Lo propio de los críticos de toda laya es organizar su existencia alrededor de un imperativo mayor: lo que se desea es la revolución. Y, sin embargo, no se trata simplemente de lo que «queremos», sino de lo que «está pasando». Los días 19 y 20 de diciembre de 2001 ocurrió algo que, a falta de nombres, podemos llamar una «insurrección de nuevo tipo»: sin «programa» ni «dirección», sin «promesa» ni «modelo», sin «organizaciones centralizadas» ni «dirigentes destacados»; aquellas jornadas destituyeron el «juego político» de la «posdictadura».
El grito que forzó la apertura -«que se vayan todos»- no se ha acallado en la ausencia de un político apto para representarlo; se multiplica en otras consignas como: «ocupar, producir, resistir», «si no hay justicia hay escrache» y «trabajo, dignidad y cambio social».
No se trata, entonces, de una revolución política clásica cuanto de una revolución en los modos subjetivos del hacer, de la invención de formas de habitar situaciones que reclaman ser aun desplegadas. Sobre todo, hay multiplicidad. Potencia y fragilidad, frustraciones y surgimiento de nuevos estilos, constituyen la textura de una sociedad paralela que trama redes de experiencias y saberes. Estos circuitos de encuentro y comunicación ensayan una sociabilidad que busca proyectarse más allá del corset del Estado y el mercado.
En el desierto, los esquemas revolucionarios heredados se revelan hoy como un estorbo. También la academia ha quedado sorda, ciega y muda frente a una ebullición inclasificable. Las modas se aceleran porque no hay categorías capaces de alcanzar –por sí mismas- ese objeto esquivo que se resiste, mutando y multiplicándose al infinito. Otros lenguajes contemporáneos (periodísticos, humanitarios y militantes), quedan desdibujados por la empobrecedora hegemonía cultural del mercado.
Si las viejas formas de pensar la revolución han caído y nuestros saberes parecen impotentes: ¿qué hacer? Y si lo que sentimos, sin embargo, no es desazón, sino felicidad: ¿de qué están hechas estas renovadas pasiones?
Habitantes del desierto, cada experiencia es lo que logre hacer de sí misma, en un devenir que elabora sus recursos a partir de la trama que la constituye, y del vínculo que se procura con otras experiencias (y lo que ellas hacen de sí mismas).
No podemos olvidar que hay armas cargadas: sombras exigiendo orden. Que hay represión efectiva, y más aún, agazapada, a la espera de una oportunidad mayor. Represión, hambre y carencia son los nombres de la (sobre)vida en el desierto. No asumir la guerra sería tan grave como jugar su juego. La exigencia de proteger estos nuevos mundos sin sacrificar su capacidad creativa de nuevas posibilidades para nuestras vidas, es raíz y programa del movimiento.
Una revolución de los cuerpos. Cooperativos y hormigueantes recorren una espacialidad desreglada, desértica, habitando y produciendo nuevas consistencias: sus fuerzas se multiplican en la persistencia del querer vivir.
Hasta siempre,
Colectivo Situaciones