No alcanzan 646 páginas para conocer a alguien. Aunque una buena biografía como «Kafka, los años de decisiones», de Reiner Stach, aporta claves preciosas. Un retrato de la desigual y apasionada lucha por medio de la escritura, contra la ley.
Para sus allegados más sensibles, sin embargo, la personalidad del artista, su recuerdo vivo, es más valiosa que cualquier interpretación de sus textos póstumos. El amigx que conserva el gesto vivo resiste el modo en que lxs investigadorxs y eruditxs reconstruyen el sentido de una vida por medio de la lectura.
Pero al lector no le queda otra que construir un personaje. Por lo que el conflicto queda planteado. Porque el testigo directo siente la fuerte ambigüedad de la situación. Aportar con su memoria una verdad en disolución, evitar que esa verdad se disgregue o se falsee, y sostener su fidelidad con el afecto directo.
Es el caso de Gustav Janouch, joven poeta que mantuvo varios encuentros con quien considera el último de los «profetas» y publicó las memorias de ese vínculo en sus «Conversaciones con Kafka». A diferencia de Stach, Janouch se esforzaba por no leer a Kafka. Ofrecía testimonio de sus vivencias personales para no tener que estudiarlo.
En su monumental estudio sobre la vida de Kafka (la biografía se concentra entre los años 1910 y 1915), Stach afirma que Kafka pagó un alto precio por la «estilización de su existencia». Al no conformarse con los ideales pequeño burgueses de sus padres -dice el biografo-, quedó desprovisto de «reconocimiento y libertad de movimientos». Kafka quería otra cosa: «una vida pura». Un proyecto ascético. Soñaba un tiempo absolutamente liberado (de la oficina, de sus padres ¿de Felice?) para la escritura: un aislamiento subterráneo. Puso en conexión su idea de una literatura pura y unas condiciones igualmente puras. La fórmula kafkiana sería: «mi prisión, mi fortaleza».
Ricardo Piglia veía en este sueño la ineludible obsesión del escritor.
Por su parte Janouch cuenta su primer paseo con Kafka. Había sido presentado hace unas pocas semanas por su padre, que compartía oficina con el ya conocido escritor de La metamorfosis. Al pasar por el Palacio Kinsky, Kafka le señaló la tienda de sus padres. Janouch le dijo: «pero entonces usted es rico». La afirmación dio pie al autor de El proceso para reflexionar sobre la riqueza (en este caso, la de sus padres), calificándola como una forma de dependencia de bienes a los que hay que defender y renovar: una «inseguridad materializada».
¿Sería entonces la escritura -los diarios, las cartas, los miles de borradores echados al fuego- un sucedáneo de la riqueza: una inseguridad espiritualizada? Michel Löwi sugiere leer a Janouch por una razón específica: es la fuente más confiable para conocer los vínculos entre Kafka y los anarquistas.
Tesoros para los lectores de Kafka