El último acto contra-cultural a escala de multitudes nacionales ocurrió durante la noche del 19 diciembre de 2001, cuando la gente salió a la calle, sin más articulación simbólica que la que emana de la decisión de poner freno a la barbarie, dejando los televisores encendidos hablándole a las paredes de sus hogares. Ese último rapto contra-cultural, por obvias razones nunca apreciado por los gobiernos posteriores, será –seguramente- revalorizado ahora incluso, por quienes durante estos años identificaron aquel diciembre sin más con el infierno. Ya sin ese tipo de interferencia podemos retomar aquel hilo rojo para ver si tirando de él encontramos las claves para enfrentar esta Cultura oficial que, ahora sin estorbos de ninguna clase, se muestra íntegramente como lo que es: la coordinación gerencial de los aparatos del tecnocapitalismo comunicacional y financiero.
Si Macri es la Cultura hoy
¿Estamos ante una mera coordinación gerencial o ante una contra ofensiva política? Según el gran pensador de lo político Carl Schmitt el secreto de todo orden jurídico válido es la fuerza decisional soberana sobre la excepción. Sin esa intervención normalizadora no existe situación “normal”. ¿Es Macri el inadvertido príncipe que avanza, creando fuerza de ley declarando la excepción, sin dar respiro a sus enemigos?
Si la Cultura macrista es banal lo es por lo redundante de su estructura: sólo el deseo de orden legitimará el orden. Si esta estructura no es trivial es porque parece conectar con un deseo de normalidad tras el quiebre de 2001. Licenciando al kirchnerismo como fuerza normalizante de la crisis, el macrismo nos muestra algo que sólo veíamos como entre la neblina: la fuerza y la masividad de ese deseo normalizante; el contenido mercantil e intolerante con cualquier vestigio de la crisis que tiene esa Voluntad de Normalidad; la mutación profunda que podría sobrevenir si el macrismo es exitoso en la canalización de ese deseo, llevándose puesto tanto al peronismo como al social-liberalismo; el carácter real de enfrentamiento entre deseo de normalidad y subjetividades de la crisis que subsiste por debajo de esa exitosa trasposición comunicacional llamada la “grieta”.
La “grieta” es una de las expresiones de la Cultura. Logra transmutar lo perdurable del enfrentamiento social en una coyuntura de polarización exacerbada entre kirchneristas y antikirchneristas. Como si el kirchnerismo fuese la crisis misma, y no un modo diferente de normalizarla. Es tan apabullante el consenso cultural a este respecto que ahora pareciera casi natural el intento de conciliar a los argentinos por medios de técnicas empresariales de “amigabilidad”.
Lo Pérfido no quita lo discutible
Un capítulo esencial de esta instalación cultural es la disputa por los juicios a los genocidas de la última dictadura que comenzó con el primer amanecer del flamante presidente electo – y la escritura a cargo de la editorial de La Nación–.
El problema de los juicios a los genocidas no se reduce en lo mas mínimo a un problema de justicia histórica. Abarca de modo estructural a nuestro presente. El juicio de la trama de responsabilidad represiva corporativo-militar lleva, si nadie se le interpone, a la trama económica y espiritual que hizo posible la alianza entre terror estatal y concentración empresarial como núcleo constitucional duro de la Argentina actual, la kirchnerista incluida. La conexión entre ese terror y este presente guarda la clave de esta cultura banal que hoy nos agobia: sólo la presencia de contrapoderes efectivos logra evitar que aquello que estructura las relaciones sociales no estructure también el psiquismo. ¿De dónde nace, sino, la intensificación del racismo y del patriarcalismo que vimos crecer la última década hasta devenir hoy, ya sin inhibiciones, en Cultura Oficial sin eufemismos?
Jorge Lanata y Lo Pérfido desean ahora revisar el número de treinta mil desaparecidos ofrecido por los organismos de derechos humanos. Se trata de un revisionismo que no lleva al perfeccionamiento sino al desmonte de los instrumentos de investigación –verdad y justicia- sobre el proyecto y los crímenes de la dictadura. De otro modo no se dedicarían a denigrar todo esfuerzo por establecer hasta el final las coordenadas de la acción genocida: campo por campo, desaparecido por desaparecido, para profundizar en la red íntegra del terror corporativo militar de aquellos años, conociendo al detalle la acción de cada fuerza, de cada miembro de la jerarquía de la iglesia católica, de cada una de las grandes empresas que participó de la toma de decisiones durante la dictadura.
Claro que para seguir profundizando en ese camino habría que hacer justo lo contrario de lo que se hace: en lugar de desmantelar -como están haciendo ahora mismo- el área del Banco Central que investiga derechos humanos y finanzas (durante la última dictadura y con proyección al presente) habría que aumentarle los recursos. En vez de bastardear a quienes protagonizan estos esfuerzos (Lanata escribió que las madres y abuelas se “prostituyen”; Levinas acusa al perro de “doble agente” al amparo del “filósofo” Alejandro Katz; quienes investigan delitos financieros de la dictadura son “ñoquis de la Cámpora”) habría que ampliarles los apoyos. En lugar de pedirle al gobierno que revise los juicios -como hizo hace unos días el historiador Romero (h)- debería mas bien haberse sumado a la comisión votada por el congreso para investigar a las principales 25 empresas del país por su rol en la dictadura. Lo Pérfido mismo, integrante del grupo de franjistas morados -sushis- que apoyó desde «la cultural» la acción de De la Rua durante diciembre de 2001 podría haber ofrecido los recursos públicos que maneja para organizar una auténtica discusión sobre cómo pensar desde hoy la dictadura. Si todo esto no ocurre, si no quieren discutir en serio la dictadura es porque lo que les interesa –¡también a nosotros!- es el presente. Sólo que para ellos este presente es, se ha dicho ya, de pura restauración: es decir, de pura rehabilitación de un extendido orden empresarial con un estado profesionalizado –también en lo represivo- a su íntegro servicio.
Lo vemos en la declaración de la emergencia de seguridad cuya eficacia real -el discurso del narcotráfico- es aumentar la mierda represiva en los barrios (lo mismo a lo que nos tenía acostumbrado la bonaerense de Scioli, pero ahora con renovada legitimidad ordenancista). Lo vemos ahora mismo en Jujuy.
En el fondo, el problema de la última dictadura, es el de cómo trata la sociedad la intensificación de sus conflictos reales, en un país que cuyos mejores momentos fueron determinados más por ciclos insurreccionales (1945-1969-2001) que por los líderes que supieron gobernar las crisis por ellos producida. En otras palabras: lo otro de lo banal (la idea de que el lazo social se organiza en torno a tres significantes: gestión empresarial; seguridad policial; fe en el futuro), de ese deseo de “normalidad” que por sí mismo alcanza para generar consensos incuestionables, es la crisis.
De la Voluntad de la Inclusión a la de Normalidad
Del 2003 para acá se ha perdido el punto de vista propio de la crisis. La crisis fue vista sólo como lo negativo a superar. Durante el kirchnerismo esa superación fue concebida a partir de una Voluntad de Inclusión. Voluntad que saca de nosotros lo mejor –activa un deseo de igualdad- y lo peor –media ese deseo por una distancia jerárquica del tipo víctima/emancipador. En muchos casos, bajo esa Voluntad de Inclusión actuaba ya un deseo de normalidad. Deseo de orden que ahora desiste de toda buena voluntad para aparecer desnuda e intolerante como puro apego al poder. Es la mayor apropiación ordenancista de la crisis que pudiéramos imaginar, porque contiene en sí misma los componentes conservadores distribuidos en el sistema político en su totalidad.
Esa Voluntad de Normalidad se apropia de la crisis –que no ha desaparecido, aunque por el momento sea confinada, arrinconada, en la periferia del sistema Cultural- por medio de una experiencia de la disociación y del tiempo. Se hace de la crisis algo que “puede ocurrir” en un futuro lejano o próximo y no algo que está ocurriendo ya mismo, que no ha dejado de ocurrir. La crisis como amenaza fundamenta desde siempre el juego del temor y la esperanza, del premio y del castigo. Todo está permitido menos asumir corporalmente las intensidades de la crisis actual.
El fascismo postmoderno no odia al progresismo, al peronismo ni a las izquierdas, sino a los sujetos de la crisis. A todo aquello que se esconde tras las fronteras. A todas aquellas pulsiones que intentan quebrarlas. De ahí que lo “juvenil” se haya convertido en significante en disputa. Lo “joven” legitima por sí mismo la Cultura, tanto como lo “nuevo”. Es el máximo de legitimidad de lo banal dejado a sus anchas. Joven es, para la cultura, aquel a quien se le atribuye, en virtud de los años por vivir que arbitrariamente se le suponen, potencial de innovación. Semilleros del sistema. Son los jóvenes que vemos en los medios. Otra transposición Cultural. Porque la juventud como figura de la crisis es lo más hondamente amenazado. La juventud de un tiempo sin crisis glorifica las estructuras de la Cultura renunciando de antemano a vivir el espacio social como algo fracturado, como la escena de un drama que pide estallar, para dar lugar a nuevas relaciones. ¿Es posible considerar joven a quien interioriza el mundo de ese modo?, ¿no es la interioridad del espacio exterior en el tiempo ya vivido signo eminente de la vejez? Nada corre más peligro hoy que el impulso joven de rechazar la estructura que esconde lo Cultural.
Si la crisis no estuviera ahí
El punto de vista de la crisis desnaturaliza al máximo las jerarquías, y transversaliza tanto la rabia como la estrategia. Pasó con la lucha por los derechos humanos y los movimiento que luchaban contra el genocidio neoliberal de fines de los años 90. El abandono de ese punto de vista, que la Cultura de lo Normal fomenta, supone la desconexión y la generalizada insensibilización. El campo social vuelve a reducirse a lo familiar, incluso en el terreno de los derechos humanos.
El problema, entonces, no es tanto cómo pensar lo generacional, sino cuánto tardamos en comprender que sin el protagonismo de la fuerza de la crisis –del trabajo sumergido; de los pliegues de lo barrial; de las contra-sensibilidades micropolíticas- sólo queda la más dolora humillación.