El mensaje en cadena nacional del presidente Milei del pasado 20 de diciembre fue masivamente considerado en virtud del contenido desbordante y agresivo de las desregulaciones anunciadas en el Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que acaba de entrar en vigencia. Sin embargo, la escena en cuestión -la primera en la que Milei argumenta medidas concretas como presidente- fue más amplia y ofrece otro ángulo de análisis, uno de los cuales es específicamente conceptual.
Acompañado de su Gabinete de Ministros y de unos pocos asesores estrella, Milei dio lectura a una pieza neoliberal-burocrática poblada de giros como «estabilización vía shock», «programa de ajuste fiscal» y «sinceramiento de los valores de mercado». Todas frases que encarrilan las explosivas consignas de su campaña en una tradición discursiva conservadora demasiado conocido.
Los anuncios vinculados al DNU fueron precedidos por un diagnóstico general -que incluye expresiones como «la peor crisis de nuestra historia»-, que apunta a refutar lo que llama las «recetas fracasadas». Milei emplea la imagen de la receta no en el habitual sentido médico sino en uno culinario (“el problema no es el chef, sino la receta”, dice). La suya es una rebelión contra las combinaciones y las proporciones. No se trata de insistir con la misma idea sino de cambiarla. Pero para eso hay que saber por qué sujetos políticos tan distintos se han dejado conquistar a lo largo de la historia por ella. Y no solo en la Argentina sino literalmente “en todo el planeta”. La referencia hiperbólica se vuelve un balance del entero siglo XX.
La integralidad del fracaso a que se refiere Milei no es específico. Su fuerza está en la generalidad que podría ser verificada “en lo económico”, tanto como en “lo social” y en “lo cultural”, pero también en un nivel humanista (puesto que el presidente agrega una consideración sobre el costo de aplicar estas recetas en términos de “millones de vidas”). ¿A qué “receta” se refiere concretamente? La respuesta no se hace esperar: a una doctrina «que algunos podrían llamar izquierda, socialismo, fascismo o comunismo, y que a nosotros nos gusta catalogar como colectivismo». De tan veloz el barrido podría ser confuso (¿izquierda y fascismo serían dos nombres del mismo gregarismo?; ¿en qué sentido sería en sus términos China un “fracaso” en “lo económico”?). Lo falaz no es necesariamente improvisado. Esta ideas, que no sabemos bien como se procesan en su cabeza, remite claramente a cierto balance que ciertas corrientes ultra-liberales han hecho hace más de cinco décadas de lo que estuvo en juego (frente diversos “estatismos” como el nazismo, el stalinismo y el keynesianismo) sobre todo durante la segunda guerra mundial y la posterior guerra fría.
Expuesta por Milei y traída al presente argentino la “doctrina fracasada” permite reunir experiencias de las más diversas -y contradictorias entre sí- bajo un criterio único: la presencia invasiva del Estado. En efecto, colectivista es para él prácticamente toda remisión a “una forma de pensamiento que diluye al individuo en favor del poder del Estado”. Un enunciado tan cerrado no admite tan mal cualquier tipo crítica que solo cabe admitirlo como proveniente de una voluntad autoritaria cuya vinculación con el saber es taxativa y volcada a un uso imperativo. La noción “Estado”, por ejemplo, no admite distinciones básicas entre formas estatales distintas (por ejemplo entre fascismo y comunismo). Pero la cosa no acaba ahí. La negación a especificar formas estatales diversas tiene una utilidad ulterior. Sirve para subordinar de modo casi imperceptible lo colectivo a lo estatal. Como si no existieran formas de colectivismos no estatales. Esta doble subsunción de lo colectivo en el Estado y del Estado en Estado Fascista-Comunista (en realidad, stalinista) constituye la principal operación ideológica de Milei a la hora de determinar la enemistad política. En efecto, para entender al presidente es preciso suspender la conciencia crítica y admitir que la expresión del estatismo colectivista es “el fundamento básico del modelo de la Casta”. En la retórica del nuevo oficialismo, el enemigo no es -como pudo insinuarse en la campaña- el mundo que emana de los privilegios económicos, sino uno que irrita más a Milei: el de quienes adhieren a una doctrina totalitaria contra la iniciativa del individuo privado. La Casta no es una Clase Dominante, sino un obstáculo burocrático que la Clase Dominante debe sacudirse.
La caracterización oficial del presente adopta aires de enfrentamiento de tipo revolucionario, en nombre de los “individuos que componen la nación” en exitosa insubordinación contra la “razón de Estado”, que hasta aquí los había sometido. El enemigo opresor, sin embargo, merece una descripción más detallada: ¿quiénes son los miembros de esta casta que manda sobre lio individuos sin ser clase dominante, como creen los marxistas?. La respuesta del presidente es inequívoca: se trata de “los políticos”. Un manojo de pseudo planificadores que imponen sus propios caprichos por sobre los deseos de las personas libres. La casta política no es una mera banda de corruptos a encarcelar puesto que la corrupción que les concierne es ante todo la de una doctrinaria. Una referencia presidencial da la idea exacta del modo en que la doctrina hace cuerpo entre funcionarios y líderes: “los políticos son Dios”. Y aunque no queda del todo claro si la afirmación es irónica (los políticos “se creen” dioses) o descriptiva (la doctrina los ubica en la cima absoluta del sistema de decisiones), la palabra Dios sirve para dar fuerza teológica al rechazo: la maldad de la doctrina se localiza en una creencia que enaltece al político por sobre las figuras (correspondientes a una teología no corruptible) del mercado. El pecado del político está inscripto en la doctrina que dice que el Estado es del político (que el Estado es político). Se trata de un pecado que se consuma en el acto mismo suscribir y sostener la doctrina. La sorpresa en cuanto a la definición de la casta es doble: por un lado, al caracterizar la pertenencia al grupo no a partir de la naturaleza de sus privilegios sino por la adhesión a una doctrina; y por otro -y esto es quizás lo decisivo-, porque entonces el problema de la enemistad cae ya no sobre los políticos ni sobre el Estado, sino la doctrina que hace de ellos una fuerza que compite con el mercado en cuanto al mando sobre la sociedad.
La casta es entonces un núcleo doctrinal extendido y encantado, el hecho maldito correspondiente a una Idea Estatista que otorga al político un poder pseudo-divino que se manifiesta por medio de “intervenciones” y “regulaciones”, usurpando el protagonismo que el sistema bien entendido le reserva a los agentes del mercado. Milei anuncia su cruzada contra este sacrilegio. Enarbola una suerte de teología liberacionista en la que late la tesis apenas callada según la cual el verdadero Dios es el Mercado (en el libro El loco, Juan González cita la idea de Milei según la cual “si el universo fuera regulado por el Estado ya hubiera fracasado”). Se trata de una teología apenas contenida. Milei se cuida bien de no pronunciar las palabras que sugiere: ni se respalda en Dios para atacar la falsa divinidad estatista, ni se deja deslizar libremente por la inclinación de su desprecio a la democracia cuando aborrece a “los políticos”. Esa contención discursiva es lo evita que la suya sea una cita completa a los golpes de Estado del pasado.
En todo caso, su diagnóstico es claro: las “intromisiones del Estado” son la causa de la “peor crisis de la historia”. Se trata, el nuestro, de un país que se ha dado a la “emisión (monetaria) desenfrenada”, que gasta más de lo que puede recaudar. Se trata entonces de poner freno a lo ilimitado y de bloquear las incursiones ilegítimas (de la casta sobre la lógica del mercado). Como dijo estos días un periodista partidario del liberalismo extremo: la normalidad no surge del libre juego entre las cosas, sino que hay que provocarla. El nuevo gobierno interpreta su misión como un cambio de raíz (un cambio operativo de doctrina) cuya dramaticidad se expresa -como en una revolución- en términos de lo inminente. La temporalidad de la “urgencia” se refiere a la velocidad con las que necesariamente hay que cambiar el “rumbo” antes de desembocar en la hiperinflación. La “necesidad” se justifica en la evitación del desastre. A tal fin, el gobierno anuncia que dicho cambio “comienza hoy”. Y lo hace con la rúbrica de una liberación inmediata del peso del Estado sobre los individuos.
La situación aparenetemente paradojal según la cual un Jefe de Estado anuncia el repliegue de su propio poder de regulación -pública- se despeja apenas queda claro que dicho Jefe no aspira en lo más mínimo a una dilución anarquista del poder estatal sino más bien a una concentración estratégica del poder del Estado en favor de un tipo de re-regulación que obedece a la doctrina de los mercados y que se funda -como aclaró el sumo sacerdote Federico Sturzenegger, el llamado “cerebro” del DNU- en la “competencia” y la “libertad”. El presidente Milei se postula así como el impulsor de una abrupta transición doctrinal: se trata de terminar con un país en el cual no se puede comerciar, trabajar ni estudiar sin pedir “permiso” al Estado.
La figura de Milei es doble y transicional. Se quiso León que ruge contra los políticos que okuparon el Estado rivalizando doctrinariamente con el mercado y ahora se quiere el primer representante genuino en el poder de esos individuos mercantiles que provenientes de todas las clases se presentan como aplastados por los sucesivos gobiernos del último siglo. El pasaje de León a Presidente pro Grupos empresariales (mundo del cual proviene) es lo que presenta como la consumación de una revolución (es decir: como la resolución al problema de la revolución en la Argentina, que el progresismo considera caduco hace décadas). Arropado en los más ricos (como otros presidentes de nuestra historia) y votado en segunda vuelta por más de la mitad del país, Milei lleva al extremo el papel de quien ocupa el viejo Estado para derrocarlo desde dentro, emancipando en ese acto al único cuerpo social aceptable: aquel formado por la interacción mercantil de los individuos y grupos empresariales concentrados. Esta emancipación -que ahora debe fundar nueva institución- tiene presentación epigráfica: “no más regulaciones”.
Si la idea de la revolución revolotea las cabezas afiebradas de la derecha extrema es porque la derecha en su versión menos radical no hizo sino acumular frustraciones. Y porque el pensamiento en términos de cambio de doctrina (lo que algún alumno de Pensamiento Científico del CBC sabrá nombrar como “cambio de paradigma”) promete que la reorientación de las intervenciones estatales obrará en un sentido emancipación liberando a la población de cualquier clase de mediación intrusiva. Esta promesa libertaria
se construye sobre la base de una enmienda -o denegación- conceptual de la más rica de las fuentes de la llamada “doctrina fracasada”. La concepción marxiana del Estado supone -no importa en cual de sus variantes- un compromiso orgánico entre institución jurídica y reproducción de relaciones sociales de producción. La nueva doctrina expuesta por el presidente Milei impugna recoge y reconoce este compromiso pero negando que esas relaciones sociales sean de explotación. Milei no es un adherente a la lewkowicziana consigna de “Pensar sin Estado”. Su crítica no se refiere al Estado sino al ilegítimo que la doctrina fracasada hace de él, (imponiendo una falsa razón, una razón inmoral por sobre la razón de los mercados). En el discurso presidencial la explotación social deja de pertenecer al capitalismo y es atribuida a la prepotencia de los políticos que oprimen a los “hombres de bien”. Hace un par de décadas John Holloway explicaba que el Estado no posee otra realidad que la de ser la expresión jurídica fetichizada de la explotación social. Milei reforma ese razonamiento anunciando que la explotación no forma parte del corazón de las relaciones sociales capitalistas -al punto que ellas mismas serían fuentes de la libertad-, y que los padecimientos sociales deberían desaparecer con la anulación de los mecanismos de captura que hacen del Estado un mecanismo de extracción/obstruyendo de los intercambios colectivos.
Esta denegación de la mediación capitalista -contribución específica de la figura Milei- favorece la ilusión de una disolución de toda mediación social. Se hace pasar la “desregulación” de aquello que el Estado regulaba por emancipación de toda intermediación opresiva. Este es el secreto de la “revolución” de Milei y de la naturaleza profundamente contra-revolucionaria de esta revolución. La promesa de la disolución de toda mediación social ya no quiere esfuerzos, ni sacrificios, ni construcciones. Y por tanto tampoco de la construcción de fuerzas heterogéneas ni de una nueva sociedad. El suyo no es sino un nuevo intento de identificar sociedad y capital, haciendo del Estado un instrumento interno de ese proceso imaginario inevitablemente fallido de adecuación. El fin de la “regulación” no tiene otro significado que no sea el de la adaptación sin tapujos ni eufemismos de la densidad de lo social a las exigencias de los actores más poderosos de un mercado subordinado y oligopolizado (cuna en al cual mamó el propio Milei).
El revolucionario Milei dice: “en una sociedad libre todo está permitido”. La frase no busca oponer una voluntad insurrecta a una ley injusta. Sino depurar el orden jurídico toda remora “colectivista”. Esta depuración -que tiene el espesor normativo de una reforma constitucional- se ampara en una comprensión conservadora del espíritu liberal de la Constitución Nacional, según la cual por libertad hay que entender una reducción de la vida a vida propietaria. No otra cosa hay que escuchar cuando el presidente dice “hombres de bien”. Es esta humanidad de vocación propietaria la que es evocada como sujeto de una épica resistente -y constituyente- que identifica “la expansión del Estado” a la destrucción de la riqueza.
Desde un punto de vista histórico, Milei se refiere a una Argentina que habría sido en el pasado una potencia liberal hasta que cayó en el siglo XX, y en la maldición del “déficit fiscal”, expresión económica del vampirismo de la Casta. Dicho déficit fiscal es la señal que permite reconocer el funcionamiento del poder de los políticos sobre la sociedad y sobre los mercados y a la vez la fuente recurrente de las sucesivas crisis del país. Para entender el carácter político de dicho déficit hay que prestar atención a la secuencia que expone el presidente: hay una clase política improductiva que se sirve de la función de representación política para apropiarse mediante el robo de la riqueza socialmente producida. La alusión al robo (que tiene por función ideológica desplazar la plusvalía sistémica capitalista por una suerte de plusvalía evitable y por tanto inmoral, propiamente política) introduce una de la distorsión de los equilibrios económicos bajo la forma de un faltante o déficit una y otra vez ocultado en un juego de máscaras y desplazamientos por el mecanismo de la refinanciación vía deuda, el de la emisión monetaria y/o por el de la suba de impuestos (todas expresiones del robo y convergente en el atentado contra la propiedad). El remate del razonamiento es efectista: la Casta (cuya política provoca tasas altas de interés, reducción de inversión de capital y depreciación salarial) bloquea el desarrollo del capitalismo. Toda la radicalidad de esta derecha se resume en este punto: en el no reconocimiento de la Casta en la reproducción del capitalismo argentino. La derecha extrema es como un patrón que viene a denunciar a los políticos como si fueran ineficaces en su función, corruptos en su comprensión de las cosas, y perniciosos para el mundo de los negocios. Y esto se nota cuando Milei explica que a la Casta se la reconoce por la inflación, que no sería otra cosa que una secreción del colectivismo. La Casta sería entonces el fenómeno por el cual los políticos que usurpan la dinámica de la libertad y la producción asumen un poder que estropea las percepciones, opacando el sistema de precios, entorpeciendo el cálculo económico, devaluando el salario y dificultando el crecimiento por la vía de impuestos expropiatorios. La Casta es casi la causa de la ausencia de inversión de capital. El Estado-Casta es la pieza clave de una obra maestra del discurso ideológico. En tanto que causante de todos los males, absorbe todo aquello que habría que corregir (anulando de paso la crítica marxista del funcionamiento del capital). La acusación sobre el Estado-Casta como gran culpable absuelve al pueblo y a los empresarios, ofrece una oportunidad a los políticos de cambiar de doctrina a tiempo y ofrece un chivo expiatorio y permite creer en que muerto el perro muerta la rabia. Refutada la “doctrina fracasada” e introducidos a cambio conceptos como los de “capital humano” el país liberaría por fin sus fuerzas productiva, revertiría el empobrecimiento de la mitad de un país potencialmente rico y reconstituiría una fuerza de trabajo hoy condenada a la precarización y la informalidad.
Y bien, para revertir este “modelo de decadencia” y “opresión”, el presidente propone entonces un plan cuyo primer paso es un DNU que apunta a romper ataduras y a desarmar el andamiaje jurídico institucional que lo sostiene. Se trata de un conjunto de reformas agrupadas en un proceso de desregulación económica para el crecimiento compuesto por unas 300 medidas entre las que enumera la derogación de las leyes de alquileres, de abastecimiento, de góndolas, de compre nacional, del observatorio de precio del ministerio de economía, de la ley de promoción industrial, de la normativa que impide la privatización de empresas públicas y la conversión de estas empresas en sociedades anónimas para su posterior privatización, modernización del régimen laboral (bajo el modelo de la libre contratación y restringiendo el derecho a huelga), refirma del régimen aduanero y levantamiento de toda prohibición de importaciones, derogación de ley de tierras, eliminación de restricciones a las prepagas, modificación de la ley del futbol para promover sociedades anónimas y una decena de modificaciones a códigos y leyes en favor de la libre empresa. El DNU en cuestión, que entrará en vigencia el próximo 29 de diciembre, no es -según anunció el presidente- sino el primer paso dentro de un camino más largo. Otro de esos pasos es la anunciada convocatoria a sesiones extraordinarias para tratar un nuevo paquete de leyes enviado por el ejecutivo, redoblando la presión sobre el Congreso -que tiene la potestad jurídica de rechazar este DNU-, para este decida si respalda u obstruye el proceso de cambio que precisa de acciones urgentes en medio de una crisis sin precedentes.
El presidente, que califica su propio plan como el conjunto de reformas “más ambicioso de los últimos cuarenta años” (es decir desde la postdictadura) para “poner en marcha la fuerza de producción de los argentinos”, une así definitivamente su destino al de las mayores empresas en una apuesta que se presenta a sí misma como audaz, cuya necesidad y urgencia se justificaría en el vértigo que supondría la lucha por subordinar de modo más estricto los términos de la actividad política a los de la acumulación de capital (aprovechando el desprestigio del político en favor de una relegitimación empresarial). Esto no es del todo cierto. El carácter “audaz”, y dramático de la “necesidad y urgencia”, son propios de la lógica estructuralmente destructiva que asume la valorización del capital. Da toda la impresión de que el giro-fantoche que impone estos días el nuevo gobierno encubriendo torpemente el estado de excepción -propio de esta lógica estructural de la valorización- demandará algo más que una pobre “teología de la liberación capitalista” presente sobre el final con la cita habitual de Macabeos: “que las fuerzas del cielo nos acompañen”. Creo que el gobierno no cuenta con ese “mas”. Pero tampoco cuentan con él aquellos impugnados como pertenecientes a la “casta”. Quizás haya que tomarle la palabra a Milei, y enfrentar la “audacia” del nuevo gobierno contra de signo opuesto capaz de vencerlo en el campo de la doctrina.