El Cohete a la Luna, 16 de Diciembre 2017.
En la base de los procesos de formación de los Estados nacionales se encuentra el problema de la distribución de la tierra y de los modos de acceso a ella por parte de comunidades y personas. En su formidable libro Indios, ejército y frontera, David Viñas enseña hasta qué punto los mecanismos de apropiación de la tierra —para el caso, la Campaña del Desierto— corren paralelos con la formación de las categorías mentales de las clases sociales dominantes y herederas de la matriz colonial de la conquista. En el mismo sentido, el intelectual palestino Elias Sanbar afirma que “Palestina no es solamente un pueblo sino también una tierra”. La frase apunta a mostrar el funcionamiento de un modo particular de colonización más preocupada por apoderarse de territorios a los que se concibe como desiertos que por explotar la fuerza de trabajo bajo ocupación. Por debajo de la afinidad geopolítica estadounidense-israelí, dice Sanbar, opera una misma formación inconsciente, una modalidad de ocupación fundada en la fantasía de un espacio despoblado.
La similitud de funcionamiento entre estas máquinas coloniales (religiosas y militaristas) reposa en una comparable negación imaginaria: se concibe la fundación del Estado como el asentamiento de un pueblo sobre un vacío previo. Si la guerra se impone de un modo tan obsesivo, se debe a que no hay cómo reconocer, desde sus propias categorías, el lenguaje de las poblaciones preexistentes que reclaman su territorio obstinadamente poniendo en cuestión la matriz colonial de constitución de lo nacional. Palestinos, pieles rojas y mapuches se sitúan así en la línea de fuego antiterrorista.
El filósofo argentino León Rozitchner escribió hace medio siglo que ser judío no era simplemente saberse relacionado con cierto pueblo subsistente de la antigua Palestina, sino sobre todo haber padecido la mirada fría del antisemita, lo “inhumano en lo humano”. La más radical de las hostilidades es aquella que se dirige a lo que uno es (al ser en tanto que ser, lo que se es y no hay como cambiar). Esa experiencia vivida por los judíos era para Rozitchner un indicador de una transición posible hacia la izquierda: habiendo sufrido el dolor de la negación humana en su ser personal, al judío se le abre el camino a la identificación con aquellos despreciados en su ser negros, indios, mujeres o proletarios. Y palestinos. En lugar de esto, la política del Estado de Israel (y aquí en la Argentina, la de los judíos de la DAIA) se orientó paradójicamente a abrazar el complejo de fuerzas técnicas, teológicas, económicas y geopolíticas que convergieron en las causas del genocidio nazi. Durante sus últimos años, Rozitchner se preguntaba si aun era posible seguir siendo judío (pregunta que en sí misma lo colocaba en el linaje humanista en que se reconocen los textos de Spinoza, Marx y Freud).
Escandaliza pero no sorprende la decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como ciudad capital de Israel. Cerrar la ciudad sobre la maquinaria nacional-colonial en lugar de abrirla a circuitos plurinacionales, pluriétnicos y plurirreligiososes un acto incompatible con las condiciones mínimas que la comunidad internacional concibe como base para acuerdos de paz en la región. La política reaccionaria que promueven Trump y Netanyahu no se limita a forzar la guerra en Oriente Medio. Parte de allí, pero se prolonga a nivel global a través de circuitos financieros y de inteligencia militar que la Argentina consume cada día más como una terminal de tecnologías, doctrinas y tecnologías belicistas. No hay diferencia entre política nacional e internacional: la transformación en curso de los Estados de nuestra región se modula bajo el influjo de conexiones con mercados de crédito y promesas de inversiones. No hay contradicción alguna entre neoliberalismo y estado belicista activo: la oferta de oportunidades económicas no es sino un eufemismo para la concentración de capitales, respaldada en un accionar agresivo de fuerzas represivas como última instancia del orden. La Jerusalén militarizada de Trump es el modelo de ciudad espiritual que nos proponen los nuevos cruzados de Occidente.