Anarquía Coronada

Política del síntoma // Diego Sztulwark

Bajo el título Filosofía como forma de vida, Pierre Hadot planteó una serie de cuestiones importantes sobre los griegos y el catolicismo que aquí dejaremos de lado. Solo nos interesa el título. Y nos interesa a condición de pervertirlo… comenzando por la palabra filosofía: en lugar de filosofía como saber, emplearemos el término como deseo de pensar cosas y pretensión de encontrar un discurso propio (aún cuando ese “propio” esté hecho de préstamos). Digamos entonces que por filosofía entendemos aquí la existencia de una cierta verdad y de un cierto lenguaje propio. Vamos a forzar también la idea de forma de vida inscribiéndola en el problema enorme al que, por falta de mejor léxico, solemos llamar neoliberalismo. Neoliberalismo, es decir, una forma de capitalismo particularmente totalitario, en el sentido en que se interesa por los detalles mismos de los modos de vivir. Lo neoliberal no designa un poder meramente exterior, sino una capacidad de organizar la intimidad de los afectos y de gobernar las estrategias existenciales. Llamamos neoliberalismo, entonces, al devenir micropolítico del capitalismo, a sus maneras de hacer vivir. La filosofía como forma de vida revista, en este contexto, interés político: la cuestión es, en última instancia, la pregunta por la capacidad de inventar un vivir no-neoliberal.

Esto quiere decir que para hablar de una política no neoliberal es necesario hacer un rodeo por las micropolíticas no neoliberales, que aquí pretendemos vincular a lo que Hadot llamó “ejercicios espirituales”. Hadot explica en sus textos que no es fácil asumir una forma de vida: se trata de un aprendizaje, requiere una ejercitación. La filosofía antigua, dice Hadot, no se caracterizaba, como la moderna, por esa vocación de fascinar a partir de una solvencia lógico-discursiva. Lejos del sistema, su orientación apuntaba a la articulación del discurso con todas aquellas disposiciones no discursivas que conforman la existencia. O sea, al problema de cómo el discurso puede acercar a las personas a modificar algo del mundo afectivo: las angustias, el miedo, la relación con la muerte. Si la filosofía puede ser una forma de vida es porque la vida no nace de modo espontáneo a la verdad, sino que accede a ella a través de transformaciones (y ejercitaciones). La forma de vida, o la vida virtuosa, es el objeto de una búsqueda persistente. Para Spinoza, la “vida virtuosa” resulta inseparable de las instituciones colectivas. El “mejor Estado” (es decir, la vida común que ofrece seguridad y libertad) y la vida virtuosa resultan inseparables. No hay abismo alguno entre micro y macropolítica.

Volvemos al neoliberalismo como fenómeno de interiorización del mando. En él, el campo de la obediencia se extiende bajo la forma de una cierta libertad: “somos libres de hacer lo que queremos”, es la proclama del discurso emprendedor. Una libertad que obedece a una suerte de orden que nos viene del propio tejido: imposible eludir el mandato de ser productivos en un espacio llamado mercado. La voz de orden ha sido inmanentizada y actúa como compulsión a desarrollar estrategias de valorización sobre nosotros mismos, a participar activa y voluntariamente de los dispositivos de valorización mercantil.

Lo que queremos es hacer aparecer entonces una determinada polaridad, una tensión entre lo que llamamos modos de vida (“libertad” neoliberal) y forma de vida (procesos de transformación). Los nombres –modos, forma– pueden sonar arbitrarios, pero facilitan hacer la distinción. Los modos de vida surgen del mundo neoliberal en cuanto nos damos cuenta de que el neoliberalismo es, sobre todo, una edad del capital en la que este no realiza sus mercancías sin crear en simultáneo un universo de deseos donde esas mercancías actúan como signos que encarnan la realización de esos deseos. No hay ganancia sin producción de modos de vida. De ahí la vigencia de la fórmula de Foucault: el neoliberalismo es la extensión del cálculo económico a todas las esferas extraeconómicas de la vida.

Si el modo de vida es producido en el mismo movimiento en el que se produce el capital, la forma de vida supone, en cambio, una transformación –subjetiva y política– con respecto a esta condición de partida e introduce lo que cierto psicoanálisis estaría dispuesto a llamar el sujeto de una verdad. ¿En qué tipo de práctica y de ejercicio, en qué tipo de uso del lenguaje, en qué relación con los otros, en qué relación con el deseo alcanzamos hoy en día esta nueva libertad?

En su hermoso libro Hijos de la noche, el filósofo Santiago López Petit escribe sobre la relación entre Artaud y Marx. Según él, la forma de vida es inseparable del síntoma, o sea de todo aquello que en nosotros aparece como incapacidad de cuajar, de adaptarnos al mando neoliberal (mando que ordena: “disfruten, gocen, consuman, sean productivos”). López Petit invierte la mirada y se pregunta: ¿Qué pasa con todo aquello que hay en la vida que no cuaja con eso? ¿Qué hacemos con nuestras anomalías (enfermedades, angustias, pánicos, etcétera)? Su pregunta, por tanto, apunta a todo aquello que en la vida es fragilidad y que no admite ser resuelto como mera adecuación plena al mando.

Aquí se alcanza una cuestión de sumo interés: el síntoma y la fragilidad, la anomalía deseante y, en general, los fenómenos de autonomización de las maneras de cooperación pueden resultar vías de politización de las formas de vida en la medida en que padecen la agresiva intolerancia del mando neoliberal, que no es sino el esfuerzo –como indica Toni Negri– por evitar que se abra la brecha entre realización de mercancías y deseos. El mando neoliberal es –y su devenir fascistoide lo vuelve obvio– como una tentativa autoritaria que busca impedir su propia crisis. Crisis por incapacidad de subjetivar neoliberalmente a una parte de la sociedad. Crisis en el sentido de no poder producir aquellos mundos deseantes en los cuales el consumo de sus mercancías es realización. ¿Es posible sostener que se da una correlación práctica entre impotencia capitalista de gobernar la vida (deseos) y crisis de rentabilidad empresaria? ¿Es la autonomización de las formas de vida un factor potencial influyente en las crisis de reproducción del neoliberalismo?

Si así lo fuera, el problema del síntoma se volvería crucial en el plano de lo político, y el régimen de lo sensible sería redescubierto como objeto de todo tipo de ofensivas y contra-ofensivas. Para seguir polarizando, entonces, se puede decir que al régimen de visibilidad neoliberal –la transparencia, la exigencia de exposición de los disfrutes–, se le opone una política de la escucha del síntoma. Mientras que el síntoma es tratado por los neoliberales vía coaching ontológico, el poeta Henri Meschonnic propone una alianza con el síntoma fundado en una audibilidad de aquello que se resiste a la adaptación. Escuchar una verdad en aquello que no se adecúa a ese mundo de visibilidades.

Es muy evidente que la política emancipatoria en la Argentina, al menos desde la última dictadura hasta ahora, tuvo sus grandes momentos en estas formas de escucha del síntoma: de los organismos de derechos humanos al movimiento popular de mujeres, pasando por las organizaciones piqueteras. Nuestra época neoliberal plantea una relación directa entre trama sensible de la vida y orden social y político. Y dado que las formas de vida replantean el problema de la igualdad y de la libertad en términos de transformación, de la capacidad de atravesar las crisis e innovar en las formas colectivas, es allí donde deben espejarse los ejercicios espirituales de nuestro tiempo: en torno a los consumos, a los usos del tiempo, a los modos de habitar territorios, a las formas de concebir el amor. Se trata de ejercicios sobre las posibilidades de desligarnos del poder de mando, que habilitan la pregunta sobre quiénes somos, quién es cada uno, a partir de los malestares –porque el malestar es fortísimo: el malestar de la violencia, de ser borrado, de los modos de visibilización, de no ser retribuido–. Mapear desde el malestar puede llevarnos a desplazamientos significativos, puede ayudar a parir forma de vida, a bosquejar posibles deseables.

Suely Rolnik ha escrito cosas muy sabias sobre el malestar. Ella enseña que el neoliberalismo es un tipo de poder que aplaca, asigna y estabiliza modalidades subjetivas. Las micropolíticas neoliberales ofrecen los medios para eludir la desestabilización de sus sujetos. También para ella el neoliberalismo es una tecnología micropolítica que tiende a evitar la crisis y a sostener el control mediante determinados mecanismos de consumo (consumo de pastillas, de discursos, etcétera). Rolnik opone al sujeto neoliberal, con su larga historia desde el cristianismo pasando por el cartesianismo y la colonización, a una corporeidad vibrátil a la que llama “fuera-de-sujeto”. ¿Qué es ese otrx? La producción de nuevos territorios existenciales o de mundos de referencias nuevas. Otra vez: la productividad del ejercicio espiritual (ahora entendido como micropolíticas no neoliberales).

Si el discurso neoliberal ha recurrido a la potencia del vitalismo emprendedor, las formas de vida se reconocen en una especie de impotencia propia que antecede a cualquier potencia. Una especie de imposibilidad –o de “estupidez”, dirá también Deleuze– que es propia de los comienzos de cualquier nuevo poder-hacer. Quizás esta impotencia sea la que nos conduce a las descripciones más ricas de lo que es un ejercicio espiritual. Descubrir que lo que realmente interesa, a veces, es algo de lo cual estamos todavía muy separados. Es un deseo de algo, o el presentimiento de algo que uno puede hacer, pero también es el atravesamiento de no saber cómo hacerlo. Tal vez la conciencia de la impotencia que conllevan los procesos de creación, la detección de una cierta vulnerabilidad sea exactamente lo que el neoliberalismo odia en la vida. La escucha del síntoma como punto de partida. Situarnos en esos lugares donde, para hacer lo que queremos hacer, pasamos primero por no entender. Por no saber cómo. Por ser los únicos que no entendemos. Como escribe Ricardo Piglia en Los diarios de Emilio Renzi: “Soy el único en esta ciudad que no sabe escribir”. El único que no puede resolver estos problemas del amor, de la angustia, o estos problemas de la vida. Ese no poder, tomado en una escucha, es ya signo de elaboración procesual de una potencia. 

El neofascismo tipo Bolsonaro y su programa (la destrucción del Amazonas, la reforma laboral, la privatización, el racismo, la persecución a las mujeres, a las diferencias sexuales), el recurso a una prótesis militarista y fundamentalista, expresa la fuerza de la crisis y el intento de cerrar la brecha mediante el odio al síntoma. Pensando en este escenario, donde el neoliberalismo no solo es desagradable porque bloquea la virtud y desatiende el síntoma, sino porque además destruye y degrada, porque ataca de manera violenta, organizada e institucional; pensando desde ahí se hace evidente lo que decía Spinoza: no es posible pensar la virtud de la vida sin la vida en común. No es concebible aislar los ejercicios espirituales de la dimensión colectiva y de la lucha social.

Por eso es importante retener nombres como Trump, Bolsonaro o Macri. Son nombres importantes en tanto que articuladores políticos de una crueldad en la vida. La reflexión sobre las formas de vida, su polarización con los modos neoliberales de vida, se politizan apenas se advierte que ya forman parte, y de un modo no marginal, de la contemporánea lucha de clases. ¿Cómo saber que esa lucha ha comenzado? Una hipótesis: cuando los modos de vida neoliberales son pervertidos por la vía plebeya, por la vía de una irreverencia, de una gestualidad sin programa que plantea una y otra vez las condiciones mínimas de la igualdad.

3 Comments

    • Buenos días, Diego.

      Cuando te refieres al sonar arbitrario en relación a los términos «modos de vida» y «formas de vida», describes mi impresión al leer por primera vez, según recuerdo, esa distinción en la página 38 de tu estimulante libro La ofensiva sensible. Luego ya se me fue naturalizando la distinción, aunque he vuelto a pensar en ella a raíz de tu comentario en este artículo.

      Me rondaba la cabeza el siguiente texto:

      Jeder fast kann an sich erfahren, daß er seine gesellschaftliche Existenz kaum mehr aus eigener Initiative bestimmt, sondern nach Lücken, offenen Stellen, »jobs« ​suchen muß, die ihm den Unterhalt gewähren, ohne Rücksicht auf das, was ihm als seine eigene menschliche Bestimmung vor Augen steht, wenn anders er von einer solchen noch etwas ahnt.
      [Band 8: Soziologische Schriften I: Gesellschaft (I). Theoder W. Adorno: Gesammelte Schriften, S. 4756 (vgl. GS 8, S. 16)]

      que encontré en la traducción de Akal (OC 8, p. 15, 2004) de Agustín González Ruiz:

      Casi todo el mundo puede experimentar en sí que su existencia social a duras penas la determina su propia iniciativa, sino que tienen que buscar huecos, puestos libres, «jobs» que les garanticen la subsistencia sin considerar lo que se presenta ante sus ojos como su propio destino humano, si es que aún se sigue teniendo idea de algo así.

      La expresión forma de vida me parece logradísima. Así como cuando se dice que tal autora comprende la escritura como una forma de vida. Para buscar un término antitético, que evite un poco esa arbitrariedad que se presenta en la expresión «modo de vivir, pensé en la expresión que emplea en El Danubio Claudio Magris en el párrafo final del segundo apartado, Suleika, del capítulo En la Wachau, en la que se refiere a la literatura como un «sistema de manutención».

      También me vinieron a la cabeza las distinciones a propósito del camarero, del mozo de café, que hace Sartre en el capítulo de la mala fe de El ser y la nada.

      Tal vez estos podrían ser los matices. Se opondría al término «forma de vida» el término «ocupación» o algo similar, aunque cada término podría tener sus propios inconvenientes.

      Este comentario sería como una forma de corresponder a tu apreciado trabajo del que continuamente espero las nuevas contribuciones. Un saludo afectuoso.

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