Hablábamos mucho, porque en esa época conversar era natural, no una felicidad o un cansancio, como ahora.
Miguel Briante
Entre los años 2008 y 2010, Diego Sztulwark realizó un conjunto de entrevistas a León Rozitchner. El resultado: quince videos titulados Es necesario ser arbitrario para hacer cualquier cosa, que transcurren durante casi tres horas y que fueron registrados en su oportunidad en Youtube. Durante 2016 y 2017, Sztulwark mantuvo una serie de conversaciones con Horacio Verbistky. El resultado: Vida de Perro, libro recientemente publicado por Siglo XXI. En ambos casos, una constante: la pregunta por el método, por el modo de trabajo. ¿Hay un método común en Rozitchner y Verbistky? ¿O lo que se articula en ambos es el interés del entrevistador? ¿Qué busca Sztulwark? ¿Qué encuentra?
Todo escritor tiene insistencias. Lo sabemos, pero no siempre las escuchamos. La insistencia esconde la fuerza de una intuición, de una vida que busca el modo de ponerse a sí misma en palabras. Sztulwark insiste, desde hace algunos años, en la importancia de la historicidad. “Quien entrega la historicidad se regala”, escribió en relación con las movilizaciones de 2017 contra el 2×1. El término viene del poeta y traductor francés Henri Meschonnic quien, al distinguir la historicidad del historicismo, comprende a la primera como un intento de escaparle a la época. Esto no implica huir ni negar, sino desobedecer lo que los tiempos dictan, decir lo que los tiempos callan: desconocer la época a partir de una atenta escucha a lo que uno vive. Tarea imposible sin una recuperación activa de la propia historia. Por eso el interés de Sztulwark, tanto en el caso de Rozitchner como en el de Verbitsky, por la experiencia que llevó a cada uno a elaborar su propio método de trabajo.
Sztulwark se encuentra con voces vivas, voraces, que dan cuenta de un pensamiento a flor de piel. Voces que piensan como sienten, que hablan como viven. El judaísmo aparece en ambos casos como un origen, en el que también podríamos incluir al propio Sztulwark. Verbitsky comprendió su pertenencia a una minoría el día que vio el rojo de sangre en su guardapolvo. Rozitchner tenía quince años cuando fue expulsado por judío de un cumpleaños. Para soportar la angustia, cuenta, caminó solo por la noche durante horas. De esta experiencia se pueden deducir múltiples consecuencias, la mayoría probablemente fantaseadas o incomprobables. Elijo dos: la soledad como aprendizaje para nadar contra la corriente (lo evocado por Gelman en sus Soledades); y el interés político por la relación entre cristianismo y terror. Sztulwark destaca este segundo punto e insiste en la necesidad de entrecruzar la lectura de La cosa y la cruz con los cuatro tomos de Verbitsky dedicados a la historia política de la Iglesia Católica en la Argentina.
¿Cuáles fueron las condiciones históricas que llevaron a Rozitchner y a Verbitsky a elaborar sus propios métodos de trabajo? Este es uno de los principales intereses de Sztulwark. Se trata de comprender sus alianzas, sus amistades, sus militancias, sus amores y odios. Todo por una cuestión pedagógica en el sentido más político del término. “La militancia es la tarea de mantener viva la memoria histórica en los procesos de derrota”, le dijo alguna vez Eduardo Luis Duhalde a Diego Sztulwark. Y eso es lo que busca en sus entrevistados: una memoria viva, y con ella el método de su perseverancia. Allí aparece también una idea singular de la escritura, presente tanto en Rozitchner como en Verbitsky. La escritura como toma de posición, como guerra, como resistencia, como forma de inserción en el terreno de la historia. ¿Qué busca, entonces, Sztulwark? Aliados en la politización del presente. O, en palabras de López Petit, politizar el malestar.
Rozitchner y Verbitsky le ofrecen a Sztulwark dos imágenes diferentes –aunque compatibles– de lo que significa hacer crítica política. Cada uno a su modo se inscribe en las luchas de su tiempo, sin por ello abandonar la historia a largo plazo. Esto solo es posible a partir de la articulación que ambos realizan de su experiencia individual con la colectiva, de la capacidad de enlazar las propias resistencias con las sociales. Así se comprenden las palabras, tanto de Rozitchner como de Verbitsky, sobre las razones de la derrota de los años setenta. No es una reflexión culposa, moralizante, como la de Oscar Del Barco. “Del banquete de nuestra autocrítica el enemigo solo recogerá las migas”, cita Verbitsky vía Gelman. Sztulwark encuentra en sus entrevistados un antídoto contra el pensamiento de la derrota. Una reflexión política sin olor a naftalina. Encuentra, sí, el olor salado y metálico de la sangre. Pero en movimiento. Una sangre que se mueve y busca, por fuera de la melancolía y la resignación, la oportunidad política en el presente.
En el epílogo de Vida de perro, Sztulwark plantea la necesidad de “abrir un nuevo horizonte capaz de superar la impotencia democrática”. Aquí el combate es doble: contra la deshistorización y contra la banalización de lo real que desdibuja la posibilidad de un futuro diferente. ¿Encontramos, entonces, algo así como un método Sztulwark? No está del todo claro, quizás todavía esté por hacerse. Lo cierto es que en ambos casos se advierte un método en la búsqueda del método. El encuentro cuerpo a cuerpo con el entrevistado, la recuperación de su historia, la necesidad de hacer de la voz viva del otro el medio mismo de su pensamiento. Sztulwark –sabemos quienes lo leemos– vuelca los niveles más complejos de la filosofía y de la teoría política en un análisis minucioso de la coyuntura. Y así avanza: mitad León, mitad Perro. En tiempos donde la intelectualidad biempensante se congela, algo nuevo empieza a moverse. Habrá que seguir de cerca los movimientos.