En una red social muy famosa que cometo el error diario de visitar, un anuncio de un taller literario “sobre las islas Malvinas” emergió en mi muro, entremedio de una retahíla infinita de información irrelevante. Decía así:
«Taller de poesía sobre las islas Malvinas: se tratará este eje temático tan importante para nuestro país y el continente bajo una perspectiva totalmente novedosa, que incluirá elementos tan disímiles como los documentos desclasificados por los Ministerios de Defensa e Interior en 2012 (Informe Rattenbach) hasta dibujos e ilustraciones realizados por los mismos ex-combatientes en el campo de batalla.
Más info en bio«.
Había visto dibujos hechos por los soldados en varias ocasiones, siendo la exposición del propio museo la única que había logrado impactarme de verdad. Recuerdo uno en particular en donde un recluta, con colores del arcoíris, había dibujado a unos pingüinos huyendo en manada. Al fondo de la hilera de las aves, franqueado por un paisaje todo nevado, un iglú comenzaba a derretirse, mientras un sol gigante, anaranjado, muy parecido al de la bandera argentina, emergía brillante.
El dibujo, junto a los otros que lo acompañaban, buscaba reinterpretar, estéticamente, un hecho que a todas luces había representado una mancha rara en la Historia del país. El poder de esas imágenes, infantiles, amateurs, transmitían inocentemente al observador ese sentir sin dobleces, transparentes.
Lo que me dejó pensando por un buen rato, sin embargo, fue el informe.
Su publicación, y sobre todo, las implicaciones que había tenido en su momento su desclasificación (hablamos de archivos militares que midieron las estrategias utilizadas por parte de los altos mandos del ejército nacional durante la guerra), habían impactado fuertemente en un grupo importante de la sociedad, llevando a tres de los máximos responsables a un juicio sumario y, posteriormente, a prisión.
Mi interés, no obstante, no radicaba allí. Si bien conocía algo de la historia -que Benjamín Rattenbach, por ejemplo, además de ser el titular de la comisión que llevó a cabo el informe había sido, también, la misma persona que supo decretar la proscripción del Peronismo durante más de una década; que los gastos financieros de la guerra habían representado para las arcas del Estado mil millones de dólares, casi el doble que a los británicos; que el ministro de Economía, por su parte, se había enterado el mismo dos de abril que el país entraba en guerra- me interesaba saber, decía, qué tipo de verdad nueva podrían aportarle esos archivos a un verso sobre Malvinas, y no al revés, como suele suceder cuando la forma del arte contornea la hemeroteca de la Historia.
Buscaba, pues, desentrañar una especie de mecanismo que me permitiese traducir un estado sin dañarlo, apenas rozarlo con la punta de mis dedos, pero al mismo tiempo -¿no era eso lo que siempre intentaba hacer con la escritura?- des-automatizarlo, volviéndolo extraño consigo mismo. El informe Rattenbach, así, no podía llevarme -solo- a sí mismo, a los datos, al expediente, al frío conocimiento empírico de los hechos. La forma literaria debía encargarse, como función nueva, de hacer que su lectura no fuera una simple recepción de información historiográfica, y al mismo tiempo, aquél debía saber afectar la solemnidad sobre la cual, desafortunadamente, seguía cayendo el efectismo de la poesía del momento.
Ensimismado con esta idea, miraba el cartel publicitario del taller en la pantalla de mi computadora cuando a mi mente vino una imagen:
Era un libro antiguo, muy gastado y roto. En su interior, un agujero en forma de cuadro servía de guarida a un mensaje presuntamente encriptado. Por el tipo de letra, seguramente había sido un cable codificado de la Resistencia de algún país centro-europeo, durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial. No tenía título alguno, y aunque la cueva que albergaba el mensaje era de un tamaño considerable, aquél ocupaba solo una pequeña área del hoyo, enrollado como una lombriz en una de las esquinas superiores del cuadrilátero.
La imagen era bastante simbólica en sus detalles: un secreto guardado, un mensaje a descifrar, una guerra… El hecho de que no entendiese la lengua en el que estaba escrito podía significar muchas cosas; sin embargo, estaba seguro de que lo que portaba ese libraco avejentado y sucio era algo prohibido, importante.
Durante un largo rato, sentado frente a la pantalla y con las manos quietas sobre el teclado, intenté atar cabos, tratando de conectar los eslabones imaginarios con los reales, las imágenes con los hechos. Hasta ese momento, había informes de inteligencia militar, había mensajes escondidos, había textos dentro de textos más grandes… Me pregunte, haciendo un alto al hilo de pensamientos: ¿Por qué mi mente traía a su memoria todos estos elementos aparentemente disímiles, contradictorios? ¿Por qué emergía algo escondido cuando lo que teníamos entre manos, el informe de la comisión, ya había sido desclasificado años atrás? ¿Acaso, en una suerte de juego de cajas chinas, la publicación del informe llevaba a otra encriptación, a otro secreto bien guardado?
Parecía que mi mente me estaba jugando una mala pasada, invirtiendo la cronología de los hechos, como si quisiera volver sobre sus mismos pasos para decirme algo que no estaba, no podía estarlo, aún, en el informe de Rattenbach.
Acostumbrado a escribir desde algún lugar situado cuando hacía ensayos, y conociendo el destino de mis personajes cuando me sumergía en una ficción, no tenía para este verso de Malvinas un suelo más firme que el de pequeños retazos de ideas presuntamente ligadas, como si la verdad que el poema quisiese mostrar no fuera ni antes ni después de su articulación, sino en su mientras tanto.
Me senté en mi sillón favorito de la casa, y comencé a escribir. Guiado por la particular, y primeriza, premisa de volver a archivar el informe, me dispuse a reanudar el ovillo Malvinas, hacia atrás, texto dentro de texto.
Continuará…