La promiscuidad de los géneros en aquellos libros capaces de ir desde la literatura de tipo autobiográfica hasta el ensayo y la historia política es algo que a muchxs nos fascina, nos conmueve, nos mueve hacia otros -textos, amigxs, conversaciones. Y cuando toca fibras sensibles, aunque uno jamás pueda saber del todo cuáles son, a uno lo asalta. Así me sucedió el diciembre pasado con Nada que esperar. Historia de una amistad política de Sebastián Scolnik, coeditado entre Cordero Editor, Tinta Limón y Lobo Suelto. Así que me dispongo a golpear las teclas -en el único elemento en el que más o menos sé hacerlo, aunque no prometo tampoco que suene bien- sobre apuntes escritos en el ocaso del 2021.
A su manera, los libros como Nada que esperar que entreveran ensayo y biografía, están escritos bajo la sospecha de que se sobrevivió a algo: desde Facundo hasta los más recientes Black out de María Moreno -la sobrevivencia al alcohol y al mundillo intelectual-, Yo ya no. Horacio González el don de la amistad -que inicia con la frágil salud de Horacio González- o Historia de un comunista de Toni Negri. El sobreviviente pasa de protagonista a testigo, es decir, a quien guarda los secretos internos de aquella experiencia fracasada -¿Cuál no lo es?- y, por lo tanto, quien lleva en sus entrañas un enojo, una bronca, una nostalgia de aquello perdido, de lo que fue negado como posibilidad histórica. Pero también un deseo de narrar y, en este caso, un sentido de la ironía que permite reír de ese pasado que se aleja y de este presente que se vive con un dejo de sustracción.
En esta larga serie puede pensarse también en los maravillosos Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia. El eco de los Diarios de Piglia puede oírse en Nada que esperar. Pues este libro también contiene una estructura similar a lo de los Diarios (Años de formación, Los años felices, Un día en la vida) y cada una de sus partes dibuja un mapa hecho de lugares concretos. A modo tanguero, el libro de Sebastián Scolnik sigue en su narración el orden que supone que primero hay que saber vivir (el inicio, la infancia, la universidad, la amistad, la novela), después amar (la historia política con el MTD Solano en los años del movimiento piquetero, la amistad con Horacio González con quien comparte su gestión en la Biblioteca Nacional), después partir (el ensayo, el ocaso de las cosas vividas hasta ese momento).
Sin embargo, el peso de lo autobiográfico no estará dado del mismo modo en Piglia que en Scolnik. A diferencia de Piglia, no se trata aquí de una conciencia sufriente y tormentosa en su ambición, donde predomina la autoreferencialidad y las aspiraciones a brillantez como modelo intelectual. Más bien nos encontramos con otra cosa: la búsqueda de un tipo de fragilidad que no inhabilite la acción-como me arrimó León Lewkowicz.
En Nada también se escribe la historia de un intelectual. Pero este intelectual no es ya su autor, sino un colectivo: el Colectivo Situaciones. Ellxs, dicho rápido, entendían la “intelectualidad” no como una condición dada por saberes culturales o por la escritura de libros, sino como una tarea que implicaba el registro de una sensibilidad y una inteligencia propia de los movimientos de insumisión -desde las Madres de Plaza de Mayo, HIJOS y sectores de trabajadores desocupados, el surgimiento de movimientos campesinos como MOCASE, la escuela Creciendo Juntos en Moreno o los trabajadores de call centers–. Se proponían, entonces, prolongar y entrelazar experiencias de creación de instituciones populares, neutralizadoras de la dinámica del capital, que llamaban contrapoderes.
La resonancia toni-negriana del Contrapoder nos lleva al otro elemento: esta prolongación se daba también con una centralidad en la producción de libros, siendo estos el instrumento donde se daba el registro más sistemático de las luchas sociales, con largas conversaciones con sus protagonistas. Conversaciones que eran acompañadas por «apuntes» que destacaban lo más novedoso o singular del tipo de radicalidad que estos movimientos ponían en juego y la puesta en diálogo con otras luchas y tradiciones políticas.
Pero tampoco sería justo decir que el libro reseñado se trata de la historia de un colectivo. Si por “colectivo” entendemos un grupo humano concreto, aquí se narra la historia de uno cuyo valor radicó en la capacidad para sumergirse en experiencias de luchas, desde fines de los años noventa a la primera década del siglo actual -solo así era posible captar la sensibilidad que ponían en juego-. Entonces “colectivo” se transfigura en un fuera de sí, en un plus, en la medida en que era capaz de diluirse, de borrar las fronteras entre el colectivo y las luchas (escapando de la cosificación del objeto a investigar), sin mistificar tampoco su protagonismo en las mismas. Seguramente, por eso el libro se llame “Historia de una amistad política” y no «historia de un colectivo». Sumemos alguito más: En Nada que esperar los personajes llevan nombres diferentes a los reales, lo que le permite poner en valor con mayor ironía unas maneras de estar, unos gestos, unas formas de ser y de pensar en detrimento de la pontificación o el arrepentimiento del trabajo hecho por el colectivo mismo.
Nostalgiosa llevo el alma
Nunca nos queda claro si estas lecturas que producen conmoción hablan más de la riqueza de otras épocas o de la pobreza de la nuestra. Es un dilema que, aunque carezca de sentido, se nos aparece. Ahora, cuando proliferan libros anecdotarios, el reciclaje de clases antiguas o “balances” de experiencias, oscilamos entre la necesidad de una memoria más abierta y la confirmación de nuestra incapacidad para enfrentarnos a lo pasado. No es fácil resolver el dilema cuando desde la tradición histórica a la que pertenecemos, las izquierdas, hemos construido la memoria como refugio y hervidero de lo “nuevo”, como modo de atravesar las épocas más hostiles y como criterio de justicia; no es fácil saber si con ello confirmamos nuestra impotencia o realizamos el ejercicio permanente de alojar, en la memoria interna -que no es tanto el disco rígido cerebral sino las vísceras vibrantes-, la premisa de que toda situación es susceptible de ser abierta, rajada, rota, desobedecida. A veces, la “memoria” se nos aparece como una pasión, algunas como necesidad y otras como un destino, una fatalidad.
Sobre algo de todo esto versaba una polémica lateral entre Horacio González e Ignacio Lewkowicz en los meses siguientes al 19 y 20 de 2001. ¿Qué había significado esa revuelta? ¿Cómo pensarla? Una ácida reseña de Sucesos Argentinos, libro de Ignacio Lewkowicz del año 2002, hecha por Horacio González puede leerse en El Ojo Mocho Nro 17 del 2003.
González burlaba a Lewkowicz advirtiendolé que corría el peligro de que la jerga desprendida de la filosofía de Badiou se le convierta en un “obstáculo” para pensar. Aunque, en realidad, el problema no era Badiou ni su lenguaje sino el hecho de que, para Lewkowicz, no era posible pensar el quiebre que implicó el 2001 con las “subjetividades heredadas”. Se trataba de pensar con “lo que hay”, como único modo de instituir lo nuevo, y no con “lo que queda”, resto que piensa desde el punto de vista de lo destituido.
Para González en esto había una fascinación por lo novedoso que impedía pensar con densidad histórica los hechos y llevaba, a su modo, a descartar la memoria: «El concepto de herencia, aquí, no es una prisión sino una invitación a un volver sobre el acontecimiento demorado y en silencio de nuestra rememoración individual» sin cancelar aspectos vitales de acontecimientos heredados, dice González, y afirma: “pensar significa ese volver”.
El dilema una y otra vez era, por supuesto, el peronismo y su memoria: el problema sobre qué significan -si existiesen más allá de nuestra necesidad catalogarica- las épocas: si ellas se enfatizan a sí mismas por el modo de recrear lo que en el pasado fue irresuelto o si una época guarda su singularidad en el hecho de desprenderse de lo anterior, recreando un tiempo diferente.
Por aquel entonces, para Lewkowicz se trataba de pensar una nueva situación donde el estado-nación ya no era una meta institución dadora de sentido, una premisa vital. Transmutado el papel del Estado, dice en Pensar sin Estado, lo que se pierde es la precedencia, la historia y la memoria organizada por el estado: “El Estado era un monstruo alienante que oprimía espantosamente, fijando a cada uno un lugar, un destino, un sentido, un nombre, una profesión, un matrimonio. En tanto que ciudadanos, en tanto que habitantes de su territorio, el Estado nos precedía y proporcionaba una existencia.” No vemos como mutuamente excluyentes las posiciones de Lewkowicz y González, más allá de que cada uno enfatice diferentes cosas: si la existencia y la historia estatalmente organizada perdió fuerza de sentido, sólo así es posible y necesario pensar la memoria como hecha de “restos”, que también son “lo que hay”.
Nada que esperar también puede leerse en el medio de ambas: es la historia de quienes se propusieron pensar a fondo con «lo que hay» -es decir, pensar desde la «situación»- pero convertida, en este libro, en restos de una memoria. Si no es posible abandonar narraciones como las que nos ofrece Nada que esperar es porque no se resignan al balance contable de posiciones concretas, tal o cual error -la pocas veces bien ejercida “autocrítica”- sino en dar cuenta de determinados modos que se han asumido para enfrentar coyunturas adversas y también de formas de aquello que ambiguamente solemos llamar “militancia”. Para Scolnik, la práctica política militante es menos un lugar fijo para ocupar en la sociedad -a diferencia de los libros de Damián Selci- que una disposición a asumir determinados dilemas vitales u acontecimientos. Cierto estado de inocencia como dijo Verónica Gago.
Sus primeros capítulos, recorren la vida familiar y universitaria de un joven en la década de los 90s. Con cierto dejo existencialista, narran la historia de unos personajes dispuestos a involucrarse en el universo militante sin olvidar el lugar absurdo que se ocupa en los acontecimientos políticos y que antes que recrear un Programa se disponen a crear un humor, unos rituales, unos lugares para digerir el cinismo de la época. Allí empieza la historia política que en ese libro se cuenta, donde el primer desafío que asumen es el de entablar un diálogo con la generación que había protagonizado las luchas de los sesenta y setentas.
¿Es posible revisar la historia sin una intensa ironía y creatividad? ¿Cómo valorar aquello que pese a todo fue cruelmente derrotado sin reducirlo a la heroicidad? Este gesto se prolonga desde las historias contadas en el libro hasta la escritura del libro mismo. Las historias narradas en Nada que esperar decantan en un humor que despierta carcajadas en el correr de las páginas. Es ese humor, como ya dijimos, la operación que le permite al narrador ir más allá de la nostalgia, de la bronca, del peso de la historia sobre la conciencia de los vivos. Sin permitir, sin permitirnos, que el sentido verdadero de las cosas nos las fije la derrota.
Después partir
Después del amor nada es igual/
Lo hice para quebrarme a mí
Volvamos a algo que dejamos desperdigado más arriba: Scolnik escribe, también, como sobreviviente. Desde este lugar va a pensar al kirchnerismo, sin que ello implique ninguna victimización. El narrador había vivido algo cuya intensidad lleva a que el ciclo progresista abierto en el 2003 no le despierte entusiasmo, a diferencia de muchos de sus amigxs y pares.
Javier Trímboli en su libro Sublunar se detiene varias páginas sobre la figura del sobreviviente para pensar el tipo de conexión que el kirchnerismo tuvo con la militancia de los setentas. Algo así escribe: desde el retorno democrático, los saberes revolucionarios se han convertido en inútiles e intransferibles. El sobreviviente, hasta el kirchnerismo, habla en voz baja, como desconfiando demasiado de su interlocutor, de su propia historia y de la utilidad de contar aquello. Lo que permitió el kirchnerismo, dice Trímboli, es que “la ‘lengua’ [revolucionaria] se puede aflojar más y desatarse, quizás sin explicar del todo la procedencia de los pareceres, pero a sabiendas de que la agitación crítica pasó a ser bienvenida”.
Esto no deja de ser real y muy atractivo, aunque lo que se deja en suspenso es si el modo en el que se recuperó esa historia tuvo su encarnadura -su eficacia o efectividad- en la vida política. Alejandro Horowicz con frecuencia ha dicho que el kirchnerismo fue (¿es?) la mixtura entre esta lengua revolucionaria ineficaz y una política que estructuralmente no modificaba nada -la música del tercer peronismo con la letra del cuarto peronismo-.
En Sublunar se nos hace pensar con agudeza en lo perturbador -por lo atractivo, por lo insuficiente- de toda política ligada a la «reparación», que da espacio a esos lenguajes al tiempo que los reduce al testimonio. Scolnik se enfurece cuando cuenta haber sentido cierto despacho burocrático frente a la trabajosa memoria de un militante “sobreviviente” del terrorismo de estado: “Veinte años de desgarrador balance despachados como un sello sobre un papel para clasificar una información de expediente”.
¿Por qué los lenguajes, incluso, más actuales como las que nos trae Scolnik no cabieron en esa experiencia política e incluso fueron subestimadas? Dice más Trímboli en su apasionante libro: “Gastamos tiempo -demasiado, ¿no?- en entender cómo funciona la Corte Suprema”. Cabe preguntarse qué habremos de decir cuando termine el turno del Frente de Todos ¿Quién no ha caído estos años en la tentación periodística de las rencillas internas presentadas del modo más pobre, despolitizante y vil? Estamos frente a un drama: qué tipos de saberes e historias, y de qué modo, son valorados por los procesos políticos.
Volviendo: ¿Desde qué lugar escribe Nada que esperar? En su primera página se dice ya: “Es un libro sobre cómo se habló en cierta época y cómo esas lenguas que parecen sacrificadas en las hogueras del presente”. El propio Scolnik declara ser víctima alegre de un “anacronismo”. Horacio González en la ochentosa revista Unidos escribe sobre los “irrecuperables”, que son aquellos que son expulsados de su tiempo porque “no sueltan la brújula antigua, a los obstinados que se convierten en custodios del panteón que guarda lo que ya no se repetirá”. Si el autor del libro es un irrecuperable, lo es a costa de reir de ellos.
Es evidente que los sobrevivientes setentistas lo son de una derrota político-militar y en la democracia erigida sobre sus cadáveres. También es evidente que hubo una derrota en el 2002 en relación con la radicalidad de la experiencia piquetera. Pero no es evidente en este último caso de qué tipo de derrota se trata, ni si la palabra derrota es la más útil para describir lo que sucedió. Es difícil pensar en la “derrota” porque se trataba de luchas cuya politicidad partía del hecho de no tener un fin en sí mismo (El Partido, el Estado, etc.). Más cuando muchos de los sectores que protagonizaron aquel ciclo de luchas se sumaron alegremente al kirchnerismo.
Tampoco a esta altura sería preciso hablar de «impasse» -que entendían como la disipación del antagonismo en alianzas ambiguas con un mercado dinamizado desde el estado vía consumo-, sino de una metamorfosis, a la que podemos describir un tanto periodísticamente. Por un lado, porque las demandas económicas de los sectores desocupados o de la economía popular asumieron una dinámica de verticalización de los movimientos y representación de las demandas, un sindicalismo social («antes había piqueteros, gracias a nosotros hubo Movimientos Sociales» dijo CFK hace poco). Y, por otro lado, por la aparición de nuevas politizaciones como el movimiento feminista o la proliferación de la producción agroecológica -que, por supuesto, también cuestionan la economía existente-. Tampoco es posible subestimar que cada día más jóvenes escuchan con más atención a figuras como Milei, aunque no sepamos aún qué significa ello. La pandemia, la crisis mundial y el intento fracasado del retorno kirchnerista -que lleva años sin revertir casi nada mientras se ha profundizado la precarización laboral y vital, el empobrecimiento y el extractivismo económico- agregan hoy una incógnita sobre qué lógicas y dinámicas asumirá la politicidad popular.
Scolnik escribe con la sensación corporal de la derrota. Diego Sztulwark sugiere que más que derrota, lo que implica un cálculo con las expectativas propias, quizás haya que pensar en disolución, que sería lo propio del 2001: “Que se vayan todos removía los residuos de la mediación política, pero lo hacía con los pies en la nada.” Apagados los gritos, quedaron los ecos. Hoy, desde el extremo fascistas, son ecos recogidos por el habla de Milei.
No puede pasarse por alto el capítulo -posiblemente el más gracioso- dedicado a Horacio González. Narrado en su tarea de director de la Biblioteca Nacional, González en Nada que esperar aparece como poseedor de un humor -se podría decir de cierta ingenuidad en su bello sentido- que permitía, por un lado, sostener una plasticidad capaz de integrar y recorrer las más heterogéneas tradiciones de la cultura política argentina -sometidas a una aguda reflexión-; y, por otro lado, atravesar una singularísima manera de dirigir una institución pública, capaz de traducir esa plasticidad al hecho de que cada actor -sindicatos, trabajadores en sus distintas funciones- fueran capaces de apropiarse de la institución y, por lo tanto, de reflexionar sobre su propio papel e ir más allá que lo que su tarea burocráticamente determinada le implicaba.
Si esta presentación es justa con el capítulo dedicado a Horacio González habría que decir algo más: esto solo fue posible bajo una lógica del absurdo -en la medida en que lograba desarmar toda jerarquía real o burocrático formal-. Las historias despiertan la risa: una veterinaria desprevenida se convierte interlocutora de Macedonio Fernández, Fogwill en un destructor irónico de toda reflexión libertaria, un viejo trabajador que se ve forzado a abandonar su espacio de trabajo por la inserción de tecnologías que lo frustraban para encargarse de la limpieza de la estatua de Eva Perón produce una rispidez con el embajador de Estados Unidos. También un perro o el nombre de una sala fueron convertidos motivos de reflexión y polémica sobre toda la historia del peronismo.
Horacio González fue quien en su voz pública, en sus escritos y en su gestión de la Bilbioteca Nacional sostuvo con agudeza la permanencia de una tensión profunda: la cristalizada en los escritos de León Rozitchner y los de John William Cooke. Ambos aparecen mucho en Nada que esperar. Si la obsesión del primero, dicho mal y pronto -como todo-, era el hecho de que el capitalismo, como productora de sujetos, no cesaba de reproducirse aún en las prácticas que buscaban subvertirlo por el tipo de “modelo humano” puesto en acto en la militancia -sobre todo, por la reproducción de la dominación que implicaba el tipo de liderazgo de Perón; para el segundo, el nudo era que la forma revolucionaria debía estar mediada por la experiencia política de masas que sucedía en nuestro país, por supuesto, el peronismo. Si uno enfatizaba en el militante, el otro lo hacía en la experiencia histórica de la clase trabajadora, aunque ambos hallaban su yuxtaposición en la figura de Guevara. Este drama vuelve reescrito en este libro: si audaces sectores del movimiento piquetero, como el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano, habían hecho un audaz trabajo en el nivel de las formas de vida bajo el lenguaje de la autonomía, no logró constituirse en un movimiento perdurable en su radicalidad; y, si el peronismo volvió en una nueva peripecia progresista no logró sobreponerse a la alianza entre capitalismo financiarizado y desarrollismo agroexportador, ni tampoco se produjo un desborde político a lo propuesto por sus liderazgos, aun cuando por momentos asumiesen rasgos más conservadores. Rozitchner y Cooke permanecen como dramas irresueltos, hoy.
Recuerda este libro a la película El intenso ahora, por el modo de transmitir en imágenes la intensidad y la alegría de los acontecimientos políticos que alteran el orden de cosas. «Nunca volverán a ser tan felices», dice la película -demasiado cínica- sobre los jóvenes del 68 francés hecha por el aristocrático cineasta João Moreira Salles. Nada que esperar finaliza con una reflexión sobre una contundente frase que les dijo el filósofo Paolo Virno: «se hace política una vez en la vida». Todo el libro intenta someter a prueba esta frase, traducirla. Pero no entendida como un llamado hacia la retirada, sino sobre cómo la intensidad vivida en un momento político transfigura tanto la vida que constituye un punto de vista con el cual se va a ver, valorar, vivir o medir todo aquello que sucede posteriormente.
¿Reponer el sentido nos aproximará a la experiencia?
[1] Sobre ello puede leerse en el artículo “Fotocopias anilladas” de Horacio González, en el libro La palabra encarnada de Horacio González, edición al cuidado de Guillermo Korn y María Pía López. CLACSO