Los Pincén (tercera parte) // Emilio Jurado Naón

Si la familia no se elige, se la erige. Un día Emilio Jurado Naón descubrió que era pariente de Julio Argentino Roca. Tiempo más tarde, hizo el segundo descubrimiento en esa línea: su tío abuelo Bebi Roca había escrito, sobre las historias de la familia, el libro de memorias Los Roca y los Schóó. Así surgió el proyecto a largo plazo de Los Roca y los yo: una colección de textos, diversos en género, registro, tono y extensión, que se alimenta del libro de su tío abuelo (al que busca pervertir, desvirtuar e hipertrofiar) y de la cual Tópico de los dos viajeros (Palabras Amarillas, 2020) fue el primer volumen publicado. Si bien la figura de Julio Argentino es gravitante en el proyecto de Jurado Naón, los distintos episodios del proyecto indagan, como lo hizo Bebi, en anécdotas, acontecimientos y personajes tangenciales (o bien transversales) a la familia Roca. Es el caso del texto que se presenta a continuación, “Los Pincén”; suerte de diario de lectura ensayístico que escarba en torno a un genealogía de caciques pampa y su construcción, por parte de los Roca, como enemigo a someter y, a la vez, reflejo distorsionado de la cultura que detentan como propia.

 

Los Pincén (tercera parte)

de Emilio Jurado Naón

 

 

–¿Usted es Roca? – le preguntó el sujeto de sopetón a modo de simple presentación.

 

La Campaña del Desierto sometió, entre muchas otras, a la estirpe Pincén. Con el ocaso de Ta-Pincén coincidió la “inculturación”, como dice Bebi, de los indios pampa. Hay un tercero en el relato de los Pincén, a quien apodaban “Pichi”: el pequeño. Era capitanejo de “Futá”, uno de los más aguerridos; pero con la declinación de la raza, hubo que negociar sobrevida por cultura, adscripciones políticas y sociales a modo de ofrenda de los derrotados.

El texto retoma una anécdota que relata por cartas Julio Costa Paz, tío de Bebi: de niño junto a su hermano, había asistido a un rodeo en Junín, al que convergieron indios y gauchos. Entre los participantes de ese ritual de “desprecio por la vida” que suponía la doma de potros, estaban los dos bandos que antes se habían enfrentado en la pampa: Vargas y Pichi-Pincén, hermanados a la fuerza por el mismo juego civil.

El indio hecho peón, hecho peón el soldado.

 

El atardecer pasa por la persiana y vibra sobre el escritorio en rectángulos anaranjados. Bebi, historiador vernáculo, ha detenido la pluma. Cabecea. Mira los renglones de su cuaderno y los surcos profundos de tinta negra.

¿Por qué está escribiendo sobre los Pincén? Le laten los ojos vidriados.

 

Los tres Pincén representan tres escalones descendentes de una historia de salvajes. El primero, «el viejo», lucha por su tribu y muere en su toldería con la lanza enhiesta al lado del caballo fiel que vela por su agonía; el segundo, el «Tapincén», el grande, lucha y guerrea heroicamente por lo suyo pero es vencido y muere obediente a los dictados y a la ley que le impone otra raza que lo domina y con él se rinde su pampa bárbara; y el tercero, el Pichi Pincén, ya entregado espiritualmente, se entremezcla con el enemigo y se incultura peonando junto al adversario de ayer, quizás feliz por el logro de una vida de paz, sedentaria y estable, regida por normas humanísticas, propias de la civilización occidental y cristiana.

 

Todo recorte teórico –todo recorte historiográfico– supone un marco, un enunciador de la teoría, un punto de vista y, claro, unas tijeras.

¿Quién toma las tijeras por el mango?

 

Quiero hacer un texto sincero pero no enojado. Bebi analoga una familia de pampas con la idea de una escalera descendente. ¿Eso nos produce indignación, incomodidad, enojo? Calculo que dependerá del vínculo que cada uno tenga con su propia familia, con la colonización, con el exterminio, con la arquitectura hogareña. ¿En dónde termina la escalera? ¿Esa escalera tiene descanso? ¿Qué son las “normas humanísticas propias de la civilización occidental y cristiana” a las que estos escalones de Pincén se fueron sometiendo con el descenso de las generaciones y la reiteración, cada vez más profunda, de las derrotas?

En aquel lapso, el texto de Bebi se vuelve irreconocible por lo elocuente. No hay otro momento del libro en el que se pueda ver una reflexión teórica tan prístina y de tanta contundencia. ¿A qué se debe? El origen de tales pensamientos escriturarios viene, creo yo, por el lado de una interpelación con el presente. Ya que esta breve pesquisa que eclosiona como un paréntesis (los Pincén contados dentro del largo cuento de los Roca-Schóó) se habría disparado a partir de una consulta que le arrimara su nieta Milagro (“hoy señora de Colombo”).

 

Los nombres son reales, tal cual; no tienen la intención de simbolizar nada.

 

En el enclave de la novela en clave, los nombres se desbaratan.

 

Ocurrió lo siguiente: Milagro, nieta de Bebi, hoy mujer de Colombo, estudiaba abogacía y, antes, en esa época, llevaba el apellido de soltera, Roca, que “resonaba sonoro en el aula al ser leído por el bedel para constatar presentes y ausentes”.

 

Pega un tirón a las riendas y se apea: el lector del lápiz en mano, el enojoso, el crítico, el que apunta: Nada de común tienen estas licencias líricas, nada de natural tienen. La aliteración hilvanada entre vibrantes múltiples (‘R’: presentes en los términos «Roca» y «resonaba») y vibrantes simples (‘r’), que junto a las fricativas (‘s’) continúan y suavizan un poco la oración («sonoro», «ser»), brinda una música controlada que casi logra obliterar del todo la tosca repetición, hacia el final de la frase, de las estructuras gemelas «al ser» y «al pasar». Un empaste. No es gratuito que justo en esa línea el autor esgrima las armas mochas de la retórica: ¡se trata del Nombre! «Roca» –si lo sabremos– significante insigne, pesadilla o tesoro de la memoria familiar –según de quién se trate– constituye lo único que nos ha legado aquella aventura de pacificación administrativa. «Roca», decía Julio Argentino, «soy Roca», y machacaba y machacaba ese pétreo patronómico para construirse una presencia: labor litográfica cuyos frutos duros han prendido bien hondo en los anales de la Historia.

«Roca», los orgullosos vástagos de la Familia Grande se pavonean; «Roca», se aplican la gárgara del autogoce; «Roca», exhalan al presentarse y dan la mano con aristocrática laxitud; «Roca», resonaba sonoro en el aula cuando el bedel (blandengues, sí, tanto él como su cargo: con aquella flemática combinación de fonemas labial –’b’– y líquido –’l’–, nada que ver con vibrantes y fricativas…), cuando el bedel, entonces, mancillaba el Nombre de prestado para constatar «presentes y ausentes» y dar con aquel peñasco erecto hacia el final de la lista: «Roca».

Presente siempre, el Nombre, aunque Milagro se ausentara. Porque siempre estaba ahí el apellido sonoro: «Roca» rebotaba entre paredes, contra los tímpanos innutricios de compañeros carentes de abolengo. «Roca» pervivía en la pronunciación y pervive en el texto; remite, en la lengua castellana, a la firmeza, a la austeridad, a la constancia. En dos sílabas se despacha una actitud completa y el espíritu de la Familia Grande es convocado para quedarse a la espera de lo que sea que tengas para acotar.

 

Milagro, nieta de Bebi, Roca de soltera y Colombo de casada, funciona como mensajera. Es ella quien se ha acercado a Bebi –conociendo la avidez de su abuelo por la historia vernácula– para hacer un aviso y una pregunta. A ella se ha acercado en clase un individuo que dice ser Pincén y exige información que ella, por ser Roca, por ser su nombre el que resuena sonoro entre las paredes de durlock de la Facultad, debe conocer.

Un milagro también (¡quién pudiera!) para Bebi, que no abandonaba desde hacía años el departamento de la calle Pellegrini. “¿Cómo será un Pincén hoy?”, balbuceó un susurro que Milagro no llegó a percibir, “Un Pincén del Siglo XX”. Su nieta Milagro, ahora Colombo, antes Roca, se lo contaría: y Pincén XX cobraría forma, textura, atuendo y voz en la mente del historiador vernáculo, quien a la vez lo habría de transportar a tinta y papel, a cuento, a teoría y verso.

 

¿Cómo es Milagro, a todo esto? No se sabe.

Por mi parte, digo, no la conocí nunca; nunca la oí nombrar, tampoco. No pongo en duda que exista esta parienta mía, claro. Pero… Si bien puse que los nombres son reales (y, si reales, también pura coincidencia), no estoy tan seguro de que no sean otra cosa que ficción. Porque, bueno: Colombo, Milagro… es demasiada conjunción y demasiado mal gusto atar aquellos nombres propios al asunto que nos convoca. Roca. Pincén. Milagro. Colombo. Hasta me empalaga la monotonía argumental que suponen esos nombres propios: “Conquista”, “Salvaje”, “Religión”, “Descubrimiento”. Inaguantable.

 

¿Cómo es Milagro, a todo esto? No se la describe. Es un ente, un rol. Es la idea que tiene Bebi del vástago ideal: ella es vicaria, es el pronombre y la prohombre que lleva y trae información preciosa sin caer en la tentación de manosearla. De Pincén XX a Bebi, y de Bebi a Pincén XX y, en un desvío, al lector –los lectores: el resto de la descendencia. Milagro es una función. Por eso, tal vez, su nombre es trillado y su caracterización prácticamente nula –sólo leemos, más adelante, que “no sabía nada de nada” y que “es persona comedida y servicial”: ignorancia, prudencia y servicio, cualidades perfectas para una mensajera del rey.

Cito, in extenso, el pasaje:

 

Ocurrió lo siguiente: mi muy querida nieta Milagro, hoy señora de Colombo, estudiaba abogacía y su apellido de soltera, Roca, resonaba sonoro en el aula al ser leído por el bedel al pasar lista para constatar presentes y ausentes. Un día, al término de una clase se le aproximó un sujeto mas bien maduro para ser estudiante, cuadrado de cuerpo, retacón de altura, con frente estrecha, cara achinada, cubierto el cráneo con renegrido cabello y tapizadas las mejillas con largas chuzas a guisa de patillas. Vestía campera, pantalones vaqueros y calzaba sin medias, unas rústicas ojotas.

–¿Usted es Roca? – le preguntó el sujeto de sopetón a modo de simple presentación.

–Si, señor, fue la respuesta de mi nieta –¿En qué puedo serle útil?

–En decirme dónde está sepultado un antepasado ilustre: mi bisabuelo. Dónde descansan sus huesos. –Yo soy Pincén y me han dicho que fue enterrado en uno de los campos de los viejos Roca. Sepa que estudio Derecho para revindicar en justicia las tierras de Trenque-Lauquen que fueron y son de mi familia, aunque ahora están usurpadas por los «huincas».

Milagro que no sabía nada de nada; pero como índole es persona muy comedida y servicial, quedó en tratar de averiguar algo en la familia para ayudar a un compañero del aula y procurar sacarlo de unas dudas, que, al parecer, lo angustiaban. Por eso, en busca de auxilio, me comentó el asunto y me pidió que, como más anciano y sapiente de las cosas del pasado de los «Roca», quizás podía orientarla para dar con alguna pista sobre el final del cacique y el póstumo destino de sus restos mortales. Por eso, en atención a ella y a la curiosidad que me despertó el tema, me puse en campaña para tratar de averiguar algo que pudiera facilitar una respuesta mas o menos verdadera al Pincén siglo XX.

 

Rondan los leones pero no en pie de ataque. Al umbral de la cueva uno se relame las uñas. Bosteza. Se estira.

 

 

*Dejamos los links de la primera y de la segunda parte del texto.

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