Existe cierto consenso respecto del grave problema que aqueja a la democracia argentina que en diciembre de 2023 cumplirá cuarenta años: esta democracia no ha estado a la altura de su promesa. Se trata de la supuesta promesa de diciembre de 1983 –curarse, educarse y comer– con sus permanentes incumplimientos y sus sucesivas re-actualizaciones. ¿Pero, al margen de las retóricas –un poco ingenuas, un poco publicitarias o abiertamente cínicas– alguna vez prometió esta democracia algo diferente a lo que ha ofrecido?
Sostenemos que su sentido más íntimo no se prestó nunca a confusiones y que su código siempre fue relativamente fácil de identificar en medio del maremagnum de las significaciones polivalentes de la democracia. Un código normalizador, fetichizante, disciplinador y melancólico; un código negador de los conflictos sustantivos, de los antagonismos sociales y del sentido trágico de la historia, en fin: un código avieso encubridor de la lucha de clases.
Se trata del código de la democracia liberal, la democracia en extremo celosa de su compatibilidad con la propiedad privada, el mercado y la valoración del capital. Una democracia que, en nuestro caso, además, no deja de ser el resto de una tremenda derrota popular. Una democracia de posguerra. Una democracia de “reorganización nacional”. Ese código funge, además, como fondo invariante de todos los períodos o “ciclos” que queramos identificar en el marco de los últimos cuarenta años.
Los interrogantes se apilan: ¿ofrece esta democracia las circunstancias propicias para una lucha democrática de las y los de abajo?, ¿pueden anclarse en ella los proyectos nacional-populares y/o poscapitalistas?, ¿o, por el contrario, estos proyectos, si aspiran a avanzar decididamente, están obligados a trascender el “campo de objetividad” que esta democracia les impone?
Esa democracia, durante cuarenta años, demostró que no está diseñada para “expresar” cualquier correlación de fuerzas. Posee una clara conciencia de sus límites. Ante la más mínima amenaza desde abajo, ante cualquier impugnación en profundidad de sus pilares y sus “reductos innegociables”, buscará cooptar, canalizar, desviar, institucionalizar, quebrar la energía popular. Minará, con sutileza o con impiedad, cualquier avance del poder popular, toda experiencia orientada a la autodeterminación y al autogobierno popular.
Si los momentos de reparación han sido tipificados como excesivos (por las clases dominantes) o como el horizonte más ambicioso posible (por quienes los promovieron), queda descartada, desde el vamos, por inviable e impensable, toda idea de cambio estructural, de igualdad sustantiva, de ruptura de las jerarquías sociales establecidas, todo proyecto revolucionario… ¿Se pueden sostener en el tiempo altos niveles de politización popular abjurando de esos proyectos?
Es cierto: hubo instantes en el transcurso de estos cuarenta años en los que los efectos de la derrota parecieron refutados. Hubo situaciones que nos hicieron creer que el terror quedaría definitivamente atrás. Desde abajo: durante la recomposición popular molecular de la década de 1990, en la rebelión del 19/20 diciembre de 2001. Desde arriba (y también desde abajo): a partir de 2003, sin deuda externa, sin Fondo Monetario Internacional (FMI), con la recuperación de alguna capacidad de “decisión nacional”, con cuadros de genocidas descolgados, etc. Antes, con juicios a los dictadores. Pero la filigrana metálica de la derrota y del terror siguió obrando en nuestra historia, en el plano material y subjetivo y en el contexto de un capitalismo cada vez más complejo e inestable. Desde abajo: con notorias incapacidades para la autodeterminación política, con serias limitaciones a la hora de desarrollar un gramsciano “espíritu escisión” y gestar proyectos propios de las clases subalternas y oprimidas. Desde arriba: con extranjerización y centralización económica, con neo-desarrollismo periférico y extractivismo, con alianzas espurias con sectores conservadores y reaccionarios, sin iniciativas tendientes a la socialización de poder; con políticas orientadas a abortar las iniciativas autónomas de las clases subalternas y oprimidas; con electoralización y corporativización de los movimientos sociales y las organizaciones populares; con la confusión de la política con la gestión y con la gestión colonizando “lo político”; con agenda liberal (y, por lo tanto, atestada de ítems neoliberales) y sin contrarrestar “la fractura social y subjetiva” producida por el neoliberalismo. ¿Cuánto se avanzó en la línea de la reversión de la derrota y el terror? Muy poco, en verdad. ¿Cuán disruptivos fueron los contenidos de la memoria social que el peronismo posterior a 2003 se encargo de “conectar”? No demasiado, por cierto.
La inconformidad, entonces, más que un accidente, se presenta como un elemento constitutivo de esta democracia, como una respuesta a sus límites institucionalizados, a su inaccesibilidad congénita. La derecha, claro está, se ha movido y se mueve con soltura en esta democracia y no desaprovechó ni desaprovecha ninguna oportunidad para reducir aún más esos límites. Esta democracia está siempre a un santiamén de auto-limitarse, a un tris de convertirse en demorazzia, al decir de Mariano Pacheco.
Frente a esta situación, suele presentarse una paradoja: las fuerzas políticas nacional-populares, de izquierda o “progresistas”, muchas veces, terminan reivindicando el mismo código que las despotencia, confinadas en las estrechas coordenadas de los “consensos democráticos”, integradas al orden dominante y opresor y condenadas a “hacerle el juego a la derecha” en un plano que, por ser tan inmenso, a veces resulta imperceptible. De este modo, su política (nuestra política) se torna antipoética y se vacía de vida y tragedia. Los productos simbólicos que ofrecen (ofrecemos) son de pésima calidad y, para colmo de males, se parecen demasiado a los del enemigo. Son productos de “segundas marcas” que el enemigo, además, se encarga de estigmatizar.
¿Cómo evitar, entonces, la inconformidad frente a unos formalismos, procedimientos y contenidos que consolidan las posiciones de las clases dominantes y socavan las del demos?
En esta síntesis histórica de los últimos cuarenta años trazada por Mariano se percibe la aspiración a reconducir la inconformidad. Mariano quiere que ésta, en lugar de seguir el camino allanado que va directo a la resignación y al conformismo (y a la tristeza), devenga imaginación. Imaginación política; la que más escasea por estos días sombríos. Él prefiere escapar de la angustia en lugar de arrojarse a ella. Nos invita a modificar la figura del mundo y no a acomodarnos a lo intolerable.
Mariano reclama los fueros de la imaginación política. Su reflexión sobre la democracia da cuenta de la clásica dicotomía procedimental-sustantiva, pero va más allá de ella. Plantea la importancia de la conquista y ocupación de todo el espacio ofrecido por la democracia normalizada. Propone abarcarlo hasta la incomodidad, sin desatender ningún resquicio (derechos, garantías, “libertades públicas”, etc.); adueñarse de él hasta que quede chico, agotarlo para trascenderlo. ¿Existe alguna forma de trascender el espacio de la democracia normalizada sin agotarlo? ¿Es posible agotar las posibilidades de ese espacio sin asumir, desde el vamos, el objetivo de trascenderlo? Una productiva clave dialéctica habita en la intersección de estos interrogantes.
Mariano no olvida que el proceso social es dialéctico y no puramente acumulativo, por lo tanto, sus intenciones estratégicas apuntan a desarrollar una dialéctica entre la democratización del Estado para ir más allá del Estado y la democratización de la sociedad civil popular (lo que implica impulsar modos de producir, de relacionarse, de decidir, de sentir, etc. alternativos a los del capital).
Mariano expone una dialéctica transformadora (revolucionaria) más atenta a las “mutaciones subjetivas”, a las “dinámicas existenciales”, a “la reforma moral e intelectual” que a las destrezas vanguardistas y gubernamentales. Una dialéctica que recupere los saberes y mitos gestados por todas las luchas populares de los cuarenta años de democracia. Una dialéctica capaz de trascender el campo de objetividad impuesto por esta democracia. Una dialéctica que contradiga el lugar común “progresista” que sostiene que el “problema” de esta democracia se resolverá con “más democracia” y que plantee, sin rodeos, que dicho “problema”, en realidad, solo se resolverá con “otra democracia”, con “otra institucionalidad”. Es decir, una democracia que discuta la riqueza (no la pobreza), la propiedad y sus formas, la redistribución del poder social, político, comunicacional, etcétera.
Sin lugar a dudas, cuesta mucho hablar hoy de “otra democracia” cuando las clases dominantes ni siquiera están dispuestas a respetar esta democracia, cuando se activan los micro-fascismos societales y la ultraderecha gana posiciones día tras día. Pero está a la vista que los proyectos de radicalización de la democracia liberal tienen patas cortas y que, de modos históricamente diversos, casi siempre terminan imponiendo la reversibilidad de los procesos que impulsan. Lo mismo cabe para las praxis políticas confiadas en que democracia liberal posee algún “estadio superior”.
Mariano identifica al sujeto principal y variopinto de esta dialéctica: los feminismos radicales, las economías populares, el precariado organizado de las grandes urbes, etc., y toda instancia enraizada en el no-ser del capital; aquello que está orientado a desprivatizar, desmercantilizar y desenajenar y que está predispuesto a la movilización y a la acción directa.
Mariano lo sabe bien, la imaginación política (teórica y práctica) es un arma indispensable para reinventar una “simbólica” y unos lenguajes descubridores (Ludwing Wittgenstein decía: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi realidad”); para evitar que el antiintelectualismo que flota en el ambiente nos torne afásicos y negligentes, incapaces de descifrar los sentidos pertenecientes a las cosas; para no quedarnos en el balbuceo de palabras envilecidas e hipótesis superficiales; para no caer en el error de las y los intelectuales bovárycos que, en lugar de ver las cosas, prefieren reparar en lo que se dice de ellas; para traspasar los sentidos de la democracia de diciembre de 1983 y para comenzar vislumbrar otros de una buena vez.
PRESENTACIÓN EN CABA
El viernes 10 de noviembre, a las 19 horas, el autor conversará con el docente y ensayista Miguel Mazzeo, en la Librería Interminable- Espacio Taura (Alsina 685).