Juguete rabioso // Eva Díaz

La mano, último bastión de la vida analógica, extremidad de la resistencia. Mano extremista. La mano con sus indecisiones, sus presiones desparejas, su línea modulada. Cuando decían “trabajo manual” y todos nos corríamos en el bondi para que no nos mancharan con grasa o con pintura. Como todo era manual, la aclaración suponía un refuerzo de manos callosas, ásperas, ajadas y manchadas. Manual en lugar de intelectual, era el trabajo. En lugar de industrial, el objeto. En lugar de automática, el arma. Signo de vetusto, de precario, rústico. Impreciso, desprolijo, lento. Poco eficiente (resolver es lo que importa).

“Hu – mano” enfatizaba Marcia Schvartz describiendo efusivamente con sus gestos esa hermosa etimología inventada como si fuera obvia. Etimología lunfarda: ofrece explicaciones sobre cosas universalísimas, pero funciona en el idioma de un solo barrio ¿Qué nos hace humanos? Pues ya tú sabes, el dedo prensil.

Pero nuestras manos tienen más habilidades que la de agarrar, y nuestros dedos más virtudes que la pinza: crucemos los dedos, en vé, faquiu, me gusta / no me gusta. Los mudras contemporáneos y los antiguos. El dedo del anillo, el dedito insolente (lapicera de carne), el incrédulo dedo de Santo Tomás hurgando las vísceras de Cristo (dedo desconfiado, dedo explorador).

Y las manos, que rezan, que hacen la venia, que preguntan, acompañan la palabra en voz alta. Manos que alzan la voz, la direccionan, la enfatizan. Mano metonímica. La mano viene con brazo (muñeca, codo, hombro), la de los nazis. Manos que curan de placebo.

Manos argentinas, las de esos nombres que sabemos desde y para siempre: las del balcón, veneradas y robadas, las del piano trash de nuestro Mozart, la de la trampa milagrosa.

Y, bueno, decílo. Sí, obviamente: manos que hacen la paja. Con esta estoy de novio hace cincuenta años, dice un señor mirándose la diestra. Y yo pienso que la nuestra, gran mano única de las criaturas con vulva, se convirtió en un juguete que tiembla en la mochila cuando lo aplasto, sin darme cuenta, al apoyarme en el respaldo del asiento del Uber. Tiembla y suena, deschavando el propósito de mi viaje. Cuántos dulces momentos nos hace pasar la ex mano que tiembla. Satisfacción garantizada. Sola o acompañada. Cuántos botones nos descubrimos, cuántos modos de pulsarnos aprendimos (enseñamos). ¿Dónde dejé el cargador?

Hu – mano de juguete. Juguete rabioso, que muerde donde sabe, pero no devora. Que pulsa donde escupe, pero no acaricia. Que aprieta, pero no ahorca. Mano subrogada, dicha tercerizada. Resuelve las tensiones en cualquier momento, en cualquier rincón (y nos saca el problema de encima). Produce a velocidades que ninguna entidad biológica. Más rápido, mejor, dice: ¡Productividad!, nuestro tiempo. Mano de plástico sofisticado, goma sedosa, silicona o no sé qué. Qué agradable su textura, dicen mis dedos saboreando con nostalgia lo poco que les dejo. Casi que podemos prescindir de la imaginación como combustible de la agitación. Con su electricidad, inmediata la nuestra. En lugar de masajeo y fantasía, mecánica fisiología.

Las sexólogas de la ex tele despliegan catálogos como papiros infinitos. Nos cuentan nuestros rincones esponsoreadas por sus fábricas. Para cada recoveco, una forma, para cada berretín, un color, para cada bolsillo, una marca, un valor. Pero juguetes hubo siempre, dice mi amiga que vio en un videito de instagram: de piedra, de madera, egipcios, mayas o fenicios. Ritualizaban el asunto, amenizaban la velada, emancipaban del miembro ajeno, porfesionalizaban la tocada. Pero todo estaba acompasado por los movimientos de la mano, por sus modos, por sus ritmos, por su manierismo. Ahora las velocidades cuantificadas marcan el pulso de nuestras terminales nerviosas. El monótono motor nos dice cuándo. Góndolas resguardadas por cortinas negras atiborradas de artefactos nos ofrecen una sola y efectiva manera de exhalar. Y damos gracias a la ciencia y a la ingeniería, Oda triunfal, Manifiesto futurista. Quiero eso, quiero más. Tengo fiebre y escribo ¡Me caso con el progreso! Pero no te vayas, que no me acuerdo cómo era. Me consuelo con su ayuda y ruego a Dios que no se acabe la batería.

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