personas –no tanto entre ideas-, un intento de hacerse presente para uno y para los demás, un aspecto nítidamente terapéutico). Los antiguos filósofos, dice Hadot, escribían sus frases menos para perfeccionar sus sistemas que para influenciar su propio yo.

Hadot nos aproxima a una filosofía situada más allá de la propia filosofía, a una forma de vida que consiste en la constitución de un espacio de pensamiento capaz de decidir activamente las cuestiones mundanas vinculadas a nuestra existencia. Desprovistos de expectativas en la filosofía como tradición, los no filósofos podemos entrever en Hadot una indicación productiva que incluso va más allá de su propia trayectoria: se trata de hacer una vida en la intensificación de ciertas lecturas fuertes, como parte de un ejercicio ético. Más que aceptar las prescripciones de la filosofía antigua (el propio Hadot considera que de los antiguos debemos heredar la ejercitación, no la “neblina ideológica” que la acompañaba), se trataría de preguntar, al modo de un ejercicio introductorio, en qué punto se está en relación con ese espacio propio de evaluación y decisión sobre lo que somos, que es el corazón mismo de la pregunta por la forma de vida.

No se trata de una pregunta formulada en el aire sino en circunstancias bien determinadas por los conflictos y por la amenaza de guerra que conllevan, en torno a los modos de vida (qué es vivir, se vive cómo; y su reverso, la cuestión de las necropolíticas) que recorren de punta a punta la geografía del occidente capitalista. Circunstancias dominadas tanto por el fastidio –como el que siente Hadot- por la esterilización de los discursos autonomizados, como por la necesidad de ejercicios que ayuden a vencer el miedo.

[1] Seguramente se pueden encontrar más fórmulas de articulación de políticas de existencia. Ahora mismo, cuando miramos los cambios que se dan a nivel mundial, la emergencia de una derecha empresarial que cuestiona aspectos de la globalización obliga a afinar este tipo de caracterizaciones.

[2] De la última dictadura militar para acá, han sido los movimientos de derechos humanos, de trabajadores desempleados, de campesinos indígenas y de mujeres los más eficaces para politizar malestares, retomar aportes de las diferentes izquierdas militantes, y problematizar los dispositivos de extermino y obediencia. La labor de los grupos –en la cultura, las ideas, y las militancias- se redime con relación a los momentos insurreccionales que orientan y dan curso a políticas existenciales.

La falla orgánica de la patria (A propósito de La amargura metódica. Vida y obra de Ezequiel Martínez Estrada, de Christian Ferrer) // Diego Sztulwark

Comentar es hacer callar un sentido ya establecido, un sentido fijado. Pero es también hacer callar la percepción inmediata que tenemos del texto para permitirle la posibilidad de hablar por sí mismo.

Edmond Jabès

Consistente en la comprensión del funcionamiento de las cosas, el proyecto crítico se relanza vía arañazos, sin su antigua pretensión de superación. Todo reciclaje destinado a embellecer la escena del pensar es mentiroso y tóxico; en último término, es desviante del único punto de partida saludable: la exigencia de decir rectamente la verdad de lo que somos.  El proyecto de la crítica es por lo tanto político; aun cuando el lenguaje de la política es refutado como mero vehículo de una voluntad de poder expresado por igual en el Estado y en las universidades, en los modelos de consumo y de fascinación por los objetos técnicos o en las militancias y en el mundillo de los intelectuales. Esa voluntad de poder (que se llama “política”) se consuma en la máquina “progresista” del capital. Este saber es el que pulsa en La amargura metódica.

No es necesario haber leído a Martínez Estrada para recibir de lleno la sacudida que su pensamiento produce gracias a de la escritura, simple a fuerza de cuidada, de Christian Ferrer: “palabra y estilo parecían venir –en aquel notable ensayista– de un potente drama somático”. Inclasificable e incómodo, Martínez Estrada nunca fue valorado como propio por las tradiciones intelectuales consolidadas. Pájaros e intelectuales caben por igual en el registro desencantado e hilarante de Ferrer. Más próxima a la historia que a la filosofía, su comprensión de Martínez Estrada gira en torno al “amargor de las cosas”, regusto de una prematura madurez del escritor en su comprensión del país.

Quien fuera capaz de radiografiar la pampa, “no disponía de un sistema teórico general ni procuraba conseguírselo”. Pensaba, en cambio, “a partir de estímulos y obsesiones”. A diferencia del universitario (“servidor de una máquina que produce saber”), la autodidaxia de Martínez Estrada se fundaba, dice Ferrer, en “engañarse lo menos posible” respecto de la realidad presente y, sobre todo, en no “entregarse apasionadamente a ningún prejuicio de que el mundo sea distinto de lo que es”. Su mecanismo de pensamiento se cifra en la amalgama entre la paradoja (“mueca mental […] unión de lo desemejante por la analogía única que pasa desapercibida”) y una incurable angustia personal por la fallida constitución de la Argentina.

En efecto, Martínez Estrada encuentra en el origen patrio una inadvertida pero evidente falla orgánica, una patología, una historia cruel e irresuelta fundada en el fratricidio y la guerra social (la pampa es hembra despreciada y la generalizada insatisfacción sexual es causa de revueltas políticas). Como en su hora Nietzsche, le diagnosticó al país una incontrolable manía por la “administración técnica y el derroche de esfuerzos” sin “posibilidad de transmutar la psique dañada o el símbolo despotenciado en algún tipo de grandeza”.

Sin embargo no eran pasiones tristes las que lo motivaban. No hay recelo, ni envidia ni odio en sus expresiones. Tampoco resignación. Más bien, sufría de superabundancia de amor: mecanismo de la crítica para comprender a la Argentina, la amargura metódica consiste en detectar una invariante histórica por debajo de la novedad rutilante. Evita, así, el remanido recurso nacional al optimismo y a la reducción del sentido, y a la buena voluntad transformadora, ambas disposiciones debilitantes por igual en la medida en que posponen y obliteran el enfrentamiento con lo trágico real del presente. Tal invariancia del destino se viene arrastrando desde los comienzos de lo que puede considerase como la historia argentina. Facundo, Rosas, Roca, Yrigoyen, Uriburu, Justo y Perón no son sino “reencarnaciones momentáneas de un estado de cosas irresuelto cuyas tres primeras vértebras siempre fueron el ejército, la iglesia y la burocracia pública”. Martínez Estrada no hace revisionismo histórico sino otra cosa (quizás algo más próximo al mundo “en estado de coartada” del que habla Horacio González en Besar a la muerta). Su crítica  del  “caudillaje institucionalizado” refiere a un mecanismo simple y siempre actual, que se repetirá una y otra vez a lo largo del tiempo: hacer leña del árbol caído. “Todo el mundo se declara caído del catre” mientras “las segundas líneas se trasvisten y las terceras se mimetizan con el entorno”.

El cuadro de lo que no cambió es el juego del odio y la frontera. El indio (“odioso obstáculo para los negocios”) es expropiado de sus tierras; el gaucho sabio y libre es reducido a peón de campo como corolario de una fulgurante modernización de la valorización agraria: “el fátum psíquico perdura”, se hacen negocios para unos pocos en nombre de todos. La frontera fue reabsorbida, pero no desapareció sino que transmigró, junto al odio, “a la villa miseria, a los arrabales”, a los asentamientos y a otros bordes; y “a los acuerdos de mafias variopintas ni tímidas ni secretas, y a la pasión por la ilegalidad de políticos y respectivos electores, en fin, a las oficinas estatales, donde se practica el gatopardismo rotativo”.

Y lo peor de todo es que los escritores, de quienes se podría esperar la palabra salvadora, se han involucrado por migajas. Contra su defensa de la escritura como procedimiento de “autodestrucción”, los intelectuales suelen moverse por el “ansia de los hombres de ideas por brindar apoyo a gobiernos, no importa de qué signos, pues eso es cuestión de gustos, sin que redunde en ruptura del círculo infernal de los gobernados”, expresión de la “causa metrópoli contra la historia rural e indígena”.

La “lengua argentina” se le aparecía, como al gaucho, lengua de la ciudad, extranjera. A “la labia de las ciudades le faltaba la conexión con el habla emocional más intuida que hecha responsable ante un canon, y además estaba muerta antes de nacer y desarrollarse, tanto en los ámbitos cultos como después en la escolarización obligatoria”. Y “así sigue sucediendo hoy”, agrega Ferrer. O bien: “de igual modo, hoy se nos articula al mercado mundial mediante variantes populistas de la instalación, la performance, la intervención callejera y las interfaces con máquinas de información. Un patriotismo de símbolos en épocas de vacas gordas, consignas de orden y menosprecio del pobre”.

Este “de igual modo” (como aquel “sigue sucediendo hoy”) indica bien la relación del ensayo sobre Martínez Estrada con el presente político en el (y al) que de un modo indirecto pero efectivo apunta Ferrer. En efecto, aunque el autor rechaza que su escrito dependa del tiempo veloz y, en última instancia, banal de lo “actual”, parece indudable que este elogio del intelectual autárquico, intuitivo y desbordado está signado por una admirable disposición polémica con los valores que el presente ha enarbolado en nombre de la batalla ideológica y otros eslóganes.

 

La incomodidad con lo efímero y la búsqueda de algo que permanezca es, quizás, el motor más efectivo de esta preocupación por la figura del biografiado. Menos con la voluntad explícita de destituir tal o cual aspecto de la actualidad que de impugnar el modo en que lo ilusorio y acomodaticio de la época devalúa sus posibilidades. Es este desencanto el que se deja atraer por las grandes sentencias de Don Ezequiel, curandero de la sociedad, que decía que había que “hablar del pueblo con el lenguaje de la purificación, no de la seducción”.

¿Saca partido Ferrer del aparente desencuentro “ontológico” entre el pensamiento de Martínez Estrada (“raíz de las cosas todo es oscuro, humilde y humillado”) y la política? Puesto que la terapia que ofrecía al país consistía en ver lo que realmente somos y en aquello que Foucault llamó parresía (tener el coraje de decir la verdad), lo político en juego se reviste de muy diferentes cualidades: el hecho de tener (o aparentar) razón en las discusiones pasa a ser del todo irrelevante y el juego de la clasificación amigo/enemigo queda impugnado dada su indisoluble ligazón con un horizonte de eliminación del adversario que le es propio. Asuntos importantes que se pierden de vista en tiempos de “optimismo” político, ya que “todo entusiasta político” pretende, en el fondo, que el gobierno sea como una superficie sobre la cual proyectar sus propios deseos en lugar de ver lo que efectivamente es: “el espejismo en política es siempre auto-retrato”.

Con todo, equivocado sería pensar que Martínez Estrada no tuvo ideas (federalistas, utópicas, tercermundistas, incluso ácratas, dirá  Ferrer) o que nunca se consagró a los entusiasmos políticos (como le sucedió con Fidel Castro, el Che Guevara y la Revolución Cubana). Pero en el retrato que construye este libro, estos pensamientos no son asuntos de transformación de la realidad, sino armas para demoler ídolos y funcionamientos sociales indignos. Martínez Estrada le permite a Christian Ferrer contar historias: la de la “sociología salvaje” de la Argentina y de la ciudad (previa a la sociología científica de Gino Germani); la de una historiografía nacional irreductible a la polarización entre cosmovisiones liberales y revisionistas; la de una materialidad del peronismo incomprendida, incluso por el peronismo mismo; la de una crítica de la universidad y de la Reforma Universitaria perfectamente vigente y la de una valoración autónoma de la literatura escrita en el país.

 

Este capítulo dedicado a la literatura argentina (a la que le faltó “solidaridad con los desdichados”, al decir de Martínez Estrada) tiene relatos cómicos de escritores (¡caso Gálvez!) y de la sociedad que los reunió durante años (la SADE); un fervoroso retrato del amor por Hudson y los pájaros, y otro de su  amistad con Victoria Ocampo y de la comunión espiritual con Héctor Murena (a quien se le dedican páginas importantes en el libro), así como de la ruptura con Borges y con los escritores liberales luego de la “fusiladora” y de la tensión con la revista Contorno.

La historia del Caribe, de Cuba y del anarquismo español-cubano que precede a la parte final del libro es verdaderamente original e interesante. Después de recibir el premio “Casa de las Américas”, Martínez Estrada vivió un par de años finales y felices en La Habana, aunque murió en la Argentina. Ferrer le reprocha este capítulo de su vida. Lo ve como una claudicación parcial del viejo, un entusiasmo inconsecuente que lo llevó a desdecirse de muchos de sus escritos. Deslumbrado por los brillos de los comienzos siempre “solares” de un pueblo en movimiento, lo real -dice Ferrer- es que “pronto correría sangre”. Y Martínez Estrada  “defendió los fusilamientos” ejecutados por el poder revolucionario.

Aun así, Ferrer distingue a Martínez Estrada de una larga lista de personas “y figurones” imantados por un “inoxidable romanticismo político” cuyo combustible es la idealización que otorga “sentido a la propia vida más que a la de los demás”. Lo que le interesa de esta época no son sus escritos en favor de la Revolución Cubana, sino aquellos que exploran la profecía americanista de José Martí (un “anarquista filosófico”) o las bellísimas páginas que dialogan con el poeta comunista Nicolás Guillén (que “habla de pueblo sin ser populista”, lanzando un desafío poético-somático a la literatura burguesa). Pero en el fondo y fundamentalmente, el reproche que le hace Ferrer a Martínez Estrada por su aventura cubana es el de un desvío y el de una incoherencia, porque “ponerse al servicio de la revolución cubana” supone “despedirse de la figura del intelectual autónomo”.

La discusión política es conducida así no tanto hacia el adversario peronista sino más frontalmente con la revolución socialista –cuyos nombres son, sobre todo para Ferrer, Stalin, Mao y Fidel. Cada uno de estos líderes es examinado en última instancia bajo el prisma del no matarás, en la estela de la polémica que hace unos años propuso el filósofo argentino Oscar del Barco. De trasfondo humanista, la pregunta última es: ¿importan los muertos asesinados? [1]. León Rozitchner, que conoció muy de cerca la experiencia cubana durante aquellos primeros años de la Revolución, participó de la discusión propuesta por del Barco[2]. Rozitchner plantea un razonamiento ético-político capaz de articular una condena muy firme de la violencia asesina, pero a partir de otros fundamentos e implicancias. En efecto, a partir de la toma en consideración del carácter agonístico de lo político (la cuestión de una “contraviolencia” de naturaleza por completo diferente a la de la violencia asesina), Rozitchner hace una crítica feroz no a la violencia en general –cosa en la que Ferrer tampoco cae, al menos cuando describe la violencia anarquista de comienzos del siglo XX–, sino a la presencia de la violencia “de derecha” en los hombres “de izquierda”. De todos modos, Ferrer no es del Barco y en este texto que se comenta apunta menos contra la violencia en nombre de las revoluciones que contra la indiferencia de quienes pueden pensar hoy sin hacerse cargo de esas muertes. La intensidad de esa preocupación redunda en una exigencia: no pensar ni vivir como si esas muertes, cada una de ellas, no importaran.

En síntesis, en más de 600 documentadísimas páginas y sin una sola nota al pie, Christian Ferrer construye el elogio del intelectual autárquico dedicado a forzar “las formas cristalizadas de la sociedad”, del escritor que transforma el “ensayo en género dramático” y moviliza una “energía autónoma” distante de las ofertas en pugna y para quien “los cambios sociales comienzan por la conducta recta”, porque quien “ama la política detesta la moral”,  dado que el pathos político es menos asunto de ideas que de consistencia ética. Una conciencia así puede constituirse, enseña Ferrer, con una palabra: No; y con esta otra: Basta.

[1] Para escuchar una conversación con Christian Ferrer sobre esta cuestión de los asesinados políticos pero también de la relación indirecta entre “amargura metódica” y el presente: http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2014/11/clinamen-la-amargura-como-metodo-para.html

[2] La figura de Rozitchner fue incluida por Ferrer en otro texto, junto con Martínez Estrada y el propio Del Barco, en la serie de los disidentes, aquellos cuya palabra verdadera es esgrimida, puesta en juego críticamente, contra el sentido común y contra los poderes, como sucedió con su texto sobre la guerra de las Malvinas, con el coraje requerido para oponerse no solo a los poderes sino también a las ilusiones de las masas.

 

Spinoza ¿Militante? // Diego Sztulwark

Jonathan I. Israel compone una obra desde todo punto de vista formidable. Sus tesis nos interesan sobre manera hoy, en el momento que Europa destila oscuridad, crisis global y amenazas nacionalistas arcaizantes. Hoy, cuando la preocupación por la gobernabilidad, junto al decaimiento del ala radical de los movimientos, exige una activación de la conciencia política.

Su erudito estudio sobre la alta ilustración, entendida como proceso cultural y político de secularización del mundo cristiano, se apoya en tres grandes afirmaciones, todas ellas de elevada significación política:

  1. La ilustración no fue un fenómeno nacional (francés o inglés) sino inmediatamente paneuropeo;
  2. la llamada “ilustración radical”, lejos de resultar menor y/o periférica, constituyó un motor vital para la ilustración en su conjunto (y, en particular, en relación con la ilustración moderada), demostrando incluso una mayor consistencia intelectual sobre el plano internacional;
  3. la centralidad dominante de Spinoza y el spinozismo dentro de esta última corriente (a contrapelo de las versiones mitologizadas de un Spinoza genial pero carente de influencia).

 

La presentación de las dos alas rivales de la ilustración está en la base de todo el argumento: la ilustración moderada, “respaldada por numerosos gobiernos y facciones influyentes de las principales iglesias”, aspiraba, a partir del prestigio de figuras de la talla de Newton, Leibniz o Locke, a “vencer la ignorancia y la superstición” y a establecer “la tolerancia”, a “revolucionar las ideas, la educación y las actitudes por medio de la filosofía” preservando, eso sí, elementos de las “viejas estructuras, consideradas esenciales”, en una nueva síntesis entre la razón y la fe.

La ilustración radical, en cambio, “rechazaba todo compromiso con el pasado, y buscaba acabar con las estructuras existentes en su totalidad”, incluyendo la creencia en un Dios Creador del mundo, capaz de intervenir en los asuntos humanos, pero también con la influencia política de las iglesias así como con las jerarquías sociales (privilegios políticos, concentración de la propiedad de la tierra) fundadas en cualquier principio divino.

El trabajo de Jonathan I. Israel, La ilustración radical. La filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750,[[1]] no es detallista  solo en la descripción de la formación de las instituciones (las bibliotecas, la clandestinidad, las editoriales, la censura), y de las corrientes intelectuales y tonalidades afectivas del siglo XVII, sino que repara, sobre todo, en las hipótesis en torno a las cuales coaguló el ala “republicana radicalizada” (un movimiento más organizado de lo que se cree) cercana al “círculo” Spinoza: La inherencia del movimiento a la materia (contra la idea de que el movimiento nace del alma o del espíritu); la extensión de la mecánica y de las leyes del movimiento y reposo a la esfera universal de la material extensa-naturaleza (contra la división según la cual la física mecánica explicaría solo algunos movimientos, reservando el resto a las potestades divinas); la dialéctica afirmativa entre institución del poder político y multitud (contra la legitimación divina y vertical de la soberanía); el democratismo igualitario (contra la escisión entre una esfera de libertad de opinión, y un acceso restringido a la tierra); la afirmación de una única substancia eterna e infinita Dios sive Natura (recusando tanto la idea del Dios creador, como el dualismo alma/cuerpo); la afirmación de la naturaleza como campo absoluto de inmanencia (y el rechazo de los milagros); la tolerancia filosófica, republicana y antiteológica (contra la tolerancia teológica, concerniente a la libertad de culto); el combate sobre el fundamento teológico del orden social; y la negación de una autoría divina de la Biblia.

Celebrando la reciente aparición del libro en castellano, uno se pregunta si el legado de la ilustración radical, que como sabemos debe completarse en el plano histórico con una política igualmente radical en relación con la democracia y el igualitarismo, no constituye un momento privilegiado para pensar nuestra propia posición –en ciertos aspectos excepcional– en comparación con la producción intelectual y política europea contemporánea.

En efecto, la mencionada decadencia de aquella Europa ilustrada, que desde su margen izquierdo alimentó radicalidades diversas a partir de sus propios desarrollos de sectas/movimientos (spinozismo en el siglo XVII; marxismo a fines del siglo XIX y comienzos del XX), se nos aparece exhausta, a nosotros que nos hemos visto demasiado tiempo como seres más bien caducos, entre el atraso y la periferia.

Esta cartografía política es la que parece estar por fin mutando. Salvo para quienes se encuentran cómodos en el gozoso (o rentable) lamento victimal de los colonizados, la evidencia se acumula en una nueva orientación, según la cual la crítica ilustrada radical –luego marxiana– puede encontrar hoy, fuera de Europa, las mejores condiciones materiales e intelectuales para su desarrollo.

El desarrollo ya no europeo de un movimiento que se apropie y continúe la crítica desplegada por la ilustración radical de cuño spinozista supone una compleja tarea de reformulación del fundamento naturalista, materialista y republicano-igualitario-radical para nuestros contextos.[[2]] Dicha reformulación supone, desde ya, una recreación del estilo de participación en las batallas culturales y políticas desde una perspectiva extremo-igualitarismo-libertarismo, más atenta a las pulsiones colectivas tendientes a la apropiación de la riqueza colectiva y a la generación de un dinamismo de mayor sensualidad que a la promoción de modas universitarias y editoriales dependientes de los centros occidentales de producción de saberes y mercancías.

Solo un auténtico cosmopolitismo desoccidentalizante o no-europeo[[3]] puede abrir polémicas a la altura de este programa y más próximas a las aspiraciones expresadas por vastos movimientos sudamericanos a lo largo de la última década y media.

La obra de Israel adquiere particular valor a la luz de estas tareas, y destaca su esfuerzo de reconstrucción de las coordenadas culturales y políticas del siglo XVII a partir de una minuciosa exposición del aparato de censura europeo; de un comentario inesperado del papel de las mujeres y de la cuestión de la sexualidad; de una bellísima descripción de la creación de instituciones pan-europeas como las bibliotecas universales; y en general, la confección de un mapa estratégico de los poderes confesionales y estatales desafiados por la izquierda del movimiento de la ilustración (con sus ediciones clandestinas de libros, la circulación de manuscritos, sus revistas y tabernas).

Estas polémicas (constitutivas de nuestra razón política) sobre los poderes de la razón, la libertad y el Estado, constituyen aún hoy un suelo fértil para revisar nuestras posturas y convicciones en el contexto de una necesaria y una más radical ilustración comunista sudamericana.

Un ejercicio de esta índole supone hoy un renovado empeño en la constitución de prácticas no teológicas de la tolerancia (decididamente enfrentada al poder pastoral); la formación de ideas, praxis e instituciones políticas apoyadas en un democratismo absoluto; y una renovada teoría del poder de la materia no ya solo moviente y mutante, sino además ensoñada (como decía uno de nuestros ilustrados radicales: León Rozitchner [[4]], capaz de combatir y sobreponerse al dominio teológico-racional-científico del ensamblaje tecno-capitalista[[5]] y su espiritual ley del valor.

Sin dudas, este debate estalló en nuestros países hace más de una década. La relativa debilidad del movimiento dio lugar a gobiernos en ocasiones demasiado débiles, y cómodos desde una perspectiva recurrentemente nacional. Entre nosotros, la ilustración moderada se volcó de lleno a estabilizar la preocupación por la gobernabilidad en detrimento del programa radical.

Es preciso, al contrario, ampliar la idea de “gobierno” para dar cuenta de una relación más abierta y compleja entre mercado, Estado y multitud a través de la creación de instituciones que escapen a la trampa soberanista. Instituciones que no separen el espacio de la creación y desarrollo del reconocimiento de derechos del espacio de la reproducción en la esfera económica.

Lo que finalmente nos liga a la ilustración radical es el hecho de que la crítica de la teología y de la soberanía trascedente sigue constituyendo la premisa de toda crítica del presente. Israel nos cuenta, por ejemplo las correlaciones elaboradas en el siglo XVII entre libertad de pensamiento y distribución y acceso a la tierra (Alberto Radicati di Passerano, 1689-1737), o la toma de postura a favor de la realización no represiva de la libido sexual de hombres y mujeres por igual (Hadriaan Beverland, 1650–1716).

Es que la ilustración radical, o la crítica de la teología-política no solo se replantea la relación entre libertad e igualdad, sino que reabre la idea misma de la naturaleza humana, hacia nuevos agenciamientos colectivos (“La naturaleza es una y la misma para todos”, dice el autor del Tratado Teológico Político).

La ilustración radical, en conexión con los contextos de radicalización no europeos de nuestro tiempo, abre las puertas para trascender los límites hasta ahora impuestos por el liberalismo en terrenos tan duros como son la definición misma de lo que entendemos por democracia e igualdad.

Es en la obra de Spinoza, mucho antes que en la de Marx, donde con mayor coherencia se ha pensado una ontología relacional[[6]] como base para una alternativa a la tradición liberal. De hecho, la preocupación por el hombre y su estado “natural” como tentativa de determinar los conceptos de democracia y libertad, derramando sobre cuestiones fundamentales tales como el derecho a la tierra, estuvo –dice Israel- en el origen de todos los igualitarismos militantes y revolucionarios.

El ya citado Conde Alberto, o Radicati di Passerano, por ejemplo, creía que la democracia y la igualdad solo se alcanzarían con la propiedad comunal de la tierra, y con la abolición del matrimonio y la familia. Una larga serie de autores de la ilustración radical son revividos para nosotros por Israel: Anthony Van Dale; Balthasar Bekker; los hermanos Koerbagh; Friederik Van Leenhof; Antonio Conti; Ehrenfried Walther Von Tschirnhaus; John Toland; Anthoni Collins; Abraham Joannes Cuffeler; Jean Baptista Boyer, Conde de D`Argens; Johann Georg Watcher; Henri de Boulinvilliers; Bernard Mandeville. Todos ellos nos enseñan que vale muy poco la coexistencia de una intelectualidad libre y de un funcionariado satisfecho ante un pueblo substraido. Puesto que la democracia y la igualdad no son valores para la legitimación de un orden, sino criterios inmanentes a la praxis colectiva que hoy debe fortalecerse en la superación de los años del terror, recuperando aquel saber radical según el cual la sociedad es prolongación y no ruptura y olvido respecto de la igualdad natural que de Spinoza a Rousseau fundamentan la acción colectiva.

Durante el siglo XVIII, comenta Israel, la percepción general es que el spinozismo es la absoluta antítesis del cristianismo, y la autoridad política evidencia una tensión semejante en el mundo intelectual a la que se generó durante buena parte del siglo XX con los seguidores de Marx.

Para entonces, el cartesianismo francés (Descartes, Malebranche) se encuentra en franco retiro de la guerra internacional de las ideas, dejando el tablero estratégico ocupado por cuatro grandes posiciones: el aristotelismo-escolástico, ya en declive; las dos grandes corrientes de la ilustración moderada: el empirismo inglés de Boyle, Newton y Locke, y el racionalismo-cristiano alemán de Leibniz-Wolff; y la ilustración radical, fundamentalmente spinoziana.

El más perturbador de los ataques de Spinoza a la autoridad fue su crítica a la Biblia. Así lo relata el gran teólogo de su tiempo, el suizo Johan Heinrich Heidegger (1633-1698): “Nadie atacó los fundamentos de todo el Pentateuco más desvergonzadamente que Spinoza”, y reclama un esfuerzo proporcional para refutarlo.

Entre los intentos más ingeniosos de la ilustración moderada por aislar a su ala radical y pactar con las cabezas más abiertas el mundo teológico-político se encuentra el “argumento del diseño”, según el cual la mera disposición del hombre a contemplar la naturaleza revela y demuestra la armonía y perfección del mundo y de la creación, y que este ejercicio elemental nos acerca a la redención, esto es, a utilizar los ojos para ver, los oídos para oír, y los demás órganos naturales para similares propósitos demostrables. El argumento del diseño asocia la redención a la finalidad, y propone una negociación aceptable para no pocos científicos y filósofos de la época.

Israel refuta, también, las ideas de la tradición inglesa según la cual es Thomas Hobbes quien inspira el teísmo filosófico británico. Según sus fuentes, también en Gran Bretaña es Spinoza y el spinozismo quien funda, por su radicalismo democrático, el ala radical de la ilustración.

El spinozismo fue considerado en toda Europa como el más articulado y radical ataque a las autoridades bíblicas y políticas de la cristiandad. La contrafigura genial de Leibniz lo certifica, con su proyecto de una filosofía compatible con la unificación de la cristiandad.

Es notable, y este es otro mérito de la obra de Israel, la influencia de Spinoza sobre una pluralidad muy grande de movimientos ilustrados, democráticos y radicales de toda Europa. Surge así otro Spinoza, moldeado en la crítica del cristianismo como modelo de toda “crítica” (al decir del joven Marx[[7]]), incluso –de eso se trata– del capitalismo contemporáneo.

La cuestión de la potencia de una filosofía materialista y subversiva de la inmanencia depende, también en nuestra actualidad, de la capacidad de recobrar el vigor de la crítica forjada como crítica de la teológica. Pues incluso hoy, las viejas metafísicas dualistas que animaron al cristianismo lo siguen haciendo con su contenido espiritual secularizado en las instituciones de nuestras sociedades.

Israel goza repasando la lista de inútiles refutadores que durante siglos intentaron neutralizar –a partir de la denuncia del texto– al spinozismo. Antiguos refutadores (y actuales entusiastas) comparten la misma fe en la filosofía de Spinoza como asunto de pura letra y palabra. Tal énfasis en la explicación erudita[[8]] bien puede descuidar un orden intensivo y menos textualista[[9]] de Spinoza. Un orden capaz, tal vez, de otorgar a su filosofía una actualidad política exquisita (¡Anticristo en tiempos de Francisco!).

El texto de Israel es, además, una valiosa prueba –por si aun faltase evidencia– del valor del registro de lo escrito en el pasado. Del papel de archivo (“archivo” también en un sentido foucaultiano[[10]]) sobre el cual revivimos el riesgo de la escritura clandestina y la productividad de enunciados radicales que socavan la época.

Igualmente iluminador es la reconstrucción de la circulación de los libros y manuscritos clandestino, “raros, costosos e ilegales” escritos por estos eruditos  decididos a cuestionar la autoridad por medio de la filosofía sin esperar, de estos esfuerzos, ninguna recompensa económica o de posición institucional.

La extraordinaria narración de Israel termina en la revolución. En la Francesa. La filosofía radical se encuentra por detrás, como tejido laico, asumiendo una eficacia mundana que las academias suelen rechazar, por pudor y por temor. Por una vez, la filosofía política asume una perspectiva completamente atea del Estado, en la que el poder de los gobernantes no descansa (y no debe hacerlo) sobre algún tipo de separación del grupo dirigente (jacobinismo)[[11]] respecto de su fundamento material; ya que no hay lugar para el “buen dirigente” con independencia de las vicisitudes de la constitución colectiva de deseos y necesidades. El príncipe colectivo deviene multitud en el ámbito de la economía, cuando la reproducción material deja de actuar como esfera “baja”, objeto de condenas morales o de técnicas puramente gubernamentales.

 

[[1]] Editado por Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

[[2]] Israel se refiere a la “alta ilustración” (que llegaría hasta 1750) diferente a la de Voltaire y sus amigos que se habrían dedicado más a sistematizar que a agregar ideas, según el parecer del autor. La importancia política de esta lectura, que retoma la centralidad del spinozismo en el proceso de secularización, concierne también a las posiciones de cierta izquierda argentina que discute sobre la ilustración en términos de un mínimo de pedagogía de masas en el combate de las supersticiones del mundo popular. La derrota del marxismo nos haría “volver a Voltaire”. Al contrario, con Israel es Voltaire quien viene siempre “después” a sistematizar y publicitar lo que la batalla internacional de las ideas ha producido, y la lucha igualitarista y libertaria no admite ser regulada por “etapas”.

[[3]] No-europeo de ningún modo puede significar antieuropeo. El “no” (de no-europeo) no supone rechazo a Occidente, sino desplazamiento, apertura de un nuevo espacio desde el cual apropiarse productivamente de parte de la tradición a partir de nuevos (nuestros) problemas.

 

[[4]] A lo largo de su obra, Rozitchner se ha preocupado de diversas maneras por reunir, en su formulación crítica, la distribución de la tierra y el tratamiento del cuerpo pulsional. En el nivel filosófico, esta crítica supone cuestionar el cierre del concepto y del lenguaje teórico  sobre sí mismo, en un discurso abstracto, y su reapertura al fondo sensible y poético que lo sostiene. Rozitchner consideraba que las oscuridades del lenguaje de la obra de Spinoza, así como su apariencia racionalista, se debía precisamente a la ausencia de una tierra no cristiana en la que una ilustración judía (que abarcaría también a Marx) hubiese podido asentarse con una lengua propia mejor desarrollada. La propia posición política de Rozitchner frente al peronismo en la Argentina debe ser interpretada a la luz de esta discusión teórica de largo aliento. Lo que Rozitchner busca, a lo largo de toda su obra, es refundar un materialismo histórico alejado del cientificismo y del teoricismo. Recientemente, Oscar Ariel Cabezas se ocupó de este aspecto de la obra de Rozitchner, en su libro Postsoberanía: literatura, política y trabajo (Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2013). El autor de este estudio expone con agudeza la crítica “materialista” de Rozitchner al capital global -postsoberano- que destrata a la materia viva, aún si queda por elucidar el carácter ensoñado como índice de verdad (y de potencia) de las subjetividades resistentes. Rozitchner concreta con máxima claridad y belleza su formulación en su última obra: “Ensoñación sería la ‘materia’ del ensueño anterior al sueño, el cuerpo afectivo que emana del cuerpo y que hace que cada relación vivida con alguien o algo pueda aparecer como sentida y calificada en su ser presencia como teniendo un sentido” (León Rozitchner, Materialismo ensoñado, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2011).

 

[[5]] Para una rica y minuciosa fenomenología del poder de los emplazamientos tecnológicos en nuestras vidas cotidianas ver: Christian Ferrer, El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo; Ediciones Godot, Buenos Aires, 2012. También la obra de Franco “Bifo” Berardi, que ofrece un enfoque directamente político de la cuestión.

[[6]] Nociones provenientes de la obra de Gilbert Simondon -particularmente en La individuación (Ediciones Cactus y La Cebra, Buenos Aires, 2009)- tales como trans-individualidad o equilibrio meta-estable aplicadas a la lectura de Ética iluminan aún más el potencial no-liberal de la ontología relacional en Spinoza.  Así lo comprendió y desarrolló Étienne Balibar en su artículo “Spinoza. De la individualidad, a la transindividualidad”, una jugosa conferencia que dio el filósofo en Rijnsburg, Holanda, en 1993 y que, luego de ser revisada, se publicó en castellano en el Nro. 25 de la revista Confines, de noviembre de 2009, y de modo independiente por la Editorial Brujas, en la ciudad de Córdoba, el mismo año.

 

[7] La recurrencia Spinoza-Marx/spinozismo-marxismo en Israel es explícita, aunque no desarrollada, y descansa en el hecho de que ambos fueron vistos por los poderes europeos como la “más absoluta antítesis y el primordial adversario del cristianismo y la autoridad”. Existe una pluralidad de fuentes para desarrollar los vínculos entre Spinoza y Marx. Los biógrafos de este último se han encargado de señalar la importancia del encuentro del joven Marx con la obra de Spinoza en 1841, cuando se entregó a la lectura del Tratado Teológico Político (Maximilien Ruble, Karl Marx. Ensayo de biografìa intelectual, Paidós, Buenos Aires, 1970). Esas lecturas quedaron registradas en un cuaderno de notas que se acaban de editar en castellano (Carlos Marx, Cuaderno Spinoza, edición a cargo de Nicolás González Varela, por la editorial española Montesinos). La influencia directa de Spinoza sobre Marx es objeto de una abundante investigación en el terreno de la filosofía política contemporánea. Miguel Abensour resume la cuestión de este modo: “De Spinoza, Marx retiene pues no solamente la tesis central del Tractatus Theologico Politicus favorable a la libertad de filosofar, sino la idea de que, para fundar la Res Publica, conviene destruir el nexus teológico-político, ese mixto impuro de fe, creencia y discurso que invita a la sumisión, esa alianza particular de lo teológico y lo político (tal el estado cristiano contemporáneo de Marx) en la que, por la invocación de la autoridad divina, lo teológico invade la ciudad, reduce a la comunidad política a la esclavitud y, peor aún, desequilibra totalmente su ordenamiento superponiendo a su lógica propia una lógica dependiente de otro orden” (Miguel Abensour, La democracia contra el Estado, Colihue, Buenos Aires, 1988). No resulta exagerado afirmar que la idea de una “crítica radical” en Marx se encuentra inspirada en gran medida en la crítica radical de Spinoza a la teología. Fue Gilles Deleuze quien con mayor claridad ha señalado que en la crítica spinozista de la  teología se elabora el modelo más coherente de toda trascendencia (incluida la específica trascendencia inmanentizada del capital).

[8] En efecto, la obra de Henri Meschonnic ofrece una reflexión sobre políticas de la lectura y de la interpretación y traducción de textos, fundada en una teoría lingüística del “ritmo” contrapuesta a la hegemonía del “signo”, cuyo ámbito es, de modo inherente, teológico político. Meschonnic se apoya en particular en la obra de Spinoza para elaborar su crítica al tratamiento de los textos de acuerdo con las modernas teorías linguísticas y de la lectura. A partir de la célebre fórmula “no se sabe nunca lo que puede un cuerpo”, para Meschonnic no se trata de explicar a Spinoza, sino de practicar un spinozismo vivo caracterizado por el continuo (concatenatio) entre cuerpo y palabra (¿Qué puede un cuerpo en el lenguaje?). Una nueva versión de la crítica materialista se esboza en el espacio del lenguaje y de la escritura, destacando el ritmo como momento de singularización subjetiva por sobre la tiranía del signo de las semióticas, demasiado significante, secretamente teológico (La poética como crítica del sentido, Mármol Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007).

 

[[9]] En su análisis de la relación de Goethe con Spinoza, Fritz Mauthner se refiere a la Ética de Spinoza como “mi antiguo asilo”; a ella recurre quien descubre que todo es vanidad, y pasa por inhumano, ateo y ajeno al mundo intentando pensar lo eterno. Aclara de inmediato que él no hubiese “firmado sus escritos” porque Goethe había descubierto que “nadie comprende al otro”, que “nadie piensa lo mismo cuando se pronuncian las mismas palabras”. La confianza de Goethe en la obra de Spinoza “reposaba sobre la calma que había producido” en su vida. El régimen de intensidad sobre el del puro entendimiento lógico textual. Las citas de Goethe pertenecen a  Fritz Mauthner, autor de Spinoza, bosquejo de una vida (Encuentro Grupo Editor, Córdoba, 2011).

[[10]] El archivo audiovisual como objeto de una filosofía que se esmera en considerar la ontología como una sucesión de a priori históricos, tal y como lo explica Gilles Deleuze en su recientemente publicado curso sobre Foucault, El saber. Curso sobre Foucault (Cactus, Buenos Aires, 2013).

[[11]] La historia que vincula a Spinoza con la Revolución requiere –así lo ha pensado Remo Bodei en su clásico Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político (Fondo de Cultura Económica, México, 1997)- de algunas precisiones: “Spinoza no pide en absoluto a los individuos sacrificarse a sí mismos y a sus pasiones, ni en nombre del Estado, ni en nombre de Dios. Él es el defensor de la utilitas, de la tendencia a la auto-conservación previsora y no miope, que se robustece en alegría, sociabilidad y “amor intelectual” de Dios”; “El esfuerzo de los jacobinos ha sido el de cambiar el problema de la voluntad y de las pasiones de la esfera privada e individual a la pública y colectiva”; “La revolución pretende crear el ‘hombre nuevo’ no tanto a través del control endógeno o exógeno sobre las pasiones, cuando a través de la eliminación de los obstáculos y de los condicionamientos que provocan las desigualdades socialmente nocivas, la impotencia o la prepotencia en el obrar, las ilusiones y los conflictos”; “Spinoza y los jacobinos se hallan, respectivamente, en el origen y los finales de la crítica al Estado absolutista, pero están en las antípodas de la valoración del moi soleil, tanto como sujeto de soberanía, cuando como individuo o ciudadano moralmente responsable”. En definitiva, el problema revolucionario es asumido de maneras diferentes por spinozistas y jacobinos (de un modo que conserva toda la actualidad para nuestra propia coyuntura): “La respuesta spinosista consiste en decir que hasta que un individuo o grupo acumule en sí tanto poder que se imponga a los demás, todo escándalo por tales sacrificios será vano. El único remedio a semejante situación consiste en aliarse los ciudadanos para alcanzar juntos el poder común tal que impida toda excesiva desproporción de sus componentes”; al contrario, “los jacobinos –aun cuando implícitamente habrían aceptado esta solución– siguen, de hecho, en su breve experimento, un camino diametralmente opuesto. En vez de eliminar el miedo y la esperanza del horizonte individual y colectivo, los consolidan; en vez de transformar las pasiones las dividen (combatiendo aquellas frías y tranquilas, ligadas al “egoísmo” y a la indiferencia, y exaltando aquellas calientes, tórridas o “gélidas” ligadas a la amistad, a la fraternidad, al amor por la patria y la humanidad o bien al odio y al terror); en vez de practicar, spinozianamente, una “meditación de la vida”, retornan a una “meditación con la muerte”, reproduciendo, en trágicas circunstancias, el nexo clásico muerte-razón”; resulta que “con el modelo jacobino, la sabiduría filosófica se funde con las pasiones, se vuelve ideología, en cuanto unión de razones y pasiones, de filosofía y sentido común, de jefes políticos y masas. En el intento por influir sobre la naciente opinión pública, la distinción entre verdad y opinión, entre razón y deseo, se adelgaza hasta casi desaparecer. De la figura del sabio se pasa a aquella que quisiera definir del homo ideologicus moderno, el cual utiliza o cree utilizar las pasiones en última instancia  en beneficio de la razón, orientando –según “mitos racionales”, amasados con ilusiones conscientes y esperanzas fabricadas en serie– aquel mismo pueblo que antes había sido guiado a través de “mitos pasionales”. En cambio, “El sapiente spinosiano (que había rechazado el miedo y la esperanza) se transforma ahora en político-agitador-filósofo, en “intelectual” que opera por medio de ellos sobre la razón y sobre la sociedad, con el fin, sin embargo, de extender a todo el cuerpo social aquella libertad y aquella felicidad que Spinoza asignaba al sapiens”; “Spinoza y los jacobinos están además, en el origen de dos opuestas perspectivas de la democracia. EL filósofo holandés basa su reconocimiento del derecho de los individuos a la autodeterminación política sobre el poder efectivo que viene, cada vez, colegialmente conseguido por el cuerpo político; los revolucionarios franceses, sobre principios universales de emancipación humana, que establecen un programa y una dirección en marcha para practicarse en tiempo largos y difíciles y que presuponen un molde rígido o una adecuación del individuo a la “voluntad general”; “Rechazando toda propensión al ascetismo y a la renuncia de sí mismos, Spinoza indica el camino para una democracia no exclusivamente ‘formal’, para una individualidad que no deduzca sus derechos sólo de principios o de leyes universales (que aunque indispensables, pueden entrar en conflicto entre sí), sino del grado de la propia ‘potencia de existir’ lograda en relación y en alianza política con los propios semejantes”.

Vitalismo “turbio” o los movimientos aberrantes en Gilles Deleuze // Diego Sztulwark

Solo el náufrago devuelve a la isla su desierto, para hacer de ella nuevamente una tierra sin hombres.

  1. Devolver a los sonidos y a las imágenes su capacidad de lucha contra los poderes. Redescubrir las potencias de la tierra y sus poblaciones contra el paradigma securitista de despoblamiento. Tomar la palabra para hablar solo por aquello que permanece imperceptible, minoritario, contra aquellos que representan a los otros o hablan de sí mismos. Orientar el pensamiento hacia el sin fondo que se eleva junto con los trozos de ser –simulacros, fallas, partículas– que pueblan, irregulares, las superficies, contra los que pretenden un fundamento (o bien celebran el desfundamento como tal). Dotar de consistencia toda esa inestable heterogeneidad: ni caos ni orden, caósmosis. Tal el programa deleuziano de una anarquía coronada que David Lapoujade reconstruye minuciosamente (en colaboración con Felix Guattari), con elegancia y sin estridencias, en el libro Deleuze, los movimientos aberrantes.[1]

¿Por qué el autor –compilador de dos libros fundamentales de Deleuze: La isla desierta y Dos regímenes de locos– ha creído necesario o simplemente útil volver sobre el archiconocido arsenal de “acontecimientos”, “devenires nómades”, “cuerpos sin órganos”, “planos de inmanencia” y “rizomas”, tan celebrados como inofensivos, que sobreabundan desde hace años en la retórica de medios alternativos, militancias y universidades? ¿Y qué sentido de la oportunidad hay en la reedición de un discurso que pareciera ser parte de la promesa incumplida de la filosofía y la política radical a las rebeldías que animaron a buena parte de la  región sudamericana?

Lo primero que habría que decir es que el Deleuze de Lapoujade es sorprendente. Un abogado, un pensador del derecho volcado sobre cuestiones de jurisprudencia, preocupado por fundar los principios de legitimidad de lo que existe. Un lógico, un maestro de la razón suficiente capaz de dar cuenta de la génesis y el despliegue de todo aquello que escapa a las estructuras y formas acabadas, dedicado a la formalización en los más diversos campos: una lógica del sentido, otra de las sensaciones, otra más para el deseo y una para las multiplicidades. Y finalmente un agrimensor, un filósofo de la tierra y las poblaciones, cuya política pasa por el desierto y las ciudades, lo nómade y lo sedentario, lo molar y lo molecular, lo liso y lo estriado. En Deleuze y en Guattari, pensar y desterritorializar constituyen un mismo movimiento.

Un libro así vale por sus pretensiones. Pero quizás lo que en verdad importa sea el valor de uso que pueda tener para quienes necesitamos sobreponernos del agotamiento de un dispositivo de lectura apoyado en un ciclo de luchas –el de los llamados “movimientos sociales”– que pide ser recompuesto por entero. La filosofía puede animarnos a atravesar una cierta decepción –fracasar más, de otro modo– y proveernos de una sabia suspicacia para abrirse paso entre el orden y el nihilismo pasivo en el que arraiga. Tal el valor de estos movimientos aberrantes: nos hacen entrar en contacto con una nueva fuente del derecho de existir.

  1. Desarmar y recomponer dispositivos colectivos de lectura es un arte directamente político. No porque refiera a los avatares del Estado, sino porque conduce a la génesis de las fuerzas, a la naturaleza misma de lo político como mixto de potencia y legitimidad que afecta todo lo que existe. Los movimientos aberrantes remiten al problema de los pueblos, clases, sexos y formas de vida que permanecen imperceptibles, desconsiderados bajo el imperio del derecho tal y como resulta deducido de la axiomática del capitalismo mundial integrado.

El capitalismo, tomado como máquina global que funciona concretamente a partir de axiomas (que se adjuntan o substraen), oscila entre dos polos: uno flexible y socialdemócrata –o populista–, reconocible por la formación de un mercado interno y por su mejor recepción de las demandas y luchas populares; y otro más rígido y totalitario, que hace depender el funcionamiento social de unos pocos axiomas orientados al mercado exterior y al poder del Banco Central de controlar la inflación. Situar lo político como práctica que hace causa común con todo aquello que no se adecúa al sistema de legitimidades deducidos de la axiomática capitalista (el modo de distribución de la tierra y de las ideas, de los signos y de los cuerpos, del tiempo y de la información) nos introduce en una política –una lógica y una reivindicación– propiamente aberrante.

Esta cuestión afecta de lleno el pensamiento, tomado por las mismas existencias menores, el mismo abismo a-lógico del que emergen cada una de las pretensiones territoriales, catastrales y mentales. El pensamiento en Deleuze, anuncia Lapoujade, se efectúa entonces como un combate que se libra en al menos tres líneas. La primera de ellas se desarrolla en los frentes activos: materialismo vs. idealismo, empirismo vs. racionalismo, spinozismo vs. cartesianismo, etc.; y luego, en alianza con Guattari: esquizoanálisis contra el psicoanálisis, en defensa de un inconsciente fábrica. Se trata de una toma de partido que delimita un campo enemigo y uno de aliados. La segunda es completamente diferente. Ya no se trata del pensamiento tomando partido en un enfrentamiento, sino del modo singular en que se distribuyen las ideas en el propio pensamiento: es el combate que se traba con lo impensado del propio pensamiento, la sensibilidad con que se perciben ciertos problemas, el modo de desplazamiento de esos problemas. En este segundo nivel, más solitario quizás al inicio, pensar es comprender estos desplazamientos, descubrir las coordenadas de un movimiento del que se es paciente más que agente, sin disponer de soluciones preexistentes, y acompañado  por unos aliados que deben ser creados gradualmente. A diferencia de las tomas de partido que establecen posiciones relativamente fijas, este nivel de la lucha nos hace ocupar posiciones nuevas. Se ve con claridad que los combates del pensamiento son en realidad un asunto que concierne a la vida como tal. Esto se torna muy evidente en un tercer nivel, el más peligroso y el más característico de los movimientos aberrantes: en tanto que fenómenos de desborde, estas existencias anómalas o problemáticas traspasan los límites y arrojan el pensamiento hacia una línea de abolición, por la vía de una experimentación/despersonalización en la que la propia vida resulta amenazada. Vitalismo “turbio” de Deleuze –según Lapoujade–, en el que los movimientos aberrantes atañen de modo directo al fluir de la existencia sin eludir la cuestión central de la crueldad y la muerte.

La relación entre vida y muerte está captada en la fórmula con la que Deleuze explica a Foucault: “Un vitalismo sobre fondo de un mortalismo”. También en Nietzsche: la versión del eterno retorno deleuziana, dice Lapoujade, consiste en un doble movimiento mediante el cual la forma personal –con su arraigo territorial– debe morir (lo “mismo” es lo que no retorna) para que las potencias puedan afirmarse libres (nueva vida) como diferencia. Cambio de piel o renacimiento, o Acontecimiento. Se produce entonces una redistribución de las potencias –afectos, gustos, percepciones– sin respetar en lo más mínimo las consistencias o coherencias del pensador (crueldad mortecina de la vida sobre el viviente). Salvador Benesdra nos dice en su novela El traductor:[2] “Lo que quería era acabar con mi vida. Es decir, conmigo, con la vida que llevaba hasta entonces, con mi persona, con mi identidad. Con las cosas en las que había creído, con los gustos que había tenido. Para que cuand o todo acabara de derrumbarse volviera a aparecer esa última compañía infaltable que solo se avergonzaba de mis propias vergüenzas, que solo despreciaba mi propio desprecio de mí mismo, que solo me culpaba por mis sentimientos de culpabilidad, que solo aplaudía como cumbre de todos mis aciertos esa hazaña puramente casual de no haberme pegado un tiro. Quería empezar de veras de cero, aún con toda la arbitrariedad que había en poner en esa cifra el marcador cuando ya había recorrido 37 hitos del camino y me faltaban tan pocos para el final”.

El papel de lo negativo es el de lo insoportable, la incapacidad de tolerar la potencia vital con los cuerpos organizados y los pensamientos ya formados, el presentimiento de que para encontrar la vida hay que atravesar desorganizaciones, muertes. No se trata de la muerte empírica y orgánica –la que “viene de afuera”–, sino de una muerte de las formas personales, un “ya no” destructivo que señala la afirmación de una nueva vitalidad, “vida inorgánica” indiferente a los cuerpos que atraviesa y a los que arrastra y que, siguiendo a Salvador Benesdra, se confunde con el suicidio. Pero solamente se confunde, porque de derecho se trata de un combate múltiple –contra las tesis enemigas, contra nuestras propias formas, contra la deriva suicida de la pasión de abolición–, grito y guerra, fuerza crítica demoledora contra un régimen de muerte, una voluntad de control y de seguridad, un esclavismo maquínico y un despoblamiento de la tierra específicamente capitalista.

  1. ¿Es el pensamiento de Deleuze más oscuro de lo que muchos creíamos? Es preciso que así sea para que nos siga acompañando en una coyuntura más reaccionaria en la que ya no funciona la identificación rápida entre movimientos sociales y ser del devenir. Una buena parte de las luchas del ciclo autónomo que precedió al 2001 comprometió sus esfuerzos posteriores en el terreno de la adjunción de nuevos axiomas (“derechos”). Axiomas que hoy hay que defender ante el vuelco totalitario del Estado. ¿Cómo se lee la filosofía de Deleuze, filosofía orientada a trazar mapas y conectar con lo imperceptible, tan repulsiva de la forma humana –los cuerpos “organizados”, desechos de Edipo, y subjetivados bajo la interioridad propia del Aparato de Estado–, que solo le canta al “pueblo por venir” y a la “tierra que falta”? La noción de movimientos aberrantes permite recorrer el camino imposible, realizar las torsiones necesarias para conjugar una estrategia popular defensiva –defensa de axiomas, de derechos– junto a una ruptura del horizonte de posibles derivados de la máquina axiomática. Del movimiento social a los movimientos aberrantes se produce esta mutación conceptual: la emergencia de nuevos enunciados y visibilidades permite acentuar el carácter de ruptura y disidencia de las luchas defensivas respecto del régimen de sujeción. La “aberrancia” es una noción límite, puesto que nos hace pasar del mundo dado (mundo reconocible de los sujetos y las formas) al de los desvíos (en el cual se hacen perceptibles las potencias y las conexiones moleculares). Se trata de una noción fuertemente política –no es un concepto moral–, un modo de ser extraño a aquellos que se derivan –que extraen su legitimidad– del derecho provisto por los axiomas del capital. Ni neoliberalismo ni socialdemocracia –aunque no den igual–, ni mundo de las formas ni disolución en el caos –que no son lo mismo– sino un “entre” que no surge de la polémica entre los polos sino de seguir la línea sinuosa, un “ni…ni…” capaz de elaborar los “protocolos” de deserción de la forma humana, la ley soberana y el límite descendido de los cielos. Lapoujade comenta estos procedimientos perversos –invertir, plegar, crear simulacros, trazar dobles liberados de sus límites, contra-efectuar– y los compara con los esquizos –huir, fugar, vaciar, tender al límite– que aniquilan los posibles-dados en la medida en que ya no se soportan, parar abrir nuevas combinaciones (“¡un posible, o me ahogo!”). Perversos y Esquizos son los héroes de Lógica del sentido, los creadores de sinsentido –nuevos posibles– en las zonas paradójicas o ciegas del ser, inoculadores de anarquismo en medio de las individuaciones modelizadas emanadas de la axiomática capitalista.

La filosofía de Deleuze no es un optimismo (más bien pesimismo con lo humano), ni un pesimismo (más bien un asombro por “lo que el cuerpo puede”, a pesar de todo). Ni una cosa ni la otra, sino línea spinozista que pasa entre las formas haciendo causa común con todo aquello que es capaz de remontar el pensamiento para plantear nuevos problemas (fascinación de Deleuze por los grandes creadores). Quizás el libro de Lapoujade quiere decirnos una única cosa: en Deleuze no se da un Todo Abierto (un Interior en conquista de su Exterior, ni una “filosofía de lo Uno” como cree Badiou), sino un Todo Afuera, en el que solo hay Todo coincidiendo con el Afuera (sentido de la fórmula deleuziana de univocidad del ser). Los movimientos aberrantes dramatizan esta presencia del Afuera “en” el Todo, la acción de “entre” (o “ni, ni”) y los fenómenos de deformación y subversión asociados a su nueva comprensión de la noción de “límite”.

Esta dialéctica Todo Afuera trae aparejada, además, una nueva percepción del espacio del pensamiento: sustituye la imagen evolutiva por la de las coexistencias, en las que realidades diferentes (como por ejemplo Aparatos de Estado y Máquinas de Guerra) se afirman al mismo tiempo. El Afuera ya no es un mero exterior, sino aquello inconcebible, heterogéneo e informe que, sin embargo, participa de la existencia, incluso en lo más próximo o íntimo. Es lo impensado que el pensamiento no sabe pensar, y al mismo tiempo aquello que solo puede ser pensado bajo su influjo o provocación. Aquello que solo puede ser pensado cuando el pensamiento es llevado hacia sus límites (y lo mismo cabe decir de la sensibilidad:  es el “afuera” o lo insensible que la sensibilidad no sabe captar, y que solo puede ser sentido cuando una violencia la fuerza a llegar a su propio límite). El pensamiento por lo tanto viene de afuera. No es mero funcionamiento de una facultad. Es el producto de una violencia e implica siempre un trastorno, el atravesamiento de una zona de impotencias. François Zourabichvili[3] describe bellamente las figuras que adopta el pensamiento empantanado en esa impotencia: el Idiota no sabe, no puede hacer lo que todos saben (Proust, Kafka o Piglia declaran que no pueden escribir, mientras todos escriben); el Celoso se ha enterado, gracias a signos aleatorios que lo han perturbado, de una presencia inquietante, un problema o una idea, y se obsesiona con ellos. En otras palabras, las potencias se engendran sobre un fondo de impotencias, así como las ideas o las sensaciones se forman a partir de un fondo a-lógico y una materia intensiva. De allí la acertada aclaración de Lapoujade: cuando Deleuze escribe “lógica” hay que comprender “génesis”. Aclaración que tal vez se pueda extender del siguiente modo: cuando aparezca la palabra “potencia” habrá que ser capaz de leer “síntesis disyuntiva inclusiva”, es decir, aparición de ese Todo Afuera, capacidad de conectar lo heterogéneo, “encuentro” como instauración de relación entre cuerpos o términos que hasta el momento no lo tenían. Es la lógica del acontecimiento.

  1. Si interesa este vitalismo “turbio” es porque el vitalismo limpio no ha dejado de caracterizar al discurso del amo, prefiguración neoliberal, performatividad del capital: “crear mundos”, “superar límites”, “vivir auténticamente” son consignas emanadas de una razón mercantil exacerbada cuyo único propósito es hacer de la existencia un continuo de consumo, un consumo no de tal o cual producto, sino de vida como tal. Lo turbio caracteriza una potencia defectuosa, una vida inadecuada al régimen de visibilidad deducido de la axiomática capitalista. Una potencia que se engendra sobre un fondo de impotencias, una vida afectada de improductividad por la fragilidad, la enfermedad y la muerte. La potencia, tal y como la concibe el capital, es la idealización que desde este se hace del trabajo vivo como esclavitud motivada. La potencia de un vitalismo turbio, en cambio, existe en su reverso como crisis de esa idealización, como autonomización de la actividad humana respecto de todo modelo. Un vitalismo turbio se engendra en las zonas de inactividad capitalista. El desarrollo del capitalismo depende de un ejercicio continuo de superación-desplazamiento de sus propios límites (como lo explicaba Marx con su ley sobre la tendencia decreciente de la tasa de ganancia), que consiste en la destrucción de parte del capital y en la creación de nuevas zonas de negocios –una axiomática global, engendrada a nivel del mercado mundial y efectuada en cada uno de los Estados nacionales–. Entre destrucción –descodificación– y creación –nuevas codificaciones–, a la axiomática del capital se le escapan flujos de existencia: unas vidas, unas poblaciones, unas tierras que se valorizan por sí mismas. Los movimientos aberrantes nombran aquellas existencias no deducibles del capital. Su misma existencia plantea entonces un conflicto en el nivel del derecho. ¿A qué derecho pueden aspirar estas existencias “menores” que no son reconocidas en el juego de la axiomática capitalista?[4] Desprovistos de un reconocimiento por parte del sistema de legitimidades fundado en la axiomática (derechos); imperceptibles dentro del rango de percepción que a partir de la axiomática se modula, el espacio formado por los flujos descodificados se puebla de enunciados indecidibles (potencialmente revolucionarios), un desvío sucio –simulacros, dobles perversos, realidades truchas– con respecto a la potencia pura como semblante del dinero.

Atravesando todo tipo de crisis, la lógica del capital aparenta una inconmovible fuerza evolutiva, colonización de un adentro –en el que el trabajo es determinado por cierta relación con el dinero– y un afuera siempre por conquistar –nuevas oportunidades y desafíos–. Una interioridad que los Estados organizan con los restos siempre reconstituidos de un poder soberano –estriamiento del espacio, puesta en resonancia de sus términos– y un exterior que amenaza como destrucción. A este par interior/exterior le corresponde una temporalidad como crisis/innovación, alternativa dramática de la axiomática global (derecho convencional).

Si algo distingue a la axiomática del capital de las existencias menores es la diferencia con relación al límite. Mientras el ensamble capital-Estado organiza un interior regular contra un exterior salvaje, desplazando una y otra vez sus fronteras, los movimientos aberrantes o existencias menores derivan el límite de su propia potencia (llevan lo que pueden al límite); su relación con el límite es de tipo membrana o filtro, es decir, de relación selectiva/creativa con su afuera, con el que no dejan de comerciar bajo todas las formas imaginables. Instauran relaciones fantásticas allí donde no hay relación entre términos, relaciones imperceptibles –pura audición, o visión–, expresiones de un sin fondo, de un Afuera Todo, esbozos de un nuevo derecho.

En otras palabras, la jurisprudencia como fuente del derecho –la expresión de conflictos del y en el propio derecho– revela la presencia de reivindicaciones y luchas que implican nuevas relaciones con la tierra, el cuerpo y el lenguaje. Nuevas poblaciones –no importa cuán minoritarias ni cuan antiguas– que Deleuze piensa como “devenires”, es decir, como mutación, descentramiento de la forma humana, creación de posibles. Esto es así en Diferencia y repetición, donde la diferencia se diferencia de sí misma a partir de una serie de repeticiones excéntricas; pero también en Mil Mesetas, donde las multiplicidades y sus “máquinas abstractas” tienen siempre una cara (o “punta”) desterritorializante, desestratificante. Dos modos de concebir la totalidad. La primera, soberana, que solo se abre para desplazar sus límites con el afuera. La segunda –la “máquina de guerra”, el esquizoanálisis– que actúa instaurando membranas, alisando el espacio, conectando con el afuera. Todo Abierto –apertura relativa– o Todo Afuera –apertura absoluta–. A cada uno de estos modos le corresponde una forma de desterritorialización: la relativa, propia del capitalismo (descodificación y desterritorialización de flujos de riqueza y de actividad humana, conjunción axiomatizada sobre la base de las conexiones del cuerpo social dominado por el dinero, del impulso del dinero-capital por ampliar sus límites), versus la otra, la absoluta (o “nueva tierra”, o “pueblo por venir”; libre conexión entre flujos que huyen de la axiomática del capital).

  1. Lo “turbio” en Deleuze no es un detalle menor, sino lo que puede permitirnos una reformulación del dispositivo crítico de lectura. Lo turbio se impone a la vida en la medida en que ella está afectada desde el inicio por una muerte. La vida “turbia” indica la presencia de la muerte, de la impotencia en la potencia, del sin fondo sobre la superficie. Como lo ha indicado Franco “Bifo” Berardi en varios de sus textos, el capital –de modo privilegiado en su versión norteamericana– es puritano y lee todo barroquismo o pliegue de lo real como distorsión y señal de fracaso tanto social como psíquico. El semio-capital depende de su capacidad de codificar las diferencias, extirpando cada una de las impurezas que obstaculicen la perfecta compatibilidad entre signos. En el mundo “peludo” del espesor de la materia, de las existencias corpóreas, los signos son a descifrar y requieren, por lo tanto, una aptitud sensible o sensual para la comprensión de lo no dicho, puesto que ni los signos ni la relación entre ellos han sido previamente programados. La “muerte” deleuziana (esa muerte no-empírica, que no hay que confundir con la que viene de afuera aunque a veces coincidan) es la distancia o el más allá respecto de este espacio-tiempo preformado o modélico, la percepción íntima de un Afuera heterogéneo, la exploración de relaciones inéditas, la comunicación contra natura entre singularidades propias y ajenas (devenires), la soledad, poblada o desértica, como inmanencia absoluta, plano de partículas-luz de las que se deducen los cuerpos como pura potencia. Ya es difícil entender que en Deleuze ser “de izquierda” sea adoptar las disposiciones necesarias para “querer el acontecimiento”. ¿Hay que agregarle a la fórmula una dificultad extra? Parece que sí, que “ser de izquierda” también puede decirse en el sentido de “querer lo turbio” o “querer la muerte” (en un sentido similar al que se suele atribuir a la idea de “muerte del hombre” en Nietzsche). La distinción entre ambas muertes es entonces fundamental: la muerte que se invoca en la filosofía de Deleuze es el punto exacto en el que el morir es destituido, momento de la “transmutación” donde la muerte es sustituida por una nueva figura vital.

De allí la sensación de falsedad que provocan las izquierdas cuando compiten por la pureza de la vida alternativa o de la potencia auténtica, con consignas que apelan al consentimiento de la voluntad (como “podemos” o “se puede”), que a la larga se adecúan mejor al discurso del tipo coaching. Las existencias “menores” –modos de vivir, de pensar– expresan el punto de vista de aquellos flujos de riqueza y de actividad humana no perceptibles, que han abandonado la forma –han muerto– en provecho de potencias –aberrancias– incapaces de legitimarse desde el punto de vista de la axiomática capitalista.  Quizás haya que leer así la célebre frase de Mil Mesetas: “Antes del Ser, está la política”. Piqueteros y Movimiento de Mujeres en Lucha,[5] Sin Tierra, Zapatistas y Mapuches no valen como renovación de un impulso de las vanguardias del autonomismo –modelos alternativos listos para usar o desafiar políticamente a las elites–, sino como salientes de un subdesarrollo plebeyo (o “runfla”) que atraviesa con potencia toda vida de un nuevo modo –abierto, “disyunción incluyente”– de hacer síntesis (y percibir multiplicidades) que escapan a la dialéctica convencional de las izquierdas; salientes que contactan a partir de sus distancias con otras tantas reivindicaciones minorizadas.

  1. Hay un trasfondo teológico del que la filosofía, la ética y la política (¿y el psicoanálisis?) no acaban de independizarse. La buena forma, la invariancia estructural, lo bien constituido, la idea acabada, la individuación cerrada sobre sí misma: el fundamento. Son otras tantas máscaras de la presencia del buen dios, principio trascendente e instancia garante del orden. Dios Creador, Dios Organizador. Ese dios exige evolución, salud, buena disposición, proyectos sustentables. Es ante él que la pura vitalidad deviene vitalidad pura. Todo orden responde a –y precisa de- una teología.

Tras la muerte de dios nacen las nuevas síntesis disyuntivas inclusivas. El eterno retorno ha destruido la síntesis por convergencias (Dios-Mundo-Yo). La dialéctica concierne ahora al Todo Afuera de la multiplicidad y la disparidad, y se da por igual dentro y fuera del pensamiento, ya que en el nivel de los cuerpos y de las ideas encontramos el mismo proceso de determinación. Este último se inicia por lo indeterminado entendido como coexistencia virtual de diferencias afirmadas en su disparidad; materia continua en la que los términos indeterminados se muestran también como determinables en la medida en que entran en relaciones de determinación recíproca que engendran las formas individuales. A la determinabilidad virtual y la determinación recíproca de la forma individual, Deleuze agrega la determinación completa o acontecimiento ideal, de la que cada individuo no es sino una cierta variación.

Con su habitual ironía, Slavoj Žižek cree ver en Deleuze un “paganismo”. También en Spinoza. Henri Meschonnic sostiene que Spinoza ha inmanentizado la divinidad –el principio de dar vida–. A ese registro –“línea de brujería”– pertenece la lógica de los movimientos aberrantes o demoníacos. Bajo el nombre de acontecimiento se agrupan una serie de fenómenos que manifiestan por su cuenta un poder temporalizante que consiste en redistribuir potencias, siendo el tiempo repetición a-centrada que decide un “antes”, un “durante” y un “después-abierto” a esta redistribución. Una línea diagonal  vuelve coexistente estos tres tiempos. Una actividad turbulenta que sustituye el “porvenir” (personal) por el “devenir” (impersonal). El acontecimiento es diabólico por cuanto hace coexistir en sí mundos “incomposibles”.

De modo que el ser es tiempo acontecimental, distribución impersonal de las potencias. Sucede que nos descubrimos incapaces de amar, de actuar políticamente, de escribir. Esta impotencia es ya una posición ante una tarea que nos importa y frente a la cual no podemos nada. Un “antes” propio del acontecimiento. Luego devenimos capaces cuando ya no dependemos de nuestras capacidades previas, gracias a una redistribución sorprendente que se produce en nosotros. Un  “durante” del acontecimiento. Por fin, notamos que esa nueva distribución de potencias no ha tenido la más mínima consideración por nosotros, algo “ha pasado” a nuestras espaldas, ya no somos los mismos. Un “después” del acontecimiento. El acontecimiento es la diagonal de tiempo que hace coexistir la redistribución entera. Y su forma subjetiva es el “presentimiento”, una cierta capacidad para sentir la simultaneidad diferencial que se activa cada vez que se introduce un fragmento de acontecimiento futuro. El presentimiento capta la influencia de lo que aún no existe sobre lo que existe, y acompaña un movimiento de deserción de la libido respecto del círculo de lo que existe (un asesinato del yo). La percepción del acontecimiento, en el presentimiento, es bajo la forma de la pregunta “¿qué ha pasado?”, y su abordaje antropológico –según dice Deleuze, en una de sus clases–[6] es un ejercicio de “estimación colectiva” (una lógica del presentimiento).

El acontecimiento se revela así como crueldad de la vida. Una destrucción que se lleva a cabo a nuestras espaldas. De pronto ya no queremos ni podemos lo que antes (“¿qué ha pasado?”). Eso que éramos ha muerto. Aspecto aniquilador con el que se afirman potencias de vida sin ninguna clase de consideración por la coherencia en la que nos afincamos. La crueldad es esta desconsideración respecto de aquellos objetos (y formas) a los que se aferran los sujetos. Si lo propio de esta afirmación de lo que difiere es deshacer todo lo que impide la distribución renovada de las potencias, el papel de lo negativo (lo “turbio”) en esta filosofía, dice Lapoujade, es la del duelo por el desgarramiento. Solo que este duelo y este desgarramiento son pensados como la autodestrucción que vuelve posible una nueva circulación para la vida. En todo caso, aquí el arte será el de evitar que este flujo destructivo se vuelva por entero sobre el sujeto aniquilándolo.

Arruinar el juicio de Dios, esa totalidad articulada en base a un fundamento del que se desprenden principios de distribución y selección, que a su vez aseguran –por la vía de la exclusión de lo divergente y de lo que difiere– conexiones legítimas de convergencia de los flujos, de políticas de población de la tierra. Aún cuando ese Dios esté muerto y en su lugar actúe una instancia muy diferente: un sorprendente “proceso maquínico” de producción de orden. Tal es, para Deleuze y Guattari, la originalidad de la noción de axiomática capitalista. Ya no se trata de un principio trascendente exterior-superior, sino de uno que actúa al mismo nivel de lo distribuido. Se trata de una trascendencia inmanentizada.

El acontecimiento vacía el efecto de sistematicidad de la realidad, arruina las síntesis convergentes y reenvía a un plano de inacabamiento y subdesarrollo, a una lógica en la cual las síntesis conectan lo que diverge –series o flujos–, e instaura así relaciones a través de sus distancias. Se trata de la ruina misma de la razón colonial, tan progresista ella, de un afuera como espacio a conquistar desde un adentro siempre incuestionado. La síntesis disyuntiva –capaz de afirmar al mismo tiempo lo que diverge– incluye y ensambla aquello que difiere en su diferencia y que por lo tanto otorga derechos. Anticristo, descodificación, o bien irrupción de una actividad plebeya autónoma que lleva los principios de la desterritorialización relativa –regulación burguesa de los flujos– a desterritorialización absoluta –aberrancia coronada–.

  1. Si todo acontecimiento es político puesto que implica un conflicto de potencia y legitimidad con el orden –fundamento, principio de distribución–, hay también un acontecimiento propiamente político cada vez que lo que está en juego es la adquisición de una potencia de actuar. ¿Cómo devenimos capaces de actuar (políticamente)? Evitemos la respuesta más obvia. El activismo de Deleuze, mucho o poco, ha sido atribuido al encuentro con Félix Guattari. Se trata de una narración que descuida las necesidades interiores del trabajo de Deleuze que condujeron a ese encuentro. Más allá de la historia romántica de un Guattari militante que se asocia a un Deleuze sistematizador, del hombre práctico que se unió a uno teórico, relato promovido entre otros por François Dosse,[7] Lapoujade sostiene que Guattari le permitió a Deleuze encontrar una salida para el impasse de su propio sistema filosófico. Si en Lógica del sentido –escribe Lapoujade– sobrevivían dos planos, uno correspondiente a las profundidades de los cuerpos desde donde se oía la voz esquizo de Artaud y otro a las superficies y al sentido donde jugueteaba Lewis Carroll, la irrupción de Guattari implica una reformulación de la totalidad de su arquitectónica a partir de la introducción del “cuerpo sin órganos” en el corazón del sistema. Se trata de un cuerpo de puras conexiones que rechaza toda unidad organizada. En El Antiedipo, primer trabajo conjunto, se impone un plano único de inmanencia en el cual también se elimina la distinción entre profundidades y superficies; se liquida el problema del sentido en beneficio de la noción pragmática de “uso”; se opera el tránsito del estructuralismo al maquinismo; y se consagra definitivamente el héroe esquizo, aquel que “pasa su tiempo en hacer morir un cuerpo para hacerse otro”, en detrimento del perverso. Es en este sentido que hay política en el encuentro con Guattari.

La potencia de actuar remite a la creación de “espacios-tiempos”, lo que Deleuze llama “posibles”. No los posibles que se nos ofrecen –prolongaciones de la axiomática del capital– sino aquellos que surgen del choque con la imposibilidad, creaciones de posibles justo donde lo imposible resulta insoportable. Junto a Guattari, Deleuze ha remitido esa formación de posibles a los movimientos de la tierra. A partir de allí nace una “geofilosofía”. La tierra, la “desterritorializada”, escriben Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, será contraintuitivamente no lo más fijo sino lo más fluido. Ya no lo más formado, “estratificado”, sino lo más informal. La Tierra es ese Todo Afuera, un magma de partículas que no deja de estratificarse por la vía de la molarización (fenómeno estadístico de articulación molecular que da lugar a grandes conjuntos con sus reglas fijas), Tierra a la que se le hacen territorios, Vida Afuera atrapada en la forma de vidas personales. Y al mismo tiempo, ese magma de partículas no cesa de dibujar líneas de fuga, movimientos de desterritorialización, no cesa de sacudirse sus fijaciones. La tierra –el desierto, la isla desierta, la tierra previa a lo humano– se pliega una y otra vez sobre sus poblaciones, de modo tal que Tierra Población desplaza la clásica relación sujeto-objeto. La “geofilosofía” deviene auténtica geopolítica que se ocupa de seguir los movimientos de un Pensamiento Naturaleza en sus territorializaciones y desterritorializaciones, creación de una Tierra Nueva, solo entre-vista por los movimientos plebeyos (de la desterritorialización absoluta). Como lo explica Jun Fujita Hirose,[8]la geofilosofía distingue, dentro de los movimientos de la tierra, desterritorializaciones relativas –reguladas por la burguesía–, absolutas –descodificación general, crisis de la lógica axiomática–, o de auténtico desvío –terremoto o temblor volcánico–. Este más allá de la regulación burguesa puede asumir el nombre de plebeyismo, o multitud que reclama su legitimidad sin pretender derivarla de un fundamento (el náufrago y la isla desierta). Algo que entre nosotros supo percibir John W. Cooke, quien esperaba que ese “gigante invertebrado y miope” declinara hacia un plebeyismo obrero y no hacia la integración en el juego de la axiomática capitalista.

  1. ¿Con qué derecho se afirma lo que se afirma? Deleuze ha compuesto un compendio general de los movimientos que no obedecen a la Forma o al Modelo. Su política opera desde las grietas y las fisuras, violentas por donde se las mire; desde un “por todos lados” propio de los movimientos aberrantes. Las “existencias menores” no son pretensiones –no aspiran al reconocimiento por parte de los principios jurídicos vigentes–, sino expresiones, es decir, testimonios de la presencia de lo anómalo. No hay movimiento social revolucionario, solo movimientos aberrantes. Movimientos portadores de una violencia de arrasamiento, deserción y desertificación que no se dejan confundir con su opuesto, esa violencia asesina y de derecha cuyas categorías son el sacrificio heroico y el aniquilamiento del otro anómalo, una violencia monopolizada que se ejerce en nombre de la Paz del Orden Global.

La violencia del Todo Afuera, afección de las fuerzas sobre los cuerpos, no es destructiva sino deformante (diferencia entre las dos muertes). Teratología micropolítica. Los cuerpos resurgen como monstruos en contacto con el Afuera: es el anticolonialismo de Deleuze. Se trata de una violencia sin la cual no hay idea (violencia del pensamiento) ni ser de sensación (violencia de la sensibilidad). Conceptos, afectos y perceptos son ante todo “gritos”. Y toda creación artística o filosófica supone una relación de forzamiento o perforación de los propios límites (perforar las barreras, el espacio, la propia tierra: buscar lo que yace, yacimientos), comunicación con el afuera, tiempo diagonal del acontecimiento, devenires no humanos de lo humano, muertes impersonales. Un ser de sensación, una idea que se forma a partir de relaciones de determinación recíproca entre partículas virtuales que emergen del sin fondo, requiere del sujeto que siente y piensa una involución, un subdesarrollo, un devenir larvario, una extrema pasividad y paciencia para soportar los retorcijones que liberan al cuerpo de su “organización”, al espacio de sus estriamientos. Solo una rebelión tal ante las facultades y de los órganos permite pensar lo impensable, sentir lo insensible. Es en ese más allá del límite donde pensamiento y sensibilidad se comunican esa violencia, y se plantean problemas inexplorados (en función de disparidades que aparecen como visiones y/o audiciones directas).

Esa violencia –esa aberrancia– es el testimonio de la presencia del otro ya no como un ser del mundo sino como aquel que permite extenderlo. El otro lo es en la medida en que estructura mi percepción envolviendo otro mundo posible: si desaparece, con él se evapora la categoría misma de lo “posible” y el mundo se desmorona. El otro como actividad del Todo Afuera que desmaleza (o bien hacer crecer la hierba). Que invita a desplegar un mapa de comunicaciones transversales, destituyendo las pretensiones de los “sujetos privilegiados”. Más que una búsqueda de sujetos de la emancipación, se trata de hacer causa común con las existencias minoritarias (seres de sensación, ideas; toda la enciclopedia de aberrancias que pueblan la tierra, a pesar de todo). El otro, así concebido –concebido casi al nivel de las partículas–, conlleva el trazado de alianzas insólitas, y escapa al vuelco etnográfico (o narcisista, al decir de Viveiros de Castro) de las prácticas de la investigación militante. Por lo mismo que lo aberrante es el reverso del espacio colonial, su lenguaje no puede ser el de la antropología o la sociología. Sea por exceso o por defecto, por substracción o por desvío, las existencias menores escapan al reportaje periodístico y a todo género de ficción. Lo suyo parece ser más bien la fabulación, un “hacer y hablar por los devenires” en torno a nuevos enunciados y visibilidades presentes en el campo social, bajo la forma de delirios que se desvían respecto del delirio soberano que interpela a sus poblaciones como derivando de un fundamento.

Los movimientos aberrantes, libres, materia no formada, constituyen el objeto cartográfico por excelencia y el contenido mismo de las ideas. Siguiendo su decurso, se abandona el canto a la gloria del cielo que engloba (o funda) y se adentra en los sacudimientos provenientes de la tierra. Más allá de los vaivenes de la axiomática. De los límites y posibles que ella regula. Lo que Lapoujade parece decirnos al oído es que son las percepciones micropolíticas las que engendran la potencia de actuar.

[1] David Lapoujade, Deleuze, los movimientos aberrantes, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2016.

[2] Salvador Benesdra, El traductor, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2012.

[3] François Zourabichvili, Deleuze, una filosofía del acontecimiento, Amorrortu Ediciones, Buenos Aires, 2004.

[4] Lapoujade no profundiza en la lectura original que Deleuze y Guattari hacen de Marx. Por eso quizás convenga leer de modo simultáneo el libro de Guillaume Sibertin-Blanc, Política y Estado en Deleuze y Guattari: ensayo sobre el materialismo histórico-maquínico (Universidad de los Andes, Bogotá, 2017), que trabaja en detalle, además, la atención de los autores con respecto a la coyuntura política de los años ochenta. Lapoujade remite continuamente a los trabajos de Sibertin-Blanc, sin dejar de señalar cierta incomprensión althusseriana sobre el continuo de los saberes propio de Mil Mesetas, así como el hecho de considerar solo una mitad de los puntos de vista que Deleuze y Guattari asumen en sus libros conjuntos: el de las “síntesis” (y los maquinismos). El otro punto de vista, el de las “multiplicidades”, según Lapoujade, es mejor captado por Eduardo Viveiros de Castro en Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural (Katz Ediciones, Buenos Aires, 2011).

[5] A propósito del movimiento de mujeres, Lapoujade recuerda las célebres líneas sobre el “devenir mujer” del capítulo diez de Mil Mesetas, y su distinción entre una dimensión macropolítica, estratégica o reivindicativa (sujeto de enunciación), y un nivel propiamente molecular, una “microfeminidad” que pasa por debajo de la política molar: “la mujer como entidad molar tiene que devenir-mujer, para que el hombre también lo devenga o pueda devenirlo”. Devenir molecular quiere decir “emitir partículas que entran en relación de movimiento y de reposo” lindantes a esa microfeminidad, que le evita a la mujer quedar atrapada en una máquina dual que la determina en su forma, sus órganos y sus funciones, que la asigna como sujeto.

[6] Gilles Deleuze, Derrames II. Aparato de captura y axiomática capitalista, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2017.

[7] François Dosse, Gilles Deleuze y Felix Guattari: biografía cruzada, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009.

[8] https://lobosuelto.com/?p=7600

‘El traductor’, de Salvador Benesdra, un libro maldito que resiste el paso del tiempo // Diego Sztulwark

  A la Princesa Plumero                                                                    

«Una buena novela no se puede contar por teléfono.» Hugo Savino

 

Aunque se sigan buscando las lenguas del paraíso (lengua de la filosofía, lengua aria, lengua del Edén), el mundo post-babélico es el de la traducción. Henri Meschonnic[1] ha dicho lo suyo sobre las dificultades del oficio. Se suele traducir la lengua más que la obra, aunque es la obra la que crea la lengua. La obra aporta e introduce la violencia inicial que retuerce la lengua, la inviste y la enriquece. La obra es siempre fuga de su propio tiempo. La traducción para Meschonnic es, por lo tanto, un oficio de cara a la modernidad de la obra. Puesto que la modernidad ya no es para él un período específico entre otros sino la actividad capaz de crear efectos fuera de la contemporaneidad.

 

El Traductor de Salvador Benesdra funciona en esas coordenadas. Escrita y situada en los inicios de los años 90 –años sin gloria, de desplomes conceptuales y reestructuraciones empresariales, de repliegues cuentapropistas y de retiros voluntarios– retrata, elude y hace saltar –cierto que por medio del delirio– una existencia ensimismada en duros caparazones indispensables para sobrevivir, un achicamiento del campo de batalla a la propia vida. Ricardo Zevi se propone como un testigo resistente y narrador, un izquierdista heterosexual soltero, un judío sefaradí políglota, un empleado de la editorial Tuba (presumiblemente Página/12). Atormentado por la ruina de las referencias morales de la época que destrozan los supuestos de su oficio –engarces de la vida en la lengua, relaciones de implicancia, presencia de las rebeliones pasadas en la lengua presente–, se desdobla como experimentador y experimento y decide indagar a fondo –en sí mismo y en las recetas del new age llenas de ironías– las nuevas mezclas y proporciones de sumisión y libertad que la existencia admite y propicia en medio del vendaval, en un tiempo de reconversiones y ensimismamientos, forzándose a poner en palabras la entera gradación de afectos que componen una vida.

 

Como si la cumbre del arte de traducir fuera explorar las vías de la comunicación entre seres replegados y sensibilidades distanciadas; entre escena visible y procesamiento individual y silencioso; entre aquello que sucede casi sin palabras, solo recubierto de eufemismos empresariales, y escritura. Porque traducir es siempre escribir. Al situarse como precursor oscuro, artífice de enlaces entre series aún no conectadas, Zevi se descubrirá en el centro de la tormenta y sin reparo intentará dar un sentido a la materia rebelde de la experiencia, atravesando la demencia, bordeando el suicidio. Delirio y restitución literaria: “Lo que quería era acabar con mi vida. Es decir, conmigo, con la vida que había llevado hasta entonces, con mi persona, con mi identidad. Con las cosas en las que había creído, con los gustos que había tenido. Para que cuando todo acabara de derrumbarse volviera a aparecer esa última compañía infaltable que solo se avergonzaba de mis propias vergüenzas, que solo despreciaba mi propio desprecio de mí mismo, que solo me culpaba por mis sentimientos de culpabilidad, que solo aplaudía como cumbre de todos mis aciertos esa hazaña puramente casual de no haberme pegado un tiro”.

 

Escucho hablar sobre Benesdra desde hace muchos años. Algunos amigos cercanos a la producción novelística contaban que había sido militante del Partido Obrero, que se suicidó sin ver publicada su novela, que lo echaron de Página/12, que escribió varios artículos en la revista El Porteño y un libro –una fina ironía– de autoayuda. La solapa de la nueva edición de Eterna Cadencia confirma algunos de estos datos. Leí el libro prescindiendo de ellos, relegándolos a un borroso fondo legendario para dedicar atención exclusiva a la novela. Un libro extraordinario. Como repite Hugo Savino cada vez que puede, es imposible contar por teléfono una buena novela. Es buena por lo que escapa a su trama. Y esto no parece ser esa exigencia musical que muchos le imponen al lenguaje (poética). Tal vez se trate de otra cosa: de un desplazamiento de las visibilidades como potencia más propia del lenguaje. Dejar de decir lo que se ve y mostrar diciendo lo que no se ve. Visibilidades inaccesibles a no ser por medio de la escritura. No retratar la época ni el interior del autor, sino todo aquello de la época de lo que hay que escapar, todo aquello que huye de uno mismo.

 

Ricardo Zevi es un héroe del masoquismo. Su lucidez surge en la medida en que se confronta con el padecimiento propio y ajeno en dosis por momentos ultrajantes. Se trata de crear –por medios literarios– órganos para ver o escuchar la vida. Medios literarios, trabajo de escritura. No autoayuda. Como Gombrowicz, el escritor evalúa la vida en términos de fuerzas, puja y erotismo. Ambos creen indispensable medirse al respecto con Nietzsche, le reclaman el error de postular un superhombre. Un fraude. Sea porque –como cree el polaco– la vida no alcanza la plenitud en su acabamiento (pasaje de la “muerte del hombre” al “superhombre”) sino en su inmadurez, es decir, en la juventud; sea porque –como dice Zevi– aquí, el único “superhombre” de Nietzsche que hemos conocido hasta el momento es una burguesía que solo manda haciendo que los otros trabajen para ella. A la vida se la conoce si se la enfrenta mediante una lucha en la que es imposible evitar cuotas indisimulables de humillación. Ignorar esa imposición ingobernable no enseña, empobrece.

 

Solo la rebelión personal y política, la no resignación ante la esterilidad erótica y cultural, permite hacer el recorrido. Será un marido que corona su amor en la paternidad, pero no llegará al amor de Romina –una misionera adventista salteña a la que conoce en un café– sin pasar antes por una odisea de pastores, putas y clientes en la cual la propia Romina llega a prostituirse por él luego de maratónicas jornadas para vencer su frigidez en su departamento de Congreso (el Periscopio); comprará un taxi una vez despedido de esa empresa “bucanera” progre, único destino para los intelectuales que no quieren rajar del país, no sin antes convertirse en un activista sindical y de practicar todo tipo de piruetas tácticas en asambleas gremiales, en discusiones con las diferentes corrientes de la izquierda y de la burocracia sindical; terminará su traducción del libro de  Brockner, un teórico conservador alemán que razona la alianza entre nacionalismo de derecha y neoliberalismo con perturbadora solvencia (sostiene, por ejemplo, que Lacan introduce el principio de jerarquía entre los anarco-maoístas franceses, y recupera así el psicoanálisis para el control piramidal del deseo), no sin antes repasar la crisis del pensamiento contemporáneo expresado en el lenguaje alambicado de ese fraude que es, para él, el “estructuralismo” francés.

 

No se es capaz de acción sin afrontar un dilema, un nudo nada fácil de desatar pues cada hebra de ese hilo remite a sutiles disquisiciones históricas, introspecciones pasionales, recorridos por los barrios de la ciudad, indagaciones prostibularias (¿Por qué las putas se prohíben gozar con sus clientes? ¿Para no apropiarse de ellos?); desquiciados exámenes sobre cada uno de los trozos de personalidad que componen su propia identidad, tales como las diferencias entre un trotskista (profetas racionalistas), un stalinista (pragmático ideologista), un maoísta (poeta-sentimentalista); o entre un judío ashkenazi y uno proveniente del Sefarad, como el caso del propio Zevi que en el borde extraviado de la sensatez –y antes de ser internado provisoriamente en el hospital Borda– siente el llamado místico de su apellido, Shabetai Tzvi, célebre Mesías sefaradí que durante el siglo XVII desestabilizó las juderías occidentales con una movilización nunca vista en pos de la próxima liberación. En su intento de responder al llamado, erra su destino al intentar conquistar a un califa musulmán que pierde la paciencia y lo obliga a elegir entre su propia conversión pública a la fe de Mahoma o la muerte. El Mesías le pedía que ejerciera la traducción a fondo, es decir, como un acto de recomposición de todo lo que ante sus ojos se desgarraba: sumergirse en las reglas de pasaje y conversión, en los “códigos capaces de traducir el odio de un lenguaje a otro, el amor de un sentido a otro, la visión de un polo a otro, el orgullo del de abajo en los términos del patrón, el deseo del amo en las fórmulas del esclavo, el colectivismo de los individualistas en el individualismo de los comunistas, el derecho de sangre europeo en las fórmulas americanas del linaje por inmigración”.

 

Con enorme carga irónica, El traductor es la historia de una resurrección a través de la búsqueda del placer personal y de una moral provisoria, en medio del trastorno mayor que supone el desplome del mundo bipolar (encrucijada que Oriente no llegó a pensar jamás, ¡la liquidación de uno de los polos que ordenan el equilibro del mundo, del yin o del yang!), la implosión gorvachoviana y el giro yeltsiano-tatchereano-menemista. Es decir, el fin del período del Gran Miedo –para la burguesía–, los 120 años que van de la Comuna de París a la caída de la URSS. ¿Qué hacer en esas condiciones sino fantasear un nuevo y desmesurado ejercicio de traducción entre religiones, sabidurías y concepciones? ¿Cómo no soñar con todo en tendidos de puentes y transiciones que delineen algún principio común que pueda decirse en diferentes lenguas, un “poliglotismo de las ideas” más que de los idiomas?

 

Sobre el final algo se ha aclarado para Zevi, sea en el amor o en las relaciones sociales, ámbitos en los que no ha dejado de chocar con las barreras refractarias que el mundo le ha impuesto. Se trata de asimilar lo que se juega entre el sometimiento admirativo y el dominio irrestricto del otro; de tener una relación positiva y no extorsiva con los propios ideales, abriendo el juego a las pasiones en el instante deliberativo sobre sus actos; de asumir el riesgo de habitar un universo en el que la crueldad y la pornografía desempeñan un papel central en el juego de la libertad y la sumisión, que debe ser practicado en el mundo privado puesto que solo allí amo y esclavo son roles reversibles, y no en el mundo de lo público que se dispone invariablemente al servicio del patrón (jerarquías duras, irreversibles). La lección que Zevi desea compartir, agradecido por que al fin ha logrado superar aquellas barreras mortificantes, es la de la desconfianza y la vergüenza: “Cuando interrogo a esos últimos años que pasé en el Periscopio no lo hago debido a un sentimiento de culpabilidad, sino más bien por el interés pedestremente egoísta de saber quién soy”, lo que incluye saber “cuánto de maldad es indispensable si uno no quiere dejar de ser bueno cuando ya ha agotado los recursos obvios para serlo, cualquiera sea el significado que uno quiera atribuirle a la palabra ‘bueno’”. Unas relaciones capaces de tomar consistencia “sobre el abismo de una posible traición me parece incluso ahora infinitamente más creativa y fructífera que cualquier interacción desarrollada sobre el único registro del amor”.

 

 

[1] Henri Meschonnic, Para salir de lo posmoderno, Editorial Cactus y Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2017.

La calle plebeya // Diego Sztulwark

Fuente: EL COHETE A LA LUNA

El protagonismo popular limita el triunfalismo de las elites

Diciembre de 2001 inauguraba las paritarias callejeras para esa porción creciente de los trabajadores que crean valor sin estar encuadrados en convenios colectivos. No fue espontaneísmo sino sedimentación de una nueva estrategia, un tipo de cuestionamiento social con eje en los espacios públicos, como lo fueron por entonces el piquete y la asamblea o el escrache, y un modo de unir la reivindicación de aquellos bienes materiales que aseguran la existencia con una dinámica destituyente de la legitimidad de las instituciones neoliberales. 2001 fue la ocupación del espacio público en medio de la crisis para crear democracia desde abajo, mas allá del Estado. Diciembre de 2017 es otra cosa, es más la fisura que el corte. Menos el estallido y más la decisión de incidencia de la calle.

Se trata de una calle plebeya que aun cuando no es capaz de desestabilizar los tiempos de la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión que amenaza limitar el triunfalismo de las elites, cada vez que lo plebeyo lleva consigo la vocación revocatoria de toda autoridad fundada en títulos de propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque sólo fuera por esto, el movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social; hace fracasar la reducción de la vida política a los tres poderes del Estado e introduce una variable que no ha dejado de insistir a lo largo de nuestra historia moderna: el protagonismo popular.

La reacción inmediata del gobierno y del sistema de medios que regulan la llamada opinión pública consistió en agitar el miedo a la violencia, a inverosímiles grupos terroristas y a golpes de Estado. Las elites en el poder carecen de otro lenguaje capaz de expresar su temor a la calle. La calle plebeya tiene su propia teoría política, diferente de las retóricas del contrato social y de los dispositivos de control urbano. La irrupción de la calle dinamiza el paisaje social y desdibuja la cartografía congelada (macrismo contra kirchnerismo) de la que el gobierno pretende extraer legitimidad para cualquier cosa.

¿Maquiavelo contra Hobbes? En cierto modo sí: mientras la calle plebeya ejerce una potencia cognitiva, redescubriendo en las multitudes una premisa diferente y más adecuada para la profundización de la democracia, el Estado funda sus razones en el principio de la propiedad privada concentrada y en la creación de una atmósfera ficticia de terror que legitima el uso creciente de la violencia represiva aplicada a la protesta social. Más allá de las variantes del dispositivo represivo, lo que inquieta al gobierno no es la existencia de grupos que tiran piedras en las marchas sino el sentimiento de desobediencia de quienes van a las marchas y no se dispersan frente a la acción policial, como así también de los caceroleros que ocupan avenidas y plazas de barrios en los que las urnas habían favorecido al gobierno con amplitud en tiempo electorales.

Este incipiente despertar de la calle es quizás, y en perspectiva, el principal dato de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto contra el desmoronamiento intelectual y anímico. Con otras palabras, habilita el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Fue así cuando se intentó aplicar el 2 x 1 para dar impunidad a represores del terrorismo de Estado y en las masivas manifestaciones reclamando la aparición con vida de Santiago Maldonado, muerte que el gobierno pretende hacer pasar —increíblemente— como un accidente y que encuentra explicación en los disparos por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago Mascardi. La reacción de la conducción política de las fuerzas de seguridad y del aparato de comunicación que las acompaña justificó el asesinato, haciendo referencia a un enfrentamiento imposible de probar que constituyó un antecedente directo sobre el modo de responder a la calle: se trata de codificar toda lucha popular —en este caso la de jóvenes que apoyan el reclamo de las tierras y de la autonomía mapuche— como delito mayor contra la propiedad en la que se fundamenta la legitimidad del Estado de derecho.

Además de señalar el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho de facto del Estado a matar a quien lo desobedece), la invocación que se hace de la calle como violencia plantea otro problema: el del uso masivo de discursos substraídos a todo criterio de rigurosidad y corroboración. La llamada “posverdad”, régimen comunicacional en el que cada quien consume la realidad que le conviene según sus convicciones, es una práctica de despotenciación política puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de vida). La irrupción de la calle plebeya —tal vez sea efímera, ya veremos— actúa también en este nivel de reivindicación de la política, al menos en potencia. Lo hace, sobre todo, disputando al Estado su capacidad de nominar la realidad: violencia es matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde siempre en la Argentina.

Foto de portada: Paola Olari Ugrotte

La ironía y la paciencia (lecciones de 2017) // Diego Sztulwark

Parece que una parte no desdeñable de la partida se juega en el nivel de los ánimos (y las emociones), algo así como quién desmoraliza a quién o, en todo caso, quién atemoriza a quién. Las ideas adecuadas, decía Spinoza, son aquellas que captan una cierta cantidad de relaciones causales, y no se llega a ellas sin una sabia administración de las pasiones. En el fondo, la pregunta del millón es cómo sacarnos de encima cierta sensación de impotencia afectiva que bloquea la disposición a tener mejores pensamientos, aquellos que abren a nuevas posibilidades.

En un giro de ingenio, Giorgio Agamben asocia la capacidad de tener ideas políticas a la experiencia musical (o poética, arte que para los griegos antiguos formaba parte de la música) en la que el lenguaje investiga sus presupuestos no a partir de un pretendido fundamento racional, sino de las diferentes tonalidades emotivas que es capaz de registrar (“los estados de ánimo que preceden a la acción y el pensamiento se determinan y orientan musicalmente”). Nuestra sociedad, afirma el filósofo, es la primera comunidad humana que no está musicalmente afinada, y este desarreglo no está disociado del actual eclipse de lo político. En estas condiciones –las de la imposibilidad de nuestro tiempo de formular un pensamiento propio– no hay otra tarea que la de detener el flujo de las frases y los sonidos para devolverles su sentido musical.  

Con esta preocupación volvemos la mirada sobre 2017, que bien puede ser recordado como el intento, por ahora infructuoso, de componer o actualizar la relación entre ritmo callejero y discursividad política. Una hipótesis al respecto: esta fractura comunica directamente con 2001 y con la idea de una crisis irresuelta. Si toda política desde esa fecha consiste en un diálogo obsesivo con la amenaza de la crisis, aquel diciembre –aquella crisis– tuvo la extraña virtud de exponer una serie de mutaciones que hasta el día de la fecha no son acompañadas por una transformación equivalente en el plano de las ideas.

Hace dos años la presidenta Cristina se despedía de su paso por el gobierno con una Plaza de Mayo desbordada, conmovida por el presentimiento de la fragilidad de una narrativa hiperbólica sobre el papel del Estado como garante de los derechos. Algo no funcionaba en el llamado autonomista a los “empoderados” para que asumieran, mediante una rápida conversión, el papel de protagonistas en la tarea de conservar desde el llano un poder colectivo constituido en base a concepciones restringidas del liderazgo y del poder del Estado como condición de la movilización popular. Fueron los elementos de una cultura plebeya sedimentados en las organizaciones populares y en las militancias, desde grandes sindicatos hasta pequeñas agrupaciones, los que proveyeron desde entonces los recursos y saberes para la ocupación de las calles.   

2001 ya había expuesto el estallido de las condiciones bajo las cuales se había elaborado un pensamiento fundado en una cierta idea de homogeneidad (salarial, contractual, cultural) de la clase trabajadora, y un uso del Estado como monopolio de lo político. La incapacidad de innovación conceptual de las redes que se tejieron durante la crisis en torno a las organizaciones sociales, sindicales y piqueteras que protagonizaron aquellas luchas, se constituyó quizás como el límite principal de las dinámicas democráticas de estos años y, a la larga, como un obstáculo insuperable para la imaginación política de los gobiernos kirchneristas. La carencia de un esfuerzo serio por renovar los modos de pensar al ritmo de la crisis indican con precisión los puntos de fuerza del escenario político actual.

Hay algo de autolimitación generacional en esta historia. Walter Benjamin escribió que cada generación posee algo así como una débil fuerza mesiánica, una relativa capacidad de transformar las cosas por sí mismas. La voluntad de reivindicar y continuar las luchas de los años setenta requería, para inspirar desobediencias de nuevo tipo, de una invención de formas de acción colectivas capaces de actualizar una radicalidad intelectual y política adecuada a la evolución de los problemas que enfrentábamos (y aún padecemos). En lugar de eso, se impusieron formas más tradicionales de ver las cosas, una mirada de la realidad y de la movilización más bien vertical y una retórica ingenua en el modo de plantear la oposición entre Estado y mercados, público a privado e industria a finanzas. El modelo de toma de decisiones permaneció cerrado a las luchas que cuestionaban los modos de acumulación de capital y fue imposible, incluso con los más próximos, abordar la discusión sobre cuestiones tan importantes como los rasgos neoextractivos de la economía. Tal vez haya llegado la hora de plantear con claridad los puntos de contacto entre cierta abdicación generacional de aquella fuerza transformadora y la relativa facilidad con que la derecha no solo ganó un par de elecciones, sino que se apropió de la idea misma de futuro y de cambio.

Así planteadas las cosas, 2017 vuelve como tarea más que como lamento. La tarea ya comenzada es la de asumir por fin el nuevo mapa de coordenadas, la de hacer el esfuerzo por encontrar un lenguaje para problematizarlo (y encontrar un lenguaje es encontrar un mundo). Pero para pensar de otra manera es necesario sentir de otra forma. De este cambio habla Vladimir Jankélévitch en un hermoso ensayo sobre la ironía como capacidad de ausentarse, de situarse “en otra parte” para devenir capaces de hacer “otras cosas”, es decir, de adquirir otra “disponibilidad”. El irónico es “más libre” porque atenúa una “urgencia vital” y se vuelve capaz de “jugar con el peligro”: en las épocas irónicas el “pensamiento recobra el aliento y descansa de sistemas compactos que lo oprimían”. La ironía es, para Jankélévitch, el acceso a la inteligencia sutil.

También Franco Berardi, alias Bifo, repara en la ironía. En este mundo que tiende a organizarse en consonancia con signos previamente compatibilizados (el proyecto deshistorizante de informatización del lenguaje humano), “los movimientos sociales pueden ser vistos como actos irónicos de lenguaje, como insolvencias semióticas”. La ironía como acto sutil de la inteligencia allí donde se es capaz de un tiempo distendido. La paciencia y la ironía, que para Lenin eran virtudes revolucionarias, quizás resulten nuevamente disposiciones útiles, base de una “neuroplasticidad” (Bifo), instrumentos de una nueva entonación.  

Democracia y revolución // Diego Sztulwark

El siguiente texto pertenece a la compilación de textos editada bajo el nombre «Democracia. Un estado en cuestión«. La tarea fue llevada a cabo por Guillermo Korn y Mariano Molina. Pertenece a una serie de cuadernos cuya edición y publicación debemos a Agencia Paco UrondoRelámpagosNegra mala testa. Agradecemos a ellxs, también, el permiso para reproducir el texto.

“Estamos introduciendo un cambio tecnológico más que ideológico”.

Marcos Peña

Dos períodos (1983/2001; 2003/2017)

Después de la última dictadura militar-corporativa y ya derrotadas las organizaciones revolucionarias, la democracia apareció como bandera de lucha contra el terror y al mismo tiempo como reivindicación del régimen parlamentario de gobierno. Aún hoy llamamos “alfonsinismo” a esa tentativa de conjugación que permanece irresuelta, en la medida en que la llamada democracia no es capaz de convertirse en un medio para desactivar el terror y deconstruir la concentración económica y el antagonismo social que se deriva de él. Las luchas de las Madres de Plaza de Mayo y los organismos de derechos humanos contra la impunidad, de las minorías contraculturales y las organizaciones sociales y gremiales contra el modo de acumulación neoliberal (ajuste, privatización, desempleo, pago de deuda externa, entre otras cuestiones) constituyeron las principales corrientes de democratización durante el período 1983-2001. La democracia se desdoblaba en dos sentidos diferentes. De un lado, el bipartidismo la entendía como defensa de la Constitución de 1853, eufemismo para sostener la tesis principal del programa de la derrota: la idea de una autonomía de lo político restringida por determinantes inamovibles proveniente del modo de acumulación económica, de las invariantes corporativas de lo social y de las restricciones impuestas por el plano internacional. Del otro, los movimientos surgieron como tentativas de romper el dispositivo de la derrota arraigada en las estructuras perdurables de poder. La movilización de Semana Santa contra los militares carapintadas fue el último momento de convergencia entre ambas comprensiones de lo democrático.

 

A partir de allí, la disyunción era inevitable en la medida en que el bipartidismo radical-peronista se comprometía con las políticas de impunidad y declinaba todo impulso autonomista respecto de las corporaciones económicas y los mecanismos de dependencia plasmados en la deuda externa (coyuntura bien descripta en La educación presidencial, de Horacio Verbitsky). El año 1989 fue un desquicio, sobre todo para la izquierda. El colapso de la cartografía de la “guerra fría” –la derrota del llamado “campo socialista”, en particular de la URSS– fue traducido a nivel local por los entusiasmos del Movimiento al Socialismo (MAS) con las masas activas en la Europa del Este –la idea fallida de una generalización de la “democracia socialista”–, el malabarismo del peronismo menemista que con patillas de caudillo federal se alineaba con el triunfador de la “guerra fría” sin ningún tipo de pudor, y la toma del cuartel de La Tablada en defensa de la democracia y sin olvido de la revolución.

 

2001 y el “que se vayan todos” sintetiza las frustraciones de la democracia sin potencia de transformación. La rebelión contra la depredación de lo colectivo dio lugar a la emergencia de unas subjetividades de la crisis. Estos nuevos sujetos, munidos de estrategias de supervivencia y de desacato, protagonizaron la destitución en las calles de la legitimidad del neoliberalismo. Si bien la pulsión insurreccional no desembocó en una nueva concepción del cambio radical, sí logró desconectar la coyuntura argentina (y sudamericana) del giro reaccionario que tomaba en Occidente en torno al 11-S. El fracaso de una estabilización reaccionaria intentada por el peronismo durante la breve presidencia de Duhalde se debe precisamente al choque con el bloque de las organizaciones populares y de derechos humanos que culminó con la Masacre de Avellaneda, el 26 de junio de 2002. Lo demás es muy recordado: el kirchnerismo se constituyó a partir de ese peronismo, munido de una lectura muy aguda de la extenuación del sistema político y de sus recetas neoliberales, y activando una interpelación capaz de movilizar a corrientes que no provenían del peronismo tradicional, como lo fueron algunos segmentos de la izquierda y sectores de trabajadores no sindicalizados.

 

Esta coalición sobrevivió hasta 2013, superando casi como un milagro el conflicto con el campo. Desde entonces, comienzan a abrirse las condiciones para que por primera vez llegue al gobierno, por medio de los votos, un partido político de derecha no peronista y concebido como una organización de intelectuales provenientes de –y ligados a– las empresas. Las instituciones más acertadas de esta transición surgieron hasta ahora del campo conservador antes que de los sectores de izquierda que lideraron la producción de retóricas igualitaristas desde el kirchnerismo, apoyados en la idea de que el Estado es un contrapoder o un generador de igualdad y de derechos para el pueblo. Cualquiera sea la caracterización que se haga de nuestro pasado inmediato, la voluntad de captar el pasaje del kirchnerismo al macrismo debe partir de la aceptación de que, al menos desde 2013, la derecha política se convierte en el principal articulador de la comprensión de las mutaciones en el campo social. Desde entonces el kirchnerismo no hace sino perder elecciones y capacidad de influencia sobre la sociedad. Si el gobierno de Macri introduce una novedad, esta es su dominio de la iniciativa, basada en su capacidad de articular una percepción de lo sucedido en el plano social durante el kirchnerismo. El macrismo es una voluntad de reescritura del campo social desde 2001 hasta la fecha, y en esa reescritura se inscribe la principal fuente de consentimiento de actores sociales y políticos, incluso de varios protagonistas de la era anterior.

 

Historicidad y contrarrevolución

El proyecto macrista no aspira a suprimir el Estado de derecho ni tiene rasgos de pseudo-dictadura política, sino que apunta a solidificar la alianza más descarada y consistente entre democracia y contrarrevolución. Se trata del intento más práctico y meditado de romper una densa historicidad emergente de las luchas protagonizadas por los movimientos de derechos humanos y sociales, como vertiente autónoma y radicalizada del proceso político durante el periodo 1977-2013. Su carácter contrarrevolucionario lo emparenta de modos diferentes con la última dictadura y con el menemismo. A diferencia de la primera, este proyecto no se da en el escenario de la “guerra fría”, así como tampoco se propone ninguna puesta en excepción del orden jurídico y, a diferencia del segundo, no se trata de una mera adecuación a un escenario internacional unipolar, ni de conjugar peronismo y liberalismo. Contra toda apariencia, la contrarrevolución macrista no surge como una respuesta directa al kirchnerismo que no aspiraba a activar la revolución sino la historia, tal como Javier Trímboli lo analiza en su libro Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución. La contrarrevolución macrista consiste, en todo caso, en una épica justiciera fundada en la decisión de las clases dominantes del país de ajustar los comportamientos sociales a las líneas de mando emergentes de las pulsiones del mercado mundial.

 

Hay, sí, por lo tanto, una idea de justicia que no surge ni de la tradición republicana a la que Maquiavelo definía como el poder de imponer la cosa pública al partido de los ricos, ni de una creencia en el orden legal donde la ley es invocada como elemento necesario para ordenar la situación, pero que es siempre demasiado exterior y represiva, es decir, insuficiente para el afán de modelización que se intenta poner en juego. La juridicidad relevante del proceso en curso opera –en una perspectiva más bien foucaultiana– sobre la trama vital de los actores a los que interpela. Surge así una infrajuridicidad inmanente, propia de la economía política, extendida a todas las conductas sociales e individuales. Se trata de la ley, en efecto, pero de la “ley del valor”, cuyo poder coactivo y subjetivador produce resonancias dentro de las potencias del estado neoliberal. De Lenin y Rosa Luxemburgo al Che y Cooke, los revolucionarios no han tenido que esperar a la filosofía posestructuralista francesa para entender hasta qué punto el problema de la creación de una nueva subjetividad pasa por desactivar ese encanto fetichista y esa materialidad coactiva de la producción fundada en la mercancía capitalista. El macrismo es la recuperación de todos aquellos saberes –un deseo de porvenir y de un diseño de nueva humanidad (dos tópicos propios de la revolución)– en términos de una confianza inercial en la alianza entre inversión de capitales y nuevas tecnologías. Los “medios”, tal como hoy los percibimos, se articulan como un efecto de esta alianza.

 

Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber. El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos retomados de la lengua de la emancipación revolucionaria y utilizados ahora como patrimonio exclusivo de la contrarrevolución en curso. Alejandro Rozitchner es probablemente el más claro entre los intelectuales oficialistas abocados a esta tarea. Quizás convenga decir, como Alain Badiou, que nuestro tiempo es “restauración” (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción, sin embargo, no es elocuente sólo del rechazo a la revolución. También expresa algo sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor.

La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. El macrismo como fusión de democracia y contrarrevolución puede ser visto como una reacción activa y refundadora ante el influjo que mantuvieron durante las décadas pasadas los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, la educación, el arte, os trabajadores informales de la economía popular, entre otros, sobre un campo social vuelto campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación. Esta perspectiva permite ampliar el análisis, tanto a nivel regional como temporal. En casi todo el continente, la crisis de la democracia se dio como crisis del neoliberalismo provocada por movimientos sociales que cuestionaron la relación entre producción de valor y obediencia. El hecho de que los gobiernos llamados progresistas no hayan encontrado los medios para crear instituciones capaces de recrear la democracia y la centralidad plebeya, devolvió la iniciativa a la derecha, que pretende resolver definitivamente la crisis apropiándose de ella. La contrarrevolución democrática tiene a su favor imágenes y votos (una decepción con los discursos igualitarios) y encuentra su límite en la miseria de su propia vocación. Las consecuencias de sus políticas, las pasiones de odio de las que se sirven, las tácticas de “real politik” que emplean y la calidad de su personal político permite profetizar: remember 1945, remember 1969, remember 2001.

 

Ofensiva sensible // Diego Sztulwark

En este 2017 en que se cumplen 100 años de la revolución rusa y un siglo de obsesión con la revolución, nos encontramos en un momento de repliegue.1Replegarse no es desbandarse o desorganizarse, no es entrar en esa zona de lamentos en la que muchas veces nos encontramos. Replegarse es reconocernos dentro de una fuerza, dentro de una historicidad y pensar sobre qué lugar ocupamos, como fuerza, en esta coyuntura. Es dar un paso atrás para revisar estrategias. Para esto propongo que pensemos en cinco cuestiones.

DEL NEOLIBERALISMO. La idea de neoliberalismo que tenemos fue impuesta por la dictadura mediante el terrorismo de Estado y luego mediante los votos, durante el menemismo. Esa idea fue derrotada en las calles en 2001. Durante el kirchnerismo tuvimos un período sin retórica neoliberal. Sin embargo, el neoliberalismo está hoy entre nosotros; es más que aquella coyuntura de los años noventa. Una reevaluación crítica de la última década puede ayudarnos a entender mejor en qué consiste su eficacia.

Foucault describe al neoliberalismo como un gobierno de las conductas, de las almas, cuya premisa es que la potencia individual y colectiva se maximiza adoptando la forma empresa. Y que todo aquello que obstaculice esta diáfana forma empresarial del ser es patológica. El discurso actual del oficialismo considera peligroso –corrupción, mafia, terrorismo– todo lo que opaque mínimamente estas formas de hacer sociedad a partir de la forma empresa asociada a la libertad y al progreso.

El neoliberalismo, según Foucault, es la aplicación del cálculo económico a todo lo extraeconómico. Es decir, la ampliación del modelo de la racionalidad de la economía política hacia todos los aspectos no económicos de la vida. Ser neoliberal es calcular todos los aspectos de la existencia como si estuviésemos en el mercado. A la larga esta forma de cálculo nos condena a la obediencia de la coacción de la valorización neoliberal. Y la comprensión del mundo se moraliza.

El neoliberalismo es diferente del liberalismo del siglo XVIII, en el cual el Estado se abstenía de actuar para dejar actuar a los mercados. Lo neoliberal no tiene esa concepción naturalista de los mercados. Al contrario: el neoliberalismo es un fenómeno fuertemente estatal. Se trata de producir y sostener el medio como mercado y la vida como empresa. La concepción que opone Estado a mercado es demasiado simple y caricatural. Lo que vemos hoy es un Estado neoliberal presente y ultra activo.

Como forma de gobierno, el neoliberalismo pone en el centro a la libertad: se trata de una experiencia ambigua de la libertad que proviene de la libertad de mercado. Es una libertad (“nadie me dice lo que tengo que hacer, yo me valorizo a mí mismo”) que a cada paso se revierte como obediencia. La crítica meramente ideológica del neoliberalismo cae en la impotencia cuando se moraliza y pierde su carácter estratégico. Antes que un sistema de ideas, el neoliberalismo es un diagrama de poder sin afuera. Necesitamos pensarnos dentro y contra el neoliberalismo. El afuera del neoliberalismo se construye en luchas concretas, no preexiste. Más que demostrar su falsedad quizás haya que ver si somos capaces de desplazar sus reglas con base en otras estrategias.

Autores contemporáneos, como Franco Berardi, Rita Seagato, señalan que el neoliberalismo (semiocapitalismo, patriarcal) es un régimen de “desensibilización”. La desensibilización es la incapacidad general de comprender lo no dicho, de ir más allá de lo codificado, de tener empatía con los otros más allá de la norma, es la inaptitud para introducir la ironía en un código explícito estructurado. La desensibilización surge tanto de las exigencias de actualización empresarial de la vida (desposesión subjetiva) como del terror y la violencia que subyacen al régimen de la propiedad privada concentrada (desposesión objetiva).

DE LAS MICROPOLÍTICAS. Para indagar sobre estas cuestiones es importante pensar el espacio de las micropolíticas que el neoliberalismo coloniza. Félix Guattari sostiene la tesis de que el capitalismo es micropolítico (macro y micro, ambas cosas a la vez) en la medida en que como régimen de producción no se ocupa de las mercancías sin apuntar más profundamente a la producción de subjetividad. Cada vez más, producción económica y producción de subjetividad se equivalen. ¿Qué implica esto para nosotros?

Simplemente que nosotros: docentes, terapeutas, trabajadores sociales, artistas, periodistas, intelectuales, en la medida en que trabajamos con el lazo social estamos de lleno plantados en el terreno de la producción de subjetividad. Subjetividad es decir producción de modo de ser, modo de vida. Estamos en el centro del campo de batalla. En otras palabras, la creación de subjetividad se da en un campo polarizado. El polo propiamente neoliberal trabaja estandarizando la vida. El polo disidente singulariza, abre a nuevas experiencias y sentidos. Guattari fue sobre todo un inventor de cartografías, un investigador de los vectores de singularización.

Las micropolíticas designan una dimensión de la existencia en la que podemos experimentar –cartografiar y descubrir– procesos y líneas de singularización. Suely Rolnik afirma que la micropolítica es el espacio donde se producen nuevas percepciones y sensibilidades. Un campo de experiencias donde –es lo que propongo– podemos aprender a inventar nuevas estrategias. Si la micropolítica ha sido colonizada por el neoliberalismo, estamos, a nivel de modos de vida, ante una colonización de las estrategias de existencia en términos de obediencia: cuanto más libres somos más obedecemos. Se trata de la constitución de una obediencia voluntaria.

DEL NEOLIBERALISMO Y LAS FORMAS DE VIDA. Consideremos la idea de forma de vida. Hay un filósofo llamado Pierre Hadot, a quien cita Foucault, que habla de la filosofía como forma de vida. Tomo de él la siguiente historia. En un momento de su vida Hadot rompe con la Iglesia Católica francesa, a la que estuvo muy ligado, ya que no toleraba el modo en que procesaba los casos de pedofilia. Observa que en esos casos la Iglesia estaba menos preocupada por el daño comunitario que por la crisis de fe de los sacerdotes. Dado que el problema principal de la Iglesia se revela como una desconfianza en los recursos naturales de la vida humana, la salvación sólo es concebible como una experiencia sobrenaturalista. Sólo el más allá orienta una vida digna. Hadot no acepta esta idea e investiga en la tradición para descubrir modos de vida que traten la vida sin recurrir a una mistificación trascendente. Y descubre que eso está en los filósofos griegos. Ellos (sus diferentes escuelas) no estaban interesados en armar sistemas conceptuales coherentes, meramente intelectuales, sino que sus ideas se orientaban a guiar “ejercicios espirituales”, es decir, a articular enunciados teóricos con disposiciones vitales no discursivas (cómo tratar con el miedo o la muerte). Se trata del problema del conocerse y cuidarse a sí mismo.

La filosofía puede ser entendida entonces como fuente de una articulación entre instancias discursivas y no discursivas que pretende modificar la vida, o aprender a vivir. De lo que se desprende que no merecemos ninguna verdad si no tenemos prácticas de transformación. Esta es la idea de forma de vida. Y es justo lo contrario de lo que nos propone el capitalismo. Lo neoliberal dice: la vida es difícil, mejor obedecer, todo puede ser comprado, consumido. Estandarización pura. Es la redundancia de la forma empresa. No merecemos ninguna otra verdad. Toda pretensión de otra verdad nos condena al terrorismo.

El psicoanalista Jean Allouch vio bien todo esto y plantea una pregunta al psicoanálisis: ¿no son estos “ejercicios espirituales” la genealogía más potente del freudismo? Se trataría de desmarcar toda idea terapéutica y analítica de un mandato de adaptación. Al contrario: la teoría de la subjetividad se resuelve como teoría de la transformación. Es interesante que Hadot ironice sobre la idea de Foucault según la cual lo griego enseñaría a transformar la propia vida, como si se tratase de una obra de arte. El cuidado y el conocimiento de sí, advierte Hadot, no eran separables para los griegos de un cuidado y un conocimiento del cosmos y la comunidad. El problema de la forma de vida viene ligado entonces a la relación entre nuevas verdades y prácticas de transformación.

DE LA COYUNTURA. Intentemos introducir todo esto en la coyuntura regional y argentina. El año 2001 marca una deslegitimación de las políticas neoliberales (y siempre que diga Argentina voy a estar hablando de una buena parte de América Latina); visibiliza unas “subjetividades de la crisis”, nuevos modos de hacer que son producidos en, para y por la crisis. Se trata de un tipo de protagonismo social que liga un momento comunitario desde abajo con la destitución de la salida neoliberal. Y por tanto de experiencias fuertemente estratégicas. Del corte de ruta a la apropiación del plan, a las formas colectivas de hacerse cargo de la salud, del territorio, de la condena social en el caso de los piqueteros, o en el de los escraches, o el modo de hacerse cargo de las fábricas, reconstruir mercados. Se trata de figuras cuya potencia surge de saberes populares, de estrategias en y para la crisis, de una potencia popular.

Las estrategias puestas en juego en 2001 podrían ser pensadas como parte de un “ejercicio espiritual” plebeyo. Toda la dimensión comunitaria y de lucha –de la reorganización de una fábrica al corte de ruta, de la condena social a la invención de una moneda de trueque– implica transformaciones subjetivas significativas. Todas esas subjetivaciones fueron muy importantes y pueden marcarse en continuación con una línea roja que comienza en el 77 con las Madres de Plaza de Mayo, con la invención de figuras que a la larga van resensibilizando el campo social. Que van respondiendo una y otra vez a los efectos desensibilizantes de los poderes (que del terrorismo de Estado al neoliberalismo se nos proponen continuamente). Son figuras de la crisis, no son figuras de obediencia. No piden ser gobernadas sino que ponen límites, ensayan mecanismos diferentes de la decisión colectiva, crean estrategias.

El segundo momento al que me gustaría aludir es al kirchnerismo, al ciclo de los gobiernos llamados progresistas en buena parte de la región y que pusieron en juego una voluntad de inclusión. Es decir, movilizaron una vocación de reparación, con una idea muy fuerte de incluir a los excluidos en el consumo y en los derechos. Muy importante es, en el caso argentino, la conexión con los derechos humanos y con los movimientos sociales, que son dos creaciones de ese período sobre las cuales nos merecemos un balance desde la izquierda, porque lo que no podemos hacer es tener complicidad con los balances miserables que la derecha hace de estos procesos, destinados a aniquilar toda relación positiva futura entre Estado y derechos humanos; Estado y movimientos sociales. La derecha habla de corrupción y moraliza con el objetivo de destruir la historicidad de los movimientos sociales y los derechos humanos.

La conciencia colectiva de las aporías de la llamada “inclusión” por parte de estos gobiernos llegó tal vez demasiado tarde. Los gobiernos “progresistas” que incluyen a la gente en el consumo –algo que desde el punto de vista cuantitativo es enteramente reivindicable– no cuestionaron la calidad de los procesos de consumo. Quiero decir: un consumo es neoliberal por el modo en que subjetiva, en que se articula con determinadas micropolíticas neoliberales. De ahí la amarga reflexión de Álvaro García Linera: ¿cómo puede ser que sectores sociales plebeyos beneficiados con los procesos de inclusión social voten propuestas neoliberales? García Linera se preguntaba hace un par de años: ¿en qué nos equivocamos los gobiernos progresistas que cuando distribuimos riquezas lo que nos surge es un tipo de respuesta que no se puede gobernar en el marco de nuestras ideas y nuestros esquemas?

Arriesgaría que la misma cartografía de incluidos y excluidos implicaba ya un saber y una potencia en los sujetos estratégicos de la fase anterior. Que la idea de excluidos, aun si era verdadera desde el punto de vista del consumo y los derechos, no leía en todas sus posibilidades una cierta potencia popular. Ahí hay algo a revisar: ¿por qué esos sujetos que fueron tan centrales en destituir el neoliberalismo anterior no estuvieron en el centro de la toma de decisiones, en el centro de la nueva imaginación, y sobre todo en el centro de la determinación de lo que se llamó consumo? Porque seamos claros en que aumentos de consumo en países como el nuestro son fundamentales pero también es imprescindible pensar qué tipo de consumo, quién produce, qué empresas, qué modelos de felicidad, qué estrategias, quién toma las decisiones. No son cosas que estén separadas. La idea misma de “inclusión” es limitada cuando no se está dispuesto a plantear críticamente ese espacio en el cual se pretende incluir a los excluidos.

El kirchnerismo supo tratar con la crisis pero lo cierto es que lo hizo negativizándola. Es decir, restando valor a las potencias de la crisis, estimulando cierta idea de orden. La tesis de que recién con el kirchnerismo vuelve la política es errada. ¿Nadie recuerda cómo eran los piquetes del año 2001? ¿No había jóvenes ahí resistiendo y luchando? Hay un racismo interno que es preciso problematizar ahí. Porque hubo protagonismo popular y ese protagonismo tiene que ser reconocido. Finalmente, el kirchnerismo no se conectó ni escuchó a los intelectuales y los movimientos que estaban criticando al neoextractivismo. Ningunear a quienes luchan contra el modo de acumulación es un límite estructural para cualquier proyecto popular democrático.

Finalmente llegamos al macrismo, que plantea la ambigüedad que hay en la instauración de un orden completamente banal. Decir que el macrismo es una banalidad no quiere decir que sea un fenómeno trivial, sino que es un fenómeno de extrema redundancia (¡empresa y policía como receta para todos los problemas!). El macrismo es un problema serio con discurso banal. Es una reforma óptica que conduce todo a la transparencia empresarial. Toda opacidad, todo lo que va por fuera de su régimen óptico, es terrorismo. El caso de Santiago Maldonado fue la lección definitiva de lo que es el macrismo: una calificación del movimiento social desobediente como terrorista.

El macrismo es un fenómeno que supone un cierto fin de lo político, y de toda comprensión crítica de lo humano. Relacionado con el tema Maldonado está también el despliegue de una estética de la crueldad. Rita Segato habla de una pedagogía de la crueldad, que es el tipo de crueldad que se aplica no tanto por fines estratégicos sino sobre todo en términos pedagógicos. En los femicidios se ve con claridad: mostrar la capacidad de crueldad no solamente en lo que va a sufrir la víctima sino en lo que van a percibir todos los que están mirando esa escena. Es un espectáculo que comunica un lenguaje, un espectáculo que comunica quién tiene el poder. La estética de la crueldad que puso en juego el macrismo es también para pensar. Recuerden en marzo de este año el intento de los maestros de armar una carpa y haber sufrido una terrible represión; el encuentro de mujeres, la marcha de Ni Una Menos, la represión en el conflicto de los trabajadores de Pepsico. Son todas represiones a la luz del día. O en la 9 de Julio, mientras un movimiento piquetero está negociando con el gobierno, la policía reprime frente a las cámaras, y en ninguno de esos casos la represión es una necesidad. Es un gobierno que decidió poner en circulación la crueldad como forma de consumo. Me parece bastante difícil de entender lo que pasó con el caso Maldonado si no pensamos que lo que está ocurriendo no es sólo una política represiva sino una pedagogía gigantesca de la crueldad.

DEL REPLIEGUE SIN DESARME. Cuatro ideas de las que podemos partir para evitar que el repliegue devenga desbande.

  1. La unidad del análisis de lo micro y lo macropolítico. Es decir, en 2001 la discusión con muchos compañeros y compañeras era qué importaba, si lo macropolítico o lo micropolítico. Me gustaría ver si podemos pensar que macro y micropolítico son aspectos inescindibles de una misma realidad. Que son dos maneras de mirar que demandan articulación. Se trata de dimensiones distintas, no de ideologías diferentes. No es posible elegir entre una estrategia macropolítica o una estrategia micropolítica. Si queremos pensar el macrismo veremos hasta qué punto su triunfo se debe a la influencia de micropolíticas neoliberales.
  2. ¿Cuál es la imagen de potencia que podemos oponer a la imagen de potencia que el neoliberalismo moviliza, que es una imagen contundente, productivista? Es la idea de podemos más podemos todo. Tenemos que estar todo el tiempo presentándonos como sujetos productivos, plenos, creativos, valorizantes. La potencia es todo lo que podemos y podemos siempre y podemos más. Esto niega que la potencia real de la existencia, la capacidad de hacer y pensar de la que habla Spinoza, es siempre una potencia que está atravesada por lo frágil, atravesada por la angustia, por patologías, por no saber. Es una potencia sin imagen previa. No es el sí podemos, es el qué difícil que es todo. Los que estamos en experiencias colectivas, en militancias, trabajando con los lazos sociales, sabemos que no se puede. Sabemos lo que cuesta todo. No estamos como los idiotas cantando sí se puede, estamos todo el tiempo frustrándonos con todo lo que no se puede. Ese punto de la potencia creo que es un punto fundamental para restituir. Porque si no el tipo de potencia que está emergiendo es una potencia de compra de mercancía, que simplemente lo que va a hacer es liquidar todo el capital que tenemos para recuperar.
  1. La capacidad cartográfica desde abajo. Lo que enseñaron estos años los trabajadores de la economía popular o el movimiento de mujeres. Cartografiar procesos de singularización en la economía, a nivel de los afectos, cartografiar la sociedad, cartografiar las formas de poder, entendiendo que el problema del patriarcado no es un problema de género en sentido literal sino limitado. Que no es un problema de especificidad de una minoría de personas que son llamadas mujeres y que son maltratadas por un problema de formación de algunos hombres, sino que el patriarcado es estructurante de las relaciones, estructurante de las formas de castigo, estructurante de las formas de productividad, estructurante de la idea de premio y castigo. Esta capacidad de mapear desde sensibilidades desplazadas retoma el problema de la crisis, no como negativa sino como escenario fundamental para armar estrategias, para atacar todos los puntos de desensibilización que el patriarcado va produciendo en nuestra sociedad.
  1. La historicidad. El movimiento de derechos humanos se juega algunas disputas fundamentales en este momento. Es muy necesario ir más allá del papel tradicional de los organismos de derechos humanos, porque cambia la naturaleza de la violencia que tenemos que desactivar: la violencia actual es el racismo contra los pibes en los barrios, la violencia actual es el femicidio, son los trabajos precarios. Pero más allá de esta crítica posible, hay que retener que en la coyuntura actual está jugando muy centralmente el cuestionamiento que la derecha hace del rol que los organismos de derechos humanos han desempeñado estos años en términos de sostener la historicidad de las luchas en Argentina. Henry Meschonnic opone “historicidad” a “historicismo”. El historicismo es la capacidad de inscribir cualquier cosa en su fecha de origen; la historicidad es la capacidad de entender cualquier creación como manera de escapar a una época. La historicidad se liga siempre con una desobediencia. Traduce desobediencias pasadas en desobediencias actuales. Pero también crea espacios de sensibilidad para traducir luchas diferentes sin un lenguaje común. Ese es su peligro.

*    Diego Sztulwark es docente y editor. Coordina grupos de estudio de filosofía y pensamiento político. Es co-editor de la obra completa de Rozitchner. Editor del blog ¡Lobo suelto!, participante de la editorial Tinta Limón. Autor de varios libros, algunos de ellos junto al Colectivo Situaciones.

  1. Esta es una versión resumida de la charla “Neoliberalismo y formas de vida. Un repaso por la coyuntura argentina”, presentada el 10 de noviembre en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso, Argentina). El texto recibido por Brecha fue editado por Lucía Naser y es reproducido con autorización de su autor.

Fuente: Brecha, Uruguay.

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