Anarquía Coronada

Licuadora y forma Estado // Diego Sztulwark

 

Una metáfora ha triunfado. Es la metáfora de la licuación. Su sentido transformativo es convocado para publicitar el pasaje desde un régimen político agotado hacia una nueva forma estatal. De ahí su hiper-presencia en boca de políticos, economistas y analistas mediáticos. Se engolosinan con esa palabra, que en su origen designa el cambio en una substancia de su estado gaseoso a líquido. Así, licuar el gasto público, las jubilaciones y/o los salarios sería parte de una transformación material de mayor alcance, en el que habría que contabilizar otros flujos en alza, como tarifas, ganancias y rentas del gran capital en revalorización. 

Hace pocos días el presidente explicó que entre licuadora y motosierra no habría diferencia de naturaleza sino sólo de grado: intensificando la licuación se arribaría a la intensidad motosierra. Todo un vocabulario de época condensado en estos artefactos mecánicos. Y de hecho, es curioso lo que se descubre al reparar en el uso doméstico de las licuadoras. Pues ellas no convierten lo gaseoso en fluido, sino cuerpos sólidos en líquidos (como sucede con los licuados de fruta, por ejemplo). El electrodoméstico licuadora somete cuerpos orgánicos diversos al corte que les asestan pequeñas cuchillas actuando a altísima velocidad. Filo cortante y aceleración. Este arte de la licuación completa la metáfora, acercándola a la picadora de carne. Licuar, picar, cortar. Cada artefacto ostenta en el lenguaje actual el aparataje metafórico correspondiente a un verbo infinitivo. Su efectividad política procede precisamente de la pluralidad de niveles en los que operan. Actúan a la vez como incisiones pedagógicas, gestos imperativos y piezas de espectáculo. Como en la vieja tradición del comunicador Bernardo Neustadt, para quien la jerga periodística debía dotar a la política neoliberal de imágenes conversacionales capaces de integrar la razón del ajuste junto al sentido común de las familiares “amas de casa” (la célebre Doña Rosa). Así, licuar o cortar, palabras que remiten a acciones ordinarias, asumen una función articulatoria que las vuelven coextensivas de las licuaciones y recortes que se propagan como “recetas” desde en las fórmulas inmateriales de las finanzas. 

Y bien, todo esto se nota en la columna de esta mañana de Carlos Pagni. Allí se exponen con sencillez los tres puntos principales del plan de reformas que interesan en este momento al gobierno: «declaración de la emergencia económica y delegación de facultades parlamentarias al Poder Ejecutivo; desregulación minera y energética, y régimen de garantías para grandes inversiones». Traduzcamos rápido: una cuota de poder excepcional legalizado, intensificación del neo-extractivismo y protección política de los tres poderes al gran capital. Con este programa como norte, las élites moldean el rumbo de una transformación y la forma que desean imprimirle a la estatalidad. Pensando en esto, el presidente sacó a relucir la semana pasada un instrumento político preciso: un “pacto” gracias el cual una mayoría de gobiernos provinciales puedan negociar, a cambio de beneficios económicos, su propia integración al plan político. De prosperar tal integración, las provincias arrastrarían consigo una mayoría parlamentaria (de la que el ejecutivo carece), alineada menos en torno a partidos y más en función del poder de los gobernadores. Sólo falta resolver, dice Pagni, la distribución de los costos de la próxima etapa definida por feroces aumentos de tarifas y licuación de jubilaciones. Pacto y licuadora, entonces. 

La expectativa de las élites en pugna consiste en superar la crisis por medio de una actualización -que es también una licuación- del orden estatal de acuerdo a las pautas de integración que se deducen del mercado mundial (Argentina tiene aquello que “el mundo” necesita). Dicha pugna al interior de la casta ocurre bajo presión de una notable aceleración, pues según ellos mismos creen el tiempo con que cuentan -determinado por los límites de la paciencia popular- no será mucho. Tres son los consensos operativos bajo los cuales aspiran a contener la lucha de clases en medio de esta transición violenta: el máximo aprovechamiento de la frustración del gobierno peronista 2019-2023, cargándola por entero a la cuenta de los feminismos, las organizaciones populares y los pensamientos de izquierda (trípode de la enemistad última de la publicística extremo-derechista); la máxima penetración del lenguaje de la economía política neoliberal en el lenguaje colectivo (recorte y licuación de todo afecto en el lenguaje), como modo de convalidar en la sociedad los salvajismos de la política (tal y como ocurrió según combinaciones diversas en 1976, 1989 y 2015); y una demolición sistemática de las capacidades de la vida popular para extraer balances críticos agudos de las propias derrotas (de estos últimos cuarenta años o incluso 20 años), sin los cuales cuesta el doble insuflarle a las resistencias del presente un carácter de ofensiva política desde abajo. Ante semejante contexto, este mes de marzo, con sus grandes fechas del 8 y el 24, emerge la posibilidad de acciones masivas y reflexivas, articuladores de un dramatismo urgente y de un hartazgo que busca y no deja de buscar su hora.

 

 

 

 

 

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