Es evidente que los valores y las formas de convivencia del siglo XX están en crisis: se han tornado estériles y esterilizantes. Su incapacidad de producir comunidad política (incluyendo “comunidad nacional”) se profundiza y no pueden contrarrestar los dispositivos sistémicos orientados a la creación de nuevas esclavas y nuevos esclavos. Estos valores y estas formas de convivencia se han convertido en un adorno de mal gusto, en un género paralizante, y no abundan (aunque tampoco faltan) las voces y las experiencias que asumen su necesaria desfetichización. Pero los valores de reemplazo y las formas de convivencia alternativas, aún no terminan de fraguar.
La ultraderecha supo aprovecharse de ese vacío y de la fluidez del proceso de deshumanización sistémica. Gradualmente fue imponiendo su lenguaje. Sus patrañas encontraron un nicho en la esclerosis de la sociedad burguesa, en el agotamiento de sus artificios y de sus retóricas moralizantes y/o administrativas (“gestionarias”). A partir de estas condiciones decidió concretar el futuro distópico del capital. Su distopía es, por lo tanto, “realista”. Así, la ultraderecha se adueñó del riesgo y la confianza. Agita la historicidad del capital a los cuatro vientos. Lanza ofensivas frontales tendientes a arrasar con la diversidad residual del mundo.
La ultraderecha parece tener más conciencia de la época histórica que las fuerzas de izquierda, nacional-populares y progresistas. Por eso se ubica en el umbral de esa época y, de alguna manera, se adueña de ella. La ultraderecha es obscena porque sabe que actúa en el sentido de la transformación real del mundo. Asume una función preparatoria del terreno para su Ciudad Futura, la ciudad del caos. Es agente de un dinamismo histórico perverso. De ahí sus aspiraciones desmesuradas, de ahí su “furor heroico” (en los términos de Giordano Bruno).
La ultraderecha avanzó sobre el terreno que le cedió “gentilmente” la política que resignó cuotas de autonomía, que no fue capaz de sostener sus lógicas propias, que no supo resguardarse como esfera relativamente independiente para incidir en las condiciones económico-sociales fundamentales. La ultraderecha se consolidó a partir de una crisis de los medios “clásicos” a los que recurría el capital para fundar y conservar la dominación social.
La degradación del ars político burgués (en formato liberal o populista) diseminó energías sociales y le allanó el camino a la magia, a la cábala. Hizo posible la llegada al gobierno de Argentina de un delirante que cree que puede apropiarse de esas energías y reconducirlas. Le ofrendó una cuota de poder a un desquiciado que considera que hay condiciones para enlazar la tierra y el cielo, es decir: unir las “fuerzas inferiores” con las “fuerzas superiores”. Giovanni Pico de la Mirandola, el autor de la célebre Oratio de homini dignitate (Discurso sobre la dignidad del hombre) sostenía que la magia (se refería a la astrología puntualmente) convertía a las personas en miserables, ansiosas, inquietas y desafortunadas.
La ultraderecha se sabe emergente de la crisis irreversible de las viejas instituciones de la sociedad salarial, de la democracia liberal y del viejo Estado-nación burgués. Una crisis que incluye a los modos tradicionales de construcción de comunidad política. También sabe que sus contendientes, mientras continúen aferrados a esas instituciones, a ese Estado y a esos modos de construcción de comunidad política, permanecerán incapaces de seleccionar “otra herencia” y tramar otros modos de hacer comunidad, no recuperarán la confianza en su poder-hacer, no alcanzarán jamás la estatura de contendientes sistémicos y no darán la pelea por los temas esenciales, o no serán eficaces en esas disputas. Por lo tanto, la ultraderecha es conciente de la debilidad de sus contendientes y puede presentarlos como exponentes del pasado, como personeros de una degradación, reservándose para sí la condición de efigie del futuro.
La falta de ambición (¡y de realismo!) de sus contendientes (¡nuestra debilidad!) envalentona y le da bríos a la ultraderecha. La ultraderecha, además, confía en el grado inédito de domesticación (o de desquicio, o de impotencia y resignación) históricamente alcanzado por las clases subalternas. La ultraderecha posee indicios de que es posible ejercer la violencia erradicando los efectos que pueden permitirle a las clases subalternas descifrar la realidad. Considera que la violencia no despertará ninguna inteligencia colectiva, ninguna voluntad general. Supone que ya no hay condiciones para ellas. Tal vez se equivoque.
Esas certezas hacen que la ultraderecha carezca de sentido del ridículo, de toda vergüenza política, y que encuentre en su ignorancia y en su impiedad un motivo de orgullo. Va de suyo: esas certezas también le sirven para sumar adhesiones lo que, por supuesto, agrega notas deprimentes. Por eso la ultraderecha habla y habla. Habla y hasta imagina. Habla lenguajes de monsergas. Habla lenguajes dogmáticos. Habla lenguajes contrainsurgentes. Imagina un mundo sin contradicciones. Apela a retóricas anacrónicas e impiadosas para estigmatizar todo aquello que se opone a lo que considera el “orden natural”. Por eso asume un cariz provocador y se burla de toda instancia contradictora, de las trabajadoras y los trabajadores, de las y los pobres. Banaliza el hambre de millones. Pone en riesgo la existencia misma del Estado-nación (sin importarle demasiado el contenido burgués de ese Estado y el peso que tiene lo burgués en la identidad nacional hegemónica). Realiza una apología abierta de la crueldad. En efecto, hace décadas que la burguesía ha dejado de nutrirse de enciclopedismos, escolasticismos y abstractos humanismos.
De este modo, la ultraderecha está condiciones de presentar cada “conquista” como una anticipación del futuro. Mientras que, del otro lado (nuestro lado) prima la ambigüedad, con tendencias espontáneas a aferrarse a las retóricas características del siglo XX, ya sean liberaloides, social-cristianas, social-demócratas o leninistas-formalistas. Del otro lado (nuestro lado) solo hay seguridades respecto de lo que no se quiere: ese futuro distópico para el trabajo, la naturaleza y la vida. Pero nos cuesta salir de las coordenadas del viejo humanismo y asumir las de un humanismo crítico y radical: capaz de cuestionar a fondo la propiedad privada, el colonialismo, el patriarcado, etc. El humanismo abstracto ya no sirve como “disparador” para que el subalterno tome conciencia de su dignidad. El humanismo será anticapitalista o no será. Los caminos “intermedios”, más elípticos y menos ríspidos, conducen al mismo sitio que los caminos de la ultraderecha.
La ultraderecha inoculó en una parte importante de la sociedad la idea de que las leyes –salvo las leyes del mercado– son una convención arbitraria destinada a limitar a los más fuertes, que el derecho del más fuerte también es un derecho; convenció a muchas personas de la inviabilidad de toda comunidad humana.
De un modo extraño, pero siempre ahorrando subterfugios y máscaras, la ultraderecha intenta constituirse en la gran herejía de Occidente. Pone el énfasis en las porciones más criminales de Occidente y las exalta. De ahí, seguramente, los ardores sacramentales que asume en nuestro país y “la espesa contextura arcaica de la magia” de la que hablaba Max Weber.
La formación subjetiva de las clases subalternas se ha convertido en una cárcel de alta seguridad que se presenta como el summun de la libertad. Una paradójica formación subjetiva capaz de erradicar el pensamiento y la voluntad (salvo la voluntad de objetivar). Obviamente, se trata de una formación subjetiva claustrofóbica.
A pesar de todo, lo popular subsiste y resiste por fuera del lenguaje de la ultraderecha que aspira a convertirse en hegemónico. Subsiste y resiste impuro (de otro modo sería imposible), incluso bajo el dialecto de una falsa mansedumbre. Todavía quedan resabios de identidades subalternas que expresan un “ser-excedente”, fruto de diversas praxis liberadas del sometimiento.
Se gesta por abajo una religión secreta: un “vudú” que siempre será incomprensible para el dominador. Existen ámbitos y experiencias populares que liberan cuotas significativas de lo que los antiguos estoicos (y más tarde San Buenaventura) llamaron “razón seminal”, una potencia activa, lúcida, sensible y creativa. Y no escasean las identidades subalternas orgullosamente reivindicadas, incluso como insumos para reconstruir la nación (la plurinación) desde abajo. Solo el mercado capitalista genera seres fracasados y resentidos. Las comunidades autoorganizadas saben forjar seres que pueden llegar a ser sublimes. Seres capaces de indignarse frente aquellos que predican la austeridad a los hambrientos y el esfuerzo a los fatigados.
Una parte importante de nuestra sociedad todavía conserva la capacidad de construir comunes en torno a diversos ítems: la subsistencia material y afectiva, modos de apropiación de territorios, el dolor por nuestras muertas y nuestros muertos, la rebeldía colectiva, etc. Esa capacidad es estratégica y nuestro enemigo (destructor de comunes) lo sabe.
Entonces: ¿cómo ayudar a producir lo que San Jerónimo, entre otros, llamó “sindéresis”, esto es: la chispa que enciende la conciencia llamada a liberar a los seres humanos de la idiotez moral? ¿Cómo instituir una dialéctica que contribuya a que las clases subalternas y oprimidas descubramos nuestra humanidad y la pongamos en valor? ¿Cómo hacer para erigirle a la ultraderecha un contendiente sistémico capaz de dar la disputa en los términos que ella misma privilegia en su agenda, es decir, una disputa en torno a la riqueza, la propiedad privada, la financiarización, el extractivismo, etc.? ¿Cómo hacer para que los procesos de liberación se extiendan y se multipliquen por todo el tejido social? ¿Cómo recuperar la idea de una “profecía activa” de y para las clases subalternas y oprimidas?
No lo sabemos a ciencia cierta. Solo sabemos que son tareas urgentes.
Es decir que están ellos, los malos. Nosotros, los buenos. En el medio un montón de inocentes cuyo rol es el de ser pasivamente inoculados. Idiotas que necesitan una chispa para salir de su idiotez. Pero se gesta una rebelión secreta que necesita ser organizada para adquirir estatus sistémico. ¿No es todo esto muy siglo XX?
Quizás lo que necesitamos es lentitud y no velocidad…
[…] POR MIGUELMAZZEO / LOBO SUELTO […]