Anarquía Coronada

Los maestros de yoga // Ariel Sicorsky

 

Los primeros en caer fueron los maestros de yoga. Eso nos sorprendió, porque al principio fueron ellos quienes levantaron las banderas de la calma espiritual. Cuando comenzó la cuarentena y todavía no nos habíamos transformado en lo que somos, fueron ellos, los maestros de yoga, como si se hubieran puesto de acuerdo, como si  en un gesto unísono hubieran dado un paso hacia adelante en el devenir, quienes contuvieron a la población que estaba perdida y desconsolada; fueron ellos los que llenaron las redes de recetas orientales para mantener la salud mental, emocional, y sobre todo, espiritual. En medio de los memes, de los chistes malos y las noticias falsas, ellos aparecían con sus caras serenas, sus media sonrisas, sus ojos brillantes, y con voz calma y melodiosa nos decían cosas como: “en tiempos de crisis es muy importante la respiración diafragmática” o “crisis es posibilidad, aprovechá para conocerte interiormente”  y aún “¿quién te dice que esta enfermedad mortal que asola las calles no es una bendición?”.

Y todos nos encontrábamos tan perdidos que tomábamos esos retazos de conocimientos antiguos como verdaderos bálsamos, y el breve lapso de tiempo que duraban sus videítos, lográbamos olvidarnos de la pandemia, la incertidumbre y el miedo. Respirábamos durante treinta segundos sintiendo como se movía nuestra barriga con el aire que entraba y salía y sentíamos un alivio en nuestras almas y aún cuando tres minutos después estábamos otra vez viendo las noticias falsas y los chistes malos, los maestros de yoga comenzaron a tomar una importancia inesperada en nuestas vidas. Nos ayudaron a ir más allá de nuestra angustia; nos enseñaron a sobrevolar por encima de nuestra propia conciencia, a elevarnos y tomar una nueva perspectiva frente a las cosas más simples. Muchos nos anotamos en cursos virtuales y encendimos inciensos, y sentados sobre los almohadones del sillón, cantamos largos y profundos OM.

Repentinamente los maestros de yoga pasaron de ocupar un lugar secundario en la sociedad, un lugar al borde del desprecio y cercano a lo bufonesco, a ser los únicos que podían guiarnos en tiempos de oscuridad. Y debo decir que fueron dignos al tomar las banderas de la redención; si bien por breves momentos uno podía adivinar en sus gestos paternales una queja, un cierto cinismo del tipo “viste que importantes que éramos”, un lejano desdén hacia nosotros -simios ignorantes que recién ahora nos dignamos a enfilarnos en el largo camino de la iluminación- en general fueron generosos al brindar su conocimiento acuñado en la sombra a través de largos y despojados años.

Lentamente pasaron a ocupar un lugar predominante en nuestras vidas. Todos teníamos nuestro gurú y lo recomendábamos a los amigos y conocidos, y nos peleábamos para ver quién estaba bajo la éjida del mejor maestro. Palabras hasta entonces desconocidas como asana, ashtanga o adomuka pasaron a mezclarse en el habla cotidiana y a volverse metáforas de otras cosas, ejmplos en temas disímiles, herramientas de uso común.

La cuarentena impuesta por el gobierno, sin embargo tuvo una prórroga, y luego otra y finalmente el confinamiento se volvió la regla. Hasta nuevo aviso, hasta que algo pase, hasta Dios sabe cuándo, debimos permanecer en nuestras casas, viendo cómo todo lo que conocíamos se iba transformando en otra cosa, por lo general en nada, o en algo amorfo y tullido y doliente. Estábamos demasiado embadurnados de sensaciones incómodas para advertir que ya nada iba a ser igual, que ya nada era igual.

Lo único que quedaba en pie, como si fuera una bandera ondulando al viento, desafiando la catástrofe y sostenindo en nuestras almas lo que quedaba de humano fueron los maestros de yoga. No importaba cuán abatidos nos sintiéramos, cuán derrotados ni cuán olvidados: a la hora señalado encendíamos nuestros celulares, unos inciensos, y nos entregábamos a las antiguas artes de volver a casa, de recordar, de volver al corazon.

Sin embargo eran tiempos de hecatombe y los dioses tenían otros planes.

Las señales fueron apareciendo lentamente, pero llegado un momento se precipitaron sin dejar otra posibilidad que el desengaño. Primero comenzamos a ver rasgos un poco bizarros, casi imperceptibles. La maestra Soledad Guanietti, por ejemplo, una mujer concentrada y ascética, empezó a aparecer un poco más pintada y cada tanto se reía como si estuviera pensando en otra cosa. Después empezó a perderse en medio de sus clases, o se quedaba un rato largo en silencio, mirando la cámara, como si el flujo de sus pensamientos se hubiera cortado de pronto; finalmente aparecía balbuceando cosas sin sentido y deambulando por su casa que parecía una pradera después de una batalla.

Uno a uno nuestros maestros fueron entrando en la locura, en una sombra que terminó por ocupar todo su ser.

El primero en suicididarse online fue el maestro Siro. No miraba a cámara sino hacia una puerta lateral donde su supuesto interlocutar parecía amenazarlo o amonestarlo. Soltando un discurso descontrolado en el cual mezclaba palabras en sánscrito, portugués y francés, haciendo alusiones a una supuesta revolución verdadera, rompió una estatuita de una divinidad oriental que adornaba su consultorio y se cortó las venas. Tardó bastante en morir y los que lo seguíamos, fuimos viendo desde nuestros celulares como la vida se la escurría por las muñecas y cómo se fue volviendo una cosa más entre las cosas. Sus últimas palabras fueron “mamá”.

Ese suceso marcó la hecatombe. Los maestros de yoga desaparecieron rápidamente dejándonos otra vez en las tinieblas.

Después pasó lo que todos  conocemos; en octubre del 2020 la llegada de quienes ya sabemos, la torpeza de los máximos dirigentes mundiales, la fallida contraofensiva, el cogobierno mundial; la muerte del tantos, las rápidas y explosivas tansformaciones genéticas. Las alas que nos salieron, al principio nos causaron mucho dolor y una picazon insoportables; luego las cargamos torpemente como si fueran entes ajenos adozados a nuestros homóplatos y finalmente las fuimos aceptando, comprendiendo y agradeciendo.

Hoy todo parece lajano.

Todavía dejamos flores en la gran estatua dal maestro de yoga, erigida junto al obelisco en señal de respeto y agradecimiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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