por Ricardo “Patán” Ragendorfer
Por cuenta del grupo fascista Ordine Nuovo, cometió el atentado terrorista más cruento de la Italia de posguerra. Escapó a la Argentina, donde triunfaría en el rubro gastronómico. Ahora, una película italiana relata su saga de terror.
La película Romanzo di una strage (Novela de una matanza), realizada por Marco Tulio Giordano en 2012, reconstruye uno de los hechos más dramáticos de la post guerra italiana: la matanza de Piazza Fontana, ocurrida en la mañana del 12 de diciembre de 1969, al explotar una bomba en el hall principal de la Banca Nazionalle della Agricuoltura, en Milán, con un saldo de 16 muertos y 102 heridos. La cinta no soslaya el empeño del gobierno presidido por Giuseppe Saragat en vincular a la izquierda extraparlamentaria con el atentado. De hecho, uno de sus referentes, Giuseppe Pinelli, fue silenciado para siempre, al caer por la ventana de la oficina del jefe de la pesquisa, comisario Luigi Calabresi. A raíz de ello, Darío Fo estrenó en 1970 la obra Muerte accidental de un anarquista. Los autores del ataque pertenecían en realidad a una célula de Ordine Nuovo, encabezada por dos jóvenes promesas del fascismo: Franco Freda y Giovanni Ventura.
Romanzo di una strage fue exhibida por única vez en Buenos Aires el 8 de diciembre de 2012, durante el 2º Festival de Cine Italiano (BACI). Luego, no se la estrenó en el circuito comercial. Una lástima, dado que Ventura –quien en la película es interpretado por Denis Fasolo– no fue alguien ajeno a esta ciudad. Establecido desde fines de los ’70 en Argentina –con la cobertura de la logia Propaganda Due–, se convirtió, primero, en un sinuoso merodeador de ciertos grupos de la izquierda local, sin dejar de reportar a servicios de inteligencia tanto italianos como nacionales; después, adquiriría celebridad en un rubro impensado: la gastronomía. Y cómo cara visible del restaurante Filò, ese frío terrorista parecía, simplemente, un pintoresco personaje de la noche porteña. Su historia bien vale ser refrescada.
EL ITALIANO IMPASIBLE
El 4 de febrero de 1989, uno de los editores de la revista El Porteño ocupaba una mesa del bar Ramos, junto a un ventanal abierto sobre la calle Rodríguez Peña. En eso, se asomó un empleado de la librería Gandhi que se llamaba Nicolás, y dijo: «Tengo que hablar con vos.» Luego, agregó: «Es sobre un amigo.» Y tras una pausa, revelaría su identidad: Giovanni Ventura.
A pocos metros, alguien observaba la escena; se trataba de un tipo alto, de contextura atlética y cabello castaño.
Días antes había salido el número 84 de aquella revista con un sumario que incluía un pequeño artículo titulado «La infiltración neofascista en el MTP». Según su letra, el protagonista de tal maniobra era precisamente Ventura.
Más allá de su pedigree ideológico –y del crimen que se le imputaba en Milán–, el hecho de que justo en ese verano se lo relacionara con el MTP (Movimiento Todos por la Patria) constituía para él un asunto por demás embarazoso, ya que esa organización acababa de sacudir al país con el ataque al Regimiento de Infantería Mecanizado III de La Tablada.
La nota en cuestión estaba firmada por Iaio Fausto; era el seudónimo usado por el corresponsal en Argentina del diario Il Giorno, de Milán, Rubén Oliva, para quien, por cierto, Ventura no era un desconocido.
El periodista le seguía los pasos desde 1979, cuando ese hombre, que por entonces tenía 35 años, fue detectado en Buenos Aires por la Policía Federal, luego de que la Justicia peninsular librara en su contra un pedido de captura internacional por su participación en el bombazo de Piazza Fontana,
Ya se sabe que, después escapar del arresto domiciliario en su residencia de Cattanzaro, reapareció en Argentina. Pero a comienzos de 1980 fue capturado a bordo de un colectivo. Los buenos oficios del abogado Pedro Bianchi –cuya amistad con el almirante Emilio Massera fue notoria–, junto a la influencia ejercida por la logia Propaganda Due en los círculos locales del poder, le evitó el engorroso trámite de ser extraditado a cambio de un módico procesamiento por falsificación de pasaporte. Aún así, permaneció cuatro años y medio en la cárcel de Caseros. En una ocasión, Oliva quiso entrevistarlo allí y, a tal efecto, pidió autorización al director del penal. La respuesta fue: «A Giovanni no le interesa salir en los diarios.» El tipo se comportaba como su agente de prensa. En 1984, el juez federal Nicasio Dibur –célebre por su fervor al jurar por las actas del Proceso– le concedió a Ventura el beneficio de la excarcelación. Y por un tiempo nada se supo de él.
A fines de 1988, Oliva acudió al auditorio de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) para cubrir una conferencia de prensa de la plana mayor del MTP. Grande fue su sorpresa al cruzarse allí con Ventura. El antiguo militante fascista no se despegaba de uno de los expositores del evento: el cura Antonio Puigjané. El italiano parecía su secretario.
En esa oportunidad, Oliva y Ventura mantuvieron un tenso diálogo.
«Nunca fue fascista. Soy de izquierda», aseguró este, sin que se le moviese un sólo músculo del rostro. Y, a boca de jarro, también vaticinó: «Aquí está por suceder algo muy grave.» Pero sin especificar a lo que se refería.
Oliva luego supo que Ventura hizo circular la versión de que fue perseguido en su país por haber pertenecido a las Brigadas Rojas; al menos, los del MTP creían eso. El corresponsal, entonces, se encargó de advertirles que no era justamente así. Cuando habló sobre ello con el sacerdote, este asimiló la novedad con una expresión piadosa. Oliva Insistía: «Mire, padre, Ventura no es un brigadista; perteneció al terrorismo negro; era de Ordine Nuovo.»
Pero Puigjané, tal vez persuadido de la salvación anticipada del alma de ese hombre, no expresó asombro, enojo ni temor.
Oliva se despidió de él con un pedido: absoluta reserva de lo hablado.
Al respecto se podría decir que el religioso incurriría en el incumplimiento del secreto de confesión al increpar a Ventura con las siguientes palabras: «¿Es verdad, Giovanni, lo que Rubén Oliva dice de ti?»
La pregunta tomó a Ventura por sorpresa. Sin embargo, con una encomiable elocuencia supo convencer al padre Antonio de su pureza ideológica. Admitió en esa ocasión haber abrevado durante sus años mozos en el fascismo, antes de evolucionar hacia un pensamiento de izquierda.
Ese argumento tranquilizó al padre Antonio. Tanto es así que Ventura siguió circulando alegremente entre las filas del MTP.
También solía mostrarse en la librería Gandhi, situada en esa época sobre la calle Montevideo. Allí era adorado por sus contertulios, una fauna variopinta de especímenes progresistas, con los que departía hasta altas horas de la noche sobre tácticas y modos de transitar hacia el socialismo.
Y en alguna velada a fines de 1988, no faltó quien le escuchara decir: «Aquí está por suceder algo muy grave.»
Mientras tanto, Oliva, el primer depositario de aquella frase, se exprimía el cerebro en su intento por encontrarle algún sentido.
Ello hasta le preocupaba más que la furia de Ventura hacia él –materializada en advertencias telefónicas y mensajes enviados por terceros–, después de que este se enterara de lo que el periodista le refirió al padre Antonio.
Lo cierto es que en la mañana del 23 de enero de 1989, el significado de tal enigma vino hacia él como un baldazo de agua fría: ese lunes había sucedido el ataque a los cuarteles de La Tablada.
El siguiente paso de Oliva fue publicar su artículo en El Porteño.
EL ESTRATEGA DEL MIEDO
Ahora, en aquella mesa del bar Ramos, se lo oía al tal Nicolás decir: «Giovanni es un amigo.» A continuación, alegó su hombría de bien, no sin hacer hincapié acerca del enorme perjuicio que en semejante coyuntura ese artículo le ocasionaba. El tipo de cabello castaño seguía observando. Y Nicolás, ya en tono plañidero, insistía con el asunto. Hasta que, de manera súbita, agitó la mano. Entonces, aquella silueta vino hacia la mesa. No era otro que Ventura.
Su actitud oscilaba entre la ofuscación y la pesadumbre. En aquella ocasión fue pactado su derecho a réplica. Y él quedó en llevar el texto correspondiente a la redacción. Luego, con pasos lentos, se perdió entre la gente.
Hasta entonces, no mucho se sabía acerca de su vidrioso pasado.
En resumidas cuentas, durante la década del ’60, Ventura fue en Italia una pieza clave de la llamada «estrategia de la tensión», tal como se denominó a esa compleja trama de acciones y operaciones manipuladas por actores no menos complejos: servicios de inteligencia, la mafia y organizaciones de ultraderecha, qué a través de la construcción del miedo político pretendían instaurar una remake de la República de Saló. En ese marco, Ventura –nacido a fines de 1944 en Padua e hijo de un antiguo «camisa negra»– despertó a la política en la rama estudiantil del mussoliniano Movimiento Social Italiano (MSI), para luego llegar a las filas de Ordine Nuovo, donde se haría inseparable de otro fascista emblemático de la época: Franco Freda. Su nutrido historial hasta registra contactos con grupos del comunismo extraparlamentario, y con un motivo táctico: consumar una cobertura de extrema izquierda para la provocación. En resumidas cuentas, junto con Freda, llegó a perpetrar unos 22 atentados dinamiteros, a lo que se sumó lo de la Piazza Fontana. Ventura fue por ello arrestado, pero –ya se sabe– huiría a Buenos Aires en vísperas de la sentencia.
Diecinueve años después, su visita a El Porteño estuvo cargada de tensión.
En su carta, lejos de refutar la nota sobre él, pretendía exculparse hasta de sus travesuras escolares. Por lo tanto, se le hizo saber que esa misiva no sería publicada. Ello derivó en una querella judicial contra la publicación, que Ventura tuvo el tino de retirar antes de que dicho expediente abordara su pasado.
En los ’90, se lo comenzó a ver en Filò, un restaurante de culto cercano a la Plaza San Martín, frecuentado por yuppies y altos dignatarios del menemismo. Ventura era el anfitrión del lugar. Costaba creer que ese hombre agradable y refinado fuera una figura relevante del fascismo. Y también impresionaba su versatilidad para enmascararse. Tal vez por esa razón, nunca reaccionaba igual cuando alguien aludía su condición de terrorista; a veces, se excusaba con una frase de ocasión; otras, simplemente, reía.
Ya al concluir la primera década del siglo, Ventura recorría las mesas de su restaurante en silla de ruedas; una esclerosis múltiple devastaba su cuerpo.
El 6 de agosto de 2010 exhaló su último suspiro.
El destino se había ensañado con su historia. Del ejercicio de la violencia a la cocina gourmet
por Ricardo “Patán” Ragendorfer
Por cuenta del grupo fascista Ordine Nuovo, cometió el atentado terrorista más cruento de la Italia de posguerra. Escapó a la Argentina, donde triunfaría en el rubro gastronómico. Ahora, una película italiana relata su saga de terror.
La película Romanzo di una strage (Novela de una matanza), realizada por Marco Tulio Giordano en 2012, reconstruye uno de los hechos más dramáticos de la post guerra italiana: la matanza de Piazza Fontana, ocurrida en la mañana del 12 de diciembre de 1969, al explotar una bomba en el hall principal de la Banca Nazionalle della Agricuoltura, en Milán, con un saldo de 16 muertos y 102 heridos. La cinta no soslaya el empeño del gobierno presidido por Giuseppe Saragat en vincular a la izquierda extraparlamentaria con el atentado. De hecho, uno de sus referentes, Giuseppe Pinelli, fue silenciado para siempre, al caer por la ventana de la oficina del jefe de la pesquisa, comisario Luigi Calabresi. A raíz de ello, Darío Fo estrenó en 1970 la obra Muerte accidental de un anarquista. Los autores del ataque pertenecían en realidad a una célula de Ordine Nuovo, encabezada por dos jóvenes promesas del fascismo: Franco Freda y Giovanni Ventura.
Romanzo di una strage fue exhibida por única vez en Buenos Aires el 8 de diciembre de 2012, durante el 2º Festival de Cine Italiano (BACI). Luego, no se la estrenó en el circuito comercial. Una lástima, dado que Ventura –quien en la película es interpretado por Denis Fasolo– no fue alguien ajeno a esta ciudad. Establecido desde fines de los ’70 en Argentina –con la cobertura de la logia Propaganda Due–, se convirtió, primero, en un sinuoso merodeador de ciertos grupos de la izquierda local, sin dejar de reportar a servicios de inteligencia tanto italianos como nacionales; después, adquiriría celebridad en un rubro impensado: la gastronomía. Y cómo cara visible del restaurante Filò, ese frío terrorista parecía, simplemente, un pintoresco personaje de la noche porteña. Su historia bien vale ser refrescada.
EL ITALIANO IMPASIBLE
El 4 de febrero de 1989, uno de los editores de la revista El Porteño ocupaba una mesa del bar Ramos, junto a un ventanal abierto sobre la calle Rodríguez Peña. En eso, se asomó un empleado de la librería Gandhi que se llamaba Nicolás, y dijo: «Tengo que hablar con vos.» Luego, agregó: «Es sobre un amigo.» Y tras una pausa, revelaría su identidad: Giovanni Ventura.
A pocos metros, alguien observaba la escena; se trataba de un tipo alto, de contextura atlética y cabello castaño.
Días antes había salido el número 84 de aquella revista con un sumario que incluía un pequeño artículo titulado «La infiltración neofascista en el MTP». Según su letra, el protagonista de tal maniobra era precisamente Ventura.
Más allá de su pedigree ideológico –y del crimen que se le imputaba en Milán–, el hecho de que justo en ese verano se lo relacionara con el MTP (Movimiento Todos por la Patria) constituía para él un asunto por demás embarazoso, ya que esa organización acababa de sacudir al país con el ataque al Regimiento de Infantería Mecanizado III de La Tablada.
La nota en cuestión estaba firmada por Iaio Fausto; era el seudónimo usado por el corresponsal en Argentina del diario Il Giorno, de Milán, Rubén Oliva, para quien, por cierto, Ventura no era un desconocido.
El periodista le seguía los pasos desde 1979, cuando ese hombre, que por entonces tenía 35 años, fue detectado en Buenos Aires por la Policía Federal, luego de que la Justicia peninsular librara en su contra un pedido de captura internacional por su participación en el bombazo de Piazza Fontana,
Ya se sabe que, después escapar del arresto domiciliario en su residencia de Cattanzaro, reapareció en Argentina. Pero a comienzos de 1980 fue capturado a bordo de un colectivo. Los buenos oficios del abogado Pedro Bianchi –cuya amistad con el almirante Emilio Massera fue notoria–, junto a la influencia ejercida por la logia Propaganda Due en los círculos locales del poder, le evitó el engorroso trámite de ser extraditado a cambio de un módico procesamiento por falsificación de pasaporte. Aún así, permaneció cuatro años y medio en la cárcel de Caseros. En una ocasión, Oliva quiso entrevistarlo allí y, a tal efecto, pidió autorización al director del penal. La respuesta fue: «A Giovanni no le interesa salir en los diarios.» El tipo se comportaba como su agente de prensa. En 1984, el juez federal Nicasio Dibur –célebre por su fervor al jurar por las actas del Proceso– le concedió a Ventura el beneficio de la excarcelación. Y por un tiempo nada se supo de él.
A fines de 1988, Oliva acudió al auditorio de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) para cubrir una conferencia de prensa de la plana mayor del MTP. Grande fue su sorpresa al cruzarse allí con Ventura. El antiguo militante fascista no se despegaba de uno de los expositores del evento: el cura Antonio Puigjané. El italiano parecía su secretario.
En esa oportunidad, Oliva y Ventura mantuvieron un tenso diálogo.
«Nunca fue fascista. Soy de izquierda», aseguró este, sin que se le moviese un sólo músculo del rostro. Y, a boca de jarro, también vaticinó: «Aquí está por suceder algo muy grave.» Pero sin especificar a lo que se refería.
Oliva luego supo que Ventura hizo circular la versión de que fue perseguido en su país por haber pertenecido a las Brigadas Rojas; al menos, los del MTP creían eso. El corresponsal, entonces, se encargó de advertirles que no era justamente así. Cuando habló sobre ello con el sacerdote, este asimiló la novedad con una expresión piadosa. Oliva Insistía: «Mire, padre, Ventura no es un brigadista; perteneció al terrorismo negro; era de Ordine Nuovo.»
Pero Puigjané, tal vez persuadido de la salvación anticipada del alma de ese hombre, no expresó asombro, enojo ni temor.
Oliva se despidió de él con un pedido: absoluta reserva de lo hablado.
Al respecto se podría decir que el religioso incurriría en el incumplimiento del secreto de confesión al increpar a Ventura con las siguientes palabras: «¿Es verdad, Giovanni, lo que Rubén Oliva dice de ti?»
La pregunta tomó a Ventura por sorpresa. Sin embargo, con una encomiable elocuencia supo convencer al padre Antonio de su pureza ideológica. Admitió en esa ocasión haber abrevado durante sus años mozos en el fascismo, antes de evolucionar hacia un pensamiento de izquierda.
Ese argumento tranquilizó al padre Antonio. Tanto es así que Ventura siguió circulando alegremente entre las filas del MTP.
También solía mostrarse en la librería Gandhi, situada en esa época sobre la calle Montevideo. Allí era adorado por sus contertulios, una fauna variopinta de especímenes progresistas, con los que departía hasta altas horas de la noche sobre tácticas y modos de transitar hacia el socialismo.
Y en alguna velada a fines de 1988, no faltó quien le escuchara decir: «Aquí está por suceder algo muy grave.»
Mientras tanto, Oliva, el primer depositario de aquella frase, se exprimía el cerebro en su intento por encontrarle algún sentido.
Ello hasta le preocupaba más que la furia de Ventura hacia él –materializada en advertencias telefónicas y mensajes enviados por terceros–, después de que este se enterara de lo que el periodista le refirió al padre Antonio.
Lo cierto es que en la mañana del 23 de enero de 1989, el significado de tal enigma vino hacia él como un baldazo de agua fría: ese lunes había sucedido el ataque a los cuarteles de La Tablada.
El siguiente paso de Oliva fue publicar su artículo en El Porteño.
EL ESTRATEGA DEL MIEDO
Ahora, en aquella mesa del bar Ramos, se lo oía al tal Nicolás decir: «Giovanni es un amigo.» A continuación, alegó su hombría de bien, no sin hacer hincapié acerca del enorme perjuicio que en semejante coyuntura ese artículo le ocasionaba. El tipo de cabello castaño seguía observando. Y Nicolás, ya en tono plañidero, insistía con el asunto. Hasta que, de manera súbita, agitó la mano. Entonces, aquella silueta vino hacia la mesa. No era otro que Ventura.
Su actitud oscilaba entre la ofuscación y la pesadumbre. En aquella ocasión fue pactado su derecho a réplica. Y él quedó en llevar el texto correspondiente a la redacción. Luego, con pasos lentos, se perdió entre la gente.
Hasta entonces, no mucho se sabía acerca de su vidrioso pasado.
En resumidas cuentas, durante la década del ’60, Ventura fue en Italia una pieza clave de la llamada «estrategia de la tensión», tal como se denominó a esa compleja trama de acciones y operaciones manipuladas por actores no menos complejos: servicios de inteligencia, la mafia y organizaciones de ultraderecha, qué a través de la construcción del miedo político pretendían instaurar una remake de la República de Saló. En ese marco, Ventura –nacido a fines de 1944 en Padua e hijo de un antiguo «camisa negra»– despertó a la política en la rama estudiantil del mussoliniano Movimiento Social Italiano (MSI), para luego llegar a las filas de Ordine Nuovo, donde se haría inseparable de otro fascista emblemático de la época: Franco Freda. Su nutrido historial hasta registra contactos con grupos del comunismo extraparlamentario, y con un motivo táctico: consumar una cobertura de extrema izquierda para la provocación. En resumidas cuentas, junto con Freda, llegó a perpetrar unos 22 atentados dinamiteros, a lo que se sumó lo de la Piazza Fontana. Ventura fue por ello arrestado, pero –ya se sabe– huiría a Buenos Aires en vísperas de la sentencia.
Diecinueve años después, su visita a El Porteño estuvo cargada de tensión.
En su carta, lejos de refutar la nota sobre él, pretendía exculparse hasta de sus travesuras escolares. Por lo tanto, se le hizo saber que esa misiva no sería publicada. Ello derivó en una querella judicial contra la publicación, que Ventura tuvo el tino de retirar antes de que dicho expediente abordara su pasado.
En los ’90, se lo comenzó a ver en Filò, un restaurante de culto cercano a la Plaza San Martín, frecuentado por yuppies y altos dignatarios del menemismo. Ventura era el anfitrión del lugar. Costaba creer que ese hombre agradable y refinado fuera una figura relevante del fascismo. Y también impresionaba su versatilidad para enmascararse. Tal vez por esa razón, nunca reaccionaba igual cuando alguien aludía su condición de terrorista; a veces, se excusaba con una frase de ocasión; otras, simplemente, reía.
Ya al concluir la primera década del siglo, Ventura recorría las mesas de su restaurante en silla de ruedas; una esclerosis múltiple devastaba su cuerpo.
El 6 de agosto de 2010 exhaló su último suspiro.
El destino se había ensañado con su historia.
– La Tablada: Patrulla perdida.
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– “A la izquierda le faltó voluntad de sentarse a discutir lo que nos llevó al asalto del cuartel”. Entrevista a Joaquín Ramos, ex integrante del MTP
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