De manera imprevista, el jueves 14 de diciembre se abrió una (in)subordinada en el orden gramatical de nuestra existencia. Aún no sabemos cuándo ni cómo se cerrará, pero sí sabemos que, cuando lo haga, no todo volverá a ser igual. Las experiencias vividas durante estos días van dejando su marca en nuestra forma de percibir el mundo, de relacionarnos con otrxs y con nosotrxs mismxs, de respirar un aire por momentos viciado por los gases lacrimógenos, por momentos embebido por el humo de las fogatas encendidas en las esquinas de los barrios. Más acá del impacto que las experiencias puedan producir en el orden celestial de las representaciones, de su capacidad para la articulación de nuevas hegemonías, nadie puede eludir su fuerza subjetivante.
La imprevisibilidad de los sucesos radica en que nada hacía prever por dónde se iba a desatar una resistencia sostenida contra el modo en que somos gobernados hoy. La imagen de la mano mechera del mercado asaltando los bolsillos de lxs jubiladxs resulta, finalmente, el margen por el que desbordó el sentimiento de lo intolerable. Sin embargo, es imposible no enlazar la agitación que se suscitó a otras experiencias que, en los últimos tiempos, mantuvieron viva e, incluso, actualizaron nuestra historia de luchas: la respuesta inmediata contra el 2×1, el movimiento de mujeres en torno al Ni Una Menos, el armado de la Columna Orgullo en Lucha, las movilizaciones por la aparición de Santiago Maldonado y contra la represión al pueblo mapuche que acabó con el asesinato de Rafael Nahuel. Más acá de cualquier optimismo que pretenda aprisionar la potencia desplegada en imágenes preestablecidas, la puesta en relación de estos diversos puntos de resistencia nos da que pensar que no se trata sólo de una negativa a la reforma previsional, también del desarrollo de un arte de la inservidumbre voluntaria que comienza a interponer un piquete al avance del deseo de normalidad.
Entre varios de los momentos vividos en estos días, hubo dos en que, de manera elocuente, la desobediencia conjugó la elaboración de una verdad que puso en cuestión al poder con una fuerza colectiva que interrogó a la verdad de la opinión. Es decir, instancias en que las calles volvieron a ser, en contra de la policía empleada por los medios y de los medios empleados por la policía, el escenario autónomo de una decisión política. Por una parte, la resistencia del jueves 14 contra el intento de desalojo de la plaza que culminó en festejo popular al lograr el levantamiento de la sesión en Diputados. La respuesta que entonces se dio no fue sólo contra las balas y gases de la gendarmería, sino también, y sobre todo, contra la infiltración en nuestros propios cuerpos de la desconfianza hacia el otro. Allí se vivieron situaciones de amistad política entre desconocidxs que, convidándose rodajas de limón, tragos de agua y un poco de bicarbonato, armaron lazos de cuidado mutuo que luego volverían a tejerse en los enfrentamientos del lunes por la tarde. Por otra parte, los cacerolazos de la noche del lunes en distintas esquinas de la ciudad que confluyeron en un retorno espontáneo a la plaza. Si las redes fueron el canal a través del cual poner en comunicación la dispersión, no dejaron de ser las relaciones de cercanía entre amigxs y vecinxs desde donde se avanzó nuevamente hacia el Congreso. Entonces, el rechazo a la reforma previsional se convirtió en una insubordinación contra la militarización del centro de la ciudad.
Lo nuevo necesita de amigxs, dice por ahí un crítico gastronómico. Amigxs que ayuden a elaborar lo que acontece, como nos ayudan las imágenes imborrables de un 2001 que no se repite, pero insiste. Si en aquel momento fueron las asambleas populares una de las formas que encontramos de experimentar instancias autónomas de decisión política, tanto su agotamiento como el todavía difuso cuestionamiento a la representación como forma de gobierno parecieran indicarnos que, tal vez, no sea por ahí por donde podamos sostener cierta intensidad de la rebeldía. Es entonces que resulta necesario mantener la pregunta abierta: ¿cómo seguir haciendo de la desobediencia el punto en que una fuerza colectiva confluya con la elaboración de una verdad nuestra?; ¿cómo hacernos del arte de la inservidumbre voluntaria, de la resistencia al modo en que somos gobernados hoy, una forma de vida en común?
me da gracia cómo están las ideas en el aire, una gracia alentadora…
me da miedo el lenguaje que uso/usamos, tan parecido, como si leyéramos los mismos autores (varones, cis, muy probablemente heterosexuales)
vuelvo a dejar mi relato como comentario, haciendome lugar en un espacio que considero afín, pero al que le faltan escrituras desde otras corporalidades/subjetividades. abrazos!
Horrible lo que voy a decir. Necesitaba que me gasearan. Obvio que estoy loca y equivocada. Esto no es una lectura de la situación política. Es la posibilidad de volver a articular palabra.
Estuve angustiada, insomne, alienada, balbuceando quejas y catarsis entre amigues, posteando represión en facebbok, paralizada, llorando, emborrachandome, odiando a la gente de a pie. Con lo que cuesta ordenar sentimientos tan contradictorios y transitar los días sin palabras. Las palabras, tan necesarias, tan alquímicas, están hechas mierda.
Nuestras democracias son esto. No solo la represión atroz, sino la perversidad institucionalizada, implícita en el policía que se desquita con saña contra otra persona de su misma clase; que se pueda votar una ley en la cara de millones de personas que dicen que no.
Yo no puedo escuchar más mierda, ni en los medios ni en la panadería. Argumentos? Convencer? No tengo palabras. Solo me queda el cuerpo. Nuestro dolor cotidiano e histórico. El acompañarnos.
Ayer me pasó algo parecido a sanar un poco. Aunque la ley se haya aprobado. Aunque volvamos a la rueda nefasta de la normalidad. Estas semanas nos dimos la posibilidad de sacarnos la rabia del cuerpo, poniendo el cuerpo en los espacios públicos de la forma que cada quien pudo.
Salí a la calle con 4 gatas, sin encolumnar, lumpenmente como leí por ahí. Con ellas nos mantuvimos un poco más atrás de la primera línea donde se tiraban abajo la vallas que nos pusieron para que no pudiéramos avanzar, donde se tiraban las piedras que hicieron retroceder a la policía durante algunas horas. Vimos los hidrantes retroceder y a las personas conscientes y organizadas avanzando-retrocediendo y cuidándose unas o otras. Yo no fui capaz de tirar piedras y agradezco cada piedra que tiraron otrxs por nosotrxs, las gomeras audaces, las baldosas arrancadas y usadas como armas. Con mis amigues nos propusimos estar ahí para acuerpar el momento y la decisión de recuperar el espacio físico y simbólico que nos quitan, para acompañar a quienes estuvieran herides, colapsadxs, corriendo el riesgo.
Una amiga que no habíamos visto bajó herida desde la primera línea con una bala de goma en la nuca. Fuimos con ella hasta una posta de salud montada en el local del hormiguero. Cuando se sintió bien quiso volver a la plaza con nosotras, escondió las gasas ensangrentadas de la cabeza con una remera negra que se ató y volvimos juntas hasta que el operativo represivo se encrudeció y nos gasearon y balearon.
Me perdí de mis compañeras en la avalancha final. Me desesperé mientras intentaba caminar en la masa, respirar y sacar limones del fondo de mi mochila. En ese bardo imposible encontré otra amiga perdida como yo y me di cuenta que me quedaba ciega. Me fue llevando detrás de varias personas que, inteligencia colectiva mediante, entraron a una pizzería. Empecé a ver otra vez, a sentirme mucho mejor, saqué el aguita con bicarbonato y empezamos a rociar las caras y las bocas de personas que tenían arcadas y vomitaban los gases fuertísimos que nos tiraron, cortamos limones en la mesada de la continental y los repartimos. La gente gritaba adentro del local, «¿esto es lo que elegimos?”. Miramos juntxs detrás de los vidrios del local como comenzaba la cacería de manifestantes, otra vez la impotencia.
Cuando pudimos salir sabíamos que la represión se iba trasladando, cruzando la 9 de julio arrinconando a la gente por las calles angostas del microcentro. Pudimos saber que las personas con las que estábamos en contacto estaban bien y pudimos volver a concentrarnos en una casa-refugio amiga.
En paralelo, mi compa de casa metía 15 personas en nuestra terraza que queda cerca del centro y tuvo que escuchar a una vecina mientras entraban diciendole que no podía meter gente de la manifestación, que el edificio no es un centro social. Nuestra casa abierta como cada lugar que abrió las puertas para refugiar gente, esto nos sana como otras mil situaciones donde la gente atinó.
A la nochecita, nos animamos a salir a la calle otra vez, a la comisaría primero y otra vez a la plaza con las cacerolas de la clase media despertada. Otros cuerpos haciendo lo propio.
El orden reestablecido es el de nuestros cuerpos articulados, haciendo lo propio, ejercitando la comunidad, la solidaridad, expulsando la rabia para no enloquecer.