El sentimiento de orgullo suele confundirse con el de la vanidad. Pero, si bien el orgullo debe enfrentar la tentación de deslizarse hacia la soberbia, no es una pasión que reclame necesariamente la admiración de los demás. El orgullo es también afirmación de una trayectoria, de un modo de ser que se sostiene en la satisfacción de haber descubierto una verdad capaz de desnudar la hipocresía circundante hasta dejarla inerme.
Pablo Fernández nació en Cochabamba en 1992 y llegó a la Argentina cuando tenía dos años. Su familia se radicó en el Bajo Flores, donde participó de numerosas iniciativas comunitarias, entre ellas la formación del cuerpo de delegados que tuvo a su cargo la planificación barrial. La experiencia migrante suele ser analizada desde el punto de vista de la explotación, los padecimientos de unas vidas siempre al borde de la estigmatización y el racismo. Pero Pablo ofrece otra perspectiva diferente. Su voz no es la de la víctima ni tampoco la del resentimiento. Porque su orgullo parte, precisamente, de reivindicar sus recorridos y de haber forjado un pensamiento, con un fuerte componente generacional, que no se restringe a la resignación. Su lengua es beligerante y su lucidez tiene el tono de la ironía y la provocación. Hay una inteligencia que sabe medir a los demás. Su mirada detecta con facilidad la incomodidad que produce desarreglar los lugares asignados. El racismo y el clasismo están en el fondo de todas las cosas. “Migrar es invadir”, desarmar la topología que soporta el juego de la convivencia. El migrante conoce la verdad de la humillación, pero también genera temor. Y en esa ambivalencia es donde emerge orgullosa esa afirmación.
El progresismo ofrece su rostro piadoso, al menos hasta el punto en que el migrante frustra las expectativas. Las derechas claman orden y restricciones. Pero hay un saber de la ciudad, un conocimiento que deslumbra por mostrar el reverso de una trama que es capaz de profanar los estereotipos sociales para volverlos contra el mismo sistema que los produce y los asigna.
A sus 31 años, Pablo no solo desacomoda a los ciudadanos consolidados. La incomodidad de lengua filosa y de sus desplazamientos también concierne a los suyos. Su asunto es la mezcla. Reivindica a tal punto su historia que también precisa desmarcarse de su tradición. Sus legados son elaborados por la experiencia contemporánea. Es una generación que rechaza el trabajo. No quiere ser cuerpo sacrificial de ninguna revolución, ni confía en el Estado ni en sus instituciones. Le tomó la palabra al capitalismo: quiere consumir. Su deseo es pasarla bien. No cree en las carreras ni en las consagraciones. Su cálculo es más terrenal, más palpable. El derecho a la fiesta, aunque sepa que los que son como él siempre estarán al final de la fila y seguramente van a ligar las migas
Hay un rencor de los pobres, de los jóvenes, de los que no se inscriben en proyectos pedagógicos ni laborales. El rencor es con la sociedad de los derechos, esos que nunca llegan o que suponen a sus “beneficiarios”. De la inclusión se acepta la guita y no su retórica ni su imaginario afectivo. Hay bronca contra las consignas que matan los símbolos de la historia, contra sus políticos y contra los caretas. Toda una sociedad oficial y bien pensante queda en offside. No supo ver lo que se engendraba debajo de sus narices. Solo Milei pudo percibir que en ese mundo algo grosso se cuece y se propone expresar esa sed de revancha, esa bronca infinita ninguneada en el pacifismo institucional. Pablo sabe que Milei es mentira. No importa. Los dictaminadores del bien, los que dicen que los votantes del tipo de mirada iracunda no saben lo que votaron (o lo hacen contra sus propios intereses), no entienden. Fueron incapaces de sentir el dolor del otro, de comprender a una generación que no se quiere incorporar a los planes reparatorios que prometen un futuro. A Pablo le gustan Los Redondos. Sabe que “el futuro llegó”. No habla por los otros ni se ampara en su “caso”. Su reflexión es honda porque no se propone traducir para las clases medias la vida “oscura” de los sumergidos ni aspira a convertirse en personaje. No hay vanidad ni narcisismo. Solo un potente deseo de no quedar atrapado en los lugares a los que estaba destinado.
La imagen nos sitúa en una terraza algo desvaída. Sobre el piso rojo, dos sillas antiguas de hierro cuyas terminaciones ornamentales definen el estilo. A la izquierda Diego Sztulwark, bastante abrigado, soporta el clima fresco. A la derecha, Pablo Fernández se mueve y gesticula más holgado y cómodo. La escena es fantástica. Porque no promete nada y porque lo que la guía es el fluir de la conversación. Son dos generaciones que intentan entenderse. Uno, tributario de la sensibilidad política de izquierdas y de sus promesas incumplidas. El otro, intérprete de la gramática del mercado en cuyos pliegues sabe moverse. La conversación es extraordinaria. No se trata de convencer ni de arribar a consensos. Tampoco hay pretensiones pedagógicas ni concesiones. Diálogo descarnado, respetuoso y cómico, pero crudo. ¿Por qué alguien como Pablo, que hizo la comprobación de lo abstracto del progresismo, del racismo oculto detrás de la máscara de la inclusión y del quiebre del mundo del trabajo, busca a Diego, que forma parte del mundo afectivo y conceptual que tanta rabia le genera? Pienso que toda verdadera conversación está rodeada de misterios. Porque vale más la relación que el contenido. Porque incluye implícitamente al espectador en sus derivaciones y porque se adentra en el enigma más político que existe: la relación entre lenguajes, formas de pensar y experiencias generacionales cuya cita, cuando se produce, se transforma en el milagro más esperado, ese sin el cual el pensamiento político nunca saldrá de su frustración y sus cristalizaciones.
El diálogo completo: