Chamanes sin tiempo. El cortoplacismo como técnica de lo inmediato // Facundo Cifelli
Para nuestros filósofos antiguos, la contemplación era un acto central en la vida de alguien que buscaba la paz, la tranquilidad y para quienes concebían la sabiduría a partir del conocimiento en su sentido más amplio: el de la libertad. Contemplar era algo así como un impasse del tiempo en donde la subjetividad se veía atravesada en todos sus lados por miles de cuestionamientos, para alcanzar entonces los grados de conocimiento que requieren las transformaciones. Hay muchísimos ejemplos de personajes que, agobiados en su día a día, deciden recluirse en la montaña durante un tiempo difícil de precisar, hasta que al final bajan con un marcado cambio en su aspecto, al menos físico, como demostración de que algo había cambiado para siempre en esa persona (desde Zaratustra a Ragnar Lodbrok).
Entradas dos décadas del siglo XXI el acto contemplativo parece haber quedado con suerte, reducido a su sinónimo más liviano: la meditación. Para aquellos que tienen “al menos 10 minutos por día” es el antídoto natural al que se recurre para controlar la neurosis que se desprende de la vorágine diaria, y la necesidad de inmediatez que recorre nuestro cuerpo en este tiempo.
La lógica cortoplacista se instaló casi de forma metástica en nosotros mismos y en nuestro entendimiento de las cosas. Desde finales del siglo pasado se viene alimentando esta idea de “no hay futuro”. Naturalmente, esa distopía narrativa abonó a la destrucción de otra idea que había permitido obtener triunfos culturales, políticos y socio-económicos a mediados del siglo anterior (los mismos que hoy se añoran): la idea del “largo plazo”. Pero sería ingenuo reducirlo a una cuestión de narrativas que pujan por imponerse. Toda la técnica de nuestra época (como si fuese ella misma quien ordenara esta -disposición del ser-) está puesta al servicio de la necesidad principal: la satisfacción inmediata. No creo que sean muchas las personas que elijan, como los antiguos, irse -al menos una semana- de retiro a la montaña que posee sabiduría, mas no señal para el celular. Lo que nos subyuga hoy es más bien una sensación sofocante de presente contínuo que nos impide, de alguna manera, percibir el tiempo con algo de perspectiva.
La lógica cortoplacista y la satisfacción inmediata que requerimos para sentirnos seguros (ni siquiera diría que bien) es la misma que nos sujeta a las pantallas. Sobreinformación y entretenimiento mediante estímulos ligeros, flashes y refills constantes de dopamina, hacen un circuito de recompensa envidiable. La tolerancia que ejercemos ante esto es cada vez mayor, entonces la dependencia y la necesidad de satisfacción cada vez más rápida, también. Sumemosle que el algoritmo también hace lo suyo: nos parcela en burbujas de consumos que, en la mayoría de los casos, lo único que hacen es reforzar nuestro propio núcleo duro y nuestro sentido del mundo. Cada vez pensamos de manera más parcelada y eso obtura la necesidad que tenemos los seres humanos de adquirir el conocimiento general de las cosas (de nosotros mismos y de nuestro entorno) que se requiere para llevar adelante procesos de transformación. De la realidad, o, al menos, de nosotros mismos (¿Cuánto podemos cambiar si el catálogo que tenemos a disposición es siempre el mismo?).
Dicho de otra manera, no transformamos el mundo, la realidad ni a nosotros mismos por una simple cuestión: no entendemos cómo. Porque el tiempo para adquirir o conocer experiencias que permitan nutrir otras formas de vida se nos presenta nulo detrás de nuestros ojos robóticos de video tape, y se esfuma en un circuito de recompensa que es igual de efectivo como de cínico: no solo captura nuestra atención como se ha dicho mucho, sino también nuestra voluntad.
La creación necesita al aburrimiento. Pero antes de que crezca en nosotros una sensación de desierto, preferimos arrojarnos a los estímulos de un mundo digital que tiene su propia gravitación (la utopía de la vida en otro planeta, el futuro de la inteligencia artificial y el transhumanismo, la economía del sistema financiero y hasta una moneda propia, billones de dólares, etc). Esta es, en definitiva, la forma más eficaz de evasión que tiene nuestra época. Y es cínica porque donde parece haber “tiempo libre”, hay en verdad una captura de nuestros sentidos y nuestros entendimientos: lo más parecido a una retroalimentación del dolor. Pues no hay mejor manera de vencer la sensación de hastío y sufrimiento que exponerte al encuentro de nuevas experiencias que, en el mejor de los casos, logren sacarte de tu lugar de padecimiento (al menos por unos minutos).
No importa si nuestra calidad de vida disminuye, si perdemos capacidades como el juicio crítico, la concentración, si nos volvemos capaces de creer cualquier cosa (desde que hay que lavarse en agua con hielo para lograr tus objetivos hasta que la tierra es plana), o si la realidad misma se vuelve cada vez más tenue. No importa mientras la burbuja esté asegurada: el algoritmo me entiende, sabe de mi superficialidad y va a darme aquello que busco.Jamás propondrá vectores distintos de la realidad mediante los cuales entender las cosas de otra manera se vuelva posible.
Debemos decirlo, internet no va a sacarte de tu zona de confort, ese lugar en el cual sufrir se vuelve una costumbre placentera.
Mucho se está hablando ya de la digitalidad, de sus consecuencias sociales y económicas, de la tecnocracia y el tecno feudalismo. Quisiera ramificar esta intención hacia la lógica de consumo que nos impera requiriendo siempre lo inmediato, más allá de lo obvio de nuestra época: el abuso tecnológico.
Una figura cultural distinta -¿incluso parecida?- a la del filósofo de la antigüedad, más cercana en nuestro tiempo, es la del Chamán. Es la persona de la comunidad (envuelta también bajo el manto de ¨lo sabio¨) quien, a través de un ritual, intenta alcanzar percepciones del mundo que hasta entonces desconoce; pretendiendo incluso encontrar estadios interiores que son extraños a él mismo (todo lo opuesto al uso maquínico de las pantallas). Al igual que la contemplación el ritual es un hecho social que requiere de tiempo. El chamán (o guía) entrará junto a su comunidad en un campo que le permitirá auto-conocerse alcanzando de esa manera otras percepciones sobre sí mismo y su entorno. Entra pero no sabe exactamente cuándo sale; y justamente no es eso lo que más importa: no existe la noción “pérdida del tiempo” en un ritual de éstas características.
Todo esto en nuestra sociedad ha quedado tan lejano que parece una boludez. Ésa forma de consumo quedó relegada para pocos aventureros que se atreven a surfear aquel trip de la psicodelia amazónica. Si pensamos en los consumos de sustancias hoy, los fármacos, requeridos en tiempos en que los individuos se sienten enfermos -o extraños-, tienen el grado más alto de consumo de todos los tiempos, incluso en adolescentes. También el alcohol. Pero dejemos de lado las sustancias legales. Podemos atestiguar cómo las drogas psicoactivas (la que le gusta a los chamanes) pasaron de consumirse (en gran medida) como una herramienta para el auto-conocimiento o para alcanzar percepciones del mundo hasta entonces desconocidas, incluso también como síntoma de rebeldía de un colectivo cultural; a ser consumidas de forma cada vez más privada, en un marco cada vez más individual y aislado. Algoritmizado. El aislamiento es también una forma de marginalidad, y la lógica de la inmediatez hace lo suyo: pone al aburrimiento y al no-ser productivo en un lugar que está prácticamente al borde de la incapacidad humana, y que no nos permite tener el lugar para procesar el dolor ni la frustración.
Es una sociedad que cada vez tolera menos el diálogo con el otro porque cada vez tolera menos el diálogo con uno mismo, pero además, entre los y las jóvenes de por aquí y por allá, se oye que el consumo funciona más como una “huida” de este mundo. Es decir, en muchos casos el consumo y el abuso de sustancias está menos motorizado por un interés de comprendimiento o experimentación, y más como un placebo o sedante para la existencia. Aunque así sea hace muchísimo tiempo, deberíamos pensar, ahora más que nunca (sería estúpido creer en una sociedad sin consumo), en qué punto la evasión -necesaria para sobrellevar la vida en los términos en la que se nos plantea- deja de ser un hecho recreativo para convertirse en una prisión de emociones. Vuelve sobre nuestros hombros la pregunta acerca del tiempo libre, la diversión y el ocio.
Más allá de esto, es razonable que en gran medida funcione de esa manera si la realidad no le presenta a las juventudes alternativas estables concretas, satisfacciones perdurables en relación al trabajo y a lo que vendrá, si no presenta un abanico de posibilidades lo suficientemente amplio mediante el cual se pueda desarrollar una vida a largo plazo más allá de las opciones reducidas de salvarse a uno mismo, la especulación y la suerte. Si la única propuesta es la del éxito del dinero, es esperable que como sociedad nos volquemos a ello sin más. ¿Por qué entenderíamos que hay otras formas posibles si no hay qué elegir? No es tan complejo, sin alternativas, no quedan muchas más posibilidades que seguir el río y la corriente.
El filósofo alemán Sloterdijk, en su libro Extrañamiento del mundo, lo advertía más o menos así: “no hay tanto un deseo de lo que ´yo quiero a futuro´, sino una dinámica sistémica que nos muestra permanentemente lo que necesitamos. De esta manera deseo y necesidad son casi la misma cosa”.
Romper esta comunión entre deseos y necesidades es un trabajo del pensamiento crítico necesario para comenzar a entender por dónde pasa lo sustancial de la cosa. Un ejercicio de soberanía, si se quiere. Pero para ello se necesita nutrir el aburrimiento y el “extrañamiento” de sí (poder pensar contra uno mismo). Ya sé, es simplista plantearlo así. No alcanza con el carácter voluntarioso que poseemos los seres humanos. La voluntad (o la falta de ella) actúa más allá -es más fuerte- que la mera intención o que el acto mecánico de la acción (esto se ve claramente en jóvenes y adultos con fuertes grados de dependencia a sustancias o a determinados patrones de consumo); donde parece haber voluntad sólo hay repetición. Dicho de esta manera, pareciese que la voluntad (entendida como una potencia para actuar) solo está a disposición de la lógica reproductiva del sistema. Que sólo actúa bajo sus parámetros. A pesar de toda evidencia me niego a pensar de esta manera. En todo caso, sí es verdad que la voluntad está secuestrada, hay que recuperarla: darle lugar, trabajarla, nutrirla, reforzarla. Algo que también se logra con tiempo, no es inmediato.
Tanto el culto al dinero como las sustancias, tienen carácter sustitutivo en su mayor comprensión del término. Este es uno de los principales factores deshumanizantes de nuestra sociedad de consumo. El principal abono para que la historia del humano sea la historia de su alejamiento con el mundo exterior e interior.
Poder discernir entre necesidad y deseo tal vez sea un paso importante para pensar nuevamente en cómo transformar el mundo y mis circunstancias. Cómo mejorar nuestras posibilidades, cómo recuperar la potencia de actuar en la realidad material con sentido. Recuperemos la voluntad y el tiempo para percibirlo de otra manera y salir del cortoplacismo y de este “presente continuo” que deshistoriza nuestra experiencia; en dónde no sabemos lo que queremos, pero lo queremos ya.







