A los 87 años murió el filósofo argentino
León Rozitchner
Por Silvina Friera
Agudo, polémico, descarnado, el trabajo de León Rozitchner supo tejer una precursora alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud. El adiós a un rebelde que siempre arriesgó la soledad por no dejar la crítica.
El ser del filósofo es pensar; encontrar el riesgo en esa punta del cuerno del toro que el torero enfrenta en la lid. León Rozitchner, ese formidable torero “aguafiestas” del pensamiento que murió ayer a los 87 años, arrojó escritos de impiadosa iluminación y belleza. Avezado polemista que supo tejer una precursora alianza entre Merleau-Ponty, el joven Marx y el último Freud, valiente en su soledad, alerta contra todo aquello que pudiera anquilosar sus devastadoras argumentaciones, fue el único intelectual que en 1982, desde su exilio venezolano, se negó a firmar un documento en el que veinticinco intelectuales también exiliados –pero en México–, reunidos en el Grupo de Discusión Socialista, rescataban el hecho de que las islas Malvinas hubieran sido “recuperadas”, aunque el manifiesto repudiara la dictadura militar. “Las Malvinas es, entre muchos otros, uno de los eslabones que atenacean el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido eso que llamamos Patria”, afirmó el filósofo, profesor y ensayista en Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia, libro que escribió durante su exilio y gran pieza disonante dentro de la propia izquierda, que lo eximió de una “metida de pata tremenda” y una declaración “lamentable”.
Un filósofo intempestivo
León era el “rey de la selva” de la filosofía argentina, un pensador en el borde de lo teológico-político. Su muerte –ese cuerpo que se fue despidiendo desde febrero, cuando fue internado, el mismo día en que murió David Viñas, su compañero de ruta en la revista Contorno– no transforma automáticamente en pretérito un corpus de trabajos que dialogan abiertamente con el presente y el porvenir. Rozitchner trazó una senda, una apuesta de fondo y a fondo por la emancipación, que ahora otros continuarán: mostrar que no hay práctica política que se resuelva sin la pregunta fundamental de cómo pensar, como señalan María Pía López y Diego Sztulwark en el prólogo de León Rozitchner. Acerca de la derrota y de los vencidos (publicado por la editorial Cuadrata junto con Ediciones de la Biblioteca Nacional). La escritura fue el laboratorio de un estilo que se labró desde la capacidad para rasgar consensos intempestivamente. Para aguijonear prematuramente. Si en los años ’60 el compás de la época, la musiquita que empezaba a calar hondo en los oídos de muchos jóvenes militantes, fue el entusiasmo por la lucha armada, Rozitchner prefería alertar sobre los puntos ciegos y la tragedia inminente que se avecinaba. Si en los comienzos del siglo XXI un variopinto coro de intelectuales y ex militantes condenó con vehemencia la lucha armada, León argumentaba su legitimidad.
“La escritura tiene algo de sagrado –decía en uno de los ensayos reunidos en El terror y la gracia, muchos de esos textos publicados en Página/12–. El misterio de por qué hay más bien el ser y no la nada sólo adquiere sentido si nos preguntamos por qué más bien hay alguien que soy yo y no la nada, por qué hay un cuerpo que es el mío y no la nada. Eso es lo raro de lo raro. Es un misterio no religioso –aunque la religión se haya apoderado de él– y en él reside el fundamento de todo sentido. El Otro también es un misterio, tanto para él como para uno mismo. La distancia entre uno mismo y los otros oculta el escándalo: que se nos mate por millones en nombre de la democracia, de la religión, del amor y de la justicia.” ¿Cómo se construye una posición, un modo de pensar tan radicalmente original, una escritura que enlaza la relación con Dios, la ley, el deseo, la madre, el cuerpo, la historia, el Otro? En el humus de esta construcción habrá que imaginar a un niño criado en una mueblería de Chivilcoy, donde nació en 1924, tal vez inaugurando ese gesto suyo de amagar con cerrar los ojos –que se puede comprobar en varias fotos– para enfocar y comprender mejor. Ese niño radiografiaba a sus padres, afinaba el oído con el yiddish y los relatos de su abuelo rabino, llegado a fines del siglo XIX. Después llegarían las caminatas iniciáticas por el centro porteño, su vivencia durante los primeros años del peronismo –luego afirmaría que operó como facilitador de un mundo popular al que la izquierda marxista, en sus múltiples versiones, le proponía un camino más arduo–; su educación filosófica marxista, fenomenológica y freudiana en París, donde se graduó en La Sorbona en 1952; sus estudios con Merleau–Ponty y Claude Lévi-Strauss; sus lecturas de Max Scheller, sobre quien escribió su tesis; y Marx.
Belleza y ferocidad
De regreso a Buenos Aires participó del grupo fundador de la revista Contorno, junto a David Viñas, Ismael Viñas, Oscar Masotta y Noé Jitrik, en la década del ’50; pero también hay que apuntar, en la construcción de ese modo de pensar, la experiencia de su paso por Cuba, el exilio en Caracas y sus clases en la Facultad de Filosofía, en la Universidad Central de Venezuela, donde reflexionó en torno de Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, como productor de ideas nuevas. La lectura de Rodríguez le había mostrado un problema: cómo pasar de la primera revolución, la “revolución política” contra los godos que llevó a la creación del Estado-nación, a la segunda, a la “revolución económica” que incluya en el disfrute de la riqueza común a todos los postergados. Hay riesgo, belleza y ferocidad en ese tono siempre punzante. León pensaba con el cuerpo y desde el cuerpo en un puñado de libros capitales como Persona y comunidad (1963), Moral burguesa y revolución (1963), Freud y los límites del individualismo burgués (1972), Perón, entre la sangre y el tiempo (1985), Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia (1996), La cosa y la cruz (1997) y El terror y la gracia (2003), un puñado de ensayos hilvanados en torno del genocidio, la muerte, el desplazamiento de lo femenino y el terror, entre otros tópicos, reescribiendo junto con Freud, Marx, Lacan, Artaud, Macedonio Fernández, Althusser y Severino Di Giovanni. El doctor en Filosofía en La Sorbona no pensaba publicar ese libro. Lo confesó ante el suplemento Radar. “Me da asco leerme, supone una autocomplacencia que siempre queda defraudada”, aseguró el filósofo, acompañado –como siempre– por su infaltable pipa.
“Una traidora de clase”
No era un filósofo académico refugiado en abstracciones y en cierta medianía intelectual. Pensar –para Rozitchner– implicaba la puesta en juego del cuerpo, un coraje y una valentía que están moduladas por las ganas de infringir un límite. “Al kirchnerismo hay que situarlo evidentemente en la derrota del pueblo argentino que viene desde el apoyo que le dio al golpe militar, a la guerra de Malvinas y a Menem. Esto constituye un derrotero que marca un fracaso político monumental. Todavía estamos en la dificultad que conlleva salir de esa destrucción. Entonces, ¿sobre qué fondo el kirchnerismo puede hacer una política de transformación? Con los desechos de la derrota del campo popular, bienvenida sea la aparición de este gobierno –subrayaba el filósofo–. En ese sentido, se abre tenuemente una posibilidad distinta que es fundamental pensarla a partir del campo de la política de derechos humanos. Cuando Kirchner hizo bajar el cuadro de Videla al jefe del Ejército, la Argentina sintió un respiro de liberación. Algo cambió en la subjetividad de cada uno de nosotros; dicho de otra forma, nos sacamos el terror de adentro.” Como en cada línea que escribía, a Rozitchner le obsesionaban las lógicas profundas de la opresión del hombre.
Uno de sus artículos periodísticos más notables, que quedará en la memoria de muchos lectores, fue “Un nuevo modelo de pareja política”, el último que publicó en este diario, el 10 de noviembre del año pasado. En ese texto advertía que si bien Néstor Kirchner no había hecho la revolución económica que la izquierda anhelaba, “inauguró una nueva genealogía en la historia popular argentina” cuando afirmó que “somos hijos de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”. Rozitchner postulaba que Cristina Fernández y Kirchner plantearon un nuevo modelo social de pareja política. “Cristina es un animal político femenino en pie de igualdad con el animal político masculino de su marido Néstor, cosa que no pasaba con Perón y Evita. Ocupa un rango superior a Evita en la escala de Richter de la evolución femenina. Aquí las diferencias no se contraponen sino que se complementan, como se complementan los cuerpos que al amarse se unen. De allí surge, desde muy abajo, otro modelo político –tiránico o acogedor, según sea la cifra– en los representantes del poder colectivo en el gobierno. Y por eso también desde allí surge ese odio nuevo, tan feroz y mucho más intenso, que se apoderó de gran parte de las clases media y alta argentinas.”
Aparte de la agudeza, hay que paladear el lenguaje del filósofo y ensayista, detenerse en ciertas palabras. “Por eso, tantas mujeres sumisas y ahítas de alta y media clase no nos ahorran sus miserias cuando se muestran al desnudo al dirigirle sus obscenas diatribas: no ven lo que muestran. Son mujeres esclavas del hombre que las ha adquirido –o ellas lo hicieron– y al que se han unido en turbias transacciones, donde el tanto por ciento y las glándulas se han fusionado en una extraña alquimia convertida en empuje que llaman ‘amoroso’ –continuaba Rozitchner–. La envidian a Cristina desde lo más profundo de sus renunciamientos que el amor ‘conyugal’ exige pero no consuela. Cristina las pone en evidencia a todas: se han quedado sin jeans que las ciñan, con el culo al aire. Ella tiene, teniendo lo mismo o más de lo que ellas tienen, lo que a todas juntas les falta. Pero saben que tampoco podrían nunca llegar a tenerlo. Por eso, ellas no la envidian: la odian como a una traidora de clase –de clase de mujeres, digo–. La han cubierto de insultos y desprecios: de las ignominias más abyectas que nunca vi salir antes de esas boquitas pintadas de servil encono. Cristina las pone fuera de quicio. Esto también constituye el suelo denso y material de la política, tan unido a la lucha de clases entre ricos y pobres. Ellas también son el resultado de la producción capitalista de sujetos en serie: mercancías femeninas con formas humanas, con su valor de uso y su valor de cambio.” Y vale recuperar cómo cierra este artículo y el rebote de su fraseo. “Cristina Fernández-Kirchner ha prolongado y asumido como mujer-madre, y con el hombre que fue su marido, un nuevo modelo social de pareja política. No es poco para recuperar el origen materno del imaginario colectivo que busca una sociabilidad distinta. De todos modos, habremos ahondado un lugar nuevo y más fuerte si, para defendernos, la defendemos: no nos queda otra. Y no he sido ni soy, por eso, ‘kirchnerista’.”
Una izquierda miope
Cuando se inició el conflicto con el “campo”, estuvo en la última movilización en defensa del gobierno. “Nunca el problema de la Nación estuvo tan claramente ligado a la terrenalidad geográfica material del suelo patrio. Pero faltó referir el problema del campo a la expropiación del suelo nacional, que nos pertenece a todos, diferente al de la patria que los terratenientes definen –explicaba en una entrevista que le hizo el Colectivo Situaciones–. La materialidad de la tierra expropiada está ligada a la materialidad de los cuerpos sufrientes expropiados. La izquierda de todos los signos nunca partió de ese nivel elemental para fundar, comprensiblemente para todos, la crítica a la resolución 125”, cuestionaba León y levantaba su voz contra la expresión “más miope y miserable de la izquierda, que sólo atinó a reafirmar sus consignas revolucionarias para mantenerse neutral en ese enfrentamiento”.
Cada uno esculpe su rostro en el intercambio con el mundo y con los otros. León deja un inmenso bagaje de filamentos corpóreos y afectivos; una obra incómoda y por eso mismo reconfortante que atraviesa y desafía los modos dominantes del pensar.