A veces me parece ser completamente ajeno al mundo que me rodea. Curiosa sensación para quien ha llenado tres volúmenes de una historia de intensa inmersión en lo existente. Probablemente, me digo, sucede porque soy viejo; por mucho que me ponga nervioso tratar de mantener abierta la comunicación con amigos más jóvenes y despiertos, mi percepción es torpe. Pero luego me pregunto: ¿Podrá ser que mi consideración del mundo y esta sensación de ajenidad no sean ciertas? ¿Ciertas? Quiero decir, que esa percepción de ajenidad no dependa de mí, de mi insuficiente o reducida atención, sino de que el mundo que me rodea sea realmente feo e inconsistente. ¿No será que mi confianza en el ser, mi admiración por lo que está vivo, ya no corresponde a algo que se pueda amar?
Feo, bello, vivo, amado… son adjetivos de difícil definición y de altísima relatividad. Quizás entonces, para confirmar mi duda, no debería depositar mi confianza en estos términos. Quizás el único adjetivo que valga, entre los muchos que he utilizado desde el principio, sea “ajeno”. Un efecto de distanciamiento es lo que provocan en mí los lenguajes y los estados de ánimo, no importa si individuales o colectivos, que resuenan en la sociedad, fuera de mí. Tengo la sensación de ser sordo y de escuchar sonidos confusos. En realidad, estoy un poco sordo, pero no oigo sonidos confusos con el oído, sino con el alma, con el cerebro. El mundo que me rodea se me escapa. He tenido una vida larga, he conocido enormes contradicciones y conflictos mortales, pero siempre sabía de qué se trataba, los elementos de la contradicción y del conflicto estaban dentro de un marco conocido o, de cualquier modo, significante. ¿Por qué entonces el significado de los acontecimientos que hoy se dan alrededor mío me es oscuro y se me escapa? ¿En qué consiste su insignificancia? Hay todo un mundo nuevo que representa esta ajenidad. Un mundo nuevo, pero cansado, postrado ante las dificultades físicas, políticas y espirituales de su propia reproducción. Dificultades económicas y caída de referentes políticos y colectivos, de referencias de valor. La comunicación se ha vuelto frenética, pero los significantes se destiñen en la velocidad. Hay confusión en los espíritus. Hay corrupción en los lenguajes. Los viejos referentes de lucha han desaparecido: derecha e izquierda, sindicatos y partidos, sentido y significado de la historia… este es el mundo que me rodea. No depende de mi vejez, de mi cansancio: es así.
Cuando reflexiono sobre esta fenomenología del presente, cuanto más afino la mirada, más me parece que la única figura valorativa y descriptiva que impregna el mundo de los significados y permite describirlo es la del nihilismo. Los signos carecen de significado, los rostros carecen de sonrisa, los discursos están vacíos. No sabemos de qué hablar. Veo en el rostro altivo del interlocutor una mueca; es siempre la misma que encuentro en la mayoría de mis interlocutores. Por lo tanto, es una gran fiesta cuando se encuentra alguno libre de esta patología. La gente está desesperada. Cuando pienso en aquellos que en mi época, ya antigua, desarrollaron concepciones nihilistas para su filosofía, y con frecuencia concluyeron, en la krisis, en el pesimismo y en la expectativa de la catástrofe (y mis lectores saben con qué constancia y con qué dureza los he combatido), cuando vuelvo a pensar en ellos, casi me conmueve ahora su enfermedad, que era consciente y padecida. Mientras que hoy tengo frente a mí personajes cuya ética es nihilista y catastrófica no como resultado de un trabajo crítico, sino porque su existencia es inconsistente, incluso cuando, al frecuentarlos, pareciera que viven una vida ordinaria. En realidad, no tienen pasiones, no tienen significantes, no tienen fe; a lo sumo, piensan que el lenguaje debería ser purificado, lavado y vuelto a lavar y llevado a una pureza significativa: la pureza del fregadero dentro del cual han estado haciendo la limpieza. De verdad, tiran el significante junto con el agua sucia del baño. Les queda ese ideal de pureza –la “reine” de la razón, de la sensibilidad, del concepto–, que se ha vuelto adjetivo del vacío, del mero resto tras el vaciamiento del ser. Cuando miro alrededor me siento rodeado de estos zombies, de millones de zombies.
Hay corrupción en los lenguajes. Los viejos referentes de lucha han desaparecido: derecha e izquierda, sindicatos y partidos, sentido y significado de la historia… este es el mundo que me rodea. No depende de mi vejez, de mi cansancio: es así.
¿Es verdaderamente nuevo este mundo? Es cierto, se ha consolidado hace poco, está creciendo, pronto esto “nuevo” lo ocupará todo. Pero no es nuevo. Tengo ochenta y cinco años. Hasta mis veinticinco, treinta, este “nuevo” mundo era, en formas sólidas y efectivas, el mundo de entreguerras y de la segunda posguerra. Era ese mundo que me oprimió y contra el cual combatí. Lo habíamos destruido parcialmente y metido en el altillo; ahora, este mundo viejísimo reaparece hegemónico. Era ese mundo fascista de mi infancia y juventud. Era el mundo en el cual “patriarcado-explotación capitalista-soberanía de la nación”, impregnaban, como patrones, las vidas y las cabezas de las personas. Y traicionaban la generosidad y la inteligencia de los jóvenes para inducirlos a aventuras ilusorias: el patriotismo, la nación, la raza, la identidad, la masculinidad eran asumidos como valores superiores. Este mundo se llama fascista, no solo conservador sino reaccionario, no solo religioso sino fanático de la destrucción de toda libertad. Un mundo donde el agobio de vivir dominaba sobre cualquier otra pasión y una dura disciplina obligaba a las almas a la insensibilidad ante el dolor. La opresión empujaba hacia la insignificancia. ¿El mundo actual ha vuelto a ser así?
Pero, si es así, ¿cómo podrán leerme, cómo podrán comprenderme los jóvenes de hoy? Mi libro les parecerá que se hunde en profundidades lejanas, difícilmente accesibles. Será para ellos un documento arqueológico. Y mi editor, ¿por qué debe publicar este texto a lo sumo digno de archivo? ¿Hay todavía un número suficiente de viejitos que apreciará esta historia y agradecerá al editor por publicarla?
Cuando –no hace mucho– un horrendo personaje fascista accedió a la Presidencia de un gran país, Brasil, a algunos jóvenes amigos que preguntaban “¿Qué podemos hacer? ¿Cómo debemos comportarnos para resistir?” les respondí “No tengan miedo”. Esa es la condición para construir una resistencia grande y eficaz. El fascismo se rige por el miedo, produce miedo, constituye y mantiene al pueblo en el miedo. No tener miedo: esto es todo lo que necesitamos ser capaces de decirle a la gente, entre la gente, en la multitud que hoy sufre el regreso de la barbarie fascista, también aquí, bajo nuestro sol. No tener miedo de romper la prisión del lenguaje vacío que se nos impone y reírse de la autoridad, dondequiera que se presente con la grotesca máscara fascista. No tener miedo significa liberar las pasiones y así llenar aquellas formas lingüísticas que el proceso de sometimiento fascista dejó vacías. Parece que el siglo se hubiera oscurecido: rechazar el miedo, producir resistencia es, ante todo, disipar las sombras, reconquistar el sentido de las palabras. Llenarlas de cosas, de realidad, de libertad. Subjetivarlas. Pero la operación principal consiste en reconocer que el fascismo es siempre el mismo, es siempre repetición de la violencia para bloquear la esperanza, es lo viejo –los disvalores absolutos del patriarcado, de la violencia, de la explotación y de la soberanía–que vuelve a ser propuesto ilusoriamente para imponerlo como necesidad del espíritu y obligación de la moral, mientras es fundamento de una cultura de muerte. “Viva la muerte” es la consigna del fascismo.
No tengan miedo. Esa es la condición para construir una resistencia grande y eficaz.
“Viva la vida” es la respuesta de quienes no tienen miedo. Volverá la primavera, ¡siempre vuelve! El fascismo parece eterno y, de hecho, (aunque sea breve) parece una pena demasiado larga, pero el fascismo es frágil. Enfrentándose con la pasión de vivir libres, cuán poco puede aguantar. La libertad se impone necesariamente contra el fascismo, porque con la libertad estarán las otras pasiones políticas fuertes, como la pasión por la igualdad y la pasión por la fraternidad. Volverá la primavera y será una verdadera estación de lo nuevo. Porque si el fascismo es siempre igual, la primavera de la libertad es siempre nueva, siempre distinta, siempre llena de dones.
Miren al pasado, miren de nuevo las grandes estaciones de lucha. Podríamos remontarnos tanto… bastan dos ejemplos. 1848 y 1968 son fechas fundamentales para mi generación. La primera, la inauguración del socialismo en Europa, dentro y contra el desarrollo de las contradicciones arrastradas de la Revolución Francesa y de la maduración de la acumulación capitalista. De este encuentro había surgido el antagonismo de la libertad contra la igualdad y el de la igualdad como fraternidad de los pueblos versus la libertad como nacionalismo y soberanismo. Los reaccionarios están siempre de un lado, fijos, bloqueados en la defensa de sus privilegios; los revolucionarios por primera vez enarbolaban la bandera roja de la fraternidad entre los pueblos. Al 48 le siguió un siglo de luchas feroces. El socialismo se afirmó, luego fue derrotado, pero de cualquier modo dejó un enorme legado de bienes públicos, mejor dicho, de “comunes” para las nuevas generaciones. El 68 se abrió sobre este terreno de innovación y de potencia. El “comunismo” fue su horizonte. Se trataba de volver común aquello que era público, de obtener más común de lo público conquistado en el juego democrático. El fruto del socialismo debía ser multiplicado.
Hemos estado y estaremos dentro de esta batalla, nuestra y de nuestros hijos. Esa bocanada de voluntad democrática que una vez más puso al mundo patas arriba fue nueva. Y se repite: cada diez años, más o menos, tenemos grandes, generalizados y extendidos episodios de revuelta. Los ciclos de Kondrátiev se terminaron. Los ciclos de subjetivación de lo común han tomado la delantera. Cada vez adecuando la resistencia para superar los obstáculos creados por una represión ahora convertida en “ciencia de gobierno”. Cada gubernamentalidad es una operación capitalista y soberana para bloquear y encorsetar los movimientos productivos del trabajo vivo. La respuesta es un ataque renovado por parte de los movimientos de ciudadanos-trabajadores y una capacidad de aprovechar los logros alcanzados.
Miremos con atención este juego que luego del 68 se puso en marcha. Resistencia de los trabajadores para lograr la satisfacción de viejas y nuevas necesidades, luego represión. Pero, ¿puede la represión lograr el objetivo de bloquear la acción subversiva? A menudo nos vimos obligados a dar una respuesta positiva a esta pregunta. Pero aun cuando el movimiento subversivo sea bloqueado, debemos ver si verdaderamente la lucha tuvo un resultado negativo (o relativamente negativo). Y bien, no es así. Las reformas que las luchas –incluso las perdedoras– acumulan son importantes, son un aumento de lo “común” en manos de las multitudes del proletariado. Atención a viejas voces que vienen del pasado: ¿la positividad de este proceso significa que debemos ser “reformistas” en la conducción del movimiento? Absolutamente no. Los reformistas no acumulan nada común, únicamente acumulan derrotas y demoliciones de lo común, colaboran en la gobernanza capitalista, ensucian y pervierten las luchas. Por el contrario, solo las luchas de resistencia que se vuelven subversivas acumulan la riqueza común y la subdividen entre instituciones de lo común. Rodeados de instituciones de lo común, hemos conquistado cierto progreso para nuestras vidas y las de nuestros hijos. Esto lo atestiguo con mucho gusto en mi vejez.
Los reformistas no acumulan nada común, únicamente acumulan derrotas y demoliciones de lo común.
Pero para mantener abierto este dispositivo de lo “común”, de su conquista y de su acumulación, la historia de las luchas nos enseña que debemos organizarnos. He pasado mi vida tratando de resolver esta tarea. No creo haberlo logrado; es decir, descubrir una fórmula organizativa que tuviera la eficacia del “sindicato” en la Segunda Internacional o del “soviet” en la Tercera. Hemos identificado el terreno de la multitud como conjunto de singularidades, que operan como enjambre, como red, probablemente organizable en una verdadera democracia directa. Sin embargo, nunca hemos conseguido ir más allá de experiencias “in vitro”. Pero ese es el camino, y recorrerlo ya le permite a la dialéctica de resistencia y subversión desestabilizar el poder enemigo y desestructurar su sistema de producción, por lo tanto, prepararse para la conquista de lo común y para la construcción de instituciones de lo común. El camino a recorrer es todavía largo y la falta de organización y los tiempos vacíos de la empresa subversiva se pagan.
Nos enfrentamos con un fascismo que resurge. Sabemos que la lucha se hace difícil. No tengamos miedo. Mantengamos la línea de frente. Pensemos que nuestra resistencia es eficaz. Pero es necesario prepararse para las consecuencias extremas a las que el fascismo puede llegar: la guerra. Quien ha vivido la guerra, quien la ha sufrido, sabe que la guerra es, ha sido y será una irresistible máquina de destrucción. Y esta vez, de toda la humanidad, dados los medios bélicos que las grandes potencias capitalistas pueden utilizar. Guerra entre potencias = destrucción de las raíces de lo humano. El fascismo puede producir este desastre de lo humano, esta masacre de su historia en el planeta. Por tanto, combatir al fascismo significa luchar a favor de lo humano. Sin olvidar jamás que el fascismo es capaz de destruirlo, cuando advierte que las reglas patriarcales de la sociedad, la estructura del mando para la explotación y la soberanía de su propio interés en la forma política del Estado son puestas en peligro. Concentrémonos en este punto y organicémonos para no sufrir la decisión de guerra de un capital que se ha cruzado con el fascismo. Nuestra tarea es evitar la guerra, combatir y vencer sobre el capital sin pasar por la guerra. ¿Cómo hacer? El pacifismo será nuestra arma, porque la paz es nuestro deseo.
Nuestra tarea es evitar la guerra, combatir y vencer sobre el capital sin pasar por la guerra.
He vivido y sufrido el fascismo. Mi corazón está ofendido y mi cerebro traumatizado cuando repienso esa experiencia. He vivido luego, desde el 68 hasta hoy, sin miedo al fascismo. Los crímenes que se le imputaron, la Shoah en primer lugar, impedían que fuera nuevamente deseado; la gran masa de la población parecía haberlo repudiado definitivamente. Solo los funcionarios de la soberanía pudieron acompañar en el recuerdo (y ser conniventes en las prácticas) aquellas conductas criminales, a veces renovándolas. La represión del 68 europeo fue un ejemplo de ello. Como fuera, nunca tuve miedo, simplemente desarrollé desprecio por esos delincuentes. Hoy las cosas son diferentes: una nube de humo sulfuroso, una atmósfera espesa, imposible de atravesar con la mirada, nos envuelve. El fascismo es omnipresente. Debemos rebelarnos. Debemos resistir. Mi vida se está yendo, luchar después de los ochenta se vuelve difícil. Pero lo que me queda del alma me lleva a esta decisión.
En la resistencia al fascismo, en el intento de romper este dominio, en la certeza de que lo conseguiremos, este libro fue escrito. No me queda, amigos míos, más que dejarlos. Con una sonrisa, con dulzura, dedicando estas páginas, estos tres volúmenes que estoy concluyendo, a aquellos hombres virtuosos que me precedieron en el arte de la subversión y de la liberación, y a quienes vendrán después. Dijimos que son “eternos” –que la eternidad nos abrace.
Traducción: Emilio Sadier en Tinta Limón Blog
Publicación original: www.euronomade.info/?p=15810