Anarquía Coronada

El dueño del Banco Nación // Diego Skliar

 

El dueño del Banco Nación se toma dos bondis cada mañana desde su casa en el conurbano hasta el laburo. Usa ropa deportiva trucha y un reloj que parece groso pero es de los senegaleses. Cuando llega a la sucursal se cambia en el baño de servicio donde apenas caben sus 130 kilos. Se pone la camisa blanca que lava una vez por semana y la manda por adentro del pantalón azul oscuro. Pronto rebrotarán en sus axilas las aureolas amarillas de sudores anteriores. Se moja un poco el pelo y se manda para el hall. Saluda a las pibas de las cajas y cuando sonríe se le ven el perno y la corona que pagó con el medio aguinaldo. Tiene la foto de San Palazzo en la billetera. Cuando se cruza con el pelado que atiende a Empresas le pega un codazo cómplice, le muestra un video en el celular y suelta una carcajada que retumba en el techo barroco. Son casi las diez y los viejos hacen cola al sol. El dueño del Banco Nación va por sus dos herramientas de trabajo: el Calibre 38 Especial y el talonario de numeritos naranjas. Chequea que todos los empleados estén en sus puestos y abre la puerta. Entrega numeritos a los viejos y los orienta hasta la sala de espera con más de cien sillas, cantidad que demuestra la naturalización del desborde. Al dueño del Banco Nación le gusta maltratar a los jubilados, hacerles chistes y no escuchar los débiles intentos de réplica. Cuando se acercan a preguntarle algo en voz baja, él hace pública la consulta en un tono elevado. “Sí, depósitos en dólares es por acá”, grita. Sabe por cuánto vendieron a Tévez, la tasa de plazo fijo, el cierre del Merval, los pasos para pedir un crédito, quién quedó afuera del Bailando y las ventajas del Home Banking. Con él no es posible mirar el teléfono ni de costado: lo ve todo. Por más que el tablero digital funcione, el dueño del Banco Nación anuncia los números en voz alta. Además le gusta marcar el camino de ingreso a las mamparas que lleva hasta las cajas. Cuando cierta inquietud por las demoras toma el ambiente, él se aclara la garganta, toma con sus dos manos la hebilla del cinturón y lo tira un poco para arriba. Esa pequeña performance logra con sutileza que todos los clientes recuerden que porta un arma. Al dueño del Banco Nación le gusta que se hagan las tres, cerrar con llave y hacerle No con el dedito a los que suplican pasar segundos después del horario establecido.

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