Anarquía Coronada

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La crisis, el protagonismo social y la investigación militante // Diego Sztulwark, Verónica Gago y Sebastián Scolnik (Colectivo Situaciones)

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante.

Notas en el impasse[1]

 

Un nuevo protagonismo social viene modificando durante la última década las perspectivas del hacer político en buena parte de América Latina y en particular en Argentina. Lo que intentamos en las páginas que siguen es plantearnos potencialidades y ambigüedades de estos procesos, desde algunas perspectivas denominados “posneoliberales”, esclarecer los desafíos que se presentan al pensamiento en el contexto de la crisis, y proponer el impasse actual como terreno de inquietud, en el que se desenvuelven las prácticas sobre fondo colectivo, anónimo y difuso. Sobre el final, ocho hipótesis para la militancia de investigación.      

 

1

Los movimientos sociales fueron protagonistas en América Latina de una conmoción política que, con diferentes intensidades y escalas, llegaron a cuestionar el mando directo de las elites globales. Para comprender este contexto resulta imprescindible atender a los rasgos centrales del ciclo de luchas que desplegó la acción multitudinaria capaz de coaligar actores tan disímiles entre sí como movimientos de desocupados, poblaciones originarias, pobres urbanos y campesinos y movimientos comunitarios contra la privatización de lo público. En general, estas insubordinaciones desarrollaron sus dinámicas por fuera de los instrumentos tradicionales de organización.

 

Los llamados gobiernos progresistas, así como las premisas posneoliberales[2] de gestión de la vida colectiva que se extendieron por la región en los últimos años, resultan impensables por fuera de este proceso de desobediencia.

 

Pero más importante que el signo de los gobiernos es el hecho de que la irrupción de este nuevo protagonismo social puso en discusión la distribución de los recursos económicos, sociales y simbólicos. A su vez, en algunos países la situación de democratización política (especialmente a través de asambleas constituyentes) dio lugar a procesos de refundación parcial de la voluntad de intervención del estado.

 

Más allá de la discusión sobre la calidad de las reformas (lo que en ellas hay de avances y lo que hay de meras concesiones de las élites), cabe la pregunta por la novedad política de estos movimientos, que tal vez haya quedado formulada de modo más preciso en el “mandar obedeciendo” de los zapatistas que por un lado extiende y vuelve contemporáneo un rasgo perteneciente a las culturas comunitarias (la proximidad y la reversibilidad de las relaciones de mando y obediencia), y por otro provee nuevas imágenes para pensar la relación entre institucionalidad política y poder popular desde abajo (buen gobierno), cuando ya no se postula de manera real y creíble la hipótesis de la toma revolucionaria del poder. Podemos delimitar en la secuencia que va del poder destituyente a la exigencia de buen gobierno el punto más alto de visibilidad de este trayecto singular.

 

En buena parte del continente los cambios son extremadamente moderados y mixturan continuidades profundas del neoliberalismo con una mayor interlocución con la agenda de los movimientos sociales. Llamamos “nueva gobernabilidad” a esta interfase de avances y retrocesos que consiste en una dialéctica de reconocimientos parciales, que posibilita puntos de innovación en la búsqueda de un momento posneoliberal, favorecido por la coyuntura de mayor autonomía regional esbozada en Sudamérica.

 

Y, sin embargo, no alcanza con pensar la relación entre movimientos sociales y gobiernos progresistas a la hora de captar la llamada anomalía latinoamericana. Se requiere incluir la pluralidad de los tiempos y las lenguas de la descolonización, de la comunidad, de la metrópoli enmarañada, con sus periferias y las diversas capas de migración, que constituyen los ritmos de base de cualquier tentativa de creación de nuevas hipótesis emancipatorias.

 

2

La crisis del 2001 en Argentina implicó el fin de la legitimidad de las instituciones del modelo neoliberal tal como había sido anticipado por la última dictadura militar y desarrollado por décadas de una democracia castrada. A partir de mediados de los 90 convergen diversas luchas de tipo asamblearias y dadas a la acción directa (desocupados, derechos humanos, trabajadores de fábricas recuperadas, movimientos de lucha por la tierra, asambleas barriales y de sectores medios perjudicados con la expropiación de sus ahorros) en una compleja coyuntura política que acabó con la caída de tres gobiernos en unos pocos días. El rasgo determinante de este movimiento heterogéneo fue la dinámica destituyente respecto de la institucionalidad neoliberal.

 

A partir del 2003 un nuevo gobierno crea expectativas sobre el proceso político al tejer al mismo tiempo los deseos de trasladar el lenguaje y las demandas de los movimientos al nivel del estado junto al anhelo, igualmente extendido, de normalización de la vida social, económica y política.

 

Seis años después, encontramos en las perseverantes marcas que los movimientos dejaron impresas en las instituciones políticas las claves para comprender la ambigüedad del proceso actual: junto a rasgos de normalización y debilitamiento de los movimientos, permanece vivo el juego de los reconocimientos parciales y ambivalentes. Tal juego de reconocimientos ha permitido recomponer fuerzas para enfrentar a algunos actores poderosos de las élites neoliberales y, al mismo tiempo, ha excluido o debilitado la perspectiva más radical de reapropiación autónoma de lo común.

 

Sobre este campo se juega la reinterpretación constante de los  enunciados democráticos que surgieron de la crisis. Podemos considerar dos axiomas fundamentales: la recusación del lenguaje neoliberal (fundado en la idea de la subordinación a la hegemonía de las finanzas globales y las privatizaciones) y de la represión al conflicto social, apoyado en una recuperación de la narración de las luchas de la década del 70 y de los derechos humanos.

 

La tendencia más fuerte, en este sentido, es la que se constituye desde un paradigma neodesarrollista, capaz de reinterpretar la genealogía del cuestionamiento a las relaciones salariales y a la forma-estado-neoliberal por parte del nuevo protagonismo social, concibiéndolas como demandas de reproletarización. De este modo, una problematización central de nuestra época pasó de ser pensada como necesidad de un “trabajo digno” (consigna creada por los movimientos piqueteros) a ser re-inscripta dentro de la mitología fordista del pleno empleo (bajo el slogan de “empleo decente”). La valiosa información producida por los movimientos sociales (es decir: las formas colectivas de organización del trabajo que tendían a independizar producción de valor de empleo) fue utilizada por el estado para reorganizar su política social y para gestionar la crisis del trabajo.

 

3

Llamamos impasse al atascamiento de las dinámicas de innovación de lo político, que nos arroja a un espacio de consistencia fangosa y a una temporalidad en suspenso, de reversibilidades y desplazamientos inconclusos. Un tiempo que no podemos asumir meramente como “tránsito a”, sino como transcurso mismo de lo paradojal.

 

El protagonismo social se presenta hoy bajo formas de “abigarramiento”, anonimato y “promiscuidad” (término sin ninguna connotación moral), en las que se imbrican  componentes de valorización capitalista y de autonomía: de servilismo y rebelión, de subordinación y activación, de producción de estereotipos y de su desacato.

 

La duración en el impasse cobra una modalidad esencialmente ambivalente: la presencia de lo abierto al pensamiento y las prácticas se nos presenta junto a un simultáneo “encapsulamiento” de las potencias; los hechos y las narraciones se sitúan a medio camino entre el dejá vù y la innovación, entre una sensación claustrofóbica de lo presente como ya-vivido y la intuición de un presente abierto al acto.

 

La lengua de lo político es la primera afectada: se pliega sobre significantes útiles del ciclo de luchas de los 70 y asume las coyunturas polarizadas como dinámica de referencia absoluta. A la vez, su problematización autónoma queda atorada por razones propias cuando prescinde de un balance profundo y realista de las aporías del ciclo de luchas previo.

 

Asumiendo el impasse pasamos de la im-potencia (ausencia de todo posible concreto) a la in-quietud (ausencia de todo conformismo).

 

4

La inquietud en el impasse es acto profano (lúdico, humorístico, antagonista): desacraliza –desplegando un materialismo perceptivo sensible a la mínima variación de los signos y las asimetrías– todo aquello que la lógica productora de estereotipos consagra como jerarquía.

 

Proponemos ocho hipótesis para desarrollar la in-quietud en el impasse:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, ambas modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato estas dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado como modo de participar de lo social (el “proyecto personal” o las islas del reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la propia vida metropolitana.
  2. Trabajar planteando asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras que la estetización opera una pseudodiferencia sin filo. La asimetría es problematizante (y se aproxima al término de verdad-desplazamiento que presenta López Petit), mientras que la estetización nos tranquiliza con la apariencia de lo ya-resuelto. Ya que la estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado. Al cancelar el carácter problemático de la diferencia, la estetización –al igual que la estereotipización– suprime la ambivalencia de la asimetría, sea a través de un realismo estigmatizador, sea por la vía de una apología que la presenta como a-problemática.
  3. Ubicar una diferencia entre grupos y colectivo: llamamos grupo a la agregación de personas y colectivo a una instancia de individuación en la cual los individuos participan a partir de su in-completud. En fases en que la potencia deviene pública, el grupo puede fluir a la creación. Pero en momentos de encapsulamiento, en los cuales carecemos de códigos comunes (aunque el capital nos los ofrece bajo la forma de clichés), la disposición a la apertura se dificulta, y nacen todo tipo de patologías grupales-individuales. Lo colectivo, en cambio, es esa apertura pública motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos (disponibilidad en la desorientación).
  4. Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?
  5. Una nueva relación entre regla y praxis. Si lo propio de la crisis (como espacio-tiempo permanente y no como momento transitorio o deficitario) es la dificultad de imponer reglas exteriores a la praxis –es decir, que la crisis es el momento en que la institución no cuenta con una obediencia a priori (cosa que hemos visto muy de cerca en Argentina)–, se nos presentan ahora al menos tres modos positivos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución: la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones con una relación más interna con la praxis; el “atravesamiento” que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro las instituciones según el juego de la praxis; el “camuflaje”, como modo débil del atravesamiento y diferencia mínima con la crisis.
  6. La fabulación como modo de crear realidad. No ya la oposición ideología/ciencia o alienación/conciencia, sino una capacidad de inventar lenguaje y afectos a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario capaz de racionalizar el mundo objetivo de las cosas y los afectos (performatividad del capital).
  7. Desarrollar una disponibilidad en la desorientación: en el contexto de encapsulamiento, una nueva transversalidad surge a partir de la inquietud. Consiste en una inclinación hacia los otros que se hace posible a pesar de la carencia de un código previo compartido (es decir, desistiendo/pervirtiendo los códigos que el capital oferta).
  8. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. En la promiscuidad, se trata de operar en la ambivalencia de todo signo. De crear, allí, asimetrías. Pero los procesos son discontinuos (por momentos, efímeros) y no siempre se perciben en la distancia, sea ésta crítica o simplemente panorámica. A su vez, la proximidad necesaria respecto de los procesos está siempre ante el riesgo de nuevos encapsulamientos y endogamias. Llamamos inmanencia por cercanía a un tipo de aproximación sensible que intenta restituir capacidad pública, o capacidad de variación (o de desplazamiento), a la potencia común atrapada en cápsulas de realidad.

[1] Para una exposición más extensa de los conceptos ver: Colectivo Situaciones, “Inquietudes en el impasse”. Dicho texto, además, introduce a una serie de entrevistas que el colectivo tuvo con L. Rozitchner, T. Negri, F. Berardi (Bifo), P. Pal Pelbart, S. Rolnik, S. Mezzadra, A. Escobar, R. Gutiérrez, M. Hardt y S. López Petit. El conjunto de estos textos fueron reunidos en el libro Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Tinta Limón, Buenos Aires, 2009.

[2] El lenguaje del “posneoliberalismo” es deliberadamente ambiguo. Nombra de modo simultáneo dos realidades en pugna: la búsqueda de paradigmas gubernamentales por fuera del liberalismo y la recomposición remozada de un neoliberalismo de poscrisis.

Conferencia en Granada: «La investigación militante en el impasse» (05/03/10) // Colectivo Situaciones

La investigación militante en el Impasse

Granada, 5 de marzo de 2010

 

Introducción

Nuestra experiencia de investigación se desarrolla en el contexto de una crisis del neoliberalismo. Retengamos estos dos elementos que determinarán nuestro recorrido:

 

  • de un lado la CRISIS, demoledora y ambivalente;
  • por otra parte el AGOTAMIENTO DEL NEOLIBERALISMO, luego de un largo y profundo reinado en el que la realidad fue moldeada según sus parámetros y consideraciones.

 

A pesar de que se han sucedido muchísimos cambios, no puede decirse que aquel escenario haya quedado atrás. Como ustedes sabrán, la CRISIS insiste y no hace más que proliferar. Al mismo tiempo, e incluso si tomamos en cuenta los procesos políticos que se desenvuelven en el cono sur de América Latina, debemos admitir que no ha emergido todavía un horizonte post-neoliberal consistente.

 

Nuestra investigación asume esta temporalidad difícil de definir, donde al menos una alternativa parece simple: quién no se dispone a inventar, queda condenado a la ineficacia. De ahí que sea vital introducir un tercer elemento, el NUEVO PROTAGONISMO SOCIAL, una multiplicidad de luchas y movimientos capaces de develar el aspecto creativo de la crisis. Es en el vínculo con este nuevo protagonismo social que nuestra investigación deviene militante, al explicitarse como una co-investigación en la que no hay lugar para sujetos que conocen, ni para objetos que esperan ser conocidos.

 

Con el fin de ordenar mínimamente esta intervención, decidimos separarla en tres momentos distintos. En cada uno de ellos la protagonista será “la palabra”.

Al primer capítulo lo titulamos: “Tomar la palabra para nombrar la crisis: por un nuevo vocabulario político”.

Al segundo: “La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria”.

Y el tercer y último episodio recibirá una designación más agónica: “La crisis de la palabra y las virtualidades del impasse”.

 

Nuestra única ambición será trasmitirles algo tan básico como primordial: que la investigación-militante no es una metodología a ser aplicada, ni tampoco un saber que se acumula y certifica. Ella deber ser concebida como una disponibilidad siempre discontinua, inevitablemente sujeta al desvarío y la desorientación, sin que esto suponga relativismo alguno.

 

I. Tomar la palabra para nombrar la crisis: la construcción de un nuevo vocabulario político

 

El surgimiento del Colectivo Situaciones estuvo directamente vinculado al de otras prácticas que fueron emergiendo en la Argentina de los años noventa. Ese fue el contexto para un conjunto de decisiones que luego resultaron fundamentales.

 

Por un lado, la política abandonó al poder como horizonte en el cual reconocerse y tomó al pensamiento como un interlocutor más potente.

Por otra parte, ese pensamiento y esa política pasaron a depender estrechamente de la capacidad de implicación con otros.

Así las cosas, ya no podíamos concebir al sujeto del conocimiento y de la acción política como algo trascendente respecto de las situaciones en la que participábamos. Ahora esa subjetividad se constituía como el efecto de tales encuentros.

Quizás la decisión bisagra en este sentido fue animarse a pensar “en y desde” la situación, sin concebir teorías ni sujetos «a priori».

 

Lo que hallamos en este desplazamiento fue una serie de preguntas que poco a poco fueron organizando la búsqueda:

¿Cómo vincularnos con la fragilidad de estas experiencias, favoreciendo su desarrollo, sin neutralizarlas con nuestras buenas intenciones?

¿Con qué dispositivos perceptivos y conceptuales podíamos captar la emergencia de elementos de sociabilidad inéditos, que demandan precisamente una nueva disposición del sentir y del pensar?

¿De qué grado de ignorancia es preciso armarse para que la indagación sea el auténtico organizador de nuestros recorridos y no una mera cobertura táctica?

 

En una época en que la “comunicación” es la máxima indiscutible, donde cada suceso se justifica por su utilidad comunicable, la Militancia de Investigación intenta poner en el centro a la experimentación:

– no a los pensamientos, sino al poder de pensar;

– no a la validez de tal o cual concepto, sino a las vivencias donde tales nociones adquieren valor.

Pero si la intensidad no radica tanto en lo producido (es decir lo “comunicable”), y más bien habita en el proceso mismo de producción… ¿cómo hacer, entonces, para contar algo de toda esa riqueza y no solamente exhibir los resultados del proceso?

 

Llegados a este punto las interrogaciones ya no distiguen entre investigación y voluntad política: ¿cómo trazar vínculos capaces de alterar nuestras subjetividades y hallar cierta comunidad en medio de la radical dispersión actual? ¿Cómo provocar intervenciones que fortalezcan la horizontalidad y las resonancias evitando tanto el centralismo jerarquizante como la pura fragmentación?

¿Y cómo co-elaborar un pensamiento con experiencias que vienen desarrollando prácticas hiper-inteligentes? ¿Cómo producir hipótesis teóricas desde estas composiciones, evitando posicionarse como alguien exterior a la dinámica de pensamiento, pero a la vez sin fusionarse con experiencias que no son directamente las propias?

¿Cómo evitar la ideologización, la idealización con la que nuestra época recibe todo lo que genera interés? ¿Qué tipo de escritura hace justicia a lo que se produce en una situación singular? ¿Qué hacer con la amistad que surge de esos encuentros? ¿Y cómo dar concresión política al conjunto de virtualidades que se vislumbran en estas co-investigaciones?

 

Mientras nos empecinábamos con este sin fin de preguntas, tuvo lugar la insurrección de diciembre de 2001 en Argentina, de la que seguramente habrán oído hablar.

Puestos a describir muy sucintamente lo que se puso en juego para nosotros en aquel momento, elegimos tres sensaciones o procedimientos:

 

  • En primer lugar, un goce muy acentuado por la manera en que el universo de la representación y el espectáculo se resquebrajaba entero, toda vez que la sociedad irradiaba un cuestionamiento general respecto de las instituciones y las referencias establecidas.
    No sólo el sistema político estaba siendo destituído, sino que también el complejo mercantil, con sus circuitos de consumo y publicidad, había quedado reducido a la mínima expresión. Los medios de comunicación, los expertos y especialistas, incluso los intelectuales y los artistas, contemplaron boquiabiertos lo que acontecía, sin capacidad de gestionar o interpretar el proceso.
    Los discursos se multiplicaron sin reparar en jerarquías ni ordenamientos; la ciudad descubrió una elocuencia que no sospechaba y, a la vez, estaba hambrienta de nuevos signos. La calle se llenó de instancias asamblearias donde se re-codificaban los lenguajes dominantes.
    La contracara del carácter festivo que supuso la implosión, fue el pánico y la angustia de quienes sólo experimentaron caos y barbarie, ante la demoledora inmediatez de la crisis.

 

  • La segunda vivencia experimentada en aquel momento fue el nominalismo radical que se impuso como premisa. Hablar en ciertas condiciones de agotamiento de los sentidos previamente instituidos, es tener que nombrar otra vez cada cosa que acontece. Y aún cuando sólo atinemos a emplear los viejos y gastados nombres de siempre, estos mismos términos se convierten en vehículos que posibilitan la emergencia de nuevos significados.
    El equivalente de tal aptitud discursiva puede hallarse en el lenguaje infantil, particularmente en ese instante cúlmine y al mismo tiempo iniciático por el cuál el niño conquista el idioma sin ajustarse a la ortografía.
    El nominalismo hace uso de un olvido activo, que afecta especialmente a las “sagradas escrituras”. Es por eso que ninguna escuela o tradición ideológica pudo estar a la altura y más bien adoptaron una actitud reactiva frente al acontecimiento.
    Puede decirse que al nominalista le interesa menos “escribir lo que nunca ha sido dicho”, que “leer lo que nunca ha sido escrito” (Benjamin). Porque su deseo no es codificar lo nuevo que ya emergió, sino ir tan lejos como sea posible en su labor performativa.

 

  • Por último, hay algo que no alcanzamos a distinguir muy claramente en aquel entonces. Se trata de la constitución fugaz pero efectiva de un plano linguístico inherente a la experiencia común, donde los enunciados circulaban sometidos a constantes vibraciones, y no como información envasada de antemano.
    La característica principal de esta instancia dialógica “entre” singularidades que no consideran necesario apelar a mediaciones, es que su alcance trasciende el nivel puramente discursivo. Un vuelco significativo tiene lugar en la expresión social, cuando el habla logra reorientarse hacia aquello que paradójicamente resiste a la palabra, para dar cuenta de una realidad que prolifera en silencio y que sin embargo contiene la chispa que puede devolver al lenguaje su dignidad.

 

II. La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria.

 

Todo proceso de radicalización social interpela con ímpetu a las distintas disciplinas expresivas. Durante las décadas del sesenta y del setenta, por ejemplo, muchos artistas e intelectuales se vieron obligados a realizar desplazamientos que rompieron las fronteras entre los “campos” del arte, el pensamiento y la política. Se suelen interpretar estas voluntades como la consecuencia de cierta impronta soberbia y dogmática, lindera con el mesianismo, que finalmente no consigue otra cosa que empobrecer el lenguaje y sectarizarse en términos ideológicos. Pero contra esta revisión un tanto resentida, preferimos reavivar aquella intuición a la véz ética y epistemológica, para interrogar sus posibilidades.

 

El cineasta Glauber Rocha, decía en 1970: “Creo que llegó la época en que esta división elitista entre artistas y políticos se debe terminar de una vez por todas. Este hombre intelectual es una cosa que terminó, no existe más. Aquellos que insisten en esta posición son realmente unos pelotudos. En el mundo de hoy se gesta una revolución muy importante: integrada a las revoluciones políticas y sociales, estamos en la víspera de un nuevo tipo de hombre y todas esas categorías que crean mecánicas de prestigio, de premios, de mitos populares o culturales, todo eso pertenece al pasado. El intelectual y el político deben ser llamados solamente hombres creadores, integrados en un proceso de revolución total. Por eso no quiero que la gente jamás me llame intelectual o artista. Yo no formo parte de esa fauna.

 

Al escuchar estas palabras uno no puede más que preguntarse: ¿cómo puede ser que hoy sigamos planteando los problemas del pensamiento y la política, según el canon de las estructuras disciplinarias, modo de fraccionamiento que por otra parte ni siquiera el mercado estimula?

 

Ni nosotros ni nuestros contemporáneos han sido acusados de mesiánicos o exaltados. Menos mal. Sí recibimos el mote de “románticos”, por subordinar la producción de conocimiento objetivo, privilegiando la consecusión de nuestros propios deseos. Romántico es el investigador extraviado, que traiciona el compromiso con la verdad pautada por las instituciones del saber.

Podríamos admitir que algo de razonable tienen estas imputaciones, porque quienes introducimos una perspectiva política en nuestros horizontes comprensivos, solemos correr el riesgo de enfatizar aquella porción de la realidad que confirma de manera momentánea nuestras apuestas. Son esos –breves- momentos de relativa correspondencia entre deseo y objetividad los que activan desvíos que nos convierten en una fuerza portadora de sentido, en una tendencia viva de interpretación de lo real.

Y dado que lo real es infinito, móvil y sorprendente (es decir inaprensible en fórmulas definitivas), es inevitable reflexionar sobre el destino y la persistencia de esos momentos de intensidad, cuando la realidad toma un curso menos favorable a las apuestas que la fundan. Quienes no toman este riesgo se resguardan en un determinismo histórico simple, que sólo asoma a posteriori.

 

Otro tipo de reacción frente a los desafío abiertos por el acontecimiento, que sin embargo comparte la misma naturaleza reactiva, tiene que ver con una modalidad de la memoria, en torno a la que se condensan la mayoría de los estereotipos que bloquean la imaginación en el presente. Este tipo de perspectivas que entre nosotros llamamos setentismo, pero que también adoptan la forma de un neodesarrollismo (más que estatal, estetizante), operan aferrándose a formas y dispositivos que ya en los años setentas estaban siendo desmontados. Hay una gran variedad de énfasis: desde las actitudes más nostálgicas; hasta quienes se muestran desengañados y difunden una amargura paralizante; pasando por el más lúcido cinismo, que se ha vuelto experto en manipular símbolos previamente vaciados. Pero lo que cada una de estas figuras comparte es la inevitable referencia a la derrota, que obliga a un vínculo con el pasado en el que prima el “arrepentimiento” , la “glorificación” o el “sin sentido”.

 

En este contexto, para nosotros es urgente insistir en la pregunta por lo colectivo.

Durante un tiempo hemos hablado de “movimientos sociales”. Hemos destacado su agudeza a la hora de problematizar momentos de crisis y conflictividad. Ahora se impone pensar lo colectivo como aquello que desborda el presente de esos movimientos, abriendo el horizonte de sus posibilidades.

Por un lado, porque la tonalidad común de aquellos protagonismos fue sometida a la fragmentación y comenzó a desafinar. Se trata de un trago amargo, aún si siempre descreímos de la unidad como fundamento para la eficacia política. De hecho, polemizamos cuanto pudimos contra la idea de homogeneizar estas expresiones, a partir de una concepción hegemónica de la acción concertada. Y sostuvimos que en la multiplicidad había fuerza y lucidez suficientes, como para que la coordinación fuera un cotejo de riquezas, capaz de síntesis parciales, al calor de un mismo poder destituyente.

Por otra parte, es cierto que no todo es interesante en los colectivos. A veces cargamos con un tipo de grupalismo que termina siendo un pesado caparazón, especialmente cuando sedimenta como agregación de personas ya hechas, con opiniones y sentimientos definidos, con identidades estables.

Pero lo colectivo que sí vale la pena seguir invocando, existe como una tensión que nos invita a ir más allá de lo que somos o fuimos, inventando funciones que se despliegan de manera autónoma, y que son capaces de construir nuevos territorios comunes.

 

III. La crisis de la palabra, la virtualidad de un impasse

 

Impasse es una imagen que nos sirve para preguntarnos por el estado actual de aquellas dinámicas que cuestionaron la legitimidad del neoliberalismo, determinando positivamente su crisis. En América latina esas dinámicas se desplegaron de manera bifronte: de un lado las luchas callejeras surgidas en torno a los movimientos sociales; que dieron lugar, por otra parte, a gobiernos progresistas en toda la región. Nuestra impresión es que la posibilidad de una salida posneoliberal, basada en la articulación virtuosa entre movimientos sociales y nuevos estados ha quedado bloqueada, desde que las expresiones de autonomía más innovadoras fueron acalladas por la lógica de polarización entre gobiernos que necesitan estabilizarse y fuerzas de oposición que buscan derechizar el escenario. Desactivada esa excedencia que sólo la movilidad social produce, y que contiene los signos del porvenir, se empobrece la imaginación política.

 

Pero, ¿puede definirse el impasse como el triunfo de la normalización?

La respuesta es sí… y no.

Porque si bien en el impasse el tiempo está como suspendido, en ningún caso podemos decir que está pacificado.

Bajo la apariencia de un ethos dominante que se sirve de terapias anestesiantes y saberes especializados, es posible advertir un trasfondo oscuro y caótico que amenaza cualquier estabilidad. Es el anuncio insistente de la crisis, tan íntima y concreta, que ya no puede ser tratada como simple turbulencia. Esta crisis que vivimos en Argentina de manera anticipada y que hoy se ha vuelto realidad global, no es un ente metafísico imaprensible pero tampoco puede definirse como un fenómeno puramente económico. La materialidad de esta crisis es la de una rebelión en sordina, una resistencia micropolítica, que no encuentra la forma de devenir revolución, pero que alcanza a bloquear la restitución de un orden fundado en la seguridad y el cálculo mercantil.

En el impasse un nuevo modo del conflicto social aparece.  Hay que ver si seremos capaces de crear nuevos nombres para la emancipación, cuando los métodos de control que se experimentan son cada vez más sofisticados.

 

Hablamos también de impasse para señalar la esterilidad de los intentos por establecer un “cuadro de situación” completo o exhaustivo, fruto de perspectivas panorámicas o genéricas. En el impasse lo que está en crisis es nada menos que la propia palabra política. Y esto se debe a que la “fábrica del sentido” se ha desplazado hacia la esfera mediático-administrativa, en detrimento de la proliferación de un pensamiento colectivo.

Hay un modo cada vez más sutil, flexible y eficaz de establecer la codificación de los lenguajes que innovan e inquietan. Consiste en conectarlos a todo tipo de flujos dinerarios, que terminan significándolos bajo la modalidad de la subsunción. No hallaremos aquí, necesariamente, coacción explícita ni censura, sino más bien una inoculación de preocupaciones, criterios y ritmos que regulan desde adentro la dinámica del pensamiento, haciendo imposible determinar qué es lo propio y qué es lo impuesto.

La consecuencia es una sorprendente «facilidad de palabra». Los enunciados circulan desprovistos de todo peso o intensidad. Conservan su brillo, pero pierden el filo. Asistimos a la proliferación de discursos académicos, políticos y militantes, que tienen como efecto paradójico la despolitización. Y si hay algo que sostiene «materialmente» esta efervescencia retórica y simbólica, estimulando una inflación sin límites, es la disociación entre la palabra y su carnadura afectiva, independencia que le permite al discurso realizarse como dinero.

 

El impasse se revela, en este sentido, como un bloqueo de nuestra capacidad colectiva de formular sensaciones y de construir nociones comunes. En otras palabras, como pasividad frente al funcionamiento de una máquina social que se alimenta de gestos privados. Vivimos en un mundo gobernado por poderes capaces de introducir todo su veneno abstracto dentro de nuestros tejidos pensantes y perceptivos. No por gusto un filósofo contemporáneo aconsejaba algo aparentemente sobrio, que sin embargo cada vez resulta más difícil de sostener: ¡no cambien nunca sus intensidades por representaciones!

En estas condiciones, nuestra primera hipótesis es partir del malestar que cada uno de nosotros experimenta respecto del modo en que se constituye la subjetividad actual. La lucha política hoy se desarrolla como un materialismo perceptivo, una disputa por determinar la constitución de posibilidades. El terreno de la conflictividad se ubica más acá (o quizás también mas allá) del territorio mediático, allí donde se verifique el resurgir de un gusto por tantear, una sed de preguntas, un pensar despojado de cálculos utilitarios.

El método que encontramos es de lo más casero: dar rienda suelta a nuestras arbitrariedades, a partir de las resistencias más cotidianas y aparentemente más sencillas, cotejarlas con quienes hacen de sus vidas campos de batallas, e ir tirando del hilo a ver qué aparece, con la prudencia de verificar si lo que vamos viendo se coloca fuera del campo de visibilidad inmediata, que es siempre coherente con lo que nos muestran los medios y las instituciones del saber y de la cultura.

Para terminar, queremos compartir con ustedes siete hipótesis que formulamos para desarrollar nuestra in-quietud en el impasse,  como un intento de otorgar nuevos sentidos a la militancia de investigación:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, dos modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado (el “proyecto personal” o las islas de reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la vida metropolitana.

 

  1. Intentar plantear asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras la estetización propone un pseudo-enfrentamiento sin carnadura. La asimetría es problematizante y desorienta, mientras que la estetización nos otorga un lugar a priori en torno a conflictos siempre prefabricados. La estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado.

 

  1. Enfatizar la distinción entre el grupo y lo colectivo. El grupo es una reunión de personas que comparten ciertas afinidades; lo colectivo es más bien una instancia en la cual los individuos participan a partir de su in-completitud.
    En momentos en que la potencia deviene pública, el grupo suele participar con fluidez del proceso de creación social. Pero en las fases de repliegue, donde carecemos de códigos comunes porque todos han devenido estereotipos, la movilidad de los grupos se dificulta y surgen todo tipo de patologías grupales.
    Lo colectivo es, por el contrario, una inclinación a la apertura pública que está motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos. Si tuviéramos que definir qué es lo colectivo, diríamos que se trata de construir una disponibilidad en la desorientación.
  2. Inventar nuevas formas de pensar la relación entre regla y praxis. Si es cierto que la crisis puede ser pensada como imposibilidad de imponer reglas exteriores a la praxis… Y si la crisis es el momento en que la institución ya no puede apelar a una obediencia a priori… Pues entonces se nos presentan por lo menos tres modos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución:
    a. la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones que derivan del interior mismo de la praxis, según una lógica destituyente siempre en erupción;
    b. el “atravesamiento” de la institución por parte de la praxis, que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro a las instituciones;
    y c. el “camuflaje”, como modo débil del antagonismo, o intento de sostener viva la crisis, a la espera de escenarios más propicios.

 

  1. Desplegar toda nuestra fuerza de fabulación, trascendiendo la oposición tradicional entre ideología y ciencia, o entre alienación y conciencia, para inventar lenguajes y afectividades (es decir nuevas realidades) a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario neoliberal.
    Contra la performatividad del capital basada en la promesa, proponemos una potencia de fabulación que sea capaz de liberar virtualidades, sin suprimir la trama común que subyace siempre como premisa de toda creación.

 

  1. Poner en juego una disponibilidad en la desorientación, una inclinación hacia los otros que es capaz de afirmarse a pesar de la carencia de un código previo compartido. Nosotros consideramos que la única trasversalidad que hoy vale la pena alimentar, es aquella que tiene como fundamento a la inquietud.

 

  1. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. Tenemos que aprender a valorar asumiendo como punto de partida la ambivalencia inherente a todo signo. No para acomodarnos en el relativismo. Ni para sumarnos al coro cínico. Sino para crear asimetrías al interior de procesos que son discontinuos, a veces efímeros, otras veces demasiado abigarrados. Tales asimetrías no suelen percibirse a la distancia. Y al mismo tiempo hay que pensar cómo hacemos para que la necesaria proximidad logre eludir el riesgo de recaer en nuevos encapsulamientos y endogamias.

 

Hipótesis IV
Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?

 

Libro: 19 y 20. Apuntes para el nuevo protagonismo social (Abril 2002) // Colectivo Situaciones

Para leer 19 y 20. Apuntes para el nuevo protagonismo social : Click AQUÍ 

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