Función política del trabajo // Agustín J. Valle

Si organiza jerarquías, relaciones de mando, distribuye derechos, determina quién puede maltratar a quién, el trabajo cumple una función política en la sociedad. Y las fortunas, las grandes ganancias, los cúmulos de capital: ¿qué son? ¿Qué se lleva el que se lleva fortuna? Los que ganan en medio del «apocalipsis paso a paso»… Si el capital en sí mismo no es nada, carece de efectividad inherente. Vale porque con él se consigue… trabajo de otros. El rico es rico en trabajo de otros.

Función política: tenernos corriendo. ¿Quién nos corre? ¿Perseguimos, huimos? Corriendo como adaptación incesante al despotismo temporal de la Actualidad. Así, la economía nos separa de nuestra -digamos- ensoñación de posibles.

En la crisis que antecedió al estallido de 2001, el abismo era el de la exclusión por desocupación. La desocupación, como vector de terror, instaura una especie de flotación: una cierta disponibilidad. El estrés y el miedo es de quedar afuera y afuera se vagabundea, se ranchea, se organiza, incluso, una sensibilidad disidente. Pero el orden capitalista no deja de perfeccionarse. El actual totalitarismo del pluriempleo, multitasking, polirrubro o como quieran decirle al vuelco integral de la vida a la producción, con la licuación del dinero -ante el poder del capital- como vector de pavor, integra el dolor y el estrés dentro del orden maquinal: la expoliación no te deja flotante afuera, sino extenuado adentro. De esta forma, la Actualidad precaria (todo enganche puede caerse…), el capitalismo inflacionario, disminuye la capacidad multitudinal de fabular posibles.

Pero una cosa es lo que hacemos, y otra la que nos pasa mientras lo hacemos. En esta última está el espíritu, dice Bergson. La dimensión de lo que nos pasa mientras pasa lo que pasa o mientras hacemos lo que hacemos: el ánimo. Allí anida una capacidad de subjetivar autónomamente la experiencia. De narrar, de nombrar, de mover; ahora tiro yo… La voz del sujeto a las corridas laborales puede abrir sus grietas, sus hendijas, sus oasis. ¿Puede concebirse una investigación poética de la alienación? Fue Victoria Servidio la que escribió un relato diciendo que era “un texto de corridas laborales”: un género.

La dimensión del ánimo no es inmediatamente representable. El ánimo no se expresa en el tempo instantáneo de la Actualidad. Flota por debajo de flyers y Stories, volantes e “historias” -es notable que se llame “historias” justo a lo más efímero y evanescente… El ánimo como dimensión sensible tiene un tiempo procesual ligado a lo orgánico -aunque no solo a lo orgánico, tiene algo cyborg en ese sentido-. ¿Cómo percibimos lo que le pasa a alguien, a alguien individual o a un cuerpo colectivo, mientras sucede los hechos contables? Vivir a las corridas -patrón cronopolítico del capitalismo conectivo- tiende a que se pase por alto el ánimo. A despojarlo de poder, de su condición de índice vital en torno al cual moverse.

“Corridas” a su vez es un término financiero. Juan del Bene decía que en las grandes crisis (vueltas estado normal al menos en Argentina), la racionalidad financiera, y particularmente sus patologías, se extiende por el cuerpo social. El estrés permanente de un broker adicto al segundo a segundo, el temor a que estalle la burbuja en cualquier momento (y el anhelo de pegarla y salvarse), pasa a metérsenos a todxs: para eso sirven las crisis, para extender la racionalidad financiera al conjunto de la población, y que, así, se naturalice como última verdad. Paradójicamente pues, las crisis naturalizan el orden mismo que se muestra en estado crítico.

“Después de la pandemia pasó a ser como natural que todo el mundo cuando te habla te diga que está a full, hasta las manos. Antes ya era habitual, pero ahora se naturalizó más, es el estado normal: tanto que, si lo cuestionás, si metés una cuña, capaz te miran mal”, decía la compa Ceci Fraci. La corrida como obviedad, como estética, como moral.

Y es que hemos elaborado muy poco lo que pasó en la pandemia, y sus efectos. Dimos vuelta la página y seguimos “adelante” medio como si nada. Subestimando, y mucho, lo que el capitalismo hizo en pandemia. Vivimos bajo el mando del colapso, decía Joaquín Alfieri -al borde de colapsar, de caernos, de deprimirnos, de que “estalle todo”. El colapso, siempre bordeando, no es, entonces, solo un temor de la sociedad que anuló al futuro salvo como catástrofe. El colapso, microactualizado cotidianamente (en cada ataque de pánico o cada infarto o cada incidente de tránsito asesino y etcétera), y también acechando, potencial, como aliento de terror en nuestra oreja, dice Joaquín, es un dispositivo de gobierno sobre la subjetividad. Porque es ante la amenaza del colapso que nos entregamos a la crispación productivista, a la corrida permanente -que a su vez, claro, lo predisponen-. Por supuesto, es por necesidad monetaria también, pero ¿con qué lectura, con qué percepción, con qué sentido? ¿Uno que surge de la realidad sensible del ánimo, o del realismo mercantil impuesto a las corridas? El trabajo y la economía como ordenadores políticos, mecanismos de sujeción. Y trajo Juan Foucault: Quizá haya algo -algunas representaciones- que sí deban colapsar, para organizar la vida de otro modo.

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