Los Pincén (cuarta parte) // Emilio Jurado Naón

Si la familia no se elige, se la erige. Un día Emilio Jurado Naón descubrió que era pariente de Julio Argentino Roca. Tiempo más tarde, hizo el segundo descubrimiento en esa línea: su tío abuelo Bebi Roca había escrito, sobre las historias de la familia, el libro de memorias Los Roca y los Schóó. Así surgió el proyecto a largo plazo de Los Roca y los yo: una colección de textos, diversos en género, registro, tono y extensión, que se alimenta del libro de su tío abuelo (al que busca pervertir, desvirtuar e hipertrofiar) y de la cual Tópico de los dos viajeros (Palabras Amarillas, 2020) fue el primer volumen publicado. Si bien la figura de Julio Argentino es gravitante en el proyecto de Jurado Naón, los distintos episodios del proyecto indagan, como lo hizo Bebi, en anécdotas, acontecimientos y personajes tangenciales (o bien transversales) a la familia Roca. Es el caso del texto que se presenta a continuación, “Los Pincén”; suerte de diario de lectura ensayístico que escarba en torno a un genealogía de caciques pampa y su construcción, por parte de los Roca, como enemigo a someter y, a la vez, reflejo distorsionado de la cultura que detentan como propia.

 

Los Pincén (cuarta parte)

de Emilio Jurado Naón

 

Cito, in extenso, el pasaje:

 

Ocurrió lo siguiente: mi muy querida nieta Milagro, hoy señora de Colombo, estudiaba abogacía y su apellido de soltera, Roca, resonaba sonoro en el aula al ser leído por el bedel al pasar lista para constatar presentes y ausentes. Un día, al término de una clase se le aproximó un sujeto mas bien maduro para ser estudiante, cuadrado de cuerpo, retacón de altura, con frente estrecha, cara achinada, cubierto el cráneo con renegrido cabello y tapizadas las mejillas con largas chuzas a guisa de patillas. Vestía campera, pantalones vaqueros y calzaba sin medias, unas rústicas ojotas.

–¿Usted es Roca? – le preguntó el sujeto de sopetón a modo de simple presentación.

–Si, señor, fue la respuesta de mi nieta –¿En qué puedo serle útil?

–En decirme dónde está sepultado un antepasado ilustre: mi bisabuelo. Dónde descansan sus huesos. –Yo soy Pincén y me han dicho que fue enterrado en uno de los campos de los viejos Roca. Sepa que estudio Derecho para revindicar en justicia las tierras de Trenque-Lauquen que fueron y son de mi familia, aunque ahora están usurpadas por los «huincas».

Milagro que no sabía nada de nada; pero como índole es persona muy comedida y servicial, quedó en tratar de averiguar algo en la familia para ayudar a un compañero del aula y procurar sacarlo de unas dudas, que, al parecer, lo angustiaban. Por eso, en busca de auxilio, me comentó el asunto y me pidió que, como más anciano y sapiente de las cosas del pasado de los «Roca», quizás podía orientarla para dar con alguna pista sobre el final del cacique y el póstumo destino de sus restos mortales. Por eso, en atención a ella y a la curiosidad que me despertó el tema, me puse en campaña para tratar de averiguar algo que pudiera facilitar una respuesta mas o menos verdadera al Pincén siglo XX.

 

Rondan los leones pero no en pie de ataque. Al umbral de la cueva uno se relame las uñas. Bosteza. Se estira.

 

La cultura, imparable en sus generaciones, ha pulido el habla y el trato del indio. Ya no suena estentóreo el grito de Pincén en la folclórica frase “¡Toro Bayo!”; antes bien, ha claudicado un poco, se ha dulcificado aunque toque una nota baja, al fondo, la firme nota del resentimiento: “¿Usted es Roca?”

Del grito estentóreo de Ta-Pincén al resonar sonoro de Roca entre las paredes del aula, Pincén Siglo XX traspone el trayecto y se arrima civil –civilizado– a la heredera, Milagro, depositaria del apellido y entonces, él sí no como ella, detenta una determinada contextura física: maduro, cuadrado y retacón; ojos achinados, frente estrecha, cráneo cubierto de renegrido cabello y largas chuzas le tapizan cara; campera y vaqueros componen su atuendo, además de una par de ojotas rústicas que calza sin medias. ¡Se ha formado un personaje! El hálito naturalista acudió a la pluma de Bebi, historiador vernáculo, y qué bien suena cráneo al tratar los cuerpos ajenos –sin mencionar el tapiz de curtiembre en que se ha tornado la común barba de tres días. El término chuzas aparece, sin embargo, y me hace acudir al diccionario. (Hubiera esperado alguna palabra animaloide como crencha, muy común en la literatura argentina del siglo XIX, ya que es un término equino que se aproxima a crin en su sentido pero tiene una resonancia hermosamente más roñosa –un dejo de pegote, sebo y sudor). Chuzas, que Bebi inserta en la caracterización de Pincén XX para aludir –para eludir– a las patillas de este achinado alumno que se ha fugado del redil, son “cabellos largos, lacios y duros”, perfecto (RAE), pero también, en Argentina y Uruguay, puede ser una “lanza rudimentaria y tosca” –lo cual marida bien con aquellas “rústicas ojotas” y, de más está subrayarlo, con el aire total a desierto que exhala el sujeto– o bien, chuza, puede referir al “espolón de un gallo”. Ahora sí, lanzas y espolones a los bordes de la cara, “a guisa de patillas”, Pincén XX se inviste de complexión guerrera. Su pregunta, aunque medida, –“¿Usted es Roca?”– se pronuncia en mandíbulas configuradas para la batalla. Un chasquido de saliva bélica debe haber resonado sonoro entre las paredes del aula aquella vez –Bebi no lo oyó pero sonaron– las cuentas de un rosario de huesos huecos, palabras a cuentagotas que los Pincén han ido depositando en el rumiar lento de la inculturación debida.

 

A una amiga le causó simpatía el proyecto cuando se lo conté. Dijo parecerle genial el hecho de que el descendiente progre de los Roca escribiera un libro contra la matanza.

Progre, eso desanima: la formulación del adjetivo me suena del todo equívoca. No se trata, creo, de progresismo sino de digestión. Y en esta digestión –larga, obstaculizada, durísima– la postura que se busca es la de la sinceridad del texto. Hay una batalla, hay posiciones, hay estrategias, hay objetivos. En el diagrama de esta situación, el progresismo es imposible.

 

Luego de este prolegómeno Milagro se eclipsa, desaparece del texto, absorbida, seguro, por la materialidad corporal de Pincén XX. La anécdota deriva en investigación y no se sabe a dónde fue a parar Milagro, quien volvería a hacer de mensajera para su compañero de aula.

Es posible que la descendiente Roca –ahora de Colombo– haya escuchado con atención a Pincén, los argumentos, las demandas, los pedidos; haya memorizado, recorrido con la vista al ras el cuerpo, la vestimenta, el pelo en distintas partes del cuerpo, las partes del cuerpo abiertas al aire, libres, como los dedos del pie, franjas del cuello alrededor de la campera que no cubría como debiera; puede que haya correspondido a las razones del interlocutor con asentimientos suaves, silenciosos, atentos, educados, preciosos, mientras el resto de la clase descomprimía la sala y un ruido de sillas chirriaba metálico en torno a contrapunto de una charla creciente en los pasillos; que haya dicho sí, sí, claro, con gusto, mi abuelo esto, mi abuelo aquello, se la conseguiré la información que precisa, y analizara como respuesta en el semblante de Pincén una sonrisa breve al margen y los ojos negros duros, firmes, como una roca que, no, como una lanza, no, como el cuero, que es duro duro, a menos que se lo someta a un proceso complejo; es posible, también, que haya visto a su compañero de aula finalizar el intercambio mediante una casi imperceptible genuflexión a la par de un pase de magia con los ojos, aterrizaje y desvío, cerrazón de párpados al tiempo que le daba la espalda enfilando hacia la puerta en un andar endurecido, chueco, clanco; puede que haya quedado Milagro a la espera de la descompresión absoluta del aula mientras juntaba parsimoniosa las biromes, cuadernos, los libros, con la pizarra enfrente víctima del manoseo de tinta a medias deleble, dedos, trazos, rayones de nombres y letras reducidas por el roce de un codo, fechas, capas verdosas en un asomo de obstinación para dejar cuenta de anotaciones pretéritas, clases concluidas, signos y cuadros sinópticos que resistieran, con últimas partículas de alcohol y tinta, a evaporarse; tal vez haya sentido reverberar la panza, o apenas más arriba de la panza, en una reverberación que era más acidez que hambre, más hueco sólido que sana movilización de tripas; puede ser que Milagro haya emprendido la vuelta a casa con paso cansino y un pensamiento de estar por engriparse, debilitamiento otoñal, pobre alimentación en época de exámenes, precaución escasa, falta de abrigo ante abruptas temperaturas, cambiantes, imperiosas; puede que se haya palpado en la garganta el tamaño de las amígdalas con suavidad al tragar mientras taconeaba por pasillos huecos y de iluminación aprehensiva, acomodando al hombro la cartera que insistía en deslizarse sobre la blusa, afuera, como la filtración de nariz que atajó el dedo índice en movimiento instintivo coincidente con una sola y seca inspiración corta que cortase el charco aguachento y frío de moquera; capaz haya sido así o capaz haya acelerado el paso hasta la salida hasta volver a ver el sol, aunque agotado, hecho tono nomás, ruborizado alrededor de los edificio y entre las ramas pinchudas de fresnos calvos, quebradizos; por un instante, tal vez Milagro haya torcido el cuello y visto el recibidor de la universidad vacío, luego del éxodo, al funcionario de maestranza leyendo la sección deportes en una banqueta junto al balde y el lampazo, y haya oído un tric-trac de llaveros al fondo de la facultad; es posible que haya levantado la vista hacia columnas neoclásicas y sentido el murmullo natural del roce entre las plumas, una superposición de aleteos, picotazos, garras que resbalaban contra la piedra y guañidos que parecían de ratas pero eran nomás pichones, como puede que hubiese evidenciado el tumulto gris con pintas blancas, el guano en gotas viejas sobre las baldosas, el vuelo raudo, enlentecido en el instante previo al aterrizaje torpe de las palomas gordas para acercar una rama, migas, una costra de budín o pochoclo a los pichones; que haya suspirado es probable, o un chucho de frío o un desperezo o nada, sólo reanudar la marcha escalinatas abajo y raspar vereda intentando reponer cuál era el colectivo que la llevaría a casa, presa o retenida tan sólo por una suspensión, arrimada a la orilla en una laguna de memoria; laguna, tal vez haya meditado el asunto de la laguna mientras proseguía la caminata por una avenida que ya conocía de sobra y una efervescencia de tránsito y luces propia del horario, el día, la zona, laguna, por qué se habla de una laguna cuando, hasta que el problema mismo del olvido se hubiese disuelto en sí, en el líquido de esa laguna que se traga a sí, al llegar, su cuerpo por sí sólo, a la parada del colectivo; puede que, al verla, la parada del colectivo le haya dado la impresión de ser exactamente eso, una parada de colectivo, y que, en consecuencia, la mejor forma de ponerla en palabras fuese parada de colectivo, el más simple, el más eficiente, el más fiel entre los mejores términos evocables para dar con justicia en el término justo, compuesto por palabras justas; o puede, por el contrario, ser que haya visto un caño negro con cartel arriba y números, texto, indicaciones y publicidad que le hubiesen inducido una mayor profundidad a la laguna de sentido, un corchete en la memoria, de cuyo fondo –un fondo profundo y hueco que pareciera no tener, paradójicamente, fin, ni un tope, ni paredes, ni tampoco consistencia– lumínico y con terminaciones iridiscentes hubiese surgido, hacia afuera, sin sospecha de vínculo con el caño negro, su tabla de plástico con inscripciones blancas, Bebi, el abuelo de la sonrisa, en pausa y mudo, el gesto frecuente de Bebi por el cual toda la familia lo reconocía pero del cual tal vez nadie hubiese hecho referencia antes, una elevación del labio, una pequeña arruga, o el estiramiento de comisuras o algo en los ojos que, o un conjunto de todo eso al mismo tiempo y uno atrás de otro, un gesto típico de Bebi, irrenunciable, inimitable, Bebi reverberando en degradé como una foto del álbum familiar en pleno proceso de revelado.

 

En un taller de escritura, al participante se le pide que dé una opinión crítica acerca de tal libro. “Es tierno”, argumenta para concluir la exposición sinuosa. “¿La ternura es un valor?”, otro de los talleristas inquiere. El primero dice “sí” –naturalmente, las cejas se le levantan en arco y asiente con delicadeza.

 

La ternura no es un valor, a menos que hablemos sobre el punto de la carne.

Tenro, dicen en portugués, y la lengua castellana se tuerce en la pronunciación que enroca r con n.

La ternura es un valor que el texto solo podrá admitir, exhausto, después de muchas vueltas –como quien no quiere la cosa.

 

¿Cuándo termina este sufrimiento? Me ha sido revelada la verdad pero el don incluye una condena: “no podrás salir del asunto”. El ancla del libro me retiene en un punto alrededor del que giro y me mareo; me pongo miope, las luces se borronean como si les hubieran pasado un pulgar por encima, no sé si están lejos, cerca, a media distancia, si están o me quedaron prendidas a la cara interna de los párpados. Ni Bebi mismo le dio tanta importancia a los Pincén: los resolvió de un plumazo y fue a enrollarse en el plumón que lo esperaba sobre el catre. En opuesto, el acolchado que yo tengo cuenta varios ciclos de pliegue y despliegue sucesivos, y ya las plumas se le escapan y patinan rasantes hasta cualquier rincón del monoambiente con la vitalidad que le insufla cada chiflete bicho que entra por la puertaventana.

 

                                                        —¿Usted es Roca?

Intenta descifrar los colectivos –la luz de los carteles, el número, el color– entre la mezcla pastosa de tonos y luces que ejecutan las dieciocho treinta en la ciudad al combinar faroles de escaso rendimiento con un eficiente atardecer de mayo. Piensa que es Milagro, que sabe que es Milagro, ella. Pasa un micro pero no sabe si es el que tenía que tomar porque nadie lo paró, ni ella lo hubiera hecho por prudencia o miedo a equivocarse en vano. Le arden los ojos. Por la alergia, por el estudio, por el síndrome del ojo seco. No sabe. Le arden y cree verse los párpados hinchados en un borde del área visual. La tierra tiembla, entonces; ella piensa, “La tierra tiembla”, y le suena a una película antigua, pero en efecto la tierra vibra, ronronean las baldosas, lo puede sentir bajo los pies, a través de los zapatos con plataforma, a través de las plataformas, las medias, hasta las rodillas, que el temblor, la vibración o el ronroneo hacen flaquear, vencen y fuerzan a inclinar el cuerpo a un lado. Amaga pero no cae, cambia la postura de las piernas. Milagro espera el colectivo.

 

Bajo las veredas y el pavimento hay piedras, tierra, raíces en trozos, chapitas viejas y, más abajo, se abre un hueco de aire, rodeado por lozas cóncavas, columnas que sostienen la cúpula, luminarias encendidas las veinticuatro horas, más y nuevos carteles, publicidades a repetición en televisores de segunda, gente que visita el subsuelo por kilómetros de seis de la mañana a once de la noche, gente que se acumula en los andenes, como Pincén, a la espera de que la formación se detenga y, como Pincén, ven al tren pasar y frenarse, como Pincén, dan con la puerta o la puerta da con ellos y bufan sus hojas, la puerta se abre luego, entran, se apretujan o, como Pincén, consiguen diligentes un asiento y se desploman luengos, como Pincén, que se desploma, relojea a los compañeros de cabina, que son pocos, adormecidos, introyectos, se sube los auriculares a la cabeza, los ajusta y enciende el reproductor

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febrero 2016 – abril 2017

 

 

 

*Dejamos los links de la primera, la segunda y la tercera parte del texto.

*La imagen es de el peñi Lorenzo Cejas Pincén, descendiente del cacique Vicente Pincén del territorio rankülche, en puelmapu.

1 Comment

  1. El texto de Emilio Jurado Naón lejos de ser «proge» o tierno es una distorsión lamborgheana de la historia nacional, es su venganza personal, devuelve la distorsión 100 veces multiplicada. Me gustó mucho¡

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