Anarquía Coronada

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Diego Sztulwark - page 5

Hasta la victoria, siempre! // Diego Sztulwark

¿Despedir a Fidel? No es fácil hacerse a la idea. Los nombres más queridos, dignos, lo lloran. Porque no hubo episodio más importante que su revolución. Joven jesuita, revolucionario más allá de toda medida, acontecimiento americano, Fidel fue y seguirá siendo «el gran culpable» (como dijo el Che de Lenin). O el Loco, como lo llamó León Rozitchner, para decir que su liderazgo era diferente, que juntaba fuerza a partir de fragmentos de resistencias inconexas, y abría caminos improbables. A diferencia del otro líder, Perón, el cuerdo, que se sostenía en las fuerzas del sistema.

¿Habrá que repetir a coro que la revolución ya no nos concierne, que ahora luchamos por la democracia? ¿Pero se sabe -de Cuba a la Argentina- a lo que se renuncia renunciando a esto?

¿Despedir a Fidel es despedir el legado del comunismo popular latinoamericano y tercermundista, del más consecuente anticolonialismo y antiimperialismo? ¿Es acaso eso imaginable?

En cierto modo a Fidel ya lo veníamos despidiendo hace rato. Porque toda revolución es entre otras cosas una traición.

Y aún así, sabiendo todo esto, no vamos a despedir así nomás al Comandante Fidel Castro Ruz. Vamos a rendirle honores, tropa dispersa pero no vencida, sabiéndolo presente en cada victoria, la que sea, siempre.

La normalización de la cultura // Conversación pública con Diego Sztulwark

Macri es la Cultura. De otro modo, no habría razones para ocuparse de él. Es la Cultura en el sentido que el Orden da al término: instauración de un código funcional adaptativo, un modo de procesamiento colectivo de adecuación activa a la Normalidad. Este juego no se organiza a partir de una referencia a cualquier otro orden alternativo, sino que se da como una dialéctica cerrada en torno a la Crisis.  La presencia de la crisis funciona como un momento constituyente del Orden. De la inminencia de la crisis extrae el Orden su legitimidad. Una legitimidad y un poder que va mas allá de los poderes del estado y se extiende sobre un espacio determinado por redes y dispositivos de “gobierno”. El Orden es el gobierno de la logística. De la comunicación. De las estructuras que capturan y organizan la movilización de la vida. La crisis como palabra de Orden es el reverso perfecto de la Cultura como adecuación. Lo político-cultural trabaja en él como elaboración de un código capaz de volver todos los segmentos del campo social compatibles entre sí y con el comando que crea el código. El éxito del sistema es la redundancia. Junto a una  férrea violencia excluyente. La racionalidad del paradigma de gobierno propio del Orden recae sobre una amplia trama de operadores culturales capaces de ofrecer una interface viva entre el mundo de los mercados financieros (de su heroica tentativa por ofrecer marcos de inteligibilidad y de estabilidad a unas operatorias a futuro dominadas por la incertidumbre) y los modos de vida. Lo Cultural busca, en la traducción entre vida y finanzas, modos de sostener la promesa de previsibilidad y hasta de seguridad: propone un estado de ánimo y un modo amigable de asumir el estado de “en riesgo”.  Gobierno de la crisis y coaching ontológico.
Sobre estas hipótesis se conversó públicamente  con el investigador político Diego Sztulwark, con la coordinación del director escénico Silvio Lang, el sábado 23 de abril de 2016, en Espacio Roseti. En este contexto se presentó el cuaderno Macri es la cultura, editado por Tinta Limón Ediciones, blog Lobo Suelto!, revista Crisis, y el Colectivo Juguetes Perdidos.  Aquí, la transcripción completa de la conversación, realizada por el director escénico Ramiro Guggiari.
SILVIO LANG: Presento a Diego, aunque casi todos lo conocen, y cuento también porqué le propuse a Juan Coulasso, que coordina Espacio Roseti, y a Diego, hacer esta charla. Creo que es importante mencionar varias cuestiones.  Una, es la “investigación militante”  relacionada con pensar ciertas situaciones, que pueden producir resistencias inventivas. A Diego y sus compañeros, los conocí por lo que se llamó Colectivo Situaciones, en el año 2000/2001. Este Colectivo fue una influencia muy fuerte para muchos de nostros, que hoy estamos aquí, porque producía una serie de textos muy complejos y sensibles sobre lo que se estaba viviendo en ese momento en el país en llamas. Esos textos funcionaban como un trazado del presente político y subjetivo, y sobre cuáles eran las posibilidades de desplegar algunas situaciones muy potentes que estaban dándose. Entonces, existe una relación muy importante, en ese momento, con lo que ellos (además de Diego, Veronica Gago, Mario Santucho, Sebastián Scolnik) se identificaban como “pensamiento situacionista”. Un pensamiento en situación, sobre cómo franquear las fronteras del presente, y producir ahí un pensar-sentir del presente.
Diego está además asociado con la editorial Tinta Limón, que es una editorial que publica una vasta producción del pensamiento contemporáneo de Latinoamérica y otras partes. Desde Tinta Limón, invitaron por primera vez a la Argentina a Jacques Rancière, donde trabajaron en Solano, Provincia de Buenos Aires, en una escuela gestinada por el barrio, el libro El maestro ignorante. El pensamiento ranceriano, en mí, tuvo mucho que ver con Diego y con el grupo de los situacionistas. Años después, con Verónica Gago,  compañera de Diego, organizamos, desde la UNSAM, otra visita de Rancière.
Diego, también, está asociado a una serie de proyectos editoriales, como Cáctus, que están publicando las clases de Deleuze y otros filósofos no tan difundidos.
Por otro lado, Diego creó hace un tiempo, juntos a otros compañeros, en la  la Cazona de Flores, un espacio que ha agrupado a muchas organizaciones sociales, el Instituto de Investigación y Experimentación Política, con lo cual hay todo un trabajo ahí de investigación a partir de los territorios, desde los campesinos del MOCASE, de Santiago del Estero, pasando por situaciones territoriales en el Bajo Flores, en fin, todo un trabajo de pensar en los territorios. En ese momento, cuando se crea el Instituto, ellos empezaron a hablar de una nueva conflictividad social que tenía que ver con tres ejes que eran: el narcotráfico, los territorios, y la trata, como ejes de investigación.
Por otro lado, Diego organiza en su casa algo que se podría llamar, como se le dijo alguna vez a Josefina Ludmer, una “Universidad de las catacumbas”. Diego dejó la carrera de Ciencias Políticas en la UBA, -¡es un abandonador de carrera! (risas)-, y creó estos grupos en su casa, que son unos grupos híper estimulantes y reúne a más de 120 personas por año. Verónica lo tuvo que sacar de la casa para que dé sus cursos… (risas). Son grupos en los que, si bien aparecen fuertemente dos o tres autores (Spinoza, Deleuze, Rozitchner) que conectan con los problemas que va detectando Diego del presente, se cruza también con un montón de autores, de filósofos y pensadores que están produciendo pensamiento en relación al presente neoliberal. O sea que esos grupos son también grupos de coyuntura, no son grupos de lectura a la letra, son grupos antineoliberales muy potenciadores. Se genera una comunidad de pensamiento muy vital, que después cada uno de nosotros despliega en nuestros respectivos campos de trabajo y producción cultural.
Diego fue durante mucho tiempo amigo de León Rozitchner, un filósofo argentino, que me parece que no lo hemos considerado lo suficiente. Está online una serie de videos de las conversaciones de Diego con León. Hay un trabajo enorme de Diego de cómo actualizar el pensamiento de León Rozitchner, que fue un pensamiento muchas veces coyuntural, pero que de alguna manera posibilita pensar las situaciones del presente capitalista cristiano donde estamos todos onlogizados. Junto con Cristian Sucksdorf, Diego trabajó en la compilación y edición, a través de la Dirección de Publicaciones de la Biblioteca Nacional, que publicó la obra filosófica de León Rozitchner. Ahora ese área el flamante director, Alberto Manguel, la desactivó, o sea que no se producen más publicaciones en papel en la Biblioteca Nacional, y los libros de León Rozitchner y Christian Ferrer están en casas, en aguantaderos.
Por último, Diego administra el blog Lobosuelto, junto con Diego Picotto, que está siendo muy consultado en el último tiempo. Además, de producir texto de la política actual argentina, se publican produciendo textos del mundo sobre situaciones de resistencia e inventiva en muchas partes de Latinoamérica, Europa, Sudáfrica y Medio Oriente; y donde también circulan una serie de pensadores y pensadoras latinoamericanas como Silvia Rivera Cusicanqui y Rita Segato. Es decir que hay una fuerte ligazón con mujeres que están produciendo teoría en Latinoamérica. No es un tipo de producción teórica académica. Indagan todo el tiempo en el presente y en las situaciones que nos afectan a todos. A partir de eso, en los grupos nosotros venimos hablando del kirchnerismo y del macrismo como dos fenómenos que tienen discontinuidades y continuidades entre sí.  En diciembre, la producción de textos de Diego sobre este eje relación se fue incrementando y los lectores se multiplicaron, también. Hay una frase, muy mundana, muy de la calle, que él acuñó: “Macri es la Cultura”. Una especie casi de declaración de principio o de hipótesis. Y a partir de ahí, se pueden pensar un montón de cosas que tienen que ver con que invitemos a reunirnos hoy acá, en este lugar, que asocia a muchos artistas, trabajadores de la producción creativa y cultural.
Una de las tesis fuertes de Diego tiene que ver con que las derechas están prescindiendo de la macropolítica, están prescindiendo de la política de poder del Estado y están basculando, muy interesadas, sobre la producción de la vida, en la micropolítica, en cómo se organizan los afectos de las vidas las personas, por ejemplo. La derecha cambió. Cambiamos. Y hay que pensar ahora otro tipo de categorías para pensar a la derecha, que no son las categorías que teníamos. Y en tanto la nueva derecha tiene mucho interés en la micropolítica, en el ámbito donde se producen las subjetividades, donde circulan las afecciones, donde están puestos en juego un conjunto de afectos, deseos, sistemas de percepciones, etc, me parece ahí que es importante esta hipótesis, porque inmediatamente nos interpela y nos implica como artistas. Porque si la derecha está modalizando la producción de la vida, a partir de su lógica empresarial, está trabajando sobre todo en la capacidad creativa, de emprendimiento, la capacidad activa que tenemos los individuos. Hoy en una empresa te pide que seas creativo, entusiaste, al punto que el Ministerio de Cultura de la Nación cambió el nombre de la Dirección de Industrial Culturales por Secretaría de Cultura y Creatividad.
Hay un imperativo categórico de la derecha y es que tenemos que ser creativos, entusiastas. La derecha nos pide que seamos artistas, para sostener y para seguir haciendo crecer el neoliberalismo. Así nos están desposeyendo, sustrayendo nuestra capacidad creativa. Según uno de los autores con los que trabaja Diego, que es Frédéric Lordon, hay ahora una doble desposesión del capitalismo, porque el patrón, el capital ya no se queda solamente con la plusvalía de nuestro trabajo sino que también se queda con nuestra capacidad creativa y con nuestro tiempo, con nuestra riqueza temporal, con nuestro uso del tiempo.
Entonces me parece ahí que nosotros tenemos algo que hacer como artistas. Un poco le hablo a los artistas porque sé que muchos de los que estamos acá lo somos y porque es un espacio de producción artística donde estamos. Y nos parecía interesante que Diego pueda desplegar acá y conversar con nosotros esas hipótesis, esas ideas que él está tramando, en un contexto de amigos del pensamiento.
DIEGO SZTULWARK: Yo había pensado, cuando Silvio me hizo la invitación, que un dialogo como este, me parece un poco raro porque, como dijo Silvio, las producciones en las que estoy metido son siempre muy colectivas. Casi todas las cosas que vamos a hablar están siendo pensadas y trabajadas con una serie de compañeros, que están casi todos presentes, así que supongo que irán tomando la palabra. Yo espero también no dar una exposición sino que dialoguemos lo más rápido posible. Pero sí traje algunos puntos un poco pensados para reflexionar, que me parecen importantes. Los tres derivan de una pregunta que hizo la antropóloga Rita Segato. Si no la conocen, es muy recomendable su lectura. Es una antropóloga argentina que trabaja el tema de violencia, territorios, género y neoliberalismo, actualmente en varios lugares de América Latina. Rita dijo: algo pasó en la Argentina y algo está pasando en Sudamérica en este momento que no llegamos a entender. Este triunfo de lo que llamamos las derechas nos está revelando algo, una serie de mutaciones que son más complejas de las que llegamos a entender. Necesitamos entenderlas. Necesitamos entender algo más de lo que el régimen periodístico nos ofrece, más allá de lo que los diarios nos van contando, de lo que los opinólogos varios vamos formulando, hay algo más que entender de lo que está pasando. Así que tomo esta pregunta de Rita, una pregunta que seguramente no será fácil de responder, no será rápida de responder, pero es una pregunta que colectivamente tenemos instalada. Si no somos capaces de entender lo que está pasando en la América del Sur en este momento y en la Argentina, hace ya meses: un tipo de conversión que va haber que pensar muy bien en qué consiste, en relación a la conversión afectiva, una conversión intelectual, una conversión cultural, que hace que cosas que algunos creíamos imposible que sucedieran, están sucediendo, electoralmente, con apoyo popular, con una forma de adhesión subjetiva que es difícil medir pero que evidentemente está funcionando.
Si no pensamos esto, estamos en cierto sentido sumándonos a esta banalidad de la época que consiste básicamente en no pensar. Hay problemas de seguridad, policía, hay problemas de economía, creamos empresas, ¿qué otro problema tienen?, ¿qué no se puede resolver con una policía, una empresa y un poco de fe?  Esta situación en la que de a poco nos estamos metiendo va a requerir algo más que leer textos y seguramente va a requerir que tengamos instancias como estas, muchas otras y de otro tipo, donde podamos entender de qué se trata este proceso que estamos viviendo y podamos ojalá, si logramos entenderlo, dar lugar a situaciones de frenen un poco esto y que puedan plantear otra cosa. O sea que mi objetivo un poco es, en tres puntos, intentar abrir un poco este problema.
El primer punto que a mí me parece que sería interesante pensar un poco es cómo se ha subestimado el llamado neoliberalismo. Cómo hemos subestimado el llamado neoliberalismo, en el sentido de que por muchos años el neoliberalismo pasó por un conjunto de políticas macroeconómicas: ajuste, pago de deuda externa, apertura de importaciones, privatizaciones de empresas. De la dictadura militar de 1976 al menemismo entero, le hemos llamado “neoliberalismo” al Consenso de Washington, a una serie de políticas que tienen las elites, que vienen del mercado mundial y que los Estados implementan; y esa comprensión del neoliberalismo puede haber sido muy útil en el año 2001, cuando se trató de poner un freno a la legitimidad de ese tipo de políticas, al secuestro que el neoliberalismo hacía de los sistemas de decisión pública, en ese momento puede haber sido muy útil, pero visto desde hoy el neoliberalismo parece tener una persistencia, una complejidad, y un nivel de corporeidad en la sociedad, mucho mayor que si hubiera sido simplemente una receta macroeconómica para un momento del desarrollo de América Latina.
Hay una persistencia de lo neoliberal, una penetración de lo neoliberal que no se resolvió ni siquiera con gobiernos que explícitamente decían tener una voluntad no-neoliberal o antineoliberal, es decir, hemos pasado por doce años de políticas que no se dicen a sí mismas neoliberales sino que dicen que quieren transformar el neoliberalismo, no sólo en la Argentina sino en buena parte del Cono Sur, y sin embargo, detectamos una persistencia de lógica neoliberal, de dispositivos neoliberales que están activos en distintos niveles de la sociedad, y que la macropolítica aun si se lo propone decididamente, no parece tener los medios para desarmarlos, para desactivarlos, para proponer otra cosa. Ese es el primer punto que me gustaría charlar un poco, cómo podemos pensar, sin subestimar, esta dimensión de la realidad que se ha instalado, llamada neoliberalismo y que no necesita ganar en elecciones para constituir subjetividad. A veces gana, como ahora, a veces no gana, como en otros momentos, el discurso explícitamente neoliberal; el programa que ofrece puede ser votado, puede no ser votado y sin embargo, sigue formateando la vida social. Ahí tenemos, me parece a mí, un problema que pensar todos los que trabajamos el tema de la subjetividad, sea desde terapias, sea desde la pedagogía, sea desde el arte, sea desde la militancia: ¿qué es esta forma de producir lazo social que por comodidad le llamamos “liberal” -le podríamos cambiar el nombre-, que opera en una dimensión macro y micro, y de la cual me parece que no tenemos todavía la suficiente comprensión?
A esta micropolítica neoliberal, la definiría más o menos así: como un conjunto de dispositivos, que crean vida bajo forma de empresa; vivir es actuar como si fuéramos una empresa, individual y colectivamente. Tenemos proyectos, nuestros proyectos, los gestionamos tratando de conquistar una renta de estos proyectos que tenemos; nuestra vida es una suerte de capital que vamos gestionando, y en esta vida-hecha-empresa hay una ganancia, hay una ganancia subjetiva indudable hay una ganancia como se logra conquistar espacios de seguridad, para nosotros, cuando logramos tener accesos a consumos, cuando tenemos libertad de hacer lo que queremos, nadie nos dice lo que tenemos que hacer, nos gestionamos nosotros mismos, hay una ganancia subjetiva evidente en este mecanismo neoliberal que por algo funciona, que por algo persiste y se extiende. Es el problema de cómo lo que muchos filósofos han llamado la “sociedad de control”, que consiste en el mecanismo por el cual no hay nadie que nos esté diciendo lo que tenemos que hacer. Nosotros mismos activamente nos vamos metiendo en este formato y lo vamos haciendo desarrollar como un código de la relación social. Este problema me parece fundamental para pensar.
Este neoliberalismo, o esta “sociedad de control”, en donde, por un lado somos nosotros mismos los que hacemos andar la máquina, es muy difícil echarle la culpa a alguien de cómo nosotros nos vamos enganchando en uno u otro lugar de este código, donde la forma empresa y la experiencia de la libertad de la empresa se va convirtiendo prácticamente en la única racionalidad posible, o en la racionalidad más extendida, donde hay una idea de éxito empresarial de uno mismo: lo que es ser vendible, lo que es ser exitoso, lo que es que el nombre de uno pueda circular, que los proyectos funcionen, ser financiados. Hay una idea de éxito y de autovalorización en esta vida neoliberal; constantemente nos estamos autovalorizando, incluso si nos creemos críticos, incluso si lo hacemos con un discurso crítico, eso es lo de menos, el problema es ese tipo de funcionamiento, de diagrama social, que lo podemos ver funcionando tanto en el nivel de los grandes proyectos económicos como en los detalles de la organización de la vida.
Entonces acá me parece que hay un problema fundamental de esto que podríamos llamar el neoliberalismo como micropolítica y no sólo como macropolítica. Como macropolítica, también, pero hemos visto un poco menos esta dimensión más micro -cómo se organiza la salud, cómo está organizada la alimentación, cómo se organiza el transporte, cómo se organiza nuestra vida. Un conjunto de mecanismos, cuyas instancias de regulación nos son cada vez más lejanas, nos son más imposibles de transformar. En ese contexto, la idea de una política transformadora o de una voluntad política, si no es capaz de tocar algo de lo que está pasando con la afectividad neoliberal es esencialmente impotente. Puede lograr unos momentos, pero a la larga, este espacio intermedio, que no es ni estrictamente la vida privada, ni estrictamente la vida política, este espacio intermedio de dispositivos neoliberales, del que Foucault, Deleuze han teorizado mucho, termina siendo una materialidad de la existencia, que es más fuerte que las representaciones que podemos tener o proponer.
¿Se entiende más o menos? Si hay problemas de lenguaje, levanten la mano y vamos viendo con qué palabras se puede decir todo esto. Me interesa mucho esta cuestión de la dimensión activa de nuestro funcionamiento en los dispositivos neoliberales. Es como decía Spinoza en la introducción del Tratado teológico-político. Él decía: “¿por qué los hombres y las mujeres luchamos por nuestra esclavitud como si se tratara de nuestra libertad?” O sea, ya en el siglo XVII, Spinoza veía que la lucha por la esclavitud es una lucha activa en la que ponemos todo de nosotros. Me parece que el ejemplo de facebook puede ser muy visible, muy claro. Nadie nos obliga a contar todo en facebook y a poner nuestras fotos, y a poner todo lo que pensamos, todo lo que queremos. Lo ponemos nosotros mismos. Los dispositivos neoliberales, si los vamos a tomar en serio, no son una suerte de manto exterior al cual tirarle piedras, sino que viabilizan nuestro narcisismo, viabilizan nuestra afectividad, meten la comunicación en cierta circulación, en definitiva, lo que hacen es evitar que haya encuentros no queridos con los otros. Nos preservan a buena distancia de los encuentros no queridos con los otros. Lo que pasa es que en esa preservación, en general lo que se hace es gobernar la posibilidad de los encuentros. Spinoza decía que de los encuentros depende la potencia. Entonces si los encuentros están totalmente gobernados, si estamos a prudente distancia, si nos manejamos solamente con aquellos con los que tenemos un código para manejarnos, lo que no ocurre en el cruce de encuentros, lo que no pasa al nivel de los cuerpos, es producción de potencia. Lo que Spinoza llamaba “potencia”, que no es otra cosa que poder actuar y poder pensar. Es decir que los mecanismos neoliberales de los que estamos hablando, subjetivan y regulan el problema de la potencia. Hay una política de la potencia que estos dispositivos ponen en juego, recién Silvio decía, mucho más que la macropolítica de la derecha, mucho más que la política explícita de la derecha. Por eso a veces da la sensación, de que la derecha ya no necesita hacer política, porque el conjunto de los dispositivos produce inmediatamente tipos como Macri.
Macri llega y es como si la sociedad lo hubiera estado esperando siempre. Ya está todo acomodado para que él se siente y todo funcione. El otro tema que me parece importante con los dispositivos neoliberales, siempre en este primer punto, tiene que ver con el mando de las finanzas. Hay toda una teoría política de las micropolíticas neoliberales que se las puede reproducir, se las puede estudiar, se las puede buscar. Podemos  estudiar los dispositivos financieros, la circulación financiera, la teoría financiera o, para decirlo de otra manera, el hecho de que las finanzas concentren la decisión sobre esta anatomía de los dispositivos neoliberales. El lenguaje con el que se toman las decisiones es financiero. E inmediatamente se diría no-nacional. Es decir, los dispositivos neoliberales tienen una cualidad global no nacional. Y las finanzas cumplen el papel fundamental de la racionalidad de estos dispositivos, o sea que estos dispositivos sí hacen pasar como toda teoría política, una teoría del mando. Hay una teoría del mando en el diseño y en la circulación de estos dispositivos, que me parece otro punto fundamental. En el momento en que todo nos parece que pasa en la Casa Rosada, en cierto sentido la Casa Rosada no es el lugar central, es un dispositivo más.
¿Se entiende que es un problema, no? No es un discurso, es un problema. Si no podemos inventar mecanismos de pensar esto críticamente y nuestra vida no va siendo capaz de intuir que hace falta crear estrategias en este plano, hay algo del discurso que se empieza a volver completamente vacío, sobre todo el discurso crítico. Silvio hablaba recién del filósofo León Rozitchner, filósofo central para pensar estas cosas por la teoría del cuerpo, pero su hijo, es el que le escribe los discursos a Macri, y si uno ve en los libros, revistas, artículos, las intervenciones que su hijo va haciendo, hay un subtexto que es: “amemos los dispositivos neoliberales, amemos esta micropolítica neoliberal”. ¿Por qué? Porque amarla es tener una vida posible, es reconciliarse con la vida, es tener una vida fluida, es tener inmediatamente un código adecuado al mundo. ¿Qué pasa con los que no encajan? O, ¿qué pasa con el odio al código con el que se está produciendo sociedad? Criminalización, patologización. Es inmediato el razonamiento. Es decir, hay un tipo de éxito vinculado a una suerte de bienestar privado y de adecuación pública; y lo que no cuaja, lo que no quiere  cuajar o lo que termina no cuajando está siempre en una zona patologizable. Estos son “los que no aman la vida”, los que no aceptan de alguna manera ser parte de esta formidable amigabilidad que nos propone todo el tiempo estos dispositivos. El primer punto sería este.
Segundo punto. Tiene que ver con la coyuntura política argentina. Tiene que ver con cómo entender esta rara secuencia de la coyuntura política argentina que me parece empieza en el 2001, y se concreta en el macrismo. Silvio recién hacía una suerte de presentación, y en esa presentación nombró el 2001 y nombró cosas que se hacían y se pensaban en el Colectivo Situaciones, y en otras experiencias de esa época. A mí me parece que se podría pensar que el 2001, además de muchas otras cosas que se puedan decir sobre el 2001, fue un momento en el que se hicieron evidentes, lo que podríamos llamar, subjetividades de la crisis. Y me gustaría proponer la idea de subjetividad de la crisis como todo lo contrario de la subjetividad neoliberal, el antagonista exacto de la subjetividad neoliberal, el antagonista exacto de la adecuación. Subjetividad de la crisis, es subjetividad en y para la crisis. Es decir, lo que sabemos hacer en una crisis. Lo que podemos hacer en la crisis. Lo que podemos inventar en la crisis, es decir, cuando menos están reglados los encuentros. Cuando menos las micropolíticas neoliberales de corazón financiero están pudiendo organizar los intercambios sociales.
2001 como subjetividad de la crisis no es 2001 rosa. No es 2001 simpático, no es 2001 sin sufrimiento, no es 2001 idealizado. No es 2001 como programa político. Es simplemente, me parece a mí, la posibilidad de no perder de vista que toda política que se hizo en la Argentina desde 2003 en adelante tiene por objetivo fundamental salir de la crisis, que no haya más “la crisis”, ese tipo de crisis. El énfasis en el orden, en la gobernabilidad, en la integración, en la inclusión, que vemos en adelante negativiza inmediatamente la crisis. Y dice: la crisis es lo peor que nos puede pasar. De la crisis es de donde nos tenemos que ir. La crisis es la amenaza constante, es lo peor que nos puede pasar. Pero habiendo tenido la experiencia 2001 también uno podría leer de inmediato: la crisis en la medida en que produce subjetividades. Porque no necesariamente una crisis produce subjetividad. El 2001 argentino me parece que sí las produjo, si pensamos figuras emblemáticas como los piqueteros, los escraches de la época, hay muchísimas figuras ligadas a ese momento, las fábricas recuperadas, hay un montón. Algunas muy estereotipadas, pero, sin entrar en detalles, la producción de figuras de la crisis me parece que es un instrumento para pensar. Podemos tomar hoy como un analizador la importancia de las subjetividades de la crisis, de todos aquellos que intentan subjetivarse no en los mecanismos neoliberales, en estas micropolíticas neoliberales, sino que se inventa algo por fuera y se pone en crisis en la medida en que ponen crisis estos dispositivos. Por ejemplo el “que se vayan todos”. No el que fueron tomando después nuestras derechas sino el de aquel momento, que era un “que se vayan todos” destituyente, en general, de todo el discurso neoliberal del período. Entonces tomaría esta idea del 2001, extraería esta noción de subjetividades de la crisis, a las que también podríamos llamar afectividades no neoliberales.
Afectividades no neoliberales se producen todo el tiempo. De costado, en resistencia, en barrios,  acá, allá, son producciones de una afectividad que es muy difícil valorar políticamente, digámoslo así. Tenemos mucha experiencia en los últimos años de que las afectividades no neoliberales, si no coinciden con el molde del militante progresista, son afectividades no leídas, desleídas, devaluadas, desvalorizadas. No integran la escena. No son parte de la riqueza de lo que podría darse a pensar. Son una y otra vez sacadas de escena. ¿Por qué? Porque evocan la crisis. Nos ponen siempre en relación con la crisis de reproducción social a la que activamente estamos ligados. Entonces me gustaría ver si podemos hacer esta secuencia: 2001, subjetividades de la crisis, afectividades no neoliberales.
A partir de 2001, con el kirchnerismo, la secuencia que imagino es la siguiente: una enorme voluntad de inclusión. El kirchnerismo es una enorme voluntad de inclusión. Me gustaría que la palabra “inclusión” suene con todos los tonos posibles. La inclusión es lo más lindo que tenemos. No queremos que los otros queden al desamparo, no queremos que queden expuestos a la explotación, pero la voluntad de inclusión también es colonial. La idea de que hay un excluido que tiene que entrar al lugar en donde ya estamos incluidos también es colonial, es decir, la intención de la voluntad de inclusión es muy importante de verla, son los mejores valores, es la mejor solidaridad, es el deseo de reparar, es el deseo de evitar el daño, es el deseo de reparar la destrucción a la que el neoliberalismo y la dictadura nos habían llevado. Y es también la imposibilidad de aprender del otro. Es también la idea de que al otro hay que incluirlo en una instancia predefinida.
Me gustaría decir dos o tres cosas sobre esta voluntad de inclusión. Uno de los elementos que tienen es que ha dado lugar a una imperceptible voluntad de orden. El costado colonial de la inclusión ya activa una voluntad de orden. Una voluntad anti crisis. Quiero señalar esto porque esta voluntad de inclusión, en la medida en que tuvo un afecto que fue de voluntad de orden, ya empieza a permitirnos pensar algunas líneas de continuidad entre la experiencia del kirchnerismo y la experiencia del macrismo, que a muchos de nosotros nos fue muy difícil de entender, y de ver, y de pensar, justamente porque no son continuidades intencionales. No son continuidades conscientes, no son continuidades planificadas, pensadas, queridas. Sin embargo, por más ciegas que sean, son efectivas. Y permiten pensar un poco, aunque sea parcialmente, esto que Rita preguntaba: ¿qué pasó?, ¿qué nos fue pasando estos años?, ¿qué pasó que no supimos pensar?
El hecho de que la inclusión social en la Argentina durante el período del kirchnerismo haya sido una inclusión vía consumo, nos llena de cosas para pensar. Hay mucho que pensar en torno a la noción de consumo. Por un lado porque la palabra “consumo” está en el centro de la disputa entre neoliberalismo e inclusión. ¿Quién consume y cuánto? Una vez que aceptamos que la inclusión es por consumo, y que la posibilidad de consumo se extiende, se expande, y que del consumo pueden participar sectores populares que habían estado estructuralmente excluidos del consumo, viene la segunda parte: ¿hasta dónde somos capaces de montarnos sobre el aumento del consumo, para empezar a cuestionar el modelo de consumo, para empezar a cuestionar el modelo de producción, el modelo de subjetivación que el consumo inevitablemente pone en juego?
Se trata de un discurso muy distinto al de los neoliberales puros, a de la derecha, que les parece que le problema del consumo tiene que ver con el ajuste, con que no todos consuman tanto, con ajustar. Es un problema que tiene que ver con un momento en que una vitalidad de la crisis, una vitalidad plebeya, entra en la economía política, entra en el consumo y entra en el mercado. ¿Cómo de eso puedo operar con una premisa para ir más allá en los modos de concebir ese consumo, y ese mercado, y esa producción? No solamente con respecto a los sectores populares sino a toda la sociedad. Es el momento donde puede empezar la disputa sobre los modos de vida… o también puede no empezar. También se puede decir que eso no se puede discutir. Entonces ahí me parece que hay un punto también complicado para discutir el balance de estos años.
Una última cosa que diría con respecto al kirchnerismo. Me parece que el otro problema que tenemos con el kirchnerismo, es que el kirchnerismo innovó en la cuestión de la decisión política, es decir, que tuvo, por un lado, una producción muy impactante en relación a denunciar a empresas y corporaciones argentinas y del mercado mundial en tanto y en cuanto esos poderes, esos poderes capitalistas, lo que intentaron hacer siempre, y también durante la época del kirchnerismo, es secuestrar la producción de decisión pública, de decisión política. El kirchnerismo hizo una pedagogía social extraordinariamente importante respecto de que el capital opera secuestrando la capacidad pública de decidir, de tomar decisiones. Todos los chistes sobre “678”, cuando dejan de ser chistes, en última instancia, lo que están poniendo en juego es esa pedagogía que el kirchnerismo puso en juego en la sociedad argentina sobre quién toma las decisiones, quién tiene la legitimidad para tomar las decisiones y quién intenta imponer por la fuerza un poder de decisión sustraído al debate público.
Ahora, al mismo tiempo que hizo eso, el kirchnerismo aplicó la misma teoría política con que intentó politizar esta situación de usurpación del capital, a todos los movimientos y grupos que intentaron mantener y sostener una autonomía intelectual, social, cultural, política y organizativa. Se les aplicó la misma idea. “También ustedes quieren secuestrar la decisión política, también ustedes son la antipolítica”. ¿Qué es la antipolítica? La antipolítica es todo aquello que no quiere poner en el centro la deliberación política pública. Pero una cosa es decirle eso al capital, a las empresas, a Clarín, etcétera, y otra cosa es que eso sea una teoría política para el conjunto de la sociedad y las organizaciones populares. Ahí hay un problema, que me parece que también tenemos que tener en cuenta. Porque es imposible discutir el consumo o discutir el modelo de desarrollo o discutir lo que querramos discutir, si el sistema de la decisión política no tiene pulsión a abrirse hacia los sectores críticos de ese modo de consumo y de ese modo de acumulación. En fin, si el modo de decisión lo único que nos pide es que seamos soldados de la causa o legitimadores de la decisión y, en ningún momento se abren espacios reales para que, los que están produciendo resistencias o todo tipo de afectividad no neoliberal, puedan tener un momento de participación en esa decisión, ahí hay un problema grande.
El problema que nosotros tenemos es que cuando el kirchnerismo se agota, también se agota esto otro, que era la capacidad interesantísima del kirchnerismo de denunciar la privatización de la decisión política. Lo que hace el macrismo es exactamente eso. La decisión política fue totalmente secuestrada del espacio público. Ahora sí se decide al interior de las empresas. Ahora pacíficamente la decisión es totalmente interna a estos dispositivos que veníamos hablando. Entonces me parece a mí que, para pensar esta secuencia, sin crítica del kirchnerismo, no va a ser posible un combate real al macrismo, o al neoliberalismo. Y este me parece un punto fundamental. Cuando digo “crítica” me refiero a la posibilidad de entender el funcionamiento, de entender un funcionamiento y pensar otros. No me estoy refiriendo a una descalificación o a una impugnación global, me estoy refiriendo a la capacidad que tenemos nosotros de pensar lo que nos pasó, de pensar lo que vivimos y de preguntarnos cómo deberíamos hacer ahora para que los balances sobre lo que pasó y sobre las fuerzas que necesitamos juntar, no sean balances prefigurados, prehechos, que tengamos el derecho de hacer esos balances. Me parece que ese balance hay que hacerlo. Hay que hacerlo públicamente y hay que hacerlo con todas las letras. El kirchnerismo necesita una crítica. El período necesita que le hagamos una crítica. Una crítica para juntar fuerzas, para el tipo de disputa que tenemos con el macrismo, que es una disputa mucho más central y que sin el kirchnerismo tampoco será posible. Eso sería respecto del kirchnerismo.
Sobre el macrismo, lo primero que me parece que habría que decir es completamente redundante con respecto a estas micropolíticas de las que estamos hablando. El discurso de Macri se puede no escuchar perfectamente porque lo que dice, es el orden. Repite el orden que se está jugando en otro plano. Más que productor de orden, Macri, me parece que es un tipo que va perfectamente bien con el código que produce estos dispositivos neoliberales, o estas economías neoliberales, por eso es muy difícil pelearse con Macri. Porque Macri representa una suerte de efecto perfecto de todos estos códigos en los que nosotros participamos. Y el problema sería no reconocer nuestro macrismo. Nuestro macrismo es la participación en estos dispositivos. O sea el problema de discutir con Macri, es el problema de donde nosotros marcamos la diferencia, con respecto a nuestra participación en estos dispositivos. Pero en todo caso, lo que el macrismo es, me parece a mí, es una banalidad. No en el sentido de una trivialidad. No en el sentido de que sea que sea liviano y no haya que pensarlo. Una banalidad en el sentido de que no se crean imágenes. Se vuelve siempre sobre un dócil deseo de obediencia a todos los mandatos que vienen del mercado mundial. Modos de vida, tecnología, formas económicas, vías de endeudamiento, discursos, pareciera ser que lo que está haciendo la Argentina en este momento es una obediencia perfecta y absoluta al conjunto de códigos de reproducción social que se elaboran en el mercado mundial. Entonces, ¿cómo hacemos para discutir con el macrismo, cuando el macrismo no tiene tesis? El macrismo no parece estar diciendo más que este tipo de banalidad que es: quiero un policía en la puerta y quiero la forma empresa. Cuando digo que no es trivial, es porque no es trivial querer tener un policía en la puerta y porque no es trivial querer tener la forma empresa. La obediencia nunca fue un fenómeno trivial. Las razones por las cuales, en ciertas situaciones sociales, queremos la obediencia y aceptamos estas formas, no son cosas con respecto a las cuales podamos ser peyorativos. Cada una de ellas, nos mete en un desafío muy fuerte y creo que nos mete en un desafío más de partir de nosotros mismos, de nuestras propias transacciones con estos dispositivos. Hasta que uno, me parece a mí, no se haya visto en el conjunto de esas transacciones, no tiene derecho a juzgar las transacciones de los demás.
Bueno, este sería el segundo punto. A ver si podemos tomar el 2001, el kirchnerismo, el macrismo y si esto ayuda a pensar, ya no qué es el neoliberalismo en general sino el período en el que estamos metidos. Hago un último punto y me gustaría, lo más rápido posible que hagamos una conversación sobre esto.
INTERVENCIÓN: Me parece que estás recurriendo a un binarismo. Deleuze y Guattari hablan de la necesaria dependencia o interdependencia de la molaridad social con la molecularidad. Me parece que pensar el 2001 desde una subjetividad crítica, antagónica, o una subjetividad no neoliberal, como me parece haberte escuchado decir, es un poco binarista. Desde la subjetividad molecular hay una sensación, hay un humor social que también justifica lo macro, constituye lo macro. El kirchnerismo pudo ser posible porque también en esa subjetividad había una necesidad de otro tipo de representación, quizá no neoliberal, pero sí capitalista. De hecho, en una reunión del G-20 se dijo desde el Gobierno kirchnerista que ellos buscaban un “capitalismo en serio”, no un capitalismo financiero. Lo que quiero decir es que si fue posible el kirchnerismo es porque en el 2001, la sociedad no es que no fuera neoliberal o no fuera capitalista. Me parece que también hay una especie de nostalgia o romanticismo sobre estas autonomías que se conformaban con las asambleas barriales. Dentro de todo, si el kirchnerismo estuvo doce años acá es porque algo de esa parte capilar de la sociedad lo quería. Entonces no sé si estás siendo un poco binarista, un poco radical, en esa especie de planteamiento de esa subjetividad crítica como antagonista del ideario neoliberal, cuando me parece que es un poco más matizado.
DIEGO SZTULWARK: Sí. Tenés razón, en todo. En el romanticismo, en la radicalidad, y en el razonamiento que hacés. Y ahora me gustaría reordenar un poquito lo que dijiste, a ver cómo puedo ordenar para no quedar tan romántico, tan radical (Risas). De alguna estás diciendo algo que yo también quiero decir. Pruebo de vuelta, a ver cómo lo ordeno. Cuando yo digo que hubo subjetividades de la crisis, no me refiero a que hubiera una suerte de consenso rojo en la sociedad. No me refiero a que hubiera una situación abiertamente revolucionaria en la sociedad y que después vino una dictadura. Pero si hacemos un proceso sobre el período, aunque también son hipótesis para pensar, creo yo que hubo subjetividades de la crisis. Hubo capacidad de producir encuentros en territorios generando un tipo de potencia difícil de asimilar en el momento y de experiencias que eran productoras de crisis. Y eso me parece que es un tema fundamental. No sé si ustedes se acuerdan lo que era el final del gobierno de De la Rúa, o si quieren, el comienzo del gobierno de De la Rúa. Cuando comienza el gobierno de De la Rúa, un poco como ahora, se le tiraba el auto encima a los cortes de ruta. Un poco como pasaría hoy. El consenso anti menemista y anti corrupción de aquel momento (Chacho Álvarez, De la Rúa, etc.), generaban un consenso de blindaje para el pago de la deuda externa, el déficit cero, y mantener el orden. El movimiento piquetero no entró en una fiesta de cumpleaños. La lucha social fue muy fuerte. Y la capacidad de construir organización colectiva en los territorios más pobres del país es un hecho que me parece que no terminamos de pensar. El hecho de que haya habido una relativa insubordinación de sectores sociales en los territorios más pobres del país; que haya habido una organización, relativa, siempre relativa, capaz de llevar adelante ciertos enfrentamientos -caída de los gobiernos, deslegitimación del discurso neoliberal-, si no lo pensamos bien, si ese período no lo pensamos bien, no veo cómo se puede pensar después, lo que el período kirchnerista tuvo de novedoso o de interesante. No estoy tomando al kirchnerismo como un “capitalismo en serio” sino como un tipo de capitalismo que sabía que, para gobernar, había que tener en cuenta este nuevo fenómeno, que era un tipo de vitalidad popular, que se desarrolló en la crisis, que empujó la crisis, y que fue protagonista de la deslegitimación del neoliberalismo. Me cuesta mucho pensar que el período kirchnerista hubiera podido tener una discursividad tan anti neoliberal, si previamente en las calles no se hubiera dado una disputa de destitución respecto al neoliberalismo. Entonces, a partir de ahí, por supuesto que el kirchnerismo como voluntad de inclusión registra, lee, construye representación, arma un sistema de gobierno donde la idea de incluir al excluido es fundamental, y la idea de producir derechos es fundamental, y la idea de ampliación del consumo, también lo es. Y ahí, no sólo se registra la cuestión sino que también se va produciendo un tipo de subjetividad. Y el tipo de consumo que se pone en juego es también productor de subjetividad.  Así que acepto completamente el comentario. Sí creo que hay una diferencia entre dualismo y antagonismo. El antagonismo es real, no es una manera de pensar. No es que uno piensa solamente con un código que es “A ó B”. No está todo el tiempo, pero cuando se produce antagonismo, el discurso de la pluralidad es un problema, incluso aparece en Deleuze y Guattari. Es cierto que yo estoy usando lo molar y lo molecular. Si les interesa esta cuestión les recomiendo que vean una serie de entrevistas a Suely Rolnik, analista, filósofa, artista brasileña. Ella hace un análisis muy interesante, medio en clave con lo que estoy diciendo, de la coyuntura de Brasil y de Argentina, un poco también mostrando cómo la molecularidad se ha vuelto el lugar de producir subjetividad del capital y por eso es más urgente ahí la atención.
El último punto que yo quería poner es el de la desbanalización. ¿Qué sería la desbanalización? ¿Qué podemos hacer que no sea simplemente un diagnóstico oscuro sobre la micropolítica del capital? Acaba de salir un libro de grupo Comité Invisible que se llama: A nuestros amigos. Es un grupo que trabaja en Francia. Ellos usan la palabra “amigos” y es notable, que no sea “compañeros”, que no sea “ciudadanos”. Y me parece fundamental la palabra “amigos”, tal vez no como la usan ellos, pero sí “amigos” como la usaba en el siglo XVII, Spinoza, quien decía que el amigo no es aquel con quien uno tiene aventuras, se cuenta cosas secretas, confidencias, se ayuda, se banca, se hace el aguante, etcétera. No es exactamente esa la idea de amistad que tenía Spinoza. La idea que tiene Spinoza de amigos es: todos aquellos con los cuales se construye utilidad común. Eso es un amigo. Los amigos son aquellos con los cuales se construye utilidad común. Y por lo tanto, dice Spinoza en la Ética, la amistad se corresponde con una estructura de sinceridad. No me refiero a “sinceridad” en el sentido de no mentirse y ser honestos, no. Sinceridad significa que no hay motivo para no ser transparente respecto a lo que ocurre entre nosotros porque como lo que estamos intentando produce inmediatamente utilidad común, no hay algo esencial que ocultar. No está la tentación del secuestro individual a lo común. O sea, los momentos en que se produce potencia colectiva, Spinoza los llamaba “de amistad”. La pregunta que yo me haría es: ¿quiénes son los amigos políticos hoy? No son los amigos de códigos, de sociabilidad, íntimos, no me estoy refiriendo a eso. Me refiero a: ¿con quién podemos construir utilidad común hoy?, ¿cuándo y con quién se puede construir potencia hoy? Me parece que ese sería el tercer punto, sería esa pregunta. Una cosa que dice Spinoza sobre esto es que el pensamiento necesita no tener miedo. El pensamiento necesita que haya una potencia, un encuentro con otros para que sobre esas fuerzas se pueda pensar. Si pensamos como individuos separados, pensamos hasta donde nos da la fuerza. Y la fuerza nos da poco. O sea, la posibilidad de construir fuerza común es necesaria para pensar. Leon Rozitchner decía: “cuando el pueblo no lucha, la filosofía no piensa”. Si no se construye amistad, si no se construye el momento de fuerza común, lo que domina es el miedo. El miedo no es solamente lo que uno no se anima a decir, o lo que uno se anima a hacer, es, sobre todo, me parece a mí, lo que no se anima a pensar.
Hacen falta condiciones políticas, micropolíticas de potencia común, para poder pensar más. Otra pregunta es, y tiene que ver con la pregunta que hicieron: ¿qué relación nos podemos plantear entre lo macro y lo micro? Toda experiencia que se cierre sobre una dimensión micropolítica, termina a la larga o a la corta, despolitizándose, u olvidando el conjunto de información que viene del conjunto de la sociedad. ¿Puede la micropolítica olvidar la macropolítica? Yo diría que no. ¿Puede suprimirse esta dimensión micropolítica? Tampoco. Suely Rolnik dice que tenemos que estar atentos a los problemas de la macropolítica, pero desplegados desde nuestras preocupaciones micropolíticas. La micropolítica podría ser un lugar desde el cual pensar, analizar e intervenir en la macropolítica. Acá hay otra posibilidad para pensar. No sólo el tema de la amistad y el miedo sino rehabilitar la dimensión micropolítica como lugar del cual se puede pensar y hacer política.
Otro punto que me parece importante es el tipo de investigación que nos permite detectar afectividad no neoliberal. ¿Dónde y cuándo se está produciendo una afectividad no neoliberal? No solamente fuera de los dispositivos, sino también como reapropiaciones de los dispositivos porque el riesgo siempre es que este discurso sobre los dispositivos sea un discurso moral, moralista: “los dispositivos son malos”. El problema no es que sean malos. El problema es que producen un tipo de vida empresarial. ¿Nosotros somos capaces de utilizarlos para producir otro tipo de vida? ¿Cuándo y cómo se hace eso? Entonces me parece que hay una dimensión de la investigación micropolítica que sería interesante traer que es detectar esa producción de afectos y ver si ahí es posible constituir un momento de amistad política.
En Tinta Limón, hay un libro muy interesante “¿Quién lleva la gorra hoy?”, del Colectivo Juguetes Perdidos, y ahí creo que esto que estoy diciendo se lo puede ver más y hay otras experiencias que podrían dialogar con esto que estamos diciendo. El problema de detectar producción no neoliberal de afectos, apropiación de dispositivos, y producir ahí amistad política, me parece una cosa para pensar. Y otro tema es que en las micropolíticas se crean estrategias. No funcionar según códigos sino crear estrategias, que es lo otro de la obediencia. Detectar afectividad no neoliberal es ya estar creando estrategias. ¿Cómo hacemos de otra manera? Es lo que sabían las subjetividades de la crisis. Por eso me interesan mucho estás subjetividades. Soy nostálgico pero hay un punto que no es nostalgia, que es que la subjetividad de la crisisenseña cómo hacer fuera del código. Enseña cómo crear estrategias. O somos capaces de crear estrategias, o sólo nos queda la adaptación al código.
Y el último punto que mencionaría es el problema del racismo, o sea la conciencia sobre el racismo. El problema de que estas micropolíticas producen un efecto global racista. La presencia del otro es insoportable. Nosotros tenemos un código de circulación y un código de con quién; y la presencia de los demás se vuelve insoportable. Si además la presencia del otro está codificada, está estereotipada, entonces el racismo está hecho, está dado. No necesita pasar por el color de piel para ser racismo, pero además pasa por el color de piel. No necesita pasar por las clases sociales para ser racismo, pero además pasa por la clase social. O sea que hay acá un problema de racismo social, racismo urbano, racismo cultural, hay un tipo de racismo que surge de estas propias formas de cristalización, que no sé si se las puede explicar solamente por teorías antropológicas sobre cómo están constituidas las razas sociales en la Argentina. Es decir, tenemos una experiencia continua de subjetivación que produce un efecto global racista. Y el problema de la intolerancia racista me parece que es un tema fundamental por lo siguiente: en tanto artistas, intelectuales, progresistas, y otras formas de autorrepresentación, la tentación es pedagógica. Siempre queremos estar explicando qué es lo bueno, qué es lo interesante, siempre queremos estar dando una lección, siempre estamos queriendo mostrar que nosotros sí entendemos, etcétera, y nos parece que el racismo está completamente habilitado en esa pedagogía. Esa pedagogía hace pasar lo peor de ese racismo. De vuelta un poco la colonialidad. Paro acá, porque no habría bien por dónde seguir, pero me parece que podemos tomar los hilos que quieran y hacer una conversación.
INTERVENCIÓN: Me parece muy interesante lo que estás diciendo. Pensaba en el caso de Bolivia, en donde se fue contra el contra el consumo, y mi pregunta sería: ¿qué otras experiencias, sobre otro tipo de comunidad, o de gobierno, u otra forma de relacionarse que no sean tal vez occidentales, o que no sean argentinas, podés nombrar en relación a esto?
DIEGO SZTULWARK: No es posible decir “afectividad no neoliberal” en América Latina y que no resuenen imágenes comunitarias. Ahí veo clara la relación que hacés. Uno piensa en una afectividad no neoliberal y puede venirnos una imagen de una comunidad. Inmediatamente empieza todo el problema de la comunidad. Todas las razones por las cuales no vivimos en comunidad nosotros. Todos los imaginarios producidos sobre las comunidades indígenas o no indígenas, etcétera, y al mismo tiempo también aparecen los estereotipos y los imaginarios que se construyen sobre eso. En Bolivia, habría que ver hasta qué punto, con las diferencias obvias entre Bolivia y Argentina, y con la potencia descolonizadora de lo que pasó en Bolivia, no hay una serie de compañeros y compañeras que están diciendo cosas sobre lo que está pasando allá, que van un poco con la misma línea de lo que estuvimos diciendo con el kirchnerismo. Proyectos de modernización desarrollistas muy fuertes, anclados en un tipo muy acrítico de consumo. No como acá, claro, allá hay otro conjunto de límites a ese tipo de situación. Y sin embargo, la preocupación de muchos compañeros es grande. La duda que yo tengo es si podemos acudir a imágenes previas (comunidad, entre otras), o nos toca meter también algo de la producción, de la producción de imágenes, producción de imaginarios, de formas de relación social, es decir, si podemos esquivarle al antagonismo. Si podemos evitar la confrontación de la creación de cosas. Sea como sea, me parece que toda esta dimensión de la comunidad es fundamental en América Latina. Se produce mucho sobre eso. Hace un tiempo, en un  congreso en Puebla, se propuso la idea de “comunalidad”, que planeaba la convergencia entre la tradición comunitaria (la tradición de lo común), y la tradición de lo comunal, y es evidente que el problema que está dando vueltas es el cómo se redefine el comunismo. Todas son palabras en torno al común. Algunas remiten más a experiencias de comunidades indígenas, otras remiten al conjunto de comunas, de Oaxaca, de París, un conjunto de tradiciones de lucha. Cómo el problema del común participa y circula acá me parece uno de los puntos. ¿Cómo hacer de eso, no una retórica, sino un espacio imaginario en el cual podamos hacer algo con la afectividad no neoliberal? De mi punto de vista, es una pregunta fundamental.
INTEVERVENCIÓN: Pienso en una subjetividad híbrida que el kirchnerismo inscribe bastante, que es la figura de la subjetividad festiva. La “grasa militante”, lo popular. Que no es “no liberal”, tiene mucho de liberal, pero también tiene bordes interesantes, y cómo se entronca con una palabra que evitaste, “peronismo”, que es bastante complicada para un análisis, micro o macropolítico, porque también hay una micropolítica del peronismo, ¿cuál es la relación entre esa micropolítica y el neoliberalismo en este nivel capilar? Hay algo de lo festivo, que me parece más intermedio entre lo liberal y lo no-liberal, y que es interesante para pensar sus bordes, que no está afuera del dispositivo, pero que está al mismo tiempo bordeándolo. La fiesta como algo improductivo, que en un punto escapa a la lógica del producir todo el tiempo.
DIEGO SZTULWARK: A mí me parece que el desafío es cómo ese agite afectivo nos permite pensar que hay una diferencia en juego, con respecto a estos cien días de sistema político, espantosamente cerrados sobre sí mismo. Pero al mismo tiempo, ¿cómo hacer para pensar esta duplicidad? Hay diferencia y hay continuidad. ¿Cómo se puede pensar las dos cosas al mismo tiempo?
INTEVERVENCIÓN: ¿Pero eso no debe al marco del capitalismo? ¿Cuáles los límites? ¿Cómo se pueden pensar diferencias si siempre estamos en el marco del capitalismo? Puede haber experiencias, pero van a tener siempre este límite que estás señalando.
DIEGO SZTULWARK: Fíjense qué interesante, Jorge Alemán escribió un artículo hace poco en donde dice lo siguiente. Está el sistema económico capitalista, con toda esta serie de dispositivos que yo nombré, y esto es permanente y continuo. Pero después está lo que llama la “hegemonía”, a nivel popular. La producción popular de hegemonía, que es esencialmente frágil e inacabada. Y el hecho es que una y otra vez se le pide a las izquierdas que no vean en esa hegemonía una voluntad revolucionaria porque, se sabe, es obvio, que estamos todos metidos en el capitalismo, y no sabemos qué sería otra cosa y entonces, por lo tanto, hay que admitir que hay una restricción estructural en la situación, no voluntaria. Y frente a ese realismo que todos aceptamos, de que estamos todos en un capitalismo brutal y que no hay teoría política para salir de ahí, ¿por qué le vamos a pedir al kirchnerismo, o al peronismo, o a la izquierda, o nadie en definitiva, que nos resuelva un problema que no parece tener solución? Ahora, el problema mayor es, ¿cómo hacer para no acomodar la imaginación al orden?  O sea, ¿por qué esa hegemonía popular no la vamos a discutir, siendo parte de ella, preguntándonos cómo ella puede alternar algo de esa dureza del dispositivo capitalista? Que la imaginación vuelva a trabajar, porque si no, son llamados al orden, la teoría crítica también es un llamado al orden.
INTEVERVENCIÓN: En relación a una cierta subjetividad que se realiza en el consumo, nosotros podemos trabajar con estas herramientas conceptuales, pero, ¿cómo contrarrestar una inclusión a través del consumo si eso es lo que ellos quieren? Es decir, hablamos de sectores que sienten la exclusión de ese consumo como la marca de su marginación. No les podés decir: “no te subjetives así”, porque ellos te van a responder: “¿por qué no?, eso lo decís vos porque las zapatilla ya las tenés”. ¿Qué derecho tenemos a decir cómo se van subjetivar si nosotros accedemos al consumo más y mejor que ellos? Cuando no tenés nada, consumir es mejor que no consumir.
INTEVERVENCIÓN: Perdón, con respecto a eso, pensaba en relación a las afectividades no neoliberales, y el movimiento piquetero, ¿hasta qué punto el piquetero no pretendía participar del consumo? Es algo que está en el peronismo también, el obrero dice: “yo quiero lo mismo que… y en la misma medida”. No creo que haya habido un consumo liberador.
SILVIO LANG: Hay una consigna, una tesis de Diego Valeriano, hablando de las clases plebeyas del conourbano bonaerense, durante el kirchnerimos: “el consumo libera”.
DIEGO SZTULWARK: Sí. Es cierto todo lo que estamos diciendo. Lo que a mí me gustaría pensar es si no hay unas continuidades ciegas de procesos que necesitamos pensar, si es que seguimos con la premisa de Rita Segato: “acá hay un problema que no sabemos pensar”. Si eso es cierto, empezamos a reordenar un poco las cuestiones, por ejemplo, el tema del consumo. Vuelvo un poco sobre lo que dije, porque lo quisiera reafirmar. El problema del consumo no es consumir más o consumir menos, sino, ¿cómo se hace para que esta subjetivación de consumo, cuanto más postergada, con más razón, se aproveche para hacer cuestionamientos a la propia estructura, para que viabilice más, y no menos, consumo? Es decir, el problema que veo, no es un problema de decirle a la gente: “consuma menos, qué malo es consumir, no se subjetive en el consumo”, no sería ésta una visión moralista del consumo que dice: “cuidado con la gente que se subjetiva en el consumo”, sino en todo caso, ¿cómo hacemos para que las subjetividades plebeyas y vitales de la crisis, cuando entran en la economía política, cuando entran en el mercado, cuando entran en el consumo y empiezan a consumir más, cómo se hace para construir ahí amistad política, con la dimensión afectiva que nos podría permitir ir más allá del molde, del tipo de gobierno neoliberal de ese consumo, que después vuelve sobre esas mismas subjetividades, prohibiéndoles consumir? ¿Se ve lo que digo? No es un problema de decir: “cuidado, no consuman ustedes, porque no saben lo diabólico que es”. Si vamos a ir todos al mercado, vayamos, pero cuestionando en algún momento la teoría política neoliberal del consumo, que no es ajustar el consumo, sino aprovechar esa apropiación de la ciudad, de los bienes, de los servicios, ese ponerse en el centro, para cuestionar la teoría política, para abrirla más, para avanzar en algunos aspectos de esa subjetividad.
INTERVENCIÓN: Yo no recuerdo que ningún líder latinoamericano, empezando por Cristina, terminando por Chávez, pasando por todo el resto, haya dicho que dejábamos de ser neoliberales, es decir, que abandonábamos la estructura neoliberal de América Latina. Lo que hacían los líderes era denunciar el neoliberalismo y buscar la manera de sobrevivir y luchar contra esa estructura. De cualquier manera esto se aclaró un poco con algo que dijiste luego sobre Jorge Alemán. Yo creo que estamos en crisis desde hace muchos años. Creo que la crisis la paró la dictadura, la paró en función de represión, pero desde que volvió la democracia estamos en crisis permanentemente. No habría que olvidar la instauración de una Constitución neoliberal como fue la de la reforma de 1994. Muchos problemas de la estructura organizativa del país provienen de ahí. El problema de la Constitución me parece central.
SILVIO LANG: Me parece que sería interesante, Diego, que puedas decir algo en relación a por qué lo traés a Spinoza en el presente macrista, es decir, ¿por qué la necesidad de una teoría política de las afecciones en este momento?
DIEGO SZTULWARK: A mí lo que me parece más importante es pensar que el neoliberalismo es un sistema de adecuaciones. Y que nosotros solemos presentarnos desde lo más adecuable que tenemos. Cada quien se presenta ante su capacidad de adecuación. Y ese es el punto en donde toda situación política falla, porque si no estamos poniendo en el centro lo subdesarrollado de nosotros –como decían Deleuze y Guattari–, todo lo que estamos diciendo está al mismo tiempo fracasando. Estamos muy entrenados todos nosotros en presentar la cara adaptable y un lenguaje adaptable. Son lenguajes, son maneras de presentarse, en los lugares, en el trabajo, con los amigos, que no hacen pasar ese costado más subdesarrollado que es el único desde el cual podríamos intentar pensar de otra manera, pensar de una forma que no sea la adecuación. Y esto que estoy diciendo ahora, que es muy sencillo, está en el centro de lo que me hubiera gustado haber dicho con todo lo demás, cuando hablamos de los afectos que nos articulan, con los que nos adecuamos, con los que nos constituimos nosotros mismos, o se trata de afectos que hacen pasar otra cosa. Y el problema de los afectos que hacen pasar otra cosa para la gente que habla y escribe y piensa, es un problema, porque si esos afectos no están en el texto, si no están en lo que se dice, entonces la cosa no está funcionando. No es un problema de una serie de conceptos, o de poder analizar bien una situación, es un problema si queremos darnos fuerza para hacer otra cosa o no, cuando estamos hablando. De una cosa o de la otra, que estemos hablando. Esto me parece central.
Y con respecto a la crisis, la crisis está cada vez más, diría yo, ¿por qué? Porque como se la ha negativizado completamente, la crisis no es el lugar en donde hacemos las cosas por afuera de la norma, si no que es lo que nos da terror, la crisis es lo que tiene el orden para hacer orden. El orden no extrae legitimidad de otro lugar más que de ser crisis, de estar todo el tiempo poniéndonos frente a la crisis. No hay nadie que evoque más la crisis que Macri, y creo que no lo va a haber, porque justamente Macri no hace política contra otros, no hay socialistas, kirchnerista, u otros, lo que hay es: “esto o la crisis”, y prácticamente todo el sistema político está apoyando eso. Saquemos el episodio de Comodoro Py, que es otra cosa sobre lo que se puede hablar, pero el resto del sistema político está esforzándose en una gobernabilidad contra la crisis, y la sociedad sigue funcionando. Secuestran a Milagro Sala –porque fue un secuestro eso–, y no pasa nada, se despide cualquier cantidad de gente y no pasa nada, se dice cualquier barbaridad, y no pasa nada, porque estamos todos sosteniendo. La crisis es parte del orden. La crisis negativizada es la lógica del orden. Otra cosa son las subjetividades de la crisis, que no son una crisis negativizada. Se trata de otra cosa: de la capacidad nuestra de poner esto en crisis. Claro que no tenemos una teoría socialista. Yo no le estoy recriminando al kirchnerismo que sea Trotsky: estoy hablando de nosotros, de qué balance vamos a aceptar, que balance no vamos a aceptar, que imaginación vamos a aceptar, y cuál vamos a abrir; hasta dónde nos vamos a meter en esta contención del orden, y hasta dónde necesitamos otra cosa, y si necesitamos otra cosa, con qué lenguaje la vamos a pensar, con qué amigos la vamos a pensar. No estoy corriendo por izquierda al kirchnerismo, me aburriría hacer eso. Me parece muy poco interesante correr por izquierda al kirchnerismo, me parece más interesante plantear una discusión en el kirchnerismo, y esa discusión es: ¿vamos a volver a la teoría política que tuvimos doce años o vamos a abrir la discusión? Necesitamos una nueva teoría política. Porque el neoliberalismo es más persistente, nos agarra más por dentro, tiene mucha más capacidad. Acá se dijo que nadie dijo que ya no estábamos en el neoliberalismo, pero les recomiendo que lean a Emir Sader, filósofo orgánico del PT, que viene hace diez años diciendo que estamos en el post-neoliberalismo. Lo digo con buena leche, discutamos, pero no con la extorción teórica, las teorías críticas llaman al orden, -de Laclau, Emir Sader  Alemán-, y tenemos derecho a abrirlas. Tenemos derecho, en relación al neoliberalismo, a una libertad. No puede ser que todo el tiempo nos estén llamando al orden, diciendo lo que puede hacer, lo que se puede pensar, con qué lenguaje se puede pensar, hasta donde podemos ir. No es un llamado a la transgresión individual, es un llamado a hacer una experiencia colectiva que no sea racista, eso es lo que estoy diciendo. Tenemos derecho a tener experiencias colectivas que no sean racistas. Es muy difícil el asunto, pero me parece que hay que ir de frente. Hay que irle de frente a la cuestión.
Con respecto a lo de Comodoro Py creo que hay una diferencia con respecto a estos cien días de oscuridad, pero que esta diferencia, si la podemos plantear al mismo tiempo que podemos pensar la continuidad, si podemos pensar continuidad y diferencia, si podemos hacer eso, podemos plantear frente a esa situación una discusión interesante que articule ese agite con un balance político más abierto. Creo que es necesario hacer eso. Y creo que es un buen momento para hacer eso. No sólo defensivo, no sólo afirmativo, no sólo obediente, sino aprovechar ese agite, aprovechar esa situación, este peronismo como recién se decía, esa vitalidad.
Quisiera hacer una referencia a dos textos que fueron publicados en la década del sesenta, en la revista La Rosa Blindada, uno se llama: “Bases para una política cultural revolucionaria”, de John William Cooke, de 1965, y uno de Leon Rozitchner, que se llama “La izquierda sin sujeto”, de 1966. Es una discusión entre ellos. Ellos se habían hecho amigos en La Habana, y la discusión era: ¿hay una subjetividad revolucionaria que pasa por adentro del peronismo, en la clase obrera, resistente, y entonces hay que ir ahí, superar a Perón, y llegar al Socialismo? Más o menos es la posición de Cooke. Y Rozitchner contestaba: ¿podemos decir lo que pensamos de Perón?, ¿podemos decir lo que pensamos del tipo de modalidad humana y subjetiva que Perón está difundiendo en la clase trabajadora?, ¿tenemos derecho a discutir el tipo de subjetividad, de sujeto al que le estamos llamando a la transformación? Es decir, ¿hay una transformación puramente objetiva sin ser subjetiva? Y ahí León agrega una serie de argumentos. No es que yo crea que uno de los dos ganó la discusión. Sino que digo que de esa discusión no hemos salido. No hemos dado un paso. León ahí dice que estamos, por un lado, acostumbrados a pensar que el problema de la radicalización es un problema puramente simbólico: si podemos crear un discurso revolucionario, ya estamos ahí. León critica eso, pero también critica un tipo de adhesión a la realidad que se da sólo por mejorías económicas, sólo por mejorías materiales. Es decir, ni la objetividad despojada de lo subjetivo, ni lo subjetivo despojado de lo objetivo. León plantea una relación nueva entre los dos componentes. Más o menos, quiere decir esto: si nosotros queremos apostar al peronismo porque pensamos que la resistencia obrera nos va a llevar más allá de Perón, al mismo tiempo hay que hacer un trabajo de transformación afectiva al interior de esa lucha, para que esa transformación sea eficaz. Mi impresión es que no hemos dado muchos pasos después de ese debate.

Massera // Diego Sztulwark

1.

El almirante Massera esperó hasta el final un reconocimiento que sus contemporáneos le negaron. Se sentía merecedor de una alta dignidad y confiaba en que el paso del tiempo acabaría por conferirle a su apellido un motivo de orgullo para sus hijos. No fue así. Su protagonismo -junto con los otros jefes de la última dictadura- en el rediseñado quirúrgico del país, esa victoria perdurable en la lucha de clases, no lo promovió ante la mirada de una historia que lo olvidó a la primera de cambios, ni lo situó como líder orgánico de ningún sector relevante de la sociedad argentina.

Los ex comandantes reprocharon el estado de abandono en que los dejó el conglomerado de poder –social, político, económico, eclesiástico- en defensa del cual concibieron y ejecutaron su plan represivo. El programa de la dictadura –derrota de las organizaciones político militares revolucionarias, refundación del orden político, reconversión del patrón de acumulación- se aplicó con éxito, aunque las FFAA acabaron desprestigiadas, menguadas en su capacidad política.

Es probable que Massera ya no creyera en nada, ni siquiera en el futuro. Y que su alegato final –palabras vertidas ante un tribunal que lo condenaba- solo expresara la conciencia de Hugo Ezequiel Lezama, el autor de cada uno de los discursos que pronunció el almirante durante su carrera militar y política. Escritor y director de Convicción -publicación de la Armada durante la dictadura- Lezama concibió al almirante como al más real de sus personajes literarios, aunque envejeció abochornado por la indecencia del robo y del enriquecimiento ilegal del “Negro”, que no estaba en sus planes. Su otro yo, aquel que quedó a cargo de la acción real en el drama político, fue el único de los dos que debió soportar la condena y la prisión.

2.

Como ninguno de los otros jefes militares, Massera intentó aprovechar la plataforma que brindaban las FFAA en el poder para crear un proyecto político propio. Como muchos de sus camaradas, creyó que el monopolio de las armas podría proveerles un fundamento autónomo respecto del juego de las clases sociales, sobre todo de las dominantes que eran las que contaban entonces y las únicas que eran consideradas. La autonomización comenzó a plantearse entre los jefes militares luego de la derrota de las organizaciones revolucionarias, cuando ya nada parecía justificar la permanencia de los militares en el poder.

El sueño de la autonomía encarnó como en nadie en Massera -y en la literatura de Lezama- de un modo audaz, con la discreta anuencia de no pocos dirigentes políticos de varios partidos. Se trataba de un sueño loco, de un delirio que obviaba la distancia que habían establecido las clases e instituciones dominantes del país con respecto a los militares, una vez que consideraron que estos ya habían cumplido con su tarea. Distancia que se convirtió en impugnación en el caso de Massera, asesino de prominentes miembros de la burguesía argentina que le hacían sombra en negocios o amoríos.

La figura de Perón obsesionaba a Massera. Soñaba con repetirlo, con heredar su movimiento, y se ofrecía como figura sustituta sobre la que proyectar el mito del jefe militar-nacional. Pero su partido –el de la cría de la dictadura- no podía mutar en proyecto popular reformista ni en aventura revolucionaria, porque era imposible que las clases que podían interesarse por una transformación social confiaran en aquel que había comandado la represión del peronismo, los sindicatos y las izquierdas.

Massera ambicionaba heredar el peronismo heredando la dictadura: unas masas derrotadas en un país definitivamente reorganizado por la reacción. Quizás sintió que tenía tiempo para eludir la derrota militar de Malvinas en manos de una potencia occidental, para desligarse del destino de unas FFAA cuya capacidad de liderazgo quedaba seriamente cuestionada.

3.

Claudio Uriarte, su biógrafo, cuenta como siendo ya jefe miembro de la Junta Militar de gobierno, Massera se desdoblaba en un personaje nocturnal participando en secuestros de militantes populares y en sesiones de tortura junto con sus subordinados del Grupo de Tareas 3.3.2 con asiento en la ESMA. A tales efectos se hacía llamar “Cero”.

Massera/Cero jugó fuerte en los dos espacios, el público y el clandestino, en el que se gestaba el restrictivo mundo de la política durante los tiempos del terrorismo de Estado. Siendo jefe de la Marina, se alió con jefes de los Cuerpos de Ejército, de los “duros”, como Suárez Mason, Menéndez o Riveros, contra la línea “política” de Videla y Viola. Provenía del arma más elitista y gorila, e intentó quebrar al peronismo y ponerlo a trabajar en función de su propio liderazgo: en 1977 logró el control sobre la detenida ex presidenta Isabel Perón, sobre no pocos líderes sindicales presos de la Marina, sobre los restos de la organización peronista Guardia de Hierro –que según Alejandro Tarruella[1] se había hecho intervenir voluntariamente por la Armada- y sobre un núcleo de militantes montoneros esclavizados y puestos a trabajar para su proyecto en la ESMA.

4.

La guerra de las Malvinas fue llevada adelante por las FFAA en nombre de Occidente. Como si por el hecho de no ser católica la corona británica fuese un estado infiel. Los mandos argentinos creían que los EE.UU devolverían favor con favor los servicios prestados durante la represión contra-revolucionaria en Centroamérica. El papado, que había logrado impedir el enfrentamiento armado con Chile, no consiguió disuadir a Galtieri de las nefastas consecuencias de una eventual invasión a las islas que dejaría al país al borde de una alianza geopolítica con el enemigo comunista en la guerra fría y liquidaría –dada la previsible derrota en el campo de batalla- la influencia política de los militares en la inevitable transición al régimen parlamentario.

Massera ya había tenido oportunidad de caracterizar su peculiar comprensión de lo occidental, cuando el 25 de noviembre de 1977 recibió un «profesorado honoris causa» en la jesuítica Universidad de El Salvador. En su discurso de agradecimiento el almirante rechazó a los tres grandes maestros del mal: Marx, Freud y Einstein. El primero combatió la propiedad privada, el segundo violó el “espacio sagrado del fuero íntimo” y el tercero puso en crisis la condición “estática e inerte de la materia”.

Occidente fue la patria y la bandera con la que Massera y Lezama se alinearon en el curso de la Tercera Guerra Mundial. María Pía López escribe[2] al respecto: “El discurso gira alrededor de una guerra mundial que lleva tres décadas, una guerra por el espíritu del hombre. El mal y el bien se enfrentan, como en la novela y como en el campo, encarnando en la historia lo que proviene de esencias atemporales. El bien se llama Occidente. Pero si la guerra ha sido morosa y finalmente cruenta es porque ha estado a la defensiva mientras el adversario fue capaz de agitar las banderas de la utopía (…) Se preguntan “¿Qué es Occidente?”, para responder “Nadie lo busque en el mapa. Occidente es hoy una actitud del alma que no está atada a ninguna geografía. Occidente es la libertad de pensar y de hacer. Occidente es el respeto al honor, al trabajo, al talento, pero Occidente es también el amor, es la esperanza y es la misericordia”. Finalmente, está dentro de las personas, a la espera de la invocación, el llamado y la redención. Durante la guerra de las Malvinas, cuando Estados Unidos tomó partido –contra las esperanzas de las fuerzas armadas argentinas– por Inglaterra, el director de Convicción solicitaba entender por Occidente algo que por supuesto no incluía a los aliados imperiales: “No luchamos solo por unas islas. Damos la vida de nuestros mejores hijos por una concepción auténtica de Occidente”.[3] El espíritu tiene la ventaja, por lo menos argumentativa, de ser escurridizo.

5

Almirante Cero[4] es la fórmula que encontró Uriarte para dar cuenta del modo en que el mismo Massera personifica las dos caras, legal y clandestina, del terrorismo de Estado. De ahí el nombre de su original ensayo de historia política, cargado de observaciones agudas sobre el juego de las fuerzas tal y como se actualizan –o “encarnan”- en sujetos concretos, en coyunturas específicas. Leyéndolo, se comprende el papel político que jugó la Marina en la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972: el asesinato ilegal de cuadros de organizaciones revolucionarias constituía a la Armada, escribe Uriarte, en la ultraderecha y última ratio del orden dentro de las propias FFAA. También es importante lo que Uriarte cuenta sobre la participación de Perón y de Massera en la logia Propaganda 2 (la célebre P-2) orientada por Ligio Gelli. Esta organización anticomunista formaba parte de una competencia de militares y capitales católicos contra la influencia de militares y capitales protestantes, sobre todo de los EE.UU.

Uriarte analiza por otro lado la complejidad interna del bloque de fuerzas represivas, incluyendo las contradicciones del aparato represivo, antes del golpe, entre el Ejército y la Marina, y López Rega como orientador de las AAA, en alianza con la inteligencia policial, y luego del golpe, entre las propias fuerzas integrantes de las Juntas. Y recuerda la clave del golpe de 1976, tantas veces substraída por las narraciones moralistas, en clave liberal o nacional, de la historia reciente, como una respuesta ofensiva contra la penetración de la izquierda en las conducciones sindicales.

El libro reproduce inolvidables piezas retóricas del dúo Lezama-Massera: “somos católicos y católicos practicantes” y “obramos”, por tanto, “a partir del Amor”. O bien: “lo absolutamente cierto, es que aquí y en todo el mundo, en estos momentos, luchan los que están a favor y de la muerte y los que estamos a favor de la vida. Y esto es anterior a una política o una ideología. Esto es una actitud metafísica. Estamos combatiendo contra nihilistas, contra delirantes de la destrucción (…) No vamos a combatir hasta la muerte, vamos a combatir hasta la victoria, esté más allá o más acá de la muerte…”.

Página tras página, Uriarte reconstruye en detalle las tácticas cambiantes de Massera, desde los contactos con miembros de la conducción de Montoneros hasta el intento de formar un partido político, de improbable orientación socialdemócrata, para heredar la dictadura por la vía electoral. A ojos de Massera, la aparición de los movimientos de derechos humanos no representaba un peligro mayor, sino la prueba de la derrota del adversario que solo volvía para reclamar la vigencia de la ley, en lugar de insistir en la transformación de las estructuras sociales.

Un capítulo importante del libro está dedicado a los juicios a las Juntas Militares. Es decir: a uno de los actores principales (junto con la cúpula de la iglesia, del empresariado y de dirigentes políticos) en el mayor genocidio desde la formación del Estado Nación. El juicio, escribe Uriarte, mostraba como la “Argentina post-contra-revolucionaria de Alfonsín y Strassera devoraba a los comandantes que habían construido el país pos proceso”. Se condenaba la picana, pero se aceptaba el país por ella remodelado.

Para el alfonsinismo, el juicio era un juicio contra la violencia en general e implicaba en un mismo gesto una condena política de la guerrilla que había empleado “la violencia como un fin en sí mismo”. El juicio mismo es interpretado por Uriarte como un esfuerzo por emplear una noción contradictoria o paradójica como es la de “terrorismo de Estado”. Esas paradojas son muchas y en cierto modo se prolongan hasta el presente. Una de ellas, es que la máquina del terror desorganizó los mandos de las Fuerzas Armadas y actuó mediante una combinación clandestina de componentes policiales, parapoliciales y militares de diversas jerarquías. Esa acción fue además bendecida por las autoridades eclesiásticas y financiadas por empresas que a su vez tuvieron niveles fundamentales de decisión en el rediseño económico del país.

En otras palabras, el Estado terrorista suprimió el juego parlamentario y exacerbó un mecanismo que les es constitutivo más allá del régimen político vigente: la excepción como continuo desdoblamiento entre lo legal y lo ilegal, entre lo público y lo clandestino.

6.

Almirante Cero es El 18 Brumario de Luis Bonaparte del horror. Un análisis de los episodios de una coyuntura precisa, captados en la singularidad del juego de las clases sociales y bajo el peso de las mutaciones del mercado mundial sobre la realidad nacional. En ese sentido, es legítimo situar este libro en la línea de Los cuatro peronismos de Alejandro Horowicz, a quien Uriarte dedica la obra y con quien compartió una breve militancia en la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO) y luego en Convicción, “un refugio privilegiado” ya que “en el afuera rugían los monstruos procesistas cuyos ecos retumbaban adentro, pero ‘amablemente’ transformados en diálogos de educada circunspección con conservadores cultos; mientras tanto, en solapada resistencia, recomponíamos el tejido societario del gremio en compañía de Alberto Guillis, Juan Carlos Capurro y tantos otros”.

En el prólogo a una de las ediciones del Almirante Cero Horowicz repasa el desencuentro de los jefes de la dictadura con el nuevo tiempo político: “El juicio a las Juntas era el precio de la desobediencia tras la exitosa cacería de militantes: el costo personal e institucional de esa victoria. El juicio a los procesistas militares sustituyó, en esas condiciones históricas, el entonces inviable juicio al proceso. Con las clases dominantes no se juega, en todo caso, no se juega sin cargo. En 1980 la tarea represiva estaba finiquitada. Y al quedarse sin ‘para que’ los militares tuvieron que lanzarse, para intentar conservar el control de la situación política, a la Guerra de las Malvinas. Habían ido demasiado lejos, una cosa es el independentismo militar con el oído puesto en el murmullo de las clases dominantes, y otra creer que la seguridad personal de los oficiales procesistas equivale a la seguridad del Estado”.

Con los indultos de Menem, Massera recuperó la libertad. Horowicz -que dirigía en Planeta la colección en la que fue editado Almirante Cero- escribe que “en público nadie aceptaba tener trato con él, pero en privado era otra cosa. Era la época en que el almirante Cero amenazaba con sacar su biografía autorizada, para corregir los ‘errores’ del trabajo de Uriarte. Por cierto, no lo hizo”.

Hay razonamientos de Uriarte que resuenan en contextos diferentes. Sobre todo aquellos en los que hurga en la materialidad necesaria de las pretendidas autonomías. Los límites al autonomismo armado de las Juntas militares vinieron de las armas del mismo Occidente en nombre del cual decían guerrear. La sagacidad de Massera, el político pragmático de mayor astucia entre los militares genocidas, no alcanzó -ni podía alcanzar- para fundar un proyecto político en estado de abstracción de las fuerzas sociales diferente a la clase social a la que sirvió hasta el final. La lección de Massera alumbra el problema de otra autonomía: la de la constitución dual del poder del estado. Diurno y nocturno, institucional y clandestino, orgánico a las clases dominantes y a la vez autonomizante en la gestión de determinados territorios y mercados. Esa autonomía de juego adquiere de tanto en tanto organicidad programática. Y dado que no ha sido nunca del todo pensada ni revisada, otorga una vigencia indirecta a la brillantez de las observaciones de Uriarte.

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[1] Alejandro Tarruella, Guardia de hierro, de Perón a Kirchner. ED. Sudamericana. Hay reedición ampliada de fines de 2016.
[2] María Pía López, “Como una sombra: Hugo Ezequiel Lezama” (Inédito).
[3] Convicción, 5 de mayo de 1982, citado por Marcelo Borrelli, El diario de Massera. Historia y política editorial de Convicción: la prensa del “Proceso”, Koyatun Editorial, Buenos Aires, 2008.
[4] Claudio Uriarte, Almirante Cero, Biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera; Planeta, Buenos Aires, 1992.

Trabajos de singularización: entrevista con Diego Sztulwark


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por Guillermo García Pérez
El Nobel a Dylan transformó lo que parecía ser una vieja discusión sobre la literatura: de su lugar (impreso o electrónico) a su naturaleza (¿se canta?). Lo que podría desdoblarse en una discusión de mayor calado, ¿hay un principio-literario latente en cualquier escritura? Además me gustaría plantear una pregunta que podría pasar por ingenua, pero no sé si ha planteado de forma suficientemente compleja. ¿Qué buscas en una lectura filosófica?
Mi sensación es que a la literatura se llega, pero no como se llega a un campo disciplinario, no como se llega a un espacio institucional, no como se llega a una zona prefigurada por unas reglas determinadas, sino que se llega por la vía de una singularización subjetiva; cualquiera que se singulariza en la escritura, o en la lectura, entra de lleno en lo que llamaríamos un experiencia literaria y en esa medida está en condiciones de tomar la literatura como problema. Por otro lado, no siempre busco lo mismo. Respondo con el mismo nivel de ingenuidad que notas en la pregunta: busco hacer un trabajo de singularización, de articulación entre las cosas que necesito entender, decir, pensar y hacer. Me parece que nos encontramos en un momento de extraordinaria importancia y al mismo tiempo de suma fragilidad en el terreno subjetivo. Esa idea de un momento delicado determina el trabajo de contacto con la filosofía. En otro momento te hubiera dado una respuesta más clásicamente militante: los textos como instrumentos de formación y transformación, de aproximación transformativa a la realidad. Sin abandonar la idea del texto como arma, en este momento la impresión que tengo es que una lectura que no me haga entender algo mas de la existencia, de cómo llevar la vida, es inútil, estéril.
La escritura filosófica, ¿tendría que aspirar a alcanzar cimas de estilo? Creo que fue Le Clézio quien señaló que no hay un buen libro que esté mal escrito. Es significativo por provenir de alguien que también juega entre los bordes entre conceptos e imágenes.

Me parece extraordinaria la idea de que todo buen libro necesariamente está bien escrito. Todo buen libro, si es bueno porque tiene buenas ideas, tiene que inventar sus maneras de decir. Henri Meschonnic transforma el problema del siguiente modo: ¿hasta qué punto la creación de una escritura es realmente un problema de estilo? El artista, dice Meschonnic, es el único que no tiene estilo. Porque el estilo sería algo así como una cierta “forma” que permite referirse a aquello que ya fue creado. Pero el problema del creador sería el opuesto: ¿cómo deshacerse del estilo para crear algo nuevo? Llegar a un “no-estilo”, que era también la preocupación de Deleuze y Guattari en su último libro juntos, sería tal vez la exigencia más alta, la menos artificiosa, la más compatible con la idea de una singularización subjetiva en el pensamiento y la escritura. Creo que se puede retomar el asunto del siguiente modo: un libro no es bueno porque esté bien escrito, sino que está bien escrito porque es bueno. Me parece que la preocupación por la creación en la escritura surge del hecho que escribir y pensar no son dos tareas diferentes, es decir, no es que uno por un lado piensa y luego traspasa mecánicamente lo ya pensado al lenguaje como un mero instrumento de comunicación. Volvería a la idea de que pensar es singularizar y que escribir es descubrirse como pensador. En ese sentido lo que decíamos del no-estilo, de la invención de la escritura –como hacen Deleuze y Guattari– es parte de una creación de formas de valorar, como decía Nietzsche. Habría una diferencia entre escrituras que pugnan por atribuirse los valores dominantes y aquellas que elaboran nuevos valores.
Pienso en Canetti, en el propio Deleuze, en León Rozitchner. También, por poner el ejemplo de un autor vivo, en Jean-Luc Nancy. ¿A quién considerarías en un abanico de filósofos-autores?

Puesto así, yo respondería León Rozitchner. Me parece necesario hablar de él. En primer lugar, porque me parece que entre los argentinos hay una cuenta pendiente con su obra, que me resulta imprescindible; no creo que hayamos tomado consciencia todavía de su inmenso valor. Amigo suyo, Ricardo Piglia advertía que para Rozitchner la escritura y la lectura formaban parte de un mismo trabajo: como psicoanalista –inmerso en los problemas freudianos– creía que leer era enfrentar obstáculos y elucidar síntomas. No hay inocencia en la lectura. Se lee para descubrir los puntos en los que las coherencias fallan. Leer es buscar la trampa, el punto en que las subjetividades escamotean su propia verdad. Y al mismo tiempo se escribe porque no se puede hacer el ejercicio radical de la lectura sin poner en juego la propia coherencia, aquello que le pasa a uno cuando lee y cuando vive. La máquina Rozitchner es al mismo tiempo de lectura y de escritura. Se la reconoce por el trabajo de lectura minuciosa, palabra por palabra, por su enorme penetración en el texto, acompañado por la queja de lo difícil que es leer realmente a un autor, el tiempo que lleva; la imposibilidad, por tanto, de leerlo todo y la desconfianza, por ende, con el citador erudito, que parece haber hecho sus lecturas con demasiada rapidez. Digámoslo así: en León Rozitchner la lectura es un trabajo. Y la escritura, en la medida en que está tomada por ese trabajo, se distrae completamente de las modas, del llamado “debate contemporáneo”. Por eso Rozitchner discute con la misma dedicación con Freud, Perón o San Agustín. Es un modo de trabajo en el que el pensamiento es tomado por un desafío que la lectura, vivida como confrontación, le impone.
¿Podríamos revisitar bajo esta lente a autores que parecen excesivamente sistemáticos? ¿No es ésa, por ejemplo, la aproximación por la que Spinoza ha vuelto, por las lecturas renovadoras de su sistema?

A mí Spinoza es quien más me conmueve. Deleuze escribió que Spinoza es un gran escritor en la medida en que todo gran filósofo –es decir, todo gran creador de conceptos– lo es. Admiraba sobre todo laÉtica, los escolios y el capítulo quinto, sobre la libertad, en el que veía una «velocidad infinita». Y es cierto que es posible leer hoy la Ética y encontrar allí momentos que son extraordinarios. Es el libro que más leo. Dudo de si nuestro lenguaje tiene la capacidad de denunciar de manera tan directa ideas tan radicales. Como aquella que llama a destituir todos los finalismos. Igualmente importante me parece la última oración de la Ética, que señala que si bien podemos alcanzar la felicidad, hay que trabajar mucho para eso ya que «todo lo excelso es tan difícil como raro». A casi cuatro siglos de su escritura, una lectura detenida de la Éticasigue siendo extraordinariamente impactante. Aunque también hay que decir –como lo hacía el propio Rozitchner– que la escritura de Spinoza tiene aspectos demasiado técnicos. Spinoza emplea por momentos el lenguaje de su medio, cartesiano y escolástico: «esencias formales, esencias objetivas». Ese lenguaje oscurece un poco el trabajo de lectura de los afectos en Spinoza. Creo que el que mejor plantea el problema del lenguaje de Spinoza es Meschonnic. Como lingüista y poeta Meschonnic tiene recursos para detectar las zonas inexploradas respecto de un problema tan importante como es el del lenguaje de Spinoza. En su libro afirma que en el lenguaje –en este caso el latín, pero el latín singularizado por Spinoza–encontramos «marcadores afectivos» del pensamiento de Spinoza. Por un lado Meschonnic muestra la diferencia entre el latín de Spinoza, el de Bacon y el de Descartes, mientras que por otro denuncia que los filósofos actúan como profesores “de instituto” cuando explican a Spinoza. Sacrifican sus afectos tal y como aparecen en su lenguaje. A Spinoza se lo enseña, se lo explica como si su filosofía pudiera ser comprendida a partir de una arquitectura lógica (substancia, atributos, modos, etc.). Sistematicidad lógica y pedagogía explicativa son las formas de no leer a Spinoza. Meschonnic indica que no entiende la lógica de Spinoza sin acceder a estos marcadores afectivos en el lenguaje, inflexiones en los que su discurso se carga de potencia en ciertos énfasis, de ciertos combates que se van jugando en su escritura. De esto surge una conclusión fascinante: que Spinoza es un escritor contra lo teológico-político de su época. Deleuze decía al respecto que un escritor que es maldito en su época lo es en todas las épocas y yo estoy completamente de acuerdo al menos en lo que respecta a Spinoza. Me parece maravilloso y absolutamente actual mostrar que un cuerpo pensante que es capaz de cargar el lenguaje con afectos para crear modos de vida, para producir historicidad, para transformar el lenguaje y transformar la vida, está entrando en una guerra en la que está en juego lo divino mismo. Porque lo divino es la fuente de la vida, y esta fuente está en el corazón de una guerra en este tiempo tanto como en el de Spinoza. Si lo divino es capacidad de dar vida llamamos teológico-político a la sacralización de lo que da vida. Es lo que Spinoza denunció como el sistema de la trascendencia. ¿Cuesta mucho reconocer el mismo gesto en Marx cuando escribe que el modelo de la crítica de la religión es el modelo de toda crítica, para dedicarse luego a hacer precisamente una “crítica” de la economía política? ¿No es el feminismo radical una comprensión acertada de este sistema en términos patriarcales? Meschonnic, como Rozitchner, es un pensador de la guerra. Para él de un lado está el sistema de la trascendencia, lo teológico político. Del otro el sistema de la historicidad. Lo que en Spinoza es una inmanencia absoluta. Spinoza escribe Deux sive natura, cuando concibe a Dios como Naturaleza hace pasar el pensamiento de un lado al otro. Desacraliza la fuente de la vida. La historiza. La vuelve a presentar como una potencia de los cuerpos, como una creación al nivel de los modos de vida. Spinoza me parece un escritor inmenso en la media en que logra resituar lo divino en asunto mundano como un acto del pensamiento y la escritura, es decir, en el plano en que la producción de los modos finitos se hace cargo de crear existencia. Y un gran escritor quizá sea el que se hace cargo –difícil decir esto y no pensar en Walter Benjamin– de los combates que atraviesan su tiempo, tomando la iniciativa en el campo del lenguaje.
¿Qué hacemos en este escenario con los textos políticos? ¿Puede ofrecer la coyuntura puntos de fertilidad creativa? ¿Qué nuevos valores deben ponerse a circular a partir de ella?

Las coyunturas son fundamentales, para bien o para mal. No me siento capaz de pensar algo si no es bajo la presión de una coyuntura, incluso cuando lo que uno quiere es salirse de ella. Me parece que la importancia es doble: se piensa bajo presión de la coyuntura, en la medida en que ella nos enfrenta a determinados problemas y también para salirse, para rajar de ella. Pienso de nuevo en Spinoza que interrumpe la redacción de la Ética para escribir un texto de coyuntura como el Tratado teológico-político. Con respecto a los valores a circular, me parece que estamos desafiados a proponer una crítica izquierdista del neoliberalismo. No podemos abandonar esta tarea en manos de los racistas convencidos, de lo teológico-político. Me parece que nos toca asumir el problema de los tipos de desposesiones materiales y subjetivas de nuestro tiempo (cada tiempo tendrá las suyas). Está la desposesión objetiva, la tierra, el tiempo de vida, el cuerpo. Pero esta desposesión es coextensiva, co-constitutiva de una desposesión subjetiva. Un tipo de expropiación de nuestras capacidades colectivas para elaborar y sostener criterios, para saber qué encuentros queremos, qué intercambios, qué economías, qué reglas, qué modos de vida. Se trata de una desposesión de la capacidad de decidir. También en Tinta Limón trabajamos mucho en esto. Allí está el libro absolutamente fundamental de Verónica Gago, La razón neoliberal; los trabajos de nuestra amiga Raquel Gutiérrez Aguilar, los trabajos de la genial Silvia Rivera Cusicansqui y sobre todo la intervención de la antropóloga argentina Rita Segato. Rita ha propuesto la hipótesis teórica mas importante para comprender el papel fundamental de los feminicidios como parte central de una pedagogía de la crueldad que crea mando tiránico en las prisiones, en los barrios bajos, en la producción, en familia sexual. Es una muestra contemporánea de la fuerza del pensamiento contra todos los cliché, sobre todo los de los llamados “progresistas”. Todos estos trabajos, no por casualidad de mujeres escritoras y activistas –imposible no recordar que en Tinta Limón hemos publicado hace años Calibán y la bruja de Silvia Federici– apuntan a problematizar la articulación entre estas desposesiones y a indagar en una nueva cartografía de resistencias. Otro ejemplo de esto, también en Tinta Limón, podemos verlo en microsociología –tardiana– de los barrios plebeyos de Buenos Aires que realiza el Colectivo Juguetes Perdidos, en especial en su libro Quién lleva la gorra. Rescato al escritor que pregunta por aquello que Santiago López Petit llama «interioridad común», es decir, para encontrar o activar esos puntos de encuentro capaces de poner un límite a estas desposesiones. No es posible pensar sin pensar contra algo. Y ese algo, me parece, lo ofrece la coyuntura. Es lo que dice Rozitchner: «si el pueblo no lucha la filosofía no piensa», porque el sujeto que se descubre como capaz de elaborar verdades históricas es el que piensa y resiste. Y eso, me parece, es algo que se constata cuando chocamos con nuestros límites. Si ese choque no llega pierde un poco el sentido de lo que intentamos hacer cuando leemos y escribimos.
¿Qué piensas del acercamiento de un pensador como Toni Negri, al que a veces se acusa de simplificar esta máquina de lectura-escritura?

Me parece que no se le puede pedir a todos lo mismo. Para mí Negri es un maestro, y no sólo por La anomalía salvaje, un libro extraordinario. Creo que primero hay que situarlo en el campo del pensamiento político contemporáneo; si no hacemos esa ubicación no vamos a entender que Negri es un pensador muy comprometido con la coyuntura (hay que pensar que su libro está escrito en la cárcel). Es difícil asimilar sus tesis en abstracto. En un texto como Estrategia del conatus, Laurent Bove propone que el intento de Negri es invertir a Heidegger, es decir, proponer que entre nosotros y la muerte no media un proyecto vacío, que no hay una suerte de libertad indeterminada, sino que hay un lleno de afectos, un lleno de resistencias, de cuerpos. Y que hay que resituar esto que el capital nos expropia todo el tiempo. En un momento en que el neoliberalismo reunifica lo que se entiende por cultura, y donde lo único que parece responder a la cultura liberal es la cultura católica-conservadora del Papa Francisco (sobre el que también habría que hablar), el intento de Negri es colocar la ontología a favor de la revolución; para eso construye un dispositivo que destroza la ontología del capital. Cuando nosotros pensamos en la centralidad de los cuerpos, de los afectos, más que ir a un cognicismo o a un corporalismo sencillo, estamos disputando con lo teológico-político cuáles son las premisas de un pensamiento complejo, sofisticado, articulado, contingente, a crear. Desde ahí consideraría a Negri como un pensador sofisticado.
Este año publicaste el libro Buda y Descartes. La tentación racional, junto a Ariel Sicorsky. ¿Cómo lees a Descartes? Sus Meditaciones metafísicas pueden abordarse no sólo desde su importancia histórica (se han celebrado y refutado lo suficiente), sino desde su belleza.

Hubo un momento en el que yo me cansé del hábito actual de refutar a Descartes. Lo primero que intentamos hacer es no hacer una caricatura de Descartes; es demasiado fácil construir la caricatura del racionalista para después destruirlo. Todos los autores de los que estamos hablando se vieron obligados a escribir sobre Descartes: el primer libro de Spinoza fue sobre él, el propio Negri tiene un libro bellísimo llamado Descartes político, Rozitchner tiene unos textos extraordinarios sobre Las pasiones del alma. Son textos muy críticos, para nada caricaturales, es decir, tenemos una buena cantidad de interlocutores de Descartes que son serios y que saben que hizo algo importante. Lo que intentamos hacer nosotros en primer lugar es jugar a que Descartes tuvo que meditar, tuvo que entrar en un juego de introspección seria, antes de descubrir su punto de Arquímedes: el «pienso luego existo». Nos preguntamos por qué la filosofía había sido primero básicamente cartesiana y, después, cuando se vuelve posmoderna, tan fácilmente crítica de su pensamiento, sin haber reparado en el gesto introspectivo, meditativo. Descartes representa un momento extraño, porque concentra el problema de la razón habiendo experimentado antes qué pasa cuando soñamos, en qué podemos creer y en qué no, qué se percibe y qué es evidente. Es un gesto muy extremo: quitarse de encima todas las garantías a las que podía haber acudido para no radicalizar tanto la duda. Además es un escritor fabuloso, deconstruye y pone en duda cada vez más, hasta que en un momento dice: estoy desesperado, puse todo en duda y ya no tengo dónde volver, me voy a dormir y espero que mañana cuando me despierte pueda seguir este trabajo. Empezamos a ver que el racionalista tenía un fondo cristiano fuertísimo, una relación con los sueños fuertísima, que había estado en contacto con la mística de su época. Hay otras cosas muy notorias de su vida, como que le enseñó matemáticas a su zapatero o que tuvo su hija con la asistente de su casa, que murió muy joven, es decir, empezó a aparecer un personaje real, mucho más interesante que lo que después se construye como caricatura. Y la oposición con Buda permitió preguntarnos si el suelo mitológico del budismo de la India, a diferencia del cristiano sobre el que pensó Descartes, más la capacidad de Buda de ir a fondo, sin imágenes que encontrar ni sujetos que construir, no implicaría, de un lado, recuperar la potencia como tal de la meditación, de la introspección y de la lectura. Y del otro lado también encontrar el punto de terror de Descartes, ante la posibilidad de que todo se diluya. Nuestra idea era preguntarnos, con Sloterdijk, qué significa superar el cartesianismo y qué significa comprender que culturas no cristianas o no racionalistas, de Oriente, puedan ofrecernos imágenes alternativas.
Un libro como Hijos de la noche de Santiago López Petit podría darnos nuevos nortes. Es un texto hermético que, sin embargo, ofrece imágenes de potencia incomparable. ¿Cómo te vinculas a lecturas como ésta?

A Santiago lo conozco, lo admiro y lo leo desde hace muchos años. Me parece que es su mejor libro, casi diría que sus libros anteriores son preparaciones de éste. Me parece que hace un par de gestos que me resultan fundamentales: en algún momento él habla de «Artaud con Marx», es decir, ya no encontraremos al proletario en una figura productiva, hay que buscarlo en las situaciones en las que nosotros no cabemos, porque en su tesis el capital se ha vuelto mundo y se nos presenta como la realidad. No hay escapatoria, estamos ante una realidad que no podemos transformar, de la que no nos podemos distanciar, en la que todo el tiempo estamos cayendo y recayendo, no hay un principio de potencia en el cual se pueda hacer una distancia o construir una alternativa. Santiago liga eso con su propia experiencia, con su enfermedad, de una enfermedad que no tiene la gravedad, por lo menos hasta el momento, de ser una enfermedad fatal, pero que es una enfermedad que lo distancia del mundo, de sus afectos, de sus posibilidades, que lo extraña; llega entonces a la conclusión de que la enfermedad es el único elemento de politización y de resistencia que la realidad tiene en él. Y se pregunta cómo hacer para evitar el solipsismo, para evitar la soledad, para politizar el malestar. Mi impresión es que ahí encuentra un punto de autenticidad que le permite recusar la mentira literaria, la mentira filosófica y la mentira militante, es decir, todo aquello que no es capaz de hablar desde lo que no cabe, desde aquello que no nos acomoda, desde aquello que no nos sirve para hacer carrera, para producir renta o para constituirnos como marca ante los demás. Y recupera un rechazo fundamental cuando pide más rabia y más estrategia para hacerse cargo de lo que no funciona.
En Tinta Limón han publicado libros que podríamos llamar de archivo: un volumen tan singular como La noche de los proletarios de Rancière, pero también los textos de Silvia Rivera Cusicanqui. ¿No son estos también ejemplos de escritores-lectores que encuentran potencia literaria donde no se supone que existe?

Sí, es otro interés importante para nosotros: una literatura que documenta, pero no que documenta porque reduce el lenguaje una operación simple, de mero registro o panfletaria, empobrecida, sino porque justamente hace lo que proponía Rodolfo Walsh: pone todos los recursos filosóficos, narrativos, sensibles, al servicio del archivo. Acabamos de publicar un libro sobre la masacre de Ayotzinapa, Una historia oral de la infamia, de John Gibler, un libro entero sin palabras suyas, en donde sólo articula los testimonios de los muchachos que estuvieron en esa trágica noche. Es una línea muy importante para nosotros, tiene que ver con tomarse en serio los movimientos de la sociedad, las dinámicas de resistencia. Esos documentos, envueltos en una exigencia sofisticadísima de escritura, son una tarea de la organización política actual.
¿Podrían funcionar aquí métodos como el de Bachelard, que acude a textos de grandes autores pero también a autores menores, siempre y cuando le ofrezcan imágenes fértiles? ¿Podemos leer filosofía, y encontrar potencia literaria en ella, si alimenta nuestro imaginario?

Eso es justamente lo que se puede pedir a un texto, que nos ofrezca conexiones para seguir pensando, imágenes para poder entrar en zonas en las que no sabíamos cómo entrar. Rita Segato, en una entrevista reciente, hacía una distinción entre la destreza intelectual y la imaginación teórica. Explica que la destreza intelectual es algo que tienen los intelectuales colonizados: aprenden a hablar de autores, a relacionarlos, a traducirlos, a hacer constelaciones formales, pero la imaginación teórica es la capacidad de crear categorías, de crear imágenes, lenguajes, para dar cuenta de las experiencias que estamos viviendo. Al limitarnos a relacionar autores, estamos delegando a esos autores la imaginación teórica. Todo autor que nos habilita a convertirnos en imaginadores, a ser nosotros los escritores, los que nos animamos a darle forma a nuestra experiencia, permite que lo político, lo ético y el lenguaje se unan en la construcción de modos de vida.
* Una versión más breve de esta entrevista apareció en la edición 117 de La Tempestad

A 15 años de 2001 // Entrevista a Diego Sztulwark

Un pliegue a considerar // Diego Sztulwark


(Notas sobre Yo ya no, Horacio González: el don de la amistad
de María Pía López)


1.
¿Cómo piensaGonzález? ¿Cómo apropiarse de un pensamiento a la vez proliferante y elusivo a toda síntesis o estructura fija? La pregunta estaba ya en el aire. María Pía López la lanza y comienza a responderla arrimando los primeros conceptos de una teorización en el plano del método. Hay un “método González”. Un antimétodo. Un modo libertario y generoso de dar clase y de escribir. De conducir instituciones y de ofrecer la palabra pública. González ha dejado de ser un personaje de reducto: dirigió la Biblioteca Nacional, fundó el grupo de intelectuales kirchneristas Carta Abierta y comenzó a aparecer en los grandes medios de comunicación. Este libro-hojaldre, bellísimo, ejercita ideas sobre González desde un ángulo particular: una amistad de dos décadas, una larga conversación que ha atravesado diferentes períodos. González para pensar una época. Y una vida: la de la propia autora.
El pretendido “método González” fue captado por María Pía entre salas de terapia intensiva de dos hospitales: Trenquelauquen y Buenos Aires. La escritura como practica existencial le permitió reunir fuerzas en los peores momentos. Socióloga, ensayista, docente, directora del Museo de la lengua y luego novelista, compartió con González primero la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y la revista El Ojo Mocho, y después la gestión de la Biblioteca Nacional y la militancia en Carta Abierta. Además de cada uno de los libros escritos desde mediados de los 90.
Pia capta la cuestión del barroco de González, lugar común y objeto de una crítica perezosa entre lectores dóciles al ideal de la transparencia comunicativa: “¿Por qué tanta vuelta?”. Sus habituales detractores –sobre todo en la universidad- perciben en él un estilo encubridor y carente de rigor: populismo, ensayo y literatura como lo opuesto a la investigación científica formalizada. Algunas izquierdas pueden ser mas positivistas que las derechas. 
No. Ni confusión mental ni voltereta retórica, el barroco gonzaliano -dice Pia- es precioso movimiento de un pensamiento. Alcanza con prestarle debida atención –es decir, hacerle las preguntas adecuadas- para que su riqueza -fluyente- aparezca y fascine. ¿Por qué  González habla -y escribe- como habla? ¿Por qué todo el tiempo está desplazando lo que acaba de afirmar? Lo primero: González se edita mientras piensa, porque su lenguaje es ya un pensamiento practico sobre el lenguaje. Lo segundo: en cada desplazamiento se abre un cauce inesperado para el pensamiento. Es una cuestión de intensidades. El movimiento de las ideas es un vaivén que busca dónde y cómo producir un desvío, abrir un camino. Nuevos cursos, nuevas conexiones. Pía llama “pliegue” a esta operación del pensamiento. El pliegue es un tipo de doblez que crea una diferencia sin desestimar la materia inicial, el punto de partida, el tronco del cual deriva. La diferencia se crea por pliegues más que por rupturas. Se puede oír ecos José Carlos Mariátegui: la creación como acto que sea apropia de -y reaviva- un modo nuevo de la tradición. Y de Gilles Deleuze: “pliegue” y “barroco” son imágenes que captan el movimiento “aberrante” –como escribe David Lapujade- de la diferencia diferenciante. Establecen un lógica de la inmanencia. 
El “método González” no es estrictamente sociológico. Es mas bien detonante. Provoca el estallido de todo compartimento estanco, pone a todas las facultades en estado de asamblea constituyente de los conocimientos. Para encontrar su núcleo “racional” (aquello que trabaja mas allá de las formas, eso que los hegelianos de “izquierda” procuraban rescatar del conservador sistema filosófico de su maestro) hay que dirigirse al mundo de la lengua, que es –ostensiblemente- lo que le interesa a la autora. No para validar o presentar un nuevo saber sobre el ser que habla, sino para mostrar que se juega en el lenguaje el modo mismo en que tratamos cualquier realidad. No es que González no sea sociólogo, sino que lo es a partir de una reflexión epistemológica que hunde sus raíces en la investigación literaria. Ese universo que, como recuerda Piglia es “una sociedad sin estado” que intenta cuestionar los modos dominantes de pensar. 
González vive en un mundo propio, tomado involuntariamente por una meditación moral sobre el tratamientoque merecen las cosas (cada cosa, cada vida). Evaluación sin juicio sentencioso. Una vía González de hacerse “molecular”. De captar cada existencia como el curso de una singularidad. Sin convertirse en una versión de Deleuze y Guattari. que desconfiaban del lenguaje y lo usaban para descubrir maquinismos de otro orden. Esas máquinas en González están ya tomadas por una lógica capitalista, aniquilando la diferencia y la literatura, esterilizando la historia, obturando el juego del pliegue. En González, según se entrevé en el libro de María Pía, el lenguaje es la guerra. Porque es en él que abrimos –o no- una experiencia multiforme del tiempo. El “método-González” es reconsiderativo, deconstructivo, piadoso. Y antidespreciativo.
La diferencia, en González, no es invención pura, creacionismo virtuoso, ni novedad que divide la historia en dos. El ser se singulariza por vías más trabajosas, menos nítida. Procede por ahuecamiento de viejas palabras y elusión de nombres demasiado establecidos. González, explica López, se interna en el mito (Perón, peronismo; Kirchner; Nación, Argentina; cristianismo) para intentar trastocarlo desde dentro. La razón no es lo otro del mito (González no es Beatriz Sarlo), sino su operador interno. El mito es fuente tanto como forma, anima tanto como fija y detiene. Y no hay como imaginar una transición material humana a otra cosa sin revisar estas formas espirituales colectivas.
Esta presencia central y este modo de asumir la relación con el mito determina la obra (los libros) y la militancia de González (su origen en el trotskismo, su posterior nacionalización en grupos universitarios, su paso por Montoneros, su participación en la JP Lealtad, su kirchnerismo). Un estar dentro y contra; interno y disconforme. Miembro díscolo, cuestionador del lugar de su propia adscripción,  favorable a la creación de nuevos matices y a la comprensión de otros puntos de vista (su borgismo), siempre en estado de corrimiento sutil.
Sin decirlo, Pía reencuentra en este método del plegado-González su propia investigación sobre el vitalismo bergsoniano (su tesis doctoral). Y aún mas lejanas -y constituyentes- sus lecturas de Merleau Ponty, su filósofo preferido. La dimensión militante de González -elogia Pía-, su “tenacidad”, aparece sobre todo cuando ya retirado de la Biblioteca Nacional -salud severamente disminuida y en estado de ofensa moral ante las políticas macristas- lee las páginas de Lo visible y lo invisible, lo último de Merleau, para pensar –con la figura del “quiasmo”, de nuevo el pliegue- las formas de conversión del peronismo, su macrización. El quiasmo es un modo esencial del pliegue y de lo “abigarrado” que permite pensar las zonas en las que dimensiones diferentes se entrecruzan. Con esa noción Merleau Ponty captaba el elemento de la carne como un sistema de plegados que daban origen a la percepción y al pensamiento, y permitían refutar a Descartes, que pensaba el cuerpo como representación.  
Lo que Pia llama “método” es un puñado de rasgos “gonzalianos” (modos de pensar, modos de existir), nacidos al fragor de la tarea inmensa que supone afrontar la presencia problemática del mito (pensado a partir de Barthes, Levi-Strauss, Sorel o Cooke) a partir de la constitución de una dialéctica abierta –la influencia de Merleau Ponty es enorme. 
2.
En cada capítulo del trayecto de González (el militante, el exiliado, el profesor, el funcionario, el convaleciente, el escritor de novelas) Pía registra un incesante trasiego(llevar y traer, revolver). Dando clases, editando revistas, animando asambleas, formando comunidades, González se convierte –en virtud de ese trascegar-, para Pia, en un individuo especial –“la mente más poderosa entre sus contemporáneos”. A su través, la época misma se vuelve -para ella- legible. De ahí la importancia –no meramente anecdótica, pero muy bien narrada con anécdotas- de esos veinte años de conversación.
No es necesario que el lector empatice con los acontecimientos histórico-políticos que envolvieron –o arrastraron, o enamoraron- a González y a López. Escribir sobre González es ante todo una forma de agradecimiento. Y el libro se ocupa de hacer notar estas circunstancias. En pleno kirchnerismo, la conversación política entre Pía y González tiene rasgos de entusiasmo vital tanto como de padecimiento intelectual (en el balance prima lo primero). Las décadas en cuestión quedan subdivididas en dos períodos. El primero sería el de los años noventa: década larga, o incluso larguísima; años en los que González, alejado del peronismo menemizado, se consagra como creador de tribus. Inicia una conversación intensa con los miembros de la revista Contorno–David Viñas, León Rozitchner, Carlos Correa-, resiste la profesionalización académica, apuesta fuertemente por una escritura y una enseñanza libertaria, horizontal, plagada de ejercicios lúdicos y de imaginación. Son los años de la secuencia Frente Grande-Frepaso-Alianza, que  González vive más vinculado con Pino Solanas-Alcira Argumedo que con su compañero de la revista Unidos, Chacho Álvarez. Ese vínculo se romperá luego, con el kirchnerismo.
El otro período se inicia con la llegada de Néstor Kirchner al gobierno.  Son los años de la Biblioteca Nacional, de Carta Abierta y del Museo de la Lengua. El de González como “funcionario-libertario”, con dotes inesperados para la conducción política e institucional (evidenciando, quizás, que la UBA desperdició la oportunidad de tener un gran rector), como fundador del colectivo político Carta Abierta, oasis en el desierto para un oficialismo más bien pobre en textos y que sufría una derrota frente a los dueños de la tierra. Su grandeza –la de González- en estos años fue -nuevamente- su disconformidad, su modo de no despreciar.
Fue leal con un gobierno del que participó con conciencia de sus evidentes limitaciones –la falta de transformaciones de peso en la estructura productiva, de democratización de estructuras sindicales, de revisiones creativas en el plano del desarrollo, de la ciencia y la universidad-, justificado por la coyuntura pero sobre todo porque confió –seguramente- en su capacidad –propia y colectiva- para poner en marcha una autonomía intelectual y moral. No es una cuestión menor. Y quizás sea ese el tema que realmente interesa a González desde sus escritos de inicios de los años setenta -en los que introducía a Gramsci para pensar los difíciles dilemas de la izquierda peronista. Las formas mas apropiadas de combinar en cada momento autonomía y coyuntura. Lo que se corrobora con la constante mención –mención de peso, no la utilitaria- de David Viñas y de León Rozitchner, siempre críticos y enfrentados al Estado. Coyuntura y crítica en una tensión continua en la que ninguna logra acallar a la otra. En una entrevista reciente Cristina recordó una discusión en la televisión con Viñas. Viñas, desconfiando del político que no incluye en su elaboración el trabajo de la crítica. Cristina recordándole a Viñas que ella era una política y su tarea era construir esperanza. En González esta tensión subsiste sin estabilizarse del todo (lo que lo vuelve un interlocutor insuperable, un conversador igualmente sugerente para los mas críticos y para los militantes mas coyunturalistas). Es el método del no desprecio.
María Pía recuerda un artículo polémico en el cual Ricardo Foster, miembro del mismo colectivo -Carta Abierta- defendía la decisión política de la presidenta, que había designado al general Milani como Jefe de las Fuerzas Armadas, militar acusado de participar de casos de terrorismo de Estado.  Y lo hacía argumentando contra las posiciones de los Horacios (González, a quien trataba como intelectual no político; y Verbitsky, a quien refería como miembro de una ONG) que habían pedido en público su renuncia. La pregunta de la autora –que no se muestra segura de la respuesta- es sobre lo que hace que personas igualmente comprometidas con un proyecto asuman en determinadas circunstancias posiciones tan divergentes. Es su modo de decir, tomando partido, que no se le escapa la importancia de los modos mismos en que se participa de un fenómeno histórico. 
Nietzsche no sólo declaró que Dios había muerto, sino que se interesó por qué tipo de muerte habría tenido. En el fondo la cuestión era: ¿qué quiere decir la muerte de Dios? ¿cómo ha muerto y qué ha pasado con su lugar, sus restos, sus pertenencias? González parece, por momentos, preguntar del mismo modo. ¿Cuándo y cómo será la aplazada muerte del peronismo, y cómo llevar lo mejor de su historia hacia zonas mas libertarias de la política? Nietzsche con Cooke (conexión posible para el modo de conectar nombres de González). El kirchnerismo como “diferencia” –es un poco lo que dicen las Cartas Abiertas- es la puesta en practica de su método del plegado. Se es kirchnerista –parece sucederle a González, tal vez a la autora- con alegría y a la vez con fastidio (¡González no canta la marchita! Y sufre con la mención de “papa peronista”). Como quien está dispuesto a acompañar una muerte que no lo deja indiferente y permanece a la espera de una transfiguración. No se asume esa posición sin hacer una crítica a la izquierda que emplea de modo puro ese nombre por su indiferencia a este proceso para él fundamental. A esta transfiguración, que en Cooke era forzada por la experiencia obrera y en González es un deseo de desborde de los elementos libertarios del mundo popular por sobre los oportunistas, la llama “frentismo político social”, y la imagina como un dialogo -y un tránsito- con –y hacia- la izquierda, pero una izquierda que tampoco preexiste al proceso.
En el corazón del asunto late la experiencia de la izquierda peronista, nombrada una sola vez en el libro, aunque pensada en cada página. En torno a ella juegan los nombres del pasado y sus elusiones, la operación de desplazamiento interna al mito y el secreto de esa dialéctica abierta que se asoció al kirchnerismo y ahora en la actualidad se ofusca, luctuosa. Sin aquel dramatismo, y ya en un contexto demasiado diferente, la izquierda en la que piensa el libro -la que se conmovió y lloró con el kirchnerismo-  sigue empeñada en despejar el intríngulis del todo y la parte, en el que se acepta parte de lo que se rechaza, porque al mismo tiempo se rechaza lo que parcialmente se acepta. La parte acepta la totalidad del movimiento que la subordina y al que rechaza en lo que tiene de conformismo actual, porque se siente reivindicada, se le reconoce un lugar y se le propone un proceso aún abierto.  ¿Sigue siendo el peronismo el espacio de esa dialéctica? ¿Cómo pensar la política cuando la respuesta es, como recordaba recientemente Eduardo Grüner, “no positiva”?
El libro dice algo al respecto: hubo -durante el kirchnerismo- una disputa por el corazón de “las masas”. Las izquierdas que tuvieron sus razones para no entrar en esa disputa de la mano del kirchnerismo son percibidas como incapaces de operar dentro del mito, para desbordarlo, por razones de tipo racionalistas: sólo tiene la razón –desde el punto de vista del libro- de modo abstracto, nunca de modo efectivo. Se estaría señalando un déficit de historicidad. No habrían razones políticas mas allá de las que las coyunturas provee. Por lo que su modo de tener razón –su insistencia en discutir el capitalismo como tal- se despegaría de la exigencia izquierdista fundamental: que lo real sólo se transforma como praxis, y no meramente a partir de postulados o ideas-esencias, substraídas al mundo de la contradicción. La discusión permanece abierta. Entre otras cosas, porque una crítica de izquierda del tipo de la que practicaba León Rozitchner (no menos partidario de una dialéctica abierta de lo concreto, ni menos lector de Merleau Ponty) era capaz de formular –siguiendo la huella de la Revolución Cubana-su crítica a una izquierda abstracta y a la vez a una peronista sin caer en las abstracciones señaladas. ¿Discutir qué? El problema de la elusión del doble escenario simultáneo en que se juega la transformación. Uno objetivo –en donde el cambio material es esencial e inaplazable, para que la política no se vuelva una trampa,  y otro subjetivo –la materialidad de lo que llamaríamos hoy el poder de las micropolíticas neoliberales.
3.
Siempre podemos intentar hablar desde ese tipo extraño de autoridad que otorga todo fracaso (Piglia). Los movimientos que se activaron en 2001 no registraron cabalmente a una parte nada desdeñable de la sociedad que deseaba el orden, y no atinaron a pensar formas de síntesis políticas para evitar el bloqueo del nuevo protagonismo social que crecía desde los barrios. Ese deseo formaba parte de la coyuntura de la crisis, y fue el soporte de lo que vino después. Con Duhalde y después de él. La parte de la izquierda que participó del kirchnerismo en el poder desestimó el mismo problema, el de la pulsión conservadora al orden. Pero a diferencia de los movimientos del 2001, el kirchnerismo se apoyó parcialmente   en esa pulsión. A veces sin advertirlo. Enfrentando en el plano político a los discursos conservadores convivía en el plano practico con un fortalecimiento de mecanismos económicos y sociales que favorecían esa deriva. Este apoyo cínico, ciego o suicida (según los casos), explica lo que hay de transición (involuntaria), y no solo de ostensible diferencia, entre kirchnerismo y época actual. Si es cierto como dice el libro, que HG es un tenaz militante, quizás convenga ligar esa tenacidad a la persistencia de su método, que la autora piensa desde los años 90 y que seguramente produzca efectos mas allá de la pena y el luto de la experiencia política inmendiata.
El libro de Pía practica la crítica apropiativa y todo el que disfrute de su lectura  se verá también celebrando esa modalidad de la crítica, por lo que lo que se festeja en la lectura del libro es el modo en que se propicia la circulación del don de la amistad, que permite pensar aquello que concierne a las búsquedas del lector. Una contraefectuación del Don.
No hay como pasarse por alto la escritura de este libro. Hermosamente escrito. Entre novela (el yo literario) y el ensayo (la elucidación directa del presente fundada en la investigación), en ese entre-géneros en los que se mueve, María Pía ha logrado quizás su mejor libro. No una síntesis híbrida sino una envidiable libertad. La libertad en el cruce. Un nuevo pliegue a considerar.
Hacia el final, Pía se mete con la cuestión del cuerpo y la lengua. No hay que perder de vista la connotación biográfica que la autora otorga a este libro. Es un final veloz, en el que se menciona una lectura del libro de Henri Meschonnic sobre Spinoza. En Meschonnic, le parece a Pía, no habría pliegue, porque el lenguaje –invención- se independiza de la lengua –historicidad-. Mejor la lengua, dice ella, que le teme al riesgo del invencionismo. No se trata de un rechazo de la invención, se entiende, sino de la falsedad de una invención que no se mida con la historia. Es su modo de retomar el método: cuidar los devenires pero cuidar también napas y continuidades. El “sujeto del poema” (Meschonnic) podría ser concebido como mero activismo; demasiado fácil. ¿Cómo leería este comentario el autor de Para salir de la postmodernidad? Meschonnic se esforzó en distinguir historicidad (aquello que se opone siempre a lo sagrado trascendente, que crea modo de vida) del mero situar del historicismo (capaz de fechar el origen, pero no de dar cuenta del movimiento intempestivo de su fuga). ¿Y qué se dice, incluso políticamente, cuando se liga el cuerpo a la lengua y no al lenguaje? El libro comienza con un prólogo de Tatián (sobre el poder de los signos tal y como son recobrados en los pliegues de esa forma del amor que es la amistad, que para Spinoza siempre es búsqueda de utilidad común). Inicio y final enlazados. El cuerpo importa, “¿qué puede un cuerpo?”. El cuerpo en tanto que afectos incorporales, vuelto cuerpo de la lengua. Del mito y del trabajo sobre él. No es posible tratar el signo fuera de esta espesura. “González”, “López”, no hay que señalar al cuerpo que piensa, sino al que forman las palabras cuando encuentran su propia materialidad.

Escritura como modo de vida // Diego Sztulwark

(sobre Los diarios de Emilio Renzi)
Es perfectamente posible situar la escritura de un diario personal en la serie de aquello que Pierre Hadot, Michel Foucault o Jean Alluch han llamado “ejercicios espirituales”.  Tales ejercicios, bien ateos y materialistas, buscan dotar al sujeto de los medios de transformación necesarios para acceder a una verdad. Con Hadot también podríamos decirlo así: se trata de vincular el pensamiento con el conjunto de disposiciones no discursivas vinculadas a enfrentar el miedo a la muerte y a elaborar la conciencia de finitud para alcanzar una vida feliz.
Piglia llevó adelante su diario personal durante décadas como ejercicio literario, una serie de procedimientos sobre sí que apuntan a introducir definitivamente la ficción en la realidad del escritor. Los dos tomos de su diario publicados hasta ahora cumplen con este ideal de realización. Ponen en práctica las hipótesis que el propio escritor planteó para sí mismo sobre las relaciones entre realidad y ficción. Emilio Renzi es lo que Piglia necesitaba para devenir escritor puesto que la ficción no decide nada sobre la realidad o irrealidad de los hechos narrados sino que depende, en todo caso, de la creación de un lugar de enunciación. Por medio de Renzi, Piglia transforma la experiencia –su propia vida– en una ficción que da cumplimiento a su propósito mayor de indagar la vida desde la literatura.
Años de formaciónnarra el origen de la escritura. El origen del diario es un puro deseo de escritura, sin nada más o menos concreto o interesante que contar (un joven de provincia que desea ser escritor y aún no cree tener demasiado para decir). La escritura se enfrenta a sí misma en el momento en el que aún no ha aprendido a captar la vida. No tiene, por lo tanto, otra cosa que hacer que no sea comenzar por sí misma, reflexionando sobre el lenguaje, examinando su propio funcionamiento, para agarrando confianza para extenderse hacia la lectura de libros, relatos de relaciones con mujeres, amigos, madre, padre y un abuelo de Adrogué que combatió en la Gran Guerra.
El lenguaje, le dice su abuelo, es una “frágil y enloquecida materia sin cuerpo”, una hebra delgada capaz de enlazar pequeñas aristas y ángulos superficiales de la vida solitaria de las personas, “porque los anuda, los liga”, aunque sea solo por un instante, antes de que vuelvan a “hundirse en las tinieblas en las que estaban sumergidas cuando nacieron y aullaron por primera vez sin ser oídos”.
Tiempo después Renzi conocerá a Martínez Estrada, de quien retendrá que el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la parálisis (siendo la filosofía el producto de una indecisión suprema). De él aprenderá que la historia concebida como un todo del cual derivar criterios de justicia –e injusticia– no es más que una narración constituida para un observador exterior (“no hay historia sin Dios”).  Y Fitzgerald –y Pavese- le enseñan que hay vidas literarias cuyo ejemplaridad brota de la “autoridad del fracaso”, existencias cuyo lenguaje bordea el suicidio y nos revelan que la escritura posee un secreto, y es el lugar de una venganza. “El secreto es siempre una grieta y la venganza es el castigo que la vida hace pagar al que escribe”.
Nadie tiene, pues, asegurado el dominio de sí mismo. Se escribe y se vive sobre el fondo involuntario de unas relaciones en variación. Son los temas –próximos entre sí– de la locura y la revolución. Ambos confundidos en su capacidad –dice– de “conectar todo con todo”. Para el revolucionario “la edición de una revista o la toma de un cuartel pueden tener la misma función”. Se trata de un “pensamiento paranoico” en el todo “tiene que ver con todo”.
Y Borges. Su inteligencia consiste en erigir sobre determinadas estructuras de sentido “mundos complejos e irreales”. En sus cuentos la realidad nunca está dada, es siempre “oscura e intrigante” y por eso deviene objeto de investigación. “Su humildad lo convierte  en un transmisor perfecto de libros escritos por otros”. Su lenguaje –dice Renzi de Borges- es demasiado admirable, es preciso “alejarse de su obra  y empezar de nuevo”. Sobre el final, el asesinato del Che (sobre quien Piglia escribió en El último lector sus páginas más perfectas): “La conmoción por su muerte está disolviendo las razones que lo llevaron hasta ahí”. Premonitorio.
Los años felices, el segundo tomo, recoge los diarios de 1968 hasta 1975, y podría llamarse también “antes de la catástrofe”. Son los años en los que la política se entromete en la vida y en la literatura, y en los que Piglia se aferra a esta última y sólo a ella le será fiel hasta el final. También podría haberse llamado “Los amigos” (casi todos escritores): David Viñas omnipresente. Un poco menos, León Rozitchner. Un poco menos Puig, Briante, Ismael Viñas, Saer, Jacobi, Walsh, Urondo, Sazbón y Josefina –“La China”- Ludmer (Iris).
Un diario puede trazar un plano de inmanencia: hablando de sí mismo como de una multiplicidad, pueden desplegarse las historias de un país, de una generación, de un grupo de intelectuales de izquierda. “En Cuba durante una larga y conversada caminata con León Rozitchner por el Malecón de La Habana. León se detiene y pregunta ¿Pero vos vivirías acá? Su filosofía se funda en la postulación de un acuerdo entre los modos de pensar y las formas de vida. Llama a eso poner el cuerpo”. La escritura fechada se presta al aforismo. Lunes 24: “Siempre hay que elegir la obra y no la vida”, puesto que es la obra la que “construye modo de vivir”. Lunes 6: “La necesidad de estar encima del lenguaje es igual a nadar, avanzar encima del mar (la profundidad es una tentación que debe ser vigilada)”. Martes 7: “Solanas inventó la izquierda peronista”. La escritura como “aparato de registro” en el que las palabras se imponen al autor, que sólo después descubre su sentido.
No es que vida y política sean liquidadas por la obsesión por la ficción. Más bien resultan redescubiertas por ella en su propio interior. La literatura, escribe Renzi, es lucha constante contra los límites y las prohibiciones: “la novela se instala en la frontera psíquica de la sociedad en la que el individuo se convierte en otro que no está permitido. Esta actividad al borde de la censura se llama: adquirir un lenguaje. Se trata de estar frente a la realidad entendida como un escrito y no como un espectáculo”.
Lo mismo sucede con la filosofía. Piglia es un temprano lector de Gilles Deleuze (Proust y los signos), y descubre en él la agudeza para captar el juego de los procedimientos para crear multiplicidad en la escritura. Beckett, Kafka, los grandes narradores –dice Renzi- son “una sucesión continua e inconexa de acontecimientos mínimos”, un manojo de acciones sin conexión causal cuya única vinculación es la sintaxis o la gramática que “establecen relaciones que no son de causa y efecto”. En lugar de explicar, ponen en relación. En suma, “el relato como investigación”. La literatura no representa sino que crea situaciones.
Imposible no sentir identificación con ciertos fragmentos del diario como investigación de la propia personalidad. “Después de mucho tiempo he comprendido mi forma de pensar esquizoide, le atribuyo a los demás cuestiones que quiero entender en mí mismo. Digamos, elijo un doble real y experimento en ellos cuestiones que no puedo ver con claridad en mi mismo”, comprende mecanismos propios solo cuando los proyecta en otros, hace de la amistad “un banco de prueba” de la propia vida. Difícil no disfrutar las referencias a Viñas y Rozitchner. “Lunes 18. Ayer encuentro a León, muy deprimido, en crisis, igual que David. Malos tiempos: crisis del MLN, izquierda liberada, la moda del estructuralismo, sin ganas de trabajar en su libro de Freud y Marx”; “Lunes 4. León mas inteligente que otros días gracias al análisis de Freud (…) no me oye, y lo que más me gusta de él es la obsesión autista que lo lleva a insistir una y otra vez en una idea cuando uno se la critica, como si él creyera que uno no lo entiende”. El viernes 29 apunta una idea de León Rozitchner que le gusta: “la gente de izquierda reprocha la debilidad de los partidos revolucionarios porque tienen como modelo comparativo el ideal de los partidos tradicionales”, de ahí la seducción del peronismo. Todo “entrismo” no hace sino solucionar sin profundizar esta lógica, “buscando siempre sin crítica el momento positivo de la organización tradicional: su poder de convocatoria, su proximidad real con las fuerzas y los grupos de poder, etc”.
Llegando el 73, la cuestión populista acosa al grupo: “el antiintelectualismo de izquierda” reproduce sin saberlo la misma posición -y la misma desconfianza a todo planteamiento complejo sobre la realidad- que los medios de masas. Todo se peroniza, se lamenta Renzi: “Discutir el peronismo es discutir la estructura sindical, que es por definición negociadora y que solo en última instancia y por motivos concretos se moviliza y lucha. Por eso me parecen ilusorios los intentos de crear grupos de choque que se autodesignan como peronismo revolucionario, expresión que para mí es un oxímoron”.
El antipopulismo de Renzi opera también en literatura. No se trata de tomar formas ya hechas –la novela por caso- para imprimirle nuevos contenidos (o resignificarlas), sino de crear otras nuevas. Walsh como ejemplo: “Es la forma, la ficción, la que debe ser reformulada” buscando una prosa inmediata y urgente. “La prosa documental –escribe Renzi- libera la ficción y permite  la experimentación y la escritura privada”. A pesar de esto, Renzi no acepta la propuesta de Walsh para colaborar con el periódico CGT (“yo no soy peronista y no me gusta fingir en esas cosas”). Deslumbrante descripción de la asunción de Cámpora: la Juventud Peronista -de presencia hegemónica en la calle- revela sus vínculos con FAR y Montoneros: “Impidieron el desfile militar; obligaron a escapar a la banda de la Escuela Mecánica de la Armada, los de la JP se llevaron los instrumentos musicales y se pusieron a tocar en medio de la plaza; pintaron leyendas guerrilleras en los tanques, impidieron la guardia de los granaderos que iba a despedir a Lanusse”. La tradición popular, escribe, pero “actuada” teatralmente por los activistas.
El diario de Renzi logra contar, si no una vida, al menos el modo en que la escritura forja unas vías de existencia. Indefectiblemente serán las pasiones del lector las que retengan unos fragmentos en detrimento de otros. Aunque sólo el paso del tiempo permite descubrir cuales son los que uno conserva para sí. De tener que escoger uno ahora me inclinaría porque aquellos en los que Renzi piensa la relación fallida entre la izquierda y el peronismo a partir de los intelectuales de la revista Contorno. Le parece que León Rozitchner personaliza la historia, “lo remite todo a sí mismo, a sus sentimientos”, como si la historia política fuese parte de su vida. “Es el problema de la izquierda con Perón. Se ha quedado con las clases populares como si se las hubiese substraído. Esa es la cuestión de León y David. El peronismo visto como una artimaña”. La política vivida en primera persona, como drama privado. “Esa es su mirada filosófica. ¿Qué significa el mundo para mí?” Renzi ve a León Rozitchner como un Descartes radicalizado. Para Rozitchner, “el sujeto es la verdad de lo real”. Es la virtud de un pensamiento a la vez apasionado y autorreferencial.
Para los lectores de Rozitchner, o de Viñas, hay decenas de escenas privilegiadas. “Sábado 21. Ayer León R. que viene a matar su soledad, llora en la penumbra. ¿Qué se puede hacer? Lo consuelo en lugar de ponerme a llorar con él. Una mujer lo abandonó. No puede pensar, no entiende nada de nada. (Se podría escribir una novela con la historia del gran filósofo que pasa la noche llorando por una mujer en la casa de un amigo)”. Elijo este último fragmento porque en él aparece tanto la impotencia del pensamiento que luego se convertirá en la materia de una gran filosofía práctica como por el modo en que Renzi asiste a esa escena imaginándola como posible ficción. Las notas de Renzi, en síntesis, como un intento de desplazar la vida de las miserias en las que se hunde, cada día más, ese ente clavado en la existencia denominado “yo personal”. 

Forma de vida // Diego Sztulwark

Ser valientes para lo más extraño, asombroso e inexplicable
que nos pueda ocurrir.
Rilke
El problema de la forma de vida, de cómo vivir, recorre por dentro la historia de nuestros saberes. Filosofía y vida se han encontrado cada vez que un discurso conceptual estrechó lazos con disposiciones no discursivas, abriendo en el pensamiento un espacio de ejercitación espiritual orientado a decidir sobre los asuntos más difíciles de la existencia. Y al contrario, ese lazo ha vuelto a romperse cada que vez que el discurso conceptual trató de autonomizarse de esas disposiciones mundanas (los morosos asuntos de la vida práctica), dejándose llevar por sus propias ansias de renovación.
Dado que la cuestión del modo de vida se juega en el tipo de articulación que pueda alcanzarse entre discurso conceptual y dimensión no discursiva de los saberes, toda filosofía práctica implica una determinada política de la existencia. Ni el discurso teórico, ni la política como sistema, ni el mero gregarismo dan por sí mismos respuesta al problema de esta articulación. Las políticas de la existencia apuntan a resolver el problema del buen gobierno de las pasiones humanas y al logro de alguna experiencia de la felicidad. En ocasiones estas políticas de la existencia se organizan como verdaderas políticas de poder.
Una rápida mirada a la coyuntura permite distinguir al menos dos modalidades visibles de articulación.[1] Desiguales entre sí, ambas pueden considerarse representativas de una voluntad de poder ligada a la estabilidad y al orden, aún si su atractivo surge de una notoria apelación a la creación, o bien al rechazo de aspectos de la situación actual. Por un lado están las políticas de la inmanencia que enseñan el entusiasmo por el mundo tal y como es. Se trata de evitar una vida frustrada, neurótica o patologizada por medio de una serie de propuestas laicas y positivas que apelan –siempre al interior de la hegemonía neoliberal, a la cual no cuestionan- a la creatividad personal (en clave emprendedora). Su punto fuerte es su cuestionamiento al miedo al mundo tal cual es, al refugio ideologista que justifica la inacción de modo moralista y al encierro en posiciones reactivas frente  a la vida. La idea, en definitiva, de que toda gran salud consiste en aprovechar, con convicción, los posibles que ya están dados. 

A pesar de su exaltada apelación a la inventiva, este tipo de lazo inmanente es de naturaleza fuertemente adaptativo y no va nunca más allá de una redundancia respecto de los dispositivos maquínicos que organizan el presente como tal. Esta apelación a superar el miedo es ambivalente, porque en esencia extrae su seguridad de una aceptación de la situación estructural que sería riesgoso cuestionar. La propia idea de inmanencia resulta así empobrecida, en la medida en que se la coloca al servicio de una pura lógica de valorización neoliberal.
Una de las respuestas más fuertes a este tipo de ateísmo liberal vuelto modo de vida hedonista -un individualismo sin trascendencia- la ofrece una cierta teologización de la existencia que retoma, a partir de la fe, los valores comunitarios y de salvación que la política de tipo inmanente desprecia. Se trata de una política de la existencia de tipo trascendente, que tiende a organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas -religiosas- no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas de terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).
A diferencia de otros momentos en los que las militancias políticas y el mundo intelectual de las izquierdas lograban poner en juego políticas de la existencia disidentes capaces de desanudar el sistema de la obediencia, en la situación actual actitudes como el encierro en círculos narcisistas sin confrontación productiva con los otros, o la reducción de la actividad política a una confrontación que pasa casi exclusivamente por el plano de la comunicación -discursos e imágenes- revelan una débil voluntad de poder de las posiciones que antaño se identificaban con la crítica. Sin embargo, si la situación es de todos modos abierta y dinámica, se debe a la subsistencia de una tradición insurgente y callejera,[2]que no ha dejado de renovarse, incluso en las peores condiciones, y que se ha mostrado capaz, una y otra vez, de elaborar el miedo y de retomar aspectos libertarios y comunitarios por fuera de los dispositivos de obediencia en que hoy son capturados.
2.

¿Puede la filosofía terciar en este orden de cosas? De Sócrates a Nietzsche la filosofía ha sido concebida por muchos como una forma de vida no fundada en la obediencia. ¿Quiénes serían los filósofos contemporáneos? ¿Dónde están los buscadores de nuevas articulaciones entre pasiones, discursos y actitudes colectivas? Preguntas como estas surgen inevitables de la lectura de La filosofía como modo de vida, un libro de conversaciones que mantuvo el filósofo Pierre Hadot con sus colegas Jeannie Carlier y Arnold I. Davidson.
Hadot ha dedicado su vida a la filosofía antigua. Entre sus libros traducidos al castellano se encuentra Plotino o la simplicidad de la mirada, una bellísima narración de la mística neoplatónica presentada como un elevado ejercicio de contemplación, capaz de brindar acceso a una sutil disponibilidad, y a una intensa capacidad de atención a sí mismo y a los otros que se revela como una dulzura hacia el mundo.
Su trayectoria personal comienza en la Iglesia Católica francesa, que lo acogió durante dos décadas, hasta que arriba al Collège de France, invitado por Michel Foucault. Siempre le agradeció a la Iglesia su completa formación intelectual, aunque rompió con ella en los años cincuenta a causa de su sobrenaturalismo, es decir: “la idea según la cual el comportamiento puede modificarse sobre todo a través de lo sobrenatural, y que la confianza ciega en la omnipotencia de la gracia permite hacer frente a todas las situaciones”, lo que en la práctica ha significado -cuenta Hadot- la tolerancia con la pedofilia dentro de sus filas. Frente a esos casos, la Iglesia se ha ocupado más de cuidar la conexión del sacerdote con dios que del destino de sus víctimas. Admira a Foucault como historiador de acontecimientos, aunque le reprocha su idea de los “cuidados de sí” entendidos como estética de la existencia: percibe allí un desdén por la dimensión colectiva de la vida filosófica, y el riesgo de un nuevo “dandismo”.  
En La filosofía como modo de vida, Hadot se remonta a la distinción antigua entre «filosofía» y «discurso filosófico». Si bien no hay filosofía sin discurso, la filosofía ha sido en su origen algo más, una “elipse que tiene dos polos: un polo de discurso y un polo de acción, exterior, pero también interior”. Hadot recuerda la burla de que eran víctimas los filósofos de discurso que no sabían vivir. Lo que hoy llamaríamos “filósofos de cátedra”. ¿Cómo entender esa burla? ¿Tiene interés volver a idealizar al filósofo y atribuirle unos saberes –¡imposibles!- sobre qué es la vida y cómo vivir? Más sugerente sería leer esa burla como una sanción a  la automatización del discurso, a la pereza filosófica que no se esfuerza ya por articularse con disposiciones existenciales (dando lugar a eso que hoy se denomina “subjetividades”). Menos un problema de verdad –o de novedad- y más uno de búsqueda, de ejercicios.
El filósofo que busca redescubrir el mundo, piensa Hadot, se dice a sí mismo frases capaces de producir un efecto “ya sea en los otros, ya sea en uno mismo”, en unas circunstancias concretas y con relación a unos fines determinados. Su discurso es ante todo un ejercicio “espiritual” (hay que tener muy en cuenta que en la antigua filosofía griega estos ejercicios no eran de orden religioso; el cristianismo de los primeros siglos se los apropió para plantear desde sí una forma de vida que hizo retroceder las posibilidades de una vida propiamente filosófica).
Hadot entiende por ejercicios espirituales una práctica voluntaria de transformación de uno mismo y una preparación por medio del pensamiento para afrontar las dificultades de la vida (examen de conciencia, confesión de faltas cometidas, escucha de nuestro monólogo interior, modos de enseñanza, meditación sobre la muerte, técnicas de escritura dirigidas a modificar el propio yo, formas de limitación del deseo).  Muchos de estos ejercicios, explica Hadot, se inspiraban en la conciencia de pertenecer a un cuerpo colectivo, como sucede, por ejemplo, con el ejercicio consistente en prestar atención a los otros como vía de transformación de uno mismo (opuesto al gobernarse a sí mismo para aprender a gobernar a los otros, que fascinaba a Foucault). Hadot destaca que estos ejercicios, promovidos por las antiguas escuelas, produjo efectos sobre la política y el derecho de su tiempo.
Los ejercicios espirituales –la búsqueda de una ruptura con el cotidiano, el deseo de acceder a una experiencia descentrada respecto del yo y de las preocupaciones inmediatas- nunca han desaparecido del todo. Luego de su absorción en el cristianismo durante la Edad Media, prosiguieron su marcha a través de las filosofías modernas que buscaron desplazar la percepción hacia la naturaleza y el cosmos (Hadot admira particularmente las filosofías de la percepción de Bergson a Merleau-Ponty). Desde entonces los ejercicios se fueron despojando de su ropaje religioso hecho de “imágenes, personas, ofrendas, fiestas, lugares consagrados a Dios y a los dioses”, hasta retomar su fisonomía propiamente filosófica. Las meditaciones cartesianas dan testimonio de este recorrido (Valéry escribió que con Descartes se inicia la novela moderna que narra el drama de las ideas, más que el de los personajes). Luego Spinoza y Kant realizan una crítica “depuradora” de la religión. Ni siquiera la mística pertenece por derecho propio a la religión: Plotino y Bataille -dice Hadot- nos enseñan la experiencia de una comunicación no religiosa con fenómenos místicos.
3.

Esta bella reivindicación de la filosofía como modo de vida va más allá de la filosofía misma en la medida en que plantea un problema que nos concierne a los no filósofos. El propio Hadot permanece cauto con respecto a la capacidad de la filosofía contemporánea para retomar la riqueza espiritual de las antiguas escuelas griegas (una relación más viva entre personas –no tanto entre ideas-, un intento de hacerse presente para uno y para los demás, un aspecto nítidamente terapéutico). Los antiguos filósofos, dice Hadot, escribían sus frases menos para perfeccionar sus sistemas que para influenciar su propio yo.
Hadot nos aproxima a una filosofía situada más allá de la propia filosofía, a una forma de vida que consiste en la constitución de un espacio de pensamiento capaz de decidir activamente las cuestiones mundanas vinculadas a nuestra existencia. Desprovistos de expectativas en la filosofía como tradición, los no filósofos podemos entrever en Hadot una indicación productiva que incluso va más allá de su propia trayectoria: se trata de hacer una vida en la intensificación de ciertas lecturas fuertes, como parte de un ejercicio ético. Más que aceptar las prescripciones de la filosofía antigua (el propio Hadot considera que de los antiguos debemos heredar la ejercitación, no la “neblina ideológica” que la acompañaba), se trataría de preguntar, al modo de un ejercicio introductorio, en qué punto se está en relación con ese espacio propio de evaluación y decisión sobre lo que somos, que es el corazón mismo de la pregunta por la forma de vida. 

No se trata de una pregunta formulada en el aire sino en circunstancias bien determinadas por los conflictos y por la amenaza de guerra que conllevan, en torno a los modos de vida (qué es vivir, se vive cómo; y su reverso, la cuestión de las necropolíticas) que recorren de punta a punta la geografía del occidente capitalista. Circunstancias dominadas tanto por el fastidio –como el que siente Hadot- por la esterilización de los discursos autonomizados, como por la necesidad de ejercicios que ayuden a vencer el miedo.


[1]Seguramente se pueden encontrar más fórmulas de articulación de políticas de existencia. Ahora mismo, cuando miramos los cambios que se dan a nivel mundial, la emergencia de una derecha empresarial que cuestiona aspectos de la globalización obliga a afinar este tipo de caracterizaciones.
[2] De la última dictadura militar para acá, han sido los movimientos de derechos humanos, de trabajadores desempleados, de campesinos indígenas y de mujeres los más eficaces para politizar malestares, retomar aportes de las diferentes izquierdas militantes, y problematizar los dispositivos de extermino y obediencia. La labor de los grupos –en la cultura, las ideas, y las militancias- se redime con relación a los momentos insurreccionales que orientan y dan curso a políticas existenciales.

El materialismo amputado // Diego Sztulwark

Notas sobre La evolución de la Argentina, de Alejandro Rozitchner


1.

El último libro de Alejandro Rozitchner, La evolución de la Argentina, expresa un modo de pensar y un anhelo de ser adoptado por la elite derechista, rica y católica –los compañeros del colegio Cardenal Newman- que hoy gobierna el país. Es probable que ni la vergüenza del origen ni la auto supresión gozosa de su papel de intelectual como conciencia oscura de su tiempo, le alcancen para ser aceptado en tan selecto club. Esta doble renuncia desvaloriza sus ideas y echa a perder el impulso y la inteligencia que las sostiene. Casi no es posible leerlo sino como parte de un ejercicio intelectual que consiste en presenciar un espectáculo lamentable: el de un espíritu de un tiempo que se cree derrotado; la pobreza existencial del guión con el que se forman los cuadros de empresas y la recuperación de una contracultura laica y libertaria, fundada en el disfrute propio y de los otros, convertida en elemento disolvente de toda problematización histórica del presente.


La falta de valor crítico de sus ideas, sin embargo, constituye un propósito reivindicado por el autor. La tesis central del libro es verdadera y da la razón a todas sus posiciones: existe un diferencial de eficacia en favor del tipo de subjetivación de las micropolíticas neoliberales –que operan sobre hábitos y afectos- por sobre las culturas críticas y argumentativas que sustentan posiciones progresistas sobre el plano de lo simbólico (los procesos de articulación de demandas, teorizados con rigor conceptual por Ernesto Laclau, resultaron mejor efectuados por las técnicas de marketing y comunicación del menos argumentoso Jaime Durán Barba).

La estrategia de AR se despliega en dos movimientos: la declaración según la cual el dispositivo crítico ha sido derrotado y solo retorna como espectro melancólico que bloquea el desarrollo de las fuerzas productivas; la propuesta de un dispositivo sustituto fundado en el “entusiasmo”, una actitud completamente diferente y positiva que no cree que la realidad tenga la estructura de una trampa a desentrañar, sino la de una oportunidad vital a desarrollar. 
La posición de AR, en resumen, consiste en la promoción de una aceptación sin reservas del escenario dispuesto por la reestructuración del capital, como único lugar efectivo donde desplegar proyectos de vida y proporcionar las disposiciones subjetivas para coronar con éxito esta indispensable adecuación actitudinal. Como cada vez que un discurso refuerza la realidad, se trata de disfrutar del mundo real y de reprochar severamente toda desviación patológica hacia la crítica, la historia o la rebelión.
2.
No estamos, por tanto, ante un discurso filosófico, sino ante un discurso de poder  –el saber-poder del coaching– que solo aspira a reforzar la realidad. Pretende trabajar sobre los síntomas de época de un modo directo y efectivo, asegurando así que todo movimiento del deseo permanezca enlazado a la aceptación de la realidad. Si el tono del discurso de AR es más bien agresivo o desenfadado –dando así la impresión de no ser un mero conformismo- se debe a que su programa existencial se encuentra en disputa abierta por el materialismo de las subjetividades. Solo un modo de “vidas de derecha” (expresión  de Silvia Schwarzböck que le calza perfecto a AR), único triunfal y deseable, puede desplazar la pretensión de las izquierdas (que en la Argentina abarca a una zona del peronismo) de articular los modos de vida (sensibilidades, afectividades, modalidades de percepción, juegos lingüísticos, hábitos, códigos comunicativos, diseños, formas de conocimiento y hasta de erotismo) que constituyen el corazón de las fuerzas productivas del capitalismo en su fase posfordista.
En otras palabras, el desafío gira en torno a la interpretación del síntoma, es decir, al modo de atravesar la crisis de la materialidad misma de los discursos teóricos y políticos. Se trata de un problema clave de la coyuntura neoliberal, que ha desencadenado fuertes críticas incluso desde el punto de vista de la estabilidad y el orden. En efecto, dentro del campo conservador, siempre preocupado por el gobierno de las fuerzas productivas, se encuentra la posición clásica de la pastoral católica severamente crítica del ateísmo liberal, al que considera como el exponente de una vida hedonista y de un individualismo sin trascendencia. Apegada a la fe y a los valores comunitarios y de salvación, las pastorales religiosas proponen un lazo de tipo trascendente capaz de organizar la experiencia en torno a la creencia de una realidad otra, cuyas premisas no surgen de las potencias de los cuerpos sino de la verdad de un mundo otro. Un Amor que protege del odio. En manos de las religiones convencionales, esta política de la existencia presenta una lectura determinista de la realidad social, que escapa a todo cotejo con lo social-histórico, y en la que los sujetos reciben consuelo y son llamados a regular su conducta según una óptica moral que no permite superar las formas del terror que limitan sus posibilidades vitales (cuando no son tratados de un modo abiertamente victimista).
¿Están tan enfrentadas las posiciones del catolicismo y las filosofías del entusiasmo? No solo las aproxima la situación –la común preocupación de enfrentar la crisis de legitimidad del orden desde una perspectiva conservadora- sino también un cierto aire de familia que el coaching arrastra respecto del sacerdote-pastor. En ambos casos se trata de establecer un enlace de control entre mundo y vida (aun cuando el coaching no apela a un más allá), que opera produciendo redundancias entre la instancia discursiva y las disposiciones  no discursivas. En rigor, para hacer una genealogía del saber –secularizado- del “coaching ontológico”, conviene evocar la “función psi” denunciada actualmente por analistas como Jean Allouch. Esta función subordina toda analítica del deseo a un saber sobre la salud y el orden. El coaching detecta el síntoma y moldea el ánimo para evitar la caída en las pasiones tristes, pero lo hace al modo de las “funciones psi”, es decir, desecha la necesidad de ir más allá de los posibles que se nos ofrecen, la necesidad de crear posibles que confronten la estructura misma de la oferta. El coaching complementa subjetivamente la tecnología de control de la diferencia en la que se juega la suerte del mundo empresa.
Claro que las políticas del síntoma se desarrollan también desde posiciones nada conservadoras, cuestionando la identidad entre realidad y dominación. De Franco Berardi a Suely Rolnik y de Santiago López Petit a Peter Pal Pelbart, el autonomismo de izquierda plantea el problema de una nueva comprensión del carácter terapéutico de la política y la filosofía, no como un “poder terapéutico”, fundado en un supuesto saber y preocupado por inscribir el deseo en la estructura del orden, sino como una analítica del deseo. No se trataría de un control sobre el síntoma, sino de afrontarlo desde una escucha y un despliegue de su verdad intrínseca. Conocemos esta “función psi” o “poder terapéutico” que ha permitido a los psicólogos convertirse en una especie de redoblamiento perpetuo de todo funcionamiento institucional (¿no será la hora del coaching en cada escuela y en cada centro de salud?). Muy por el contrario, dice Allouch, el analista –Freud para acá- es quien toma partido por el síntoma, no por la norma. El análisis es un modo de cuidado de sí que se inicia  cuando el encanto del síntoma informa sobre el estado calamitoso de los cuidados de sí seguidos hasta entonces. Cuando Freud se alía a las histéricas, inventa una manera inédita del cuidado de sí, un modo de escucha del síntoma cuya genealogía Foucault remitirá a los antiguos ejercicios espirituales, y que Deleuze y Guattari –luego de El Antiedipo– rescatarán como función deseante al interior de los grupos militantes, las máquinas de guerra amenazadas por una compleja axiomática capitalista.    
3.
En AR hay un nuevo e irritante llamado a adorar las cadenas del presente. Nuevo, porque lejos de la austeridad, la culpa y el apego a la regla, el fundamento de este llamado esta realizado desde una ética del disfrute. E irritante porque esta apelación al disfrute se nutre de toda una argumentación proveniente de la experiencia de las izquierdas libertarias y del rechazo de estas de toda trascendencia moral o religiosa. La tarea de AR se revela en este sentido como la de un traficante de saberes de las contraculturas de los años setenta y ochenta: del rock al psicoanálisis, de la marihuana a la crítica sensualista del racionalismo cristiano, de la irreverencia de las vanguardias a las más ateas de las filosofías. Este es su aporte efectivo a la reformulación de la comunicación política de unas derechas que desean presentarse como posdictatoriales y posperonistas. Este aporte apunta a identificar lo innovador y creativo con el mundo de la empresa como lugar privilegiado para encauzar la potencia; a postular subjetividades flexibles y descontracturadas como ideal de auto-regulación; y a  aniquilar todo aquello que permanece activo en el imaginario popular, como ligado a núcleos duros de antagonismos auténticamente productivos.
Si semejante transacción puede ser realizada a la luz del día se debe fundamentalmente al desprestigio bien ganado del “intelectual de izquierda”, propietario de retóricas antes que de curiosidades investigativas, y totalmente ajeno a la materialidad afectiva sobre la que se asientan las estrategias de resistencia en diferentes ámbitos. La tarea que realiza AR consta de tres operaciones simultáneas: por un lado declara la derrota del pensamiento crítico (es decir, de las fuerzas subversivas de la sociedad, una versión muy propia del “dios ha muerto” de Nietzsche); por otro, denuncia las pretensiones ilegítimas del espectro de esa izquierda del pasado (el duelo interminable; el hombre intentando ocupar el lugar del dios muerto) y, finalmente, se trata de retomar toda la producción de elementos vitales y resistentes capaces de nutrir un nuevo tipo de rebelión, para informar con ello una cultura de poder fundada en el hedonismo, en la ecuación sin trascendencia ni comunidad, en “más poder = más placer”.  Se trata –¡cuándo no!- de acabar con el resto, con el fantasma de la rebelión. La meta: aceptar la realidad sin nostalgias.
Un motivo adicional de irritación procede precisamente del hecho de que quien trafica estos contenidos y fuerza un duelo sin resto sea el hijo del padre, es decir, un orgulloso portador del apellido de quien fuera una de las expresiones más interesantes de un tipo de filósofo que podía elaborar la derrota histórica sin renunciar al pensamiento insurgente en torno del cual se pudieran organizar las resistencias intelectuales y populares que se produjeron luego de la dictadura. 
4.
Lo notable del autor (y de su libro) es la solvencia -o el desparpajo, según como se lo vea- con que asimila y vuelca sus lecturas teóricas sobre el plano político. Un modo de leer se vuelve un modo de comunicar y de vivir. Y hay un programa de lecturas, que se inició en la UBA a comienzos de los años ochenta, con la introducción de la obra de pensadores laicos y libertarios como Foucault y Deleuze. AR es el lector mas histriónico y arbitrario que haya producido el más fascinante de los libros de Deleuze: Nietzsche y la filosofía. Un libro destinado a atacar la hegemonía de la dialéctica hegeliana en los medios intelectuales de la Francia próxima al 68, reinterpretado varias décadas después por AR como base filosófica para la justificación de un gobierno de empresarios, intentando desarmar la herencia populista y los últimos brotes de rebeldía provenientes de 2001.
Deleuze se proponía con este libro la renovación y el lanzamiento de la crítica como objeto más propio de la filosofía. Su enemistad con la modalidad “dialéctica” de la crítica tenía que ver fundamentalmente con la abstracción del movimiento real –los devenires- implicada en las ideas de negación y superación. El proyecto de Deleuze era refundar la crítica sobre una nueva base enteramente positiva: ya no la contradicción, sino la diferencia diferenciante. En otras palabras, la renovación deleuziana de la crítica buscaba en Nietzsche la fuerza afirmativa para la acción de un pensamiento destructor de los valores dominantes a partir de nuevas experiencias de valoración del mundo. La tesis central en esta nueva crítica pasaba por aprender a formular lo real como un juego abierto entre sus modalidades actuales y virtuales, siendo estas últimas producción de dobles deformes o diferenciantes, materia de nuevos posibles, opciones de constitución de nuevas tierras para la vida y el pensamiento. 
Con deslumbrante contundencia comunicativa, AR adopta la refutación deleuziana de la crítica negativa para volverla el único modelo de crítica posible. Adopta solo el motivo destructivo, y secuestra –o mejor “castra”, como decía su padre- el propósito esencial de constituir una crítica vitalista fundada en la experimentación de modos de vida. La evolución de la Argentina es meramente un libro de propaganda de un gobierno, a cargo de un alto funcionario, pero es al mismo tiempo una lectura esterilizadora del intento más sofisticado que la filosofía intentó para renovar la crítica de izquierda. Deleuze veía en Nietzsche la invención de un nuevo modo de pensar y de vivir sin negación (o donde la negación solo era la representación abstracta de una débil voluntad de afirmación). Esta tesis, que en AR se convierte en una actitud pro-positiva, era en Deleuze el más complejo de los problemas que se presentaban al pensamiento posnietzscheano: dado que solo hay modos de afirmar ¿cómo seleccionar aquellas afirmaciones cuyas verdades nos convienen, nos permiten zafar de la obediencia a los modos dominantes de vida y crear los territorios existenciales que necesitamos?  El pensamiento, con Deleuze, deviene crítica y clínica, es decir, introducción de modos de evaluar en función de nuevos modos de existencia. Es en este terreno de selección que se juega la polémica de fondo con AR.
5.
La astucia de AR consiste en decir “sí” al mundo luego de haber suprimido toda posibilidad de una afirmación diferente. El “sí” de AR es el “sí” del asno que tanto divertía a Nietzsche: dice sí con su cabeza solo porque es incapaz de decir “no”. Se trata de un “sí” incapaz de afirmar nada realmente. Mera consagración de lo que hay. En este sentido, La evolución de la Argentina es un libro transparente que no se priva de explicitar los referentes prácticos de sus ideas, de Mauricio Macri a Patricia Bullrich, de Marcos Peña Braun a Jorge Triaca (h). No hay modo de confundirse.
El “sí” de AR es un mero revestimiento de procesos económicos y culturales. Un efecto más del “funcionamiento” de dispositivos “maquinismos”, a los que solo agrega la burla a la intelectualidad llamada “progresista”, a la que le reprocha (con razón) haberse reducido a una retórica argumentosa. Solo en estos señalamientos alcanza cierta gracia, que de todos modos lo condenan a vivir de la impotencia ambiente.
Su materialismo está teñido de la vergüenza de sí y de todo lo que en él hay de amputación genital. Su renuncia al combate del pensamiento, a la búsqueda del peligro en lo que triunfa, es absoluta. No importa que Nietzsche recomendara enfrentar solo a las fuerzas que no paran de vencer (para evitar la propia mediocrización). Si algo “funciona” en AR es su denuncia del moralismo de las izquierdas en el sentido más amplio del término. Nadie precisa tanto como él cómo en este mundo las izquierdas permanecen hundidas en su discursivismo, sin encontrar el camino para romper con las sucesivas derrotas. Pero ni siquiera esos momentos de mayor gracia lo salvan de la miseria de la supresión, que lo conduce siempre a colocar los obstáculos en el campo adversario. Inmensa malversación de un legado como el de su padre, que afrontaba el obstáculo en las izquierdas para superarlos, creando nuevas articulaciones insurgentes entre el materialismo de la producción, de las fuerzas sociales, de las formas de vida. De una generación a otra se advierte toda la distancia entre un materialismo ensoñado, que parte de lo que se es para encontrar el modo de acceder a la transformación individual y colectiva, a un materialismo avergonzado que parte de las premisas del enemigo victorioso al que le pide adopción para salvarse y existir en un mundo en el que ya no habrán combates decisivos.
AR representa todo aquello que no puede triunfar ni en el plano ético, ni en el político, ni en el intelectual: la renuncia a producir un nuevo estilo de crítica a las fuerzas del capital global. AR plantea una idea “técnico-comunicativa” del pensar que no busca abrir nuevas tierras, y se apoya en una noción del disfrute completamente narcisista, donde el mundo común pierde toda potencia constituyente. Si una parte de la intelectualidad kirchnerista se esmeraba en presentar a los gobiernos de Néstor y Cristina como opositores a la lógica del poder global (sin profundizar en los modos de superar los límites efectivos que esos poderes les imponían), AR pretende mucho más: mostrar que la mansa y ruinosa adaptación al mercado mundial que expresa Cambiemos es, en realidad, una irreverente revolución cultural. La apuesta de AR es en cierto sentido más ambiciosa: abdicar a la creación de nuevas posibilidades de existencia para hacer de su propia renuncia al pensar, la muerte de todo pensamiento; la adaptación egocéntrica y productivista al mundo de la empresa. No es suficiente con señalar su defección. Falta aún sentir más a fondo la vergüenza por la propia posposición de un nuevo lugar para la crítica.

«Permanentemente hay producción de subjetividad disidente» // Entrevista a Diego Sztulwark

Foto: Martín Nieva

En la diaria conversamos con el argentino Diego Sztulwark, investigador, docente, militante y autor de publicaciones en distintos medios, además de formar parte de la editorial Tinta Limón, el blog Lobo Suelto! y el Instituto de Investigación y Experimentación Política. En 2000 fue uno de los fundadores del Colectivo Situaciones, que se orientó hacia la “investigación militante” y la profundizó en el marco de la crisis de 2001. Hablamos de micropolítica, tiempos de crisis, sujetos emergentes, política en femenino, poder, contrapoder y lucha social en Argentina.

–¿Cuál es la historia del Colectivo Situaciones y de lo que llaman investigación militante?
-El colectivo se formó a partir de un grupo de personas que veníamos de una militancia fuerte juntos en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Teníamos la cabeza llena de preguntas y de una fuerte inclinación a lecturas teóricas, pero la pulsión dominante era la activista e investigadora. Comenzamos haciendo talleres con movimientos y organizaciones. Nos metíamos todo lo que podíamos en una serie de conversaciones planteadas por las prácticas de insubordinación que recorrían la sociedad en ese momento: con el movimiento de trabajadores desocupados de Solano, piqueteros de la zona sur del conurbano o la comunidad educativa Crecer Juntos, de Moreno. La investigación militante implica una complicidad intensa con luchas sociales, no como la investigación académica, que aspira a conquistar una “distancia” de su “objeto”. Queríamos radicalizar la crítica, tanto de la academia como de las militancias de partido. 2001 nos agarró en esa aventura y aceleró todo, porque de pronto se vio con mucha nitidez la fuerza de un nuevo protagonismo social, que era capaz de innovar en el plano de la lucha y de problematizar seriamente aspectos hasta entonces no cuestionados de la estructura social y política.
El colectivo Situaciones no era un grupo dedicado al análisis de lo que pasaba, sino que pretendía intervenir fuertemente, por medio de una investigación entre personas metidas en prácticas, en territorios, en escuelas o en el movimiento piquetero, gente que estaba recreando el arte callejero, o la experiencia de los escraches contra los genocidas impunes. Fueron años de mucha experimentación micropolítica. La idea era producir un discurso radical, una teoría radical y alguna forma de organización que vehiculara todo eso, pero partiendo de luchas muy concretas, sin centralizar nada. Nunca tuvimos la idea de partir de categorías sociológicas de análisis.
En 2007-2008 se hizo visible que la situación en la que el colectivo se había desarrollado había cambiado mucho. Apareció una nueva militancia, kirchnerista, y se produjo una conversión de los movimientos sociales y los territorios en un sentido muy diferente al que habíamos intentado darle durante la crisis. Terminó primando una idea de reposición muy fuerte de la centralidad del Estado, una separación bien tradicional entre investigación y lucha social. El espacio político se polarizó entre peronismo y liberalismo de una manera nueva, y se redujo mucho la posibilidad de una imaginación autónoma. Se evidenció la sequía de movimientos sociales autónomos con capacidad de producir escenas propias. Siempre hubo grupos y prácticas de todo tipo, pero por muchos años no hubo capacidad de participar desde allí en el espacio público de manera determinante. Se disolvió el colectivo como tal, porque veíamos que nuestro trabajo ya no estaba sirviendo; seguimos trabajando, pero tratamos de inventar otras formas, como la editorial Tinta Limón, que habíamos creado en 2003. Pero cada quien empezó a interesarse por cuestiones diferentes, manteniendo siempre una especie de complicidad o de amistad.
–¿Qué dirías que pasó en la crisis de 2001?
-Para mí fue un momento ejemplar, porque se logró deslegitimar de manera muy contundente y duradera el discurso político neoliberal. El gobierno de los Kirchner no habló de ajuste, de privatizaciones ni de represión (aunque haya habido bastante), por los efectos de impugnación del 2001. Hasta que llegó [a la presidencia Mauricio] Macri, los políticos argentinos no podían utilizar lenguaje neoliberal, aunque siguieran desarrollándose políticas neoliberales. Pero el tiempo de la crisis es muy distinto del tiempo de la normalidad. Es un tiempo de apertura, cargado de una explosividad y de una capacidad de imaginar posibles mucho mayor. No es sólo el tiempo de la angustia, la represión y el hambre; es también el de la proliferación de estrategias y la acción directa generalizada. El de subjetividades que ponen en acción otro tipo de de poder colectivo. Tal vez nosotros pensamos que el tiempo de la crisis iba a ser más largo, y que por sí mismo -si lográbamos prolongarlo- iba a garantizar transformaciones más radicales. No pudimos o no supimos (nosotros ni nadie) determinar un tipo de funcionamiento de un contrapoder capaz de actuar en tiempos de normalización, de mantener una relación y una distancia con la nueva forma estatal. La imposibilidad de elaborar una posición como esa, que hacía falta, dio lugar a toda una dispersión, a una cantidad de divisiones dolorosas llenas de incomprensiones. Seguramente hubo, de nuestra parte, falta de madurez para entender los problemas que se venían.
Quizá todas estas experiencias micropolíticas tienen la tentación de decir que lo macropolítico es una suerte de obstáculo. Y por ahí el desafío es pensar de otra manera: asumir que entre las macropolíticas no neoliberales y las instancias micropolíticas hay siempre una invención que hacer, una articulación que lograr, puesto que no dejan de ser, ambas, dimensiones de una misma realidad.
–¿Qué te queda como lo más fuerte de aquel momento?
-En Argentina suele primar un relato de 2001 protagonizado por la clase media a la que los bancos le expropiaron sus ahorros. Es una historia verdadera, pero contada desde la capital federal, desde el centro de las ciudades, desde las capas sociales que tienen la palabra. A nosotros nos tocó ser testigos de una experiencia muy diferente, que fue la insubordinación de las barriadas populares, clave para comprender lo que pasó. La crisis empieza en el interior del país y después en la periferia de las ciudades. Es imposible comprender su radicalidad sin prestar atención al levantamiento de la gente sin trabajo, despojada por las privatizaciones, por el cierre de ramales ferroviarios, por el cierre de empresas públicas e industrias. Sin la aparición de los barrios. Había una organización comunitaria de gente sin trabajo que era también una experiencia de antagonismo con el peronismo y el Estado.
¿Qué decía la sociología?: que las acciones colectivas pertenecían al mundo de los trabajadores ocupados, mediante sus sindicatos. El desocupado era percibido como alguien aislado en el territorio, sin lazos de clase, culpabilizado, sin redes con otros. Acá se inventó una política desde la desocupación, desde la marginación, desde los desaparecidos del neoliberalismo, desde las poblaciones a las que se daba por exterminadas y en las que nadie reparaba. En lugar de aceptar ese lugar pasivo e indigno, los movimientos organizaron un momento excepcional de lucha, de creación, de producción muy fuerte. Eso fue lo que nos conmovió: un protagonismo popular de los barrios más pobres, capaz de un desafío inédito al pensamiento, incluso de las izquierdas. Un desafío que creo que nunca terminó de ser pensado. Eran desocupados que ponían en el centro la dignidad. Y la dignidad no es una demanda de inclusión en el futuro, sino una capacidad de lucha aquí y ahora (en cada asamblea, olla popular o corte de ruta). Creo que ahí hubo una semilla de un contrapoder, un elemento comunitario muy subversivo, algo que la historia posterior tapó un poco con el objetivo de restaurar estructuras laborales y, sobre todo, formas tradicionales de poder político.
–¿Qué formas de movilización usaba ese tipo de movimiento?
-No podían hacer huelga, pero podían cortar la ruta; cortar la circulación de mercancías y discutir el mando político sobre el territorio. En la práctica se afectaban aspectos fundamentales de la producción.
–¿Cómo se articulaba, en los colectivos con los que trabajaban, la tensión entre lo micro y lo macropolítico?
-Me acuerdo, por ejemplo, de la experiencia de la escuela: ¿qué es una escuela cuando no hay ninguna clase de futuro para los pibes? ¿Qué es una escuela si no hay trabajo? ¿Qué hace una escuela en medio de saqueos de los vecinos a los supermercados? Había preguntas que la realidad ponía muy directamente. Por supuesto, circulaba todo tipo de interpretaciones sobre lo que estaba pasando. Hubo una confrontación teórico-política, tanto con la izquierda marxista tradicional (que buscaba el protagonismo obrero y se guiaba por estrategias de toma del poder) como con parte de los movimientos más nacional-populares, con esa idea de inclusión social que terminó convergiendo en el gobierno de los Kirchner. Lo que nosotros decíamos era que el llamado “excluido” ya estaba incluido: es decir, no era que el sistema se olvidara de él, sino que lo producía en esas condiciones. Cuando se hacen políticas sociales, se sigue produciendo a esas personas en determinadas condiciones que no se cuestionan. La idea nuestra era que, más que seguir pidiendo inclusión y cierta mejora en el modo de ser tratado (que claramente era necesaria y urgente), había que aprovechar ese cuestionamiento tan amplio para pensar todo de nuevo. Por ejemplo, el cuestionamiento de la gente más joven al trabajo: no era un deseo de incluirse en trabajos precarios, pésimos, sino una experiencia de otro tipo, que fue subestimada. Hay que entender lo que pasa, aún hoy, con los pibes jóvenes que escapan del trabajo y entran en economías informales. La cosa era, y es: pensemos la lucha como una potencia política y no como un delito. No la pensemos como un déficit de la realidad, sino como una posibilidad. ¿Qué pasa si, en vez de conseguir trabajo precario para todos, se organizan las experiencias populares que puedan cuestionar quién tiene derecho a la riqueza y en nombre de qué? Evidentemente no dio, no dieron las relaciones de fuerzas; esa experiencia se acabó, pero ahora hay otras, muy interesantes, que siguen trabajando los mismos temas con otros lenguajes.
–¿Qué es y qué hace la crisis actual?
-Creo que la situación es bien complicada ahora, porque en aquellos años los movimientos sociales producían la crisis desde abajo, empujaban en favor de la crisis; la gente no aceptaba subordinarse a sostener la estabilidad, simplemente porque ya no tenía vida posible en esas condiciones. Ahora es el poder el que la agita: a los movimientos se los extorsiona con la idea de que va a haber una crisis, como algo disciplinante. En nombre de esa amenaza se bajan salarios, se cortan ingresos, se echa gente. En aquel momento, la gente decía “sabemos vivir en la crisis, podemos crear estrategias -como el trueque- para surfearla”. Ahora funciona al revés; pertenece por entero al discurso amenazante del orden. El poder negativiza siempre el tiempo de la crisis.
En cuanto a los sujetos sociales, durante el kirchnerismo también hubo mucha movilización y aparecieron figuras nuevas. Se podría pensar así: el movimiento piquetero tiene la fuerza de mostrar la desindustrialización, es la muestra de que el movimiento obrero como sujeto clásico ya está fracturado. El piquetero es un proletario, plebeyo sin empleo estable. El problema de la fractura del mundo del trabajo siguió siendo el mismo: con 30% o 40% de la gente sin empleo formal, la normalización de una clase trabajadora integrada y de un empleo de calidad resultó impracticable para el kirchnerismo. Ahora esa realidad toma el nombre de “economía popular” y gira en torno a la legitimidad que brinda Jorge Bergoglio vuelto papa. El empleo masivo de calidad es una promesa que ni Macri ni Bergoglio tienen cómo cumplir, porque demanda un cambio radical de estructuras. El correlato de esta situación, por abajo, es un sujeto plural, heterogéneo, que aparecía ya en 2001 y no ha abandonado la escena a pesar de todo. Es necesario hacer un balance duro de la frustración que fueron los gobiernos progresistas acá (pero ojo: un balance de izquierda, no la mentira organizada y mezquina de la derecha y las élites). No funciona la idea de que la crisis era temporaria y el capitalismo podía volver a ofrecer una inclusión sostenida. Para hablar hoy de la crisis, tenemos que conectar con la multiplicación de sujetos sobre el territorio: migrante, feriante, formal-informal, pibes en los barrios, mujeres, movimientos campesinos. El discurso nacional-popular es totalmente insuficiente para dar cuenta de esta realidad. La propia presencia entre los trabajadores de una dinámica migrante, y por lo tanto transnacional, es un elemento contundente que hay que tomar muy en cuenta. También es insuficiente porque el Estado depende de procesos globales, y porque su imaginario es completamente patriarcal. Hoy vemos hasta qué punto el movimiento social no se recompone desde la organización sindical clásica, sino desde el fenómeno de Ni Una Menos y la movilización por el Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo, que fue espectacular. El imaginario nacionalista es desbordado por la nueva composición popular. El paro de mujeres expresa con una claridad absoluta cómo la violencia sobre el cuerpo de las mujeres constituye el paradigma de la violencia y la explotación de todo el campo social; es el movimiento más interesante, cuestionador y dinámico, el que mejor retoma las cuestiones planteadas en 2001. Finalmente, hay otro sujeto que desborda el imaginario nacional-popular, que es la población de varones jóvenes de los barrios pobres, adolescentes y de piel oscura, contra la cual se dirige una guerra sistemática desde el Estado. Una guerra que viene de lejos y no ha cesado nunca, pero que se ha intensificado durante el gobierno de Macri. Entonces, no creo que haya un sujeto sino muchos sujetos populares. Y aunque a todos ellos conviene pensarlos desde la dimensión común del trabajo, eso no puede hacerse desde una imagen estrechamente laboralista. Sería tan errado como querer englobarlo todo en una visión estrechamente nacionalista. Economías populares y violencia patriarcal, clasista y racional, son dos enfoques que permiten comprender la estructura de la explotación y del movimiento de lucha, al menos en las ciudades. Además, por supuesto, hay una conflictividad creciente, y creo que muy dinámica, en el mundo productivo y dentro del mundo sindical, y hay un mundo de conflictos, algunos muy importantes, que tienen que ver con la tierra y con los llamados recursos naturales. Todos esos conflictos tienen en común el papel extractivo del capital financiero sobre los bienes comunes. Ahí están todas las luchas a nivel regional contra la ocupación de la tierra por parte de empresas agroexportadoras. Y también en la ciudad: en algunos lugares de Buenos Aires es súper dinámica la lucha por la tierra de forma de valorizar terrenos, luchas por el territorio, ocupación de tierras.
La lucha social nunca dejó de ser fuerte: permanentemente hay producción de subjetividad disidente, y lo que no logramos es construir un marco de interpretación que supere al estado nacional-popular. Eso se intentó en 2001 y quedó interrumpido. Cómo poner límites a la avanzada de las políticas neoliberales y cómo se arman procesos de decisión colectiva son preguntas de 2001 que siguen planteadas.
–En esos procesos de decisión colectiva, ¿cómo se pueden evitar a la vez la burocratización y la desorganización?
-Cuando aparecen movimientos sociales importantes se termina produciendo una clase de mixtura entre segmentos muy desorganizados y otros muy organizados, y me parece que hay que aceptarla, incluso como una riqueza. Eso tiene riesgos, pero a veces los más organizados pueden ser permeados por una dinámica mucho más horizontal, y también puede ser que la dinámica más horizontal necesite acudir a estructuras sólidas (siempre y cuando haya alguna garantía de que lo que se está discutiendo es cómo poner límites al enemigo común). Si pensamos en la situación política argentina, creo que es lo mejor que podría pasarnos. El paro de mujeres o el sindicato de trabajadores informales son experiencias que interpelan a las estructuras sindicales.
La pregunta por la investigación militante se hace clara desde este ángulo: ¿cómo se hacen talleres en donde los nuevos sujetos puedan elaborar nuevas categorías?, ¿cómo se arman estrategias que potencien esa imaginación colectiva? Me parece que esa es la pregunta de luchadores, militantes, artistas e intelectuales desde una perspectiva de contrapoder. Y es muy desestructurante, porque los artistas e intelectuales queremos ser los que enseñen, y cuando aparecen sujetos de este tipo no hay lugar para diseños tan narcisistas como los que solemos imaginar. Es muy interesante, son estrategias más sucias, más frescas, más territoriales, que nos generan mucha sospecha pero que nos interpelan: “Ustedes que son tan imaginativos, ¿cuánto se pueden organizar con un grupo de contrapoder laboral, territorial?”.
Nos toca luchar sin modelos. Tenemos que pensar más a fondo el paro de mujeres. Las chicas están participando en esas experiencias desde un reconocimiento, desde una variación con respecto al miedo. Me parece muy interesante y con muchas preguntas, también; ¿a dónde va a ir eso?, ¿va a durar o no? Hay muchísima gente que desconfía de ese tipo de movimiento, lo ve todo muy light, como muy de clase media. Las cosas que yo conozco muestran que eso no es cierto. La mexicana Raquel Gutiérrez afirma que lo que está surgiendo es una “política en femenino” que desestabiliza todas las categorías, no es política para un grupo. Que el cuestionamiento a la violencia patriarcal pueda atravesar desde la vida en un barrio hasta la familiar y la laboral muestra que no se trata de algo acotado, sino que tiene un inmenso potencial. Y a muchos de nosotros, los varones que tenemos discursos sobre las cosas, nos plantea una pregunta sobre qué actitud tomar ante lo que se plantea como un movimiento de mujeres. ¿Quién es el violento?, ¿qué es lo que pasa a través nuestro? La imposibilidad de tener un discurso rápido sobre estas cuestiones es muy auspiciosa, hace pensar que el movimiento es realmente muy eficaz y que está poniendo preguntas reales: ¡está molestando! Ahí hay algo. Esperemos que no se recueste sobre una dimensión de sector o específica, que pueda atravesar y recorrer todo el campo social. Tenemos que ayudar a que ocurra eso. No hay sitio que no esté estructurado por la llamada violencia patriarcal, que es un estructurante de la economía neoliberal. No podemos perdernos esos enlaces fundamentales.
–¿Cómo ves la relación entre este tipo de transformaciones y la democracia?
-Yo creo que la democracia liberal sólo trata de neutralizar y desactivar, le hace pases al patriarcalismo y al neoliberalismo. Ofrece ideas de lo posible e impide que creemos otras nuevas, nuestras. Otra cosa es cuando uno se enfrenta a la palabra “democracia” a secas. O sea, estamos obligados a imaginar cómo se puede transformar a la democracia liberal en otra cosa que sí sea una democracia en el sentido que le daba, por ejemplo, [Baruch] Spinoza: la articulación libre de la potencia común. Pienso que podríamos pensar la democracia en términos de un trabajo muy fuerte para combinar diferentes subjetivaciones del campo social, en vistas a un cambio de estructuras. Me parece que eso destroza las ideas de mayoría y minoría, de lo público y lo privado, del voto y del representante, y nos fuerza a pensar de otra manera los mecanismos colectivos. Pero salir de esta democracia liberal es dificilísimo; está súper instalada en el corazón mismo del capitalismo.
Nadia Lartigue, Juan Francisco Maldonado, Lucía Naser y Esthel Vogrig. Esta entrevista es parte de la investigación Manifestación A Futuro (MAF), sobre movilización social y coreografía.

2 x 1 (Quien entrega historicidad se regala) // Diego Sztulwark


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Hace siglos, Spinoza escribió que la paz no es ausencia de guerra y que los estados no podían confiar en tratados de paz sin verificar cómo se modificaban las circunstancias materiales a favor de alguno de los firmantes. Si se rompía el equilibro de fuerzas que había llevado a concebir el tratado sería inevitable que los favorecidos invadieran. Es decir que a la larga, la relación de fuerzas modifica (reinterpreta, destruye y crea) realidades jurídicas.
El reciente fallo de la Corte Suprema -modificada con los dos jueces propuestos por Macri y aprobados por el Senado- es un nuevo capítulo de la historia de estas traducciones de relaciones de fuerzas del plano material al jurídico. El fallo no innova en la reinterpretación de nuestra historia ni cuestiona las sentencias contra los genocidas (porque las relación de fuerzas no nos es tan desfavorable, aun cuando nos quieran hacer creer lo contrario). Lo cierto es que marinos como el Tigre Acosta, Alfredo Astiz o José Radice podrían incumplir sus penas sin que la justicia presente una sola duda sobre sus acciones como carniceros de la ESMA. Las mutaciones reaccionarias siempre se presentan como espirituales, y en este caso, al 2 x 1 hay que entenderlo como una manifestación espiritual de una señora y dos señores supremos. Y como en toda epifanía de ese orden, la Iglesia Católica juega un papel visiblemente central. Carniceros y espiritualistas. Así estamos, una vez más.  No es solo Macri. Es también el trípode Poder Judicial, Iglesia y Fuerzas Armadas. Mejor tenerlo en cuenta. 
Claro que esto tiene una historia. Durante la posdictadura y luego de los juicios a los genocidas, el alfonsinismo encarnó una política de resignación ante la relación de fuerza. Nacieron así las políticas estatales de impunidad: las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final. Cuando Kirchner asumió el gobierno en 2003, la legitimidad popular de la lucha contra la impunidad provenía de las luchas populares. Era tal la importancia de esa legitimidad, que el nuevo gobierno decidió comprometerse con ella como parte de una agenda que no le era propia. ¡Hasta Rodríguez Sáa estuvo tentado de desarrollarla! La gran mayoría del país hizo un esfuerzo para ver allí una nueva época, en la que los gobiernos supieran llevar a cabo los mandatos populares y democráticos que emergían bien de abajo. O sea que 2001 fue, no una “crisis” (lenguaje mistificador que no quiere leer lo que allí ocurrió de importante para la política), sino unmandato”. Y un mandato que quedó incumplido. Comprender esto implica saber dónde golpea hoy la derecha política organizada.
Aquel mandato fue el más temible luego de los que se organizaron en 1945 y 1969, es decir, con las masas en la calle. En el caso de 2001, los derechos humanos obraron como superficie sensible para articular esas luchas (desocupados, trabajadores, mujeres, jóvenes de los barrios). Como tal, la lucha por los derechos humanos se desdobló en dos: la demanda propia de juicio y castigo, y la superficie de composición para las luchas sociales. Consagró un modo de hacer política –como lo hace hoy el movimiento de mujeres-, desde abajo y a pesar de todo: de los partidos, del Estado, de las derechas, de los milicos, de los aparatos mediáticos. Fue la expresión más noble que tuvimos de una política que articula afectos e ideas, situando en su centro la vida de los cuerpos y no su explotación. Es el ejemplo más perdurable de una política que exige bloquear ya la violencia asesina, clasista, racista y patriarcal. Sin esa sensibilidad y esa memoria, la Argentina no tendría ya nada de democrático. Porque toda democracia se corrompe si se desoyen los mandatos.
Los derechos humanos deben ser reinventados, para escuchar la necesidad de frenar la violencia asesina que recorre toda la sociedad (y no desde que llegó Macri, que la aumentó, ¡sino desde siempre!). Quienes intentan restringir los derechos humanos al kirchnerismo destruyen historicidad. Y quien entrega historicidad se regala (sucedió con los defensores de izquierda de Milani: cada claudicación en la lucha la cobra el enemigo). La lucha por los derechos humanos no es una demanda más entre otras, sino el espacio sensible que logra componer y formular mandatos populares de un modo límpido y constituyente. Por eso es que ataca ahí la derecha, porque saben que si quiebran esta superficie podrán avanzar a fondo. 

Tratado sobre la vergüenza // Diego Sztulwark

Comentario sobre el libro de Bruno Bosteels, Marx y Freud en América Latina.[1]

Como en la carta-confesión de Óscar del Barco, lo que Rozitchner llama una versión cristianizada del mandamiento ético de Lévinas (“No mataras”) ha llegado a terminar con la posibilidad misma de la militancia política. En este contexto, finalmente, parecería completamente apropiado y comprensible buscar un retorno a la ética borgiana de la honestidad textual, sin la pretensión imposible de una ética de la liberación. La pregunta con la que me gustaría terminar, sin embargo, es si no deberíamos considerar también la posibilidad de que hoy sería quizás más urgente liberarnos de la ética
B. Bosteels.
I
Bruno Bosteels ha decidido mirar de frente el estado fantasmal que envuelve a las izquierdas del continente luego de los años de fervor de los 70, de los intentos de revolución, y luego de las sucesivas derrotas. Y para ello ha resuelto seguir la pista más fuerte: el itinerario de Marx y Freud en nuestra región desde los tiempos mismos de la admiración de José Martí por el barbado de Tréveris pasando por José Revueltas y el 68 mexicano, hasta llegar a los capítulos argentinos centrados en León Rozitchner y Ricardo Piglia y la crisis del 2001. El libro propone una lectura sintomática de los desencuentros–expresión tomada del gran libro de José Aricó, Marx y América Latina– que acompaña a la tentativa misma de revolucionar la sociedad y producir en simultáneo una nueva subjetividad individual. Bosteels lo hace bajo el supuesto –ya presente en su libro anterior publicado en castellano, Badiou o el recomienzo del materialismo dialectico-[2]de que una política emancipadora, hoy día, debe admitir el agotamiento de la política leninista y desplegarse en clave de procesos inmanentes de subjetivación. 
A la enumeración del subtítulo del libro –Política, psicoanálisis y religión en tiempos de terror-, bien hubiera podido sumarse “literatura y crítica”. Aun así, nos seguiríamos preguntando por la expresión “tiempo de terror”, que tiende a justificar la conjunción entre Marx y Freud y que conlleva una pregunta sobre la naturaleza de esa temporalidad violenta, que por momentos adjudicamos al terrorismo de Estado de la última dictadura, solo para advertir que esa violencia es aún más estructural y permanente. No porque el terrorismo de Estado sea solo la síntesis más perfecta de reconversión de la sociedad –sería así el opuesto exacto de la idea misma de revolución-, sino porque esa violencia contrarrevolucionaria, por así llamarla, se constituye extendiéndose en el tiempo, como ocurre hoy con el gobierno elegido por la vía electoral en la Argentina. 
América Latina vive en tiempos de terror y la política, el psicoanálisis y la religión (así como la literatura y la crítica) se nos abren como campos de elucidación de esa vivencia. El libro de Bosteels restituye una tesis tan sencilla como certera: hay una violencia esencial propia de los procesos de inclusión en el mercado mundial capitalista. Se trata de una violencia histórica que comienza con la espada y la cruz durante la conquista, sigue con la picana y con la cruz durante la dictadura, y se consolida con la exclusión social (y con la cruz) durante los tiempos del capitalismo global y neoliberal. La influencia de la obra de León Rozitchner es fuerte en este tipo de enfoques. Tiende a “desentrañar” (una expresión muy suya) la subsistencia del terror como condición de institución de la acumulación de capital, como lógica represiva consolidada en el nivel del Estado y como esencia de la separación que se transmite en el campo imaginario vinculado a la religión.
II
En 1965, el Che Guevara publica, en el semanario Marchade Uruguay, “El socialismo y el hombre en Cuba”, texto en el cual plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, material y moral, cuantitativo y cualitativo, son los términos de una dialéctica que resuelve proponer el problema del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado con que cuenta el poder revolucionario para esa transición, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.
Solo un años después de esta publicación, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contreponía dos modelos humanos a partir de dos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas en tanto que ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben estar conectados para que entre ideas y prácticas surja una praxis, una transformación del sujeto. La tarea de crear un hombre nuevo y unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se pone a trabajar sobre la obra de Freud.
III
Unos años después, en 1972 y ya muerto el Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre modelos humanos antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que sólo la organización para la lucha torna eficaz”.
El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.
Todo lo contrario de lo que, según Rozitchner, ocurre en el plano religioso en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como modelo de “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como modelo de “descubrimiento”, siendo los modelos dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.
En efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos  y deben enfrentar, por tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.
Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el “carácter político que asume, aquí en Freud, el superyó colectivo. Si toda forma humana no es sino aquella en la cual el sistema histórico se hace evidente en su contradicción, si en cada hombre la contradicción del sistema está interiorizada, sin que se pueda salir de ella a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces Freud nos muestra aquí que la única posibilidad histórica de cura es el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible”.
El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, abre –dice Rozitchner- “para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.
IV
La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo, y Rozitchner había comprendido muy tempranamente en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío –textos que Bruno Bosteels conoce bien-, que esa polémica abarcaba una confrontación filosófica y política en el campo imaginario dominado por la religión. Marx y Freud eran invocados, desde América Latina, para desarrollar una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.
Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación de fines de los setenta. “La Iglesia –dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”.[3] Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.
Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.
V
No deja de resultar ilustrativo del actual estado de cosas –gracioso, si no fuese también doloroso- que ese neoliberalismo sea declamado en el presente por el hijo de León Rozitchner, autor de discursos del presidente Macri. El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad esas estructuras simplemente resultan inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna (solo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas). Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré- aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación.  
La polémica de la Iglesia -preocupada por la comunidad, la pobreza y el carácter divino, y por lo tanto sin historicidad de las estructuras humanas- con los neoliberales sudamericanos se desarrolla, sin embargo, sobre un cierto marco común, expresivo de ese tiempo de terror al que alude el libro de Bosteels. Ese marco común es la exclusión de eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, da lugar a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante.  El pastorado –vaticano o neoliberal- vuelve a fijar al sujeto a su condición natural, orgánica y creada. Lo fija a una salud fundada en la estabilidad y lo envuelve con una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente respecto de los fenómenos de violencia que hoy vemos intensificarse en el cuerpo de las mujeres, de los pibes y pibas en los barrios y en la represión política. Una vez más, la teología política es una: la propiedad privada (respecto de la cual solo se discuten sus abusos y excesos) que la política incluso progresista no se atreve a cuestionar, sin advertir hasta que punto su persistencia es subjetivante.
A Bosteels no se le escapa el 2001 argentino, esa emergencia de “máquinas de guerra” sin política socialista, que constituyó la última tentativa de investigación militante –hasta la emergencia reciente de Ni una menos– como recurso de una subjetivación política inmanente. Como muchos de nosotrxs, se pregunta si la apuesta a la inmediata reversibilidad del poder en contrapoder –como escribimos en Colectivo Situaciones por aquellos años, pensando en la historia de las insurrecciones argentinas pero también, señala el autor, bajo la influencia de la filosofía de Toni Negri, inspirada en Foucault y en la historia del obrerismo italiano- no conduce a la impotencia política, por cuanto la fuerza del orden global tiende a absorber todo gesto de autonomía. Bosteels desconfía con razón de las filosofías del “complot” que –como sucede en el libro Imperio– dan lugar a un “optismismo ontológico y unas “irrefutables figuras del saber”, aunque rescata de aquellas posiciones la tesis de la anterioridad de la resistencia al poder que las fundamenta. Quizás sea esa desconfianza lo que haya que pensar a fondo. Menos como un sistema de refutaciones y mas como una ética (en sentido spinoziano) que se niega –como lo hacía Nietzsche- a proyectar saberes o expectativas propias sobre procesos de naturaleza incierta. Bosteels formula preguntas que abren el espacio de ese balance necesario. El libro tiene páginas muy interesantes sobre el papel de la vergüenza como fuerza revolucionaria en los inicios del movimiento obrero y sobre el papel de la vergüenza como duelo interminable tras la derrota, que impone un repliegue, y un goce del repliegue respecto de lo político. Los espectros andan sueltos. Se hace necesario, al libro de Bruno Bosteels experimentar una nueva relación con la vergüenza. Alguna vez el gran pensador italiano Paolo Virno de paso por Buenos Aires se refirió a la vergüenza como la experiencia propiamente humana de no saber que hacer con uno mismo, de no coincidir con la realidad. Una vergüenza que revela, en esa no coincidencia, el camino de la invención posible, de una profunda historicidad.  

[1] Bruno Bosteels, Marx y Freud en América Latina. Política, psicoanálisis y religión en tiempos de terror, Akal, Buenos Aires, 2017.
[2] Bruno Bosteels, Badiou o el recomienzo del materialismo dialéctico,  Editorial Palinodia, Santiago de Chile, 2007.
[3]Alberto Methol Ferré, Alver Metalli, Francisco, el Papa y el Filósofo, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2013.

La educación de la sensibilidad militante // Diego Sztulwark

1. Semana Santa como coyuntura

Los militares argentinos, formados en una compresión católica integrista de la patria, concibieron su acción represiva como un acto de soberanía nacional orientado a normalizar situaciones anómalas: indios, gauchos, anarquistas, comunistas, judíos, peronistas, subversivos, negros, piqueteros, putos y putas fueron alternativamente construidos como enemigos internos de quienes había que salvar a la Nación. La obra de exterminio que coronó en el terrorismo de Estado vinculado a la última dictadura no se explica sin los militares, pero tampoco se explica sólo por ellos. La influencia rectora y pedagógica de la Iglesia argentina sobre las Fuerzas Armadas fue absolutamente determinante. Tampoco es posible comprender el papel de los militares durante la década de los años setenta sin estudiar, además, la coyuntura mundial de la guerra fría y la emergencia del neoliberalismo en Inglaterra y en los Estados Unidos.  Aunque el hecho más determinante haya sido, quizás, la decisión del gran capital de resolver la intensificación recurrente de la lucha de clases por la vía del terror. La guerra de Malvinas, lejos de retomar la tradición de liberación del ejército de los Andes, consagró una concepción militar elaborada a partir de la racionalidad del terrorismo de Estado: la destrucción de cuerpos disidentes (ESMA) y la entronización de una idea de soberanía nacional que no partía de la movilización de las fuerzas populares –principio sólo expresado por las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura- sino de una idea espiritualiza, blindada y desvalorizante de toda experiencia de poder democrático colectivo.
La victoria de Alfonsín sobre el peronismo de Luder y Lorenzo Miguel de 1983 no se entiende sin el movimiento de reconfiguración del espacio político, en términos de un antagonismo entre democracia y dictadura. Los juicios a la Junta Militar y la imposibilidad de replantear la estructura de la dependencia –expresada en el mecanismo del endeudamiento externo- determinó el proceso de la llamada “transición a la democracia”. Según el periodista Horacio Verbitsky, los juicios a la cúpula de las Fuerzas Armadas fueron pactados en un almuerzo con los llamados “capitanes de la industria”, quienes condicionaron su apoyo a cambio de imponer al nuevo gobierno los lineamientos de una “economía de guerra”. Pero ¿aceptarían las Fuerzas Armadas, que habían derrotado a las organizaciones revolucionarias y populares y transformado en un sentido reaccionario al país, ser sacrificadas en nombre de un tiempo de buenos negocios y de una ilusoria paz social fundada en el recitado de la Constitución Nacional?
El alfonsinismo fue un fenómeno “hegemónico” (como dicen los lectores de Laclau): teñía el significante democrático cuyo contenido esencial era la derrota popular. De modo que su idea de democracia apenas desbordaba los límites de una concepción parlamentaria de la forma de gobierno. Fueron años de “cretinismo parlamentario” (como dicen los lectores de Lenin). El radicalismo había sido uno de los partidos políticos -no el único, ni mucho menos- que más cuadros había aportado a la dictadura. “Democracia”, durante los años ochenta, quería decir ausencia de violencia o de conflicto. Parecían convencidos de que la sociedad entera aceptaría cerrar sus antagonismos y cuestionamientos en un clamor por el equilibro y la moderación generalizada. Su célebre teoría de los dos demonios racionalizaba esa concepción aplicada a concebir un mundo sin lucha de clases ni horizonte alguno de transformación social. El alfonsinismo fue el primer intento fracasado de constituir un ultracentrismo político por la vía de exclusión de todo actor considerado inadecuado para el espacio procedimental de república (el peronismo y los sindicatos, los militares y la derecha católica, las izquierdas y las organizaciones sociales). La consigna “democracia o dictadura” permitía ligar el repudio al terrorismo de Estado con un disciplinamiento de todo desborde social, pasivo de ser acusado de desestabilizador. Esa racionalidad política, que se acodaba en una idea resignada y defensiva de la democracia, fue la que preparó y viabilizó las políticas de impunidad a los genocidas y las políticas de ajuste apoyadas en la legitimidad de las urnas, experimento que el menemismo luego extremó con un sentido único de la perversión.
Los carapintadas constituyeron un desafío a la hegemonía alfonsinista proveniente de un actor disminuido en el bloque de poder. La humillación de Malvinas, el juicio a las Juntas Militares, la ruptura de las cadenas de mando inherente al Estado terrorista y el desprestigio en que habían caído unas Fuerzas Armadas a las que Alfonsín quería fuera del juego político, alimentaron un movimiento de rebelión castrense ante el que Alfonsín se conmovió al llamarlos “héroes de Malvinas” (esa misma incapacidad de sobreponerse a la prepotencia de las Fuerzas Armadas volvió a hacerse presente de modo trágico durante la toma del regimiento militar de La Tablada). Pero no se trató solo de Alfonsín.  Con Cafiero y Menem, la renovación peronista -agotada cuando el segundo venció en una interna al primero en 1988- asumía los elementos básicos de la narración alfonsinista y solo los organismos de derechos humanos y un puñado de corrientes de izquierda asumieron sin claudicación el programa elaborado durante años de lucha por la verdad, la memoria y la justicia. Esa derecha “revolucionaria” no logró influenciar seriamente al peronismo. Recuerdo haber asistido a la expulsión una columna de carapintadas por parte de militantes sindicales peronistas en una  movilización –¿año 90, 91?- gigantezca de la CGT de Ubaldini
2. Semana Santa como aprendizaje 

La crisis de Semana Santa –¿esa santidad habrá estimulado a los cruzados del Crislam?- marcó el retorno de los militares a la acción política reivindicando lo actuado durante el terrorismo de Estado, pero también la fuerza de una enorme reacción popular que trascendió por mucho la legitimidad de las conducciones políticas de los principales partidos políticos. Esto forma parte de los primeros recuerdos internos de la vida política de muchos de los que hoy tenemos cierta edad. Los canales de televisión, todos bajo gestión estatal, trasmitían en cadena nacional consignas en defensa de la democracia. Los militares parecían haberse dividido en dos: “rebeldes” (carapintadas) y “leales” (dispuestos a responder la orden de represión del gobierno civil). Las plazas (la de Mayo y la de los Dos Congresos) reunían a todos aquellos dispuestos a rechazar en la calle el retorno del terrorismo de Estado, pero la idea de “defender la democracia” empezaba a fallar, puesto que muchos de los que allí la cuestionábamos por estrecha, abatida y formalista, aun así la preferíamos –porque en su marco podríamos disputar en mejores términos su contenido- antes que cualquier rebrote de poder genocida que temíamos y creíamos todavía posible. Marchábamos –como lo hicimos siempre después- contra la pervivencia del terrorismo de Estado y al mismo tiempo contra una democracia diseñada sobre fondo de ese poder genocida. Ese modo de estar en la plaza fue corporizado por las Madres de Plaza de Mayo con su consigna “no hay rebeldes, no hay leales, los milicos son todos criminales”. Esa disposición a decir la verdad, a no claudicar, esa decisión de abrir un espacio político no violento pero activo e insumiso fue un gesto decisivo en la formación de la sensibilidad política de parte de una generación.
Las Madres de Plaza de Mayo representaron el reverso de la dictadura, pero también de la democracia de la derrota. Su negativa radical a aceptar una normalidad fundada en la desaparición de aquellos a quienes el Estado se llevó vivos coronaba en una exigencia excepcional: no habrá  legalidad legítima hasta que no aparezcan con vida.  Es decir: no hay transacción posible con la herencia del terrorismo de Estado. Esa sigue siendo la principal enseñanza de la generación de los padres de los desaparecidos. Como luego lo explicó el filósofo León Rozitchner, el terrorismo de Estado sobrevive en la concentración de la propiedad privada y  en la destrucción de los cuerpos indóciles. En torno a las luchas por los derechos humanos –abuelas, madres, sobrevivientes, luego hijos-, se formó el único contrapoder capaz de ligar luchas sociales en torno a un programa que apuntaba a invertir esta fusión perversa entre terror y represión. Esa lección, el legado imperecedero de las Madres, tuvo un capítulo central en aquel fin de semana largo de 1987. Y en su nombre hemos gritado que el ascenso de Milano –ahora detenido por causas de lesa humanidad- era el correlato de la renuncia a avanzar sobre los pilares de la concentración del capital. En nombre de ese legado sabemos que se precisa hoy de nuevos organismos de derechos humanos, ligados estrechamente a la violencia en los territorios, y al salvajismo que introduce la dinámica financiera y rentística de la acumulación de capital. 
La Semana Santa activó un sistema de alertas en las militancias. El retorno del terrorismo de Estado hubiese sido un fracaso completo para los movimientos populares y la muerte segura para muchos cuadros y militantes que buscaron reaccionar ante la mediocre respuesta del sistema político (la famosa Ley de Obediencia de Vida). El posterior disciplinamiento de las Fuerzas Armadas vino de la mano de Menem y de su alineamiento con el gobierno de la familia Bush. Por lo que en la década de los años noventa, las Fuerzas Armadas dejaron de ser la expresión de una amenaza real y el aparato del orden y la represión interna transmutó. La hegemonía neoliberal de aquellos años implicó una modificación micropolítica de la sociedad que incluyó la generalización de la tarjeta de crédito y la socialización de las prácticas de control. Las instituciones políticas que surgieron de estas articulaciones colectivas se aliaron con prácticas difundidas de racismo, patriarcalismo y clasismo, sobreviviendo la racionalidad del genocidio más en la economía y en el filamento de los vínculos que en la retórica de la seguridad sublimada. Y aunque el alineamiento de los organismos de derechos humanos con el gobierno de los Kirchner restó vigencia al sistema de resonancias entre derechos humanos y luchas sociales que se había cristalizado en 2001 mientras eclosionaba el sistema político, hubo de su parte un intento (que es preciso evaluar en su complejidad, porque hizo convivir avances institucionales con barbarie policial y empresarial) de llevar esos discursos al propio Estado. Aquella sensibilidad militante gestada en aquella Semana Santa sigue siendo el capital más importante con que cuentan los sectores populares para desanudar la perpetuación de la fusión neoliberal de Propiedad y Terror (entre deuda y criminalización que estudia hoy día el historiador Bruno Napoli), a condición de volver a invertirla en la articulación de nuevas luchas sociales cuyos lenguajes son otros. La lección de la Semana Santa de 1987 es el rechazo a una concepción estrecha de la democracia.

Contracoherencia // Diego Sztulwark


Se anuncia hoy en los diarios una nueva ofensiva del gobierno nacional y los sectores conservadores de la política, el empresariado y la Iglesia Católica contra las conquistas y la simbología de los derechos humanos. Desde el último 24 de marzo esta tentativa fue constante y negacionista. Así lo muestra la estúpida discusión sobre el número de desaparecidos. Esto fue así hasta que 500.000 personas rechazaron en las calles el fallo de la Corte que aplica el 2 x 1 a un genocida. ¿Qué pretenden los impugnadores de los movimientos de derechos humanos? 

Una primera respuesta es que el gobierno de Macri considera los derechos humanos una bandera del kirchnerismo, adversario político a quien desea debilitar. Se trata de una respuesta escuálida y miope, no importa lo difundida que pueda estar entre unxs y otrxs. Si una premisa efectiva se verifica en esta historia es que los derechos humanos constituyeron la única respuesta certera contra el terrorismo de estado, que no es cosa del pasado sino fundamento del orden económico y político vigente durante la posdictadura. 

Lo que llamamos derechos humanos en la Argentina es, como todos sabemos, el tejido de una densa historicidad urdida por familiares, sobrevivientes y activistas de toda clase que durante décadas hicieron un trabajo ético fundamental en torno a la memoria, la verdad y la justicia. Lo que está en cuestión, en ese tejido, es su capacidad de extenderse a trevés de diferentes capas de la sociedad, acogiendo diferentes luchas -como sucedió con el movimiento piquetero y las demás figuras de la crisis del 2001. 

Ese tejido, principal experiencia democrática en la vida del país durante las últimas cuatro décadas, ha dado muestras de una cierta irreversibilidad (¿no es esa, al menos, la impresión al ver a los hijos de los represores comenzando por fin a decir en público su verdad?). Quizás haya derecho a creerlo, después de todo estos más de 40 años de grandes manifestaciones colectivas de justicia se hicieron desde posiciones minoritarias, y la enorme mayoría del tiempo contra los partidos políticos y el estado.  

Lo primero a comprender, entonces, es porqué se ataca ahora esta experiencia colectiva de justicia. Imposible responder sin incluir en el razonamiento el modo en que los últimos años se discute la cuestión de los derechos humanos como ligada al kirchnerismo. El kirchnerismo es un capítulo innegable en esta historicidad, fue la compleja experiencia de articulación, en una zona común, entre gobierno y buena parte de los organismos. En lo que de esa zona aparezca como sospechoso para el paradigma de transparencia empresarial persecutoria, el gobierno actual previsiblemente golpeará con contundencia. 

El símbolo mayor de esa estrategia es la prisión de Milani que se produjo durante el actual gobierno y no cuando correspondía: durante el gobierno de Cristina, cuando era jefe del ejército y se lo acusó en causas de Lesa Humanidad. Por innegable que el kirchnerismo sea en esta historia (el apoyo a los juicios, la exEsma, etc) no conviene confundir los términos y hacer de esa parte (el kirchnerismo) un todo (el movimiento de derechos humanos). Esa operación de reducción de un proceso siempre más complejo, rico y abierto a uno de sus momentos es exactamente la operación que lleva a cabo el macrismo. ¿Quién sino el gobierno actual se interesa más por esta sustitución que encierra el potencial de las luchas de los derechos humanos en una expresión política particular? 

Si a alguien le interesa plasmar la ecuación derechos humanos igual kirchnerismo es al propio macrismo. Es preciso entonces enderezar el razonamiento: el verdadero enemigo de la derecha argentina no es el kirchnerismo, sino esta historicidad de las luchas por la memoria, la verdad y la justicia y su capacidad de expandirse a las luchas sociales. Es a esta historicidad a la que se apunta y a la que se quiere quebrar. Lo que se pretende desmontar es la dinámica abierta desde una sensibilidad apta para reunir diferentes luchas populares en torno a un mandato común frente al estado.

La plaza contra el 2 x 1 –tan conectada con la marcha del 3 de junio ni una menos- ha corroborado que ese fenómeno de sensibilización se encuentra vigente a pesar de todo (¿más vigente que nunca, incluso?). 

No es contra el kirchnerismo que apunta el gobierno, sino contra esta historicidad. Y la razón de este ataque es, después de todo, bastante clara: el neoliberalismo -que no es, por cierto, patrimonio del marcismo- es centralmente competencia, exclusión, empresarialidad, goce centrado en el narcisismo y violencia. Su instauración pone en acto lo que Rita Segato ha llamado una “desensibilización” de las personas respecto de lo otrxs y por tanto de lo colectivo como tal. 

La percepción que las derechas (no solo el macrismo, por supuesto) tienen del peligro de las luchas de la memoria, verdad y justicia y su poder de expansión es correcta y no obedece solo al pasado sino sobre todo al presente. Su intento de desactivarlas guarda una profunda coherencia. La plaza contra el 2 x 1, la marcha del 3 de junio muestran la vitalidad de una contracoherencia que no se las hará nada fácil.

Contracoherencia micropolítica // Diego Sztulwark

El odio fascista llegó a ser en su tiempo estetizante y suicida, un deseo de movilización total para una conflagración sin transformación en la que el fin era la propia muerte.
El fascismo de hoy, fascismo del último hombre, carente de toda voluntad, ya no es lo que era. Se trata de una epidemia propiamente neoliberal que ataca a poblaciones aterrorizadas por la diferencia vivida como amenaza de las jerarquias en nombre de las cuales se está dispuesto a matar y se mata. No es creíble oponer el Amor a tal Odio, como ocurre en ciertas iglesias (las pasiones con mayúscula se convierten en términos trascendentes, teológicos). El odio como el amor son ambas pasiones igualmente necesarias y dependientes entre sí. Sin ellas los cuerpos quedan desposeídos de los medios para su reconocimiento. ¿O no hay acaso odios absolutamente necesarios, que alimentan rechazos vitales? ¿Y desde cuando los amores que cuentan se dirigen al cielo y no a naturalezas bien concretas?.
La puesta de Silvio Lang musicaliza, canta y baila la trivialidad asesina, la desensibilización general que crece entre nosotros. «Diarios del odio» debe ser otra cosa que autocomplacencia sobradora para conciencias progresistas. Es parte de un programa de investigación militante sobre los modos del goce de las imágenes del crimen con que lo neoliberal crece entre los adoquines. Desentrañar ese tejido, resistirlo al nivel de los ritmos y las fibras es la base de una contracoherencia desafiante, micropolítica, a la altura de la amenaza que sufrimos.

[fuente: http://campodepracticasescenicas.blogspot.com.ar/]

Preguntas a Franco “Bifo” Berardi // Diego Sztulwark


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El último libro de Franco “Bifo” Berardi publicado en Buenos Aires1 conecta con aspectos decisivos de los procesos de sujeción que determinan nuestros modos de vida y nuestra coyuntura política. Su planteo central consiste en describir la transición de un mundo en el cual la relación entre cuerpos y signos era procesada a través de la sensibilidad -concatenación conjuntiva- a un régimen en el que solo operamos con signos ya codificados, con combinaciones preestablecidas por una previa compatibilización -concatenación conectiva-. Esta transformación obedece a la revolución informática producida en las últimas décadas en el semiocapitalismo -el capital que se valoriza en la producción de signos- y se debe tanto a un cambio tecnológico como a una ruptura ontológica que consiste en la pretensión de autonomía del signo con relación a su referente (en el lenguaje: significante/significado; en las finanzas: dinero/trabajo). En otras palabras, el animal humano sufre las consecuencias de su acción sobre el entorno -la info-esfera, poblada ahora de flujos de información que circulan a velocidad del vértigo- al que ha modificado de un modo irreversible y ahora sólo aspira a adaptarse a él. El infinito de la emisión de la información deviene incompatible con la capacidad de recepción-metabolización del cerebro individual y social: imposible para la mente humana. Esta transformación del entorno resulta así inseparable de una mutación antropológica que el autor describe tanto desde el punto de vista de los nuevos patrones tecnológicos, como desde el nuevo poder de las finanzas y las patologías que asolan a los sujetos.
La revolución digital trastorna el modo en que se vincula el cuerpo con los signos. La concatenación conjuntiva era capaz de captar signos no verbales y asociarlos según dinámicas de creación sensible de la experiencia. La concatenación conectiva, en cambio, se caracteriza por un aumento sin precedentes de la capacidad de manipular signos en velocidad, siempre que esos códigos sean previamente compatibilizados y esté disponible uno de ellos para vincularlos. El efecto de esta mutación en los modos de concatenación tiene para Bifo un efecto de pérdida de sensibilidad, de sensitividad (táctil), de sensualidad (placer-dolor). Pérdida de todos los componentes productores de empatía. La desensibilización general neutraliza el poder crítico de la cultura y anula la disposición del tiempo necesario para los vínculos eróticos, ambos componentes fundamentales de los contrapoderes. La derrota de la sensibilidad es inseparable de una derrota posible que no es achacable a la innovación técnica sino al hecho de desarrollarse bajo las condiciones definidas por grandes corporaciones capitalistas.
Este fenómeno de desensibilización (que abarca una desensualización, una desensitivación) repercute en otra dimensión de la experiencia del pasaje en curso: la consolidación de una disposición evolutiva-adaptativa de la mente al entorno cambiante y la pérdida de un sentido de lo histórico y de lo político fundados en el papel de las facultades exaltadas por el viejo humanismo como lo fueron la voluntad de transformación, la interpretación de la realidad y el poder la decisión. En lugar de voluntad transformación, el paradigma conectivo ofrece códigos para la integración compulsiva, acompañada de toda clase de patologías (fatiga, stress, depresión, pánico); en lugar de la interpretación experimentamos un aumento incesante de la complejidad sin caósmosis (palabra con la que Guattari denominaba la emergencia de una nueva consistencia producto del aumento de la complejidad; la caómosis posibilita nuevas subjetivaciones, no nuevas sujeciones!); en lugar de decisión (elemento central de la política revolucionaria) ordenación de lo caótico por la vía del algoritmo (nueva teología matematizada). 
El semiocapitalismo digital -captado con el método “operaista” de la lucha de clases como “composicionismo” (lectura de las variaciones de los aspectos técnicos y subjetivos de la cooperación proletaria)- resulta inseparable del poder de las corporaciones sobre la programación y los mecanismos de sometimiento del “intelecto general” (del que hablaba Marx). No se plantea para Bifo, por tanto, la cuestión de un deseo de retorno al pasado (nostalgia de la explotación fordista de la fuerza de trabajo) ni una fobia a la tecnología. La única fobia que el texto registra se dirige al capital, y es expresada en términos estéticos como el rechazo al purismo de raigambre teológica que prepara el espacio liso en el cual el signo se deslinda del cuerpo sensual y productivo y se entrega al código, conectividad sin resto al que se subordinan las formas de trabajo y sobre el fondo del cual reina el poder financiero. Este purismo, curiosamente, ha afectado a su más serio oponente, el leninismo, cuya pureza revolucionaria (vinculada por Bifo a una expresión del cristianismo ortodoxo ruso) ha conducido a un voluntarismo catastrófico. De manera que ya no contamos con la política revolucionaria clásica para rechazar el dominio semiocapitalista actual, ¿con qué responderemos entonces para evitar el colapso?
Preguntas a Bifo
- Partir de una lectura en dos bloques homogéneos de la época “conjuntiva” y de la “conectiva”, ¿no produce un efecto demasiado contundente? Si la transición es tan plena y lograda, ¿no se nos pierden matices y posibilidades necesarios? Por ejemplo, ¿no cabe preguntar por la presencia de lo sensible al interior del mundo organizado por el paradigma conectivo? Y esta sensibilidad, ¿cómo se da en el mundo actual? ¿Se presenta solo de modo patológico?
- ¿El fin de la política tal y como la tomamos de Lenin implicaría el fin de toda política? Siguiendo esta vía, ¿no se corre el riesgo de idealizar el pasado de una cultura humanista como si ella no hubiera sido también la más deshumanizante?

- En el contexto de la Argentina de la posdictadura, contamos con tres grandes momentos públicos reconocibles de sensibilización en medio del terrorismo de Estado, el neoliberalismo más crudo y la brutalidad patriarcal del paradigma conectivo: las Madres de Plaza de Mayo; el movimiento piquetero de 2001 y el movimiento actual de mujeres. ¿Cómo leer este potencial de contrapoderes en la época de la conectividad?

Tiempo histórico y traductibilidad // Diego Sztulwark


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Sobre el libro “Huellas, voces y trazos de nuestra memoria”.
“...un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente 
entre las generaciones del pasado y la nuestra”.
Walter Benjamin
I.
El poeta Henri Meschonnic distingue historia de historicidad. El historicista encuentra el sentido en las condiciones de producción de sentido, mientras que la historicidad reivindica lo intempestivo, es decir, la capacidad indefinida que tiene la creación de sentido de seguir actuando más allá de su propia situación. Esta distinción poética nos ayuda a entender un tipo de disputa que se ha abierto en nuestro país en torno al tiempo histórico.
El último 24 de marzo las organizaciones convocantes a  la marcha leyeron un documento en el que se recordaba a las organizaciones revolucionarias de los años setentas. De inmediato, el aparato comunicacional del orden interpretó ese recuerdo como una reivindicación lineal de las prácticas guerrilleras.  Más allá del aspecto canallesco que tienen estas operaciones interpretativas que buscan criminalizar todo acto autónomo de la memoria, queda la pregunta de: ¿cómo entendemos ese recuerdo? Me parece un tema interesante, importante y hasta urgente de abordar.   
Durante la misma marcha del 24 de marzo, muchos dirigentes políticos cuestionaron la consigna “Macri, basura, vos sos la dictadura”, con un previsible reconocimiento de que Macri era un presidente electo por los votos y que por ende había que ayudarlo a terminar su gobierno. Es la pobre idea de democracia que sostiene la enorme mayoría de nuestra dirigencia política y sindical.  Por supuesto que tenemos muy claro que el gobierno de Macri corresponde a un régimen parlamentario. La derecha ha creado por fin su propio partido político y ha llegado al gobierno. No hay confusión al respecto. Pero no es ésta la cuestión. De nuevo: ¿qué recordamos cuando recordamos la dictadura? 
II.
Cuando decimos “Macri es la dictadura” estamos hablando de la historia. Del enorme esfuerzo fallido de las clases dominantes de este país a lo largo de siglos por imponer un orden definitivo, en el que las clases populares  se hagan presentes sólo para obedecer. La última dictadura será recordada por lo sangrienta, pero ella no es sino un momento particularmente concentrado de esfuerzos históricos más dilatados. La historia de la Iglesia y las fuerzas de defensa y seguridad del país, la historia del empresariado de este país deben ser revisadas una y otra vez para tomar conciencia de las relaciones internas que existen entre endeudamiento financiero, represión y criminalización interna y centralidad de la iglesia sosteniendo espiritualmente a los custodios del orden. Cuando vemos cómo se aplica hoy un programa neoliberal recargado, habría que ser muy desmemoriado para no ver -en otras condiciones que claramente preferimos-, las continuidades con el programa del terrorismo de Estado.  Más aún: la llamada democracia abierta en la postdictadura tiene aún hoy al terrorismo de Estado como fundamento.  Cuando hablo de terrorismo de Estado como fundamento del orden democrático me estoy refiriendo a la íntima relación que se establece entre violencia del poder y concentración de la propiedad privada.
A esta historia, que recordamos y estudiamos, y que a pesar de eso, por momentos sentimos que vuelve a repetirse como una pesadilla, se opone la “historicidad”. En ella no se trata sólo de conocer lo que pasó antes para entender lo que pasa ahora. Sino que al conocimiento de los contextos históricos se suma la necesidad de hacer un ejercicio de lo que podemos denominar “traducciones”. ¿En qué sentido traducciones? (no lo había pensado antes, pero precisamente Meschonnic, además de poeta es un eminente traductor). A ver si soy capaz de aclararme en este aspecto. Decíamos con Meschonnic que hay una historicidad que remite a aquello que sigue actuando más allá de su propio tiempo. Hay ahí algo de mucho interés. Cuando los organismos de derechos humanos “recuerdan” a las organizaciones revolucionarias no intentan repetirlas al pie de la letra. Su relación con ellas es de otro orden, y en ningún caso se trata de desconocer las diferencias de contextos históricos. Hace falta entender otra cosa ahí. Tal vez podamos decirlo así: lo que se trata de recuperar es lo que hay de intempestivo en la acción de ruptura del tiempo de la dominación que intentaron las organizaciones revolucionarias. Su tentativa suponía salir del orden que organizaba las miserabilidades de su tiempo. Y en ese punto podemos encontrar su acción. También hoy queremos eso, podemos imaginarlo, quienes acompañamos a los organismos de derechos humanos cada 24 de marzo. Ahí hay una primera posibilidad para la operación de “traductibilidad”. Un mismo deseo de intempestividad o rebelión respecto a la época. Podemos conectar una idea, una acción y un pensamiento de otra época precisamente para salirnos de nuestro propio tiempo. Podemos hacerlo porque ya esa acción y ese pensamiento desobedecían a su propio contexto histórico. Hoy podemos escuchar y recordar mucho de aquellos años  para alimentar, desde nuestra perspectiva y en nuevas creaciones políticas, lo que rechazamos de este presente.
La relación entre historicidad y “traductibilidad” (la expresión es de Antonio Gramsci). Me refiero al singular espacio político creado por los organismos, lxs sobrevivientes y lxs activistas a partir del 77. Pienso sobre todo en las Madres de Plaza de Mayo. Al pedir, en plena dictadura, por los cuerpos secuestrados y desaparecidos, al ir construyendo el repudio a la tortura y al asesinato cobarde, al defender una ciudadanía que debía partir desde la preservación de los cuerpos (como recordará León Rozitchner en su libro sobre Malvinas) se fue creando una sensibilidad antagónica al tipo de soberanía del terrorismo de Estado. Al comienzo, Massera se reía de los familiares. Los veía como el espectro inofensivo del enemigo derrotado. Sin embargo, ese espacio, caracterizado por un nuevo poder de sensibilización colectiva, no hizo sino crecer. A lo largo de cuatro décadas se convirtió en la pedagogía  de un contrapoder de masas. De los pañuelos blancos a los cortes de ruta piqueteros de 2001 se corona, de un modo extraordinario, un derrotero muy rico de enseñanzas. En torno a la sensibilidad expandida alrededor de la lucha por la memoria, verdad y justicia se construyó un espacio para que las luchas populares se reconozcan, se articulen y formulen demandas comunes ante el Estado. Y precisamente aquí aparece esta segunda idea de traducción que nos interesa valorar. Traducción de luchas populares diferentes entre sí, sin que una lucha principal las aplaste a las demás. Traducción más que principio hegemónico. Esa traducción no se dio en el aire sino en un espacio sensible, que hace posible reconocer lo común entre las diferencias. Ese espacio de traducción, sobre fondo de un sensible expandido, parte de las madres y se extiende, en toda la postdictadura argentina, por todo el campo social. Y a mí me parece muy evidente que la derecha argentina -y cuando hablo de la derecha argentina no me refiero sólo a Macri, sino que incluyo, por lo menos, a la Corte Suprema de Justicia, a los otros dos poderes del Estado, a buena parte de la dirigencia política de otros partidos, a buena parte del empresariado pero también al Episcopado Católico Argentino, por no decir a la Daia y otros actores menores-  quiere pegar ahí, en esa capacidad de traducción propia de la historicidad que está en la constitución de los grandes momentos de las luchas populares. Ven bien, esa es su coherencia histórica. 
III.
La reacción popular al fallo de la Corte Suprema del 2x1 a favor del represor Muiña activó este principio de historicidad. Medio millón de personas en la calle obligaron a los tres poderes del Estado a retractarse. La temporalidad de la calle interrumpió y le puso claros límites a la temporalidad del Estado, que habitualmente es la de la impunidad. Siempre es posible decir que la lucha focalizada en los derechos humanos de los setentas no alcanza. Que mientras se logra frenar el 2x1, el país adquiere deuda externa de un modo impúdico y que nos tocará a generaciones soportar esa carga. Y es cierto! Pero no deja de ser cierto que la marcha del 2x1 conecta con la marcha del 3 de junio (la de Ni una Menos). Y que previo a esa marcha un grupo de mujeres activistas hicieron una manifestación ante el Banco Central diciendo “desendeudadas nos queremos”. No se trata sólo de tener claro el vínculo entre deuda y violencia, finanzas y represión a nivel intelectual. Además de eso, es preciso crear “traducciones” muy concretas y nuevas en ese espacio sensible común que abre la lucha por los derechos humanos.
Y creo que hoy estamos en ese punto: la lucha contra el terrorismo de Estado, como fundamento perdurable del orden político, se traduce bien en la lucha contra el patriarcado como fundamento actual de la economía. No se trata de demandas parciales o aisladas, sino de secuencias de historicidad. Cada una de ellas retoma por su cuenta una misma trama sensible que pone en el centro de las luchas el cuidado de los cuerpos y su deseo desobediente como lugar desde el cual antagonizar con la insensibilización general de las vidas que nos propone “lo neoliberal” (como explica tan bien la antropóloga argentina Rita Segato). Cada una de estas luchas barre entero el campo social proponiendo un ejercicio de traductibilidad, con el horizonte puesto en destruir un orden basado en la propiedad privada concentrada y sustituirlo por una experiencia diferente, fundada en el juego de lo común. Los relatos conmovedores -textos e ilustraciones- contenidos en Huellas, voces y trazos de nuestra memoria nos muestran de qué materia emotiva está hecho este camino (en el libro se leen las siguientes frases, pertenecientes a los lxs seis autorxs, hijxs de desaparecidos: “¿Así se escribirá el silencio”?; “De mis viejos aprendí que el mundo necesita de cada uno de nosotros si queremos hacerlo más feliz”; “sistema autoproclamado democrático sobre las tumbas ausentes de esta generación”; “aceptar los términos de una reconciliación es renunciar a reconocer los motivos que produjeron la ruptura en primera instancia. Aceptar que lo mejor que se puede hacer es este Estado, esta sociedad, este cementerio”; “El tiempo cae donde tiene que caer. Nadie puede escapar de su historia”; “profunda necesidad de escapar”; “El contacto piel a piel con mi bebé, me generó esa memoria corporal primaria y germinal, mostrándome y recordándome que yo también tuve esos primeros abrazos ese primer contacto con la piel de mi madre y mi padre; esas horas a su lado, mirándolos, escuchándolos, hablándoles, conviviendo. Por más que haya durado poco, sé que esos momentos existieron y fueron fundamentales para ser quien soy hoy, y para poder escribir estas líneas”; “comencé a divergir de los caminos aceptados socialmente. Poco a poco me sumergí en el enojo hacia las normas y los mandatos e inmediatamente me sentí atraído por algunos movimientos contraculturales, principalmente por la escena punk- harcorde del Buenos Aires de los noventa. Con esta nueva rebeldía emergiendo afloró en mí un sentimiento complejo”; “Hay historias difíciles, que no se cuentan o que se cuentan poco. Creo o aseguro que esta es una de ellas. No lo digo porque sea la mía, porque lo que te voy a contar les pasó a muchos otros chicos también. Lo digo porque duele un poco, y a veces un poco mucho. Pero siempre, siempre, al final del día lo que queda es el amor”; “Aprendí a refugiarme en el dibujo, antes de conocer mi historia”). Son historias que conocemos, pero necesitamos seguir contando. En ellas las primeras palabras -mamá, papá, abuelas, abuelo- están cargadas de sentido político inmediato. Son esas figuras familiares las que operan la traducción, la historicidad. El epígrafe de este texto -la cita de Benjamin, tomada del libro- nos advierte sobre esta carga intergeneracional: todas las generaciones van a una cita perdida, a encontrarse unas con otras. Y el hecho de que la cita esté olvidada no hace que dejamos de acudir. El pasado está en el presente. Ya no es la memoria nostalgiosa la que aquí conmueve sino el amor que resiste y sensibiliza, que se ofrece -incesante- a las operaciones de traducción entre luchas de distintos tiempos, entre los intentos de desobedecer el presente.

«La imposibilidad de apropiarse de la propia vida está en el centro de lo que llamamos el capitalismo» // Entrevista a Diego Sztulwark sobre León Rozitchner

Nicolás Levy: Buenas tardes, Diego. Para presentarte. ¿Sos politólogo, filósofo, sociólogo? ¿Un poco de todo?
Diego Sztulwark: Estudié en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en los años ‘90, Ciencias Políticas y algunas materias de la Sociología y Filosofía, sobre todo porque algunos años di clase en materia de Filosofía de Sociología con Rubén Dri en la cátedra de filosofía, de la carrera de Sociología de la UBA.
 
Lo cierto es que, para mí, la formación en términos de saberes siempre vino más del mundo de las militancias y de las formas autodidactas de trabajar. Mi última experiencia importante fue trabajar con León Rozitchner y antes con otrxs amigxs y personas que han hecho un trayecto fuerte por su cuenta. Me cuesta bastante definir un campo de formación delimitado. Me interesan, sí, cosas que van entre la política, la filosofía, por ahí.
Erika Vacchieri: Íbamos bien entonces pensando que eras un poco de todo.
Diego Sztulwark: Sí, sí, sí. Con tal de que se sepa que es muy poco de todo, creo que vamos bien.
Carlos Bergliaffa: A partir de la publicación en Lobo Suelto! del reportaje que le hizo Silvio Lang a León Rozitchner[1], quedamos muy conmovidos.
 
Nos sucedió con el grupo de gente con que estudiamos y andamos cerca -que hemos tenido mucha referencia siempre con la filosofía extranjera, básicamente la francesa- el encontrarnos con ese reportaje fue una sorpresa por las cuestiones que él trabaja, ya que nosotros tenemos esas lecturas, pero por autores europeos. Con mucho interés queremos saber ¿cómo fue tu encuentro con León Rozitchner? Nos es llamativo porque desde acá, de Córdoba, el pensamiento siempre tiende a, en vez de pasar por el puerto, pasar directamente en avión a Francia. La pregunta es esa: ¿cómo llegaste vos a ese encuentro con León? ¿A partir de qué líneas de investigación? Y sobre la experimentación que ustedes han hecho.
Diego Sztulwark: Uno sabe lo que hace, pero no tiene tampoco tan claro por qué hace lo que hace, ¿no? Puedo contar el encuentro con León, es más difícil entender por qué uno estaba tratando de entender ciertas cosas.
 
Lo cierto es que la filosofía en nuestra época, digamos en ciertas zonas de la cultura en que nosotros solemos movernos, tienen una referencia muy fuerte a un período muy especial de la filosofía francesa, que es el período de las post guerras, digamos, después de la segunda guerra mundial, creo que ahí, después de Sartre y de esta alianza que se fue haciendo entre tradición filosófica y mundos de las izquierdas. Esa filosofía no es homogénea y ha tenido muchas ramificaciones (Sartre, Merleau-Ponty; Bataille, Blanchot; los estructuralistas; Foucault, Deleuze y Guattari, Derrida; Badiou y Ranciére y un largo etcétera que incluye de un modo muy especial al psicoanálisis lacaniano). Se trata de historias apasionantes que conocemos parcialmente, protagonizada por grandes intelectuales que tal vez ya comienzan a quedarnos un poco en el pasado, aunque aún hoy toda esa producción sigue siendo determinante en el plano teórico. León Rozitchner conoció todo ese proceso muy de cerca, estudió filosofía en Francia, es un doctor de la Sorbona -la más alta distinción de la Universidad francesa- durante los mismos años y con los mismos profesores de Deleuze o Foucault, con quien sin dudas se cruzó durante aquellos años. Quienes sentimos admiración por toda esa filosofía solemos tener también nuestro conflicto con cierta situación colonial que se establece respecto de ella en el campo intelectual. Como si hubiese un idioma y un lugar privilegiado para el pensamiento. El intelectual colonial suele ser una suerte de traductor, o divulgador, o lector lejano y tardío de esas ideas que provienen de muy lejos y gozan de un prestigio que casi nunca se revisa. Se corre así el riesgo de acabar siendo una especie de repetidor de lo que razona una cierta elite intelectual de un país que está en el centro del capitalismo mundial (una situación muy diferente de la nuestra). Creo que León se rebeló muy desde el comienzo con respecto a ese tipo de imposturas, era alguien que tenía muy encarnado, muy presente, el hecho de que la filosofía era sobre todo un tipo lenguaje que debía ser reconstituido a partir de las experiencias propias. La filosofía de León Rozitchner no consiste en la reproducción de pulsiones del mundo histórico francés, sino en una fuerte puesta en juego de lo que le fue pasando a él, lo que le iba pasando en la coyuntura latinoamericana y argentina que le tocó vivir. Esto se traduce en cosas como que, en el año ’62, León está enseñando filosofía en Cuba y a partir del que allí vive, escribe unos de sus grandes libros. O su tentativa de problematizar al peronismo. El tema de la guerra, en nuestro contexto, fue para él central, y su libro sobre Malvinas me sigue pareciendo un libro extraordinario.

Nicolás Levy: A mí me pasaba de verlo a León en las entrevistas y sentirlo liviano, sentirlo contento. Él decía: “nunca leería la cantidad de cosas que leyeron estos tipos (Deleuze, etc.), tienen una cabeza para desarmar la estructura occidental de pensamiento. Y yo en cambio me iba y me ponía a vivir cosas.” Me parecía alucinante esa relación con el conocimiento de decir: “por momentos me iba. Porque me aburría, porque no quería leer todos los libros que estaba leyendo.”[2]

Diego Sztulwark: Claro, esa vitalidad tan característica suya. Una vitalidad muy animosa junto la historicidad propia, sería un modo de aproximarnos a su tono. Hay algo conmovedor en ese tono, tal vez no tengamos tantos ejemplos vivos que nos puedan inspirar en ese sentido, personas de nuestros contextos que inventan un lenguaje propio y saben pensar lo que les pasa sin estar repitiendo discursos prefabricados. Ahí está la frase que León citaba: “es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa”. Pertenece al escritor Paul Valéry. Parece que la encontró apenas llegó a Francia a estudiar. Le fascinó esa frase. Decía “esa frase habla de mí”. Lo cual significa que él no se autorizó a sí mismo en el saber académico sino en su deseo de jugar, de vivir, de existir, de dar cuenta de lo que le pasaba a él. Eso hace de León un personaje fascinante: haber atravesado una experiencia de pensamiento sin ceder en lo fundamental que es el propio deseo.
Carlos Bergliaffa: Pienso que un aporte tuyo son las preguntas sobre las subjetividades y las afectividades en esas subjetividades. Y, en la crisis del 2001, sobre el desarrollo de las subjetividades y afectividades neoliberales.
 
Me llamó la atención el año pasado y te interrogué mucho sobre eso, sobre qué desarrollos tenías al respecto.
 
A ese tipo de presentación que vos hacías yo no la podía engarzar efectivamente con ningún pensamiento. Me llamaba la atención que era como tomado de algún tipo de conexión con ciertas existencias y carnalidades que podían presentar esas cosas. Esa huella también la encuentro en el colectivo #NiUnaMenos, en Juguetes Perdidos como experimentos de escritura y de expresión.
 
Lo que me llamó la atención es que cuando te vi en los videos haciendo estas charlas con León, vi que ese modo de él de hacer no es una “filosofía del pensamiento” sino la expresión de una existencia, a través de un lenguaje, que es el lenguaje de la filosofía, para él. Y que además estos colectivos que vienen como en relación con el Colectivo Situaciones han tenido un modo de expresión que trata de manifestar las existencias, no las ideas sobre las existencias.
Diego Sztulwark: Como te decía, uno sabe lo que hace, pero no sabe tanto por qué lo hace. Está bien detectar la experiencia de lo que fue el Colectivo Situaciones, que fue un intento de formar una iniciativa de investigación militante, aunque fue algo chico y en el contexto de muchas otras experiencias. La idea era reorganizar un poco la relación entre militancia política y cuestión teórica. La cuestión era formular una práctica teórica nueva, en la que la teoría no viniera después, desde arriba. Que no fuera conclusiva, ni una traducción de teorías ya hechas. Y que la práctica fuera una práctica muy diferente de la militancia política clásica, que a su manera también siempre se define por el hecho de que tiene una línea, tiene un saber, tiene unas expectativas sobre las situaciones, que les vienen siempre de afuera de las situaciones mismas, y es muy poco permeable y muy poco sensible a moldearse por lo que en ciertas situaciones está ocurriendo. Entonces nosotros pensábamos que tal vez no haya que tener una línea política, sino una porosidad con lo que en las circunstancias de lucha social se empieza a formular como verdades necesarias para esa propia lucha. Tal vez la teoría no sea otra cosa que el intento de producir unas imágenes de pensamiento que también sirvan para el desarrollo de esas luchas. Más que tener doctrinas, teorías, líneas, etc. -que inevitablemente siempre algo de eso tenemos-, hacer un ejercicio de trabajo. Por ahí es el trabajo más difícil, que es estar dispuesto a abandonar el narcisismo individual y colectivo e intentar producir con otras herramientas, instrumentos, imágenes, afectos, que permitan darle potencia a una cierta lucha, a una cierta situación.
 
Todo esto se dio en el contexto de la crisis del 2001, con la aparición de los movimientos sociales autónomos que tenían un fuerte protagonismo en un cierto ciclo de luchas y creo que en ese momento esa experiencia fue muy rica para todos los que participamos de una o de otra manera de esas circunstancias. Y después, algunas líneas de esa experiencia fueron derivando a otras muy diferentes.
 
Lo de #Ni una menos es otra cosa, se nutre de otras experiencias. En todo caso es muy interesante reconocer en este movimiento cosas que veníamos intentando en otro contexto. Es interesante el ejercicio de hacer una genealogía de lo que se mueve en una sociedad, sobre lo que estimula a seguir pensando más pegado a situaciones y menos en términos de una teoría general y más de conceptos estratégicos, van madurando.
 
En mi caso personal, creo que la búsqueda de pensar lo que pasa toma un giro nuevo en el encuentro con León Rozitchner. El suyo es un pensamiento completamente sensual. Es lo que intentamos captar con los videos, porque se puede ver que es un pensamiento muy encarnado, es un pensamiento muy gestual. Es muy importante el tono de voz de Rozitchner cuando habla, es muy importante la gestualidad, es muy importante ver cómo la cosa pasa por él. Yo creo que ese “pasar por uno mismo” era un poco el ideal de trabajo al que el colectivo, en cierto momento, estaba apostando. Es decir, que, en cada lucha, en cada colectivo, cada compañero o compañera que haga una experiencia, la cosa pase por uno. Creo que ahí quizás se haya armado una especie de continuación de esa búsqueda.
Carlos Bergliaffa: La circulación de videos, charlas de radio, libros y textos que produjeron sobre León, la edición de Biblioteca Nacional de su obra, por ejemplo, deben haber sido eventos muy importantes para ustedes.
 
La pregunta es si la referencia de Rozitchner es para el colectivo o es algo que vos tenés particularmente con él y has ido haciendo pasar cosas para el grupo.
Diego Sztulwark: Creo que hay un período del Colectivo Situaciones, que podríamos nombrar desde el año 2000 al año 2008, muy intenso donde el grupo es un grupo de fusión, donde la idea de grupo es más potente y es más fuerte que cualquiera de las individualidades que lo componen. Después esa idea de grupo deja de funcionar así, y pasa a haber una especie de socialidad compartida. Pero ya no hay estrictamente un grupo sistemático actuando de manera tan unificada.
Carlos Bergliaffa: Ustedes se desunieron y desorganizaron cuando se creó Unidos y Organizados.
Diego Sztulwark: Es una manera de decirlo. Para nosotros como colectivo, cuando el kirchnerismo comienza a generar una micropolítica militante -allá por el conflicto con el campo, la derrota electoral de 2009 y el comienzo del conflicto con Clarín; en ese momento, que es un poco la mitología del relato kirchnerista- teníamos una percepción bastante propia de lo que está pasando en el país. Ahí proponemos pensar que en realidad lo que está ocurriendo es que hay un impasse del movimiento social autónomo, no una ofensiva del movimiento popular. Entonces era bastante difícil, porque la percepción de muchísimos amigxs y compañerxs era exactamente la inversa, para ellos era el momento de efervescencia de la militancia popular después de los años ‘70. Nosotros veníamos pensando más en el protagonismo del movimiento social autónomo, ligado a la producción, ligado a los territorios (y estábamos pensando en términos de un imaginario nuevo, si querés más influenciado por el zapatismo, más influenciado por esto que veníamos llamando los rasgos autónomos de ciertas luchas). Y resulta que esta nueva militancia retoma de manera intensa otros imaginarios, que dan centralidad a la idea de conducción política, la idea de lo popular como vinculado a lo nacional, todo eso sustituye en partes al imaginario del 2001, que era más libertario. Al mismo tiempo notamos que lo que a nivel de programa de gobierno estaba pasando era una suerte de neodesarrollismo-neoextractivismo, que volvía a poner en el centro de todo al Estado, junto a la idea de la industria y del trabajador industrial, cosa que nos parecía un error en el sentido de que esas categorías no permitían pensar transformaciones del mundo del trabajo.
 
Creíamos que eso implicaba un impasse de un imaginario autónomo del movimiento social. Si nos faltó entonces entusiasmo para tomar parte de una manera más abierta a la nueva participación de las militancias creo que es porque nos estábamos dando cuenta que nuestro tipo de trabajo, tal como lo habíamos pensado, ya no estaba dialogando con la dinámica social.
Las organizaciones sociales habían cambiado mucho. La cuestión de la subjetividad estaba muy relegada y creo que con el paso del tiempo esta tendencia se fue acentuando.
 
A la larga los sectores más sensibles del propio kirchnerismo debieron admitir que sus logros económicos y políticos venían acompañados por una subjetivación neoliberal de la propia sociedad.
 
Esos años el diálogo con León fue continuo. Nosotros en ese momento sacamos un libro que se llamaba 19 y 20 de diciembre. Apuntes para un nuevo protagonismo social[3], donde lo entrevistamos. Ya lo considerábamos un interlocutor importante. En este libro del 2008 sobre el impasse, le hacemos una entrevista muy larga, que es una entrevista donde él habla de toda su trayectoria. Esa entrevista para mí es muy querida, muy importante. Después sí, seguí yo, de manera más personal, trabajando con él, haciendo la película.
Cuando León falleció hicimos las jornadas León Rozitchner[4], y con Cristian Sucksdorf hicimos la edición de su Obra, con la Biblioteca Nacional. Ese sí ya es un camino más personal, por más que el mundo de complicidades colectivas en que nos movemos hace que después todo esto se comparta, se realimente y circule de varias maneras.
Nicolás Levy: Recién hablábamos de la anécdota que cuenta León sobre la oportunidad que tuvo de conocer al Che Guevara, en Cuba, y que finalmente se encontró con otra persona, que le resultaba mucho más importante ese día. ¿Te acordás, Diego?
Diego Sztulwark: Sí, es una anécdota muy linda. Está en el segundo de los videos. El capítulo es “Moral burguesa”, por el libro Moral burguesa y revolución, que escribió Rozitchner en el ‘62 en La Habana, y publicó después en Buenos Aires.
 
La anécdota es bastante expresiva de lo que decíamos antes de su vitalismo, su sensualidad. Sucedió cuando estaba en Cuba, dando clases. Cuenta que estaba en La Habana, iba a haber una reunión en donde él iba poder conocer al Che Guevara, algo que él deseaba mucho. Y justo en ese momento llegaba a la ciudad una persona que él amaba, Diana Guerrero, hoy detenida y desaparecida. Coincidía la llegada de Diana con el momento en que iba a ser la reunión con el Che. Y él decidió no ir a conocerlo, decidió quedarse con su amante. En el momento que lo cuenta, él recuerda un poco a Diana y dice “ella se lo merecía”. Ahí hay una elección por la sensualidad como fundamento de la posición ético-política.
 
Si podemos ver después lo que fue el derrotero de la simbología vinculada al Che Guevara, hay que decir que muchas veces se ha aceptado hacer del Che un Cristo. Es decir, una especie de ideal, en nombre del cual sacrificar la propia sensualidad. Por supuesto que el contenido histórico del Che Guevara es infinitamente más rico que esto que estoy diciendo, pero justamente pulsiones como esa, que Rozitchner pone en juego con esta anécdota, permiten pensar a qué llamó él “izquierda sin sujeto”. Es uno de sus artículos míticos del año ‘66, publicado en La rosa blindada[5]. ¿Qué pasa cuando la izquierda se vuelve sólo teórica, sólo idealista, sólo racional, sólo admirativa, y no pone en juego los más corporal, lo más material, lo más afectivo que es la propia sensualidad como parte misma de un proyecto social y político?
Nicolás Levy: ¿Se quedó sólo en esa época con ese libro, con ese planteo?
Diego Sztulwark: Creo que ese texto era parte de un intento de la nueva izquierda de la época, influenciada por la Revolución Cubana, de discutir: por un lado, con John W. Cooke y una parte del peronismo revolucionario, pero también con lo que al poco tiempo ya fue la incorporación del althusserianismo teórico, y la idea de las estructuras, de los procesos sin sujetos y una serie de enunciados del marxismo de entonces. Imagino que por aquellos años Rozitchner debe haber sido un filósofo bastante leído.
 
Desde esos años aparece una enorme preocupación suya. Una relación problemática de la izquierda argentina con la violencia política. Problemática en el sentido en que llevaba a la derrota. Es posible que, si uno relee hoy los textos de Rozitchner desde La izquierda sin sujeto a su libro sobre Perón, vaya encontrando un cierto desarrollo respecto al tipo de uso de la violencia política de los años ‘70, que no es una condena a la violencia como hizo después la socialdemocracia o la gente que se arrepintió de la lucha. Es una crítica de izquierda que no condena la violencia por ser violenta, sino que pide hacer una distinción entre violencia y contraviolencia. Y el esfuerzo teórico que hizo fue muy fuerte, porque fue el esfuerzo de leer de vuelta al teórico de la guerra Carl von Clausewitz, para encontrar en la filosofía de la guerra la diferencia entre una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que él llamaría una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva, siempre parte de la movilización popular y que nunca incorpora como razonamiento fundamental el asesinato.
 
Esa es para mí una de las líneas más ricas del pensamiento de Rozitchner, por su actualidad. Porque hoy se acepta de manera muy fácil que la violencia ya no es parte de la política, que la violencia ya no es parte de la historia. Y en buena medida uno celebra y apoya eso, porque cuando hablamos de violencia, hablamos de aumento de la violencia represiva, o la violencia asesina, o la violencia loca. ¡Pero justamente esta es la violencia que aumenta! ¡Matan mujeres y matan jóvenes en los barrios todo el tiempo! Lo dice el Colectivo #NiUnaMenos, lo dicen los organismos de DDHH. El problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina. Cómo los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías, elaboraciones, formas de componerse una ética, que corten con la violencia opresiva, que corten con la violencia asesina sin repetirla, sin copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista.
Yo creo que es una pregunta fundamental, porque en el pensamiento de Rozitchner se trata de elaborar la derrota y no de acomodarse a la derrota.
 
Entonces, fíjense que hace un rato les estaba diciendo que me parece que Rozitchner no se acomodaba bien a una reivindicación del tipo idealista del Che Guevara, y ahora digo que justamente por eso lo puede recuperar extraordinariamente bien, no aceptando que ya no se discuta el problema de la violencia. Y sobre todo denunciando que el tipo de violencia asesina que anda dando vueltas no puede ser nunca el modelo de la violencia revolucionaria.
Carlos Bergliaffa: También hace una referencia al psicoanálisis en el mismo término, hablando sobre de Freud y Lacan, respecto de la carnalidad que le parece que tiene Freud y la relación virtual con el signo que tiene Lacan. O los freudianos y lacanianos. La pregunta es: ¿cómo se llevaban estos grupos con lo que él iba diciendo? Por ejemplo, el psicoanálisis o la izquierda, cuando él dice estas “irreverencias” respecto de lo que la izquierda piensa del Che Guevara. ¿Cómo se llevaba el pensamiento, al menos el de Buenos Aires, con él?
Diego Sztulwark: El libro de León Rozitchner sobre Freud es del ‘72. El primero de los libros, el más importante, se llama Freud y los límites del individualismo burgués. Lo sacó Siglo XXI en su momento, después fue reeditado en la obra completa. Es un libro muy voluminoso. Uno de los más importantes, aún hoy, de los textos en castellano sobre Freud. Y cuando salió, tuvo una conversación con lo que fue el período más guevarista de Rozitchner. Porque el problema de la Revolución Cubana, planteado por el Che Guevara, estaba puesto en el peso del papel subjetivo. El problema de la alienación, el problema del “Hombre Nuevo”, de cómo se modifica la subjetividad en una Revolución Socialista. En los incentivos morales, más que materiales. Las condiciones subjetivas, no sólo objetivas. Es decir, había una problemática bastante fuerte a partir de la Revolución Cubana, extendida a todo el continente, sobre el papel de la subjetividad en la transformación política. Este libro introduce a Freud como un mecanismo para interrumpir el discurso del marxismo dogmático. Un marxismo que no da lugar a la pregunta por el sujeto, por el individuo, por los afectos, por la autotransformación, por los miles de vericuetos de la subjetividad sin los cuales no hay transformación histórica.
 
Creo que eso es lo que Rozitchner propone.
 
El mismo año salió El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari, y hasta cierto punto las preocupaciones son bastante comunes. Cómo sería un Marx sin estalinismo y un Freud por fuera del ideal de profesión liberal, el psicoanálisis como profesión liberal que delimita la terapia al inconsciente familiarista del individuo. Cómo se vuelve a trazar una relación entre deseo y campo histórico político. Esa es la preocupación.
Tengo la impresión de que Rozitchner se sintió ninguneado luego de que esta propuesta suya no tuviese tanta repercusión y si la tuviese en el campo de psicoanálisis, el lacanismo. Masotta y otros personajes muy relevantes que además provenían de la revista Contorno, igual que él, dieron lugar a la incorporación del lacanismo que se volvió bastante hegemónico en el campo psicoanalítico. Me parece que en la facultad de psicología Rozitchner quedó como un pensador ausente.
Nicolás Levy: Viste que estaba el Tato Pavlovsky, Baremblitt, que también estaban medio solos cuando trajeron El Anti-Edipo acá. ¿Hay vínculos ahí?

Diego Sztulwark: Yo sé que vínculos hubo, porque León fue una persona muy activa en la cultura. No me parece que haya sido marginal o marginado. Él vivía haciendo grupos de estudio, y es muy llamativa la cantidad de gente que estudió con él y después ha tenido cierto protagonismo en la cultura. Pero creo que la investigación de León en ese sentido fue muy propia, muy autónoma, muy a nombre propio. Él evitó situarse en alguna de las grandes corrientes de la cultura europea (a pesar de la fuerte influencia que tuvo de Merlau Ponty): no fue foucaultiano, no fue lacaniano, no fue derridiano. Agarró sí, Marx, Freud, algunas líneas fundamentales de la cultura occidental e hizo un camino propio. La lectura que él tenía del lacanismo es muy original también. Por lo general, la gente que se rompe la cabeza estudiando Lacan no acepta el modo en que Rozitchner lo lee. Me parece que para León el paso del freudismo al lacanismo involucra una pérdida esencial, y esa pérdida pasaría por el lugar que ocupa el cuerpo. Para León hay en Lacan un desplazamiento hacia lo lingüístico, el universo teórico del significante, el inconsciente tomado como lenguaje, etc. Todo este pasaje a las estructuras, todo este pasaje a un lenguaje que León siente desmaterializado –y muy paralelo al momento en que Althusser escribe un marxismo que desmaterializa al sujeto- lo lleva a rechazar lo que entiende como una volatilización de la dimensión corporal-afectiva del sujeto. De nuevo la insistencia de lo sensual como clave, que no va bien con un pensamiento que girase tanto a la lógica del lenguaje puro, tanto a la cita de la cita de la cita, tanto del razonamiento enroscado en el razonamiento. León sospechaba del intelectualismo estructuralista, percibía allí, creo, una docilidad  frente al modo en que los poderes se inscriben en el cuerpo, el modo en que la burguesía va marcando distancias al interior del propio sujeto o -diría Spinoza- cómo la impotencia se elabora en los afectos. Me parece que esa percepción lo lleva a rechazar un tipo de psicoanálisis que se desprende de la historicidad política, que se desprende de la tarea de articulación -que es lo que él esperaba- de las instancias que volverían a situar al sujeto como una fuerza material, fuerza revolucionaria, fuerza colectiva. Ahí hay un núcleo central de impugnación de Rozitchner al lacanismo, y hay que decir que el lacanismo en el mundo literario, en el mundo crítico, en el mundo académico, en el mundo psicoanalítico local es influyente. Creo que sí, ahí se sintió aislado en un campo de discusiones que para él era fundamental.
Carlos Bergliaffa: ¿Hay algo de esto que disputaba León, respecto de la separación de los saberes y la carne, que forma parte obviamente de lo que se podría llamar el pensamiento macrista, de Cambiemos? Porque hay mucho de lo que vos estabas diciendo que me hace acordar a cosas que dice Alejandro, el hijo. Siento ese modo despegado o ajeno, que no tiene que ver con una experiencia de memoria de cuerpo o de sensibilidad de cuerpo en lo que él dice.
Diego Sztulwark: Me parece que sí, que eso es un poco lo que nos toca a nosotros asumir como tarea crítica del pensamiento en este momento. ¿Qué cosa es esta nueva expresión de la derecha argentina y del neoliberalismo en nuestro país que ha logrado un momento de dominio político? Tuvo su momento y todavía no sabemos bien qué tipo de mutación social y que perdurabilidad de mutación social va a implicar el macrismo. Así que me parece que vale la pena tomar el macrismo en serio y pensar un poco dónde está su fuerza. Que el hijo de León sea quien le escribe los discursos más estratégicos al presidente, los que pronuncia los primeros de marzo en la Asamblea Legislativa, no deja de llamar la atención.
 
Y me parece que, si uno se toma el esfuerzo, yo me lo he tomado, de leer un libro de Alejandro Rozitchner (Evolución Argentina) se va a encontrar con esta racionalidad difícil, se trata de una literatura ligada a la autoayuda y a formas muy simplistas de enunciación, cuesta leerlo, uno está muy tentado en decir “esto no tiene valor, está mal hecho, no es serio”, pero si uno se toma el trabajo de entender qué cosa es ese discurso para preguntarse también qué efectividad puede tener, se puede encontrar con algo que sí tiene un sentido. Por un lado, se trata de dar cuenta de un corte efectivo con lo que es el mundo de los valores de uso, de los valores del disfrute, los valores de lo que llamaríamos una emocionalidad que permite componerse con otros, una sensibilidad que permita reconocerse con otros y construir fuerza pública y fuerza colectiva. Eso que León atribuía al modo de subjetivación capitalista y que quería que la izquierda de su época comprendiese es retomado por su hijo en un sentido inverso. Lo que Marx teoriza cuando afirma que el capital quiebra la vida de las personas en dos, quiebra el tiempo de la vida en dos. Hay un tiempo en que se trabaja para uno y un tiempo en que se trabaja para el patrón. Y es el tiempo no pagado, el plusvalor de la explotación. Entonces, es claro que la imposibilidad de apropiarse de la propia vida está en el centro de lo que llamamos el capitalismo. Es la vida de cualquier trabajador, la dificultad de encontrarse consigo mismo. Es todo el problema de la alienación en Marx.
 
Yo creo que la novedad en los Alejandro Rozitchner respecto de las presentaciones anteriores de lo neoliberal en la argentina es que procuran aportarle al discurso del capital un revestimiento de palabras simpáticas, de proximidad y amabilidad, en forma de encuestas o ese tipo de cosas. Y si no cuaja es simplemente porque el discurso del capital es muy despótico, tiene una violencia intrínseca fundamental.
 
Lo que los Alejandro Rozitchner le aportan al capital es justamente un discurso sobre el disfrute, sobre el goce, sobre la libre elección, sobre la realización personal. Es como si tomasen de la crítica al capital los temas, los lenguajes y los elementos para proponer una nueva manera de adhesión a la vida capitalista. ¿Cómo? Básicamente su idea es que hacer la crítica del capital es muy triste, hacer la crítica del orden es muy costoso. Y si vos hacés la crítica del capital tenés dos posibilidades: o sos un terrorista, o sos alguien que no logra adaptarse al mundo, entonces hay algo patológico. Del lado del bien, digamos, de la gente que quiere vivir bien y gozar la vida, lo que queda es la adaptación (un tipo de adaptación que llaman “creativa”). Se trata de un llamado a entender que el deseo tiene que ir por dentro de lo que el capital ofrece como posibilidad, por dentro de la forma empresa. Es ahí donde hay libertad posible, amor posible, disfrute posible. Es muy notable el juego de reflejos invertidos, porque el sensualismo que León Rozitchner suponía que le estaba aportando al mundo revolucionario, es ese mismo al que Alejandro Rozitchner acude para ponerlo a disposición de las formas de explotación capitalistas más miserables. Entonces me parece que ahí nosotros tenemos un problema muy serio. Ya no estamos enfrentando el discurso de la violencia o el discurso de la desposesión, simplemente. Sino este discurso que logra cierta efectividad en determinadas circunstancias y sectores sociales. Provoca –veremos hasta dónde- una adhesión voluntaria al proyecto del capital. Ese es un tema serio sobre el que vale la pena seguir trabajando.
 
[Fuente: Paradigma– Programa nº 2 – Año I – 2017 – Jueves 1º de junio]

Paradigma por Radio Eterogenia, Centro Cultural España Córdoba, Argentina.


[3] Colectivo Situaciones, 19 y 20 de diciembre. Apuntes para un nuevo protagonismo social, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2002.

Podemos desde las prácticas autónomas de lucha e investigación construir un diagnóstico de las coyunturas políticas actuales en Latinoamérica? // Conversación con Diego Sztulwark

entrevista radial en Vitrina Distópica

¿Podemos desde las prácticas autónomas de lucha e investigación construir un diagnóstico de las coyunturas políticas actuales en Latinoamérica?. Aproximándonos a las diversas inteligencias grupales en la historia reciente de argentina y de otros procesos de politización latinoamericanos, ¿cuáles son las urgencias y los desafíos que hacen emerger una nueva imaginación política para traducir las transformaciones del capitalismo y la sofisticación de los mecanismos de explotación del cuerpo y las subjetividades?. Desde la experiencia del ex-colectivo Situaciones ¿Cuáles fueron las coyunturas históricas en Argentina que lo constituyeron y las estrategias e inventivas que propusieron para enfrentarlas?¿Qué pistas nos entregan las inventivas políticas, como lo fue la investigación militante, para traducir el contexto actual de una pedagogía de la crueldad y una desensibilización entre los grupos sociales?. Frente a este contexto ¿cómo asumir una sensibilidad del desafío entre colectivos, grupos sociales, microprácticas de organización que logren interrumpir la codificación neoliberal de la vida?

Nuevas viejas canalladas // Diego Sztulwark

Hace dos años leí el libro de Gabriel Levinas y compañía en que se pretendía demostrar que Verbitsky era un doble agente. Sólo encontré un amalgama de lo inverosímil y lo canallezco (reseña que entonces escribí).
Entonces, se trataba de acallar al principal crítico de Bergoglio. Pero ahora ¿de qué se trata?, ¿de evitar que se sepa qué pasó con Maldonado? Al menos eso es lo que parece explicar la denuncia de ayer de Levinas aparecida en La Nación, en la que repite los mismos argumentos basados en los mismos «documentos» sobre los que armó su libro –su operación anterior. Evidentemente, la derecha argentina prefiere descalificar a Verbitsky antes que responder a sus investigaciones. Es útil recordar al ya fallecido fundador de este género (acusar a Verbitsky de espía), el agente Carlos Manuel Acuña, autor de «Verbitsky, de la Habana a la fundación Ford», cuyas tesis –no por patéticas– resultaron menos inspiradoras del facilismo con que trabaja cierto periodismo de masas de nuestro país. En resumidas cuentas decía que la fundación Ford habría respaldado la acción de Verbitsky cuya tarea sería debilitar los pilares de la soberanía nacional: la Iglesia y las Fuerzas Armadas. Según sus enemigos de ayer y hoy, Verbitsky trabajaría alternativamente en favor y en contra de los militares argentinos, la única invariante del género consiste en evitar tomar en cuenta el rigor de sus investigaciones sobre la dictadura (y la Iglesia!), de sus peores colaboradores y de quienes hoy repiten sus métodos en democracia. Va abajo una brevísima nota del propio HV.
Reciclado
Por Horacio Verbitsky
Gabriel Isaías Levinas acaba de reciclar, ahora desde el diario La Nación, sus diatribas en mi contra, alegando que fui colaborador de la dictadura. Esta vez admite que lo hace por “el malestar que le genera que Verbitsky, a cargo de un organismo de derechos humanos, aparece ‘detrás de temas como los de Milagro Sala y Santiago Maldonado, pidiendo la intervención del Sistema Interamericano de Derechos Humanos’”. Esto es parte de la respuesta del gobierno a esas denuncias y a la investigación que publiqué el domingo pasado sobre la fortuna no declarada del presidente  Maurizio Macrì. GIL dijo hace dos años que encontró entre los papeles del Comodoro Juan José Güiraldes las memorias del Instituto de Historia Aeronáutica Jorge Newbery, en las que se afirma que fui contratado para escribir un trabajo titulado “La Aeronáutica Argentina, ayer, hoy y mañana”. Como conté antes de la publicación de su libelo, ayudé a  Güiraldes a ordenar sus viejos folletos en defensa de la línea aérea de bandera en el libro “El poder aéreo de los argentinos”, que sólo trata de rutas aerocomerciales y aviones y no tiene nada que ver con la dictadura. El propio Güiraldes, viejo amigo de mi padre, le preguntó por escrito a Julio Ramos por qué a partir de nuestra relación me acusaban a mí de colaborar con la Aeronáutica y no a él de montonero. A pedido de Güiraldes también preparé el bosquejo de una biografía de Jorge Newbery, un pionero civil del vuelo en globo y aviones, que murió hace 103 años, y ese material no satisfizo al instituto que lleva su nombre. No puedo saber si alguien cobró algún dinero usando mi nombre, por un libro que no existe, según un contrato que no firmé. Lo mismo le pasó a varios periodistas y medios que aparecieron cobrando contratos con los gobiernos de las dos Buenos Aires, que en realidad encubrían pagos ilegales a Fernando Niembro. Pedro Güiraldes, hijo del fallecido aviador, tampoco explica por qué las actas del Instituto que mencionan esos pagos aparecieron en el archivo de su padre. La única novedad que aporta ahora GIL es que encontró más copias de las mismas memorias de aquel instituto y el explícito reconocimiento de su motivación: mis actividades en defensa de una presa política y un detenido-desaparecido bajo el actual gobierno.

¿Quién necesita una revolución? // Diego Sztulwark

¿Quién necesita una revolución?  // Diego Sztulwark

   Sobre la revolución se hacen toda clase de preguntas. Hace algo más de un año, en las paredes de la ciudad se podía leer: “¿dónde está la revolución?”, como si esta fuera, también, una desaparecida. No son pocas las páginas que se interrogan sobre cuándo fue que la revolución dejó de interesar, cómo y por qué se pudrió. También se han oído frases provenientes del lenguaje psicoanalítico que sugerían hacer duelo y pasar a otro modo de pensar lo político. La estrategia de Álvaro García Linera, profesor y actual vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, es ir derecho a la Idea, preguntar por la esencia. ¿Qué es una revolución? es el título de su reciente libro, escrito a un siglo de la toma del poder por parte de los bolcheviques. Se trata de un texto didáctico y severo que define el ser de la revolución -un fenómeno excepcional y que actúa por oleajes- en su actualidad, a partir de una minuciosa lectura de los textos que Lenin escribía desde la trinchera. Escrito sobre el fondo de lo que denomina “la revolución de nuestro tiempo”, es decir, una fase de repliegue de los gobiernos llamados progresistas en Sudamérica, la prosa de Linera se monta sobre la del líder bolchevique, particularmente sobre sus últimos textos, como modo de responder a sus críticos de izquierda, a quienes desdeña como intelectuales de café (o de capuchino).

La edición, a cargo de la editorial de la propia vicepresidencia, es realmente bella: una cubierta blanca y la estampa de una estrella roja y una hoz cruzada con un martillo. El epígrafe que inicia el libro es de Antón Semiónovich Makárenko. Se trata de una cita perteneciente a los álgidos meses de 1917, en la que afirma que estaban viviendo “tiempos salvajes”, que con la revolución sus vidas se “purificarían” y que las cosas mejorarían para los jóvenes. ¿Qué nos dicen estas palabras? ¿Son salvajes también nuestros tiempos? ¿No es precisamente esta concepción puritana de la revolución la que ha sido sustituida como gran imaginario colectivo por el del capitalismo como religión? ¿Qué es lo que esperan los jóvenes de hoy?

El encanto último de este texto proviene del estado de homenaje en el que trabajan las precisas categorías analíticas de García Linera. Es su propio papel histórico -intelectual a cargo de la argumentación del proceso en su fase estatal- el que busca impulso y orientación en repetir a Lenin: volver a escribir sobre el Estado y la revolución, el poder dual, los soviets, la guerra civil y, sobre todo, respecto al repliegue del último Lenin en la NEP (Nueva Política Económica). Un propósito y unos esquemas irreprochables, quizás en exceso. Sus tesis: la revolución es un movimiento tectónico, telúrico, volcánico, rarísimo, plural, plebeyo e intempestivo; el leninismo es, aquí, la voluntad política de conducir y, en definitiva, de convertir esas energías plebeyas y revocadoras del viejo orden en poder político centralizado (Estado revolucionario, dictadura democrática del proletariado) atravesando la guerra civil; la transición socialista es básicamente monopolio estatal, poder político en manos revolucionarias (poder estatal como modo transitorio, llamado a “extinguirse” con la generalización de nuevas relaciones de producción que crearán las masas a escala planetaria: el comunismo).  Es la subsistencia de la forma Estado que expresa la de la ley del valor en el socialismo: la estatalización de las energías populares se da en el terreno político y no necesariamente se traduce en una estatización de la economía. Lenin lo explicó en su balance del “comunismo de guerra” en 1921: la supresión coactiva de la ley del valor que rigió los primeros tres años del poder soviético no funcionó, se trató de un “salto” voluntarista que condujo al colapso. La gran enseñanza que García Linera extrae de Lenin se sintetiza en la fórmula control político y elementos de economía de mercado.

Hace poco más de un año, tras la derrota que Evo Morales y García Linera sufrieran en un referéndum acerca de la posibilidad de la reelección como presidente y vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, este último compartió una breve autocrítica en una de sus locuciones. Allí sostuvo que los gobiernos progresistas de la región habían sido eficaces en la tarea de incluir a millones de personas al consumo popular y a beneficiarlas con el otorgamiento de una trama de derechos antes negados, pero reconoció cierta incomprensión sobre el hecho de que segmentos de estas masas beneficiadas se subjetivaran de un modo neoliberal, asumiendo hábitos de clase media y aspiraciones elaboradas en los modos de individuación de las redes sociales virtuales. García Linera concluyó que había faltado trabajo ideológico. En otras palabras, en el socialismo la subjetivación de mercado es inevitable, aunque se puede contrarrestar a través del poder político organizado en el propio Estado.

El problema que García Linera busca entender es profundo y ninguna revolución parece haberlo resuelto de manera definitiva. ¿Cómo evitar que la acción de los flujos de capital, que el propio Estado socialista promueve para sostener la vitalidad de su economía, acabe influyendo sobre el comportamiento de las masas populares restituyendo en ellas un deseo de propiedad privada? La teoría clásica de la revolución responde con la tesis de una dictadura democrática. ¿Tenemos cómo pensar una dictadura democrática que no devenga una dictadura burocrática o directamente capitalista? Una vez que asume, como premisa, que el período revolucionario es el de la institucionalización inevitable de las energías volcánicas de la insurrección popular, lo que llevó a los bolcheviques a la estatización de los soviets de obreros, soldados y campesinos, se plantea de inmediato el problema de la sustitución del centro de gravedad: de arriba (cuadros de dirección) hacia abajo (masas trabajadoras). Del mismo modo, se plantea una aporía entre lo viejo –las formas de autoridad y de intercambio de la sociedad burguesa-, que no termina de morir y lo nuevo –formas de decidir y producir en común-, que no termina de advenir ya que no surge de la concentración burocrática del poder estatal. ¿No debería ser esta la tesis de la institucionalización de la revolución reformada en profundidad buscando colocar los impulsos de lo común en el centro de las instituciones del nuevo poder popular?

La teoría marxista distingue las revoluciones burguesas de las proletarias. Las primeras previamente generalizan sus relaciones de producción y toman el poder político sobre el final, casi como un corolario. Mientras que las segundas primero deben conquistar el poder político para apoderarse de los medios de producción y de cambio, para luego difundir relaciones sociales fundadas en lo común. ¿Cómo evitar, por lo tanto, que la transición socialista sea acosada por un poder dual invertido que brota precisamente de la vigencia de la producción de mercancías? En 1965, el Che Guevara se planteó estas mismas cuestiones acerca de la subsistencia de la ley del valor en el socialismo: “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Más que esperar el comunismo se trata de “construirlo”, de modo que “simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo”. ¿Qué está pensando Guevara cuando advierte que el socialismo no debería ser concebido como un tiempo de espera?

La respuesta de García Linera al “trabajo de zapa” de la ley del valor sobre la conciencia de la sociedad en revolución es la voluntad. No la voluntad de personas sueltas, ni la de las masas que es incalculable y opera por ofensivas y repliegues, sino la de una voluntad permanente, organizada, monopólica: la voluntad del Estado. La revolución depende, ni más ni menos, de esta instancia. Ni la insurrección -efímera, incalculable e incapaz de perdurar-, ni el comunismo -tiempo largo y creación radical de las masas- operan en el tiempo presente como fuerza continua en la lucha por defender la legalidad socialista.  La insurrección tiende a quedar atrás como fuente del poder constituyente del Estado. El comunismo tiende a quedar como utopía u horizonte, puesto que lo comunitario no se inventa desde arriba (Estado y comunidad son antítesis inconciliables, escribe Linera). La creación de asociaciones libres de productores a escala planetaria es cuestión de vitalidad popular, y de tiempo. El Estado socialista así concebido es una voluntad que protege las nuevas relaciones de fuerzas respecto de las viejas clases poseedoras desposeídas así como de la enorme influencia del mercado mundial capitalista, mientras gana tiempo para que maduren las nuevas relaciones que él no puede crear. El momento revolucionario es entonces, para García Linera, el de la voluntad férrea, el de la defensa y centralización, el del diseño y mantenimiento de la arquitectura de un nuevo poder que cristaliza las nuevas relaciones entre clases sociales. El problema con esa “voluntad” parece ser el de siempre, “el propio educador necesita ser educado”, decía Marx. ¿Dónde se educa esta voluntad? ¿A quién escucha? ¿Qué referencias prácticas la orientan?

¿Por qué evocar para una tarea actual a una revolución fracasada? Porque en su momento supo despertar unas “expectativas” únicas (aquello que Kant llamaba un “entusiasmo”) entre las clases subalternas del mundo, que se sintieron por primera vez “sujetos de la historia”. La revolución bolchevique ofreció carnadura material para un posible realizable en este mundo. Y si bien su fracaso estrepitoso devoró “las esperanzas de toda una generación”, el proceso revolucionario ruso fue un fenomenal y perdurable acto pedagógico. Su vigencia radica, dice Linera, en una universalidad ejemplar: sus potencialidades organizativas, sus iniciativas prácticas, sus logros, sus características internas y dinámicas generales “pueden volverse a repetir en cualquier nueva ola revolucionaria”. La revolución rusa ofrece la fisonomía de las revoluciones. No tanto el modelo para los levantamientos plebeyos, como la secuencia de hierro que hace que su triunfo dé paso al problema de su institucionalización. La inevitable fijación de lo fluido que consagra un nuevo estado de cosas a largo plazo. Se trata de un período en el cual el principal problema político pasa a ser cómo prolongar el protagonismo de lo plebeyo, amenazado por los cuadros de dirección (nuevo poder burocrático). En otras palabras, García Linera conserva el marco racional de la revolución sin imaginar en concreto –no es el tema de este libro- cómo las racionalidades vivas (comunidades indígenas y populares, por ejemplo) afectan y redeterminan la esencia misma de lo que considera una revolución en marcha. 

La revolución definida en abstracto corre el riesgo de perder conexión con la pregunta, menos metafísica y más urgente, que el vice también se hace: ¿Quién necesita una revolución y qué revolución se necesita? Este modo de preguntar resta, seguramente, universalidad a la cuestión de la revolución, pero puede, quizás, permitir una relación distinta –no leninista- con Lenin y con el problema de la revolución. Como decía un malvado profesor: la vigencia de Lenin (la correlación entre formas organizativas y temporalidad de la acción) solo puede pasar por la heterodoxia más extrema, una dialéctica entreverada entre la continuidad del deseo subversivo y la discontinuidad material de los elementos que lo componen.

Quizás valga la pena conservar algunas preguntas, una cierta metodología (presente también en el libro de García Linera) que apunte a concretar un poco la cuestión revolucionaria. Una pregunta crítica: ¿Qué sujetos concretos expresan en la movilización la composición del trabajo “vivo” contra el mando del trabajo “muerto”? Una pregunta estratégica: ¿Cómo se confronta en las prácticas cotidianas el mando del valor de cambio a partir de una reivindicación de los valores de uso? Y una pregunta táctica: ¿Qué novedades emergen de la dinámica que correlaciona la temporalidad y la institucionalidad, en el proceso de radicalización plebeya, que llevan a ocupar el centro de la toma de las decisiones?

Las discusiones más apasionantes aparecen, en el mejor de los casos, cuando se intenta responder estas preguntas sin rodeos, en situaciones precisas, en las que las cuestiones de la esencia quedan relegadas por las cuestiones, más urgentes, de las existencias. 


Álvaro García Linera, ¿Qué es una revolución? De la Revolución Rusa de 1917 a la revolución de nuestros tiempos, Ediciones Vicepresidencia, 2017.
[2] Entre los libros a leer como parte la reflexión que suscitan cien años de la Revolución Rusa se encuentra La fábrica de la estrategia, 33 lecciones sobre Lenin”, lecciones universitarias impartidas en 1972 por el profesor Antonio Negri.

La forma humana y el valor. Medio siglo sin el Che // Diego Sztulwark

 La forma humana y el valor. Medio siglo sin el Che

                                                                                                          Diego Sztulwark

Serie: ¿Quién necesita la revolución?

A Fernando Martínez Heredia
El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada.
Che
Si la guerra está en la política como violencia encubierta en la legalidad, se trata de profundizar la política para encontrar en ella las fuerzas colectivas que, por su entidad real, establezcan un límite al poder. La guerra ya está presente desde antes, solo que encubierta. Por eso decimos: no se trata de que neguemos la necesidad de la guerra, solo afirmamos que hay que encontrarla desde la política, y no fuera de ella. Porque de lo que se trata en la política es de suscitar las fuerzas colectivas sin las cuales ningún aparato podrá por sí mismo vencer en la guerra.
León Rozitchner
El presente es lucha, el futuro es nuestro.
                                   Che

 


I
Un libro notable de Alain Badiou, El siglo,propone reflexionar sobre un lapso de tiempo que se pensó a sí mismo bajo la exigencia de transformar al hombre, intensificar la vida, dominar la historia. Entre 1917 y 1976 (la muerte de Mao), el siglo puede ser pensado como comunista, aunque también puede serlo como el siglo totalitario si se lo analiza como aquel cuyas categorías condujeron con reiteración al campo de la concentración y el exterminio. El siglo XX es pensable en simultáneo como el período en el cual las fuerzas del capital, la democracia y las sociedades de mercado se liberan triunfantes. En todos los casos, lo que está en juego de modos muy distintos es la idea misma de transformación. La idea de “hombre nuevo” -el Che Guevara no la inventó, pero le fue esencial- no se afirma en el siglo sino a partir de una acentuada desconfianza en la historia. Si el humano debe forzarse a sí mismo, modelarse en algún sentido, es porque ya no se espera que la historia por sí misma provea un sentido ni que lo lleve a su cumplimiento. Aun cuando hubiere un sentido en la historia, esta no posee los medios para realizarlo. Toda proyección política de una remodelación subjetiva parte de un estado agudo de sospecha, lo que en el caso del Che se acentuaba por su fuerte conciencia de la “excepcionalidad” de la Revolución Cubana.
II
En 1965, el Che Guevara publica “El socialismo y el hombre en Cuba”, en el semanario Marcha de Uruguay, donde plantea el papel de los aspectos llamados “subjetivos” en el proceso histórico de superación del capitalismo y de construcción de una nueva sociedad. Individuo y sociedad, subjetivo y objetivo, moral y material, cualitativo y cuantitativo, son los términos de una dialéctica que propone la cuestión del hombre nuevo como tarea principal de la revolución. “Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que construir al hombre nuevo”, y el instrumento adecuado para lograrlo, en el nivel de la “movilización de las masas”, debe ser de índole “moral”, sin despreciar el uso adecuado de los “estímulos materiales”, ya que la “más importante ambición revolucionaria” es “ver al hombre liberado de su alienación”.
La formación de unas masas no sumisas, que actúen por vibración y no por obediencia, constituye para el Che la fuerza principal del proceso revolucionario. Ellas son la fuente de un nuevo poder -coercitivo y pedagógico- imprescindible en la tarea de constitución de una subjetividad nueva, libre de la coacción que sobre la humanidad ejerce la forma-mercancía. Pero, advierte, esta fuerza nueva de unas masas revolucionarias constituye un fenómeno “difícil de entender, para quien no viva la experiencia de la Revolución”. Estas masas nunca fueron pensadas por Freud en su célebre estudio sobre las “masas artificiales”. Y no es que los movimientos de liberación que se dan dentro del sistema capitalista no deseen su transformación, sino que estos no devienen revolucionarios, dice el Che, porque viven lo que dura la vida del líder que los impulsó “o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista”.
El freno a ese impulso es la persistencia de la ley del valor, fuente del “frío ordenamiento” que además de regir la producción de mercancías está en la base de un modo de individuación humana. Las masas revolucionarias poseen, para el Che, una potencia expresiva (y cognitiva) capaz de introducir al individuo, “el ejemplar humano, enajenado”, en la comprensión de ese “invisible cordón umbilical que lo liga a la sociedad en su conjunto”, a la ley del valor que actúa sobre todos los aspectos de su existencia (Spinoza había definido el poder de actuar del dinero como el “compendio de todas las cosas”). La conmoción que las masas revolucionarias provocan en el ser social, explica el Che, da inicio a nuevos procesos de individuación porque afectan al individuo en su doble faz de ser singular y de miembro de una comunidad, libera la forma humana y le devuelve a cada quien su condición “de no hecho, de producto no acabado”. No hace falta suponer que el Che conocía a su contemporáneo Gilbert Simondon para aceptar que su pensamiento se orientaba hacia una teoría política de la individuación socialista como apertura del individuo a un común preindividual, que el capitalismo esteriliza por medio de una continua prefiguración (modulación).
¿Qué es la ley del valor? Brevemente: las relaciones laborales de producción entre las personas en una economía mercantil-capitalista adquieren necesariamente la forma del valor de las cosas, y solo pueden aparecer bajo este modo material. El trabajo solo no puede expresarse más que a través de un valor dado. La ley del valor, en la tradición marxista, designa la teoría del trabajo abstracto presente en toda mercancía (en la que el valor de uso se subordina al de cambio), siendo el trabajo la substancia común de todas las actividades de la producción. La magnitud del valor expresa el vínculo existente entre una determinada mercancía y la porción de tiempo social necesario para su producción. La ley del valor es una parte de la ley del plusvalor (explotación) y manifiesta la existencia de un orden que dota de racionalidad a las operaciones de los capitalistas, así como a las acciones tendientes a conservar el equilibrio social en medio de los desajustes y estragos provenientes de la falta de una planificación racional de la producción.[1]

El Che Guevara comprende que el máximo desafío que enfrenta una revolución social tiene que ver con ese persistente mecanismo creador de subjetividad que actúa desde las profundidades del proceso de producción. Para interrumpir su influencia apela a la tensión socialista entre masas revolucionarias y nuevas instituciones, proceso de transformación económico y político que favorece la reapertura del proceso de individuación implicado en la idea de “hombre nuevo” (diremos de ahora en adelante: humanidad nueva). Se trata de una puesta en acto de la cuestión de la pedagogía materialista tal como Marx la esbozaba en 1845: el propio educador es quien debe ser educado. La educación de la nueva humanidad no queda a cargo de una instancia pedagógica esclarecida sino que surge del pliegue -o interacción- entre la vibratilidad de las masas y el carácter permanente inacabado de un individuo articulados en instituciones que conectan fronteras a la influencia de ley del valor.

Fidel Castro, discurso en Cuba
 
III
La revolución es un movimiento de la tierra. Deleuze y Guattari la llaman “desterritorialización absoluta”. La salida de la tierra de la esclavitud, el éxodo por el desierto, la promesa de una nueva tierra de libertad. La revolución es también un movimiento que afecta el tiempo, porque la constitución de un nuevo poder colectivo supone una nueva capacidad de crear un presente y un futuro. El sabio Maquiavelo decía que la unidad de la república consistía en la capacidad de los pobres en unirse en la formación de una potencia pública capaz de imponer en el presente un temor sobre el futuro a los poderosos. La nueva sociedad en formación, dice el Che, nace en una dura competencia con el pasado en el que arraiga la “célula económica de la sociedad capitalista”. Mientras estas relaciones persistan como un poder muerto del pasado sobre una tentativa vital del presente, “sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia”.
El sujeto de este proceso -las masas revolucionarias y el individuo capaz de creación- es percibido por el Che como liberación del trabajo, es decir, como capacidad de rebelión de lo que Marx llamaba el “trabajo vivo”, dado que esa liberación no se reduce a lo que el liberalismo entiende como juego democrático. La capacidad de romper las ataduras definidas por la ley del valor no se deciden en el plano restringido de la legislación jurídica, y la cuestión del Estado ya no será planteada en su pretendida autonomía, sino como forma colectiva correlativa a la ley del valor.  
Esta comprensión marxiana de la ley del valor lo lleva a una comprensión más leninista que marxista de la ruptura revolucionaria. La revolución no surge, dice el Che, de una explosión producto de la maduración de las contradicciones que acumula el sistema capitalista (como creía Marx), sino de las acciones que “desgajan del árbol imperialista” a países que son como “sus ramas débiles” (como enseña Lenin). El capitalismo alcanzó un desarrollo en el que sus contradicciones y crisis no reducen su capacidad de organizar su influencia sobre la población de modo automático.
Durante el período de transición, dice el Che, se presenta la peligrosa tentación –la “quimera”- de acudir a las armas “melladas que nos lega el capitalismo” (las categorías que se desprenden de la forma mercancía: rentabilidad e interés material individual como palanca de desarrollo, etcétera). Orientado por estas categorías, el socialismo conduce a un callejón sin salida (¿está pensando el Che en la NEP de Lenin?) donde los revolucionarios conservan el poder político mientras que “la base económica adoptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia”. Para el Che, la construcción del comunismo no debe reducirse, por lo tanto, al estímulo de la base material sino suscitar, de modo simultáneo e inaplazable, al “hombre nuevo” (humanidad nueva). Para ello, la movilización de masas debe basarse en contenidos morales: “Una conciencia en la que los valores adquieren categorías nuevas”, dice el Che, afirmación que parece proveniente no solo de un lector de Marx sino también de Nietzsche, cuando unifica la idea de valor moral con la de valor económico. La crítica del Che fundada en la noción de valor (la reivindicación de los valores de uso junto a la inversión de los valores morales) trabaja en los efectos de las enseñanzas de los grandes maestros de la sospecha.
La revolución –y ya no la crisis- será entonces el espacio en el cual se planteará el problema más difícil: el de la disputa por la producción (material y subjetiva) de las mujeres y los hombres. El socialismo se da para el Che como fluidificación de lo fijo y articulación compleja entre multitudes que marchan al futuro, como espacio de experimentación de esta producción y creación de un complejo de instituciones revolucionarias a cargo de generar conductas libres de la coacción económica, en base a nuevas formas de cooperación y de toma de decisiones. Aun hoy esas formas permanecen relativamente increadas, si bien la experiencia de invención de fronteras al mando del capital es una práctica habitual y frecuente en las luchas sociales de diversas escalas (la lucha social como laboratorio). El propio Guevara era consciente de que esta tarea debía ser llevada a cabo, a pesar de que cierta izquierda escolástica aferrada a dogmas y a esquemas preformados había frenado el desarrollo de una “filosofía marxista”, dejando al socialismo huérfano de una economía política para la transición revolucionaria. (A esta última cuestión se dedicó el Che de un modo más sistemático de lo que en general se conoce.)
IV
La Revolución Cubana introdujo en el continente una polémica directa sobre la “forma humana” correspondiente a la superación del neocolonialismo y el capitalismo. Así lo comprendió Alberto Methol Ferré, pensador latinoamericano que se presenta como próximo a Jorge Bergolio y que fue un relevante asesor de Antonio Quarracino en la polémica contra la teología de la liberación a fines de los años 70. “La Iglesia –dice Ferré- rechazaba al marxismo esencialmente por su ateísmo y su filosofía materialista. No se le oponía en su vocación de justicia social. Y no hay que olvidar que el marxismo encarnó el despliegue en la historia del más amplio e intenso ateísmo conocido hasta el momento. Hasta que no fue sintetizado por el materialismo histórico marxista, el ateísmo no se convirtió en un movimiento histórico organizado”.[2]Ahora bien, en América Latina, recuerda Ferré, el marxismo “tiene el rostro de la Revolución Cubana”. Es ella la que lo torna “realmente significativo”. Cuba “representa el retorno de América Latina” y “Fidel Castro es el nombre de mayor influencia y de mayor repercusión que jamás haya habido en la historia contemporánea de América Latina”, superando incluso a Simón Bolívar. “Cuba fue una suerte de onda anómala”, en la que la “simbiosis Che-Fidel” obró como síntesis capaz de vincular los extremos geográficos del continente. Y fue también una “gigantesca revancha moral de la juventud de América Latina” que acabó por provocar “un holocausto de jóvenes latinoamericanos, fascinados por el Che, que terminaron perdiendo contacto con la realidad”.
Una Iglesia sin un enemigo principal, dice Ferré, se queda sin capacidad de acción. La “enemistad” para la Iglesia es inseparable de un “amor al enemigo”, que busca “recuperar al enemigo como amigo” reconociendo en el enemigo una verdad extraviada en su ateísmo. Y bien, una vez concluida la enemistad con el marxismo (que en América Latina se expresó para Ferré como guevarismo) a partir de su derrota del año 1989, la Iglesia procura recuperar para sí la crítica (ya no radical) del capitalismo y apropiarse de su áurea revolucionaria para combatir a un enemigo nuevo y temible, que ya no es el mesianismo marxista sino un nuevo ateísmo que se comporta como un “hedonismo radical” (un “agnosticismo libertino”): un nuevo consumismo infinito que renuncia a cualquier criterio de justicia y para el cual el único valor es el poder. Caído el marxismo, el enemigo ahora es el neoliberalismo, un ateísmo libertino que hace la apología de los cuerpos sensibles.
V
Un año después de la aparición de El socialismo y el hombre en Cuba, León Rozitchner publicaba en la revista La Rosa Blindada, de Argentina, y en la revista Pensamiento Crítico, de Cuba, “Izquierda sin sujeto”, un artículo que discutía con el peronismo revolucionario de su amigo John W. Cooke, donde contrapone dos modelos humanos a partir de sendos liderazgos de contenidos opuestos: Fidel Castro y Perón. Mientras el último era el “cuerdo”, ya que se inclinaba por conservar a la clase trabajadora dentro de los marcos de sumisión del sistema, el primero era el “loco”, puesto que había catalizado las insatisfacciones y disidencias dispersas en el campo social cubano y había operado, a partir de ellos, una revolución social. Según Rozitchner, la revolución no se consuma con ideas puramente coherentes en la teoría, ni tampoco por medio de logros materiales inmediatos en la práctica. Ambos aspectos deben ser replanteados en torno a una praxis que transforma al sujeto, una “teoría de la acción” que permite por fin un “pasaje a la realidad”. La tarea de crear un “hombre nuevo” (humanidad nueva) en torno a unas masas revolucionarias no era tarea sencilla en la Argentina, y para afrontar esas dificultades Rozitchner se sumerge en la obra de Freud.
Rozitchner había expuesto en sus libros Moral burguesa y revolución, y luego en Ser Judío, su comprensión muy temprana de lo que la revolución cubana ponía en juego en todo el continente; y su obra, al menos hasta el exilio, puede ser concebida como una confrontación filosófica y política sobre la forma humana a partir de una lectura encarnizada de Marx y Freud invocados desde América Latina para el despliegue de una nueva concepción de la subjetividad revolucionaria.
Freud y los límites del individualismo burgués en su primer edición por la editorial Siglo XXI. Recientemente fue reeditado por la Biblioteca Nacional bajo la gestión de Horacio Gonzalez.
VI
Unos años después, en 1972 y ya pasados 5 años desde la muerte del Che, Rozitchner vuelve a tomar la Revolución Cubana como motivo de una contraposición entre “modelos humanos” antagónicos. En su libro Freud y los límites del individualismo burgués escribe: “Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para comprender qué es la cultura popular, qué es actividad colectiva, qué significa formar un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe penetrar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz”. Y agrega que la teoría psicoanalítica debe volver a encontrar “el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un poder colectivo, que solo la organización para la lucha torna eficaz”.
El revolucionario, dice Rozitchner en un apartado llamado “Transformación de las categorías burguesas fundamentales”, es un operador fundamental de la cura en tanto que trastoca la “forma humana” en la que se expresa e interioriza el conjunto de las contradicciones del sistema de producción social. El revolucionario, en la medida en que actualiza el enfrentamiento con lo que lo somete ya no solo en el campo de sus fantasías sino en el efectivo plano histórico, adopta la imagen de un “médico de la cultura”, y así se liga con la de las masas insurrectas que señalan la salida de las “masas artificiales” teorizadas por Freud.
Todo lo contrario de lo que ocurre en el plano religioso, según Rozitchner, en el que Cristo “nos sigue hablando, con su carne culpable y castigada, de inconsciente a inconsciente, de cuerpo a cuerpo, en forma muda”. En la religión “encontramos solo la salida simbólica para la situación simbólica, pero no una salida real para una situación real: nos da la forma del padre pero no la del sistema de producción, donde ya no hay un hombre culpable, sino una estructura a desentrañar”. Cristo forma sistema “con la fantasía infantil, pero no con la realidad histórica”. Rozitchner encuentra entonces en este Cristo de la religión el tipo de forma humana opuesto al del Che Guevara. En tanto que modelos de forma humana, el primero, perteneciente a lo religioso, funciona como el del “encubrimiento” y el segundo, próximo al psicoanálisis freudiano, como el del “descubrimiento”, considerando que los modelos son dramatizaciones, “como los dioses del Olimpo, de las vicisitudes de los hombres”, con diferentes potenciales de acceso al sistema de relaciones sociales que toda forma humana conlleva.
En efecto, para Rozitchner se destacan dos tipos de modelos: “los congruentes con el sistema, los que en su momento fueron creadores de una salida histórica y que sin embargo se siguen conservando más allá de su tiempo y del sistema que los originó, como si fueran respuestas siempre válidas, aunque en realidad ya no (la figura de Cristo, por ejemplo)” y aquellos que, actuales, asumen su tiempo “y la necesidad de su unilateralidad como aquellas cualidades que deberían conquistar por ser fundantes de otras (la figura del Che, por ejemplo)”. Estos últimos asumen su tiempo sin modelos verdaderos y deben enfrentar, por lo tanto, “la creación de nuevas formas de hombre” y de mujer en los que la “necesidad actual, determinada” se exprese. En este último caso, dice Rozitchner, no se trata de un superyó, porque el modelo humano carece “del carácter absoluto que adquieren los otros: la lejanía y la normatividad inhumana aunque sí entran a formar parte de la conciencia de los hombres, como formas reguladoras del sentido objetivo de sus actos”.
Esta distinción le permite a Rozitchner explicitar el carácter político que asume en Freud el superyó colectivo. Si toda forma humana evidencia un sistema histórico en sus contradicciones más propias, contradicciones que mujeres y hombres interiorizan, sin poder zafarse de ellas a no ser bajo la forma de la sumisión, la neurosis o la locura, entonces la única posibilidad histórica de cura sería el enfrentamiento también con los modelos culturales, que regulan las formas de ser individual como las únicas formas de humanidad posible.
El Che Guevara es tomado por Rozitchner, entonces, en 1972, como modelo revolucionario del superyó, contra el oficial. “Siguiendo el caso del Che Guevara, se ve claramente cómo su conducta aparece, en tanto índice de una contradicción cultural, asumida por él hasta el extremo límite del enfrentamiento” y se ve al mismo tiempo cómo, en la dinámica del enfrentamiento, Guevara suscita “la forma de hombre adecuada al obstáculo para que se prolongue, por su mediación, en los otros como forma común de enfrentamiento y lucha”. Rozitchner sostiene que este modelo guevariano, que enfrenta al sistema no en sus fantasías sino en el terreno del sistema de producción capitalista, abre “para los otros el sentido del conflicto y muestra a los personajes históricos del drama, en el cual cada uno debe necesariamente incluirse”.
VII
A fines de los años 70, León Rozitchner (a quien seguimos tratando de mostrar que su filosofía contiene un dialogo y una elaboración de las más importantes intuiciones del Che) escribe Perón: entre la sangre y el tiempo. En este libro problematiza la relación de la izquierda argentina –peronista o no- con la violencia política como parte de una reflexión más amplia sobre la guerra y las ilusiones que conllevan a la derrota (esta cuestión se ahonda en su libro Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia y en su polémica con el filósofo Oscar del Barco). En el corazón de sus preocupaciones sobre el problema de la violencia, Rozitchner no se pliega a una condena a esta, sino que intenta pensarla desde la izquierda: no condenar la violencia por ser violenta sino por no haber hecho la distinción imprescindible entre violencia (de los poderes) y contraviolencia. Rozitchner lee los trabajos militares de Perón, pero también del teórico de la guerra Carl von Clausewitz, y elabora una filosofía de la guerra en la se puede distinguir la diferencia entre una violencia ofensiva, conquistadora, que tiende a utilizar la categoría de asesinato como categoría posible de la violencia; y lo que él llamará una contraviolencia de izquierda, que es siempre defensiva, que siempre parte de la movilización popular y que nunca incorpora como razonamiento fundamental el asesinato. Pasadas varias décadas, podemos corroborar que esas distinciones están más vigentes que nunca. El aumento de la violencia represiva, asesina, o la violencia loca no ha dejado de proliferar sobre el cuerpo de las mujeres, de los jóvenes en los barrios y, por lo tanto, también se activan movimientos de contraviolencia. Esta situación la vemos con claridad en el caso de la desaparición de Santiago Maldonado, como también en la irrupción activa del movimiento de mujeres y de los organismos de derechos humanos. El problema de la contraviolencia sigue planteado, y lo que hay que dilucidar es cómo se resiste a este tipo de violencia asesina. Cómo los cuerpos individuales y colectivos pueden tener categorías, elaboraciones, formas de componer una ética que corte con la violencia opresiva, que corte con la violencia asesina sin repetirla, sin copiarla, sin volverse ella misma asesina y loca, derechista. Se trata de la recuperación del problema de la relación entre violencia y obediencia, en un contexto nuevo donde problematizar estas cuestiones sea un modo de no acomodarse a la derrota. En ese intento de volver a plantear el problema de la violencia se juega la lectura que Rozitchner hace de la figura de Guevara. Frente a una reivindicación de tipo idealista del Che Guevara (la idea básica de un Guevara cristologizado, cuya verdad proviene de una supuesta disposición a hacerse matar), Rozitchner recupera su imagen justamente para analizar el modo de plantear el problema de la violencia en un campo de antagonismos, en el que la violencia asesina, siempre presente, no puede convertirse nunca en el modelo de la violencia revolucionaria.
VIII
El neoliberalismo de estos años invoca un cuerpo sensible que ya no aspira a ninguna idea de supresión de las estructuras de dominación –al contrario, para esa subjetividad estas resultan simplemente inexistentes- ni refiere su propia potencia a instancia colectiva o revolucionaria alguna -solo reconoce la empresa y la competencia como dinámicas colectivas legítimas-. Se trata de un ateísmo sin trascendencia –en palabras de Ferré-, aunque dispone de saberes prácticos sofisticados respecto de los procesos micropolíticos de la subjetivación. Unos saberes que excluyen y borran eso que Marx y Freud habían inventado, cada uno por su cuenta en sus respectivos campos: la escucha del síntoma –lucha proletaria o deseo- que conlleva una alianza con un proceso de verdad aún por concretar. La alianza con el síntoma, en el plano social e individual, daba lugar para las subjetividades críticas (que hoy se patologizan) a un nuevo modo de concebir la verdad como aquello a lo que solo se accede mediante la autotransformación del sujeto. Es este sujeto el sujeto de la investigación militante.  Es el sujeto que queda abolido por un nuevo sacerdocio –vaticano o neoliberal-, que vuelve a sujetarlo a su condición natural, orgánica y creada. Doble fijación: a una salud fundada en la estabilidad y a una visión moralista del mundo. El sujeto en tiempos de terror es el sujeto impotente con respecto a los fenómenos de violencia, capturado por la teología política de la propiedad privada, de la cual solo se discuten sus abusos y excesos.
La novedad con referencia a sus presentaciones anteriores es la pretensión de lo neoliberal de revestir las operaciones del capital con un llamado al disfrute, al goce, a la libre elección sobre la realización personal. Se propone una nueva manera de adhesión a la vida capitalista bajo el supuesto de que la vida crítica es difícil y triste, además de sospechosa. Quien no participe del juego transparente del amor a las cadenas es un inadaptado, alguien patológico, tal vez un terrorista. Si todo esto no termina de cuajar del todo es simplemente porque el discurso del capital es muy despótico y es poseedor de una violencia intrínseca fundamental.
La coyuntura argentina actual –últimamente discutida en términos de si la derecha en el poder es más o menos “democrática- quizás pueda ser entendida como la asunción, en el plano directo de lo político, de eso que ya ocurre desde hace tiempo al nivel de unas micropolíticas neoliberales: la disputa por la forma humana. Si prolifera la sensación de una contrarrevolución en marcha, tal vez sea por el modo como se retoman los elementos de esa “humanidad nueva” que para Guevara solo eran concebibles en la ruptura con la ley del valor, como parte de un proyecto de modelización comunista. El actual entusiasmo desbordante con la idea de un porvenir sin rupturas imagina el diseño humano confinado a los efectos de la alianza entre economía de mercado y nuevas tecnologías.
Claro que hablar de contrarrevolución tiene un inconveniente insalvable, puesto que no es posible identificar una revolución previa a la que se procura liquidar o absorber (la coyuntura del kirchnerismono fue revolucionaria). El gesto futurista, que por momentos esboza la ofensiva actual de la derecha sobre el plano de la sensibilidad y de las ideas, es parte de una estrategia de inscripción violenta de todos aquellos rasgos de una nueva subjetividad en el orden del capital: entusiasmo, deseo de libertad, capacidad creativa, sentido comunitario, disfrutes vitales varios, asuntos asociados en el pasado con el proyecto revolucionario -y con la ruptura de la ley del valor- se conciben ahora como sólo alcanzables en términos individuales por medios completamente adaptativos (la inercia que brota de los dispositivos comunicativos, tecnológicos y corporativos  que se trata de sostener a como de lugar).
Quizás convenga retomar el lenguaje de Alain Badiou y nombrar nuestro tiempo como restauración (rechazo de toda revolución). Marco Teruggi dijo hace poco que la situación en Venezuela era la de una revolución incompleta respondida por una contrarrevolución completa. Este sentido de la desproporción no habla sólo del rechazo a la revolución. Dice algo también sobre una cierta atracción reaccionaria que provocan los elementos de las subjetivaciones autónomas. Contrarrevolución, quizás, como labor continua de esterilización comunicacional y refuncionalización neoliberal de todo aquello que surge como elemento de fuga y resistencia a la coacción de la economía del valor. La teorización de Félix Guattari sobre las “revoluciones moleculares” tal vez sea aún hoy las más acertada para describir una heterogénesis activa y proliferante que adopta la forma de luchas, fugas y transformaciones. Los movimientos indígenas, comunitarios, de mujeres, de trabajadores de la salud, de la educación, del arte, de los trabajadores informales, de la economía popular, entre otros, constituyen un campo de batalla fundamental, en el momento mismo en que lo neoliberal hace de la subjetividad su principal preocupación, y permiten retomar en un nuevo contexto la cuestión guevariana de la ruptura entre ley del valor y obediencia.
                                                                      


[1] “En Marx, sin embargo, la ley del valor se presenta bajo una segunda forma, como ley del valor de la fuerza de trabajo” consistente en “considerar el valor del trabajo no como figura de equilibrio, sino como figura antagonista, como sujeto de ruptura dinámica del sistema” en la medida en que se considera –como lo hace Marx- a la fuerza de trabajo como “elemento valorizador de la producción relativamente independiente del funcionamiento de la ley del valor” como vector de equilibrio. (Toni Negri en “La teoría del valor-precio: crisis y problemas de reconstrucción en la postmodernidad, en Antonio Negri y Félix Guattari, Las verdades Nómadas y General Intellect, poder constituyente, comunismo, Akkla, Madrid, 1999). Negri escribe sobre el Che: “Es extraño pero interesante y extremadamente estimulante, recordar que el Che había tenido la intuición de algo de lo que ahora estamos diciendo. Esto es, que el internacionalismo proletario tenía que ser transformado en un gran mestizaje político y físico, que uniera lo que en ese momento eran las naciones, hoy multitudes, en una única lucha de liberación”. (Toni Negri, “Contrapoder”, en Contrapoder una introducción, Colectivo Situaciones y autores varios, Ediciones de mano en mano, Buenos Aires, 2001)  

[2] Las citas a Methol Ferré pertenecen al libro de entrevistas con Alver Metalli, El papa y el filósofo, Ed. Biblos, Buenos Aires, 2013.

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