Para nosotros Florencio Varela, en el conurbano bonaerense, viene siendo un espacio a partir del cual pensamos la conflictividad social, las luchas populares, el devenir narco. Sin embargo, en estos días es noticia porque el intendente Julio Pereyra anunció que instalarán un barrio espiritual financiado por el cineasta David Lynch. Entonces recordamos que en los libros de Santiago López Petit aparece la idea del poder terapéutico. ¿Qué es eso, Santiago?
Podemos empezar diciendo que el poder terapéutico es una cara más del poder, que consiste en hacer persistir nuestras vidas en lo que son. Es como un poder que nos mantiene en vida para seguir funcionando dentro de la máquina. Pero no es simplemente un poder de medicalización, es muchas cosas a la vez: medicinas, terapias, un conjunto de prácticas que buscan que carguemos con nuestra vida. Yo lo empecé a teorizar a partir de una experiencia en una cárcel de Asturias, en España. En esta cárcel los presos de algún modo auto controlaban el espacio y los carceleros eran sustituidos por terapeutas. Quien entraba allí, firmaba un contrato en el que admitía que su vida fuera rehecha. Fue una experiencia exitosa y para nosotros fue la matriz para comprender cómo el poder terapéutico se extiende sobre toda la sociedad.
Pensábamos que al mismo tiempo hay una espiritualidad de los dirigentes. Ahora mismo, el Papa argentino tiene una importante influencia sobre las elites políticas y empresariales de la región.
Se los voy a decir un poco bestia, pero desde San Agustín se postula la existencia de un espacio interior en el hombre, cosa que no se había pensado antes. Un espacio interior en el que el hombre se encuentra a sí mismo. San Agustín lo construye como un espacio del miedo, en la medida en que en este espacio interior me veo ante Dios, que verá si me salva. En ese espacio entra toda la espiritualidad, que luego se hará control. Lo complicado es que el espacio interior, en estos momentos de sobreexposición, puede entenderse también como un lugar de resistencia. En la opacidad, es un salir fuera de una visibilidad absoluta bajo un ojo del poder. Pero abocarse a la meditación trascendental es absurdamente nefasto cuando lo que no hay son casas. Creer que la disposición de los muebles te hará más feliz me parece absolutamente vomitivo. Es el uso de la interioridad para ponerla en función de la propia máquina capitalista. El poder terapéutico busca neutralizar lo político y ubicar en conflicto en cada quién. Es la gestión de los residuos humanos por un lado, y de las vidas precarizadas por el otro. Funciona como un agarradero: en el fondo, con la auto contemplación te ofrecen un bloque de eternidad, lo cual para mucha gente es bastante. Sin embargo, hoy el espacio interior puede ser un lugar para partir, un punto para volver a atacar al mundo. Sospecho que hay algo en vaciarse que puede ser liberador, quitar el miedo y los deseos construidos por la publicidad.
¿Hay alguna relación entre esa parte positiva de la meditación, aquella que vacía la vida marca, y tu idea del “gesto político”?
Antes la gran dicotomía era “o ser una mercancía o vivir”. Esto era lo que planteaban los situacionistas y muchísima gente en los ‘70. Yo creo que hoy la dicotomía a la que nos enfrentamos es “ser una unidad de la movilización o ser una anomalía”. Ser una pieza o ser alguien que no va a encajar en esto y que va a pagar por ello. Yo creo que ciertas terapias pueden ayudar a que esta anomalía, que uno debe ser si quiere enfrentarse al mundo, subsista de alguna manera y no se gire hacia la autodestrucción. Este es el punto crucial: si hay un criterio a la hora de cortar las terapias y plantear que pueden ser elitistas, nefastas, ligadas al capital. Ahora, cerrar los ojos ante esto también me parece equivocado. Hay una terapia que indica “relajarse bien para trabajar mejor”. Pero el gesto radical, el gesto revolucionario es dejar de ser uno mismo. O sea, en la política más radical ya hay una forma de terapia que es dejar de ser lo que la realidad te obliga a ser.
¿A qué llamás fascismo posmoderno y cómo se relaciona con el poder terapéutico?
El fascismo posmoderno es un espacio público pseudo privatizado, es la autogestión de tu propia vida, es un espacio de opinión y decisiones. Durante mucho tiempo para mí el fascismo posmoderno fue esta movilización en la que tú crees que diriges tu propia vida. El fascismo posmoderno, la máquina de la movilización, el vivir en esta sociedad destruye la mente, aniquila, en el fondo tu vida no vale nada. Entonces al poder terapéutico interviene como una aseguradora para que no te hundas. Te mantiene con el mínimo de vida para que puedas seguir vivo y trabajando. Entonces, ¿nos hacemos pieza de la máquina o intentamos en esta destrucción ser la anomalía que se pueda convertir en cierta potencia? Hay terapias que te reconducen dentro de la máquina y otras que pueden hacer de la propia enfermedad un arma. Aquí está la cosa: asumirse anomalía, asumirse una forma del dolor.