La organización contra lo organizado (la maldición de Jean Valtin)* // Amador Fernández Savater

La historia la cuenta Jean Valtin en su ficción autobiográfica La noche quedó atrás: en los años 20 del siglo XX, el contrapoder obrero en Alemania radica en el puerto de Hamburgo. Allí se desata una nueva huelga que paraliza el país entero, pero el servicio de orden del PC da la consigna de descargar tal y cual barco… porque son rusos. Los rojos se vuelven amarillos a fuerza de ser rojos. Jean Valtin, marino mercante, revolucionario profesional adscrito a la III Internacional, corazón aventurero pero fiel al partido, se traga las contradicciones y obedece, contribuyendo a romper la huelga.

¿De qué nos habla esta historia? La organización, cuando piensa y decide desde criterios exteriores a las luchas concretas, cuando se eleva por encima de las situaciones efectivas y calcula desde hipótesis abstractas, se vuelve contra lo organizado. ¿Y qué consigue, en nombre de una supuesta eficacia? En Alemania, como en España en 1937, la neutralización de las luchas concretas, aquí y ahora, sólo prepara la ascensión y el advenimiento de lo peor.

Donde hay poder, hay resistencia

Las resistencias se despliegan siempre en lugares concretos: podemos pensarlas como puntos de potencia. Por un lado, interrumpen las lógicas de funcionamiento cotidiano de la dominación: limitan, estorban, obstaculizan, detienen, frenan la reproducción y la expansión de los distintos poderes. Por otro afirman, en sus mismos gestos, otra manera de estar, otra relación con el mundo, otras prácticas de vida: nuevas posibilidades de existencia. La resistencia es, a la vez, una acción concreta de interrupción (de lo mismo) y de afirmación (de lo otro).

Cada resistencia -cada huelga, cada conflicto, cada situación de lucha- está siempre organizada, de acuerdo a sus necesidades, al terreno en el que se desarrolla, a sus circunstancias. No podemos imaginar ninguna lucha meramente “espontánea” en el sentido de que carezca de organización; la espontaneidad es más bien la facultad de ajustar las maneras de hacer a ritmos, lugares y coyunturas específicas, en lugar de aplicar modelos previos. Es la capacidad de improvisar, desde una memoria del cuerpo.

Pero cuando hablamos de “organización” solemos referirnos, no tanto a la trama de cada resistencia, como a la posibilidad de articulación entre ellas. ¿Es posible concebir modos de articulación entre prácticas -siempre diferentes, siempre concretas, siempre específicas- que escapen a la maldición de Jean Valtin? Es decir, ¿es posible un tipo de organización que no sacrifique los puntos concretos de resistencia en favor de hipótesis abstractas? 

El pensamiento dominante sobre la organización

Las características principales de la idea clásica de la organización son dos: la verticalización (debe haber una dirección política) y la concentración (la unidad se consigue por homogeneización). Las dos remiten al imaginario tradicional de la eficacia, cuyos postulados están arraigados profundamente en el pensamiento occidental: por un lado, los que saben deben mandar sobre los que no saben; por otro, la diferencia es un obstáculo para tejer lo común.

Ya sea política, militar o productiva, la organización clásica se piensa en un esquema todo-partes: la dirección posee la “visión del conjunto” y ordena las partes (las diferentes realidades) de acuerdo a un plan, a una finalidad, a un proyecto general. Es un pensamiento arquitectónico de la organización: sólo hay consistencia siguiendo el esquema todo-partes. Sin cabeza o centro soberano -sea Estado o vanguardia, jefe de fábrica o de partido, comité central o dirección política- sólo hay “desorganización”, “dispersión”, “fragilidad”, “fragmentación”, etc.

Organizar, de ese modo, es sinónimo de reducir: recortar y someter. Reducir lo diverso a partes de un todo, someter lo que no encaja en la forma establecida. Reducir lo diverso puede hacerse en base a algún tipo de elemento trascendente: ideología, relato, Causa. El cemento de la unidad será entonces la fe, la creencia, el sentido de pertenencia, la identidad. Someter lo que no encaja se hace mediante un esfuerzo constante de homogeneización según una lógica binaria: dentro/fuera, amigo/enemigo, mismo/otro. El pan nuestro de cada día en cualquier organización convencional: purgas y exclusiones, reforzamiento de la identidad del “nosotros” contra los “otros”.

La idea tradicional de organización considera la diferencia y el cambio como obstáculos. Aquello que es concreto y singular, que se expresa aquí y ahora, debe subordinarse a una línea política que jerarquiza entre lo prioritario y lo secundario tanto en el tiempo como en el espacio: contradicción principal, eslabón más débil, revolución por etapas. Esa es la maldición de Jean Valtin. ¿Podemos pensar de otro modo?

La fuerza de los débiles

¿Dónde reside la fuerza de los débiles? La fuerza de los que no tienen ningún poder: dinero, armas, tecnologías de punta, etc. Podemos afirmar lo siguiente, a partir de los ejemplos históricos de algunas guerrillas y movimientos sociales: la fuerza de los débiles consiste en convertir los modos de vida en modos de lucha.

En lugar de entrar en la guerra en espejo, partir de lo más propio. En lugar de copiar las maneras de hacer del adversario, pensar con autonomía. ¿Qué tiene quien no tiene ningún poder? Básicamente su forma de vida: una serie de afectos, de vínculos y de territorios.

Primero, los afectos: lo que nos mueve, lo que nos importa, lo que hace que la vida merezca la pena. Lo que llamamos creencias, valores, apegos, etc.

Ya hace siglos, en sus crónicas sobre las guerras médicas, Heródoto se pregunta: ¿cómo es posible que un puñado de griegos hayan conseguido batir a los inmensos ejércitos persas? Y responde: los griegos pelean por su ciudad, mientras que los soldados persas están a kilómetros de casa, motivados sólo a punta de látigo.

Los afectos son el “plus” capaz de desequilibrar las relaciones cuantitativas de fuerza, de provocar lo imprevisto, el “milagro”. Es lo que se denomina, en el pensamiento estratégico y militar, el “elemento moral de la guerra”. El elemento determinante, decisivo, que pone los cuerpos en movimiento.

Segundo, los vínculos. Toda una trama compleja que enlaza a las personas unas con otras, que las comunica mediante hilos invisibles, que hace que se importen entre sí, que las teje en una madeja de vida compartida.

“No hay maquis sin casa que lo acoja” dice mi amigo Juan Gutiérrez. El “partisano” no es nada ni nadie sin la infraestructura afectiva que lo sostiene. Es sólo punta de iceberg, espuma de una ola de fondo, pez en el agua. Su fuerza pasa por formar parte de una red de complicidades: lazos de apoyo mutuo, de solidaridad, de empatía, de simpatía.

Por último, los territorios. No tanto el medio que nos rodea, como el mundo que nos constituye, nos hace y deshace. Lugares vivos, con sentido y vibración propia, donde trabajamos, habitamos, amamos, crecemos, morimos. Espacios habitados que conocemos como la palma de nuestra mano porque son parte de nosotros mismos (y viceversa). Somos los territorio en los que luchamos -y por los que luchamos.

La fuerza de los débiles pasa, en última instancia, por el amor: amor por modos de vida cuya desaparición nos resulta insoportable; amor por los otros que son prolongación de nosotros mismos; y amor por territorios habitados (y que nos habitan). El único verdadero materialismo consiste en los afectos.

¿Dónde se cocinan las formas de vida que en un momento dado, catástrofe o insurrección, se tensan políticamente? En la vida cotidiana misma, en la reproducción diaria de lo común. Aquel grupo de amigos se coordina para acudir a una manifestación, el rastro afectivo que dejó aquella fiesta sirve para comunicar un mensaje de solidaridad, las mujeres que quedaban para coser juntas empiezan a preparar una acción. Los saberes, los vínculos y las experiencias se activan políticamente.

Lo político, así pensado, no es un lugar (parlamento o centro social), sino una temperatura a partir de la cual se produce la alquimia, una temperatura que no se repite, sino que es que es cada vez. Lo político es la intensificación de lo (supuestamente) “no político”. Justo aquello que suele pasar desapercibido a las miradas políticas tradicionales.

La maldición de la exterioridad

Pensar la organización al modo convencional, en espejo, conduce a construir una cuerpo separado de la vida cotidiana y las formas de existencia. Como un ejército o un partido, lugares artificiales (productos de síntesis) despegados de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. El buen militante de partido, como el buen soldado, vive escindido: entre lo cotidiano y lo político, entre el deseo y el deber, entre los afectos y los compromisos. No extrae su fuerza de las formas de vida, sino de su compartimentación.

Se puede pensar como un partido por fuera de los partidos. Por ejemplo, cuando hablamos de la autonomía como un área: “el área de la autonomía”. Ese “área” ya puede ser más grande o más pequeña, da lo mismo, será siempre un gheto. ¿Por qué? Espacializar la autonomía la reduce a una identidad con borde duro hacia fuera. Ya no somos parte de un tejido afectivo, sino que el otro se concibe como pieza de mi plan, de mi causa, de mi proyecto. Llegar a la gente en lugar de ser la gente. La mentalidad instrumental mata la fuerza (amorosa) de los débiles.

La autonomía no es un espacio, sino un rasgo potencial de sujetos sociales que emergen. Una potencia accesible a cualquiera. Autonomía no son “los autónomos”, los que profesan tal ideología o exhiben cual identidad, sino cualquier práctica -siempre puntual, local, parcial- de singularización con respecto al todo social capitalista: invención de otros modos de desear, de estar, de pensar, de nombrarse, etc. Autonomía es autonomización (un proceso) o no es nada. Esta autonomía circula, no se localiza, sino que pasa de un sujeto a otro, de un lugar a otro. Y la organización es precisamente el arte del pase, del pasaje, del pasar.

Organizar es un verbo

¿Y si en lugar de pensar en “construir la organización” pensamos en “organizar”? Más en un verbo, una acción, una práctica; menos en un sustantivo, una sustancia, una esencia. Una función: algo que se hace, no importa quién, no importante dónde. Aquí y ahora, una y otra vez, nunca igual. No un producto acabado, sino un proceso interminable.

La organización no “es”, sino que “está”: se hace. Si no se hace, no “es”: no existe independientemente de nuestro hacer. Como la amistad o el amor que no deviene matrimonio, institución. Sin ese hacer constante, sin ese tejer permanente, queda en todo caso una huella, un registro, una latencia: contactos, infraestructuras, experiencias vividas en común, afectos. Pero se trata de un depósito que siempre hay que actualizar mediante una nueva acción; renovarlo, refrescarlo y recrearlo.

Organizar es la práctica de enlazar situaciones siempre singulares (no partes de un todo). Cada uno de los enlaces es una creación también singular: un vínculo no automático, que no se puede presuponer, sino que es siempre concreto y específico. Un vínculo no instrumental, sino cómplice. Por ejemplo entre tal centro social y cual AMPA de un colegio cercano, en torno a una necesidad concreta y compartida. Entre fuerzas que se afectan unas a otras, se atraen, se gustan. La amistad entre singularidades sustituye a la síntesis entre equivalentes típica de la organización convencional.

Organizar es el arte de suscitar encuentros, conexiones entre resistencias concretas. No necesariamente entre lo mismo y lo mismo (un centro social y otro centro social), sino entre lo mismo y lo otro (un centro social y un AMPA). Hay acontecimiento político cuando lo mismo se encuentra con lo otro, cuando se transgreden las fronteras sociales (geográficas, ideológicas, espaciales). El cemento de este tipo de vínculos es la afinidad sensible: los amigos lo son por la piel, no porque compartan abstracciones.

Poner en circulación

Organizar es poner en circulación. Promover lo común entre diferentes, lo compartido entre singularidades. Para sortear la alternativa infernal entre centralización y fragmentación. ¿Qué puede ponerse en circulación? No hay respuesta cerrada o única, siempre podemos imaginar y añadir nuevas posibilidades.

Se pueden poner a circular saberes: función de investigación y transmisión. Algo que ha funcionado aquí, se registra y comunica de modo que pueda servir allí. No como receta que imitar, sino como inspiración a recrear. Historias, reflexiones, imágenes, balances de experiencia… Organizarse es también compartir narraciones, construir un fondo común de narraciones a disposición de cualquiera, historias que pueden vincular el pasado y el presente, dos presentes, etc.

Se pueden poner a circular afectos: función de encuentro. Suscitar momentos concretos de cooperación, de fiesta, de lucha, de pensamiento, de vida compartida. Salir de sí al encuentro del otro, como aventura, como exploración, como viaje, no para captar, convencer o sumar. Encuentros que no tienen que tener necesariamente finalidades a priori, porque del propio encuentro surgen ganas y objetivos nuevos. Encontrarse y ver qué pasa, qué late, qué onda.

Se pueden poner a circular ficciones: función con-fabulatoria. ¿Cómo pueden estar juntos los que no están (físicamente) juntos? A través de fábulas, ficciones comunes. Si la ideología y la identidad tienden a la rigidez y al cierre, la ficción y la fábula permiten su alteración permanente. Seguir contándose y seguir haciéndose. Pensemos en el nombre 15M: un “paraguas” que permitía resonar a muchos y diferentes, conocerse y reconocerse, sentirse parte de lo mismo sin necesidad de ser idénticos. La ficción no delimita un adentro y un afuera, sino que es un nombre abierto en el que cualquiera puede contarse. Una contraseña que habilita nuevas complicidades.

Conspirar

Conspirar significa literalmente respirar juntos. Contra la asfixia de un mundo cada vez más inhabitable, conspirar es darnos lo que necesitamos para vivir ya la vida que queremos. Organizarse es conspirar: estar, pensar, festejar, cooperar, encontrarse. Poner a circular, en medio del desierto capitalista, una abundancia de saberes, de recursos, de afectos, de historias, de relaciones.

Habitar y poblar, hacer crecer los mundos que ya somos. No reducir, como en la organización tradicional, sino multiplicar. Los puntos de potencia, los vínculos entre ellosNo por cálculo, fuerza de voluntad u obligación ideológica, sino por resonancia vital y alegría de los encuentros, siguiendo líneas de incremento de la potencia, de las capacidades de pensar y de hacer. 

Organizarse es, finalmente, “unir los puntos” de resistencia. Pero no como en aquel juego infantil donde los puntos se unían según una lógica predeterminada que revelaba finalmente una figura previa. Aquí hay líneas múltiples, que funcionan en cualquier dirección. Ningún enlace es igual a otro. Cada uno requiere una escucha sensible y un trabajo artesanal. La figura común que aparece es irreconocible, nunca vista. Y está en construcción permanente.

Modos de tejer lo común entre pedazos heterogéneos, sin patrón previo, sin necesidad de formatear y reducir, de encajar todos los fragmentos en un mismo molde, sino tejiendo el patchwork infinito a partir de los hilos de la simpatía y antipatía entre los puntos. Sin necesidad de centro, de cabeza soberana, de frontera dura entre dentro/fuera, sino en reciprocidad y acefalía. Confiando en la capacidad de pensar de cada fragmento y en la posibilidad de un pensamiento pluralde un comunismo de las inteligencias.

 

* Redacción de las notas que han servido para introducir y disparar tres debates sobre organización: en La Villana (Madrid, marzo 2022), en La Ingobernable (Madrid, abril 2022) y en Gaztetxe Txarraska (Basauri, mayo 2022). ¡Gracias Andrés, Dani, Assiatu y Laura por las conversaciones!

CONTRACULTURA

1 Comment

  1. «La organización, cuando piensa y decide desde criterios exteriores a las luchas concretas, cuando se eleva por encima de las situaciones efectivas y calcula desde hipótesis abstractas, se vuelve contra lo organizado.» Leer «La forma de la espada» de Borges, urgente!

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