Ser cheto // María Salchicha

Ser cheto es estar en el lugar correcto.

Correcto, correctísimo, incluso cuando se haga la pose de incorrección, de soltura, o se fabrique, con cierta minuciosidad mal escondida, esa performance del error, esa calculada fealdad, que es tal vez la performance favorita de los chetos.

En ciertos ambientes culturales de una metrópolis latinoamericana, ser cheto es como tener Club La Nación, una credencial con descuentos para entrar a tal o cual espacio, círculo, institución. Sin un mínimo de seguidores no llegarías a ningún lado. Y el cheto se pone ansioso porque ser reconocible es una competencia constante: no se nace cheto, se llega a serlo.

Para ser cheto hay que ser blanco de alma, europeo de corazón, de clase media o media alta, relativamente pudiente. Los chetos tienen una estética, una ética, un modo de andar, de afirmar, de elegir, y ven el mundo como el pez que no se sabe en pecera. Generalmente sensibles, graciosos, inteligentes, delgados, más bien generosos, los chetos son buenos patrones. Más buenos que patrones: ¡hijos de patrones!

La culpa a veces los inunda y se expresa en sobreactuadas ideologías contrahegemónicas. La plata del cheto, al igual que el diablo, está en los detalles. No en cosas grandes (salvo, tal vez, por un inmueble o dos). Hay que ser cheto o querer serlo (un poco lo mismo) para poder apreciar esa particularidad que los caracteriza: la prenda justa, la fotogenia, el círculo correcto, el chiste contemporáneo. Los chetos son muy contemporáneos. Y si se me permite usaría esta palabra en el sentido contrario a “intempestivo”, tal como la etimología indica.

El cheto pertenece. Es cool. Se hace reconocer por sus pares, nunca está muy solo: todo su mundo, su grupo, es como un supermercado de inteligibilidad. El cheto está lleno de reconocimientos, pero también de saberes sobre lo indecible, que lo cubren como un ropaje inconfundible. El cheto tiene una manada y la muestra. Tiene contraseñas y es disciplinado en conseguir las nuevas para su clan. Es obediente y sumiso. Laborioso en eso de parecer despreocupado. No le interesa la plata ni la política: asuntos que vibran bajo.

En el imperio romano, “cheto” se decía “ingenuus”, que significa: “de buen linaje” (“gens” es familia, in-gennus: el que pertenece a la Familia con mayúscula, es decir, a la familia noble, rica). La palabra se usaba para designar la candidez de quienes no han padecido las penurias de la vida. El cheto es un ingenuo con poder, ingenuo, ante todo, de su propio poder (que es no sólo económico, es simbólico, racial, clasista, institucional). No siempre son malas personas, al contrario: suelen ser encantadoras, casi serviciales. Managers de “todo lo que está bien, todo lo que sí”.

“Familia” es: sistema de inteligibilidad de los actos; es decir, sistema por el cual se interpreta que un acto es muy así o muy asá (se compara, se valora, se comprende). No es cualquier sistema de inteligibilidad: es el seno de todos los demás. Así, todo sistema de inteligibilidad tiene algo de “familiar”. Por eso, el cheto siempre está en familia, nunca está muy solo. Es que el ingenuo siempre sabe lo que hace porque tiene espejos donde mirarse por doquier. Dicho sea de paso, esto nos arroja una idea interesante de comunidad: aquella que se diferencia (por esencia y no por grado) de toda forma de familia.

Ser cheto es casi una tautología. Cheto es el ser. El dolor de no ser cheto es el dolor de no ser, no ser reconocible, sentirse verdaderamente opaco, feo, pobre, loco, nada, falta. El cheto nunca está loco, aunque a veces su alienación lo desespere.

Ser cheto es ser un lindo. Y un lindo (es decir, que posee belleza, clase, rostro) es aquel que nos señala el horizonte de valoración del cuerpo en un sistema que valora lo que comprende y comprende lo que valora (redundancia del significante). Por esa razón vemos un lindo en una foto de una publicidad: porque ese cuerpo se “comprende”, se reconoce un signo, la vara de lo demás. Con la vara se golpea, con la vara se mide. Nótese que no hay signo del feo (¿la nariz aguileña? ¿las arrugas? ¿la panza? ¿los pelos?, ¿cuál es el signo del feo? Demasiado variables, no conforman signo porque no son constantes sino desobediencias contingentes). Feo es el ruido, el fondo, nunca figura; materia, nunca forma, culo sucio, nunca rostro limpio. Por eso ponen a los más “lindos” de sus amigos en sus historias de instagram (ah, esa Gran Familia llamada “instagram”). Cheto se opone a feo más que a pobre (porque si es pobre, es feo y fíjense cómo funciona hasta sonoramente: ¡qué feo el negro!)

Los hay de izquierdas y derechas, y a ambos lados de muchas grietas (no creo que todas). Los más sensibles son fanáticos apropiadores de desgracias y opresiones ajenas, como unos zombis hambrientos (o unos morbosos deseantes) de toda forma de injusticia de la que puedan hacer uso y abuso para producir más de lo que ya tienen: likes y alianzas institucionales. Se obligan entre ellos a comprometerse hasta la ignorancia con toda lucha que pase por el mostrador. Etnógrafos profesionales, se preocupan por conocer al oprimido pero mejor todavía por venderlo a buen precio.

Es cierto que tal vez estoy hablando más bien del cheto que más odio me inspira (el que tengo cerca, incluso: el que se me parece), el cheto progre, el real “careta”. Porque los hay peores (o no, quién sabe qué es peor): el cheto-cheto, el derechista, empresario, etc. Pero fíjense las sutiles similitudes. Además, no muy lejos de un cheto progre siempre hay de los otros (hacia arriba o los costados). En todo caso, aspiran a lo mismo. Como en un juego de espejos, el cheto tiene dos reflejos: uno duro y uno blando, uno malo y otro bueno (pero ambos “reaccionarios”).

Ya sé que alguno estará pensando que al diluir este “ser cheto” en cuestiones muy abstractas o generales se pierde de vista el primordial asunto de la clase social: quién tiene guita y quién no, quién tiene bienes y recursos económicos y quién carece de ellos. Pues no, a lo que me refiero es primordialmente una cuestión de clase. Ser cheto es como decir ser adaptado, ser obediente, ser premiado, es una cuestión de economía emocional. Y formar parte del poder no es algo que sólo hacen quienes lo detentan (o sea, quienes tienen la real papota). Chetos aspiracionales, hay miles. Ricos, no tantos. Algunos chetos no trabajan, pero muchos sí: ¡para ser chetos, trabajan un montón!

 

Aún así, el cheto siempre espera que todo le venga de arriba y a veces le viene: esa es su magia, su privilegio. Y aunque dispone de las personas como si fueran mercancías, él mismo se vende también en un mercado y así se hace valer. Su valor, entonces, no le pertenece: es un esclavo del dispositivo.

 

Ser cheto es amor al Estado con discurso antiestatal (me muerdo la lengua para no decir un “instagram antiestatal”). Pero sin el Estado, mueren (como la nobleza). Es una simbiosis mutualista, el Estado también necesita de chetos con discurso antiestatal: porque ya sabemos lo que sucede cuando el Estado no aloja dentro de sí la antiestatalidad, cruje como rama seca.

 

Yo también debo ser un poco chetx. No tanto, pero un poco sí. Igual no quería hablar de mí, aunque a veces sea necesario. Una llamada silenciosa (o no) y constante nos invita a ser cada día más chetos, ¿se dieron cuenta?, ¿quién no la siente?, a que peleemos entre nosotrxs por ese lugar vacante en la combi de la felicidad. Y en esa pelea, estamos dispuestos a arrancarnos los ojos con los dientes sin perder ese semblante impávido, casi mortuorio, con que el modelo se presenta a la cámara y que es la cara de moda. ¿Vamos a resistir a esa llamada? Urge que resistamos de alguna forma a esta interpelación siniestra.

 

No seamos tan chetos.

Están pasando un montón de cosas. El cheto se lo pierde todo por un cachito de pertenencia, de hedonismo superficial, de sabiduría comprada en internet, de aprobación barata, de corrección, de sumisión a la época. El cheto es posmoderno en el peor sentido de la palabra (y los hay buenos sentidos). Es afectivamente neoliberal, no se junta con un feo o un loco o un pobre o negro ni que le paguen: que no le arruinen el feed. (Bueno, depende cuánto le paguen).

No seamos tan chetos por favor, a ver qué pasa. Es simple la consigna y no está dirigida a todxs.

El cheto habla de todo, de los desviados, de los oprimidos de la Tierra oprimida, pero no habla de ser cheto. Su propia posición no la problematiza. ¿Y no es justamente ahora, que se termina el mundo, que la derecha recrudece, que las injusticias ambientales se abisman, no es justamente ahora un muy buen momento para ser menos cheto?

No seamos tan chetos, a ver qué pasa, ¿qué puede pasar?

Ya sabemos que vivimos en un mundo decadente, pero hay que tener fortaleza, vivir peligrosamente; y no hay desidentificación posible sin un cacho de esa soledad infranqueable que, por más agrupación, comunidad, organización o hacinamiento con que se cuente o se sufra, conocen como nadie lxs desposeídxs de este mundo de mierda.

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