Traducción: Fernando Venturi.
Ediciones Sugarco (1987); Mimesis (2001, 2015)
(Contratapa)
A partir de finales del siglo XVIII, el idealismo clásico alemán, o pensamiento de la dialéctica, devino hegemónico en la cultura europea. La catástrofe de la revolución francesa pareció haber arrastrado consigo aquel pensamiento materialista de la diferencia y del antagonismo que había iluminado el siglo XVIII y que llegó a representar una tendencia alternativa en el desarrollo de la metafísica occidental desde el renacimiento humanista. La poesía y la filosofía de Leopardi surgen en contacto con esa catástrofe, pero rehúsan aceptar que la cuestión crítica (¿por qué fracasó la revolución? ¿cuáles son las condiciones de la crisis?) pudiera resolverse en el horizonte de la ilustración dialéctica. Al contrario, después de transitar el terreno de la dialéctica y anticipar las conclusiones nihilistas a las que esta experiencia conduciría, después de rehabilitar el nihilismo haciéndole asumir la figura modernísima de una teoría de los signos, Leopardi libera la razón en la única dirección que le permite a la vida recobrar un sentido de verdad: el terreno ético, en el cual la imaginación impide todo compromiso posterior con la derrota y construye, dentro de la crisis, una vía de salida. Aquí, la metafísica leopardiana se intensifica hasta hacerse ontología, fondo constante de fidelidad y renovación de los valores; obstinación de la esperanza. La cuestión crítica debe pues mantenerse abierta. ¿De qué modo ha cambiado el hombre después de todo lo sucedido?¿Por qué la revolución es nuevamente posible? Aceptar con fuerza y dignidad el horizonte desolado de la crisis a la que condujo la modernidad occidental sabiendo sin embargo que, a través de su desesperado sufrimiento, todavía es posible su revolucionamiento: esta es la conciencia que construye la metafísica materialista; la distopía encarnada de Giacomo Leopardi.
Índice
I. La catástrofe de la memoria
- Tiempo de dialéctica
- Experimento del Infinito
- La cuestión crítica
II La trama del sentido
4. La sólida nada
5. Dolor y deseo
6. Imaginar
III. Poética del ser verdadero
7. Metafísica de las costumbres
8. El sentido del ser verdadero
9. Aferrar la nada
IV. Dialectos de la ilusión
10. Ironía, o de la psiquis
11. Engaño, o del poder
12. Sarcasmo, o de la política
V. El maquiavelo lírico
13. El acontecimiento de la crítica
14. Lo ético como fundamento
15. Materialismo y poesía
Notas
Índice de nombres
- Materialismo y poesía
Intento demostrar tres tesis. La primera es que, en general, solo una concepción materialista del mundo permite dar cuenta adecuadamente de la poesía y de su fuerza creativa. La segunda es que el materialismo –transcurrido desde la Edad Media hasta el tiempo presente, inmerso en la crisis de las luces y la razón, y encandilado por la indiferencia posmoderna– se vuelve ahora cada vez más un arma privilegiada en el intento de dar sentido y transformar el mundo –construyendo otro mundo, aludiendo a la verdad–, y esto implica sobre todo a la poesía. En tercer lugar intento definir en términos materialistas el camino de Leopardi: su poesía, precisamente, recorre este pasaje desde la Edad Moderna hasta el presente, anticipa sus resultados y experimenta enteramente su dinámica.
¿Qué significa esto? ¿Solo en el materialismo hay poesía? Significa que la poesía en tanto producción es concebible solamente allí donde no exista un orden cerrado y absoluto de la verdad: un mundo cerrado de ideas, universales y elementos preconstituidos a revelar. En efecto, solo dentro de un horizonte materialista, formado por la contingencia, es posible crear y practicar la poiesis y la imaginación ontológica. En un universo materialista la verdad es un nombre, y el universal una convención. La poesía en cambio es más bien algo concreto, un proceso de construcción. La poesía es la ultimación del hacer en lo concreto, en la inmediatez. Toda verdad, cuando deviene real, reviste un aspecto poético, en la medida que, surgida del horizonte del nombre y verificada en el ser, atraviesa una práctica y alcanza una determinación concreta. La poesía, sin embargo, en la medida que es inmediatez, se emancipa de toda verdad, de toda técnica de verificación. Ella es más que verdad, puesto que la precede ontológicamente y revela de inmediato su densidad: la anticipa en imágenes sensibles, no como una aurora, sino como la luz del pleno día. Lo verdadero viene después de la poesía, y a ella debe adecuarse puesto que ella lo anticipa. La actividad ética se coloca entre la poesía y la verdad. Es un hacer inervado por la libertad y determinante en la constitución de lo verdadero. Pero la ética también viene después de la verdad, y la reconduce a la poesía. Es un éter, un clima perfundido, un necesario retorno reflexivo. Sucede de manera que la ética asume un valor fundante para la metafísica del materialismo, para cumplir, en la libertad, en el vacío metafísico que da sentido a la libertad, la tarea de mediar lo inmediato y lo universal, la expresión y la comunicación. La poesía se mueve en el vacío, en la materia infinita, pero construye y arrebata el ser a la nada. Este construir inmediatez en el vacío, este extraer el ser de la nada y excavar su naturaleza para infringir un perfil cualquiera, y hacer de ella un significado, en suma, solo es posible construir inmediatez en un horizonte materialista del cual haya sido suprimido todo supuesto, fetiche o “fundamento”. La poesía anticipa lo verdadero porque rompe los límites de la materialidad de la existencia y proyecta hacia adelante la inmediatez de la imagen. La actividad ética se organiza en el tejido de la poesía. Así, en la verificación ética, se construye lo verdadero. Luego vuelve a la poesía, la busca nuevamente a través del actuar ético. Así, hasta que la ruptura, la invención, la producción poética, propone una vez más otro ser. Esta circulación entre poesía, actuar ético y verdad es lo que caracteriza el horizonte materialista, lo que caracteriza su dureza y la consecuente necesidad de romperlo continuamente, de construir estéticamente un significado, de volver universal esta ruptura a través del actuar ético –poco a poco y lánguidamente, adhesivamente, “lentamente”, como quiere Leopardi para su Retama–, hasta construir lo verdadero, un “otro” verdadero. La poesía es el momento de ruptura, de liberación, la construcción de un mundo, un lento tejer; lo demás adquiere significado solamente en virtud de aquel. Verum ipsum factum: la ética construye lo verdadero, lo verifica y lo vuelve un horizonte concreto. Pero este terreno de la vida jamás se habría constituido si el mundo no fuese anticipado por la ruptura poética, por la capacidad de afirmar lo inmediato como principio del tejido de toda construcción humana. El mundo, tal y como está dado, es irracional: el fondo histórico y natural es el absurdo. Estamos obligados a vivir dentro de esta irracionalidad. Sin embargo, la vida comienza recién donde la entera necesidad del mundo –de la naturaleza y de la historia– es rechazada, y el hombre, el sujeto, es construido de otro modo. Construirse de otro modo es libertad, es practicar la ética. Solamente la libertad permite vivir bajo esta física epicúrea que describe la caída irracional de los átomos, el repliegue vacío, espejado, de lo real sobre sí mismo. Libertad como clinamen subjetivo, es decir gestionado en su potencia por los sujetos. La poesía es el rechazo que funda toda potencia, toda posibilidad de hacer éticamente el mundo, y por consiguiente construir lo verdadero. La poesía es la construcción de la inmediatez de la libertad, la posición, la apertura del ser verdadero. La poesía es excavar en la nada, vaciar el mar. Es el acto de excavar y extraer de la nada, de la inmensidad, la posición de un ser, aunque fuese solamente uno –pero potente y otro–. La poesía es el trabajo inmediato que preforma toda relación intramundana; es lenguaje y reconocimiento de sí mismo; es entregarse a la empresa de crear. La poesía es el misterio de nuestro comenzar a ser: es salir de los infiernos después de haber visto en la caída el costado despreciado y necesario del materialismo, de la vida tal y como ella está dada. Al asumir la insensatez del mundo y definir así la posibilidad del valor solamente como producción humana –al contraponer al mundo esa violencia y la constructiva actividad humana–, el materialismo, al mismo tiempo, se abre a la libertad y a lo verdadero como línea de acción y verificación, de elección y construcción. Pero todo esto una vez que el acto de existencia, el acto poietico, el momento de la poesía, el clinamen liberatorio haya determinado la posibilidad de una esencia creadora, la haya por así decir prefigurado –proyectando un puente en ese borde del ser sobre el que toda existencia aparece, construyendo desesperadamente, con vértigo, más allá de ese borde, hacia el vacío–. Sin conjeturar y descubrir este hacer de la poesía, ni el actuar ético, ni lo verdadero estarían presentes en nuestra realidad. La poesía es pues radical y fundante en la nada de toda posible existencia verdadera.[37]
La gran tradición metafísica del materialismo, desde la antigüedad clásica hasta la modernidad, nos brindó siempre esta imagen del ser –o más bien se la brindó a la poesía–. Pero hubo un momento en que este proceder del pensamiento materialista chocó contra una realidad nueva. Esto ocurrió dentro de la gran transformación impuesta por el capitalismo triunfante. El materialismo, que siempre ha sido y sigue siendo la configuración de un pensamiento dualista y la capacidad de evidenciar el dualismo en el horizonte de lo real, debe ahora inclinarse ante la realidad del funcionamiento circular del universo humano. La relación entre hombre y naturaleza, entre sujeto y sociedad, entre producción y producto, entre trabajo y mercancía, en efecto, se ha vuelto circular, y la dialéctica pareció sustituir, con su figura triunfal, todo mecanismo de imputación subjetiva. La poesía ha muerto, declaró entonces el poder. “Bajo todos estos aspectos, el arte, por lo que refiere a su destino supremo, es y sigue siendo para nosotros un pasado. Con ello también ha perdido para nosotros la auténtica verdad y vitalidad. Si antes afirmaba su necesidad en la realidad y ocupaba el lugar supremo de la misma, ahora más bien se ha desplazado a nuestra representación (…) Los bellos días del arte griego, lo mismo que la época áurea del tardío medioevo, pertenecen ya al pasado (…) la situación general de nuestro presente no es propicia para el arte.”[38] Efectivamente, el horizonte circular y la dialéctica no admitían ya más rupturas –mejor dicho, todas las articulaciones del ser resultan reabsorbidas y restauradas en el continuo sin solución de la razón dialéctica–. El materialismo se hace dialéctico. Pero ¿puede hacerlo? Ya no hay necesidad de rupturas. Lo verdadero, construido por el hombre, ha sido explorado al límite de sus posibilidades, la ética debe ahora apoyarse en los efectos de esta creación. Pero se dice también que estos efectos son perversos y que el dualismo materialista y los criterios de impugnación subjetiva y los principios de realidad resueltos en la dialéctica consiguen solamente mistificación. Aún así, mistificación real, eficaz: “la producción para la producción” se convierte en la ley que rige todo el desarrollo y lo despoja de toda característica individual y determinación concreta absorbiendolo en la ambigua espesura de la abstracción máxima –y así el trabajo, la ciencia, la invención dejan de ser fuentes de innovación, imaginación y riqueza–. Lo que se da por lo tanto es la subsunción de toda la naturaleza y de toda forma de sociedad en el desarrollo productivo[39]. La dialéctica funciona como ley de esta absorción radical. Pero esta subsunción, lejos de destruir los antagonismos –los dualismos, las tensiones– los acentúa. La progresión material hacia la completa circularidad del universo histórico hace más bien progresar lo caótico: la irracionalidad global y la carencia de significatividad humana de lo real. Todo es intercambiable, pero todo, por eso mismo, es reconducido a la neutralidad del valor, a la equivalencia, a la indiferencia. Es interesante notar cómo la absolutez de este mundo refuerza su imagen invertida: la contingencia absoluta. En la imposibilidad de sostenerse autónomamente, de insistir en un fundamento propio, todo momento reenvía a otro. Ahora, el movimiento de los átomos es circular. Un viento fuertísimo crea ciclones, y con ello la igualdad absoluta, que es fruto de la destrucción e imagen de muerte. Todo elemento es indiferente e igual. Ahora, la capacidad del actuar ético, de formar una trama de sentido e intencionalidad constructiva entre sensibilidad y verdad, parece caer dentro de esta absorción inmanente del ser en la indiferencia. El actuar ético es succionado por esta pulsión centrípeta, por este respiro absolutamente mistificador del ser subsumido. En el viejo materialismo el actuar ético podía armarse con un simple humanismo genérico, y con este podía y conseguía fijar el antagonismo. Ahora no existe la posibilidad de diferencia. En la nueva situación, donde hay resistencia, ella es más bien una condición residual, un elemento cansado y marginal, que una fuerza reconstructiva: el viento de la subsunción reagrupa y reduce bajo una figura compacta toda fuerza moral, la detecta y niega su independencia. Moral, religión y profecía ya no constituyen alternativas, no rigen ni devanan las configuraciones del ser –imaginación trascendental para un nuevo ser–. Moral, religión y profecía siguen el camino inútil de todo producto de la subsunción, ya no constituyen una base humana para producir, son simples residuos de una circulación sin origen, ciega y continua. “Es sabido que la mitología griega fue no solamente el arsenal del arte griego, sino también su tierra nutricia. La idea de la naturaleza y de las relaciones sociales que está en la base de la fantasía griega y, por lo tanto, del arte griego, ¿sería posible con los self-actors, las locomotoras y el telégrafo eléctrico? (…) Toda mitología somete, domina, moldea las fuerzas de la naturaleza en la imaginación y mediante la imaginación, y por lo tanto desaparece cuando esas fuerzas resultan realmente dominadas. ¿En qué se convierte Fama frente a Printing House Square?”[40] ¿Qué sucede ahora con la poesía en la subsunción real?
La pregunta contiene en sí misma la respuesta. La poesía es lo único que queda para romper –y para refundar la potencia metafísica de la ética–. La poesía existe como capacidad para determinar una diferencia –y producir inmediatez frente a la indiferencia y mediación absoluta–. El dualismo del sujeto es así recreado, reconstruido, esta vez a partir ya no de la separación y el encumbramiento prometeico del hombre, del autor, del héroe “frente” a un horizonte trágico, sino más bien como acto de afirmación, de existencia, de potencia alternativa “dentro” de la circularidad nulificante de los significados y su destructiva indiferencia. El sujeto determina su posibilidad alternativa atravesando la nada de la indiferencia y el conjunto de las mediaciones y rompiendo estas constricciones materiales. Aquí, el dualismo del sujeto no es registrado sino construido; no representa un elemento de la articulación dialéctica sino que se yergue contra la dialéctica. La poesía es ahora un acto de ruptura: no la defino como fundante porque la poesía no posee ninguna de las características de la fundación. Ella simplemente es ruptura; ruptura de la indiferencia; alusión a una posibilidad otra, que no es la del sirviente o la del esclavo, sino la de liberarse. La poesía no es una fundación puesto que es la premisa de un proceso de liberación, y solamente deviene real durante el proceso de ruptura. Es en este sentido que la poesía se encomienda a la ética, porque a través de las aperturas que provoca la revuelta, sobre la ética, pueden tejerse tramas de verdad. La ruptura poética abre el decurso de la intencionalidad ética, y así anticipa lo verdadero. Pero solo temporalmente, ontológicamente el proceso es todo uno. Una misma cosa. Sin embargo, lo verdadero es lejano. La poesía nos muestra el ser en la luz de su explosión, y sobre los bordes del destello luminoso, en la lejanía, nos señala lo verdadero. Lo verdadero es lejano. Además, es un verdadero “otro”. Lo verdadero no es lo que aparece en la prisión en la que estamos retenidos y enclavados. Lo verdadero es lo otro: romper la prisión, proyectar la esperanza en el mundo desde otra perspectiva. Esa es la vocación de la poesía. Ella no resuelve, no concluye. En cambio, construye ruptura. Construye en la inmediatez ese camino de la ética que impulsa a la determinación de lo verdadero. La poesía es la catástrofe que permite bifurcar la perspectiva de la verdad. La posibilidad de construir un horizonte de liberación pasa por el lado ético de la bifurcación. La filosofía materialista nos ofrece, en el presente, una propuesta específica y determinada; nos dice que la poesía es la anticipación de la ética en el mundo en que vivimos, el ingreso a su urdimbre, a su distensión –puesto que la poesía es ruptura, eminentemente ruptura, dentro de la subsunción irracional del mundo–, y de allí una ocasión de reorientación, principio dinámico, lenta diferencia ontológica. La ruptura es la afirmación de un valor otro; la producción de alteridad en la indiferencia y la circularidad de la mediación. La poesía es un hecho ontológico. Ella alcanza la potencia del ser inmediatamente. La ética se desarrollará a partir de esta ruptura, luego de este momento de extrema separación. Después de la ruptura poética sigue la autovalorización ética con su densidad y relevancia ontológicas. El viejo materialismo escandía los tiempos de la ruptura estética haciendo de ella una ética de la inmediatez. El nuevo materialismo debe en cambio distender la precipitación y violencia de toda ruptura en un movimiento a la vez destructivo y creativo que emerja como alternativa. Aquí la ruptura no es solo el acto de apertura ontológica, sino más bien la plenitud de una orientación, de una intención constitutiva, de una comunicación posible. “El arte combate la cosificación haciendo hablar, cantar, y a veces danzar, al mundo petrificado (…) El horizonte de la historia todavía está abierto. Si el recuerdo de las cosas del pasado se convirtiese en una fuerza impulsora de las luchas por la transformación del mundo, la nueva revolución iría más allá de todas aquellas que fueron reprimidas hasta ahora”.[41]
En consecuencia, debemos subrayar un ulterior elemento que distingue la ruptura poética en el viejo y en el nuevo materialismo. Me refiero al elemento colectivo, es decir a la universalidad del valor ético y a su función comunicativa. En el viejo materialismo la ruptura poética es individual. Ciertamente ella alcanza la universalidad del tejido ontológico y comprende la surgente de la constitutiva comunicación humana. Pero debido justamente al ritmo de las articulaciones de aquel universo antiguo, aquí, en lugar de construirlo radicalmente, ella alude solamente a la universalidad de lo ético. En el nuevo materialismo, en la densidad que lo caracteriza, y en la situación social y natural que este reconoce y manifiesta, el momento de la ruptura poética es investido por la más alta potencia universal y fuerza expresiva. Ya lo hemos dicho, la poesía, aquí, ahora, no solo es ruptura sino también punto de referencia, de orientación. Por lo tanto, es preciso comprender esta ambigüedad positiva y hacerla fructificar. ¿Qué significa pues la complejidad de las relaciones comunicativas, el despliegue inmediato de una potencia constituyente? El nudo que estrecha sensibilidad e imaginación, ruptura poética y constitución ética, es aquí y ahora fuertísimo. Al acarrear asimismo la perspectiva de lo verdadero, el proceso constitutivo revela por ende su inmediatez comunicativa. La ontología acumula las direcciones de la subjetividad comunicante: eso es colectividad. La ruptura comprende entonces en sí misma, y trastroca, la densidad de la circulación y la complejidad del horizonte del intercambio que la subsunción productiva del mundo de los significados había determinado.[42] En la ruptura anida esta grandeza, esta articulación de motivos, esta plenitud de relaciones. El viejo materialismo veía al clinamen poético romper la irracionalidad de la situación en términos individuales: un grito, una exclamación, una inventiva. El nuevo materialismo ve que la ruptura poética se constituye en términos de comunidad: subjetividad colectiva. La ruptura misma es una operación compleja que estrecha elementos temporales y sociales, alternativas en el terreno del fundamento y del alcance histórico de la autovalorización comunitaria. En ambos materialismos, en el viejo como en el nuevo, el trabajo poético es central, pero en el viejo materialismo es más bien una técnica de producción artística, mientras que en el más reciente es una técnica de comunicación social. En ambos el trabajo poético es una ruptura, pero en el antiguo materialismo la ruptura es expresión de un discurso intensivo, tensión del sujeto, mientras que en el materialismo reciente es un torbellino de altísima cooperación intersubjetiva y constituyente. Aquí la solución ontológica de la ruptura hacia dimensiones colectivas es fuertísima.[43]
En la experiencia de Leopardi se verifica este pasaje de la poesía del primero al segundo tipo de disposición y significación en la metafísica del materialismo. Desde este punto de vista, Leopardi se presenta, al nivel de la más alta poesía, como una bisagra cultural y una anticipación teórica de un pasaje histórico de épocas. En Leopardi es preciso comprender la coincidencia entre la experiencia poética conciente y el pasaje histórico. Es en esto sobre todo donde reside el lugar innovador y ejemplar de su poesía. Una poesía que nace, como hemos visto, dentro del materialismo: materialismo sensista, desgastado por una historia de emancipaciones demasiado larga –y no obstante instrumento de crítica revolucionaria–. En algunos aspectos una poesía de la razón iluminista mitigada por el sentido de la crisis de la revolución.[44] Sin embargo, el mito de la razón negativa y utópica fue vivido enteramente por Leopardi. Como en Hölderlin, también para Leopardi, la poesía rompe el destino ideológico del mundo y abre con ello el espacio para la ética. Todavía permanecemos en el viejo materialismo, y toda la poesía del joven Leopardi, como la de Hölderlin, se mide con este universo. Es útil confrontar a Leopardi con Hölderlin. Ambos en efecto vivieron enteramente el sentido de la derrota de la revolución. Pero mientras que el segundo entendió a la utopía como esencial y situó en ella el nexo entre poesía y ética transformadora, Leopardi vió a la utopía convertirse ella misma en una figura consistente de la razón negativa (sólida nada), y se propuso por ende desplazar el problema (cómo llevarlo a una oposición más elevada, cómo instalarlo sobre lo nuevo, es lo que intentará descubrir). Leopardi desarrolla la crítica en profundidad. Asume el nivel de la crítica desplegada como base de la innovación poética y recupera la ética como metafísica de las costumbres, en el sentido de una fundación poética. En suma, busca todas las vías para organizar un discurso materialista tradicional. Leopardi se ilusiona con que la posición de un ser verdadero pueda devenir trama de lo real y en consecuencia que la ilusión pueda ser verdadera: al igual que Hölderlin, examina esta posibilidad. Pero a diferencia de Hölderlin advierte la discontinuidad de una realidad construida sobre el ritmo de la voluntad ética y de la intuición poética, y siente la materialidad de las condiciones de la vida y el sentido del dolor y de la muerte como irreductibles a cualquier mitología.[45] Llegamos así al pasaje interior a la metafísica del materialismo, característico en Leopardi: de la mitología al desencanto, de la construcción de una trama totalizante de la significatividad poética a la oposición de la subjetividad contra la naturaleza, la segunda naturaleza, la ilusión verdadera. Lo que emerge aquí es la eminencia ontológica de la ruptura. La afirmación antidialéctica en la pureza negativa de su expresión. Lo negativo como esencia insalvable. La poesía del materialismo moderno, la poesía moderna tout court, encuentran aquí su lugar de nacimiento. Rimbaud y el delirio de los dioses. Esto es lo que Leopardi comprende y lo que su poesía prefigura. No es cierto que la poesía madura de Leopardi fuese poesía de la serenidad y de un vago estoicismo moderno. Es poesía de la ruptura más profunda, del malestar y del desencanto.[46] Justamente por eso y solo por eso es un acontecimiento fundamental, modernidad absoluta, vanguardia y refundación. Poesía como poiesis. La poeticidad, la forma pura, el sentido poético anticipan en su explosión todo contenido. Es esta potentísima anticipación la que debe comprenderse, la que debe estudiarse en profundidad como base innovativa de la poesía moderna, tan evidente en Leopardi.[47]
Este pasaje interior de la poesía leopardiana corresponde a un pasaje real vivido sobre sí misma por la conciencia filosófica en su desarrollo histórico. Y este pasaje real está marcado ya no por la crisis, sino por la realización de la utopía de las Luces, mejor dicho, por la dramática revelación de su dialéctica. Todo aquello desde el punto de vista de la historia de las ideas. Desde el punto de vista de la historia política y social, en Europa continental este pasaje está marcado por la victoria de la revolución y luego por la derrota definitiva del imperialismo napoleónico: por la imposición de un derecho adecuado al nuevo modo de producir y la revelación de las terribles consecuencias de ese nuevo modo de producir. La nueva fase de luchas y desarrollo que se abre en el siglo XIX, la edad de los Risorgimenti, está atravesada a su vez por la conciencia de ese pasado y por su crisis, y además, al interior de la crisis, por las distintas opciones propuestas: la reaccionaria, la reformista, y por último una elección alternativa, “impolítica”, pero profundamente transformadora. No puedo esconder aquí mi completa preferencia por la opción alternativa. Ella interpreta me parece tanto un altísimo nivel de la inteligencia política, como un acto radical y fundante de aprehensión material del ser. En Leopardi, el acto de inteligencia política y la convicción de que el Resurgimiento, en su desarrollo, habría anudado solamente graves problemas de inhumanidad, se encuentran completamente subordinados a la elección ontológica: el rechazo de lo político como abstracción y reificación de las relaciones de poder, la denuncia de esta realidad (y del mundo económico que le corresponde: ¡la estadística!), en suma, y positivamente, la conciencia de que solo una ruptura poética profunda puede abrir un decurso alternativo de propuestas e intenciones éticas. La ética contra la política ¿Es esta entonces la alternativa leopardiana? ¿Es este el pasaje? Alguien podría cargar estas preguntas de notable ironía, pero si se tratara de eso podría verdaderamente ensañarse con sarcasmo sobre la relatividad de las palabras “antiguo” y “moderno” aplicadas a este supuesto pasaje. Sin embargo, el contenido del mensaje leopardiano no es “la ética contra lo político”. En este pasaje, que hemos visto como históricamente efectivo, Leopardi no exalta la ética como fundamento y proyección alternativa sino recién después de haber cumplido dos operaciones. La primera es la desmistificación de las ilusiones de la moral y de lo político, el descubrimiento de la nada como sustancia formal y actual de ese universo, y la denuncia del destino de muerte que lo atraviesa. La segunda operación es la poética, es decir, la completa abstracción, la ruptura radical, la fundamental epojé que la conciencia opera respecto a la nada. La conciencia poética construye una realidad otra. Hay poco que ironizar en este punto: lo que se lee en la trama secreta de la poética leopardiana no es la utopía eterna e inútil de lo ético contra lo político, sino la contraposición de otra ética –y necesariamente de otra política– contra la nada del universo ético-político presente. La ruptura política se da pues como un acto ontológico, profundísimo y absolutamente alternativo. Y es la radicalidad de esta ruptura la que mejor se corresponde con la concreción del pasaje histórico, con la riqueza de sus potencialidades y las alternativas que lo componen.[48] Desde ese punto de vista, podemos comprender además, tal como sostienen estas páginas, cómo se forma la fuerza de verdad entre ruptura poética y proyecto ético, y cómo se construye lo verdadero alternativo. Pero sobre este argumento volveremos más adelante. Basta aquí subrayar que ante la transformación impetuosa de la utopía en desesperación, de la esperanza en prisión del espíritu, no existía otra posibilidad más que la denuncia poética. Esto es lo que mostraba la realidad histórica significando con ello una tragedia del pensamiento: como si ya no existiera otra posibilidad de discriminar aquel tejido dialéctico de la tragedia, o rasgarlo, o hacer de la tragedia un lugar donde fundar lo nuevo, sino a través de un acto poético que, justamente, todo el mundo cargase sobre sí. Es el gesto prometeico, por así decir, invertido, construido por la historia, dirigido ya no contra los dioses, sino en busca de la realidad humana más íntima en la nada de una sociedad y de una naturaleza. La ética, la política, vendrán después, seguirán al momento de la fundación. Y por último lo verdadero. Pero sobre este argumento volveremos más adelante. Debió ser algo muy difícil de comprender que, una vez acabada la revolución, derrotada, quedando por un lado la modernización estatista, es decir capitalista, y por el otro los movimientos nacionalistas y los procesos de formación de la “sociedad estrecha” de la clase dirigente nacional, tras la derrota del entendimiento, y de una metafísica más o menos materialista fundada en el entendimiento, no debía seguirse un proceso dialéctico sino más bien una alternativa radical; que solamente la poesía y la ética podían identificar una vía que no fuese repetición de la tragedia reciente. Para quienes conocían el desarrollo del pensamiento moderno durante el siglo XIX, esta conciencia se presentaba tan contraria como extraña. En Leopardi no existían siquiera las ambigüedades típicas de todos quienes franquearon la dialéctica: pienso en particular en las escuelas materialistas en Alemania o en los epígonos del sensismo en Francia.[49] En Leopardi la determinación de este camino fue absolutamente clara: de la ruptura poética a la ética y a la refundación metafísica de lo verdadero. Fue un camino que correspondió a una serie de pasajes históricos entonces confusos pero hoy esclarecidos por las tragedias que siguieron y que la crítica logró describir e iluminar; pasajes históricos que Leopardi criticó desde dentro y consiguió así describir con anticipación alternativa.[50]
El tema que ahora nos incumbe es el de la verdad. En Leopardi lo verdadero es ante todo un dato, una cualificación del ser que se debe alcanzar y verificar, es decir filtrar a través de un hacer, una experiencia, para comprender el sentido de esa cualificación. A propósito de esto, en el pensamiento de Leopardi también podemos advertir un pasaje importante entre dos fases de la indagación y la conclusión metafísicas. En una primera fase el dato de la verdad se alcanza y construye como sistema, con la salvedad de que, apenas dada, esta trama de sentido se revela en general como sistema de la indiferencia.[51] En la segunda fase, y en relación a esta primera crisis, la verificación de lo verdadero se vuelve mucho más radical, ya no se ejerce sobre el sistema de lo verdadero sino contra toda posibilidad de lo verdadero y por lo tanto como proyecto de su absoluta autonomía significativa. Es preciso señalar que en Leopardi, en términos materialistas, el discurso sobre la verdad tiende siempre a identificarse con el discurso sobre la naturaleza. La ejemplificación naturalista es importante. En efecto ella nos muestra un curso lineal del pensamiento leopardiano: la trascendencia de la Naturaleza es desestructurada gradualmente, el proceso de verificación se hace cada vez más riguroso y, por último, la naturaleza viene considerada como una jaula inmanente ‒abstracta y deificada‒ por romper, sea esta naturaleza o “segunda naturaleza”. En este punto lo verdadero se presenta como alternativo a lo verdadero natural del primer enfoque epistemológico; alternativo a la ilusión verdadera que caracteriza el acmé de la experiencia crítica; finalmente, alternativo al mundo entero en la medida que la definición de lo verdadero es la definición misma de la alteridad ontológica. Pero la alteridad ontológica no se alcanza a través de la definición de lo verdadero, se alcanza a través de la ruptura poética y su desarrollo en la trama de la constitución ética del sujeto.[52] Lo verdadero es la lógica de este desarrollo autónomo, de esta autovaloración. Lo verdadero es el resultado de una dialéctica de lo ético, por lo tanto de una antidialéctica. Lo verdadero es el producto último de una verificación que es un acto de ruptura del horizonte de la falsedad, de la efectuación repetida y estéril; es construcción de una nueva realidad. En este proceder leopardiano anida el sentido de que el tiempo de la metafísica puede extraerse y oponerse al tiempo de lo real; que la ontología puede desmistificar lo real. Aquí el materialismo es fuertísimo: el acto constitutivo, para construirlo, rompe lo real y, sobre todo, revela un horizonte dualista, antagonista. A la nada de la unidad se opone la realidad del dualismo de los sujetos. El mundo es una tragedia que se repite, pero donde las acciones éticas y poéticas pueden descubrir con desencanto las formas de una verdadera posición renovadora y constituyente (de oposición y esperanza, de trabajo). Lo verdadero se constituye a través de un proceso ético, en base a una ruptura poética. Lo verdadero es la alteridad ontológica.
Podemos comprender perfectamente la anticipación leopardiana, y hacerla nuestra, en la experiencia actual del mundo. ¿Cómo se presenta efectivamente nuestro mundo? Se presenta como círculo consumado y autosuficiente de significados. Cualquiera sean los procesos a través de los cuales este círculo se ha ido formando, no hay dudas de que la esfera de los significados comprende sujetos y expresiones, relaciones y referencias. La subsunción, la nueva determinación del círculo significativo, la absoluta autonomía e independencia de los circuitos de significación, todos estos fenómenos que vuelven nuestra vida indigna de ser vivida ‒y probablemente también difícil‒, exigen una ruptura. Una ruptura que recoja su fuerza de los estratos profundos de la ontología, una ruptura que abra la posibilidad de una refundación ética. El momento de la ruptura poética es orientativo: la poesía nada tiene que ver con la moral, pero es cierto en este caso que ella propone objetiva y subjetivamente un horizonte ético. Esta ruptura es necesaria, sin embargo, el misterio de la explosión, la falta de un “por qué” ella se da, es complementario al hecho de que sepamos cómo se da la ruptura y qué leyes de movimiento sigue.[53] La subsunción del mundo en una esfera reificada y abstracta que lo priva de su racionalidad para asumir una regla formal constituye una segunda naturaleza ‒un reino del entendimiento que se divierte autoproclamándose progresivo y magnífico‒. En realidad el vacío de significados es total, toda experiencia de ese mundo es un baño en la nada y un ir hacia la muerte. Este diabólico círculo autorreferencial está basado en la nada y hace circular nada y solo nada, como un veneno, por todas partes. Romper. ¿Pero cómo? El misterio de esta ruptura es el misterio mismo de la poesía, es poesía. Es la construcción de un nuevo ser. Es la recuperación de un lenguaje ontológicamente significativo, profundo como el individuo y preñado colectivamente como las masas. Este gran juego de la ruptura es necesario: es la necesaria hipótesis de trastrocamiento que atraviesa la condición actual de inhumanidad del mundo. Luego viene el largo camino de construcción ética, y finalmente, sobre esa construcción, podremos comenzar también a pensar la verdad. Por ahora no queda más que iniciar este camino con una ruptura fundamental que diga que hay algo más, y que instaure nuestra humanidad en otra parte. No somos reaccionarios ni progresistas, ni adelante ni atrás, sino fuera: el acto poético es revolucionario porque construye una nueva materialidad colectiva. Esta vicisitud leopardiana es vivida enteramente en nuestro presente. Estamos compelidos por ella. ¡Qué sensación formidable, extraña, advertir esta paternidad leopardiana de nuestro destino! Este mundo nuestro de la subsunción repite el malestar de la segunda naturaleza de Leopardi y requiere, para remediarlo, el mismo tipo de operación leopardiana. Mucho más radical: porque está inmediatamente cargada de una densidad colectiva, de una tragedia vital, nunca antes percibida con una presencia tan evidente. Pero no más intensa: la anticipación poética comprende en sí misma el dolor del futuro. Tontos entonces los varios Giordani, y también varios otros amigos incluso condescendientes, cuando consideraron la melancolía de Leopardi una enfermedad o en ocasiones incluso una muestra de mal humor (en cualquiera de los casos: infelicidad subjetiva del poeta). Pero no. Ese dolor nos involucra a todos, ese dolor es casi una profecía, esa ironía, aquel sarcasmo revelan una aflicción profunda y un saber: el sentimiento previdente de lo que para nosotros será la insensatez de la relación entre los significados y la absurda y vacía canción del progreso. Leopardi es cercano a nosotros en su profético sufrimiento.
Pero nuestro buen poeta no nos consuela, tampoco hace ideológica la cuestión. Él plantea el problema ontológicamente. Al enfrentarlo, pide a la metafísica tener presente enteramente las dimensiones, las cualidades, las tonalidades. La ontología debe contarse a través de la filosofía, pero antes que nada debe ser expresada, vivida, es decir, construida, hecha, a través de la poesía y de la acción ética. Indudablemente el momento más importante en la historia teórica de Leopardi se presenta en su camino de aproximación a la nada, en el proceso teórico que lo lleva a reconocer los efectos desastrosos de la “dialéctica de la Ilustración”, un descubrimiento, en su época, que también otros realizan, pero que únicamente Leopardi logrará transformar en basa de un empeño ético creciente. Esta articulación entre pesimismo y optimismo debe sustraerse del juicio negativo y de la disposición estática que el orgullo filosófico intenta imponer a la relación entre teoría y praxis: en Leopardi la fuerza de lo negativo es tal que muestra, en el límite de lo pensable, la tensión misteriosa de la reconstrucción y de la alteridad ontológicas. ¡Qué vengan pues los señores del entendimiento a confrontarse con el Canto nocturno de un pastor errante de Asia o con La retama! El orgullo filosófico tiene poco que decir frente a estas obras maestras de la razón poética ‒y ética‒. Porque es la razón ética la que refunda la metafísica ‒y aquí entramos verdaderamente en el punto más alto‒: lo que se le pidió al primer tramo del “programa sistemático del idealismo alemán”, una mitología de la razón ética, es realizado aquí por Leopardi.[54] Mientras que la casi totalidad del desarrollo filosófico traicionó la propuesta del primer idealismo a lo largo de todo el siglo XIX, Leopardi, por su parte, solo, extraordinariamente solo, y en una situación extraordinariamente marginal, recorrió y cumplió con aquel programa. Solo, entre los siglos XIX y XX. Amaestrada por las terribles consecuencias de una vicisitud histórica enloquecida, la filosofía finalmente también alcanza la conciencia antidialéctica de la crisis; pero a menudo solamente para encerrarse sobre sí misma, con gran tedio y terrible desaliento: la inercia del pensamiento negativo. Leopardi, en cambio, transita las regiones de la nada, sufre la catástrofe de la Ilustración y de la dialéctica como solo la poesía sabe sufrir, pero no se cierra en este mundo. La poesía se lo impide. La poesía lo aparta. Leopardi vive el entero período del pensamiento moderno y contemporáneo desde el punto de vista de la poesía. A través de ella penetra los precordios de la mistificación y del malestar de su tiempo ‒y del porvenir‒, y critica el curso violento y absurdo de la perversión ética que siguió a las mistificaciones y a ese malestar. Desde el punto de vista de la poesía, de lo extraordinario de una experiencia excepcional, Leopardi no consuela, comprende; pero no comprende la genericidad de la crisis, comprende su especificidad, los efectos perversos de la dialéctica de la Ilustración y la necesaria conclusión análoga para la dialéctica tout court. Es decir, mientras el hombre no rechace la necesidad de lo verdadero y conquiste en su lugar la facticidad radical, ética, de lo verdadero, mientras esto no suceda, este se revolcará entre la nada y la muerte. La única manera de liberarse de la nada y de la muerte es comprenderlas, y garantizar la pasión ‒en el sufrimiento, entre la desesperación y la esperanza, entre lo verdadero y sus simulacros‒, en busca siempre del destino y del conocimiento, alzando la frente. Por lo tanto, construir. Construir realidad dentro de las pasiones. El problema es fijado ontológicamente, analizado filosóficamente y resuelto poéticamente.
A menudo, y sobre todo en sus últimas páginas, la emersión poética leopardiana, en su potencia dionisíaca, en su claridad apolínea, nos ha parecido misteriosa. La poesía para el materialista a menudo parece misteriosa. “La dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que aún puedan proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables.”[55] La poesía materialista parece un portento. Pero este estupor nuestro es solo un homenaje a la gran poesía. De hecho no hay nada misterioso en ella, sobre todo cuando se la mira desde el punto de vista del materialismo, es decir, desde el punto de vista del género humano, de su historia y de su capacidad de transformación. Es en efecto cuando la poesía se revela por lo que es, por su ser divino. Lo divino no sorprende, puesto que se lo vive y se lo es: ese dios infeliz que es nuestra humanidad, esa búsqueda continua de veracidad absoluta. Búsqueda que jamás termina. Todo esto es la línea continua de nuestra humanidad. Una búsqueda que por momentos encandila, cuando el suceso explota en poesía. La poesía es la ruptura de lo existente, de lo sólido existente que nos abraza. La poesía es la puerta del porvenir. La poesía es sobre todo un enriquecimiento de nuestro lenguaje, de nuestra conciencia, de nuestra posibilidad de hacer y decir. En el último Leopardi, la conciencia de todos estos elementos es total: la ruptura poética, la innovación ontológica, la alternativa ética y la construcción de un sujeto colectivo de esta vida nuestra, y en la vía que conduzca a la verdad. Un sujeto colectivo que el poeta construye en la compasión, en el amor. Nuevamente, una concepción del hombre como divinidad infeliz que crece en el camino del hacer la verdad. Una ascesis lessinguiana.[56] Divinidad porque se revela en el amor de la universalidad humana; infeliz porque esta universalidad debe construirse dentro de la dureza del mundo, atravesando la nada de la abstracción y de la reificación del ser. La poesía es este ir hacia el lugar más profundo, es este excavar y descubrir un tesoro vivo, un valiosísimo mineral que sale de la tierra y que innova nuestra producción. La poesía es el mundo que por un momento, por un tramo, se hace nuestro. Durante ese momento lo poseemos enteramente, sin que la posesión se transforme sin embargo en sentido de poder, al contrario, concientes de que ese redespliegue del ser que se ha determinado, es solamente una posibilidad para avanzar, para mirar y construir las tenues resistencias de un amor que se quiere enorme y se experimenta en esa enormidad. Leopardi nos enseña esta vía humana de liberación, divinísima y atea; y para ello comprende en el mundo las articulaciones caracterizadoras del ser, las atraviesa, y sobre esas articulaciones, dentro de ellas ‒de manera que asomen miles y miles de perfiles como los haces de reverberos que atraviesan el cielo‒, inscribe la voluntad de belleza y sobre todo la potencia ética del anhelo de liberación. La poesía rompe la corteza del ser para construir un nuevo y más universal ser.
[37] Sobre el hacer fundador de la poesía en la filosofía del materialismo, evidentemente es muy difícil construir aquí una bibliografía. Pero vale la pena que explique al menos sobre qué referencias se ha fundado sustancialmente mi razonamiento desde un punto de vista subjetivo. El razonamiento que vale la pena evidenciar es el que une el elemento creativo y radical innovativo de la experiencia estética y el ontológico-materialista. Ahora bien, en mi experiencia, pero también en la de muchos otros autores de mi generación, ha sido fundamental el contacto con la escuela de Viena: Riegl, Wolfflin, Dvorak, etc. Es en estos autores alemanes y centroeuropeos que el descubrimiento de la innovación artística logró atravesar un legado cultural enorme y una densa tradición metodológica, y mostrar, desde el punto de vista formalista, la especificidad del incremento ontológico que la obra de arte trae consigo. Sobre esta escuela y sobre la contribución que estos autores dieron a la construcción de una historiografía materialista (y además ontológica) del arte, véase, sobre todo: W. Worringer, Künstlerische Zeitfragen, Halle, 1921; y K. Mannheim, On the interpretation of Weltanschauung (1921), ahora en Essays in Sociology of Knowledge, Londres, 1952, pp. 33-83. El pasaje posterior en la perspectiva materialista y ontológica se da en la obra de Georg Lukács y en coincidencia con la transformación fundamental de su pensamiento, es decir, entre la crítica de la reificación que caracteriza los escritos juveniles y la perspectiva rigurosamente ontológica que sigue a la fase ambigua del realismo socialista. Aquí el elemento innovador que caracteriza fundamentalmente a la obra de arte se refiere no solo a la ontología sino que se identifica con la actividad material, social, constructiva, que constituye la ontología social. Pues bien, en Lukács, el pasaje entre formalismo (con la constructividad que le es propia), expresionismo (con el arraigo subjetivo y ontológico que le es propio) y concepción madura de la ontología social, es absolutamente preciso y determinado. El tercer y fundamental elemento consiste, me parece, en la obra de Vygotsky y de Bajtín: vale decir que para ambos autores, en la indiscutible materialidad del contexto general, la creatividad es comprendida como base y problema de todo discurso estético; la praxis por tanto constituye el arte. ¿Cómo analizarla productivamente? A esta pregunta Vygotsky responde en términos fisiológicos (no es aquí el lugar donde retomar este discurso, que sin embargo es fundamental en la ontología del materialismo); Bajtín responde especificando la dimensión múltiple y reanudando las voces y las formas que, pluralmente, en la historia social, desarrollaron la investigación y la producción poética. El hacer fundador de la poesía que Leopardi en matérialiste intentó, los tiempos contemporáneos lo estudiaron, reconstruyeron e impulsaron a la repetición creativa en la crítica ‒y también en la gran poesía de vanguardia‒.
[38] G. W. F. Hegel, Lecciones de estética, traducción de Raúl Gabás, Península, Barcelona, 1989, p. 13.
[39] K. Marx, Grundrisse der Kritik der Politischen Oekonomie (Rohenent-wurf) 1857-1858, Mega, Dietz Verlag, Berlín, 1953, pp. 590 ss. Il Capitale. Libro I, capitolo VI inedito, trad. italiana de Bruno Maffi, La nueva Italia, Florencia, 1969, pp. 68 ss. Sobre el concepto de “subsunción real” en la teoría marxista, cf. Antonio Negri, Marx oltre Marx. Quaderno di lavoro sui Grundrisse, Feltrinelli, Milán, 1979, pp. 115.
[40] K. Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1856, traducción de Pedro Scaron, S XXI, (1971) 2007, p. 32.
[41] H. Marcuse, La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista, edición a cargo de José-Francisco Ivars, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, p. 110-111. [La traducción ha sido ligeramente modificada.]
[42] De nuevo, como supra en la nota 37, resulta aquí extremadamente difícil mostrar desde un punto de vista bibliográfico cómo la ontología materialista de la estética, del hacer estético, comprende en sí la dimensión de la colectividad. Como antes, intentaré listar algunos elementos que fueron importantes en mi comprensión del problema. De nuevo, tres grupos de autores. Un primer grupo es el que estudia las consecuencias del resultante y definitivo giro lingüístico impreso a la filosofía contemporánea por Wittgenstein, y que ve en la fenomenología lingüística descripta por este autor al menos dos determinaciones: la primera es la comunicativa, dado que no existe lenguaje que no sea comunidad comunicativa; la segunda refiere a la dimensión estética que, en este nivel de la reflexión, se abre inmediatamente sobre la constructividad de la lengua, Cf. al respecto, R. De Monticelli, Dottrine sulle intelligenze. Saggio su Frege e Wittgenstein, De Donato, Bari, 1982. Un segundo grupo de autores es el que desarrolla una teoría trascendental de la comunicación en torno a las posiciones que fueron expresadas sobre todo por J. Habermas. Al respecto, sobre todo los ensayos de K. O. Apel, N. Luhmann, O. Marquard, E. Tugendhat, así como, justamente, el de Habermas, en Vingt ans de pensée, en “Critique”, 403, octubre 1981, t. XXXVII. Naturalmente, el problema de la trascendentalidad del lenguaje no es de por sí, inmediatamente, un problema de definición del estatuto de lo colectivo: sin embargo, cada vez más la discusión alemana se ha plegado en esa dirección y absorbió fructíferamente la crítica del lenguaje en la crítica sociológica de lo social. El tercer grupo de autores, que aquí consideramos esencial en el esclarecimiento de la dimensión colectiva de la ontología materialista, lo encabeza Gilles Deleuze. Aquí, el nivel ontológico mismo es inmediatamente caracterizado en términos colectivos. Y las superficies que se intentan descifrar se presentan como conjunto de estructuras construidas igualmente sea por sujetos como por lenguajes. Cf. V, Descombes, Le même et l’autre. Quarante-cinq ans de philosophie française (1933-1978), MInuit, París, 1979. Por lo tanto, tres filones que en distintas áreas culturales, a partir de distintos horizontes problemáticos y distintas tradiciones científicas comprenden la completa socialización del problema ontológico.
[43] Debemos fundamentalmente la caracterización de la relación entre evolución histórica y momento de ruptura, entre historicismo, colectivismo y Jetzt-Zeit a las Tesis sobre filosofía de la historia de Benjamin.
[44] Muy importante y particularmente correcto me parece el aporte de C. Luporini sobre esta temática, Leopardi progressivo, pp, 49 y ss. Luporini muestra cuán fuerte es la influencia del pensamiento revolucionario en Leopardi y cómo la “desilusión histórica” que intervino constituyó un elemento decisivo no de conversión reaccionaria sino más bien de autocontrol, de reflexión, de verificación: es así que la “desilusión histórica” contribuyó a suspender en Leopardi una valoración de la revolución. En consecuencia, sobre otro nivel, directamente metafísico, la crisis histórica no se traspone en crisis ontológica. Justamente Luporini confronta el pensamiento de Leopardi y de cierto existencialismo del siglo XVIII, en particular Kierkegaard: allí donde el segundo transfiere la crisis histórica en crisis metafísica, encontrando así sino consuelo al menos cierto reposo en el sentimiento religioso, Leopardi mantiene su concepción humanista, su proyecto constructivo. “Leopardi disolvió su vitalismo en el nihilismo de la siguiente manera, y precisamente aquí radica el punto decisivo en el juicio integral sobre Leopardi: a diferencia del existencialismo moderno, él no puso en este nihilismo ninguna complacencia, como tampoco puso en su materialismo ninguna perplejidad” (p. 69), “el materialismo se vuelve así el motivo teorético dominante porque abatió cualquier otra resistencia” (p. 75). Cualquiera sea nuestra consideración sobre la relación nihilismo-materialismo en Leopardi (y a nosotros nos parece un poco más articulada de lo que parece en Luporini), es fundamental también subrayar la permanencia de la intuición teorética revolucionaria en la filosofía leopardiana.
[45] A. Prete. Il pensiero poetante, op. cit, p. 88: Si en Holderlin, como en otros poetas románticos alemanes, este diálogo se pronunció en el umbral de lo sagrado y dibujó así los contornos de lo dionisíaco, luego atravesados nuevamente y “realizados” por Nietszche, en Leopardi, cuya mirada se apoya en el tumultuoso razonamiento iluminista francés, este diálogo es ante todo una desarticulación del poder de una ratio que, en el desplazamiento de las pasiones y las “ilusiones”, aspira a una perfección de la civilización en nombre de un “perfeccionamiento” del hombre. Sobre esta y otras anotaciones se puede sin duda estar de acuerdo con Prete. Pecado que Prete no haya historizado esta diferencia y no haya captado en ella la determinación histórica, la bifurcación en la crisis del pensamiento dialéctico.
[46] Sobre una interpretación de este tipo se apoya sobre todo el trabajo de F. P. Botti, en otros aspectos muy importante, La nobilità del poeta, Nápoles, 1979. De acuerdo con Botti, U. Carpi, Il poeta e la politica, op. cit., insiste sobre la absence epitettéa de Leopardi en el período que se extiende entre las Operette morali y los grandes Idilios. Y es evidente que, por extensión, este estoicismo continúa siendo una constante del pensamiento leopardiano, tanto más cuanto más se enfrenta a la potencia de Arimare. En consecuencia, ¿cuál será a partir de esta asunción la posición política de Leopardi? “Leopardi intenta fundar una fraternidad filosófica entre los hombres, una suerte de democracia del dolor…” (p. 167 pero ya 148 et passim). ¡Sic!
[47] Para este programa, nos parece estar al unísono con H. R. Jauss, Ästhetische Erfahrung und literarische Hermeneutik, Fink, Munich, 1977.
[48] Hay intérpretes que comprendiendo esta fuerza de ruptura de Leopardi continúan negándole cualquier sustrato histórico, dándole solamente una dimensión filosófica y no histórico-política. ¡Al “poeta idílico” de Crocce sigue así el “filósofo marginado”! Prosiguiendo el hilo y la construcción de esta interpretación, es particularmente vivaz la lectura leopardiana de U. Carpi, Il poeta e la politica, op. cit., cf. pp. 120-125, la marginalidad de Leopardi; pp. 139-156, el poeta desarraigado; pp. 172 y ss., la profunda desarmonía consustancial entre el pensamiento de Leopardi y la historia presente. Solo como ejemplo, “veremos cómo para Leopardi la filosofía se volverá un día instrumento positivo y la naturaleza principio negativo: pero detrás de la pantalla de estas, también radicales, variantes filosóficas, seguirá inmutable la raíz auténtica de toda la ideología leopardiana, quiero decir, la necesidad de justificar-ocultar su propia marginación social con un juicio de culpa vertido sobre el mundo y sobre su estructuración patológicamente retorcida” (p. 124): pero aquí, como se ve, finalmente, ni siquiera la fuerza de ruptura filosófica es conservada. Es así que esta interpretación de Carpi parece dar vuelta, pregnante solamente de manera periodística, la polémica que el mismo autor sostuvo vivazmente contra las interpretaciones frankfurtianas… (cf. pp. 97, 248, 249 y passim).
[49] La referencia es para las argumentaciones desarrolladas anteriormente sobre el pensamiento de los ideólogos en Francia y sobre el de la izquierda hegeliana en Alemania. Una especificación ulterior con el fin de impedir que mi referencia (en el texto) “a aquellos que pasaron junto a la dialéctica” sea considerado impropio en lo que respecta a los ideólogos: en su obras, tan beneméritas e importantes para el esclarecimiento del giro filosófico de finales del siglo XVIII, S. Moravia, Il tramonto dell’Illuminismo, Bari, 1968, y Il pensiero degli “idéologues”. Ciencia y filosofía en Francia (1780-1815), Florencia, 1974, mostró cómo, incluso en la permanencia de una notable continuidad temática (del sensismo), los ideólogos enfrentaron una temática altamente dialéctica con un método subrepticiamente dialéctico. En fin, el pensamiento de Victor Cousin y su escuela, concluyendo la contienda “ideológica”, representan a mi parecer la aparición de la “derecha hegeliana” more gallico que revela y descubre la unicidad del profundo tejido de la transformación filosófica ocurrida durante aquellos años en toda Europa.
[50] G. Bollati, Prefazione alla Crestomazia, op. cit., pp. XCIII-XCV, insiste con mucha claridad y eficacia sobre la consonancia entre la teoría Leopardiana y la problemática histórica a la que responde. El hecho de que Leopardi, como sostiene Luporini, se ubicara sobre una “onda más amplia” que la de los políticos risurgimentali, significa solamente que él consideró el Resurgimiento desde un punto de vista más elevado. Y se le agradeció, como se sabe, a través de las continuas falsificaciones de su pensamiento con una incomprensión y un rechazo que lo redujeron a “un poeta maldito de la edad burguesa”. Sin embargo, “su fuerza vital está en sus advertencias de Casandra irreductiblemente obstinada en plantear la elección ultimadora: el advenimiento del mundo humano o la demencial Endlosung.
[51] Como complemento de lo ya dicho ampliamente en los primeros capítulos de este trabajo, y de las citas hechas antes, recuerdo aquí sobre el tema de la “indiferencia” de las contradicciones (sea desde el punto de vista teórico, sea desde el punto de vista histórico, sea entre racionalismo y romanticismo, entre egoísmo y heroísmo, restauración, revolución y resurgimiento, etc…), C. Luporini, Leopardi progressivo, op. cit. pp. 8 ss., 79 ss, y passim: es claro que no se trata en ningún caso de lo que hoy se llama qualunquismo ‒la indiferencia es a la vez una peste y un horizonte, una enfermedad y su terrible difusión‒. La indiferencia configura un universo. Luporini lo llama de la “desilusión histórica”, nosotros lo definimos como universo “posmoderno” ‒¿También este fruto de la desilusión histórica?‒.
[52] E. De Angelis, La ricostruzione della realtà nell’opera di Giacomo Leopardi, Tipografia del Rettorato, Siena, 1976, me parece que comprende con extrema agudeza la dialéctica negativa que atraviesa la relación entre naturaleza y razón en la obra de Leopardi rastreando el sentido de la alternativa ontológica como solución de aquel dualismo. Pero en De Angelis esta tensión ontológica no se pliega al sentido de la ruptura ética, y antes metafísica. El análisis permanece sobre un nivel dialéctico, más que plegarse y perseguir la labor estructural de la ontología, que es como decir la dimensión subjetiva.
[53] A propósito de esto, me permito enviar a las reflexiones que, sobre el tema del dualismo ético-político, de la ruptura, de la superación de la dialéctica, se desarrollaron ampliamente en Macchina tempo, op. cit., y en Il comunismo e la guerra, Feltrinelli, Milán, 1980.
[54] Estas son las determinaciones principales del “más antiguo programa sistemático” del idealismo alemán: “Una ética. Siendo que toda metafísica será llevada a la moral ‒cosa que kant con sus dos postulados prácticos da solo un ejemplo que no agota el problema‒, esta ética no será más que un sistema completo de todas las ideas, o bien, cosa que es lo mismo, de todos los postulados prácticos. La primera idea es naturalmente la representación de mí mismo como una esencia completamente libre. Con esta esencia libre autoconciente surge, al mismo tiempo, de la nada, un mundo entero ‒única verdadera y pensable creación de la nada‒. Quisiera aquí entrar en el dominio de la física… Del retorno a la naturaleza a la obra humana. En primer lugar la idea de humanidad: demostraré que de un Estado no se da ninguna idea, porque el Estado es algo mecánico, por lo tanto no existe idea de un Estado así como no se da idea de una máquina. Solo aquello que es objeto de libertad puede llamarse idea. ¡Nosotros, pues, debemos ir más allá del Estado! Dado que todo Estado está obligado a tratar al hombre libre como un engranaje mecánico ‒y esto no puede ser‒, por lo tanto, debe ser superado… En último lugar la idea de la belleza que unifica todas las demás (Mythologie der Vernunft, op. cit., pp. 11-12)
[55] K. Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1856, op. cit., p. 32.
[56] Precisamente a propósito de esto C. Luporini habla, en las conclusiones de su trabajo, de “antropodicea” ‒el mismo término nos lleva con el pensamiento al heroísmo iluminista de Lessing‒. Pero templado obviamente en la nueva sensibilidad romántica. Desde este punto de vista, nótese que las muchas analogías, incluso literales, que podemos encontrar entre el Leopardi teórico de la poética moderna y de la poesía antigua y el Schiller de los ensayos estéticos (sobre el cual cf. en particular P. Szondi, op. cit., pp. 47 ss.: “Sur la dialectique des concepts dans l’essai De la poésie naïve et de la poésie sentimental de Schiller”), no afectan la sustancia del tratamiento leopardiano que permanece ligado creativamente a la revolución teórica y a la ascesis individual del pensamiento de las Luces ‒justamente, lessinguiana‒.