Anarquía Coronada

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La “cultura de la cancelación”, o el privilegio de no recibir críticas // Macarena Marey

Lo que sigue son párrafos redactados al vuelo, más que nada por la urgencia de pensar cómo debemos actuar en un mundo injusta e innecesariamente peligroso para muchas personas y en el que quienes refuerzan las opresiones con sus expresiones públicas no toleran ninguna crítica sobre sus acciones. La ilusión de la cancelación les trae los beneficios de la victimización a quienes se consideran “cancelados” y refuerza las estructuras que generan los problemas para quienes ejercen la crítica.

 

El llanto del cocodrilo

“Cultura de la cancelación” es un atajo discursivo (hay quien diría un mito, es decir, una mentira, en este caso innoble) que les sirve a quienes usan el giro para continuar beneficiándose con la vigencia y el refuerzo de diferentes sistemas de dominación y desigualdad cuando estos son puestos en cuestión por el ejercicio de la crítica.

Cuando alguien denuncia haber sido “cancelada” o “cancelado”, muy probablemente ocurra lo siguiente. Un grupo acotado de personas tiene la libertad constatable (porque lo hacen a la vista de todo el mundo) de pronunciarse en contra de los derechos de todo un colectivo de personas. Tan garantizada tienen esta libertad que cualquier crítica a esos actos ilocucionarios es inmediatamente tildada de ataque personal y censura, como un intento de silenciar voces que claman en el desierto. Detrás de la instrumentalización del derecho de ejercer públicamente la crítica como un derecho a no recibir críticas se esconde un propósito muy evidente.

El objetivo de sacralizar un supuesto ejercicio del pensamiento crítico es anular la crítica cuando ella es ejercida por ciertas personas y, con esto, delimitar con las mayores precisión y normatividad posibles las fronteras de la autorización a pensar y hacer pensar. Así, solo las personas autorizadas que denuncian estar siendo “canceladas” pueden hablar y pensar, solo ellas tienen una ciudadanía epistémica plena. A quienes tienen muchas razones para cuestionarlas, por el contrario, esta operación de trazado de fronteras les quita toda ciudadanía epistémica. No es nada nuevo: es cerrar el círculo y velar sobre él, es la manera tradicional en la que proceden las elites. Ellas solas, las personas “canceladas”, son intelectuales y, por lo tanto, ellas sí pueden pensar en voz alta cualquier cosa, incluso atrocidades, sin que las subjetividades que asisten a ese espectáculo hasta involuntariamente entren en ninguna consideración. Tienen tanto protagonismo que, subrayo, incluso involuntariamente nos enteramos de las cosas que dicen porque de hecho dominan (son dueñas de) los foros. El resto, no importa cuáles sean sus credenciales epistémicas, no puede pronunciarse críticamente sobre nada de lo que esas personas espetan en público. Lo que dicen es inopinable. Es muy claro, entonces, que se trata de un burdo privilegio de impunidad ilocucionaria, no del ejercicio cándido de un derecho democrático. Quien saca rédito hasta de sus propios errores (por ejemplo, mayor publicidad y refuerzo de su inocencia en la performance de su victimización) no es víctima de nada ni de nadie y tampoco es inocente; por el contrario, está profundizando injusticias muy concretas, activa o pasivamente.

La distribución desigual de la autoridad epistémica, la categorización de algunas personas como con derecho de expresarse y de otras como no-conocedoras, es uno de los efectos y de los mecanismos de refuerzo de los sistemas de dominación. No hay un discurrir libre de ideas cuando hay desigualdades profundas que atraviesan desde el acceso a los micrófonos hasta el modo en el que nos perciben en público y la comprensión o no del modo en el que articulamos nuestros discursos. No existe, ni en la Argentina ni en ningún lugar, una distribución equitativa de la credibilidad. En contextos de injusticia estructural, casi nunca están dadas las condiciones para debates “racionales” entre “iguales”. Es raro que sean personas feministas quienes no sepan esto, porque los mitos de la inclusión dialógica y del carácter virtuoso de los procedimientos de deliberación son una de las trampas más obvias del patriarcado en la medida en que es un sistema de dominación. La invitación al diálogo es muchas veces la invitación a entrar en la boca del lobo. En esos casos, negarse a dialogar y señalar esa trampa es el curso de acción más indicado. Como el filósofo argentino Blas Radi, soy partidaria de que en estas condiciones la intransigencia tiene un rol político disruptivo y creativo que, al menos, consigue resguardar la dignidad e integridad de quienes están casi siempre en desventaja.

Que personas oprimidas de una manera determinada (por ejemplo, mujeres, pero cis, blancas, burguesas) no perciban su misma implicación en otras opresiones (de género, racialización y clase) no es un fenómeno tan misterioso en realidad. Que el feminismo no quite el cissexismo (y el racismo, el imperialismo, el capacitismo, el clasismo, el adultocentrismo, el etarismo) responde al hecho doble de que no hay jerarquía de opresiones (Audre Lorde) y de que ellas tienen un interjuego que articula la dominación por géneros de diferentes maneras (la famosa interseccionalidad, tantas veces invocada, tan pocas veces entendida). Cuando se arman polémicas sobre la pertinencia o no de la acusación de que alguien ha incurrido en alguna injusticia o discriminación al decir algo, suele quedar muy a la vista una incapacidad de reconocer que se ha actuado de manera injusta o discriminatoria. Desde la teoría crítica de la raza se ha escrito sobre este déficit epistémico y moral de quien se beneficia de un sistema de opresión. La ignorancia blanca es el déficit beneficioso para las personas blancas por el cual ellas no llegan a entender el mundo del que se benefician, no llegan a comprender de qué modo la supremacía racial y la racialización estructuran el mundo en el que viven (Charles Mills). Sin equiparar sistemas de opresión, podemos hablar de una ignorancia cis también. Las personas cis nos beneficiamos de un mundo cisnormativo que perjudica a las personas trans y parte de este sistema se alza sobre el hecho de que no llegamos a percibir el carácter estructural de la dominación cis.

Sobre algo tan burdo como que quien es injusta no percibe la misma injusticia de la que saca un provecho se monta gran parte de la fuerza de los sistemas de opresión. Esto también es banalidad del mal y la denuncia de “cancelación” es una tuerca en ese engranaje.

 

Bancate ese defecto

Cuando una discusión llega a un atolladero muy probablemente esté mal planteada. Esto ocurre con el gastado giro “separar la obra del artista” y su posibilidad y deseabilidad. Tratar el tema en estos términos termina por convertir injusticias estructurales en simples defectos morales de personas que habitan en esos mismos sistemas y, con eso, desplaza una cuestión de responsabilidades colectivas por un asunto de culpa individual.

La cuestión no es nueva y si nos entusiasmamos podemos encontrarla en República X, cuando Platón escandalosamente echa a los poetas de la misma pólis para la que eran esenciales, aunque en rigor no se trata del mismo fenómeno. Quienes trabajamos en la filosofía académica conocemos muy de cerca la cuestión de la “cancelación”. Leemos autores que son repudiables, que hacen afirmaciones que explícitamente nos inferiorizan, en mi caso como mujer (cis) de América del Sur. Ya nadie que tenga un rigor lector mínimo puede negarlo. El punto está en qué hacer con esto: ¿solo queremos quedar como buenas personas que indican que Aristóteles, Platón, Hobbes, Hume, Locke, Kant, Hegel, Nietzsche eran o misóginos, o racistas, o imperialistas, o antipopulares y elitistas, o todo eso y más junto? ¿Queremos con la denuncia, tan necesaria por otro lado, solo desmarcarnos públicamente de esas injusticias, como si no nos beneficiáramos de muchas de ellas? ¿Son el racismo y la misoginia de un autor europeo muerto tan solo expresiones esporádicas en su corpus, o por el contrario estructuran su pensamiento y forman parte de un proyecto civilizatorio que produce subjetividades jerarquizando y subhumanizando, mucho más allá de sus textos? Y nosotras mismas ¿nos creemos tan por fuera de todo sistema de dominación que no nos pensamos como agentes (pasivas o activas) de la continuación y el refuerzo de esos sistemas?

Hablar de responsabilidad colectiva no implica que todas las personas tengan las mismas tareas y deberes, solo indica que todas (casi todas) tenemos que hacer algo al respecto. Saber qué hacer y hacerlo es una cuestión de doble inserción colectiva y personal en los sistemas de opresión y cada quien querrá hacer, podrá hacer y hará según una serie de factores dependientes de condiciones materiales bien concretas y de la relación propia con la imbricación de varios de esos sistemas. Lo que no podemos hacer es decidir que estamos definitivamente más allá de toda responsabilidad por las injusticias del presente, esto es: autoproclamarnos inocentes.

En este marco, ¿por qué pensamos que alguien cuya escritura nos gusta es prima facie irreprochable? Ls seguidores que no pueden aceptar la falla de su artista e inmediatamente por eso la niegan aunque la tengan delante de sus ojos reproducen la distribución inequitativa de la inocencia. El problema es que nadie (casi nadie) es inocente en un mundo injusto. Otro problema es que no estamos hablando de figuras periféricas, marginalizadas del ejercicio del poder. Estamos hablando de protagonistas de la cultura que incluso ocupan cargos públicos en los que toman decisiones autoritativas. Cuando se consideran “canceladas” están invirtiendo el sentido real de la persecución ideológica.

No se trata, en rigor, de la relación entre un acto ilocucionario aislado y la realidad. Esto no es lo que significa “hacer cosas con palabras”, no significa que decir “hágase” será seguido por la creación de cualquier cosa desde la nada. Se trata de la reproducción de visiones jerarquizantes y subhumanizantes del mundo, de la elaboración continua de visiones del mundo que excluyen deliberada y cruelmente a muchas personas de él. No es tanto lo que una palabra pueda hacer respecto de una cosa o de si una palabra puede crear cosas, es una cuestión de percibir la inscripción de una expresión pública en un sistema de dominación. No se trata de separar autores y obras, se trata de que nadie puede pensarse de manera recortada de las relaciones sociales asimétricas en las que vivimos. Ni las escritoras, ni los cineastas, ni los roqueros, ni las profesoras de filosofía. Por supuesto, tampoco las obras, pero acá este no es el tema. El tema es qué hacen y dicen personas con poder que casualmente tienen ese poder porque son artistas con obras. Estas personas tienen una responsabilidad política marcada porque tienen influencia, micrófonos y protagonismo. Y, además, no existe nada parecido a un derecho a promover y alentar la aniquilación.

 

No es un debate

Decimos hasta el hartazgo que cuando se trata de supuestos debates con feministas transexcluyentes, de un lado (el de las y los feministas transexcluyentes) se quiere la aniquilación de todo un colectivo de personas históricamente oprimido por la norma cissexual y, del otro, está la defensa del derecho a existir. No hay una reciprocidad que nos permita pensar en un debate ni una intención de aprender y escuchar. Hay únicamente un proyecto destructivo de vidas, reaccionario respecto del statu quo y conservador respecto de una norma, la cissexual, que genera sufrimiento innecesario en millones de personas, que quiere imponerse sobre la vida de las personas trans, a quienes no se escucha. ¿Por qué habría que tenerse paciencia con figuras públicas que deciden presentarse, abierta o solapadamente, como enemigas? Porque eso es lo que hacen las feministas transexcluyentes, presentarse como enemigas. ¿De dónde sacar ganas para la pedagogía, entonces?

En “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, texto de una conferencia que dio en 1981 en la apertura a un congreso feminista y que es central para entender qué es la interseccionalidad, Audre Lorde defendió el uso de la ira (del enojo) como respuesta transformadora frente al racismo. No quiero equiparar el racismo con el cissexismo porque los sistemas de dominación actúan de maneras diferentes, aunque tienen en común varias operaciones básicas. Sí me interesa traer aquí estas preguntas:

¿Cuál de las mujeres aquí presentes está tan enamorada de su propia opresión como para no ver la huella del pisotón que le ha dado a otra mujer en la cara? ¿Para qué mujer se han vuelto las condiciones de su opresión, preciosas y necesarias en tanto en cuanto le permiten la entrada al redil de los justos, lejos de los fríos vientos del autoanálisis? […]

Ninguna mujer tiene la responsabilidad de modificar la psique de su opresor, aun cuando esa psique esté encarnada en otra mujer (Audre Lorde, “Los usos de la ira: las mujeres responden al racismo”, en La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias, traducido por María Corniero, revisión de Alba V. Lasheras y Miren Elordui Cadiz, Ed. Horas y horas, Madrid, 2003, pp. 137-150; disponible en https://sentipensaresfem.wordpress.com/2016/12/03/uial/).

 

No poder bancarse el defecto cuando alguien lo muestra (sin o con ira) es una actitud bastante típica del opresor y de la opresora. Su auto-victimización no es solo un rechazo de culpabilidad, es ante todo un rechazo de la conciencia de la responsabilidad propia frente a las injusticias del presente y el refuerzo del lugar privilegiado de la inocencia de quien tiene garantizada su autoridad epistémica y sus espacios de ejercicio de la dominación.

¿Por qué un o una artista tiene que ser intachable? Quizás todavía cargamos con el lastre de las teorías del genio artístico, quizás necesitamos figuras de completitud en épocas de carencia. Sí sé que esta ansiedad por mantener la imagen inmaculada de artistas cuyas obras nos gustan termina por apañar a quienes ejercen la opresión, mientras que se les exigen toda clase de actitudes morales, amorosas, pacientes y pedagógicas a quienes son objeto de esa opresión. ¿Por qué habría que ser dulce con quien oprime? Este mundo está tan mal hecho que hay gente que nace y muere culpable tan solo por existir y una elite irresponsable de almas bellas que jamás se equivocan, sobre todo cuando se equivocan y que, al denunciar que las cancelan, reproducen los sistemas de dominación.

Palabras que (ya) no consuelan // Luchino Sívori

«Se trata de participar en el íntimo diálogo con el lenguaje».

Hans-Georg Gadamer, 1993.

¿Por qué uno iría a buscar más lenguaje del que ya se tiene diariamente, en los libros, en las charlas cotidianas, en los diálogos que mantenemos incluso con nosotros mismos?

Busca de palabras que expliquen, motiven, sostengan o describan aquello que no cesa ni con la verosimilitud ni con el extrañamiento.

Pero también, búsqueda intrépida en conversaciones espontáneas con desconocidos, en rótulos televisivos y hashtags digitales, en intempestivos subtítulos de obras audiovisuales y en algún fraseo que a la larga  podría tomar, con suerte, espesura de señal. 

Toda una amalgama de signos, visuales y sonoros, pasados por el filtro de un lenguaje cada vez más verborrágico y fútil.

¿Qué clase de sobredosis viciada nunca saciada de y por las palabras se persigue yendo a buscar más frases sobre la pantalla o el papel?

Materia prima presuntamente inabarcable, cuyo estímulo ya no perdura ni entretiene ni sostiene más que una décima de segundo. Y aún así…

Y aún así este texto, y su lectura. 

Un gesto ya mecanizado el de la lectura -y estudiado, con todas las palabras posibles para comprenderla o des-aprenderla-; un ir y volver y volver a ir a una suerte de «querer saber más» eterno, para al final no quererlo nunca más (¿silencio demasiado sonoro?), y en última instancia entender por qué así, de esta manera. 

¿Y si hemos llegado al fin, finalmente, del lenguaje tal como lo conocíamos? Haciéndolo perdurar en sus «antiguas funciones», asfixiándolo con el grado menos cinco de la escritura, forzándolo como a una máquina (nunca mejor dicho). Viciado, cansado de tanto ajetreo, no responde ya de sí más que con retortijones y zigzagueos, con un poder que todos -decimos- le otorgamos, pero que ya nadie parece percibir suficiente. 

Nos animamos a preguntar: ¿la búsqueda de una Segunda Ilustración se ha vuelto necesaria? 

Si el lenguaje ya no nos libera a través de la clásica representación ni refractando oblicuamente nada, ¿qué le queda, más que revolverse indefinidamente por el aire, tirando alguna que otra bocanada de fuego fugaz y efímera?

Escribir // Sofi Guggiari y Emi Exposto

Escribir para curarme. Para enfermar cada vez más. 

Para huir. Fugar. Traicionar esa palabra que ya no es parte de mí. 

 

Escribir para tocar la zona erógena del lenguaje. Para tocarte. Para desaparecer en las palabras. Para aprender a vivir.

 

Escribir para rasguñar este mundo, abrirle una herida y beber de su sangre. Hacer carne con el caos. Cometer el delito. Revelar el pliegue de lo que no se puede decir.

 

Escribir como anoréxico, devorando el vacío. La escritura revela una intimidad común: la clandestinidad de los enfermos. 

 

Escribir para agenciarme al magma con fuerza. Desnuda, sedienta. Lanzarme a lo imprevisto. Afirmar una existencia. Que nunca es una sola, sino miles a la vez. 

 

Escribir para liberar una vida aprisionada, inhibida en sus enfermedades. La escritura es un síntoma. Una coalescencia de sonidos y sabores, de aromas, texturas y visiones. Es un cuerpo excitado, aterrado por demonios y placeres intensos.

 

Escribir para crear una vida, allí donde no había nada. Entrar en ella, producir paisaje. Un pueblo de pueblos. De suelo húmedo y cielo furioso. Hacer del sueño, una pesadilla letal. 

 

Escribir es sumergirse en el malestar, prolongar en el lenguaje las fantasías de un cuerpo. Escribe el inconsciente para los inconscientes. Para convertir formas de vida en formas del lenguaje, para traducir en usos del cuerpo las mutaciones de la piel.

 

Escribir, no para pelear con monstruos viejos, conocidos. Escribir para crear nuevos monstruos. Mirarlos a la cara, ver de qué están hechos.

 

Escribir porque el mundo se acabó.

 

Para declararle la guerra a la literalidad de las cosas. Porque no hay otra manera de insistir cuando todo queda detenido. 

 

Porque nos calienta escribir. 

 

Para tratar a las palabras como nos hubiese gustado que nos traten. Y confiar en la escritura como un lugar de hospitalidad. Para producir un tiempo, crear una mirada.

 

Para odiar y amar por otros medios

 

Escribir un desierto y un átomo. Un universo, un gesto pequeño. El color de un gemido, los ojos cerrados. Describir con ímpetu cómo se abren los poros de la piel.

 

Escribir porque estamos forzados a hacerlo. La escritura es nuestra única estrategia para rozar el corazón de la materia. Es un órgano de los sentidos. Clínica de las fuerzas del mundo. 

 

Entonces, escribir para arrancarle la angustia a la certeza y no al revés. 

Escribir con desesperación y con prudencia. Como marca de lo abismal. 

Con delirio. Imaginación. Profunda tristeza. Agitada. Espesa. Loca. 

Como un nacimiento. Como una manera de morir.

 

Escribir para desconocernos a nosotros mismos. Para descubrir una potencia colectiva en el propio insomnio, en los sueños y pesadillas, en la ansiedad y el alcoholismo. 

 

Hacer océano de escrituras malditas. De tactos que erizan. Inminencia. Desborde. Sensatez.

 

Escribir es una política nocturna: la violencia de la noche le arranca al cuerpo su verdad. 

 

Escribir ante el vacío y por él.

Escribir para hacerte el amor.

Para violentarme con vos.

 

No vale la pena escribir si no es para afirmar una desesperación. Un delirio. Un exceso.

 

Escribir para no repetirse. 

Ser otra.

 

Para encontrar tu mirada, tu boca, tus voces, olores y caricias en mis palabras. 

 

No saber quién escribe

Por qué lo hacemos

 

Escribir es suicidarse un poco cada vez.

 

Hacer silencio, 

no escribir

 

 

El Siluetazo, su estela y los derechos humanos como sismos de expresión // Pablo Hupert

[Adelanto del libro Esto no es una representación, en preparación en Red Editorial. Otro adelanto puede verse en “La dinámica imaginal no es la sociedad del espectáculo de Guy Debord”].

 

No son sólo memoria,

son vida abierta.

Son camino que empieza

y que nos llama.

Cantan conmigo,

Conmigo cantan.

D. Viglietti

Si una pregunta recorre nuestras reflexiones sobre la segunda fluidez, es la que pregunta por los procedimientos de afirmación-expansión de potencia en las condiciones contemporáneas. Es cierto que comenzamos los diferentes libros ensayando una caracterización de cómo se producen elementos sociales fluidos (instituciones, Estado, signos, relaciones, subjetividades). Pero también es cierto que no nos limitamos a ello, y que tomamos esos dispositivos productores de elementos sociales como obstáculos a la subjetivación posible. No ensayamos aquí solamente una caracterización de las prácticas que nos capturan; ensayamos también un pensamiento de las prácticas en que nos afirmamos. Así, cuando hablamos de imaginalización, hablamos de una práctica semiótica que practicamos y en la que una potencia que desconocemos queda capturada; la imaginalización, entonces, es lo que evita otra práctica semiótica posible. Si las imágenes y palabras imaginales dan imagen a las propiedades o rasgos o atributos de cosas, sentimientos y personas, la expresión expresa la potencia de un común. Al hacerlo, hace común lo común de una situación, o teje nosotros, o trama consecuencias, o afirma subjetividades, o afecta, o hace perceptible y habitable un más-allá de una astitución[1] (o todas esas cosas a la vez), y siempre afirma y expande potencia: Algo que no se veía como propiedad del sujeto u objeto imaginalizados, luego de expresado, es perceptible como posibilidad de un común. La expresión expresa algo previamente no visto, y se proyecta a nuevas expresiones imprevisibles.

Para ver esta operatoria de la expresión, leamos el Siluetazo.

“La realización de siluetas es la más recordada de las prácticas artístico-políticas que proporcionaron una potente visualidad en el espacio público de Buenos Aires y muchas otras ciudades del país a las reivindicaciones del movimiento de derechos humanos en la década de 1980. Consiste en el trazado sencillo de la forma vacía de un cuerpo a escala natural sobre papeles, luego pegados en los muros de la ciudad, como forma de representar «la presencia de la ausencia», la de miles de detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar.”

“…el inicio de esta práctica puede situarse durante la III Marcha de la Resistencia convocada por las Madres de Plaza de Mayo el 21 de septiembre de 1983… en lo que –­por la envergadura y masividad que alcanzó– se conoce como «el Siluetazo».”[2]

Para tomar dimensión del carácter acontecimental de esta práctica semiótica, señalemos una vez más el carácter inefable de la desaparición.

“La desaparición no se puede contar. Porque lo que el sujeto es (vida y acción hecha en su propio verbo-relato) se termina en el momento del secuestro, y luego… comienza otro verbo, comienza a desaparecer; cada segundo que pasa, desaparece más y más. ¿Cómo contar eso?, si no hay relato posible para eso. ¿Y cómo contar eso, si ese es el único fin de los perpetradores? […] No los asesinaron, los desaparecieron. Y la respuesta al interrogante ¿dónde están?, siempre será esa: «están desaparecidos». Cualquier palabra en contrario por parte del desaparecedor, sería romper una lógica de funcionamiento […] No hay intención de hablar, porque no hay necesidad de hablar. Ni posibilidad.”[3]

La desaparición no se puede contar: no se puede representar. Así, en Argentina la Dictadura de la desaparición de personas deja una condición con la que deberá lidiar el régimen democrático que le siguió: la condición de una representación en crisis.

También el movimiento de derechos humanos lidió con esa condición, y logró hacerlo no representando sino expresando. Las siluetas se convirtieron en expresión de los detenidos-desaparecidos. Como signo performativo, dieron forma presente a esos que no podían ser representados ni como muertos ni como presos. Lograron así hacer que ese real (los-treinta-mil) fuera una realidad en el paisaje de la realidad previa –pero una realidad disruptiva de ese paisaje. En tanto acontecimiento (en tanto uno de los varios “-azos” que conmovieron al país), fue una alteridad con la que se topó la realidad argentina, a la que afectó indeleble y sostenidamente. Si hoy esa realidad, “en su no-posibilidad de ser contada”,[4] nos resulta palpable e innegable, es gracias a que el movimiento de derechos humanos argentino pudo expresarla. El Siluetazo no representó la ausencia, sino que la presentó.

Si lo hizo sostenidamente, no fue porque lo hizo de una vez y para siempre, sino porque generó una cadena –o un rizoma– de encuentros, expresiones, réplicas.[5] Repasaremos algunas para poder pensar la expresión en su faceta de fidelidad a un acontecimiento y en su faceta de condición de esa fidelidad, en su faceta de constitución subjetiva y en su faceta de operador de esa constitución.

 

I. El Siluetazo.

Primero, detengámonos en el Siluetazo. Veremos que es en sí mismo un múltiple de réplicas entre expresiones y no un simple punto en una línea de tiempo. En primer lugar, fueron varias silueteadas. No solamente en setiembre (bajo la Dictadura), sino también en diciembre siguiente (asunción de Alfonsín) y marzo de 1984 (día del aniversario del golpe). Además, si la primera fue en la Plaza, la segunda y tercera fueron “campamentos de dos o tres días”, un “Woodstock de protesta”.[6] “Al mismo tiempo que espontáneamente y por fuera de la pauta de las Madres, se producen siluetas en los barrios y ciudades del interior del país. Las siluetas se vuelven así un signo autónomo.”[7]

Pero ahí no termina el carácter plural de este “-azo”. La idea inicial fue de los artistas Aguerreberry, Kexel y Flores para una muestra de arte; ante la dificultad de realizarla ellos tres solos en un espacio reducido, fueron a proponerla a las Madres. Estas tomaron la propuesta, modificándola (pidieron que no se pegaran siluetas en el piso, para evitar la insinuación de que los desaparecidos estuvieran muertos, y que no llevaran nombre ni rasgos faciales, para que cada silueta “representara” a “todos los desaparecidos”). Luego, los manifestantes volvieron a modificarla, poniendo un corazón rojo o poniendo nombres de sus parientes y amigos desaparecidos a las siluetas o dibujando rostros en las siluetas y algunas siluetas de bebés desaparecidos. A la vez, las Abuelas de la Plaza la modificaron insistiendo en que debía haber siluetas de embarazadas. En diciembre en el Obelisco, los jóvenes del Frente por los Derechos Humanos volvieron a modificarla al pintar siluetas en el piso pues eso facilitaba aumentar la producción de las mismas.

Cada modificación es una alteración que responde a un encuentro. Los artistas se encuentran con los desaparecidos (una otredad radical), y lo expresan en una propuesta. Este encuentro se encuentra a su vez con las Madres, que elaboran una propuesta modificada, que expresa el nuevo encuentro entre alteridades (artistas y Madres), que a su vez se verá afectado por el encuentro con otra alteridad: los manifestantes y los transeúntes que espontáneamente se sumaban a la silueteada. Y así sucesivamente. A cada paso, un encuentro; a cada encuentro, una afectación; a cada afectación, una expresión que propaga la afectación. Son réplicas sísmicas, alteradoras, y no réplicas reproductoras o repetitivas. La expresión es un proceso por el cual alguien o algunes se constituyen subjetivamente al responder por lo que les afecta: es entonces una subjetivación colectiva a la vez que un agenciamiento de expresión.

“El Siluetazo produjo un impacto notable en la ciudad no sólo por la modalidad de producción sino por el efecto que causó su grito mudo desde las paredes de los edificios céntricos, a la mañana siguiente. La prensa señaló que los peatones manifestaban la incomodidad o extrañeza que les provocaba sentirse mirados, interpelados por esas figuras sin rostro.”[8]

Diarios como La Prensa y La Nación mostraron fotos de las paredes céntricas con las siluetas, además de hacer la crónica de la acción artística,[9] propagando los efectos de esa alteridad que fueron las siluetas de tamaño natural pegadas en el centro porteño. Edward Shaw escribía en el Buenos Aires Herald: “estoy aun sorprendido al ver el perfil de alguien que no está más, como si yo… doblara la esquina y al girar me topara con una niña linda y real.”[10] Así, algunes expresaban eso disruptivo con lo que la ciudad se encontraba al día siguiente de la primera silueteada. A su vez, la propagación sería multiplicada por las silueteadas espontáneas en barrios y ciudades del interior. En todos esos puntos del país, otros y otras se toparán, ‘al doblar la esquina,’ con las siluetas de alguien desaparecido y se constituirán subjetivamente al responder a esos encuentros.

El carácter plural del Siluetazo se ve también en sus antecedentes. Tomaremos sólo dos. Hay uno manifestado por Aguerreberry, Kexel y Flores: la obra “1688”, del artista polaco J. Skapski, que ellos habían visto en las páginas de El Correo de la UNESCO en 1978, donde se representaba, con diminutas siluetas, la cantidad diaria de muertos en Auschwitz (2370). Por esto quizás originalmente los artistas argentinos tenían la intención de producir treinta mil siluetas (lo que resultaba irrealizable por varios motivos prácticos, como que requerirían una superficie de 60000 metros cuadrados[11]).[12] Hay otro antecedente mencionado por Roberto Amigo: “Las Madres, en su antigua casa de la calle Uruguay, realizaron en 1982 una exposición impactante de objetos de uso diario o creaciones artísticas de sus hijos detenidos-desaparecidos; esta muestra materializó la relación ‘presencia-ausencia’.”[13]

Pero hay más pluralidad todavía. Pues, así como ningún sujeto se autoengendra, tampoco ninguna expresión se “autoexpresa”, y las siluetas expresaban lo que expresaban dialogando con otras dos expresiones, digámoslo así, complementarias (aunque mejor deberíamos decir suplementarias). Una expresión complementaria fueron las fotos de los desaparecidos, que las Madres empleaban casi desde el comienzo; otra fueron las consignas que acompañaban las silueteadas, sobre todo “aparición con vida”, o “no a la autoamnistía”.

Estas expresiones se entraman entre sí y tejen consecuencias (más encuentros y más tramas). Y son expresiones porque, como dijo el gran artista argentino León Ferrari, “no es que nos juntábamos para hacer una performance, no. No estábamos representando nada. Era una obra que todo el mundo sentía, cuyo material estaba dentro de la gente.”[14] Las siluetas expresaban algo que sin expresión hubiera quedado mudo, pues la lengua de la situación, los dispositivos de la situación, no tenían lugar para representarlo. Como dice Bruno Napoli, la desaparición es una mutilación del lenguaje: «los desaparecidos no son muertos sino lenguaje robado».[15] Pero nada es irrepresentable de por sí o, mejor dicho, para que un irrepresentable se presente disruptivamente como realidad que no se deja representar, es necesaria una expresión. Eso fueron las silueteadas: signo y acción a la vez,[16] o expresión, o presentación de un irrepresentable.[17]

 

II. La estela del Siluetazo.

Segundo, veamos la estela del Siluetazo. Veremos que, tomado como un encuentro-hito, puede ser visto como una alteridad que generó nuevas expresiones del encuentro con ella.

Recordemos que estamos a la búsqueda de una forma de practicar el lenguaje y la semiosis en general tal que escape de la captura imaginal. No cualquier uso sincero de los signos puede ser llamado expresión. Parafraseando a Deleuze, una expresión verdadera es una verdadera expresión. Un ejercicio semiótico se escapa a la captura imaginal no cuando ocurre fuera de la net o los medios masivos de comunicación ni cuando evita el photoshop u otros filtros, sino cuando, con los medios semióticos que sean, logra expresar un real que el uso corriente de los signos deja sin expresar, y cuando a la vez esta expresión logra constituir una subjetividad que no se constituye en el uso corriente de los signos (léase, la imaginalización).

Ahora bien, un uso expresivo, entonces, responde a un real, que no es sino responder al encuentro con ese real. Como la expresión de ese encuentro es heterogénea con el uso corriente de los signos, quien se encuentre con ella se estará encontrando con una alteridad a la que responder y por la que responder. Responderá a ella y por ella expresándola de forma heterogénea al uso corriente de los signos. Alguien se topa con una alteridad o una heterogeneidad (los detenidos-desaparecidos, o una expresión que lo toca, como una escultura o un grafiti o una voz) y necesita hacer algo con esa afectación, con ese encuentro; si logra expresar lo que lo afectó, entonces responde a ello y por ello y se constituye subjetivamente a partir del encuentro, a la vez que el encuentro se constituye semióticamente como encuentro o relación o común; se da así un agenciamiento de expresión. Este proceso productivo puede recomenzar a partir del nuevo signo-expresión, generando una cadena o un rizoma de heterogeneidades. De hecho, el Siluetazo “inauguró una política cultural que se constituiría en referente de experiencias posteriores.”[18] Esas expresiones heterogéneas tanto fugan de la captura corriente de los dispositivos semióticos dominantes como afirman una subjetivación heterogénea. Aclaremos que esta subjetivación no es por lo demás un individuo sino una relación, un encuentro heterogéneo con los individuos y grupos dados, una alteridad vincular; es una trama[19].

Veamos entonces cómo este acontecimiento estético llamado Siluetazo generó una estela de réplicas (respuestas expresivas, subjetivantes, que sostuvieron una heterogeneidad con la que nuevos otros se encontraron una y otra vez). Haremos un repaso que por supuesto no puede ser exhaustivo.

Una continuación que sostuvo la heterogeneidad de la figura del detenido-desaparecido fue la campaña “Dele una mano a los desaparecidos”, que “vuelve a reforzar la asociación entre el cuerpo de los manifestantes y el de los desaparecidos.”[20] Desde Europa les habían llegado a las Madres unas hojas de papel con la silueta de las manos y decidieron hacer una campaña en Argentina. En el verano de 1984-85, fueron a la costa balnearia argentina y pidieron a la gente que pusiera sus manos. “Eran mesas en la vía pública, habitualmente llevadas adelante por madres, con pañuelo, identificadas como tales, aquel que ponía la mano por el desaparecido, ponía su mano sobre el papel impreso y la madre bocetaba la silueta de la mano y luego uno podía escribir sobre esa mano un nombre propio, una frase, una consigna, un poema, una carta, lo que quisiera. [Juntaron un millón de manos y] con ese millón de manos se realizaron unas banderolas o guirnaldas, que empapelaron todo el espacio aéreo de la Plaza de Mayo y de toda la Av. de Mayo el 24 de marzo del 85.”[21]

Otra réplica generada por el Siluetazo en la estela del mismo ocurrió en 1989 en la que se recuerda como la marcha de las siluetas rojas contra los indultos de Menem y “la cínica reaparición de los radicales en las marchas de derechos humanos”.[22] “La coyuntura política no favorecía las posiciones éticas de las Madres, entonces la plaza no pudo convertirse en un taller de producción de siluetas con participación de los manifestantes,” de modo que los organizadores produjeron las siluetas “con la aplicación del color rojo en forma plana y uniforme, buscando un impacto visual.”[23] Una expresión sale al encuentro de su alteridad: “Ningún transeúnte pudo evitar, en esas horas, sentir el escozor que la memoria proyecta.”[24] Se agenciarían, quienes pudieran, para expresar en nuevas ocasiones ese escozor provocado por la alteridad con que se encontraron.

A mitad de la década del ’90 llegó otra réplica sísmica: la práctica de los escraches, a partir del nacimiento de HIJOS, que tiene una complejidad singular, distinta al Siluetazo, pero que también pertenece al movimiento de derechos humanos y se inscribe en él alterando las prácticas de ese movimiento, alteración que toda expresión puede efectuar. Alterando, los escraches ejercen una “reapropiación del espacio público presente en prácticas” como las silueteadas, al tiempo que “la vocación alerta de memoria que caracteriza a las Madres de Plaza de Mayo fue heredada por los hijos de desaparecidos en esos actos con que denuncian la presencia de ex represores en el barrio.”[25] Los hijos se topan con la mutilación de su filiación e inventan una expresión que, resonando con las expresiones del movimiento de derechos humanos, les da una filiación, los constituye como hijos de desaparecidos.

“La práctica de los escraches se distancia de la modalidad de lucha que habían inventado las Madres en al menos dos aspectos. Uno tiene que ver con la deslocalización, pasar de esa centralización tan fuerte en Plaza de Mayo… a esta idea de que el escrache puede ocurrir en cualquier lugar y en cualquier momento, ‘a donde vayan los iremos a encontrar’, era una de las consignas más coreadas, era esta idea de visibilizar en plena década menemista, en medio de la más absoluta impunidad, la existencia de los genocidas viviendo vidas comunes al lado nuestro…, era poner en evidencia eso… Y, por el otro lado, el corrimiento del énfasis puesto en la figura de la víctima al énfasis puesto en la figura del victimario. Ahí hay otro desplazamiento muy fuerte de HIJOS respecto de lo que venía siendo las políticas de Madres, aunque por supuesto no veo contradicción, más bien, continuidad entre ambos movimientos.”[26]

Es un cambio importante. ¿Por qué consideramos que el escrache entra en la estela de expresiones generadas por el Siluetazo? No es menor que una dimensión de esta continuidad estribe en lo que Amigo Cerisola llama “toma estética del espacio público” –toma que es a la vez política. La expresión, al expresar, es un agenciamiento que crea una subjetividad, una evidencia y un espacio nuevos, heterogéneos con las subjetividades, realidades y espacios corrientes.

Podemos considerar la expresión llamada “escrache” como composición subjetiva que responde a y por tres encuentros a la vez: entre las madres y los hijos de los desaparecidos, por un lado, entre los hijos y la filiación que señalan las Abuelas, por otro, y también “entre las prácticas heredadas de los organismos pioneros de derechos humanos y elementos propios de las culturas juveniles y callejeras [con su] introducción de elementos circenses y artísticos.”[27] De todas formas, hay continuidades más explícitas, como una postal de HIJOS “en las que las siluetas se construyen con caligramas de las consignas “Ni olvido ni perdón” y “Hay que continuar la lucha”.[28] Por lo demás, un protagonista de los escraches afirma que quienes “hicieron el Siluetazo sobre el final de la dictadura… abrieron un camino en el campo de la actividad artística callejera vinculada a los hechos políticos, que se potenció en los noventa con sus descendientes directos.”[29]

Postal de HIJOS, en la que las siluetas se construyen con caligramas de las consignas “Ni olvido ni perdón” y “Hay que continuar la lucha”.

 

Pasando a la década siguiente, José Luis Meirás cuenta algunos “ardides”, intervenciones callejeras realizadas por el colectivo artístico “Argentina Arde” y por su desprendimiento “Arde!”. Tomaremos uno de ellos, titulado “Vete y vete”, el 23-24 de marzo de 2002, en plena movilización dosmilunera (cuya consigna era “que se vayan todos”). “Se realizó en el doble escrache del 23 en las casas del ex ministro de la dictadura R. Alemann y del cardenal Aramburu, cómplice activo del genocidio, [y] se repitió al día siguiente en la movilización central del 24… Unos espejos de 50 x 70 cm que enarbolaban manifestantes formados en línea frente a los cordones policiales, devolviéndoles su propia imagen. La fila se trasladaba de valla en valla y frente a la guardia de infantería apostada, los policías de civil, los jefes, alzaban los espejos y los mantenían en un ángulo que les permitiera devolverles su imagen y que leyeran la inscripción ‘VETE Y VETE’ en el espejo.”[30]

Meirás señala en estas “prácticas de arte de acción colectiva y política, 1983-2005” la siguiente continuidad:

“A diferencia de prácticas estéticas anteriores enmarcadas en luchas sociales (el muralismo realista por ejemplo) existía aquí resistencia a brindar una ‘idea cerrada’, un mensaje definido unívocamente. Cuanto más inquietara la obra, interrogara, demandara un esfuerzo de lectura al transeúnte, al público, más cerca estaba de lograr el objetivo buscado. No se trata de una denuncia testimonial para generar una adhesión moral, sino un impacto estético que haga que esa toma de conciencia no sea pasiva.”[31]

Este señalamiento de Meirás nos permite, por un lado, ver que la expresión tal como la estamos pensando es más propia de tiempos posnacionales, o pos-representacionales, y, por otro, que, por no ser representacional, sino performativa, no busca el impactar con una moraleja, sino con una interrogación. El significado será parte de la actividad autónoma de quienes reciban el “impacto” de la alteridad que los interroga, y no será parte de una línea bajada por una institución sindical o partidaria a sus integrantes-afiliados. Podemos decir del escrache lo mismo que Amigo Cerisola decía de las silueteadas: “la realización se emparenta con los nuevos patrones post-Malvinas,”[32] y es, en este sentido, una actividad semiótica posrepresentacional, en tiempos posnacionales.

Como vemos, la línea de una continuidad expresiva no es recta sino quebrada, no es obvia sino pensada, no es simple sino multiplicada por cada nueva expresión que responde a la anterior expresión. Como dice Badiou de la fidelidad a un acontecimiento, continuarlo supone una invención, esto es, nuevos acontecimientos. Así, en la estela del Siluetazo, la continuidad ha sido más o menos directa (como en las siluetas rojas o en la silueta compuesta con guijarros e instalada por Hugo Vidal en 2003 en Puente Pueyrredón en el aniversario del asesinato de Kosteky y Santillán) o más diferenciada, como en los escraches, donde la continuidad tiene que ver con el tipo de despliegue (por un lado, crean un espacio público y, por otro, los mismos manifestantes expresan y elaboran los sentidos). Con estas multiplicaciones expresivas, “la expresión «derechos humanos», entre nosotros y al calor de las luchas de las últimas tres décadas, fue adquiriendo un significado más rico, más vivo, y más activo de lo que la tradición jurídica o ciudadanista habilitaba.”[33]

Blancos móviles (GAC)

 

Otra importante continuación y modificación de las siluetas fue la de los blancos móviles, propuestos por el Grupo de Arte Callejero en la Marcha de la Resistencia de 2004, y luego en gran variedad de manifestaciones con las más diversas consignas, de Lomas de Zamora a Jujuy, de un acampe a un taller de murga. Ahora cada silueta, dibujada como la de las prácticas de tiro al blanco, invitaban a escribir de qué somos blanco. La silueta decía “somos blanco de:” y los manifestantes o transeúntes ponían “la familia”, “el consumo”, “el estrés”, “la inseguridad”, “el hambre”, entre muchas otras.

“Cuando se recordó a Maxi [Kosteki] y Darío [Santillán] en el acampe frente a los tribunales de Lomas de Zamora, «los blancos» fueron tomados con la decisión de quitarles toda connotación victimizante: se es blanco porque se rechazan formas de inclusión-explotación en curso.”[34]

“Los «blancos» surgen cuando nos quedamos sin imágenes. Cuando vivimos como blancos móviles. Cuando decidimos hacer del blanco una superficie para volver a dibujar.”[35]

Como en el dispositivo silueteada, el grupo de artistas propone un “sistema expresivo” y la expresión es terminada por les manifestantes, lo cual vuelve a hacer de la expresión, por un lado, un proceso que da forma a lo que expresa al expresarlo, y no la representación ni la imaginalización de algo que estaba antes, y, por otro lado y a la vez, un proceso que genera un encuentro que se convierte en la subjetivación que habla. Además, volvemos a encontrarnos con que una expresión nueva llama a una nueva expresión:

“Vacíos e inquietos, indeterminados y abiertos, los blancos móviles heredan la potencia de la silueta como apelación al cuerpo humano neutro. Con todos sus puntos figurativos a disposición. Lo humano como superficie de registro dispuesto a ser intervenido en situaciones disímiles, en las que se evocará siempre un sentido diferente. Admiten ser rotos, pintados, escritos. No son cuerpos sensibles, pero sí ecos que llaman a una nueva sensibilidad.”[36]

Una investigación que aquí no podemos hacer seguro mostraría más expresiones continuadoras del acontecimiento Siluetazo. Pero aquí no queremos completar una línea de tiempo sino mostrar una cadena de expresiones que responden, por un lado, al encuentro real con una expresión (las siluetas de 1983) que a su vez respondía a una huella real, y por otro y a la vez, al encuentro con lo real de la situación en la que son proferidas.

Agreguemos nada más una reciente continuación claramente alterada. En 2017, ante la desaparición forzada de Santiago Maldonado, una silueta reconocible (la de Jorge Julio López, desaparecido en 2006) sostenía la foto de Santiago. Foto y silueta volvían a complementarse, como en las marchas que las Madres realizaban desde 1977, pero ahora para señalar dos desapariciones bajo régimen democrático. Estas expresiones nos provocan un nuevo escozor que espera una nueva expresión.

III. Conceptualizaciones en una estela de expresiones.

Tercero, volvamos a la estela del Siluetazo como expresión para conceptualizar un poco más la expresión en su diferencia con la representación y la imaginalización.

  • Hemos visto que lo que hace que una imagen u otro signo opere como imaginal o que opere como representacional no es el signo o la imagen en sí sino el dispositivo en que se ve implicado: cómo se produce, cómo circula, qué relación hay entre el signo y el o los que emiten el signo, cómo se conecta con otros signos y cómo con lo real, cómo se orienta la atribución de sentido, tanto en la codificación como en la recepción, etc. Lo mismo vale para un signo expresivo. El Siluetazo de 1983 no fue solamente un montón de siluetas. Fue también un dispositivo de expresión de un real que hasta el momento no tenía signo: el detenido-desaparecido. “Según el mismo Aguerreberry, no se trataría de arte sino un «sistema expresivo» ajeno al espacio artístico, ubicado en «otro de los campos que tienen que abordar los artistas: crear sistemas para que los demás se expresen. Nosotros encontramos uno.»”[37]

Debo notar que no consistió solamente en la confección de las siluetas (la escritura del signo en sentido estrecho), sino también de la pegatina en las paredes céntricas, y también de la transmisión fotográfica por los medios gráficos. No solo el signo sino también una forma de producirlo (un “taller” o un “campamento”), y también una forma de circulación (pegatina y fotografiado). En cuanto a su conexión con otros signos, era poco estructurada: nombres de desaparecidos, siluetas adyacentes, consignas como “aparición con vida” o “juicio y castigo”. Además, dejaba gran parte del trabajo de decodificación al que recibía ese ‘mensaje’. Y lo más importante era su conexión con el real que semiotizaba: los detenidos-desaparecidos. Mordía ese real. Así, ese vacío del lenguaje entró en el universo semiótico con una corporalidad (la silueta) que no era el cuerpo vivo de un detenido-preso ni la de un cadáver. Quizás lo cualitativamente fuerte del Siluetazo fue su capacidad de expresar una ausencia haciéndola presente diferenciándola de los modos corrientes de la ausencia y la presencia. Las siluetas expresaron eso real. Videla había dicho que “un desaparecido no tiene entidad, no está”; el Siluetazo expresó que los desaparecidos tienen entidad, están.

Insistamos. Si funcionaron como expresión de eso, y como esa expresión, si presentaron ese irrepresentable, fue por el dispositivo en que funcionaron (y por su capacidad para generar réplicas sísmicas, encuentros).

  • Sin embargo, se trató de un dispositivo que, como vimos, podía ser transformado a medida que quienes respondían a su llamado lo empleaban.

“Después de veinte años, no tengo duda de que estoy olvidando a mucha gente. El que puso su vehículo cuando hizo falta, el que salió a pegar siluetas una noche y fue preso, el que puso los últimos pesos que tenía para comprar un pincel, el que estropeó la única ropa que tenía para ir al trabajo… Y toda esta gente no estaba en la estrategia de nadie.[38]

Ese dispositivo de expresión no era una institución, no era un instituido con sus rutinas y presupuestos, es decir, con su funcionamiento previsible, sino una organización que se modificaba según las necesidades de la acción –es decir, de la expresión.

  • Llegamos allí a una clave para diferenciar la expresión de la representación y la imaginalización. En estas dos formas de practicar la semiosis, el signo y la acción son momentos distintos -una distinción que la representación y la imaginalización refuerzan explícitamente una y otra vez. La expresión, en tanto le da realidad a lo que no pasaba de ser una huella, realiza lo que expresa. “Son prácticas que no evocan sino que realizan ­–son– ellas mismas la memoria.”[39] Al semiotizar ese real, esa huella, la expresión le da existencia a algo que insistía pero no consistía. Al expresar lo que expresa, lo hace.

“El Siluetazo, el original uso público de las fotos de desaparecidos, los escraches [son] prácticas impregnadas de la gestualidad de la protesta y su resultado se sustrae a una diferenciación tajante entre obra y acción.”[40]

Es en este sentido que se dice que el Siluetazo fue performativo. “El término ‘performativo’ evoca la teoría de los ‘actos de habla’ de Austin, según la cual hay palabras que ‘hacen’ al ser nombradas; en forma análoga, se trata de formas que hacen la memoria al evocarla.”[41] Signo y acción a la vez, creación de realidad, producción de entidad.

  • De tal manera, la expresión es una práctica semiótica que permite hacer experiencia de lo expresado. Si en la representación lo representado no pasa por el cuerpo, en cambio en la expresión lo expresado sí pasa por el cuerpo.

“En el procedimiento mismo de realizar un trazado con el cuerpo, de contornear el propio cuerpo o de prestarlo para que otro dibuje su contorno, en ese mismo acto reside la acción de arte… De modo que si debiéramos adjudicar un lugar a la obra en tal sentido, éste no será solamente el que ocupe en el espacio público el signo silueta, sino también donde la experiencia deja otra marca, en el que hace y en el que mira, el sitio de esa impresión es precisamente allí donde Duchamp insistiría desde su posición anti-retiniana del arte.”[42]

“La Silueta es algo sobre lo que podemos hablar, pero el fenómeno es la Silueteada y la Silueteada son miles de personas haciendo siluetas, no nos engañemos.”[43]

En la expresión, el cuerpo (el individual o el colectivo) se pone en el signo que lo expresa, así como el signo pasa por el cuerpo que se expresa. Si, en la imaginalización, se trata de ver o hacer ver y, en la representación, se trata de entender o hacer entender, en cambio en la expresión se trata, además, de sentir y hacer sentir. Se me dirá que la imaginalización y su flujo de obviedad también hacen sentir, y es cierto, pues el dispositivo imaginal es un régimen de sensibilidad. Sin embargo, el sentir de la expresión es singular, es fuera de régimen. La dinámica imaginal hace sentir según un régimen de sensaciones estimuladas por los flujos de signos (como cuando agradecemos los saludos cumpleañeros en las redes, o cuando nos sentamos en un auto cero kilómetro, o como cuando destapamos una Cola o cuando nos indignamos por un hecho de corrupción, o como cuando sentimos que todos esos sentimientos son únicos y auténticos del sí-mismo), que no son sino automatismos involuntarios de la subjetividad que la dinámica imaginal contribuye a producir. La expresión, por ser cada vez invención, no es un régimen, sino una singularización, un inescindible sentir-pensar –en tanto se trata de cuerpos que piensan o mentes que sienten– fuera del régimen que el mainstream de los signos estimula.

Esquematizando, la representación apoyaba en la conciencia (la del sujeto estatal-nacional); la imaginalización pasa por la vista (la contemporánea); la expresión, sin dejar de afectar una conciencia y una vista, vibra en el cuerpo (el común, el del encuentro). Así, la expresión, que hace ver, ve y entiende, también piensa y da forma a lo que piensa; en otras palabras, la expresión, además de verse y entenderse, también se experimenta. Es experiencia común de lo común que se expresa y expresándose se constituye.

  • Al tiempo que es experiencia común de lo común, la expresión genera un territorio (territorio, no en tanto realidad geográfica a priori sino en tanto red de relaciones que genera un espacio de circulación de sentidos y sujetos). Dice Amigo Cerisola:

“La Plaza de Mayo fue el escenario elegido desde donde romper el muro de silencio sobre las desapariciones de sus hijos y recomponer [lo que Juan Carlos Marín llama] una territorialidad social.”[44]

Una vez más vemos que la expresión hace, fabrica.

  • Ahora bien, a diferencia de la imaginalización, donde se sobreentiende que en lo visibilizado se ve todo, y a diferencia de la representación, donde se suponía que se representaba cabalmente lo significado, en la expresión siempre es posible expresar el real expresado de una manera más. En otras palabras, lo expresado no se agota en esta expresión, a diferencia de la imaginalización y la representación, cuyas eficacias estriban en representarse a sí mismas como plenas. Así, en el caso que nos ocupa, un antecedente de la expresión-silueta fueron las fotos de sus hijos desaparecidos que las Madres portaban sobre su cuerpo o en sus manos desde 1977, y que nunca dejaron de emplearse y combinarse con otros recursos expresivos, como las banderas y las mismas siluetas. El real detenido-desaparecido siempre puede expresarse de una manera más, pues la expresión, como veíamos más arriba, deja al receptor-emisor la elaboración del sentido. Qué sentido tienen las siluetas con que nos topamos dependerá de una multiplicidad de elaboraciones que haremos en nuevas expresiones. Así, la expresión no es una captura de la potencia dentro de un régimen semiótico, dentro de una codificación, sino la posibilidad de que la potencia se constituya y se expanda.
  • En breve, la representación, con su disciplinamiento estructural de los signos, clausuraba el sentido; la imaginalización, con su proliferación reticular y sin fin de imágenes y palabras plenas, cierra el sentido; la expresión, con su multiplicación de aquello expresado, abre a nuevos sentidos. Todo signo expresivo crea una disponibilidad, en el signo y en el sujeto, a nuevas expresiones –de la misma manera que todo encuentro crea, en el sujeto constituido a partir del encuentro, una disponibilidad a nuevos encuentros. Ocurre que la expresión expresa un entre, mientras que la representación representaba un instituido (un yo, una nación, una familia, un matrimonio, un diagnóstico, un producto), mientras que la imaginalización exhibe una mónada, un elemento precariamente circunferido (un yo-sombra, una nación posnacional, una comida, una reunión familiar, una relación-contacto, un diagnóstico médico, una mercancía).

Podemos entonces parafrasear al GAC: Vacíos e inquietos, indeterminados y abiertos, los signos expresivos reciben la potencia de una expresión anterior como interpelación alrededor de la cual constituirse subjetivamente. Las expresiones como superficies de registro dispuestas a ser intervenidas en situaciones distintas, en las que se evocará siempre un sentido diferente. Son ecos que llaman a una nueva sensibilidad –y son una sensibilidad dispuesta a nuevos llamados.

  • Podemos esquematizar la cadena expresiva con la siguiente secuencia. Es una simplificación que deja muchos pasos fuera de secuencia, así como sus interacciones con otras secuencias, pero más que una tabla fidedigna nos interesa visualizar la noción de convocatoria de una expresión por otra expresión:



  • La expresión se diferencia de la imaginalización y la representación en el hecho, ya insinuado en los puntos anteriores, de que no está escindida de eso que expresa.

“En el Siluetazo, el original uso público de las fotos de desaparecidos, [en] los escraches, [que son] prácticas que pueden llamarse ‘performativas’, el recuerdo no se materializa mediante la consagración de memoriales o la construcción de museos, sino que se realiza en las prácticas mismas… allí la memoria es menos un relato… que un compromiso del cuerpo y un modo alerta de la conciencia… Implican a menudo modos alternativos del espacio público y, como en el caso del Siluetazo, una apuesta estética y política novedosa. Como se sostienen en la participación colectiva, existen sólo en tanto existen individuos que las portan.[45]

En este sentido, no hay división entre el sujeto que la expresión constituye en acto y la constitución subjetiva que en acto se expresa. Como el enamorado que entona apasionado una canción o un poema siente que está en esas palabras, el sujeto de la expresión está presente en los signos expresivos. Si la representación era una práctica semiótica trascendente (en tanto escindida de la presentación) y la imaginalización es una práctica semiótica escindida (en tanto inmanente a lo que conecta, pero desconectada de los encuentros), la expresión es una práctica semiótica inmanente e indivisa. Es esta inmanencia y esta indivisión lo que la hace potente, potenciadora de la potencia, así como es la división la que daba a la representación su poder sobre las prácticas y la que da a la imaginalización su poder en las prácticas. Esquematicémoslo:

 

Representación

Imaginalización

Expresión

Escindida y poderosa

No

Trascendente

No

No

Inmanente

No

Unida con la potencia

No

No

 

  • Estela Schindel trae, a propósito de los signos de memoria del terrorismo de Estado, una cuestión que no hemos tratado hasta aquí pero que es estratégico considerar. Es la cuestión del diálogo entre la memoria “dinámica” de las expresiones del común y la memoria “monumental” propiciada por los Estados. En tanto el “monumento” (escultura, sitio, museo, etc.) es estático, es un signo que se escinde del gesto que lo crea –a diferencia de las prácticas performativas de memoria, que ella califica como “dinámicas”. Pero sugiere que haríamos mal en considerar que monumento y performación son absolutamente opuestos y no se afectan mutuamente. Transcribamos dos ejemplos de afectación mutua:

“Las fotos colgadas por familiares de desaparecidos en la cerca que rodea el Parque de la Memoria [de la Ciudad de Buenos Aires] ilustran sobre la convivencia de ambos soportes del recurso ­–uno inmediato, literal y urgente; el otro deliberado, mediado por la reflexión y el gesto del artista– como si la memoria de los crímenes de la dictadura siguiera ardiendo con sus símbolos de lucha y al mismo tiempo aspirara a hacerse un lugar en la historia e instalarse de forma permanente…[46]

Esto nos conduce a dos aprendizajes. Por un lado, el devenir monumental de la memoria del terrorismo de Estado está, al menos en principio, en la estela del Siluetazo, y los monumentos pueden ser considerados signos expresivos que responden al llamado de expresiones anteriores. Por otro lado, aprendemos que los signos monumentales quizá no deban considerarse separados de los signos dinámicos:

“Las memorias en movimiento, ‘performativas’, y los soportes fijos, anclados a sitios materiales, no se contradicen ni se excluyen sino que se refuerzan y se complementan mutuamente y expresan acaso dos momentos de un mismo proceso dinámico de memoria.”[47]

Así, el común de la memoria, la memoria del común, se compone entre ambos tipos de prácticas semióticas. Al mismo tiempo, un llamado de atención y una salvedad son necesarios.

Primero, el llamado de atención (que responde al llamado del Siluetazo): mientras la práctica semiótica monumental y separada, en tanto estatal, tiene, al menos en principio, garantías de continuidad, la práctica semiótica expresiva e indivisa continúa si la continuamos, continúa si respondemos a su llamado.

Si no continúa, el riesgo es la estatización de la semiosis: en ese caso, la actividad semiótica se despide del dinamismo o de la autonomía o de la indivisión propios de la expresión. En breve, si la semiosis se estatiza, nos despedimos de la expresión (pero se estatiza si nos desentendemos de la expresión de la potencia y nos contentamos con la consagración institucional o mediática de ciertos signos). El llamado de atención llama a entender que expresar algo es una actividad que no se contenta con que ese algo quede expresado.

Ahora, la salvedad. Ya no podemos hablar de una distinción tan rotunda entre dos tipos de memoria. En los años siguientes se vieron formas híbridas, algo así como un mestizaje entre la memoria separada y consagrada y la memoria dinámica y del común. Los espacios culturales de la ex Esma son un ejemplo claro de esta hibridación. Es que ya eran tiempos de Estado posnacional y sus astituciones.[48] Muchos colectivos pudieron usar esas astituciones como plataformas[49] de encuentros entre alteridades, como plataformas de prácticas expresivas. Así, por ejemplo, la producción de materiales educativos sobre el terrorismo de Estado no se detuvo en una forma canónica consagrada. La dinámica de las astituciones, que están siempre renovándose, a veces logró escindir signos y cuerpos y otras brindó la permeabilidad necesaria para que los signos expresaran, sin división, acciones, experiencias, cuerpos. Es el caso, por ejemplo, de las mesas de participación y consenso que funcionaron en algunos antiguos centros clandestinos de detención y tortura, como la de El Atlético y El Olimpo, donde el financiamiento estatal del funcionamiento de esos sitios de memoria era gestionado por colectivos externos al Estado. También es el caso, aunque con una dinámica distinta, del Espacio para la Memoria que funciona en la comisaría donde Luciano Arruga fue detenido y torturado en 2009, y creado por sus familiares y amigos luego de la ley de expropiación del destacamento en 2014.

“Luego de conocerse la sanción de la ley, Vanesa Orieta, hermana de Luciano…, sostuvo que la medida surge luego de ‘haber luchado y peleado con mucha intensidad’. ‘Nos llena de emoción a todos y ahora tenemos un enorme objetivo por delante que es convertir un lugar de muerte a vida para la defensa de todos los jóvenes humildes, un espacio para trabajar con la sociedad’.”[50]

Es como si la misma consagración de sitios de memoria por parte del Estado posnacional fuera dinámica, y fuera forzada a ese dinamismo por las luchas del común y sus expresiones. De todas formas, necesitamos investigar mejor y pensar más esta dinámica híbrida entre signos estatales y signos expresivos, análogamente a como pensamos la dinámica entre las astituciones y sus más-allás en Esto no es una institución.

  • Una advertencia es necesaria. No debemos creer que una expresión retiene para siempre su capacidad de generar réplicas sísmicas. Si en Nietzsche las fuerzas activas devienen reactivas, las fuerzas expresivas también pueden agotarse o devenir capturadas o devenir reactivas (cosa que ocurre cuando un memorioso de la Shoá o de la Dictadura invoca a les sobrevivientes y su sufrimiento o a los desaparecidos y el dolor de sus parientes para invalidar una pregunta que plantea un problema presente). La potencia de abrir el juego semiótico a nuevas creaciones de realidad dependerá de que nuevas expresiones activen lo que se desactivó en las expresiones heredadas pues quedaron capturadas como parte de un código. Es lo que advirtió el GAC y lo movió a la expresión “blancos móviles”:

“En 2004, ante lo que percibían como la ‘institucionalización del movimiento de derechos humanos’, decidieron dejar de colocar la bandera-señal de ‘Juicio y Castigo’ de dos metros de diámetro que venían pegando sobre el piso de la Plaza de Mayo cada año. ‘Pensamos que era un símbolo que ya era institucional. Que lo haga la institución si quiere. Ya no nos pertenece. Los Blancos Móviles nacen en contraposición a eso, y permiten conectar la lucha contra la impunidad de la dictadura, y a la vez actualizarla con las luchas de hoy, lo que nos está pasando hoy. Somos blanco del discurso de la inseguridad, y a la vez nos quedamos en blanco…’.”[51]

  • Una ética de la expresión se asoma en ese pasaje. Allí donde lo real no encuentra expresión, allí nos “quedamos en blanco”. Percibir este quedar en blanco requiere el esfuerzo de despejar la semiosfera de los signos codificados que la colman (se trate del discurso de la inseguridad o de cualquier flujo de obviedades en que quedamos como blancos fáciles del poder pues en él la potencia no se expresa y por lo tanto no se experimenta). Entonces, si no experimentamos potencia no es porque el común no la tenga sino porque no logra expresarla, o, lo que es lo mismo, porque queda capturada en las imágenes corrientes que ciñen lo que lo común puede. Esta ética nos dice que, en esos impasses, al menos percibamos que los del común estamos “en blanco”.
  • En este texto hemos prestado atención a un hilo conductor de la historia del movimiento de derechos humanos en Argentina, y por ello la figura que parece más clara como imagen de la dinámica de la expresión es la de la cadena. Sin embargo, si tomáramos otros hilos de esa historia, como el judicial o el cinematográfico o el macropolítico, y atendiéramos a las afectaciones mutuas entre esos hilos, a la simultaneidad y la sucesividad de esas afectaciones, tomaría forma la figura del rizoma. Podemos afirmar, en todo caso, que la dinámica de encuentro entre las distintas prácticas que semiotizaron la cuestión “derechos humanos” respondían a la presencia, vuelta punzante e indeleble, de los detenidos-desaparecidos en el espacio público argentino y no solo argentino. Y esa presencia se debió, primero, a la irrupción de las Madres, y luego, a la irrupción de las Siluetas.

Por otra parte, esos distintos hilos interactuaron imprevisiblemente, creando una sensibilidad por abajo, hasta que, luego de la crisis de representación de 2001, el Estado encontró en las reivindicaciones y lecturas del movimiento de derechos humanos una fuente de legitimidad a la que apelar para hacerse de la que sus gobiernos habían perdido.[52] Como ocurrió con el enorme consenso social que rodeó al proyecto de despenalización del aborto en 2018, las expresiones interactúan de modo imprevisible construyendo una sensibilidad común.

  • Bien. Hemos recorrido la estela del Siluetazo para pensar la expresión en su dinámica, con el objetivo de mostrar que lo que hace que un signo sea expresivo y no representativo o imaginal no es tanto el signo en sí sino la dinámica en que opera. Es un rasgo fundamental de la operatoria expresiva: el no tener una lógica estable, por un lado, y el moverse de réplica a réplica, de sismo a sismo, de encuentro a encuentro, por otro.

Así las cosas, debemos tomar nota de que no es necesario que un signo participe de un acontecimiento del tipo “-azo” para operar como expresión. Muchos memes y chistes funcionan como expresión de reales que de otra forma no se perciben. A veces un remanido lugar común de una canción romántica logra indistinguirse con el sentimiento de este o aquel amante. Otras veces, es una investigación y una denuncia, o un documental o un testimonio lo que funciona como expresión (por ejemplo, la investigación que, en base a certificados de defunción, mostró en 2013 que en la provincia de Córdoba se habían decuplicado las muertes por cáncer desde el momento de la introducción del glifosato en la provincia fue una expresión, que continuó la expresión que fue la denuncia de contaminación de las Madres del barrio Ituzaingó de la capital cordobesa). Otras veces, la palabra de un terapeuta o la de una amiga funcionan como expresión de un real que de otro modo queda sin percibir.

La expresión funciona como expresión si expresa verdaderamente una singularidad. No se requiere que sea original, que se la pueda llamar “obra de arte”, ni que ocurra en una plaza histórica ni que marque la historia de un país; tampoco es necesario que ocurra fuera de las redes informáticas. Sí hace falta que exprese singularmente un encuentro singular de dos o más alteridades. Sí hace falta que constituya subjetividad o agenciamiento común a partir de ese encuentro.

También hace falta que ese signo que obra una expresión singular opere llamando a nuevas expresiones, tejiendo así una trama relacional. Pero puede pasar que nadie acuda a ese llamado, que nadie vibre con esa expresión y que la trama no se teja, que las consecuencias no se produzcan, y que la expresión no genere una cadena ni un rizoma. En este caso, se habrá dispersado en la inconsecuencia propia de la segunda fluidez.[53]

 

IV. Retome

  1. En condiciones fluidas, también en el campo semiótico se dan operaciones o prácticas cualitativamente distintas a las sólidas. La imaginalización es la práctica dominante, operatoria de producción de subjetividad sin pensamiento. La expresión es la práctica en tensión con las condiciones fluidas, actividad semiótica subjetivante, de pensamiento, donde habla un nosotros, donde se pronuncia, de manera común y pública, lo común de un común.
  2. Lo imaginal tiene una dinámica de contacto disperso que “permite la puesta en encuentro de cualquier escena con cualquier otra –sin la restricción de lectura longitudinal, secuenciada y sucesiva, que pesa en [el] libro o [el] film.”[54] Y semejante dinámica ocurre “sin otra tensión de reflexividad –o conciencia de conciencia– que el instantáneo momento de sinapsis que… ensaya fulminantemente, una y otra vez, conectar innumerables recorridos por toda la extensión de una red de redes.”[55] La expresión, en cambio, admite otra dinámica, incluso cuando se da dentro de la net, pues implica una reflexión sobre los signos y su uso así como sobre el efecto que una alteridad tiene sobre alguien.

La semiosis imaginal es un automatismo que conecta imágenes con imágenes (incluso si son palabras, allí funcionan como imágenes, como es el caso de los hilos de comentarios de Instagram o las opiniones en la televisión). La semiosis expresiva, en cambio, si se da –y no es automático que se dé, sino todo lo contrario–, hace encontrar signos con alteridades –o, mejor dicho, encuentra el efecto de un encontrarse con una alteridad con un signo que expresa ese efecto. Este encuentro entre signo y otredad, al encontrar expresión en un signo o conjunto de signos, es una singularidad (una nueva otredad, un agenciamiento, una re-flexión de lo otro sobre el nosotros que se expresa) y esa singularidad se proyecta a nuevos encuentros y expresiones. Si la dinámica imaginal es pura pulsión de conexión y forma enjambre,[56] la dinámica expresiva es pensamiento productor de consecuencia y forma trama –un nosotros abierto.

  1. Leemos esta dinámica en la expresión del movimiento de derechos humanos nombrada Siluetazo.
  2. La desaparición de personas por la Dictadura mutiló el lenguaje. Los detenidos-desaparecidos, ni presos ni muertos, eran un irrepresentable.
  3. Porque lo expresó, el movimiento de derechos humanos logró presentar lo que no tenía representación posible. La expresión dio entidad de desaparecido al desaparecido y, en tanto es indivisible de las luchas del movimiento de derechos humanos, hizo imposible clausurar lo que podría haber pasado sin percibirse (pues era irrepresentable). Un hito en esa expresión fueron las silueteadas.
  4. Así, tanto como lo imaginal, la expresión es una práctica semiótica posrepresentacional, que se da en condiciones fluidas o pos-estatal-nacionales. Pero, mientras que lo imaginal es dominación o policía, la expresión es emancipación o política.
  5. La expresión silueta ha generado en otros –como hemos visto en los documentos– “impacto”, “sorpresa”, “escozor”, “llamado”, “ecos”: réplicas sísmicas. El encuentro de estos otros con esa singularidad u otredad expresiva generaba nosotros y en un mismo movimiento generaba nuevas expresiones. No se trataba de la fugaz tensión lumínica de las imágenes imaginales sino de la experiencia de una afectación que exigía respuesta constituyente.
  6. Cada vez que la afectación obrada por una expresión es a su vez expresada, es al mismo tiempo alterada, singularizada en un agenciamiento.
  7. Así, la práctica del expresar constituye sujeto, pero no porque exprese la interioridad sedimentada de una persona dada, sino porque expresa la potencia no codificada de un encuentro, de un entre, y lo hace de manera tal que escapa a la codificación general.

 

V. Destilado de una lectura

La expresión no es representación. Contra el purismo místico que ve en el lenguaje y los signos una captura inevitable de lo inefable, la expresión asume el carácter semiótico de los seres parlantes, y afirma en acto la posibilidad y necesidad de semiotizar la potencia de los encuentros que el uso dominante de los signos (el imaginal) deja indecible, invisible, imperceptible.

La expresión semiotiza un real de forma tal que expande una potencia en vez de capturarla. En este sentido, va más allá de la semiosis dominante (la imaginalización). Decíamos también que la expresión es una réplica a ese real, no porque lo copie, sino porque le responde. Le responde haciéndolo existir como signo entre los signos, como ente entre los entes, como realidad en la realidad. La expresión es performativa, pues al decir o visibilizar o sonar o tocar, hace existir a eso que expresa y que hasta expresarlo no era más que una huella evanescente. Este real pueden ser los desaparecidos o un árbol[57] o un encuentro amoroso. En este sentido, responder a un real es también hacernos responsables por ese real que, de no expresarlo, se desvanecerá. Expresado, existirá, pero la expresión, que no es ni representacional ni imaginal, le dará una existencia disruptiva, que generará nuevas réplicas en otros. Un signo nuevo funcionará para otros como un nuevo real que afectará a esos otros, que responderán a él respondiendo por la forma en que fueron afectados generando nuevos signos que la expresen. Se trata, una y otra vez, de expresar la afectación que una alteridad (a veces huella no verbal, a veces huella de un signo) obra en un cuerpo; expresarla de tal manera que su alteridad, su potencia de afectar o alterar, continúe. La expresamos en su alteridad para constituirnos a partir de ella.

Ahora bien, si con la expresión expresamos una alteridad que afecta, que altera, entonces, en rigor, con la expresión expresamos una relación, un entre, un encuentro de alteridades. En este sentido, la expresión no representa ni imaginaliza el encuentro con la alteridad, sino que lo expande (es parte de la expansión).[58] Como el encuentro, si es un verdadero encuentro, no es un acople sino una explosión de posibles, una multiplicación, queremos expresarlo de tal manera que no quede absorbido en el sistema dominante de semiotizar (que contrae los posibles como poderes o propiedades de elementos precariamente circunferidos). Es decir, no queremos que quede capturada su potencia de afectar (es decir, de alterar, es decir, de encontrar alteridades, es decir, de tejer); así como no se sabe qué puede un cuerpo si se libra de las codificaciones que lo organizan, tampoco se sabe qué puede un encuentro (si se supiera, más que un encuentro sería una cita, una re-unión, y quedaría capturado). De tal manera, debemos corregir lo dicho antes: no expresamos un real, sino el encuentro con un real, el encuentro con una alteridad. El expresar un encuentro permite multiplicarlo en nuevos encuentros, que a su vez se multiplican en nuevas expresiones de quienes se constituyen al responder por los encuentros que vivieron o están viviendo.

De tal forma, las respuestas expresivas son réplicas sísmicas entre encuentros. Cada encuentro entre alteridades es a su vez una alteridad con la que otras alteridades se encuentran, y al encontrarse se constituyen subjetivamente respondiendo al encuentro con una nueva expresión. Gracias a la expresión, lo real del encuentro se torna experiencia subjetiva. No se sabe qué puede un encuentro; se experimenta lo que puede.

Pero la expresión puede no suceder. Sin expresión, lo real del encuentro se disuelve en la inconsistencia; sin expresión, lo encontrado en el encuentro pasa inadvertido.

Tampoco basta con expresarlo una vez, pues la dinámica imaginal a todo le da imagen y conexión. Nuevas expresiones son necesarias para sostener la heterogeneidad de lo que encontramos al tramarnos. Una producción recurrente de consecuencias es necesaria para sostener una existencia de nosotros.

Así, pues, una ética de la práctica semiótica diría: ¡expresemos los encuentros! Parafraseando la tesis XI de Marx, diríamos que la fluidez imaginaliza la alteridad de distintas maneras que la capturan; de lo que se trata es de expresarla.

 

[1] Las astituciones son instituciones fluidas, pero no son “galpones”, no son pura destitución de lo sólido sino que muestran un funcionamiento fluido desarrollado en condiciones fluidas para resultar eficaz en dichas condiciones. Por ejemplo, pueden tener más de una sede o tener una prestada, o pueden tender a diversificar su oferta para captar más destinataries, y éstos, por ejemplo, suelen no fijarse a ellas (como les ocurría en las instituciones sólidas). En otras palabras, las astituciones son instituciones que generan una actividad precaria de producción y relación de elementos sociales. En otras palabras, las astituciones son instituciones que se flexibilizan de formas más bien mercantiles para capturar la potencia de lo común o evitar que lo común se constituya. Un común se constituye más allá de las astituciones y no sin ellas, como se constituye más allá de las imágenes y no sin ellas. Mientras lo común no se constituye, reina el anhelo de consolidar la precariedad, esto es, reina la actividad de restituir lo que una y otra vez se desdibuja o desconfigura pues se había configurado precariamente. Pero lo común, los más-allás de la institución, no restituyen la solidez; aceptan que lo sólido no volverá y tornan habitable la precariedad.  Ver Esto no es una institución. Red Editorial, Buenos Aires, 2022.

[2] A. Longoni y G. Bruzzone (comp.), El Siluetazo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008, p. 7.

[3] B. Napoli, En nombre de mayo, Buenos Aires, Milena Caserola, p. 75.

[4] Íd., p. 76.

[5] S. García Navarro habla de “heterogeneidad caleidoscópica”, lo cual es una forma linda y clara de expresar la red que la expresión teje. “El fuego y sus caminos”, en El Siluetazo, p. 333.

[6] “Entrevista a F. Czarny”, en El Siluetazo, p. 122.

[7] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 39.

[8] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 30; subrayado en el original.

[9] R. Amigo Cerisola, “Aparición con vida: las siluetas de los detenidos-desaparecidos.” en El Siluetazo, pp. 216-7.

[10] “Siluetas: la exhibición artística del año”, en El Siluetazo, p. 135 (publicado originalmente el 15/1/84).

[11] Indiquemos de paso que también en este aspecto la idea sufriría una modificación.

[12] A. Longoni y G Bruzzone, cit., p. 27.

[13] R. Amigo Cerisola, cit., p. 209.

[14] A. Longoni y G Bruzzone, p. 43, subrayados míos.

[15] “Lo visible y lo decible en política”, en ciudadclinamen.blogspot.com.

[16] Laura Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo.

[17] Podemos leer que en la presentación de este irrepresentable comienza la crisis de la representación estatal en Argentina. Una crisis crónica que se haría inviable con el movimiento subjetivo que se expresó en el signo-acción “que se vayan todos”: un movimiento que, según Ignacio Lewkowicz, declararía cesado lo que hasta el momento solo permanecía agotado (ver su Sucesos argentinos). Una vez convertido en inviable lo que hasta entonces agonizaba (la representación), el Estado argentino debió alterarse y tomar forma posnacional. En la forma posnacional se hace manifiesta la necesidad de imaginalización como forma semiótica de producción y gestión de la relación gobernantes-gobernados (ver El Estado posnacional. Más allá de kirchnerismo y antikirchnerismo).

Así las cosas, la expresión y su dinámica en el Siluetazo cobra especial interés como práctica semiótica de afectación de potencia en condiciones posrepresentacionales (para Argentina, condiciones post 1977).

[18] L. Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo, p. 401.

[19] Ver Esto no es un vínculo, en preparación.

[20] A. Longoni y G Bruzzone, p. 51.

[21] A. Longoni, “Arte y Política. Políticas visuales del movimiento de derechos humanos desde la última dictadura: fotos, siluetas y escraches”, en Aletheia, volumen 1, número 1, Octubre de 2010.

[22] R. Amigo Cerisola, cit., p. 229.

[23] Íd, p. 231.

[24] Periódico de Madres de Plaza de Mayo n° 58, octubre de 1989, citado por R. Amigo Cerisola, subrayado nuestro.

[25] E. Schindel, “Siluetas, rostros, escraches”, en El Siluetazo, p. 416.

[26] A. Longoni, “Arte y Política…”, cit. Subrayado mío.

[27] E. Schindel, “Siluetas, rostros, escraches”, en El Siluetazo, p. 417.

[28] F. Zukerfeld, “Continuidad de la línea en el trazo: de la silueta a la mancha.”, en El Siluetazo, p. 453, donde se puede ver una foto de la misma.

[29] Íd, p. 435.

[30] J. L. Meirás, “Transf(h)erencias. Continuidades y reinicios en prácticas de arte de acción colectiva y política, 1983-2005”,en El Siluetazo, p. 469.

[31] Íd., p. 458, subrayado mío.

[32] Ob. cit., p. 212.

[33] Grupo de Arte Callejero, Prácticas pensamientos acciones, Buenos Aires, Tinta Limón, 2009, p. 257.

[34] GAC, “Blancos Móviles”, en El Siluetazo, p. 429.

[35] GAC, Prácticas…, p. 259.

[36] Íd., p. 260; subrayados míos.

[37] A. Longoni y G Bruzzone, p. 42. Las palabras de Aguerreberry están tomadas de la entrevista que le realizó H. Ameijeiras en 1993 -incluida en El Siluetazo.

[38] G. Kexel, “Precisiones”, p. 112, en El Siluetazo; subrayado mío.

[39] Íd, p. 412.

[40] E. Schindel, cit., p. 411

[41] Íd., p. 412n. Cursiva en el original.

[42] Laura Fernández, “La silueteada: el signo y la acción.”, en El Siluetazo, p. 405, subrayado nuestro.

[43] Kexel en la entrevista que le realizó H. Ameijeiras en 1993 –incluida en El Siluetazo–, citado por L. Fernández. Subrayado nuestro.

[44] Ob. cit., p. 204.

[45] Schindel, cit., p. 411-12. Subrayado mío. En la reflexión que estamos desplegando aquí, los que “portan” estas prácticas no son individuos sino cuerpos integrantes de un cuerpo común, de un movimiento, de un agenciamiento de expresión que tiene bordes difusos y duración indefinible (disparada a la eternidad, diría Badiou).

[46] Íd., p. 420.

[47] Íd., p. 421.

[48] Ver Esto no es una institución

[49] Para la noción de plataforma como astitución convertida en espacio más-allá de reunión con la potencia, ver Esto no es una institución… pp. 86 y ss.

[50] https://www.perfil.com/noticias/politica/luciano-arruga-expropiaran-el-destacamento-en-donde-estuvo-detenido-1030-0042.phtml.

[51] Longoni, “(Con)texto(s) para el GAC”, en Pensamientos, prácticas, acciones, cit.

[52] Napoli, cit., p. 68-9.

[53] Para la noción de inconsecuencia, ver “¿Contactos sin vínculo?…” en Esto no es un vínculo.

[54] Brea, José Luis. Las tres eras de la imagen: imagen-materia, film, e-image. España: Akal, 2010.

[55] Íd. Cursiva en el original.

[56] Ver la noción de enjambre en Bifo, Fenomenología del fin, Buenos Aires, Caja Negra, 2018, pp. 227 y ss.

[57] Ver “La cultura como cadena de expresiones” en www.pablohupert.com.ar.

[58] Agradezco a Ariel Pennisi la expresión que está entre paréntesis.

La escena contemporánea y el fascismo // Diego Sztulwark

Una movilización de camisas negras sobre Roma durante la última semana de octubre de 1922 llevó al poder al dirigente máximo del novel Partido Nacional Fascista, Benito Mussolini. Ni insurrección popular, ni golpe de Estado: el rey Víctor Manuel III, el Parlamento, la burocracia estatal, los principales intelectuales y las élites sociales italianas aceptaron de buen grado la formación de un gobierno a cargo del Duce (Duce proviene dux, “jefe” o conductor) y sus escuadras (squadrismo: “escuadras de acción” organizadas por los fascistas contra el movimiento obrero). Para el notable historiador del fascismo, el israelí Zeev Sternhell, la marcha sobre Roma fue “una expedición grotesca”. Nada hubiera sido más fácil que bloquear el ingreso a la capital del reino de Italia de aquellos contingentes fascistas mal armados y peor alimentados que se arrastraban por el barro provocado por la lluvia intensa de aquel 28 de octubre. Nada lo retrata mejor que la película de Dino Risi, que Felipe Bonacina presenta en esta misma edición de El Cohete.

En su libro El nacimiento de la ideología fascista, Sternhell estudia la constitución del fascismo (primero un movimiento, desde 1921 un partido y luego de 1922 una forma estatal), poniendo el acento en la mutación intelectual previa de su imponente líder político. Una década antes de arribar al poder, Mussolini era un destacado referente del ala revolucionaria del socialismo italiano, un político profesional que procesaba su propia decepción “con el proletariado organizado para modelar la historia”. En las vísperas de la Gran Guerra, el director del periódico socialista Avanti! y futuro líder del fascismo oponía tres objeciones de peso al consenso doctrinario del socialismo europeo:

  • la mutua reciprocidad por la cual la guerra estimula  la revolución;
  • la primacía de lo internacional sobre lo nacional; y
  • la preeminencia política del concepto de clase social —proletaria— por sobre el concepto de patria.

Bajo la consigna “¡Italia es lo primero!”, Mussolini apoyó la intervención en la guerra, acompañando a la Entente vencedora. En 1913, el grupo de Mussolini edita la revista Utopía, orientada a revisar el carácter marxista y materialista del socialismo. Entre sus colaboradores se encuentran los futuros fundadores del Partido Comunista de Italia (Bordiga y Tasca) y el compañero de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht. Todos ellos afirmaban el momento subjetivo de la acción contra una socialdemocracia evolucionista y conformista, aunque para los futuros comunistas la revolución debería cuestionar —y para los futuros fascistas, afirmar— la propiedad privada. Dentro de esta atmósfera inconformista operaba el atractivo discurso de la huelga general revolucionaria como mito movilizador de George Sorel, inspirador, sobre todo en Franca e Italia, de la corriente denominada “sindicalismo revolucionario”, cuyos dirigentes —muchos de sus intelectuales— concluyeron que el proletariado socialista se había integrado al juego democrático de los partidos y ya no era el sujeto de la revolución.

Durante la guerra, y ya excluido del socialismo, Mussolini crea el periódico Il Popolo d’Italia. La bancarrota de la Internacional, la postulación de una revolución no socialista y la potencia de lo nacional sobre lo proletario constituyen al “socialismo nacional” como estación previa dentro del movimiento de transición hacia el fascismo. De modo que cuando estalle la revolución soviética de 1917, el líder de los fascistas ((fasci, de latín “haz”), ya contaba con una ideología propia que oponer al leninismo: una revolución patriótica de tipo antimarxista, un mito movilizador activo impugnador del elemento liberal-democrático y un nuevo tipo de nacionalismo que admitía la perennidad del capitalismo y la defensa del orden económico existente, fundado en el industrialismo y el productivismo, sin intervención estatal.

Si en algo dejaba de ser socialista el socialismo nacional era en su explicita oposición a cualquier tipo de socialización de la propiedad y en su férreo elitismo jerárquico y corporativo, impugnador de cualquier propuesta de régimen igualitario. El programa fascista nacía entonces como un capitalismo nacional, apoyado en un industrialismo de corte corporativista anticomunista apoyado en la colaboración entre las clases sociales y sobre la base de una tercera vía entre el liberalismo (y su idea de la democracia) y el marxismo (y su idea del socialismo). A lo que agrega Sternhell que una vez en el poder, y ya habiendo aceptado el capitalismo, el fascismo tiene de debilitar el elemento impugnador de lo liberal burgués, y entrar en toda clase de compromisos con los poderes existentes, incluida la Iglesia Católica, con la que celebra los Tratados de Letrán.

Desde el punto de vista de su composición, el fascismo fue un movimiento de las clases medias organizadas para el combate contra la clase obrera socialista, conducido por una amalgama de viejos disidentes socialistas, sindicalistas revolucionarios, nacionalistas, veteranos combatientes de la guerra y parte de las vanguardias literarias (futurismo de Marinetti), en torno a un mito de acción encarnado en la nación y en la guerra. El fascismo fue un una revolución puramente espiritual y moral anti-materialista, que dio forma a una dictadura política dentro de los marcos del Estado capitalista italiano en un contexto deprimido por la participación en la guerra (de cuyos beneficios Italia resultó marginada), por los muertos de la llamada gripe española, las malas cosechas y la alta inflación, pero también como una reacción contra las huelgas y tomas de fábricas por parte de obreros socialistas y comunistas. De allí la definición de Antonio Gramsci del fascismo: la milicia como forma política para una clase media incapaz de una forma política autónoma. Según Emilio Gentile, autor de La vía italiana al totalitarismo, el fascismo fue fundamentalmente una forma estatal orientada a la producción de obediencia (la consigna “creer, obedecer, combatir») y gobernar la crisis capitalista, a partir de una alianza entre unas capas medias movilizadas por Mussolini y una burguesía conservadora que a partir de la “marcha sobre Roma” irá consolidando el poder articulando la impugnación fascista del socialismo y la democracia, como seguro de su propia posición en la lucha de clases.

Bajo el título de “Biología del fascismo” José Carlos Mariátegui redactó un célebre artículo —recogido en su libro La escena contemporánea, 1925— que, a casi un siglo de su publicación sigue dando perfecta cuenta del carácter de Benito Mussolini y del movimiento político que marchó sobre Roma la última semana de octubre de 1922. Para el escritor peruano, la figura política emergente era una emanación directa de la guerra, de la decadencia del liberalismo democrático y de una búsqueda de renovación espiritual a la que el socialismo no daba respuesta. Una reacción sobre todo emocional, expresada políticamente por el fascismo y literariamente por el poeta Gabriele D’Annunzio, uno de los más célebres escritores de Italia, que el 12 de septiembre de 1919 invadió con una pequeña columna rebelde la ciudad adriática de Fiume (perteneciente a la actual Croacia), en disputa con la entonces Yugoslavia. El impacto de la proclamación de un efímero país organizado según criterios de verticalismo político y corporativismo económico influyó decisivamente sobre el fascismo en formación. Pero la importancia de D’Annunzio no es la política sino la creación “del estado de ánimo en el cual se ha incubado el fascismo”. De D’Anunzio tomó la reacción italiana el gesto, la pose y el acento, pero allí donde el “fiumanismo” se sentía por encima de los conflictos sociales, el fascismo adoptaba una posición agresiva en la lucha de clases, movilizando a las clases medias en batalla contra el proletariado y el socialismo. En otras palabras: el fascismo fue estéticamente d’anunziano, y políticamente reaccionario. Desde Fiume, el poeta había enviado un telegrama a Lenin —quien no respondió sólo por el rechazo de los socialistas italianos— e invitado a los sindicalistas a participar en la redacción de la constitución fiumana, que por falta de colaboración y respaldo jurídico acabo siendo una constitución retórica, en cuya portada decía: “La vida es bella y digna de ser magníficamente vivida” y en sus primeros incisos se refería una asistencia generosa e infinita para su cuerpo y su alma, su imaginación y su músculo. De allí que Mariátegui considere que aquella constitución poseía “toques de comunismo” premarxista. A juicio del peruano, D’Annunzio no era fascista, pero el fascismo era d’anunziano. Y dado que en asuntos de poder la política manda sobre la literatura, era natural que a la larga el liderazgo del movimiento no recayera sobre D’Anunzio, sino en Mussolini.

Si Mariátegui leyó al fascismo como un hecho espiritual de la lucha de clases y Gramsci supo ver el papel del llamado a la acción —la organización miliciana, la escuadra fascista y la movilización de masas— como una política para la pequeña burguesía, Walter Benjamin acuño la fórmula según la cual, ahí donde el bolchevismo politiza la estética para cuestionar relaciones de propiedad, el fascismo es una estetización de la política para conservarla, señalando el papel de las muchedumbres como acto cinematográfico. Entonces la escena contemporánea tenía aun un sentido dramático, abierto a la acción. Un siglo después parece haber quedado capturada como puramente visual, hecho inaccesible y consumado en nuestras pantallas.

 

 

 

 

 

 

 

Chile es paisaje, no patria // Alicia Maldonado

Como sustrato antiguo, rígido e inamovible, la colonialidad nos clasifica,

y dibuja horizontes únicos, universales, totalizadores.

Pero el poder de la repetición, como gotita de agua en la roca, erosiona, moldea y fractura.

La memoria de los cuerpos humanos, animales y vegetales, se cuela en cada intersticio donde se pueda desplegar la vida.

El horror y el despojo de siglos no solo subyuga,

también hace reconocer amistades, y elaborar estrategias de sobrevivencia y resistencia.

En Chile el Estado son los pacos,

balas en los ojos,

lacrimógena en los pulmones,

violaciones en las comisarías.

El Estado son los bancos, 

garantía de impunidad empresarial.

Asesinatos, saqueos, robos y apropiaciones, que se perdonan al rico, 

se exhiben con pedagogía aleccionadora ante el pobre.

Chile es cuerpo-tierra indómita, 

explota como volcán, 

se sacude como terremoto, 

se emborracha y quiere borrar su tristeza, 

cual tsunami borra ciudades costeras.

Chile es negación absoluta a cualquier política de representación.

Vota y desnuda a todos sus gobernantes.

Cuando sale a la calle, quema y saquea.

Cuando va a las urnas, escupe.

Odio visceral a los de arriba,

desconfianza absoluta a quienes se enuncian como vanguardia, cabeza de proceso,

o tienen el micrófono colgado al cuello como crucifijo.

Ridiculización a cualquier ficción grandilocuente.

No hay más verdad que la realidad material y concreta que habitan los cuerpos endeudados, 

enfermos, 

cansados,

explotados,

rabiosos de tanta exhibición de impunidad.

Cuerpos diestros en la economía de mercado y la auto empresarialidad,

expertos en la evasión al Estado y la mentira astuta ante la burocracia.

Cuerpos siempre dispuestos a la auto organización, callejera y asamblearia,

para organizar la olla común,

o garantizar colectivamente algún cuidado en medio de la catástrofe.

No hay futuro que encante dentro de los imaginarios impuestos desde ideologías quebradas.

Pero está presente siempre la ternura del encuentro,

la satisfacción en lo efímero, 

la contentura de las zapatillas nuevas y la tele de 52 pulgadas,

el orgullo de conectarse ilegalmente a la empresa eléctrica y no pagar la micro,

el éxtasis de colarse sin pagar al concierto de Daddy Yankee,

la tranquilidad de llegar con la moneda para tener agua caliente en el invierno.

Chile es mestizo y destituyente, no cree en nadie ni en nada. 

Solo hay cuerpos neoliberales haciendo implosionar las promesas de la democracia burguesa.

Intuye que su cara es de indio, 

le gusta más como lo muestran las publicidades, 

y habita ya cómodo su identidad ciudadano/cliente.

Chile saquea y quema, porque es espejo sucio y vengativo de la clase empresarial,

se emborracha y llora, porque no aguanta tanto dolor.

Chile sobrevive con estrategias invisibles a los ojos coloniales,

sabe que los animales son sus verdaderos amigos, tibieza y protección mutua.

Sabe que la reconstrucción de la ciudad es un negocio… sabe que todo es negocio.

Ante la descomposición, desborde y violencia.  

Ante la mirada de desprecio, apropiación del insulto

para infundir miedo y desconcierto a la clase política.

Persevera la memoria espiritual de un pueblo

que ha vivido siempre en condiciones miserables y humillantes.

La memoria viene como impulso incontrolable,

la voz sale con vida propia,

y no se puede decir PACO, sin decir CULIAO 

– ¡PACOS CULIAOS! 

– ¡PACO PERKIN, DÉJATE DE DEFENDER WEONES!

La bandera chilena cobra significado dependiendo de la circunstancia: 

hay bandera del APRUEBO saliendo de un ano travesti,

hay bandera negra,

hay bandera baleada. 

La bandera es un trapo que sirve para cualquier cosa.

No hay político confiable,

solo tratados de libre comercio, 

acuerdos a puertas cerradas, 

complejo de superioridad y choreo.

A Chile lo pueden usar para experimentos sociológicos, 

para vanidosas elucubraciones y teorías,

pero todo lo revienta. 

Solo canciones, carteles anónimos y graffitis son su voz legítima.

Chistes homofóbicos, racistas y el robo hormiga le hacen reír.

Chile es transparente, como sus lágrimas,

de furiosas reacciones, como sus terremotos.

Siempre dispuesto a desilusionar a cualquier inocente

que deposite en él,

la soberbia de convertirlo en ejemplo.

Elogio del cuerpo que baila // Silvia Federici (Ir más allá de la piel. Tinta Limón, 2022)

La historia del cuerpo es la de los seres humanos: no hay práctica cultural que no se aplique en primer lugar al cuerpo. Aunque nos limitemos a hablar de la historia del cuerpo en el capitalismo, nos enfrentamos a una tarea abrumadora, ya que se han empleado muy diversas técnicas para disciplinarlo y estas han cambiado constantemente en función de las variaciones de los distintos regímenes laborales a los que ha estado sometido.

Se puede reconstruir la historia del cuerpo describiendo las distintas formas de represión que el capitalismo ha activado en su contra. Pero he decidido, en cambio, escribir sobre el cuerpo como un territorio de resistencia, es decir, sobre el cuerpo y sus poderes –el poder de actuar y de transformarse– y sobre el cuerpo como un límite a la explotación.

Hay algo que hemos perdido al insistir en hablar del cuerpo como una construcción social y performativa. La visión del cuerpo como una producción social (discursiva) ha ocultado el hecho de que nuestro cuerpo es un receptáculo de poderes, facultades y resistencias, que se han desarrollado durante un largo proceso de coevolución con nuestro entorno natural, y también de prácticas intergeneracionales que han hecho de él un límite natural a la explotación.

Cuando hablo del cuerpo como un “límite natural”, me refiero a la estructura de necesidades y deseos que se ha creado dentro de nosotros no solo a través de nuestras decisiones conscientes o nuestras prácticas colectivas, sino también a través de millones de años de evolución material: la necesidad de sol, de cielo azul, del verde de los árboles, de olor a bosque y a océano, la necesidad de tocar, oler, dormir y hacer el amor.

Esta estructura acumulada de necesidades y deseos, que durante miles de años ha sido la condición de nuestra reproducción social, ha puesto límites a nuestra explotación. El capitalismo ha luchado sin descanso para superar esa estructura.

El capitalismo no fue el primer sistema basado en la explotación del trabajo humano, pero ha intentado, más que cualquier otro sistema en la historia, crear un mundo económico donde el trabajo sea el principio de acumulación más esencial. Fue el primero en tener como premisas clave de la acumulación de riqueza la reglamentación y la mecanización del cuerpo. De hecho, una de las principales tareas sociales del capitalismo, desde sus comienzos hasta la actualidad, ha sido transformar nuestra energía y nuestras facultades corporales en fuerza de trabajo.

Una de las principales tareas sociales del capitalismo ha sido transformar nuestra energía y nuestras facultades corporales en fuerza de trabajo.

En Calibán y la bruja, estudiaba las estrategias que ha empleado el capitalismo para cumplir esta tarea y modificar la naturaleza humana del mismo modo que ha intentado hacerlo con la tierra para que el suelo fuera más productivo y convertir a los animales en fábricas vivientes. En el libro también hablaba de la batalla histórica que el capital ha librado contra el cuerpo, contra nuestra materialidad, y las numerosas instituciones que ha creado con este fin: la ley, el látigo, la regulación de la sexualidad y una miríada de prácticas sociales que han redefinido nuestra relación con el espacio, con la naturaleza y con los demás.

El capitalismo nació con el fin de apartar a la gente de la tierra y su primera tarea fue independizar el trabajo de las estaciones y prolongar la jornada laboral más allá del límite de nuestras fuerzas. Por lo general, destacamos el aspecto económico de este proceso, la dependencia económica de las relaciones monetarias que ha creado el capitalismo y su papel en la formación del proletariado asalariado. Sin embargo, no siempre hemos visto lo que ha implicado para nuestro cuerpo estar apartado de la tierra, cómo se lo ha pauperizado y cómo se le han arrebatado los poderes que los pueblos precapitalistas le atribuían.

La naturaleza, como reconocía Marx,[1] es nuestro “cuerpo inorgánico”; hubo una época en la que podíamos interpretar los vientos, las nubes y los cambios de corriente de los ríos y los mares. En las sociedades precapitalistas, las personas pensaban que tenían el poder de volar, de tener experiencias extracorporales, de comunicarse y hablar con los animales y adquirir sus poderes, o incluso de cambiar de forma. También pensaban que podían estar en más de un lugar al mismo tiempo y, dado el caso, que podrían volver de la tumba para vengarse de sus enemigos.

No todos esos poderes eran imaginarios. El contacto cotidiano con la naturaleza era la fuente de un enorme conocimiento, que se reflejó en la revolución alimentaria que tuvo lugar especialmente en las Américas antes de la colonización o en la revolución de las técnicas de navegación. Sabemos, por ejemplo, que los pueblos polinesios solían navegar por la noche en alta mar empleando solamente su cuerpo como brújula, pues sabían interpretar en la vibración de las olas lo que tenían que hacer para dirigir sus embarcaciones hacia la costa.

Atarnos al espacio y al tiempo ha sido una de las técnicas más elementales y persistentes a las que ha recurrido el capitalismo para apropiarse del cuerpo. Solo hay que ver los ataques a los vagabundos, los migrantes y los indigentes que se han producido a lo largo de la historia. La movilidad es una amenaza si no se produce por trabajo, porque hace circular conocimientos, experiencias y luchas. Antiguamente, los instrumentos de coerción eran el látigo, las cadenas, el cepo, la mutilación y la esclavización. Ahora, además del látigo y los centros de detención, tenemos la vigilancia informatizada y la recurrente amenaza de epidemias, como la gripe aviar, como medios de control del nomadismo.

La movilidad es una amenaza si no se produce por trabajo.

La mecanización, la conversión del cuerpo (masculino y femenino) en una máquina, ha sido una de las metas que el capitalismo ha perseguido de forma más incansable. También ha convertido a los animales en máquinas de tal modo que las cerdas dupliquen su camada, las gallinas produzcan huevos sin interrupción –mientras se tritura a las improductivas– y los terneros no llegan a ponerse en pie antes de que los lleven al matadero. No puedo evocar en este texto todas las formas de mecanización del cuerpo que se han producido. Baste decir que las técnicas de captura y dominación han cambiado en función del régimen laboral dominante y de las máquinas que se han instituido en modelo para el cuerpo.

Así pues, nos encontramos con que en los siglos XVI y XVII (la época de la manufactura) se imaginaba y se disciplinaba el cuerpo según el modelo de máquinas simples, como la bomba o la palanca. Este régimen culminó en el taylorismo y el estudio de tiempos y movimientos, en el que se calculaba cada movimiento y se canalizaban todas las energías en la realización de la tarea.

En este caso, la resistencia se imaginaba como una inercia: se representaba al cuerpo como un animal necio, un monstruo que se resistía a obedecer órdenes.

En cambio, en el siglo XIX vemos que la concepción del cuerpo y las técnicas disciplinarias se inspiraban en la máquina de vapor y su productividad se calculaba en términos de insumos y producción; la eficiencia se convirtió en la palabra clave. Bajo este régimen, el disciplinamiento del cuerpo se lograba mediante las restricciones alimentarias y el cálculo de las calorías que necesitaba un cuerpo para trabajar. En estas circunstancias, el clímax se alcanzó con la tabla de calorías necesarias por tipo de trabajador que elaboraron los nazis. El enemigo era la dispersión de energía, la entropía, el malgasto, el desorden. En Estados Unidos, la historia de esta nueva economía política se inició en la década de 1880, con el ataque a las tabernas y la remodelación de la vida familiar, cuyo centro era el ama de casa a tiempo completo, concebida como un dispositivo antientrópico, siempre en guardia, preparada para reponer la comida consumida, reconfortar y lavar los cuerpos ajados o coser la ropa cuando se volvía a rasgar.

En nuestra época, los modelos del cuerpo son la computadora y el código genético, que componen un cuerpo desmaterializado y desagregado, imaginado como un conglomerado de células y genes, cada uno de ellos con su propio programa, indiferentes a los demás y al bien del cuerpo en su conjunto. Es lo que afirma la teoría del “gen egoísta”: la idea de que el cuerpo se compone de genes y células individualistas que persiguen la realización de su propio programa, una metáfora perfecta de la concepción neoliberal de la vida, en la que el dominio del mercado se vuelve en contra no solo de la solidaridad grupal, sino de la solidaridad con nosotros mismos. Invariablemente, el cuerpo se desintegra en un ensamblaje de genes egoístas y cada uno busca cumplir con sus objetivos egoístas, indiferentes al interés de los demás.

En la medida en que interiorizamos esta visión, interiorizamos la experiencia más profunda de autoalienación, ya que nos enfrentamos no solo a un gran monstruo que no obedece nuestras órdenes, sino a una horda de microenemigos infiltrados en nuestro propio cuerpo, listos para atacarnos en cualquier momento. Se han desarrollado sectores industriales a partir de los miedos que genera esta concepción del cuerpo, que nos ponen a merced de las fuerzas que están fuera de nuestro control. Inevitablemente, si interiorizamos esta visión, no nos sentimos a gusto con nosotros mismos: nuestro cuerpo nos asusta y no lo escuchamos. No atendemos a lo que quiere, y en cambio lo asaltamos con todas las armas que nos puede ofrecer la medicina: radiaciones, colonoscopías, mamografías, armas todas ellas de una larga batalla contra el cuerpo, en la que participamos en lugar de apartar nuestro cuerpo de la línea de fuego. De este modo, estamos preparados para aceptar un mundo que transforma partes del cuerpo en mercancías y percibimos nuestro cuerpo como un repositorio de enfermedades: el cuerpo como plaga, el cuerpo como fuente de epidemias, el cuerpo sin razón.

Por lo tanto, nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo, por revaluar y redescubrir su capacidad de resistencia y por expandir y celebrar sus poderes, individual y colectivamente.

Nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo,

El baile es esencial para esta reapropiación. En esencia, el acto de bailar es una exploración y una invención de lo que puede hacer el cuerpo: de sus capacidades, sus lenguajes, sus formas de articular los afanes de nuestro ser. He llegado a la conclusión de que existe una filosofía en el baile, puesto que la danza imita los procesos a través de los cuales nos relacionamos con el mundo, nos conectamos con otros cuerpos, nos transformamos a nosotros mismos y al espacio que nos rodea. Del baile aprendemos que la materia no es estúpida, ni ciega, ni mecánica, sino que tiene sus ritmos, su lenguaje, se autoactiva y se autoorganiza. Nuestro cuerpo tiene motivos que necesitamos conocer, redescubrir y reinventar. Necesitamos escuchar su lenguaje para que nos conduzca a nuestra salud y a nuestra sanación, así como necesitamos escuchar el lenguaje y los ritmos del mundo natural para que nos conduzcan a la salud y a la sanación de la Tierra. Dado que el poder de afectar y ser afectado, de mover y ser movido (una capacidad indestructible que solo se agota al morir) es constitutivo del cuerpo, en este reside una cualidad política inmanente: la capacidad de transformarse a sí mismo y a los demás, y la de cambiar el mundo.


[1]   Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 2013 [1844], pp. 112-114.

Fuente: Tinta Limón Blog

 

CONFERENCIA CONVERSADA CON FRANCO BIFO BERARDI // Proyecto Ballena 2022

¿Qué pensamos con Bifo? Quizás, el agotamiento de un cierto modo improductivo de la frustración. La de la voluntad queriendo simplificar y dominar el caos. La insistencia en esta posición -clásica en las izquierdas/progresismos/populismos- nos devuelve una comprensión pobre de la complejidad. En la charla que mantuvimos el domingo 16 de octubre en el CCK -que aquí comparto- Bifo habló de pasar de la voluntad a una forma anticapitalista de la sensibilidad (ironía, deserción, interpretación), y a ver a la muerte a los ojos. Si del capitalismo no se puede esperar una nueva expansión, sino cada vez mas solo destrucción y violencia -y lo fascismos actuales encarnan precisamente esa puesta en circulación de la amenaza de muerte-, quizás se trate de entender mejor qué significa ya no desear dentro de este mundo. Por supuesto, toca agradecer al CCK por albergar esta conversación, y por su invitación a pensar una idea de «libertad» distinta y no deshistorizada como la que emana del libre mercado.

Massera, Argentina 1985 y nosotros // Diego Sztulwark

tres décadas de la publicación de Almirante Cero, biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera, (de Claudio Uriarte, Planeta, Bs-As 1991, libro dedicado a Alejandro Horowicz), permite reflexionar sobre los modos prácticos, en la política y fuera de ella, en que se reproduce la ideología de la derecha argentina. Siniestro almirante y miembro de la primera junta militar de la última dictadura argentina, en torno a su apellido se condensa una racionalidad histórica, aquella que animó el terrorismo de estado y el independentismo militar, que tiende a actualizarse por nuevos medios. 

En tanto que oficial de la Marina Argentina, Massera hereda el papel de ejército “rendido” -ver al respecto los fundamentales libros de León Rozitchner: Perón, entre la sangre y el tiempo; y Malvinas de la guerra sucia a la guerra limpia– incapaz de concebir las armas en función de guerra de liberación alguna. De la Campaña del desierto para acá y a partir de la constatación oligárquica del peligro constituido por la inmigración proletaria europea, las fuerzas armadas fueron formadas para la represión interna, adoctrinadas por la jerarquía de la Iglesia Católica Argentina -consultar sobre este punto el no menos fundamental estudio de Horacio Verbitsky sobre la historia política de la Iglesia católica argentina. Esa marina que, como explicó Alejandro Horowitz en su libro Los cuatro peronismos, actuó como «última ratio» armada de la derecha. De Rojas a Massera hay una continuidad: el golpe del 55; la Masacre de Trelew de 1972; la ESMA.

Pero además de una herencia hay una acción fundadora de derecho. Massera fue protagonista de la constitución de esa forma-estado que Eduardo Luis Duhalde llamó en su libro El estado terrorista caracterizado como el intento de salvar al capitalismo argentino de sus cuestionamientos socavando la legalidad desde el vértice mismo del orden jurídico en favor de una clandestinización del accionar público (Grupo de Tareas, las desapariciones) y empleando la tortura como método.

Pero en Massera, y este es el núcleo del argumento del libro Almirante Cero, se exhibe de modo pronunciado la tentativa de esa máquina de guerra asesina de autonomizarse de las clases sociales que le han encomendado el uso de las armas para realizar su propio programa político y económico. El poder de fuego del GT 3.3.2 no se limitaba a la “lucha antisubversiva”, sino también a resolver toda clase de conflictos políticos dentro del gobierno, pero además, a apoderarse de empresas y a liquidar obstáculos personales de Cero. Así fueron asesinados diplomáticos, militares y empresarios, miembros conspicuos de una clase burguesa que presintió el peligro que se alzaba sobre ella. 

Como parte de esa estrategia de autonomización, Massera imaginó el diseño de un nuevo movimiento político capaz de heredar al peronismo por medio de la cárcel y la picana. Esa fantasía de conducir vía sometimiento al movimiento de masas, pretendía combinar el doble papel que el almirante se arrogaba: custodio último de los valores de occidente, y amo de un peronismo al que pretendía amaestrar manteniendo presos a dirigentes sindicales y a la propia Isabel Perón, mientras decenas de militantes de Montoneros permanecían desaparecidos bajo su estricto control en la ESMA.

Esta máquina de guerra de ultra-derecha, tuvo siempre un carácter internacional por medio de la integración de Massera como miembro destacado a la P2 de Licio Gelli, logia del anticomunismo patronal europeo con apoyo del banco del Vaticano que otorgaba millones a Massera para financiar la compra de armas para la guerra contra el comunismo.

Y junto a esto un oportunismo discursivo de alto nivel, capaz de un revestimiento al servicio del método de la oportunidad: Massera supo ser ateo y socio de la Iglesia Católica, puso a su movimiento político el nombre de “democracia social” y convocó escritores para constituir sus discursos, en particular a Hugo Ezequiel Lezama, director del diario masserista Convicción.

Massera, en tanto encarnación del impulso autonomista de la máquina de guerra respecto de la clase dominante, es inseparable del delirio según el cual, una vez desarmadas sus víctimas y la sociedad que las contempla, se someterán a su reconocimiento bajo la forma del respeto mutuo y el reconocimiento al vencedor. Esa torpeza histórica, desmentida por la combatividad no violenta de familiares, organismos y militancias sociales no constituye un mero error de cálculo, sino un síntoma de la imposibilidad de lucidez histórica emergida de la ilegitimidad política.

Si derecha es el gobierno del «estado de excepción», que vive desdoblando el orden jurídico -separando y rearticulando fuerza y ley- en función de la defensa y la ampliación de las relaciones sociales capitalistas, haciendo de la democracia un medio de organizar políticamente las relaciones de dominación, hay que decir también que este desdoblamiento no se realiza siempre del mismo modo. 

Y si algo nos toca pensar es ese modo distinto. Si la marina gorila del ´55 pretendía desanudar por las armas la ligazón peronista entre democracia parlamentaria y poder sindical por la vía de la proscripción de contenido fuertemente racista, postergando las elecciones para un futuro popular desperonizado, la Armada de Massera participa de un plan político distinto, en el que las Fuerzas Armadas de conjunto se comprometían con el programa de las clases dominantes y la cúpula de la Iglesia Católica orientado a cortar definitivamente toda opción política con base en la clase trabajadora argentina. El golpe del ´76 fue previsto como el golpe capaz de poner fin a los golpes de estado. Y el Estado Terrorista como fin del Estado autoritario cuya fragilidad descansaba precisamente en la incapacidad de reunir el recurso frecuente al golpe y la constitución de un mando legítimo. En una inversión típica del Marx de El 18 de Brumario, Uriarte escribe que “como contraparte de esa militarización de la vida política, las Fuerzas Armadas padecían la politización de su vida institucional” multiplicándose de ellas antagonismos y conflictos provenientes de los conflictos sociales y de clase. El Golpe de mano era asunto tan fácil, sólo dependía de convencer a un número de oficiales, que hasta los sindicatos peronistas lo practicaron.

La gota que rebasó el vaso, como se dice, fue el año ´69. El Cordobazo fue el estallido de la contradicción entre un “país oficial” (un estado que planifica tecnocráticamente su sobrevivencia) y “país real”, efecto de una larga transformación de relaciones sociales (nueva industrialización/nuevo proletario industrial/capitales extranjeros/nueva clase media excepcionalmente ilustrada. Eso más la influencia de procesos mundiales: Revolución Cubana/descolonización/Guerra de Vietnam). El ´69 obró para propios y enemigos como el año que corporizó el fantasma revolucionario, e instaló el modelo insurreccional para activistas obreros y estudiantiles, con el consiguiente espectro de derrocamiento total de la estructura militar. La respuesta al Cordobazo quedó en manos del General Lanusse: repliegue de las Fuerzas Armadas, retorno de Perón del exilio y elecciones. El Cordobazo obró como la introducción a la acción de masas contra el dispositivo militar de la proscripción. Y su efecto fue el fin de la proscripción, y los preparativos para recibir de nuevo al peronismo en el juego político (la Masacre de Trelew fue para Uriarte el intento de la Marina de condicionar esta apertura del juego). En otras palabras: el peronismo fue visto como una “póliza de seguros” en el momento de “mayor militarización civil conocida hasta entonces” (Ezeiza) mientras se daba libre juego a las AAA y se preservaba a las FF.AA. para la solución final.

El golpe el ´76 y la toma del poder por la junta militar eleva a Massera, proveniente de un hogar de clase media, sensible a la poesía de joven y lector de Martínez Estrada, a la cúspide del poder político. Formado durante años en los Servicios de Inteligencia Navales (SIN), Massera formó y lideró el Grupo de Tareas 3.3.2 que actuaba en la ESMA, uno de los mayores centros de detenciones clandestinas del país. “Cero” fue su nombre de guerra, cuando lideraba la patota que entraba por las noches en las casas de militantes, pero también para protagonizar sesiones de tortura. De día recibía honores de jefe de estado, pero en las madrugadas secuestraba, robaba y mataba.

La propia guerra de Malvinas, con la que Massera coqueteó en el poder, pero en relación a la cual tuvo una participación marginal, no fue sino la extensión al conjunto del mando militar de una fantasía colectiva -eso es, en definitiva, la autonomía de la máquina de guerra de derechas- capaz de mantener el poder al grupo en armas una vez consumado el programa antisubversivo. Entonces, la máquina de guerra se propuso como vanguardia armada de la defensa de un occidente que no sólo no les reconocía ese papel, sino que además se preguntaba si los mandos militares, sustitucioncitas del Estado y de la Clase Dominante, llegarían a estrechar lazos con la URSS. La derrota de las FFAA, a esa altura deseada de algún modo por las clases dominantes argentinas fue, por eso, obra de unas fuerzas armadas enclavadas del occidente capitalista y cristiano (y no parece despreciable el papel de contención ideológica del papa Juan Pablo II tanto en el conflicto del Beagle como en Malvinas).

Massera declaró en el juicio que su apellido sería reivindicado en el futuro. Su error fue creer que la derrota militar de la guerrilla suponía el desarme moral del bando popular, que se reorganizó de un modo para él completamente inesperado a partir del movimiento de derechos humanos y luego de un sinnúmero de organizaciones sociales y sindicales. Este error, sin embargo, no es mero despiste. Lo propio de la máquina de guerra de derechas es suprimir. Mientras que las Madres de Plaza de Mayo jamás enfrentaron al poder en esos términos. Esa fue su fuerza inesperada.

***

En una escena del film Argentina 1985 el fiscal Strassera (Ricardo Darín) acude escéptico a su amigo mayor, el Ruso (Norman Brisky). Ha recibido la encomendación de acusar a las Juntas militares que gobernaron el país durante la dictadura, pero no cree que el poder judicial, la política argentina ni él mismo estén a la altura de las circunstancias. El Ruso lo alienta con el siguiente argumento: cada tanto, incluso en el peor de los sistemas (se refiere al Estado), se abre una rendija y, si se la aprovecha, es posible producir un cambio trascendente. Poco después, vemos a Massera y a los demás miembros de las Juntas compareciendo en silencio ante un alegato que termina con citando el informe Nunca Mas de la CONADEP. ¿Qué se sanciona en ese juicio? No, por cierto, el programa triunfante del llamado Proceso de Reorganización Nacional, ni tampoco a la extensa trama de sus beneficiarios y cómplices de los militares. Si un error de perspectiva cometía en su defensa Massera (diciéndole a los jueces que si “hubiéramos perdido no estaríamos acá, ni ustedes ni nosotros”), era el no percibir adecuadamente hasta qué punto lo que realmente se condenaba era la autonomización de la máquina de guerra de ultraderecha.

¿No es esa interpretación de Argentina 1985 a la vez la más interesante (por actual) y la más cuestionable (por insuficiente)? Desactivar la ficción negacionista que se pone en marcha en cada autonomización de las máquinas de guerra de la derecha es tan importante como comprender que esa desactivación es imposible de resolver por los medios exclusivos del derecho estatuido. Ese juicio, como todos sabemos, le debe más de lo confesado a la derrota militar de Malvinas y a las Madres de Plaza de Mayo. El acierto de Argentina 1985 es renovar la escucha de las palabras de “violencia cobarde” y “perversión moral”, leídas por Darín-Strassera, estableciendo actualizaciones necesarias. Pero al hacerlo nos remiten a la pregunta por aquellas condiciones extra-jurídicas (propiamente política) que esa escucha precisa activar para frenar o destruir el “independentismo armado” de las actuales ultraderechas.

***

La caída política de Massera (que acabó acusado de 83 homicidios, 623 privaciones ilegítimas de libertad, 267 aplicaciones de tormentos, 23 reducciones a servidumbre y 11 sustracciones de menores, entre otros delitos) y la soledad final de Videla, no es más que la contracara de la fantasiosa autonomización de la máquina militar respecto del bloque de clases dominantes de la que provenía su destino. Doble delirio, en todo caso, porque tampoco lograron jamás un sustento social que los sostuviera legítimamente. Videla rezando a la virgen, resentido por haber sido abandonado por quienes en su momento lo acompañaban y alentaban, y Massera aborrecido por haber sido “responsable de crímenes de lesa burguesía”, constituyen una restitución del principio de realidad al que las Madres de Plaza de Mayo aportaron como nadie más. El propio Lezama, decepcionado de “el negro” al advertir -en el año ´88- el abrupto enriquecimiento de Cero, dejó de visitarlo. Massera, escribe Uriarte, cayó en desgracia por las mismas razones por las que alcanzó la cima del poder: la creencia en que “las armas y el poder desnudo” pueden obrar como sustitutos “de las verdaderas relaciones de poder” y por “haberse puesto innumerables veces al margen de la legitimidad y la legalidad socialmente aceptada”.  

En otra vuelta del argumento, Uriarte piensa que Massera no advertía los términos de su propia victoria, consistente en que a la salida de la dictadura, sus opositores hablasen de derechos humanos y no de lucha de clases. A mi modo de ver, Uriarte mismo no llega a captar en esta frase hasta qué punto la lucha de clases en la argentina de postdictadura se regeneró no a pesar sino gracias a la singularidad que en estas tierras adopta, precisamente, el discurso de los derechos humanos. Uriarte se concentra en el estado de mudez de los jerarcas militares durante el juicio como una consecuencia natural de su política de desapariciones clandestinas: como no reconocían en público su propio accionar represivo, quedaban condenados al negacionismo o al silencio como único recurso frente al testimonio de las víctimas. La principal frase de la defensa de Massera, escrito por Lezama, sintetiza lo único que los genocidas han podido articular desde entonces: “Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa”. Pero si la dictadura triunfaba, y el silencio de la defensa sólo significaba una debilidad momentánea -impuesta por la ilegalidad de los medios-, aún habría espacio para creer, según las palabras del propio Cero, que “cuando la crónica se vaya desvaneciendo porque la historia se vaya haciendo más nítida, mis hijos y mis nietos pronunciarán con orgullo el apellido que les he dejado”. Esto no fue así, y no lo fue porque la crónica no se desvaneció sino que, precisamente se hizo más nítida, no en la derrota sino en la resistencia, en la extraordinaria conversión de la lucha de los derechos humanos en un humus sensible desde el cual cuestionar el proyecto triunfante de la dictadura.

Lo que interesa, en todo caso, no es tanto lo que cree Almirante Cero (o, por caso Argentina 1985), sino lo que incluso en esta disidencia podemos leer en él hoy, tres décadas después de la publicación y a 15 años del fallecimiento de su autor -periodista que trabajó en diversas redacciones: de Convicción a Página 12-, una serie de observaciones históricas más útiles quizás para nuestro presente que para el suyo. Y en particular la siguiente: Massera, pese a toda su habilidad política, careció siempre de una base social, límite que acompaña aún hoy a la ultraderecha en la Argentina. Tuvo el máximo poder mientras dispuso del poder de las armas, pero el mínimo de legitimidad popular para una política capaz de trascender el campo clandestino de detención y torturas. Ese límite fue el suyo, incluso cuando fue el señor de la vida y de tantas personas. La derecha puede ser y es violenta y poderosa, delirante y asesina, sí. Pero lo que ella no debe lograr -y ese es el verdadero desafío de todos quienes entendemos que la democracia no puede ser reducida a ser sólo lo contrario de la dictadura, una mera “independencia de poderes”- es la articulación entre sus máquinas de guerra y una adhesión a nivel de un movimiento de masas.

Buenos Aires, 11 de octubre de 2022.

Tecla eñe.

¿Qué aprender de los partisanos? Just a fucking bandit // // Valerio Romitelli

Finalmente llegó el día tan esperado de la liberación, en abril de 1945. En el cierre de Los pequeños maestros, Meneghello evoca el diálogo con el primer oficial de la VIII Armada que encontró en aquella ocasión. Desde lo alto del primer tanque de una larga y ruidosa columna, este hace el gesto de no entender. Los primeros versos de la Internacional entonada por su interlocutor a modo de saludo provocador en efecto le suenan completamente ajenos. El oficial le pregunta si es un poeta: “You poet?”. Y aquí la respuesta que sella el final del libro: “Just a fucking bandit”. Los partisanos como malditos bandidos.

Es claro que se trata de una figura “sucia”, de contornos inciertos, improponible como modelo, y siempre en riesgo de ilegalidad e incluso de criminalidad. ¿Pero no son hoy acaso las propias instituciones estatales las que resultan cada vez más a menudo cuevas de ilegalidad y de asociación criminal? “Banda”, en un sentido político, quiere decir solamente una hipótesis organizativa que parte del supuesto de que nada está dado, que el contexto inmediato más probable está hecho de hostilidad, extremo malestar y miedo, y que todo depende del coraje de inventar un modo propio de estar y de experimentar lo social allí donde más se sufre y padece.

Por supuesto, se puedo alegar que los partisanos nacieron en el ‘43 del colapso de un régimen veintenar, del “8 de septiembre”, de los bombardeos, el hambre, la destrucción, la muerte y las deportaciones por doquier, y no menos importante, de los decretos Graziani para el apalancamiento del ejército de Saló, etcétera.

Pues bien, al igual que evité comparar a los partisanos italianos con aquellos de otros países, tampoco intentaré ahora comparaciones entre nuestro país actual y el de setenta años atrás. Cada fenómeno al igual que cada época posee su singularidad y es a ella sobre todo que debemos hacer referencia. Recordando lo dicho por Lenin, que puede considerarse una suerte de incipit del pensamiento experimental: “análisis concreto de la situación concreta”. Sin embargo, para poder hablar hoy de bandas y que no parezca cosa de marcianos, deberíamos poder decir algo más, aunque vagamente, sobre lo que se asimila en nuestro tiempo a la situación vivida setenta años atrás.

Efectivamente, en Italia un cuasi-régimen veintenal ha concluido recientemente, pero algo todavía más grave es que lo ha sustituido, apoyado incluso en las antipatías generadas por el régimen anterior, algo que también se sostiene gracias a los acuerdos pactados con el viejo grupo dirigente sobreviviente. El estilo equívoco badogliano[1] no parece entonces tan lejano.

Por otra parte, hoy todo sucede a nivel financiero, pero tampoco en este nivel parece errado hablar de bombardeos e invasiones. Desde hace años, las valoraciones explosivas por parte de las agencias norteamericanas caen periódicamente sobre nuestra economía cada vez más a la deriva. Mientras tanto la única esperanza promete llegar de los capitales extranjeros. Una esperanza que, al omitir calcular los costos y los beneficios de tales arribos, solo demuestra cuánto la imagen de Italia actual recuerda, aunque solo sea lejanamente, a la de “Roma cittá aperta”[2].

En cuanto al hambre, la destrucción, las deportaciones, es claro que el presente es completamente otro. Sin embargo, se sabe, en nuestro país la pobreza se encuentra en rápido crecimiento y, para peor, no solo sufre una clamorosa desindustrialización sino que vuelve a contar más emigrados que inmigrados. En suma, en pocas palabras: no estamos como hace setenta años atrás, pero no muy diferente a entonces, no está claro dónde hallar un freno a lo peor.

Más que seguir elogiando como fuentes de salvación a la “democracia”, a Europa, a la OTAN, o incluso al no muy bien precisado arte italiano de “arreglárselas” publicitado como creatividad del made in Italy, ¿no valdría la pena concentrarse en lo que esta creatividad supo inventar políticamente para levantar nuestro país en el peor momento de su historia moderna, es decir, cuando aliado al nazismo se precipitó en el más perverso y exterminador experimento político nunca antes visto? Desde ese punto de vista, ¿no podrían pensarse precisamente las bandas partisanas como la excelencia máxima de nuestra tan celebrada creatividad?

Solo algún ejemplo de lo estimulante que podría ser para nuestra época una reflexión semejante. En la caracterización regional o incluso local que tuvo cada banda individual en su formación y desarrollo, puede verse ante todo –como subraya Bocca– la transformación en virtud de aquello que desde el punto de vista del Estado y de los partidos fue siempre considerado un vicio; un rasgo de italianidad nunca superior a la peculiaridad ciudadana o paisana. En efecto, fue su variedad lo que permitió la difusión y duración de la experiencia partisana. La capacidad de diferenciarse y modificarse, en términos organizativos, según las diversas circunstancias temporales, espaciales y culturales. Una condición extraordinaria de movilidad y adaptación, pero también de caracterización puntual de objetivos, que solo la fórmula de la banda hace posible.

Otro aspecto que vuelve actual e interesante la reflexión sobre la experiencia partisana de setenta años atrás es su carácter autodeterminado. El hecho de haberse constituido esencialmente –aunque de mil modos diferentes– sobre sus propias fuerzas, a veces ínfimas, contando solamente con las poblaciones locales, y sin el apoyo de las cuales –aunque en ocasiones controvertido– ninguna banda hubiese logrado sobrevivir. Es preciso sobre todo reconsiderar cómo los partisanos y las partisanas lograron entender lo que pensaban los campesinos, los obreros y los sectores urbanos encontrados en su trayecto.

Cabe recordar que este trayecto fue trazado y recorrido en un sentido enteramente no ideológico, por lo cual, en la mayor parte de las bandas, podían coexistir diferentes ideologías, comunistas, liberales o democristianos, pero también perspectiva decididamente anti-ideológicas, como las de algunas formaciones “autónomas” y de Giustizia e Libertà[3]. Desde el momento en que no fue ni la ideología ni la conciencia antifascista previa la que orientó el conjunto de aquella experiencia, se debe concluir que dicha experiencia se formó y transfromó gracias a lo que pensaban los propios partisanos y las partisanas.

Sin embargo, lo que vuelve completamente distante nuestro tiempo del bienio 43-45 es un hecho evidente: las partisanas y los partisanos  estaban unidos por el combate armas en puño contra nazis y repubblichini[4], mientras que hoy una experiencia propiamente política en Italia tendría naturalmente otros objetivos y no podría hacerse con las armas en la mano. Queda por esclarecer entonces sobre qué objetivos sería necesario organizar algo al menos vagamente similar a una banda partisana. Para disipar un poco la niebla, resumamos rápidamente algunos de los mayores significados que asumió la expresión “hacer política” en el curso de la historia.                     

Con este término, se indica tradicionalmente una movilización colectiva en lo social y en las instituciones para que las leyes sean aprobadas en el parlamento y aplicadas por el gobierno. Esta es la idea de política que sigue haciéndose la grandísima mayoría de la opinión pública occidental, no obstante se conozcan todos los inconvenientes y los obstáculos que hoy sufre el modelo operado por leyes. En ausencia de partidos de masas, la representatividad de los parlamentos así como la eficacia de los gobiernos termina dependiendo en efecto de los poderes de la comunicación, que si bien son legales, superan cualquier poder de la ley. El gobernar por leyes se ha convertido cada vez más, de gran conquista de la civilidad, en tapadera del ejercicio de poderes oscuros. En todo caso, intentar organizar hoy algo que recuerde lejanamente a una banda partisana con el fin de aprobar nuevas leyes no sería ciertamente de lo más sensato.

Otro modo de entender el “hacer política” es el que podría definirse como de origen jacobino. Consiste en la idea de dañar lo máximo posible al enemigo. Tal impostación es la más próxima al modo de pensar militar, en efecto el terror jacobino se impuso en un tiempo en el que Francia estaba en guerra y se hallaba infiltrada por todo tipo de espías. Para Danton, la guillotina servía para crear un “río de sangre” en las retaguardias del ejército revolucionario con el fin de desalentar deserciones o retiradas. En épocas posteriores, este modo de hacer política fue interpretado de varias maneras. Una variante es la sindical, que considera la huelga, y el daño que ella pueda provocar a la contraparte, la política más eficaz. “Durar un minuto más que el patrón”, es una consigna que ha tenido su eficacia, pero que jamás se ha realizado verdaderamente, y hoy, en tiempos de desindustrialización y deslocalización, tiene cada vez menos sentido. Esta idea de derivación militar según la cual la tarea política crucial sería dañar físicamente al adversario también se extendió entre los partisanos, en tanto agentes guerrilleros, en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Son numerosos los testimonios de los cuales resulta que la verdadera práctica de su accionar consistía en asesinar al mayor número de nazis y fascistas, “para mancharse de sangre hasta las axilas”, escribía Fenoglio. Una idea semejante saltó lamentablemente a la mente de los terroristas locales a finales de los años setenta y primeros años ochenta, pero en ausencia de invasión o guerra en curso, dirigida contra presuntos personajes clave del capitalismo multinacional. Una experiencia política nefasta, para no repetir bajo ningún aspecto y alcance.

Otro modo de concebir el “hacer política” es el socialista y comunista que pretende promover la conciencia de clase. El objetivo estratégico es pedagógico, consiste en hacer tomar conciencia de clase a la clase obrera que, por destino histórico, tendría la tarea de abolir todas las clases. La idea es que los obreros y las masas populares, sus aliados potenciales, representan la mayoría de la población mundial, por lo que, cuando estén en conocimiento de la explotación, de los males y de las contradicciones que el capitalismo implica, procurarán sustituirlo de modo más o menos violento o pacífico por un régimen más racional, socialista, el único capaz de una redistribución justa de los ingresos, tareas, objetivos productivos, etcétera. Se comprende entonces el resentimiento de los comunistas ante la acusación de estar movidos solamente por la “sed de poder”. Para ellos en cambio tomar el poder significaba conquistar la mejor condición para educar a la clase obrera y a las masas. Buena parte de los partisanos comunistas entre el ‘43 y el ‘45 eran presa de esta fe ideológica en la pedagogía marxista. Era esta sobre todo la que los motivaba en el combate contra los nazis y los repubblichini, pero también la que permitía el cambio radical en el sentido de su elección, como sucedió con las directivas claves de Togliatti al tiempo del “giro de Salerno”. En todo caso, es claro que en el horizonte de este modo de hacer política está la construcción de enormes aparatos burocráticos como los Estados socialistas y las academias de marxismo-leninismo. Y si bien aún resta mucho por estudiar y profundizar de estas experiencias, ciertamente no puede retomarse políticamente su aspecto pedagógico-burocrático.

¿Qué queda por hacer entonces para hacer política si se excluye la centralidad del hacer leyes, del perjudicar al enemigo, de buscar obtener el máximo de poder para educar las conciencias de obreros y masas? Evidentemente, es una pregunta sin respuesta. Sin embargo, algo puede decirse sobre el horizonte dentro del cual se puede buscar una solución. Ya esbozamos un adelanto en este sentido cuando hablamos de la capacidad de los partisanos y las partisanas de comprender e interpretar lo que pensaban las poblaciones entre las cuales actuaban. “Comprender” e “interpretar”, o sea, “pensar”. Se trata pues de la capacidad de pensar un pensamiento. ¿Quienes creen hoy, más allá de algún antropólogo o etnógrafo, que las poblaciones genéricas sin cualidades específicas están en condiciones de pensar algo por sí mismas? Son aún menos quienes creen que un pensamiento tal sea algo a pensar ulteriormente, o sea, a reelaborar intelectualmente. Pues bien, se puede hipotetizar que esta doble creencia, que las poblaciones piensan y que se trata de pensar su pensamiento, fuera algo decisivo en toda la experiencia partisana; lo cual no significa imaginar a los partisanos y a las partisanas como guerrilleros con las manías de la antropología o la etnografía. Es incontestable que se aislaron y perdieron cada vez que se hicieron antipáticos para las poblaciones en las que operaban. Se puede explicar y banalizar el hecho de que esto raramente ocurría, tomando como recurso el argumento de que en la mayoría de los casos el favor popular estaba ya garantizado desde el origen por el odio extendido contra los repubblichini y los nazis. Pero semejantes banalizaciones se justifican solo en nombre del presunto antifascismo que prevalecía en todo el pueblo italiano desde antes de 1943. Una presunción necesaria a esta retórica y que aquí hemos criticado insistentemente. El hecho es que a menudo, inicialmente, entre las partisanas/os y los campesinos, los obreros, los sectores urbanos, existía toda la desconfianza que había dejado –y luego amplificado– el colapso de un régimen que durante veinte años presumió una unificación sin precedentes entre los italianos. Sin un esfuerzo intelectual orientado a vencer esta desconfianza, ninguna experiencia partisana hubiera sido siquiera concebible.

 

Es aquí pues donde esta experiencia debe ser recuperada; una vez más, recordando que hoy no hay invasores o colaboracionistas armados en combate, sino más bien el sufrimiento de poblaciones expulsadas del cuidado de los gobiernos. Una condición prácticamente inabordable si no se habla con quienes hacen experiencia directa de ella.

El hecho de que el sufrimiento sea fuente de pensamientos, de otro modo imposibles, los cuales a su vez son el único acceso a su comprensión y remedio, es por cierto una clara indicación que viene ya del psicoanálisis, aunque en relación al estudio del inconsciente individual. ¿No tenía como objeto, incluso la gran ciencia del capital de Marx, la definición de los mecanismos de explotación que producen sufrimiento en quien trabaja? Diferente, pero no incompatible con Freud y Marx, sería la posición de un pensamiento político que tienda a experimentar la reducción del sufrimiento social a partir de lo que piensan las poblaciones que lo experimentan directamente. Retomar la memoria de los partisanos puede resultar instructivo precisamente por su capacidad de entender el pensamiento de la gente entre las cuales operaban. Microcuerpos organizados más o menos inspirados en el estilo partisano podrían hoy ocuparse ya no de sumar poder, sino de intentar pensar, habitar, estrechar aquellos márgenes cada vez más extremos, vastos y dispersos de lo social que se encuentran no solo sin la protección de los gobiernos, sino también sin alternativa política alguna.

En fin, podemos estar seguros que aparecería aquella felicidad que anhelaban los “fucking bandits”, los que en su momento fueron partisanos y partisanas.

[1] En julio de 1943, tras el desembarco angloamericano en Sicilia y frente a la crisis del gobierno fascista y la destitución de Mussolini del gobierno, el rey Victor Manuel III designó en la presidencia a Pietro Badoglio, quien conduciría la suerte de Italia hacía una política de armisticios y alianzas que sellaría su salida de la Segunda Guerra Mundial. [N. de T.]

[2] “Roma ciudad abierta”. Película rodada en el año 1945 por Roberto Rossellini, es considerada una obra maestra e iniciadora del neorrealismo italiano. Rossellini narra esta historia verídica persiguiendo el pulso cotidiano de los acontecimientos entre los protagonistas auténticos de la devastación y la resistencia, improvisando escenas, filmando literalmente sobre los escombros de la guerra; características que serán notas distintivas del movimientos. [N. de T.]

[3] Junto a la Brigada Garibaldi, de extracción comunista, Giustizia e Libertà fue una de las formaciones partisanas más numerosa de todo el período. Su genealogía se remonta a París, a los primeros exiliados italianos del fascismo, quienes antes de reintegrarse a las luchas antifascistas en territorio italiano tendrían una intensa participación en la guerra civil española en auxilio de la Segunda República, bajo la formación de la llamada Columna italiana.

[4] Diminutivo de “republicanos”. El término reviste un tono despreciativo en alusión a la morralla de seguidores del último conato de gobierno del fascismo italiano, la llamada República Social Italiana, también conocida como República de Saló, en referencia a la localidad italiana donde esta radicó su sede de gobierno hasta su capitulación al final de la guerra. [N. de T.]

Traducción de Fernando Venturi

Completo aquí

 

Ningún rol heredado // Diego Valeriano

 

Jamás mamá garrón, luchona o abnegada, menos que menos responsable jurídica. Nunca lo fue, ni lo va a ser. Inclasificable, inabarcable, no sufras. Ningún rol heredado. No es mamá genérica, jamás lo sería porque a esas las desprecia como a pocas cosas. No es mamá porque le cabió o no le quedó otra, ni  siquiera porque siente como siente una madre. Lo es como forma de enfrentar lo absurdo que es todo esto, como solidaridad con los guachines que ya no pueden volver al barrio, para ser pierna de las pibas que no saben qué van a hacer esta noche. No firma nada, no va a reuniones de la escuela, no escucha giladas que siempre tiene para decir la coordinadora del centro, no espera paciente para la reunión con la psicóloga, ni con el trabajador social, ni nadie. No le  quita el cuerpo a la entrega amorosa, a las decisiones que toma, a quienes acompaña. Si hay que plantarse, lo hace. No retrocede, no pide perdón, no le importa. Es mamá y no distingue si son de sangre, si están fugados, si alguien las llora, si tienen causa, si llegaron hace banda o si están desde ayer. Ella no distingue y enseña a que nadie no lo haga. Ningún refugiado, ni rancho, ni ranchada: se es familia. Es la mamá de quienes andan con ella y así arma familia. Tiene un cálculo amoroso de los cuidados, una ecuación tierna de las vidas, un segundeo único. Tierna a su manera, dura como pocas, madre entre tanto vagón, bajón, andén, billete. Dulce de tanto plantarse. Reta, cuida, aloja, ama y enseña a caminar como nunca nadie le explicó. No construye lazos caretas, nunca fuerza modos de vincularse. No tiene un cuaderno botón donde anotar las deudas, pero te saca la ficha. Escapa siempre a la manija insaciable de juzgar que recorre el mundo entero, los trenes, los comedores, las educadoras. Escapa a ese juicio permanente que nos gana a diario, al dedo señalador, a esa ficha que siempre se activa, a los roles establecidos de antemano que fijan vidas. No acepta las deudas impagables, ni propias, ni ajenas. Ni postergaciones infinitas, ni perdones condescendientes que nunca quiso. 

La No Sufras (Fragmento)

Diego Valeriano / Milena Cacerola 2020

La última esperanza negra // Pedro Yagüe (descargar libro)

A un año de su primera publicación, Cordero Editor libera en formato digital «La última esperanza negra» de Pedro Yagüe.

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Armado UEN_Final

 

 

«Un encargado de edificio, una mujer tomada por los ansiolíticos, una señora que de joven trabajó como prostituta y un investigador del Conicet viven en una misma torre. Fragmentos del pasado y del presente abren una ventana por la que observar los mundos solitarios de estos personajes aturdidos por sus delirios, fantasías y frustraciones. Unos pocos metros cuadrados le alcanzan a esta novela para realizar una cartografía de época: el encierro, la medicalización de la vida, la imagen del éxito, la retórica política, la omnipresencia de las noticias, la omnipotencia del dólar. Retomando el proyecto iniciado en Engendros, Yagüe se propone asumir la narrativa como un espacio en el que indagar el modo en que se articulan los discursos y los afectos contemporáneos.»

La época del espíritu de seriedad // Amador Fernández-Savater

¿Qué pasa, qué nos pasa, cuando participamos en un movimiento de emancipación, a la escala que sea? Yo diría que se produce, en nosotros y en la sociedad misma, una apertura, un desplazamiento.

 

Nos movemos de las categorías en las que estamos normalmente encerrados: sociológicas, geográficas, profesionales. Hay encuentro entre quienes no estaban destinados a encontrarse y creación colectiva de nuevas formas de habitar el mundo, nuevas formas de vida.

Obreros y estudiantes en mayo del 68, piquete y cacerola en la Argentina de 2001: un movimiento de emancipación, a cualquier nivel, es un movimiento de alianza entre diferentes y de apertura a ser otra cosa que lo que somos a priori.

En la vida normal, normalizada, estamos ubicados en un lugar, una etiqueta o una identidad, pero de pronto nos desubicamos juntos y la sociedad entera sale de sus goznes. Mujeres que ya no obedecen lo que deben ser, trabajadores que rechazan el trabajo alienado, personas racializadas que ya no se consideran inferiores. La emancipación implica la subversión de los papeles, de las funciones y de los roles sociales establecidos. Un desorden fecundo.

 

El poder teme esto más que nada y pone todo su empeño cotidiano en mantener el orden de las clasificaciones. Clavar a cada cual en su lugar, impedir los cruces y las alianzas imprevistas. Ya sea por medio de la fuerza bruta o de los estereotipos que difunden la desconfianza en el otro, por medio de la policía o de los medios de comunicación, se trata siempre de lo mismo: aísla y vencerás.

Ocurre sin embargo que, en los últimos tiempos, una fuerte pulsión identitaria atraviesa (¿y paraliza?) a los propios grupos y movimientos de emancipación desde dentro.

Las identidades, en lugar de tomarse como un punto de partida, se consideran como puntos de llegada. Nos percibimos unos a otros a partir de nuestras etiquetas y categorías, desde la desconfianza y la acusación. El otro es lo que es a priori –hombre/mujer, heterosexual/homosexual, blanco/negro, clase media/popular– y no ya lo que podría ser. No lo que podríamos hacer juntos.

 

Jean-Paul Sartre elabora un concepto que puede darnos que pensar: el espíritu de seriedad. El espíritu de seriedad toma el mundo por el lado del objeto, de lo mecánico, de lo automático. Por nuestro lugar o identidad de origen, no por nuestro potencial de cambio y metamorfosis. Por lo que somos y no por cómo somos lo que somos (hay un millón de maneras de ser homosexual o heterosexual, por ejemplo).

Es la seriedad de las cosas, la seriedad que implica tomarnos y tratarnos como cosas: cerradas, pesadas, inertes, acabadas, autorreferentes. Cegándonos así a todo lo que en nosotros no encaja, a todo lo que en nosotros huye, a todo lo que en nosotros traiciona nuestra identidad. El mandato de masculinidad en los hombres, el mandato de clase entre la burguesía o la clase media, el mandato de raza entre los blancos, etc.

Tomándonos unos a otros por lo que somos, sólo multiplicamos y difundimos la mirada del poder. Porque las identidades a priori son los marcajes del poder en nuestros cuerpos: marcajes de raza, de género o de clase. Al vernos a nosotros mismos (y a los demás) únicamente desde ahí, en lugar de escuchar también los desplazamientos, las huidas y las traiciones que nos atraviesan, nos tratamos como meros efectos de poder, sin potencias de cambio.

 

La belleza impura

Nuestra época es del espíritu de seriedad y sus pasiones. La pasión de señalar, la pasión de corregir y la pasión de castigar (o cancelar). La pasión de pureza. Por todas partes se levantan voces inquisitoriales que acusan de ser tal o cual o de no serlo lo suficiente. Se instala en los grupos y los individuos una mirada fría que impide captar lo que se mueve, lo que podría servir de base para tejer alianzas entre diferentes. Se analizan los movimientos desde lo que son sociológicamente y no desde lo que devienen o llegan a ser mediante sus prácticas.

Muchos movimientos comienzan reivindicando igualdad, derechos y visibilidad para sus identidades particulares. Es inevitable, comprensible y razonable. Pero las luchas por el reconocimiento y la integración se dan necesariamente en el interior del sistema que reparte lugares y funciones. La emancipación comienza cuando se inventan nuevas formas de vida: otras maneras de ser mujer, de ser trabajador o de ser negro. Es lo que puede contagiar de rebote a quienes ocupan, u ocupamos, las posiciones hegemónicas de un deseo distinto, de un querer ser de otra manera, de un cambio de piel. Y desordenar así el mapa entero de las clasificaciones.  

 

Sin contagio y encuentro entre diferentes –hombres y mujeres, clases medias y populares, urbanos y rurales, con toda su parte inevitable de choque, tensión y malentendido–, el poder mantiene intacta la capacidad de gestionar cada casilla por separado.

“Bello como una insurrección impura”, decía una pintada de los chalecos amarillos franceses, cuya potencia precisamente consistía en abrir espacios de encuentro –las rotondas– para elaborar malestares comunes con respecto al mundo en que vivimos. Para hacer en común, a partir de lo que cada cual es y de lo que cada cual hace con lo que es.

 

Ironía y espontaneidad

Contra el espíritu de seriedad, Sartre recomendaba una pizca de ironía y un poco de espontaneidad.

La ironía, entendida como distancia entre el sentido literal y el sentido real, entre nuestro papel social y nuestro deseo, entre nuestras etiquetas y nuestros devenires. Necesitamos una pizca de ironía con respecto a lo que somos, a lo que debemos hacer según lo que somos, para no acabar petrificados en cosas, en personajes, en roles.

La espontaneidad, entendida como capacidad de hacer surgir lo imprevisto, lo no programado, lo aún no visto. Somos espontáneos cuando dejamos de representar tal o cual papel o identidad para satisfacer a un público, una clientela o una norma social. Representar una identidad es hacernos previsibles para los demás y para nosotros mismos, perder la espontaneidad.

Así, a través de la ironía y la espontaneidad, mantenemos una reserva de confianza en la posibilidad de un desplazamiento colectivo, que ponga en primer plano lo que podemos hacer juntos y no lo que somos a priori. Para no acabar cada cual en su rincón, despotricando resentidos contra los demás por ser lo que son, incapaces de escuchar lo que podrían ser, lo que de hecho están siendo ya de otro modo, disimuladamente.

ctxt.es 

¿A dónde conducen los puntos ciegos de la democracia? // Diego Sztulwark

 

La alianza entre ciencia política y periodismo hace estragos en el modo de plantear problemas. El último de ellos es la expresión «insatisfacción democrática», que oculta en sus términos la posibilidad misma de pensar el problema de la irresolución de la cuestión democrática sobre fondo de un capitalismo en fase autodestructiva. No es nuevo que la palabra «democracia» está en centro de toda disputa ideológica. De hecho, las ideologías políticas modernas bien podrían ser definidas a partir de su pretensión de ampliar (realizar) o bien restringir (reducir a forma) en extensión y en intensidad el principio de igualdad política asociado desde la antigüedad al termino democracia. De allí que la democracia sea siempre en la modernidad capitalista «burguesa» o «proletaria» -de acuerdo a clase social en el poder-, o bien «social», «liberal», «popular», «cristiana», «plurinacional» o «neoliberal» según la combinaciones políticas en las que en cada tiempo y lugar se sostiene. En el extremo, la democracia vive polarizada entre sus tendencias principales: la consumación inmanente de la igualdad política en igualdad económica y social -socialismo y más allá del estado: comunismo-, y su adecuación a mera forma de legitimación de la dominación capitalista, es decir, como medio de compensar en el plano de la política parlamentaria la reproducción ampliada de desigualdad económica y social. La democracia capitalista produce en esa separación de dos mundos un doble movimiento característico: politiza el estado en su forma parlamentaria (los célebres “políticos”) y despolitiza todo lo que tiene que ver con la vida material de las personas en una esfera formada por específicas demandas económicas y sociales. Si el realismo burgues confiaba al Estado la corrección de los desvío sociales, su utopía consistía en  que de ese mundo económico y social -empresarios, dirigentes sindicales y sociales, la “sociedad civil”, etc- surgieran los correctivos morales para los desvíos políticos del Estado. Pero eso ya es historia, porque en su forma neoliberal, realismo y utopismo burgués ya no descansan en un pueblo y un estado, sino que los producen activamente. No hay por tanto democracia neoliberal, sino reducción de principio formal de la igualdad política a principio igualmente formal de igualdad de intercambio en el mercado: la política reducida a racionalidad burguesa sin fisuras. Si el capitalismo promueve estados neoliberales democráticos, es porque por ese medio hace de la política una la gestión empresarial (más o menos policial o militar) de los conflictos que el régimen de acumulación supone. De ahí también que el Estado Neoliberal (que no tiende a reducirse, sino a ensancharse) pretenda que la lucha de clases se reduzca a un mínimo de lazo social, expresado en la ruinosa escisión entre organización sindical reivindicativa y en participación igualitaria en el plano electoral-parlamentario. 

Una frase del sociólogo Eduardo Fidanza escrita en Diario Perfil ayer, domingo 9 de octubre, afirma que «los puntos ciegos de la política democrática conducen a su autodestrucción». En el contexto de su artículo, la referencia encalla en la insatisfacción creciente con la democracia, en el peligro de los mesianismos de tipo «libertarios» y en la interpelación a “los políticos” para reaccionen y ofrezcan formas más convincentes de adecuar desigualdad material e igualdad política, para evitar lo peor. La frase es demasiado como para dejarla perecer en un razonamiento tan improbable. «Los puntos ciegos de la política democrática conducen a su autodestrucción», es un modo verbal eficaz que recubre a la perfección lo que queremos decir cuando afirmamos que el principio de la igualdad política se arruina si no logra cuestionar las fuentes neoliberales que la impotentizan y desigualan. La frase es buena porque deja activada en la cabeza del lector inquieto su otra mitad, su complemento virtual más obvio: ahí donde «los puntos ciegos de la política democrática conducen a su autodestrucción», sus puntos fuertes conducen, por el contrario, a una reinvención del socialismo. 

Lo que el actual corrimiento a la derecha occidental viene a señalar no es la falta de un centro adecuado, sino la crisis misma del centro como articulador eficaz entre igualdad política y desigualdad social. De allí que la izquierda este llamada a actuar como nuevo centro imposible. Tras la falta de un centro capaz de reparar la máquina, hallamos una falta más substancia: la de una izquierda capaz de salir de ella. Aunque esta última falta quizás no falte del todo, sobre todo si se presta atención a los discursos de Gustavo Petro, presidente de Colombia. No serán “los políticos”, ni el centro, ni el perfeccionamiento de la división burguesa entre dos mundos -lo político, la sociedad- las categorías de comprensión de un nuevo frentismo de izquierda, capaz de asumir que ya no es posible -ni deseable- una nueva corrección institucional que adecue aumento de la tasa de ganancia del capital concentrado y democracia parlamentaria. Un frentismo que falta, o que apenas si existe, ¿podría crecer en el tiempo sin substraerse a las enseñanzas que brotan de la triste alianza de politólogos y periodistas en torno al cliché de las “demandas populares más urgentes”, sin meter la cabeza en el yacimiento de una energía popular no convencional, que subyace al formato guionado de la “demanda”, para suscitar una fuerza igualitaria largamente postergada y en todxs nosotrxs, un nuevo tipo de práctica política?

Sobre «La gran abundancia» de Moreno Caballud // Pedro Yagüe

Vivimos en un mundo atiborrado de narraciones: publicidades, consignas, noticias, series, películas, novelas, redes sociales, imágenes del pasado y del futuro. Es algo que sentimos a diario. Estamos hartos de nosotros mismos, de nuestras formas de contar y ser contados, de nuestras formas de vivir y ser vividos. Este diagnóstico de época, este malestar con respecto a un cierto modo de existencia, es el punto de partida de la escritura de Luis Moreno Caballud. La sequedad de una boca hinchada, de una lengua pegada al paladar. Si el presente histórico nos impone una catarata de imágenes y narraciones de las que no logramos huir, La gran abundancia ofrece un trabajo sobre eso mismo, no para replicar, no para describir, sino para agrandar ese mundo hasta encontrar un camino que permita pensar la época desde otro punto de vista.

A lo largo de las páginas de esta distopía, se revela un procedimiento en el que la imaginación es puesta a funcionar en alianza con la crítica social. No se trata de escribir para representar, sino de dar un asalto hacia lo real. Frente al encierro narcisista que produce la sociedad actual, la narrativa de Moreno Caballud intenta dar cauce a esas vivencias que la velocidad de lo cotidiano no permite experimentar. Es una escritura que privilegia la imaginación, que crea mundos a partir de un ensanchamiento, de una alteración del presente que agiganta el delirio en el que estamos. Ahí aparece lo nuestro: los cansancios, las alergias, los enojos, el encierro, el hastío con respecto a esa maquinaria que no cesa de contar.

Un desierto que se copia a sí mismo.

Para pensar esto, Moreno Caballud inventa una figura que organiza el conflicto de la novela: el Asistente Personal. Se trata de un asistente que, de manera cotidiana, propone contenidos con los cuales transitar lo que nos pasa, modelar la experiencia. Ellos brindan un flujo de historias, un sentido para todas y cada una de nuestras vidas. Esto es algo que desde el presente se entiende a la perfección: cada quien necesita historias en las que creer, en las que confiar. El mundo es una máquina de olvido, escribió alguna vez Marcelo Fox. Pero también una máquina incesante de narrar lo que nos pasan. ¿No hay acá dos caras de una misma maquinaria?

Todo un extractivismo del alma, nuestro mundo.

Otro problema actual que aparece en La gran abundancia es la dicotomía entre vivir y tener una vida. Hay una transacción de época que esta novela muestra a la perfección: cada día resulta más tentador no experimentar ciertas cosas, para así entregarse a la certidumbre de una vida que se tiene. Nos sostenemos en las narraciones que el mundo ofrece, nos encerramos en lo seguro como una forma de evitar lo que no sabemos. Encierro. Esta novela también habla de una forma muy específica de encierro. Cuando Moreno Caballud habla de la tortura de la cárcel, nos cuenta lo peor: que nunca hay silencio, que nunca puedes dejar de oír otras voces. Que la vida de los otros se te mete por las orejas, quieras o no.

Todo esto parece aterrador. Efectivamente lo es. La gran abundancia, como toda buena distopía, eleva exponencialmente el peligro que hoy vimos. Sin embargo –y acá aparece la apuesta política que acompaña a la crítica social–, siempre hay algo que resiste. Una sospecha, un malestar, una deserción. Es ahí donde empieza la verdadera historia.

 

La gran abundanciade Luis Moreno Caballud, editorial La oveja roja.

* Texto publicado en Rebelión 

Ahora el Che // Diego Sztulwark

Ahora que la derecha sacó a relucir por todas partes la amenaza de muerte como su mas eficaz dispositivo de control político y social, ahora que sabemos que se pueden ganar elecciones sin que eso garantice una mayor potencia política (sino apenas un mínimo aplazamiento de lo peor, y a veces ni eso) ¿cómo recordamos esta fecha? Porque como bien sabemos un 8 de octubre de 1967 las tropas del ejército boliviano al mando de la CIA capturaban al combatiente Ernesto Che Guevara, asesinado el día 9 después del mediodía. A mi modo de ver, no cabe reseñar al Che como a un voluntarista solo explicable en el ambiente psicodélico de los idealizados años sesentas, ni menos aún como el más noble y ejemplar de los fracasos de las ideas comunistas, que fueron las suyas. Por fuera de estas auto-complacencias, y en un contacto honesto con su figura, Guevara plantea cuestiones ardientes que nuestra época elude (que no podemos sino eludir) por una lamentable escasez de recursos. Tomado en su racionalidad y no como modelo, nos conecta aun hoy con la experiencia más radical que hizo un pueblo latinoamericano para transformar sus propias estructuras de dominación; con un modo claro y decidido de plantear a nivel internacional el problema del anticolonialismo -que hoy no deja de volver como problema del racismo, central en la ofensiva de las ultraderechas-, y el de la enemistad en términos no esencializados: la lucha revolucionaria no era planteada por la guerrilla del Che como una tentativa de cancelar propiedades ontológicas de los sujetos enemigos, sino como un modo de derrotar dispositivos de dominación absolutamente tangibles y vigentes (Guevara fue el pensador latinoamericano que mejor conectó la relación interna que liga la ley del valor con la subjetividad capitalista). Que Guevara no pueda ser esgrimido como modelo -todo modelo congelado frena el pensamiento y la acción- no suprime sino que libera un tipo de racionalidad colectiva que no se recrea en mitos congelados sino en luchas históricas, en enemistades situadas y en proyectos de liberación.

Disidencia sexual y saber académico. Un pegoteo que incomoda // Lucía Naser/ Frente Pedagógico Cuir / Rebelarte 

Setiembre, 2022. Mientras las banderas de arcoiris cubren casas y edificios oficiales, mientras la calle es tomada por una marcha masiva y la diversidad cuenta con aparente aprobación general en el Uruguay de los derechos, el acoso virtual y el ataque de medios de prensa y políticos a les organizadores y participantes del seminario del Área Académica Queer (AAQ) de la UdelaR muestra que estamos lejos de poder abordar algunos problemas sin recibir oleadas de odio y deseos de represión. Si el contexto es de disputa y conflicto por la educación pública, cabe recordar que la UdelaR y particularmente la Facultad de Ciencias Sociales han estado en la mira de la coalición que, de modo constante, se dedica a levantar sospechas, acusaciones y tergiversaciones respecto a la legitimidad del conocimiento que allí se produce

En su cumpleaños de 15, el AAQ convocó a discutir tres temas que no sólo se encuentran en el núcleo duro de la agenda de la derecha sino que también son zonas de debate entre y al interior de los propios movimientos sociales, y en el espacio público. El seminario abordó un tema cada día: el antipunitivismo, las infancias trans y las pedagogías queer, contando como invitadas con Moira Pérez, Siobhan Guerrero, Blas Radi, val flores, Andy Falcone, Dani Umpi y House of Polenta. También se armó una feria y exposición de la que participaron Mica P, Transpapeladxs y la Biblioteca Lesbofeminista Memoriales. Así, el AAQ buscó queerizar (1) en su programa las fronteras entre arte y academia, apostando a una poderosa herramienta de teorización y experimentación ya reconocida en diversos espacios del medio académico internacional.   

Las diferentes caras del deseo punitivista resultan un problema teórico y político para la disidencia sexual, y colocan preguntas incómodas en el seno de los propios feminismos que se debaten entre escraches, luchas por el aumento de penas para abusadores y femicidas, y la búsqueda de horizontes de justicia alternativos a la justicia capitalista, patriarcal y punitiva. Además, el antipunitivismo y las preguntas que levanta confrontan directamente con el actual gobierno -y con el Estado- en su ímpetu represivo, ese en el que estuvo basada la campaña por la LUC y la propia campaña electoral. Las infancias trans han estado en debate en Uruguay de forma continua desde la aprobación de la Ley Trans, en un proceso en el que ciertas ideas acerca de los derechos de las niñeces han sido manipuladas y utilizadas como argumentos para atacar a colectivos y personas trans, cuestionando sus derechos a definir su propia identidad o acceder a recursos básicos, como la salud. Sin embargo, no fueron estos temas – ciertamente polémicos y urgentes – planteados por el AAQ los que causaron revuelo en torno al seminario, sino la presencia de un torso desnudo, prohibido al ser identificado como de un cuerpo femenino a contrapelo de la masculinidad con la que se identifica la docente, y de saliva; materialidades de una conferencia-performance de val flores sobre pedagogías queer. La intervención performática titulada “cuirizar la pedagogía. fantasías de un conocimiento pegajoso” buscaba reflexionar acerca de los modos de hacer de esas pedagogías, desobedientes de la heteronorma que organiza espacios y relaciones educativas.

La acción nos puso en contacto con uno de los fluidos más proscritos en estos años de pandemia, a la vez que, simbólicamente, escupía sobre múltiples disciplinamientos del lenguaje y del cuerpo vigentes en ámbitos educativos. Lo que más asco nos da es, a menudo, lo que se nos obliga a retener por asqueroso; lo que aprendemos a controlar nos resulta amenazante cuando alguien más lo libera. El asco a la saliva de los demás es, quizá, menos extraño que el asco que nos da nuestra propia saliva. Aprendimos a temer al cuerpo, y ese temor es validado institucionalmente hasta hoy en día. Es a la deconstrucción de ese aprendizaje – entre otros – que el conocimiento pegajoso de flores invitaba a adherirnos, primero mediante su acción y luego en una charla posterior con quienes estaban presentes. Durante ese intercambio – ignorado por los comentarios en redes y medios de prensa – se compartieron resonancias y sensaciones de la presentación y se generó un espacio (auto) reflexivo que trajo al encuentro escenas y experiencias narradas en primera persona en diálogo con muchas de las preguntas leídas en la conferencia. 

¿Qué (no) puede un cuerpo en la universidad? 

Si lo queer anuncia un destino desviado o torcido, aparece la pregunta sobre qué espacios puede abrir la academia para su enunciación y expansión. Queer no es un tema, un subnicho de la teoría de género o una palabra clave intercambiable por cualquier otro ismo, sino una filosofía práctica que pide metodologías alternativas a las (re)conocidas, que llama a tomar acciones a la disidencia y a la desobediencia, que encarna la indisciplina. Queer entiende que la transformación de los modos de hacer es tan o más importante que las intervenciones en el plano discursivo. La orientación queer define que todo discurso se entreteje de lenguaje, experiencias y corporalidades en disputa, y por ende no hay ningún lenguaje (tampoco el universitario) que no se toque con regímenes de poder que regulan lo posible o inadmisible en cada situación. 

Pese a que en el texto leído como parte de la acción la expositora compartía ideas que hubiera sido interesante desbordaran el debate presencial para abonar discusiones posteriores, lo que llamó la atención y escandalizó no fue lo que se dijo sino un fragmento descontextualizado de lo que flores hizo. Lo que incomodó fue la irrupción del cuerpo en el espacio logocéntrico y normalizado de la universidad, provocando un cortocircuito en los límites de lo que está permitido hacer – y no sólo decir – en el ámbito académico, en un presente en el que la vigilancia y represión están fortalecidas en todos los ámbitos educativos. Se puede decir lo que quieras, pero hacer muy poco. En esa lógica de exclusión no parece haber espacio para pensar sobre cuestiones que nos incomodan, siendo su censura la solución única e inmediata que voces reaccionarias proponen en el debate público. 

Pero como dice el texto de la polémica conferencia (2): “para romper con el consenso del miedo y de la obediencia hay que romper los pactos de escritura”. De poco sirve la libertad discursiva si no está acompañada de una transformación de las prácticas. De poco sirve una diversidad académica o queer si no tiene consecuencias sobre los procesos pedagógicos, las metodologías de enseñanza y producción de conocimiento, y las formas en que los cuerpos aparecen y conviven en los espacios de formación. 

“¿cómo un fluido corporal se mete en un acto de conocimiento?” preguntaba flores en su intervención. Y nos preguntamos; ¿cómo el cuerpo se mete en los actos pedagógicos performados en la universidad? ¿Cómo pensar las sexualidades en ausencia de los cuerpos y las materias que componen deseos, rechazos, atracciones, placeres? Esas son preguntas que nos deja la polémica fabricada, que una vez más logra hacer una finta a los problemas más interesantes planteados por el seminario en esta reciente edición, y que a varios colectivos académicos, políticos y artísticos nos gustaría abordar en profundidad. 

Donde aparentemente “no hay un cuerpo” – relato conservador sobre el ideal del vínculo educativo – hay poderes heteronormalizantes y violencias que se ejercen brutalmente. La educación tradicional es reproductora de opresiones que son epistémicas y también sexuales, y su acción disciplinante sigue siendo cotidiana. Tanto que el cotidiano procesamiento por abuso sexual de numerosos docentes y la denuncia permanente por casos de discriminación en ámbitos educativos no son motivo de pronunciamientos ni debates, a diferencia de un ritual performativo que integra saliva a su manera de pensar las relaciones entre lenguaje, cuerpo y política en nuestras prácticas pedagógicas. 

La proscripción de los fluidos del cuerpo es la condición de (im)posibilidad para pensar la sexualidad desde la academia, y esto no le fue ajeno a la saliva, ese fluido que rodea la voz y la hace posible, que silenciosamente transporta palabras y sentidos. Lo que este episodio expresa es que la diversidad está en riesgo de volverse una consigna inocua y decorativa si no está dispuesta a confrontar con el pensamiento reaccionario, que está fuertemente instalado en el sentido común y en el de buena parte de la academia. También reafirma que la censura a prácticas queer o desobedientes desea obstruir algo que ellas tienen para decirnos, y que el ruido que se levanta cuando un cuerpo aparece en una conferencia de forma no habitual (y hace aparecer a los nuestros) se sostiene en un silencio: el silencio sobre la lesbofobia, sobre los asesinatos a personas trans y disidencias sexuales, el silencio sobre la represión como arma de la discriminación y segregación social, el silencio sobre el aumento de ollas populares y personas sin hogar, el silencio sobre la transformación educativa que hace a la educación cada vez más estatal y menos pública, volviéndola aun más precaria en su autonomía. 

Si en los últimos años una parte de la diversidad fue engullida como alimento saludable para el cuerpo neoliberal y el mercado – que precarizan existencias llenándose la boca de derechos -, la disidencia sexual está aún muy sola y hasta la propia izquierda es capaz de aliarse a sectores reaccionarios cuando las cosas se ponen incómodas. Cuirizar la pedagogía “supone una crítica radical de los dispositivos de normalización que construyen identidades, al mismo tiempo que proscriben otras que devienen abyectas.” (3)

En semanas de lucha y conflicto, en medio de panoramas políticos cada vez más derechizados y represivos, la universidad ha retomado prácticas radicales como la ocupación y la huelga para llevar adelante sus conflictos. ¿Qué esperar de la disidencia sexual? ¿Qué puede o no puede un cuerpo en la universidad? ¿Qué epistemologías y corporalidades pueden o no circular en espacios de producción de pensamiento? ¿Qué puede la universidad en un presente con cada vez menos salidas y una cada vez más golpeada autonomía? 

 

No hay resistencia sin cuerpos que saben que sus existencias son el más importante campo de batalla. Si tanto se critica a las disidencias por una supuesta corrección política, entonces ¿por qué pedir perdón por no corregirnos para adecuar nuestras prácticas pedagógicas y sexuales a la moral patriarcal y conservadora, por más que sea la que aún está vigente? Detrás del saludo a la bandera de la diversidad aún vive el odio a los cuerpos de la disidencia. Y citando a val flores: “nuestro sentido de libertad está íntimamente ligado a la renovación de la imaginación.”




(1) El término queer es adaptado al español rioplatense bajo diferentes fórmulas, siendo “cuir” la forma utilizada por referentes sudacas de la teoría.   

(2) val flores. “cuirizar la pedagogía. fantasías de un conocimiento pegajoso”. Disponible en:  

http://escritoshereticos.blogspot.com/2022/09/fantasias-de-un-conocimiento-pegajoso.html 

(3) Idem.



Publicado en Brecha – Lista de oradores

https://brecha.com.uy/un-pegoteo-que-incomoda/ 

La intolerable represión // Lobo Suelto

El desalojo por las fuerzas de seguridad del Estado de una comunidad mapuche es un hecho, no por repetido, menos cargado de sentidos. Lo que pretende ser un acto de autoridad gubernamental no es más que una torpeza política cruel e injustificable. Por medio del desalojo el Estado Argentino comunica que no ha dado por terminada la campaña del desierto, política de acumulación de tierras por medio de la violencia sobre la que se constituyó no solo la actual configuración del Estado territorial sino también, de modo inseparable, la clases de los terratenientes. David Viñas ha mostrado de modo definitivo como aquel acto colonizador no sólo delimitaba el régimen de la propiedad privada concentrada, sino también las categorías de pensamiento de una clases social dominante y los intelectuales que les sirven. Desoír la voz de un pueblo en lucha es en sí mismo es un acto necio, y cargado de violencia colonial. Pero si se considera además el significado de este acto en el cuadro de la coyuntura actual, queda muy claro que lo único que puede lograr el gobierno nacional por medio de la persecución a comunidades mapuches es favorecer a los sectores más retrógrados de la derecha argentina, que sólo esperan su momento para retomar la genealogía de la guerra abierta, porque solo en las armas confían para completar la tarea evangelizadora que se ha propuesto: la reducción de la vida humana y no humana a relaciones de mercado y aumento de la tasa de ganancia. Acciones represivas como estas poseen una mecánica muy sencilla: los sectores opositores más recalcitrantes preparan el escenario para que un Sergio Berni o un Aníbal Fernández cumpla el papel por ellos encomendado. Imposible no recordar el antecedente de Guernica. Ahora es Mascardi. El maltrato de un pueblo -de un movimiento social, de un grupo humano que pretende discutir las estructuras injustas del estado y de la propiedad, o de una dirigente popular injustamente detenida por la justicia provincial; son todos términos de una larga serie- no es una categoría aceptable para ningún gobierno, pero es escandalosa cuando lo perpetra quienes se llenan la boca hablando del progresismo, puesto son precisamente estos hechos los que marcan el camino de ese macrismo y esa ultraderecha que dicen combatir!

La desconfianza // Florencia Abadi

El deseo posa la mirada, y en esa detención confiere a algún objeto o persona fuera de sí cierta dignidad o interés (lo inviste). En el mirar está implicada la proyección, la acción de poner afuera; por eso, el deseo está vinculado, de manera esencial, a la paranoia.

En contraste con el paranoico deseante y mirón, que proyecta su odio afuera, el alma bella (carente de odio por definición) se entrega a la confianza ciega. Este es el caso de Blancanieves, que jamás sospecha de la reina envidiosa que la envenena repetidamente; si lo hiciera, revelaría una impureza propia, es decir que ella misma se descubriría como no confiable. Solo en ese sentido existe un parentesco entre la maldad y la inteligencia: quien no reconoce el odio dentro de sí está condenado a comer manzanas podridas (sin que haya en eso, por supuesto, mérito alguno). La pureza no existe más que en los cuentos de hadas, por eso la idea de que se debe confiar en los demás sin miramientos es simple mala conciencia, negación (y por lo tanto saber culposo) de la propia sombra.

Si mirar, desear, envidiar, proyectar y desconfiar forman parte de un mismo círculo tan infernal como inevitable, pretender darle la espalda comporta las peores consecuencias. Sin embargo, negarse a adoptar el gesto del alma bella y asimilar la oscuridad intrínseca al deseo no nos salva del peligro. La confianza siempre es, en última instancia, ciega (y sin ella, no habrá vínculo alguno). La idea de una confianza “ganada” (no ciega) vela aquel aspecto esencial que la vincula a la fe, es decir, a un salto riesgoso, carente de garantías, imprescindible en la constitución de todo lazo. Quien no logra vivir sin garantías, es decir, quien no consigue abstenerse de mirar, pierde fatalmente aquello que ama. Así le ocurre a Orfeo. Luego de la muerte de su amada Eurídice, desciende al reino de los muertos para recuperarla. Hades le concede prodigiosamente el deseo de restituirla a la tierra, pero con una condición: debe partir él primero sin volver atrás la mirada –es decir, sin comprobar la presencia de Eurídice detrás de él– hasta haber traspasado las puertas del infierno. Logra atravesar así gran parte del camino, pero cuando ya casi ha llegado no puede refrenar el impulso, gira su cabeza y ve a Eurídice desvanecerse para siempre.

 

II

El mecanismo de la proyección está expuesto con claridad en Otelo, un drama que, como se sabe, no trata sobre los celos sino más bien sobre la envidia, que consiste en primer lugar en posar fuertemente la mirada (el mal de ojo). Su verdadero protagonista es Yago, el envidioso que busca engañar a Otelo y hacerle creer que Desdémona le es infiel. Como corresponde a una figura genuinamente shakespeareana, Yago conoce el funcionamiento de la proyección, y su estrategia consiste entonces en no ser jamás él mismo quien difama: aquel que maldice se delata en su odio envidioso; así, él se construye a los ojos de Otelo como absolutamente creíble (“el honesto Yago”, irritante mantra de la obra). Su participación consiste en sugerir, incluso en reflejar apenas los temores ajenos: “eres mi eco”, le dice el crédulo Otelo. Aquello que Yago coloca delante de Otelo a modo de “pruebas empíricas” de sus sospechas –un pañuelo, una conversación que no oye pero ve– funciona como fuente del malentendido. Yago aprovecha las proyecciones de Otelo sobre el presunto dato. En un irónico gesto antipositivista avant la lettre, afirma Otelo: “debo ver antes de dudar; cuando dudo, debo tener pruebas”.

Si el malentendido es un elemento fundamental de toda trama narrativa es por su carácter proyectivo: hay malentendido porque atribuimos intenciones a los demás, porque los interpretamos de algún modo. No es un recurso que inventa un conflicto donde no lo hay, sino que más bien devela el origen de todo conflicto: la alucinación intrínseca al deseo. Yago encarna entonces precisamente aquello que hace avanzar la intriga (palabra que nombra también el deseo del espectador o lector de la obra). El odio funciona como motor (de la trama y de la vida) porque viene primero; el amor realiza un corte posterior con esa primitiva proyección odiante y deseante. La confianza amorosa detiene el impulso curioso y posesivo del deseo y deja ser a la alteridad.

 

III

“Esta noche helada nos va a volver a todos locos”, clama el rey Lear, a punto de desatarse definitivamente su demencia. El aire frío enloquece porque nombra la distancia que nos separa del otro, la imposibilidad de la fusión que conduce a la desconfianza paranoide. El frío es posiblemente la primera sensación del recién nacido, cifra de la hostilidad del afuera (en contraste con la cálida simbiosis del nido). La paranoia hunde sus raíces en la experiencia de la separación, que trae consigo una vulnerabilidad radical. El alma bella, en cambio, en una suerte de renegación de esa vulnerabilidad, se descuida a sí misma. Las intenciones del otro son siempre proyecciones, pero que las hay, las hay.

El frío del aislamiento paranoide solo puede combatirse a través del lazo amoroso, y no es casual que grandes mitos modernos sobre la soledad (Robinson Crusoe, Frankenstein, El principito, etc.) hayan detectado que ese lazo procede de la amistad. “Sean amigos míos, estoy solo” (El principito). La fragilidad de la relación erótica no puede brindar la calidez del afecto incondicional; por definición, está determinada por la condición que no es otra que el deseo. El juramento erótico es absurdo: si el deseo es soberano, no pueden existir, en rigor, ni promesa ni traición. Cuando el amante (estrictamente hablando, el deseante) habla de desconfianza se refiere en realidad a su temor a perder al ser deseado, a su inquietud frente al hecho de que la intención posesiva de su deseo está condenada a fracasar, ya que apunta a algo tan inasible como el deseo del otro: “Ay, qué maldición el matrimonio, que podamos llamar nuestras a estas delicadas criaturas, y no a sus apetitos”, exclama Otelo. En todo caso, se confía en el amor, en que el amor será más fuerte que el deseo si este decae; es decir que, en última instancia, se confía en la amistad, que cultivan también los deseantes entre sí cuando no quieren ser devorados por la pasión. Si la traición implica un primado del yo sobre el otro o sobre el nosotros, la amistad hace fracasar el egoísmo. El afecto amistoso (la philía) puede ser erótico (en la medida en que el amigo nos divierta), pero no está regido por el erotismo en su aspecto pasional, que implica posesión y rivalidad; por el contrario, establece la alianza cómplice. El amor amistoso nos rescata de la proyección persecutoria y brinda por lo tanto la paz, el descanso. Por eso la confianza encuentra su mejor expresión en la posibilidad de dormir en presencia del otro. Lo esencial –la unión entre personas– es invisible a los ojos: no tanto porque estos sean incapaces de percibirlo, sino porque se lo alcanza a ojos cerrados.

 

 

* Este texto es un capítulo del libro El sacrificio de Narciso publicado en Argentina por Hecho Atómico Ediciones en el año 2018 y en España por Punto de Vista Editores en el año 2020.

Guattari: “Necesidad y pertenencia” // Mariano Pacheco

Conocido mundialmente por sus libros escritos a cuatro manos con Gilles Deleuze, se cumplen tres décadas del fallecimiento de Félix Guattari, analista heterodoxo, militante político y una de las conciencias críticas de Francia con mucho que decir para nuestros tiempos apocalípticos y rizomáticos. Legado presente de un pensador del futuro.

 

Michel Foucault supo decir que el siglo XXI sería deleuzeano y quizá no se equivocó, aunque podríamos agregar que también es guattariano. Este año se conmemoran los cincuenta años de la salida de El AntiEdipo –ese primer libro escrito de manera conjunta entre ambos autores–, y treinta años del fallecimiento de Félix Guattari, el más contemporáneo de nuestros filósofos, sobre todo después de la pandemia del covid-19, que acechó a la humanidad y puso en el centro de la escena pública mundial la discusión sobre la salud mental, los padecimientos y malestares, la crisis ecológica, las mutaciones en las formas del trabajo, la emergencia de nuevos agentes y agendas en sociedades totalmente convulsionadas y conmovidas por la concentración de las riquezas, el aumento de la pobreza y la cada vez más intensa sujeción subjetiva al patrón cultural que rige el mundo actual, más allá de la variedad de colores y perspectivas de los diferentes gobiernos nacionales. Todos estos temas fueron abordados, pensados y problematizados por Guattari en su trabajo conjunto con Gilles Deleuze, pero también en sus propias elaboraciones anteriores y posteriores a ese período. Por lo general, toda esa apuesta intelectual, que fue a la vez una empresa vital, nunca la realizó en soledad. Más allá de la firma singular, de su nombre estampado en los libros y artículos que escribió, de las conferencias en las que habló, siempre fueron iniciativas llevadas adelante desde una confluencia de entramados clínicos, filosóficos y políticos que compartía con diversos compañeros y compañeras de ruta. 

Como un reloj que se adelanta. En Kafka, para una literatura menor, otro de los libros que Guattari escribió junto a Deleuze, aparece una reivindicación del gesto vanguardista del escritor checo de asumir la literatura en términos performativos, es decir, no tanto representando la época (versión realista) sino siguiendo las líneas que arrastran lo contemporáneo hacia el porvenir. Algo de eso también está presente en la “filosofía del mediodía” de Friedrich Nietzsche en contraposición a la clásica idea hegeliana de que la filosofía es como el búho de Minerva (“levanta vuelo al anochecer”), y más allá de que supo ser más trabajada por Gilles que por Félix, la rescatamos aquí para pensar la propia trayectoria de Guattari. Al fin y al cabo, fue Félix quien ya en la década del 80 elaboró, con su tesis de las “tres ecologías”, muchos de los planteos que hoy circulan en discusiones, debates y prácticas de nuestra sociedad. 

Guattari sostenía que feminismos y ecologismos debían marchar junto a la lucha obrera, en cualquier perspectiva de cambio social, que en su caso ponía un especial énfasis en lo que denominaba “revolución molecular”. “Ecología ambiental”, para replantear el vínculo entre la humanidad (específicamente su acción depredatoria) y el planeta; “ecología social”, para repensar las luchas de clases contemplando las mutaciones del mundo obrero y, finalmente, una tercera dimensión, la “ecología mental”, para abordar el capitalismo en su fase neoliberal, y contemplar cómo este profundiza la angustia, la tendencia a la soledad, al individualismo y la neurosis, separando a los sujetos del campo social y privatizando el malestar. “No hay oposición entre las tres ecologías –escribe Guattari–. Toda aprehensión de un problema medioambiental postula el desarrollo de universos de valores y, por lo tanto, de un compromiso ético-afectivo”.

Esta propuesta, incomprendida por las izquierdas de entonces, ponía el foco en la necesidad de efectuar una “reconversión ecológica” de la “acción sindical”, no para negar la centralidad que la clase trabajadora tiene en las luchas emancipatorias, en sociedades regidas por la lógica del capital, sino para problematizar cuestiones fundamentales como el corporativismo, el machismo, la homofobia (y a veces también la xenofobia) obrera y el afán productivista que rigió a gran parte de “Estados socialistas”, en una carrera de disputas con el capitalismo que en gran medida reprodujo esquemas similares en relación con un modelo humano en su vínculo con el planeta. 

Por todo esto es que para Guattari (también para Deleuze) la revolución molecular debía estar en el centro de la escena en ese entonces. Claro que su época está marcada por las revoluciones totales, desde la soviética en la Rusia de 1917 a la sandinista en la Nicaragua de 1979, pasando por los procesos triunfantes de las izquierdas en China, Cuba, Vietnam y otros tantos países, a diferencia de hoy en día, donde el concepto y el proyecto de revolución parecen haber quedado enterrados en el pasado, con lo cual no puede dejar de plantearse la necesidad de repensar el concepto mismo de revolución molecular y su puesta en relación con los anhelos de llevar adelante “procesos de cambio” en sentido emancipatorio. Pero más allá de estas transformaciones –fundamentales– en los contextos, la obra de Guattari no deja de ser un legado importantísimo para pensar las dimensiones micropolíticas de nuestras sociedades. 

Fuera de la norma. A inicios de la década del 80, mientras en Argentina los militares se retiraban del gobierno que habían usurpado en 1976, dejando un tendal de muertos y vidas “desaparecidas” que se simbolizarían en el número 30.000, en Brasil comenzaba a conformarse el Partido de los Trabajadores, y un conjunto de experiencias políticas, sociales y culturales pujaban desde abajo, con fuerza, en el intento por replantear la vida, en un continente (sobre todo en su Cono Sur) donde el terrorismo de Estado había arrasado con los vientos de cambios tan presentes en las dos décadas anteriores. A ese bullicio del país vecino, el escritor, pensador y poeta argentino Néstor Perlongher lo llamó el “Brasil menor”, recuperando la visita y las charlas que Félix Guattari brindó por entonces allí. Perlongher, que había sido fundador del Frente de Liberación Homosexual (FLH) en Argentina, una década antes, recordará con su prosa plebeya que la idea de “lo menor” –tan presente en Deleuze y Guattari– nunca debe entenderse en términos numéricos, como muchos (mayorías) y pocos (minorías), sino como “cualidad de dominación”: en cada sociedad existe una “norma” que rige mayoritariamente los comportamientos, estableciendo una moral para la cual una determinada cantidad de cuestiones pasarán a estar mal. De allí que la propuesta “deleuzeano-guattariana” de “devenires minoritarios” pase por buscar quebrar ese patrón, esa norma, esa moral de las “buenas costumbres”, para abrir paso a un proceso de experimentación de la vida menos estereotipado, más abierto a lo inesperado, a lo posiblemente explorado. 

El concepto de  revolución molecular, por lo tanto, no puede sino ser pensado en íntimo vínculo con el de devenires minoritarios, sin desconocer por supuesto que, tal como Deleuze y Guattari sostienen en Mil mesetas –segundo tomo de Capitalismo y esquizofrenia–, toda política es siempre y al mismo tiempo micropolítica y macropolítica. 

Luego de casi cuatro décadas de Encuentros Nacionales de Mujeres, de Marchas del Orgullo Gay y de conquistas de leyes como la de Matrimonio Igualitario, Igualdad de Género y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, junto a fenómenos de expresión masiva como el grito de #NiUnaMenos, Argentina es un país donde las luchas por la igualdad y el respeto a la diversidad de género han marcado agendas, incluso más allá de las fronteras nacionales (como fueron los paros internacionales de mujeres convocados por el movimiento feminista en los últimos años), sin haber perdido a su vez toda una herencia obrera que fue característica de estas tierras durante todo el siglo XX y que aún hoy, a pesar de las mutaciones en el mundo del trabajo (de la desindustrialización y la desindicalización proveniente de los años de la última dictadura cívico-militar), sigue contando con niveles altísimos de sindicalización y movilización de la clase trabajadora asalariada, amén de que también aquí se le ha puesto nombre y apellido, pero también organización territorial, comunitaria y sindical, a todo ese fenómeno de “descarte social” que produce el capitalismo actual: la “economía popular”, ella misma atravesada a su vez por los planteos introducidos por el movimiento feminista en torno al trabajo productivo y reproductivo, las tareas de cuidado, la feminización de la pobreza y de las actividades sociales y laborales. También, en gran medida, estas economías populares incorporan en sus planteos muchos paradigmas ecologistas, provenientes de años de luchas ambientales. 

Así y todo, la advertencia de Guattari en torno al necesario trabajo a realizar para que el neoliberalismo (él entonces se refería a un “capitalismo mundial integrado”, incluso antes de la caída del Muro de Berlín) no fragmente esos procesos, haciendo que cada uno marche por su lado, separado de los otros, acecha como un espectro toda la coyuntura actual, no solo de nuestro país, de la región, sino de todo el mundo. Anudar lucha obrera con perspectiva feminista y paradigma ecológico, prestando particular atención a las cuestiones subjetivas, es el gran legado que la obra y la trayectoria militante, clínica y filosófica de Guattari deja para nuestro inquietante siglo XXI. 

Félix Guattari: el más contemporáneo de nuestros pensadores

Fue un sábado 29 de agosto de 1992. Contaba con 62 años y tras una cena con su hija Emmanuelle se metió en su pequeño despacho de la clínica Le Borde. Allí murió, horas después, de un ataque al corazón, rodeado de sus libros, de sus anotaciones, de lo que había constituido el centro de sus reflexiones, ligadas íntimamente a una práctica que se desplegó en múltiples direcciones.

Guattari resultó siempre más conocido por ser el nombre que acompaña al de Deleuze en los cuatro libros conjuntos que por su prolífica obra y trayectoria. Félix tuvo una politización precoz. En 1952, con 22 años, abandona el hogar familiar para irse a vivir solo. Desde la adolescencia ya había comenzado a escribir: poemas, historias, sueños. De aquellos años de la primera juventud consta su paso por el Partido Comunista Internacionalista, fracción francesa de la Cuarta Internacional (trotskista). Primero estudió Farmacia y luego –lecturas filosóficas mediante– llegó a los seminarios de Jaques Lacan, de quien también fue “paciente”. De la mano de su amigo el psiquiatra Jean Oury, Guattari logró combinar tempranamente su pasión por la militancia con lecturas ligadas a la filosofía, la psiquiatría y el psicoanálisis. En abril de 1953, Oury funda Le Borde, la clínica que abre sus puertas en julio de 1956 y rápidamente entra en bancarrota. Guattari entra en acción y con tan solo 25 años se hace cargo de las finanzas de la institución, la salva y se convierte en su director de hecho. La experiencia persiste hasta el día de hoy. 

En 1965 Guattari participa de la fundación de la Sociedad de Psicoterapia Institucional, funda y dirige grupos de investigación y revistas sobre cuestiones vinculadas a su práctica clínica, mientras en simultáneo interviene políticamente, primero en la organización y el periódico La Voie Commnunista y luego en la Oposición de Izquierda. El Mayo Francés lo encuentra siendo protagonista, como militante político y como psiquiatra, cuando el Teatro del Odeón es “tomado” por asalto por un movimiento en el que confluyen artistas e intelectuales, profesionales de la salud mental y usuarios, junto a una multitud anónima que escribe en el hall de entrada: 

“Cuando la Asamblea Nacional se convierte en un teatro burgués, todos los teatros burgueses deben convertirse en Asambleas Nacionales”. 

En medio de ese “clima de mayo” tiene lugar el encuentro con Deleuze, con quien escribirá El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980), los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, además de Kafka, para una literatura menor (1976) y ¿Qué es la filosofía? (1989), y de tramar una profunda amistad.

Hacia fines de los años 70, Guattari traba amistad con el filósofo y militante comunista italiano Antonio Negri, luego encarcelado por ser acusado de “ideólogo” de las Brigadas Rojas. Cuando en 1977 el italiano llega a París, huyendo de las autoridades, Guattari lo recibe en su casa, donde se queda a vivir. “Félix se ocupó de mí como un hermano”, supo decir Negri. 

Para la misma época se produce un intenso movimiento de “radios libres” en Francia. Y allí estará Guattari intentando abrir una grieta en la comunicación hegemónica. Participa activamente del movimiento y, junto con un grupo, funda la Radio Libre París (en 1980 pasará a llamarse Radio Tomate), que emite las 24 horas, y además de los programas culturales (teatro, música, cine) cuenta con un programa semanal de debate político, que coordina el propio Guattari. Las problemáticas de las “minorías” (como los ocupantes ilegales de casas) de Francia tienen un lugar. Incluso, las minorías de otros países: palestinos, irlandeses… Finalmente la policía detecta las trasmisiones de las radios libres y las saca del aire.

La década del 80 encontrará a Guattari siendo un activista e intentando pensar y escribir sobre cuestiones ecológicas. Son años de intensos debates en un mundo que está pronto a realizar un viraje de 180 grados, crisis de las izquierdas y revolución tecnológica capitalista de por medio, y Félix escribe numerosos textos para distintos medios de comunicación, muchos de los cuales se han traducido, compilado y publicado recientemente en Argentina bajo el título ¿Qué es la ecosofía?

 

Fuente: Suplemento Cultura del diario Perfil (18-09-2022)

El último detective (en este lío) // Diego Sztulwark

 

Félix Guattari fue el último detective de nuestro tiempo. 

Como sucede muchas veces en el género policial, el investigador y las pistas que persigue nos hablan de un crimen que no puede ser resuelto en el campo de la ley. 

Es en los márgenes del estado –allí donde aún abundan pensamientos laterales y lenguajes alternativos– donde yacen los recursos útiles para descifrar el misterio que el sistema encubre. 

Una de las frases más efectivas de ese gran relato periodístico de Rodolfo Walsh que es ¿Quién mató a Rosendo? dice: “No creo en la justicia”.

La fórmula no propone tanto una declaración de principios como una posición metodológica fundamental: se investiga ahí donde la creencia –en la ley, en la sociedad– ya no funciona. Allí donde la verdad requiere adoptar una posición nueva, de ruptura con la complicidad con las relaciones sociales de propiedad. 

¿En qué sentido Guattari, el analista, filósofo, militante y escritor francés podría ser considerado por nosotros como el “último investigador”? 

Precisamente, último en la medida en que lleva el crimen al campo mismo de la subjetividad. Su gesto es de revocación: traspasa cada uno de los tabiques que prohíben trazar líneas vivas entre individuos y grupos, entre subjetividad y objetividad. 

Tal y como escribió en su extraordinaria colaboración con Gilles Deleuze, pero también en su obra solitaria, el crimen ha sido perpetrado en el campo mismo del deseo. Y eso tiene importantes consecuencias. El deseo ha perdido para siempre su inocencia. Ya no podrá ser evocado en su espontaneidad como fuerza emancipativa. El descubrimiento del campo del deseo es tanto el de la revolución como el del fascismo, y el del fascismo de mercado. El deseo colocado de otro modo es tensión de fuerzas, campo polarizado (paranoico/esquizo), cuarto oscuro en que se traman servidumbres, tanto como rincón íntimo en que se preparan desvíos inesperados. 

El deseo es tanto psiquis como la economía, pero psiquis y economía en tanto que funcionamientos conectados. El taller de un mecánico, antes que gabinete psicoanalista o econométrico. 

El último detective, Félix Guattari, fue un lector arbitrario y un escritor astuto. Supo priorizar las prácticas, las conexiones y los desvíos. La pragmática a la estructura, los procesos a los mapas. Siguió las líneas de funcionamiento, se metió en sus trampas y llenó de aceite su mameluco; insistió en ellas hasta verlas operar por fuera de la ley. Siguió su curso hasta más allá de los esquemas analíticos, teóricos y políticos, abriendo un campo de indagación inédito, cuya verdad última solo puede darse como producción de modo de vida.

Por introducir la sospecha en el campo de las redes mediáticas y comunicacionales, Guattari no puede ya envejecer. En él pensaremos cada vez que los estereotipos amenacen nuestras singularidades. Y esas amenazas no censan de crecer.

Fuente: Suplemento Cultura del diario Perfil (18-09-2022)

Número dos. Homenaje a Jean-Luc Godard // Jun Fujita Hirose

Así como una de sus películas se titula explícitamente Número dos (1975), Jean-Luc Godard filmó todas sus películas como si se tratara de hacer, cada vez, un nuevo “número dos”. El cineasta consideraba que la creación sólo tiene lugar en una segunda obra, es decir, cuando se hace una obra más.

 

Supongamos que seas cineasta debutante. El productor acepta tu proyecto de película, y lo realizas con todas las ideas interesantes que tienes en tu cabeza. Muy contento de que tu película haya salido un gran éxito crítico y comercial, el productor te pide que hagas un número dos. Solo que ya no te queda ninguna idea, dado que ya echaste todas tus ideas en la primera película. Te encontrás ante un agotamiento de los posibles. Godard llamó “número dos” a las películas que se deben filmar en tal condición de imposibilidad.

   

En 1974, Georges de Beauregard, productor de Sin aliento (1960), le propuso de hacer un remake de la misma película con el mismo presupuesto a Godard, quien acababa de disolver el grupo Dziga Vertov, de trasladarse de París a Grenoble, y fundar una nueva casa de producción, Sonimage, con Anne-Marie Miéville. El cineasta aceptó la propuesta y realizó Número dos. La película se filmó en el desierto abierto detrás de Sin aliento.

 

Lo importante es notar que el propio primer largometraje de Godard se rodó como una película más. El cineasta recuerda en una entrevista acordada a Les Cahiers du cinéma en 1962 (n 138): “Lo que quería era partir de un relato convencional y rehacer, sin embargo, de modo diferente, todo el cine que ya había sido hecho”. Todos los relatos posibles ya habían sido contados, y no quedaba ningún lugar para contar nuevos relatos. Todos los procedimientos cinematográficos concebibles ya habían sido inventados por los grandes antecesores. Sin aliento no se podía hacer más que como un número dos de “todo el cine” o, al menos, de todas las películas de gánsteres. Es precisamente esto lo que se declara en la inscripción al inicio: “La película está dedicada a Monogram Pictures”. 

 

Godard era conocido por su rodaje rápido. Esto también viene del hecho que todas sus películas son número dos. La creación de nuevos posibles ante un imponente muro de los posibles exhaustos sólo se puede hacer en una espabilada. Esto no significa, sin embargo, que el trabajo de Godard se ignorara un largo tiempo. Así como Monogram Pictures había producido y distribuido innumerables películas de bajo presupuesto durante más que veinte años hasta 1953, el establecimiento de un agotamiento de los posibles como condición necesaria para la creación necesita de un largo tiempo y una enorme acumulación de trabajo.

   

En 2003, Godard aceptó la propuesta del Centro Georges Pompidou y concibió un proyecto de exhibición bajo el título de Collage de France en cooperación con su comisario Dominique Païni. Sin embargo, unos meses antes de la inauguración prevista en abril de 2006, Godard de repente abandonó ese proyecto de modo unilateral y lo sustituyo por un nuevo titulado Voyage(s) en Utopie, despediendo a Païni. También en ese acto “egoísta” que suscitó entonces muchas críticas en la prensa francesa, se evidencia la lógica godardiana del número dos. Como el propio cineasta hablaba de “la segunda exhibición sobre las ruinas de la primera”, si dedicó tres años a elaborar Collage de France con máxima escrupulosidad, lo hizo para producir Voyage(s) en Utopie de un tirón “sobre” sus ruinas.

   

Como lo muestra bien el plano corte sobre una serie de cheques al comienzo de Todo va bien (1972), Godard se interesaba siempre por la cuestión del dinero y, en particular, de la financiación de la producción. Los casos de Número dos y Voayage(s) en Utopie nos señalan que esa problematización del dinero también estaba estrechamente ligada con la cuestión del número dos. Se trataba de transformar los fondos previamente destinados a la realización de posibles (un Sin aliento de los años setenta, Collage de France) en fondos para crear nuevos posibles y, de este modo, de restituir al dinero su potencia productiva.

   

En el acto de homenaje organizado en el Centro Pompidou el día siguiente del anuncio del suicidio de Godard, Païni dijo que una de las preocupaciones centrales del cineasta en toda su vida era la de “no deber nada a nadie”. Quizá sea mejor decir: devolver siempre lo que debe. Si Godard, en colaboración con Miéville, realizó Aquí y en otro lugar (1976) como número dos de Hasta la victoria rodado en la primera mitad de 1970 en Jordania y Palestina y dejado incompleto, lo hizo para devolver lo que debía a los fedayines masacrados por el ejército jordano después de su participación al rodaje de la película inicial. Y en todas sus películas, incluido Aquí y en otro lugar, el cineasta desvió el dinero para pagar su deuda con “todo el cine”. El cine de Godard nos enseña que sólo devolvemos lo que debemos, creando nuevos posibles.  

   

    

 

¿El capital está vivo y nosotros estamos muertos? 7 hipótesis sobre La verborragia: zapping del fin del mundo de Ramiro Guggiari // Emiliano Exposto

  1. Mark Fisher popularizó la frase “es más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. La verborragia parece decirnos que es más fácil imaginar un capitalismo intergaláctico que el fin de la lógica de la mercancía. O peor: solo es posible imaginar el fin del capitalismo en tanto que fin del universo en cuanto tal.

 

  1. Esta obra de teatro nos enfrenta a una ansiedad paranoica: el apocalipsis no es lo que vendrá, es lo que ya está sucediendo. Lo que ya sucedió. Walter Benjamín decía que no hay que pensar la catástrofe como algo probable o posible, en un futuro lejano o en uno demasiado cercano, demasiado humano. La catástrofe es lo que en cada caso nos está pasando. Es la muerte lenta, de la que habla Lauren Berlant. La verdadera catástrofe es existencial, el colapso somos nosotros mismos y nuestra relación instrumental con el mundo. La verborragia escarba en ese inconsciente político: narra nuestra desesperación y depresión colectiva desde un más allá del límite, donde la locura y la destrucción ocupan el horizonte de lo pensable. Es el caos o el caos, no hay alternativas. Pero las crisis y colapsos son procesos ambiguos, de temblor y reapertura. El caos habilita un potencial cognitivo para recrear nuestras fuerzas.

 

  1. Cuando la realidad coincide con el suicidio del capital, todo pasado, todo presente, toda nostalgia o proyección es asediada por un futuro donde el final de los tiempos ha sido consumado. En La verborragia, el “espacio exterior” (desborde ambiental) y el “espacio interior” (derrumbe psíquico) son consumidos por la dinámica delirante de unos medios de comunicación extraterrestres y unos poderes terapéuticos interplanetarios. Desde la Luna se emite un programa de televisión para todo el Sistema Solar, mientras la desmesura empresarial lleva a la Tierra hacia la explosión. Ante esto, no hay lugar para la melancolía ni para el entusiasmo. Tanto el optimismo como el pesimismo conducen a la esperanza y el miedo. Y en esa atmósfera reina el cinismo, que es una captura de los afectos, el lenguaje y la política. En cambio, la ironía, como ya advirtió Lenin, puede ser una lengua creadora de mundos, incluso cuando sus humores satíricos nos hablen después del fin de todos los mundos. Lenguaje que inventa formas de vida y forma de vida que inventa lenguajes. Ya no hay nada que esperar: ¡somos libres!

 

  1. Una máquina posthumana llamada Eva revela el secreto del apocalipsis. Su monólogo nos recuerda que la relación entre humanos y máquinas despierta fabulaciones tan aterradoras como emocionantes. Juan Mattio dice que existen tres imaginarios de la máquina. Primero, lo humano que se hace máquina (cyborg). Segundo, la máquina que se humaniza (robots, androides). Tercero, la máquina que se autonomiza y traiciona a sus creadores (Frankenstein). Si bien La verborragia navega las tres fantasías, considera que solo una de ellas es tan seductora como creíble y viable. El problema es averiguar cuál es y por qué. Y para eso no queda otra que hacer la experiencia. Una pista: Eva es a Ramiro Guggiari lo que el Capital es a Marx. En este caso, la destrucción masiva no responde a la acción de un “exterior” (desastres naturales, lucha obrera o invasión alienígena). Es el resultado “interno” de la pulsión de muerte que comanda las máquinas capitalistas. La preguntas es ¿cómo hackear o interrumpir los automatismos técnicos que nos gobiernan?

 

  1. El “cosmismo ruso” aterrizó en un teatro porteño, fundiendo a Neón Genesis Evangelión con poderes árabes, Susana Giménez, Simondon y Eva Perón. Unas Mil y una Noches monstruosas, imposibles, muy reales. Su magia se confunde con una publicidad que nos garantiza retornar del suicidio. Se trata de revivir a los muertos para reanimar nuestra vida-zombi. Nos venden estados de ánimo: consumo, psicosis y celebridades, nada más cercano a la realidad. Donna Haraway sonríe ante la ingenua pregunta de Franco “Bifo” Berardi: ¿game over capitalista o juicio final revolucionario? En La verborragia la lucha de clases es un video juego vintage. 

 

  1. Las masas no somos engañadas: deseamos el colapso. Nos calienta el apocalipsis, porque satisface el placer de una intimidad común. Al sumergirse en esa ambivalencia, La verborragia recuerda una enseñanza de Nietzsche: el cuerpo es lo único que tenemos. Una brújula erótica cuyos saberes otorgan las premisas sensoriales para vivir en el final. Habitamos la singularidad del desastre, y solo nos quedan nuestros vínculos, territorios y soledades pobladas. Sin embargo, este “zapping” no realiza pronósticos ni anticipaciones proféticas. Evidencia que la extinción es aquí y ahora. El capitalismo es un apocalipsis cotidiano, donde la demencia del mercado converge con una normalidad enfermiza. De hecho, el colapsismo es hoy una forma de gobierno muy sexy y recurrente, coloniza nuestras emociones y cerebros. Por eso no moviliza ni paraliza. Como el insomnio anterior a la pesadilla o el sueño, ya no angustia ni asusta a nadie. Alivia, como el sin tiempo y sin espacio del vientre cálido de una madre mítica. Cuando la catástrofe ya fue, Amador Fernández-Savater dice que una estrategia es reencantar nuestros mundos, reconectar con lo que todavía brota y pulsa, a pesar de todo. Lo vivo es una fuerza irreductible a la voracidad del capital, que es el verdadero demonio del Big Crunch.

 

  1. ¿Qué pasión subyace a nuestra fascinación por las extinciones masivas, el deterioro ambiental, la inteligencia suprahumana, la conquista del cosmos y el descontrol tecnológico? ¿Las vidas arrasadas pueden alucinar otro fin del mundo? Ezequiel Gatto llama futuridades a las potencialidades latentes que germinan en nuestro presente. Virtualidades que no se agotan en lo actual. Posibilidades imperceptibles, devenires aberrantes, mutaciones inesperadas. En este sentido, La verborragia no se agota en la imagen del futuro como destino. Es una producción sin imagen, puro movimiento de síntomas. Sospecho que me toca por mi propia relación onírica con los paisajes deseantes del final. Son incontables las veces que soñé con el apocalipsis, a veces a la manera de Hollywood y otras bajo una forma bíblica. Por eso propuse siete hipótesis, porque imagino que serían los días en los que Dios tardaría en destruir el universo, dejando intacta la acumulación financiera, mediática y farmacéutica del dinero. Si es cierto que el capital está vivo y nosotros estamos muertos, solo otra Eva podrá salvarnos…



 

La verborragia. Zapping del fin del mundo se realiza los domingos a las 19 hs en el teatro XIRGU UNTREF (Chacabuco 875, San Telmo, CABA).

 

La organización del pesimismo // Diego Sztulwark

El valor documental de la Correspondencia Perón-Cooke es bien conocido. En buena parte es gracias a ella que generaciones de militantes entraron en contacto con esa escritura de lo concreto en la historia característica del primer delegado de Juan Domingo Perón, conspirador e ideólogo del peronismo revolucionario. Las cartas fueron y vinieron durante una década clave, entre 1956 y 1966, y en ellas se tocan todos los temas de la época, que John William Cooke encara desde una teoría enteramente laica y racional del entusiasmo popular como índice de recomposición política, luego de la debacle del ’55.

Durante los primeros años, las cartas de Perón a “mi querido compañero y amigo” son amargas, agradecidas, encendidas. Desde el exilio, concluye: “Mis camaradas son ustedes”. Ya no confía en los militares, que lo han traicionado en junio (bombardeo a Plaza de Mayo) y en septiembre (golpe militar-eclesial encabezado por Eduardo Lonardi), ni en los políticos peronistas que lo han abandonado. Sólo cuenta con “hombres como usted”, es decir, “jóvenes” que han demostrado contar con “suficiente óleo de Samuel” y comparten la decisión de dirigir una revolución social en base a la resistencia civil contra el bloque gorila en el poder. En una carta desde Caracas del 2 de noviembre de 1956, Perón escribe: “Por la presente autorizo al compañero Dr. John W. Cooke, actualmente preso por cumplir con su deber peronista, para que asuma mi representación en todo acto o acción política. En ese concepto su decisión será mi decisión y su palabra la mía”. Y agregaba: “En caso de mi fallecimiento, delego en el Dr. John W. Cooke el mando del Movimiento”.

Los informes de Cooke a “mi querido Jefe” son abarcativos y precisos. Van del esclarecimiento ideológico del destino revolucionario que imaginaba para un peronismo enteramente reconstruido sobre su base obrera (lo que Alejandro Horowicz llama el “segundo peronismo”), hasta el detalle de los giros tácticos de la coyuntura. Y siempre con sugerencias sobre las posiciones a adoptar ante cada problema que se plantea: no apoyar cuartelazos militares, sino levantamientos de masas; no aflojar el boicot y la resistencia dura ante cada insinuación de una salida electoral (no permitir una salida política a la dictadura); no reconocer la autoridad del neo-peronismo ni del peronismo sin Perón (hacer de Perón el mito inflexible de la revolución en curso); no dejar que se fortalezca el sindicalismo participacionista frente al combativo; y enfrentar los discursos que alinean al peronismo en la geopolítica del bloque occidental y cristiano, funcional a la óptica imperialista. La línea de Cooke –la línea que Cooke propone a Perón– es la del partido de la insurrección.

Después de la firma del pacto Perón-Frondizi (del que también participan Cooke y Rogelio Frigerio), la línea intransigente comienza a perder poder dentro de la visión estratégica del General, que incluye la táctica electoral entre sus previsiones. En carta a “mi querido Jefe” del 5 de febrero de 1959, escribe que “el Partido Justicialista puede ser el camino para que la corrupción penetre en el peronismo”. Cooke comenzaba así su larga reflexión sobre la burocracia política, un fenómeno de corrupción que consistía en la abjuración de la fuerza combativa del movimiento nacional popular en nombre de la conciliación de clases: “Esa masa, numéricamente tan numerosa, de nada sirve si no se la instrumenta para luchar”.

El problema de la burocracia política –que Rodolfo Walsh trasladará luego a la sindical– era, para Cooke, el de la renuncia a la revolución por la vía de la integración del peronismo al sistema como “una parte del engranaje de la oligarquía”. A la burocracia le reprochaba un déficit de historicidad, una mentalidad congelada, fijada en la reconstrucción del bloque político del ’45: Ejército-Pueblo-Iglesia. Como si el precario equilibrio coyuntural que permitió aquel avance democrático-popular no se hubiera hecho trizas una década después, cuando la acción del Ejército y de la Iglesia católica se alineó sin matices con los intereses de la oligarquía y el imperialismo. El ’55 marca el fin de la revolución democrático-burguesa y el comienzo de una nueva tarea histórica: la constitución de un movimiento de liberación, que ya no puede descansar sino en la clase trabajadora. Durante años, Cooke hace todos los esfuerzos imaginables por enfrentar al ala blanda del peronismo, simulando que el General no la alimenta a su manera. Hasta que Perón, afincado en Madrid, rechaza la invitación cursada por Fidel Castro y alentada por dirigentes peronistas combativos, como Amado Olmos, de residir en La Habana. En una carta de 1966, enviada por Cooke desde la isla, escribe a “mi querido General” (ya no mi querido Jefe) en los siguientes términos: “Mi argumento, desgraciadamente, no tiene efecto: Ud. procede en forma muy diferente a lo que yo preconizo, y a veces en forma totalmente antitética”.

Horacio González ha escrito todo lo que se podía escribir sobre la Correspondencia. En su ya mítico artículo “La revolución en tinta limón” (Revista Unidos, N° 11/12, octubre de 1986) señala las astucias del Perón conductor, que pretende enseñar a Cooke a actuar como “Padre eterno”, Papa que los bendice a todos según lo que cada cual pretende escuchar (“conviene acordarse que este es un juego de vivos y que en esa clase de juegos gana sólo el que consigue pasar por zonzo sin serlo”), sobre las refinadas respuestas de un Cooke que habla de Trotsky y de la Revolución Cubana como delimitadora de la coyuntura americana empleando un marxismo sutil, apto para captar los desajustes entre los nombres y las fuerza sociales transformadoras: “En la Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”. González vuelve muchas veces sobre la relación Perón-Cooke. En su libro Perón, reflejos de una vida, se detiene en la carta en la que Perón le propone al “Bebe” –como llamaban a Cooke sus amigos– que se calce el traje de Napoléon, pero Cooke actuaba como un “Lenin trágico”, “intelectual de exilios” que “vive desestatizado”, clandestino, apegado a un destino agonal. Cooke aceptaba en sus cartas a Perón como mito popular, propiciador de la movilización, pero rechaza su teoría de la conducción, del jefe director de tropas desde lo alto de la colina.

Su comprensión del peronismo como “hecho maldito del país burgués” suponía una sofisticada dialéctica de la “ocasión”, en la que las clases sociales negadas en su dignidad, que sabían desestabilizar al sistema pero ignoraban como superarlo, debían ser activadas por medio de la preparación de una acción insurreccional. La política revolucionaria de Cooke procuraba dotar a este “gigante invertebrado y miope” de los medios indispensables para forzar el pasaje de la resistencia a la toma del poder. Cooke era un izquierdista y un peronista (no un izquierdista “entrista” en el peronismo), un utopista que miraba desde el “lado áspero de la historia”, un escritor que captaba la “totalidad en trance” y un activista que rechazaba toda teoría del liderazgo que sustituyera la dinámica efectiva de la luchas de clases como determinante último del sentido de la historia.

En su libro Herejes –uno de los mejores ensayos que se hayan escrito sobre Cooke–, Miguel Mazzeo afirma que en aquel peronismo coexistían dos experiencias, una “plebeya, resistente, impermeable a los mitos de Occidente y al patriarcado bondadoso” y otra “que por momentos rozó la soberanía popular con una ilusión de poder (bastante eficaz)”. Dos almas: plebeyismo y estatalismo. O también: resistencia e integración (al decir del gran historiador Daniel James). La disposición dialéctica de Cooke apuntaba a enfatizar la preeminencia de la primera sobre la segunda: no se puede ser de izquierda y antiperonista, pero tampoco se puede ser de izquierda siendo peronista de derecha. En otras palabras, se trataba de leer las lucha de clases dos veces: como oposición peronismo y antiperonismo, pero también como oposición entre alma plebeya y alma estatalista (populista) en el peronismo. En carta a Perón, Cooke ilustraba la coexistencia de estas almas –el policlasismo del movimiento– con la historia de los marineros que se negaban a subir a su barco por falta de ratas. “¿Y para qué necesitan ustedes ratas?”, preguntó el capitán. A lo que los primeros respondieron, con sabiduría válida para la política: “Si no hay ratas, ¿cómo sabremos cuándo está por naufragar el barco?”

Más allá de la gracia de su lenguaje despojado de acartonamientos y dogmatismos, e incluso del coraje y la maestría con que introducía en la lengua del peronismo resistente las enseñanzas de Castro y el Che Guevara (cuestión que León Rozitchner puso en discusión en su texto “La izquierda sin sujeto”), lo que sobrevive de Cooke es lo que podríamos llamar un entusiasmo racional (no uno religioso, ni uno de tipo autoayuda), fundado en el contacto con los problemas materiales y reales de su tiempo:  “Lo que querría destacar ahora –escribe a Perón– es que si la Revolución Cubana despierta entusiasmo y el apoyo directo de los pueblos es porque ahora es posible hacer lo que antes no era posible”. Fidel Castro piensa en la experiencia peronista aprendiendo de sus aciertos y errores, y muchas de sus medidas más radicales, como la destrucción del Ejército cubano, son un ejemplo del aprovechamiento de la experiencia de nuestros países: “Si los pueblos se entusiasman con la Revolución Cubana es porque ella ha demostrado que el imperialismo no es invencible, que los ejércitos profesionales pueden ser derrotados y que la profundización del proceso revolucionario despierta la reacción de los monopolios y sus maquinarias, pero también las energías para defender lo conquistado por el pueblo”.

La lección del entusiasmo como fuerza material de la política transformadora tiene sus antecedentes ilustrados: Maquiavelo sostenía que sólo el entusiasmo sabe obrar de apoyo para los gobiernos populares y Kant escribió, a propósito de la Revolución Francesa, sobre el “entusiasmo” como signo mayor de una disposición moral de la humanidad hacia la libertad. El entusiasmo para Cooke era el modo en que los pueblos en lucha identificaban los caminos viables para la acción. La secuencia latinoamericana que traza en la correspondencia crea un continuo que va de la Revolución Mexicana, al peronismo previo al ’55 y de allí a la Revolución Cubana.

Cooke falleció un 19 de septiembre de 1968, con 49 años: hace exactamente 54 años. Según cuenta Miguel Mazzeo en su biografía sobre Alicia Eguren (Alicia en el país, de reciente aparición), la Correspondencia fue publicada por esta poeta y destacada militante, pareja amorosa y compañera política de Cooke, unos pocos años después de su fallecimiento, sin consultar con Perón. Con este gesto de rebeldía publicitaria nacía la autoconciencia documental de la izquierda peronista. No se puede decir, sin embargo, que estos textos gocen de actualidad en un sentido estricto. Su acción corresponde con un tipo de lucha de clases –tanto a nivel nacional como regional– de la que no brotan claves espontáneas útiles para nuestro tiempo. Ya no es nuestro el contexto de la Guerra Fría, ni aquel continente conmovido por la revolución de los barbudos, ni aquel peronismo al que le atribuía una tendencia emancipadora. Una catástrofe cognitiva nos separa de aquel mundo.

 

Cooke y Alicia Eguren.

Luego del terrorismo de Estado, el peronismo menemista se ocupó de invertir al cookismo: “Los neoliberales en la Argentina somos nosotros, los peronistas”. Algo de esa astucia reaccionaria flota en la mente de los banqueros que repiten el mantra: “Sólo el peronismo puede aplicar el ajuste”. Y, sin embargo, Cooke no es un pasado ya muerto. Sus problemas se tocan de un modo decisivo con los nuestros: hay en su no aceptación del cinismo populista y del tacticismo acomodaticio un rechazo vitalista de toda política del desánimo. Es esa no aceptación lo que lo llevó a exponer su propio método de apego a lo real vivo y contradictorio como única fuente del sentido siempre esquivo. De ahí su humor y –lo que es lo mismo– su extrema lucidez para romper el cerrojo de la general impotencia. El gran activista-escritor, el protagonista de la fuga de la cárcel de Río Gallegos, el dirigente de la huelga del Lisandro de la Torre, el miliciano N° 1.331 del Batallón 134 –que resistió armas en mano la invasión de la CIA en Bahía de los Cochinos–, el autor de Apuntes sobre el Che, afronta un nuevo y arduo desafío: dejarse leer en la clave benjaminiana, como estratega de la “organización del pesimismo”.

El cohete a la luna

 

Plata mojada. Un sueño sobre las novelas «A la espera» y «La última esperanza negra» de Pedro Yagüe // Luis Moreno Caballud

Tuve un sueño: estaba viajando, andaba de viaje por una tierra peculiar, que exigía algo, una atención constante, una especie de apertura también. Cada día era necesario enterarse de cuál era el estado del río que cruzaba esa tierra. Un río con muchos afluentes, una red de aguas, desde la gran corriente principal hasta los riachuelos y las aguas estancadas, hasta el último charco. Era necesario saber cómo estaba en cada momento esa maraña fluvial para poder entender qué posibilidades y qué peligros tendría el día, incluso la mañana, la tarde, la noche.

(Al decirlo, al escribirlo ahora, siento que lo simplifico. Era muy sutil, quizás más de lo que se pueda verbalizar).

En términos generales, había una cuestión cuantitativa, lo más básico era ver si había mucha o poca agua, si había o no crecida, si había llovido o no y cuánto. Pero después había toda una serie de cualidades que eran fundamentales también: el movimiento, cómo bajaba el agua, qué remolinos hacía, dónde se paraba y por dónde conseguía abrirse paso, cómo se estancaba, cuál era su temperatura, su frescura, su olor, llevaba o no mucha tierra, los infinitos matices del color. Y lo más difícil de explicar es que toda esa variabilidad de cualidades, de formas de ser, parecía proliferar hasta un infinito de parámetros que, de una manera si quieren “esotérica” (¡es un sueño!), acababan por ser los propios parámetros (infinitos, cualitativos, constantemente variables) de nuestro existir cada día, de nuestra experiencia en esa tierra (si estábamos o no de buen humor ese día, cuál era la tonalidad afectiva, si el día se iba a dar bien, qué cosas podíamos o no intentar, tendríamos problemas o no, cómo iban a fluir los acontecimientos, cómo iban a ser las interacciones entre nosotros, etc). Pero nada de esto era inmediatamente descifrable. Había todo un juego de interpretación. No recuerdo ejemplos, la verdad. Porque todo esto no era en realidad lo más importante del sueño. Lo más importante era simplemente ese estar atento al agua de esa tierra y al acontecer de las cosas, a la relación entre ambos, que por lo demás no se sentía como un destino cerrado, sino más bien como una invitación a participar en esa variabilidad, a hacer algo con ella, a acompañarla.

Y después, había una dimensión más de ese recabar información para encarar el devenir del día: todos teníamos que comprobar constantemente la fluctuación del peso argentino.

 

Sí, yo había viajado por primera vez en mi vida a Buenos Aires unas semanas antes de tener ese sueño. Había pasado también después por un pequeño pueblo de los Pirineos, en el norte español, lugar familiar donde en pleno verano habían caído unas inesperadas lluvias torrenciales. El día del diluvio habíamos ido con unos nuevos amigos, que vivían en un pueblo cercano, a bañarnos en una poza, una especie de piscina natural, por la mañana. Una poza que no conoce casi nadie, pequeña pero bellísima, en uno de los afluentes del río que está al lado de la casa de mis padres. Tanto los niños como los mayores nos estábamos todavía conociendo, fue bonito hacerlo en esas circunstancias, darnos un baño en el agua helada, en ese lugar maravilloso. Cuando volvíamos por la senda hacia los coches, empezaron a caer goterones. Las nubes negras. Empapados nos refugiamos en el restaurante local, junto a mucha otra gente. Llovía a mares, implacablemente. Desde ahí veíamos el río abajo, cada vez más marrón, la violencia del agua. Parecía interminable. En los próximos días todo eran chorros, goteos y barros, un aire limpio, y un verde brillante por todas partes.

 

Pero fue después cuando tuve el sueño, cuando ya estaba en el sur de Italia, en una casa comunal con amigos, algunos también nuevos. También allí, un lugar bien seco por lo demás, cayó una tarde una lluvia torrencial completamente inesperada, que limpió el aire, hizo que todo reviviera y que respiráramos mejor. Despejó el polvo.

En esa casa, los días se organizan sobre la marcha. El desayuno, las pequeñas excursiones a lugares amigos para saludar y proveerse de aceite, pan, vino, verduras y frutas, los momentos de conversación, de estudio, de lectura colectiva en voz alta, los cuidados de la casa que sean necesarios, las largas y minuciosas sesiones de cocina, las llegadas y despedidas de quienes van y vienen, las salidas al mar (nadar juntos hasta la isla y volver), la recogida de yerbas silvestres en el jardín para la ensalada, las veladas de risas y conspiraciones, las rutas a menudo desvariadas en coche hacia encuentros con gentes afines en la zona, gentes que cocinan juntas en hornos de piedra al aire libre, que cantan y bailan, que luchan contra la desertización, que protestan por la destrucción de sus tierras, que se organizan para recuperar formas antiguas de cultivarlas con poca agua, que intentan crear posibilidades de vida para que la gente joven no emigre.

No hay un plan, cuando estamos en la casa de Italia. Cada día va brotando con su propia lógica. No hacemos todo juntos, ni mucho menos, pero sí que vamos entrando en una especie de diálogo de ritmos. Unos se fueron a buscar agua a la fuente porque la del pozo podría estar contaminada, mientras otros se sentaron a comer almendras, golpeándolas para abrirlas. Un niño juega a perseguir a dos adultos. Ahí fuera hay alguien que fuma y fuma, paseando lentamente junto a la puerta. Las toallas mojadas por el agua del mar se secan sobre la cuerda. Se dará o no la posibilidad de que surjan de estos días, de nuestras conversaciones, unos textos, quizás una pequeña publicación. La visita de un grupo de teatro experimental no ha resultado en que pensemos particularmente sobre el teatro, sino en cómo vivir juntos, y en la reinserción al trabajo como una forma de continuación del manicomio para la gente psiquiatrizada. Llegará o no esa amiga con la que planearemos posibilidades de continuar esta forma de vida, a miles de kilómetros. Encontraremos a Giovanni en su casa o no, tomaremos o no con él un café, nos llevaremos vino y pan, nos ayudará quizás a encontrar un sitio mejor donde comprar gas para la cocina, que se ha acabado. Recordaremos o no haber leído el texto sobre el idioritmo, surgirá una ocasión de proliferar, de contagiar nuestros modos a otros amigos. O no. Se pinchará una rueda del coche justo en el día en que se celebra el encuentro más concurrido del verano, tal vez, pero quizás conseguiremos no angustiarnos con la burocracia que nos cae encima, ni con las perspectivas de reinserción en la vida urbana y laboral a la que algunos volveremos pronto. O por el contrario nos agotaremos por la preocupación, por la ansiedad anticipada. Quizás sentiremos de pronto todo el dolor del mundo caer sobre nosotros, todo el sufrimiento de este momento de retorno del fascismo y de “normalización” post-pandémica nos abatirá. O más bien, si el agua encuentra otro camino por el que discurrir, nos sentiremos como un cuerpo colectivo lleno de capacidades del que no se sabe lo que puede, y cada día será largo y rico como una semana, y nos sentiremos revivir. Sentiremos que aquí todo revive.

Estaremos un buen rato en silencio, quizás, sentados en círculo, los árboles de más allá del terreno cercado se moverán, bailando con nosotros.

 

En una de esas noches de la casa comunal de Italia tuve ese sueño, el sueño del río que influía en el acontecer de los días. Me desperté y lo recordé con claridad.

A pesar de todo lo que había vivido en mis viajes recientes a Buenos Aires y Montevideo, y luego en el Pirineo y finalmente en la propia casa de Italia, a pesar de que me había pasado el verano sobre-estimulado como un niño que sigue correteando sin parar a las 4 de la madrugada, a pesar de todo eso, el sueño demostraba que la lectura de los dos libros de Pedro Yagüe, La última esperanza negra y A la espera, seguía activa dentro de mí.

Porque A la espera, ese extraño libro que no es una novela ni una recopilación de cuentos y es a la vez las dos cosas, presenta una sucesión de historias de un pueblo en el que cada vez que el río crece y se desborda, de manera misteriosa, algo fundamental cambia para alguno de sus habitantes. Un padre recupera a su hijo perdido, una pintora consigue realizar su deseo obsesivo de pintar la oscuridad, un matón que tiene atemorizado al pueblo se marcha… Nunca se sabe por qué, qué causa exactamente esos cambios importantes en las vidas, solo que coinciden con el momento de la crecida del río. Mi sueño era una especie de multiplicación de esa caprichosa relación de la crecida con las vidas. Una versión más capilar, más micro, una proliferación de afluentes. Pero en ambos casos se trataba del misterio que hay en todo acontecimiento, creo. ¿No es verdad que sabemos bien, en el fondo, que las cosas no suceden solo por sus causas materiales, que hay algo en cada suceder que excede a lo que supuestamente lo ha causado? (Y dejaremos para otro día la cita de la teoría de los acontecimientos del filósofo francés y la otra cita sobre la causalidad mágica del patriarca argentino de las letras). Cuando se vive así, como en la casa de Italia, atento y abierto a cómo se van dando las cosas, a cómo van viniendo y pasando, parece que se hace más evidente ese misterio. Que hay algo en el suceder de lo que sucede que es autónomo, que no depende directamente de lo que a todas luces parecería haberlo causado. Que de alguna forma se independiza de esas causas, y brilla por sí solo.

Pero claro, nunca ese suceder está tampoco del todo solo, porque además de independizarse de sus causas materiales, parece que está en relación con otros sucederes. ¿Será porque nos dejamos olvidado un bolso en la casa y volvimos por él que luego pinchamos la rueda cuando nos dirigíamos hacia el mar? “Sí, claro –dirían los defensores del sentido común-, porque después de recuperar el bolso decidimos ir por otro camino, para no volver por el mismo de antes, y ese otro camino estaba lleno de piedras que pincharon la rueda”. Bueno, ¿cómo negarlo? En un plano eso es cierto, sí, incontestable. Pero en otro… ¿no fue más bien, de alguna extraña manera, que el flujo, que el ritmo en el que estábamos se rompió al tener que volver por el bolso, y que eso rompió la rueda? ¿No fue que ese no poder ponernos aún en camino hacia el anhelado azul, ese primer no arrancar, ese volver atrás, que ese pequeño obstáculo generó de alguna manera un cambio de ritmo hacia otro aún mayor, una parada más brusca, un bloqueo más permanente? Se estancó el agua, se hizo un charco, y los pies se nos quedaron en el barro. La grúa no llegaba, y luego en el garaje no tenían la rueda de repuesto necesaria. Algunos no llegamos ya a ver el mar ese día.

A la espera. Queda entonces uno a la espera del siguiente acontecimiento. Y queda uno interpretando, tratando de averiguar la misteriosa relación entre los distintos acontecimientos. ¿Qué ritmo está adquiriendo el día, de qué forma están pasando las cosas, cómo se van entrelazando, cómo van discurriendo, fluyendo, entrando en relación entre sí los acontecimientos? ¿Cómo sucede un día? ¿Es monótono y repetitivo, está lleno de ruido y de indiferencia o por el contrario abunda en momentos distintos, intensidades, situaciones en las que florece el sentido? Y por lo demás: ¿cómo sucede un año, o toda una vida? ¿qué acelerones y paradas, qué momentos decisivos marcan su acaecer, qué rachas de intensidad o de indiferencia atraviesa una vida?

En el libro de Yagüe los relatos son como enormes gotas de agua que caen de una vez. Cada relato se articula en torno a uno o dos acontecimientos centrales, traídos misteriosamente por la crecida del río. Son acontecimientos enteros, bien redondos, totales, decisivos y resplandecientes. Terribles también, claro, porque a menudo parten a las personas por la mitad. Y quedan ellas a la espera, y ensayan distintas formas de relacionarse con el acontecimiento que volverá a traer la siguiente crecida, esperando que les repare lo que el otro rompió.

A menudo el propio acontecimiento que les trajo algo bueno les trae también la desgracia. Encontró a su hijo, pero dejó de soñar con su difunta mujer. Consiguió pintar la oscuridad pero no volvió a poder pintar nada más. (Y fuera del libro: tuvieron la inesperada posibilidad de ir al mar en un día que se presentaba muy ajetreado, pero al ponerse en camino pincharon una rueda). Entonces los desgraciados anhelan el próximo acontecimiento, la próxima crecida, y los satisfechos no. Hay quien espera y espera, y llega a idolatrar al río. La crecida traerá quizás la posibilidad de vengarse de un agravio, de curarse tal vez de alguna enfermedad. O será el final definitivo de la racha de suerte de un empedernido jugador. Porque, se trata de algo así, ¿no?, Son “rachas”. Flujos, olas que se pueden surfear hasta que se rompen.

El peligro del “esoterismo” siempre está ahí, claro. En el otro extremo de “los defensores del sentido común” estarían quienes tratan de forzar el acontecimiento. Vuelven a caer en el clásico error: creen que disponiendo un conjunto de causas materiales (hundiendo sus pertenencias en el río, quemando su estudio de pintura) accederán a esa otra dimensión, causarán el acontecimiento. Pero no. Incluso dar muerte al cuerpo, ahogarse en el río, aún siendo la muerte el acontecimiento que más claramente se independiza de sus circunstancias materiales, resulta insuficiente. A veces el mundo puede ser exactamente el mismo, el mismo orden de las cosas, y sin embargo todo aparece distinto, como llega a percibir en un momento el personaje del intendente. Porque el orden de los acontecimientos es de otra naturaleza y no se comunica directamente con el de las cosas. De nada sirve esperar a un cuerpo mesiánico que sería capaz de juntar los dos órdenes. El acontecimiento ya está siempre aquí, tan cerca y tan lejos a la vez.

Es como un aforismo, o como uno de esos dibujos de Rocío Katz que acompañan al relato. Tiene su propia lógica, funciona de una vez, en una especie de todo o nada. El relámpago del sentido-sin sentido que precede a la tormenta.

En A la espera el acontecimiento es salvaje, terrible, inescrutable. Nos inunda con su intensidad, a penas conseguimos vislumbrar su relación con otros acontecimientos, casi no alcanzamos a canalizar esa gota inmensa, ese desborde en un cauce de palabras que traten de darle un sentido. Por eso los relatos de A la espera están llenos de silencio. Cada narración es como un cuento oral que se podría aprender de memoria. Tiene solo lo esencial, porque es muy difícil establecer conexiones entre las cosas que pasan de una forma tan misteriosa. El libro está escrito a lo japonés, a golpes de palabra como golpes de pincel zen, golpes de frase en medio de un enorme vacío. Como los cuentos populares tradicionales, se debe al acontecimiento, ve el mundo como algo que pasa y no como algo que es. Se mueve en el límite entre el desbordamiento absoluto y la sequedad más atroz. Pues en efecto, cuando finalmente el río deja de crecer, cuando llegamos al desierto de acontecimientos, es decir, a un mundo como el nuestro, en el que la indiferencia se lo come todo, la situación es aún peor:

“El río, la plaza, las calles se convierten de a poco en el reflejo gastado de lo que somos. Una calma fría clavada hasta el fondo. Todo está lleno de un polvo seco, insoportable, sin gusto a nada.

Quedamos solos.

El olor a tierra húmeda ya no invita a imaginar. No hay alivios ni temores. Solo queda una tibieza muerta que ni sirve de consuelo”.

 

Pero no acaba aquí mi sueño, ni tampoco mi encuentro con esta especie de peculiar taoísmo literario rioplatense. Ya lo dije, en mi sueño una dimensión más de ese constante interpretar el acontecimiento fluvial, era el estar al tanto de la fluctuación del peso argentino.

Pero la influencia de la fluctuación del peso argentino en las vidas era mucho más difícil de interpretar y mucho más brutal que la relación de las cualidades del agua con el acontecer de los días. Era como un límite extremo del mismo juego. El extremo más violento y destructivo de ese juego de interpretación y padecimiento de lo que está sucediendo y va a suceder. Porque las subidas y bajadas del peso no podían ser apropiadas, acompañadas, anticipadas, ni narradas. Eran una pura arbitrariedad cayendo sobre los cuerpos, un sin-sentido que los atravesaba sin remedio.

Quizás en ciertas tierras, quizás en ciertos momentos, el desierto crece hasta tal punto que la irrupción del agua sucede inevitablemente con una violencia arbitraria y destructiva.

¿Cómo, si no, se iba a percibir el río de lo que acontece en los mundos en los que se supone que nunca puede pasar nada, que todo está canalizado, encauzado, pre-determinado, para que cada día sea igual al anterior?

En la lógica de mi sueño, La última esperanza negra empieza donde termina A la espera (aunque según la comprensión cronológica del tiempo fueron escritas en orden inverso). A la espera muestra cómo la misteriosa influencia de las crecidas sobre la vida de las gentes del pueblo van generando un arte de la interpretación, un deseo de ponerse en relación y de entender al río. Un impulso que al principio prolifera y llega a ser hasta optimista. Pero según avanza la narración, ese arte y ese deseo de entender el sentido de los acontecimientos recibe duros golpes, y va quedando mermado, hasta terminar en la desesperación y la sequedad total. Antes no había quien entendiera la crecida del río y sus extraños efectos, pero ahora es peor aún, “todo está lleno de un polvo seco, insoportable, sin gusto a nada”. “No se escucha nada” y “el olor a tierra húmeda ya no invita a imaginar”.

Este, me parece, podría ser el panorama de nuestro tiempo. Y también el punto de partida para comprender lo que pasa en ese “pueblo vertical”, ese bloque metropolitano de apartamentos que protagoniza La última esperanza negra (y que es de alguna manera el trasunto “moderno” del tipo de pueblo de A la espera -al que, como explica Sergio, el portero, ya no se puede volver).

Este mundo “moderno”, nuestro mundo, un mundo habitado por personas que viven en cajas y en el que todos los días están diseñados para ser iguales, es paradójicamente el mundo en el que quienes creen haber logrado “poseer el clima”, los que pretenden someter todo acontecimiento al control, han impuesto su estúpida forma de vida. El dispositivo principal que han (¿hemos?) inventado para someter al control los acontecimientos, para alcantarillar el sentido, es su cuantificación y su moralización. La cuantificación moralizante del sentido de los acontecimientos.

Todo lo que ocurre tiene que ser sometido a un juicio cuantitativo de valor.

Cuántas cosas (muchas, pocas, ninguna) hemos podido comprar, cuántos viajes al extranjero, cuántas cenas en restaurantes, cuánta ropa, pero también cuánta atención hemos conseguido obtener en las redes sociales, cuánto prestigio en los círculos profesionales o informales que sean (literarios o académicos, por ejemplo), cuánto cariño y cuidado hemos logrado canalizar hacia nuestro Yo, cuánto hemos conseguido, cuánto vale nuestra vida, cuánto vale cualquier cosa.

Es un terrible error, porque el criterio cuantitativo –como el sueño me recordaba- es tan solo el primero, y, digamos, el más burdo, que podemos utilizar para acompañar y comprender la forma de constantemente variable del río.

Y por eso, frente a la violencia de esta burda canalización, el agua retorna, de muchas maneras. “El agua es discreta pero constante, desgasta las cosas con el tiempo, siempre cede pero nunca es vencida”, se cita en la novela.

Incluso en el desierto, el agua no deja ser –de esa peculiar forma- abundante.[1]

 

Quizás el hilo principal de La última esperanza negra sea la historia de ese retorno del agua a través del principal dispositivo que el occidente colonial capitalista creó para controlarla: el dinero. El dinero, la plata, la guita, invento supremo diseñado para que todo lo existente pueda ser cuantificado, para embridar, fijar, sellar, canalizar y en definitiva encharcar, estancar, embalsar de una vez por todas el flujo del acontecer, del sentido y del valor. El dinero, que debía ser el gran instrumento para poner a los poderosos de una vez por todas por encima del agua. El dinero: nacido como una forma de hacer más sencillo el arte de saquear a los de abajo, para no tener que desplazarse hacia los pueblos a robar directamente, para no tener que mancharse los pies de barro. Para que la riqueza afluyera hacia los castillos de una forma más “práctica”. El dinero, el gran embalsamador de la realidad, que pretende que lo real sea y no suceda, que la realidad sea de una vez por todas una serie de cantidades, que sea cuantificable y no infinita su forma de suceder. El dinero, sí: es justamente a través de ese máximo instrumento de control que retorna con fuerza todo el caos de lo impredecible:

“Hay mucha guita sobre la mesa. Guita lenta, guita rápida, infinita. Verdes, opacos, grises billetes, con su inconfundible olor a naftalina financiera. Olor a billete. Olor a viejo, verde y sucio billete. Que se escabulle por las calles como los viejos verdes, en busca de sus cuevas, de sus polleras, de sus piernas largas de carne joven. Sobre la mesa de vidrio, el dólar se mueve y mueve, sube y baja, vende y compra, mata y muere”.

 

¿Qué nos ha pasado? Nuestros dispositivos de control, de cuantificación, se desbocan, nos explotan en la cara. Las cañerías se rompen. El peso argentino fluctúa locamente, en Wall Street y en todo el mundo las apuestas cada vez más delirantes son ya una forma de vida, a pesar de todos los cracks, y sus oleadas de destrucción. Nos convertimos en esclavos de nuestros perfiles, de nuestra marca personal. La atención, el prestigio, incluso el cariño nos resultan ahora siempre escasos. Nos damos cuenta de que nuestra relación de pareja solo tenía sentido antes de la crisis, mientras teníamos plata para salir a cenar fuera y comprar cosas. Miramos atrás y recordamos que fue por un vago deseo de poder hacer viajes turísticos que empezamos a prostituirnos, para acceder a la plata necesaria. Ahora todo ha explotado. Ahora ya no hay plata en la que podamos confiar, ni tampoco prestigio ni reconocimiento suficiente, no hay seguridad, estamos solos frente al desborde. Nos encontramos deseando una normalidad en la que nunca pase nada, como el académico Javier (en el que tantos -hombres de letras, sobre todo- reconoceremos lo peor de nosotros mismos): “Quiere estar en su casa trabajando, sin goteras, sin pasos, sin cultores, sin Poetas, sin vecinos, sin un mundo, real o imaginario, esa insoportable interferencia que no deja de sufrir. Quiere recostarse por un tiempo en la calma, en esa laguna de espacios y palabras”.

Queríamos suprimir el mundo, estancar el agua. Pero el agua estancada se pudre, y hay quien dice que el agua estancada es la mayor causa mundial de muertes humanas.

Ahora es demasiado tarde.

Ahora puede incluso que tengamos dinero, que hayamos conseguido ahorrar, que tengamos los ahorros de toda una vida. Pero de nada sirve ya. Somos lo contrario a los atracadores de esa novela de Piglia, que tienen lenguaje, capacidad de contarse a sí mismos, narración, anécdotas, voces, paranoias, historias, un flujo abundante de sentido, pero no tienen plata. Nosotros incluso cuando tenemos plata, no tenemos ni una gota de sentido. Estamos secos.

Y entonces el agua vuelve, lo inunda todo y lo único que nos queda es “plata mojada”.

 

 

Pero, al mismo tiempo, no lo olvidemos, estamos narrando, soñamos, contamos nuestros sueños, contamos historias. Armamos y leemos novelas como estas en las que tratamos de dar cuenta de la endiablada cárcel en la que estamos.

Y quizás también reaprendemos a vivir con las formas siempre infinitas e incontrolables del agua. O al menos, a lo mejor, encontramos cómplices, recuperamos fuerzas. Hasta sonreímos.

Nos pasa, quizás, como a Cordero editor, que publica estas novelas de Yagüe, según se dice en la solapa interior:

“Cordero quiere moverse. Tiene en sus patas las cadenas de la máquina cultural, con sus políticas de victimización, sus estereotipos, sus jergas. Las lógicas instrumentales que rodean a la palabra lo asfixian y debilitan. Necesita algo diferente: unas ganas, una sonrisa cómplice, una carcajada. Solo eso lo podría animar. No busca palabras, sino alimento para recuperar las fuerzas. Cordero edita para escaparle a esta época, para respirar, para buscar su propio tiempo”.

 

 

 

 

 

[1] En estos mismos días en que sueño y escribo esto, publico una novela: La gran abundancia. En ella los Asistentes Personales dominan el mundo distribuyendo constantemente historias a la población, con el pretexto de que les harán más felices. Pero algo va mal. Los índices de atención a las historias están cayendo en picado. Los asistentes personales han utilizado ya tantos relatos que se están quedando en el desierto del sin-sentido. Sufren de una sed perpetua. Anhelan constantemente la insalivación que produce el deseo de saber lo que va a pasar, el deseo de que prosiga la narración. Nunca tienen suficiente. Van a tener que hacer algo para conseguir más historias y más atención. Pero, ¿de dónde podrán extraer todavía el plasma del sentido?

La proximidad como problema // Diego Sztulwark

00. Sujetos sin Estado. Una vieja historia me une a este libro. Conocí al entonces jovencísimo Agustín Valle en el ya mítico estudio de Ignacio Lewkowicz y Cristina Corea de la esquina de Rivadavia y Medrano. Fui testigo del largo rumiar de aquellas ideas -aquellos procedimientos-, del proceso de apropiación que llevó al autor a convertirlas en un lenguaje completamente nuevo.  A finales de los años noventa, en medio de la conmoción que desembocaría en los hechos de diciembre de 2001, en aquel de la ciudad se ensayaba un modo de pensar que procuraba captar con mirada historiográfica los signos más desquiciantes de aquel presente. Se trataba, en primer lugar, de delimitar un campo de prácticas “dominantes” -neoliberales, post-estatales- cuya potencia determinaba las nuevas condiciones para la acción y el reconocimiento de los sujetos. Si una peculiaridad permitía distinguir la novedad que traían las “situaciones contemporáneas”, era que en ellas los sujetos ya no disponían de un sentido previo en torno al cual configurarse. Eran -si pudiera decírselo así- sujetos “sin estado”, y por tanto, algo muy distinto a lo que en el pasado pensábamos como sujetos de la althusseriana “interpelación” estatal. Los sujetos sin estado serían algo así como seres arrojados a inventar las operaciones con las que puedan habitar esta época líquida en la que no preexisten referencias activas constituyentes. Se trataba, en segundo lugar, de leer aquellas operaciones “configurantes” como invenciones subjetivas, plus, envés de sombra o desvío respecto de aquellas condiciones de partida. Es esta historia la que aparece como influencia en las categorías iniciales del libro de Valle, para quien nuestro tiempo se define por unas “prácticas conectivas” y unas “subjetividades mediáticas”, en torno a dispositivos tales como el teléfono celular. De aquí proviene la fuerza del subtítulo: la humanidad que armamos con las pantallas. Las pantallas como elemento que concentra visualmente -que mediatiza- las practicas conectivas; la “humanidad” como efecto de operaciones -lo que “armamos”-, y no como punto de partida. La tensión del enunciado se concentra “lo que armamos”, expresión que no excluye del todo un “nosotros” capaz de reflexionar sobre el sentido de lo que hacemos.

01. Actualidad como metaconsigna. En cuanto al título, pertenece por entero a la poética del autor. La oscilación del sentido en Jamás tan cerca -máxima proximidad y a la vez máxima distancia- tiene el mérito de colocarnos inmediatamente dentro de un problema de difícil resolución, que es el de la oscilación misma -sobre expuesta durante la reciente cuarentena- de nuestra tolerancia a la presencia (de lxs otrxs y, en definitiva, de nosotrxs mismxs). Este es, en efecto, el tema del ensayo de Valle: las formas en que lo distante invade lo inmediato, extrañándonos de las posibilidades que atribuimos al tiempo presente. Las mil maneras en que el presente muere a manos de la actualidad. En tanto reflexión sobre las maneras de morir de un estado de cosas, se entiende muy bien la salpicada presencia del Zaratustra Nietzsche. Reconocemos la dominancia de la subjetividad conectiva en la pérdida de lo presente como lo próximo. Valle no indaga sobre la historia de esa pérdida. Describe sus consecuencias y reivindica una cierta nostalgia como señal de una resiste que se niega a asumir la como definitiva. La mediatización domina pero la dominación no es absoluta. Lo contemporáneo es derrota, pero también campo de batalla sin cuartel. Y mientras haya resistencia habrá “presentificación”. Pues el presente es ante todo un modo de estar del sujeto “ante la cosa”, en el cual la cosa muestra sus posibilidades. Este estar “ante la cosa” -dice Valle- supone una substracción a las exigencias de “actualidad” -propia de la subjetividad mediática- según la cual la cosa sólo existe como cosa ya resuelta y el tiempo como algo ya dado. La “actualización” es la metaconsigna que organiza desde dentro a todas las consignas que nos ligan a las cosas; el más cruel mandamiento, aquel que asume que el ser deshace en el aburrimiento y que sólo puede adherir al mundo por medio de una inmediatez de lo ya resuelto. En tanto que descripción de estas “practicas dominantes”, el libro de Valle se inscribe en la tradición de un ensayismo tecnopolítico que hace nacer en Guy Debord y pasa por Peter Slotedirj, Franco “Bifo” Berardi, De Christian Ferrer, Paula Sibilia y Pablo Hupert. Pero en tanto que interesado en aquella otra tradición, cuyo énfasis consiste en autorizar aquello que en los sujetos puede provocar efectos inesperados, desvíos con relación a los dispositivos de poder, no dejan de aparecer en su escritura los nombres de Giorgio Agamben, Jacques Ranciére y a León Rozitchner. Y como una suerte de puente o conexión entre ambas, las citas del Comité Invisible.

02. El pensamiento juega con el sujeto. Leído como libro de la pandemia, Jamás tan cerca es menos un libro sobre una mutación disruptiva y más el relato de una tendencia. Porque si bien se constata un antes y un después de la pandemia, el paradigma conectivo no habría hecho otra -en ese tiempo- que acelerarse, evidenciando así que la sincronización virtual de lo doras anímico obedece a una insatisfacción con los modos de presencialidad previo al encierro. Es de agradecer que el tono conversacional del relato se desmarque de cierto modelo “crítico”, que hace emerger su lucidez de una arrogante exterioridad. Se trata, por el contrario, de pensar aquello en lo que nos hemos convertido, y por tanto de alcanzar la lucidez posible en un ejercicio de introspección, en la que no puedo menos que poner en juego mi propia relación -yo, lector- con el fenómeno que intentamos comprender. La crítica, por tanto, adopta algo de cartesiano. Al menos en el sentido en que las meditaciones de Descartes nos presentaban a un sujeto dedicado a transcribir sus propios pasos en el camino de sacudirse las capas de creencias y aprendizajes que las practicas dominantes de una época imprimieron como verdades incuestionadas en mi yo. Según Foucault, Descartes habría sido el último filosofo occidental en emplear la meditación como práctica del pensamiento. A diferencia de la deducción, la meditación modifica al sujeto, sometiéndolo a las inflexiones del proceso de pensamiento. Por decirlo así, es el pensamiento quien engendra al sujeto. De allí que la meditación se constituya en un modo crítico de subjetivación, un modo de revisar los mandatos de su época. Así concebida, como capacidad de instaurar una cierta relación consigo mismo, la meditación se vuelve una de las practicas no conectivas, no mediáticas, capaz, sin embargo, de producir efectos en nuestro tiempo.

03. Cancelación del afecto en el lenguaje. Sin embargo, no es Descartes sino Spinoza -al que Henri Meschonnic considera el otro polo del pensamiento del siglo XVII- quien inspira el argumento principal de Jamás tan cerca, que admite ser leído como una puesta en funcionamiento a la crítica del finalismo contenida en el magnífico Apéndice del capítulo primero de Ética. Según Spinoza, las cosas no extraen su sentido último de un “para qué” (causa final), sino de disposición a relacionarse de modo abierto con la naturaleza (su potencia). En el argumento de Valle trabaja el gran par Spinoza-Marx: el finalismo que captura las cosas en nuestro tiempo es el capital, la forma mercancía, la exigencia del valor de cambio. Franco Bifo Berardi habla de un “semio-capitalismo” en el cual el finalismo se ordena a través de una economía del signo. Valle agrega que esta teología del signo puede ser rastreada al detalle por medio de un microanálisis de la relación con que establecemos con nuestro teléfono celular. De allí la impresión de asistir al juicio a un artefacto. Dado que es con relación a nuestros gadgets que descubrimos la fuerte adhesión patológica o sumisión de nuestros hábitos. Aferrados al artefacto, nos convertiríamos en sujetos indefensos ante la red -paradigma conectivo, red social- como agente de neutralización del lenguaje. Cuando Meschonnic escribe sobre los polos del XVII -uno teológico político, que borra el cuerpo en favor del signo y otro crítico o spinoziano, que piensa llevando los afectos al lenguaje- proporciona un modelo de comprensión, en la que es esta cancelación del afecto en el lenguaje lo que constituiría el crimen mayor del mundo mediatizado. Sintentizando, entonces: la corporación capitalista que fabrica estas capsulas adictivas, es también, y por sobre todas las cosas, fabricación de relaciones sociales. El tribunal que juzga a nuestros fascinantes telefonitos y sentencia en ellos la aniquilación de la presencia, bajo la fórmula de la sociedad como espectáculo: “une lo separado como separado”. El capitalismo en el lenguaje, el finalismo en la imagen, la separación como modo del lazo, todo eso está en cuestión en la obra de Meschonnic, para quien el lenguaje es la singularización del cuerpo, y el enemigo teológico político es aquel que lo suprime.

04. La organización del pesimismo. El imperativo de la actualización nos hace perder la experiencia corporal abierta con el mundo. Esta tesis políticamente pesimista, evidentemente realista, funciona en la línea del texto de Walter Benjamin, “El capitalismo como religión”. El celular como operador de un partido-red, que hace de cada individuo una célula que actúa por consignas. Todas y cada una de las funciones del partido caben en el artefacto portátil: apreciar las opciones del instante, definir una línea de acción, cotejarla con otros bajo la forma de breves consignas, informar y actuar. El ya citado Bifo sostiene que en el semio capitalismo ya no se trata de pasar -como decía un Marx leído apresuradamente- de la “interpretación” del mundo a su “transformación”, porque ambas operaciones han sido sobrepasadas por la hiperconsigna de la actualización. La impotencia actual -dificultad para efectuar el pasaje interpretación/transformación- es efecto de la inalcanzable -por incesante y veloz- actualización. Si en otro tiempos la consigna política preparaba el pasaje de la interpretación a la acción, el sujeto impotentizado tomado por el vértigo de la inmediatez, se actualiza en el hashtag. ¿Hay alternativas a esta hiper-conectividad? De hecho se nos plantea una, sí. La desconexión. Si la conectividad conlleva la interiorización de una lógica que conduce a la destrucción -ecológica y simbólica- de nuestro mundo -puesto que el capitalismo mismo se ha vuelto ya no injusto sino autodestructivo-, la desconexión (es igualmente aterradora, porque nos aleja de la operación conectiva gracias a la que nos ligamos con los otrxs) se nos presenta como otra forma del fin de nuestro mundo (hecho de conexiones). O se acepta el fin del mundo por cancelación del futuro, o se lo niega en el presente asumiendo la vía de la extinción voluntaria. Así planteado el asunto pensado, el paradigma conectivo constituye el límite mismo de lo que alcanzamos a imaginar. El fin del futuro contra en el presente. Disyuntiva sin lugar para el juego de la inversión o expropiación posible. Así planteada la cosa, viene a mi mente una cita deformada de Walter Benjamin según la cual la revolución solo puede surgir de organizar el pesimismo.

05. Deux sive natura. En una célebre conversación de inicios de los noventas –“control y devenir”- Gilles Deleuze recibía una pregunta militante muy precisa, nada menos que de Toni Negri: ¿no llegaríamos al comunismo apropiándonos de las máquinas técnicas de expresión? Se planteaban así dos cuestiones importantes: el peso de la voluntad, la cuestión de la reapropiación de los artefactos y sus funcionamientos. La respuesta del notable autor de Diferencia y repetición, parece ser negativa para las dos cuestiones: por un lado, afirma que “las máquinas no explican nada”, ellas no son sino una parte de un funcionamiento colectivo más amplio; por otro dice: “puede que lo importante sea crear vacuolas de silencio, de no comunicación, de interrupciones para escapar al control”. Y sin embargo, agrega Deleuze un comentario importante: los procesos de subjetivación militantes “valen en la medida en que, al realizarse, escapen al mismo tiempo de los saberes constituidos y de los poderes dominantes”. Mas que de subjetivación, propone hablar de “un nuevo tipo de acontecimiento”, de “nuevas vías cerebrales”, nuevas formas de “creer en el mundo” que escapen al control. “Necesitamos al mismo tiempo creación y pueblo”. 

06. Consignas. El pensamiento político era para Lenin una ciencia de los discernimientos sobre procesos situados. La impotencia política es imposibilidad de trazado de distinciones necesarias. Hagamos, en base a lo dicho hasta aquí tres distinciones. El artefacto técnico es la parte y no el todo de las relaciones comunicativas actuales; la tecnología de la comunicación formatea la comunicación y la mente al fusionarse con el capital corporativo y formar parte de su sistema; el capitalismo actual ya no es compatible con el mundo, sino que actúa como una fuerza destructiva. Sobre la base de estas tres distinciones Bifo ha lanzado su consigna: “comunismo o catástrofe”. No hay ética posible sin selección de aquellos afectos opuestos y más potentes -decía Spinoza- respecto de aquellos que nos entrampan en la servidumbre. De la ética la política, el arco del discernimiento pasa ineludiblemente por Lenin, que comprendió como pocos la relevancia de la enunciación de la consigna como forma de conocimiento de la diferenciación específica que padece el campo social.  Las consignas nombraban transformaciones colectivas, mutaciones en curso que de ser percibidas pueden ser asumidas por medio de un lenguaje que las direcciones. En Mil mesetas, Deleuze y Guattari homenajean al jefe bolchevique autor del breve texto “Apropósito de las consignas”, escrito en julio de 1917. Allí dice Lenin: “cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de las peculiaridades de una determinada situación política”. Deleuze y Guattari hacen de Lenin el politizador de la lingüística. A él le atribuyen el haber extraído un saber político, consistente en comprender las transformaciones del lenguaje como provenientes de las del campo social. La consigna de poder inmanente que conecta el conflicto social con la aparición de nuevos enunciados. A diferencia del signo imperativo, que produce obediencia a un poder -mero llamado a la obediencia- la consigna remite a un campo estratégico de disputas sobre aquello que está vivo en una coyuntura. La consigna en Lenin funciona como la puesta en lenguaje de las transformaciones que concierne a los cuerpos. En su texto, Lenin considera que la consigna concreta “todo el poder a los soviets” fue adecuada para el período determinado, el de la dualidad de poder -abierta por la coexistencia de los soviets de obreros y campesinos y el gobierno provisional- esto es, entre el 27 de febrero (gobierno de Keresnky) y el 4 de julio (enfrentamiento militar desfavorable). Deleuze y Guattari se deslumbran ante esta precisión de las fechas. ¿Nosotros podíamos hacer el mismo ejercicio para nuestras propias coyunturas? ¿diríamos, por ejemplo, que la consigna “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo” vale como tentativa destituyente para el lapso que va del 19 y 20 de diciembre de 2001 (renuncia del ministro Cavallo y del presidente De la Rúa) al 28 de abril de 2003 (elección presidencial de la que saldrá electo Néstor Kirchner; sustitución de una dinámica de destitución por otra de representación?); o bien que aquella otra de “vamos a volver” funciona entre la plaza del 9 de diciembre del 2015 (en la Cristina Fernández de Kirchner se despidió de su presidencia) y el 11 de agosto de 2019 (en la que el movimiento antimacrista se encauza electoralmente en las elecciones primerias que consagran a Alberto Fernández candidato a presidente)? ¿Y qué consigna llevaría al lenguaje las peculiaridades de la situación actual? Lenin explica, para el tramo que va de febrero a julio, que la consigna “Todo el poder a los soviets” procuraba delimitar un curso de acción posible: la transición pacífica del poder de los consejos de obreros y campesinos. Y juzgaba que tras los enfrentamientos de julio esa posibilidad se había cerrado. Transformada la situación objetiva, cesaba la vigencia de la consigna y se planteaba la necesidad de otras nuevas, según nuevas hipótesis de trabajo. ¿Nos hemos alejado demasiado de Jamás tan cerca? Quizás no tanto, si consideramos que se nos presenta, respecto de esta cuestión de las subjetividades mediáticas, una cierta necesidad de discernimiento. ¿Somos aún capaces de llevar afectos al lenguaje, de crear consignas expresivas de mutaciones del cuerpo social, de delimitarnos respecto de metaconsigna de la Actualización y de hibridar nuestro ser conectivo con otros modos de ser? Acusado de reducir el presente al hecho consumado, el artefacto conectivo reluce como consumador de la línea del parido del orden total. Del orden sin puntos de inflexión, sin correlación alguna posible entre un lenguaje vivo y alteraciones colectivas. Pero entonces -como si de la asfixia surgiera la solución salvadora- Jamás tan cerca nos revela el carácter subsistente de una materia sublime a la que da el nombre de “entre” (que los lectores de Gilbert Simondón reconocerán de inmediato “lo pre-individual” y los de Mil mesetas el espacio de los “devenires”). Dice Valle: este “entre” es la “presencia de lo no funcionalizado”. Aquello que realidad que prepara nuevos discernimientos y permite, por tanto nuevas delimitaciones. Aquel sobre el que puede reiniciarse el arte de las consignas. El “entre” vuelve a poner en juego la relación entre dispositivo y “humanidad”, nos devuelve una relación activa respecto de aquello que organiza la dominación, lo convierte en obstáculo específico. Pensando entonces en términos de consignas: ¿qué pasó durante la cuarentena? ¿Cómo somos en este tiempo de algún modo posterior a ella? ¿Somos aun capaces, pensando las fechas y las palabras que captan estas transformaciones, de llevar al lenguaje algún sentido que medie entre las sobrevidas y la catástrofe?.

La ironización del mal: relectura arendtiana // Emmanuel Taub

 

  1. Si tuviésemos que dibujar el proceso de construcción de la identidad moderna podíamos hacerlo de la siguiente forma:

El círculo rojo representa, por ejemplo, al judaísmo mientras que el cuadrado transparente representa a la configuración naciente del Estadio Nación Moderno. Como puede observarse el Estado incorpora la identidad judía y la vuelve parte de su entramado social. Como podemos observar, la estructura moderna del Estado tiene espacio –imaginando esto como diferentes cuadrados que van conformando una gran matriz por cada identidad-otra que hace parte de su sociedad– para todas aquellas otredades que quiera o deba incorporar. Sin embargo, y esta es la pregunta que nos hacemos aquí: ¿Cuál es el costo de este proceso para la identidad-otra incorporada a esta lejanía hegemónica? Porque este costo, lo debemos comprender gráficamente en los espacios vacíos que quedan por rellenar ya que por propio principio de la construcción identitaria del Estado, no pueden quedar vacíos (en la última figura estos espacios son los que aparecen representados por el color negro).

  1. La configuración homogeneizadora, totalizante pero también por ello igualitaria e igualitarista que contiene el Estado y la Modernidad (el poder soberano moderno) no pueden soportar ni sostener que exista, o peor aún, se expanda un vacío de sentido ni de contenido en su interior. Por eso surge el lema moderno de aspirar a la felicidad, el éxito y la racionalidad. Esta tríada de universales categóricos secularizados a medida de los objetivos que recrea el Estado se interfiere en la noción temporal de horizonte y renueva la historia política moderna, ya que reemplazan a los principio fundadores de igualdad, fraternidad y libertad.

 

  1. Si la Revolución Francesa trajo consigo los valores humanos universales con su Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y con ellos presenta por primera vez la idea moderna de igualdad que se funda sobre la naturaleza animal de lo humano, es porque desde ese momento lo humano toma valor por sí mismo y tiene un sentido y una representa una subjetividad. Esta es la base también de la igualdad de todo aquel que nace como ser humano y se sostendrá por la categoría política de ciudadanía; la fraternidad que vincula el sentido de igualdad en la relación social entre las partes y nos representa ya no sólo como especie sino como figura de derecho, deberes al tiempo que fortalece el sentido de homogeneidad para elevarlo hasta una dimensión ontológica: pareciera decirnos que ontológicamente lo humano es una civilización universal en el que su ser individual y social está entrelazado por el lugar de la ontología y la materialidad óntica de su lugar en el mundo, que también es humano.

 

  1. Así, la paradoja de la fraternidad es la edificación de una idea de obligación para con el otro, no sólo al tener que verlo y representarlo como un igual, sino también haciéndolo con aquel a quien siempre ha visto como un radicalmente otro. En este sentido, la fraternidad tiene principalmente la tarea de rellenar con sentido los vacíos que se generaron cuando la identidad totalitaria incorporó la identidad-otra.

 

  1. Y si nos centramos en el principio de la libertad: ¿libertad de quién o de quiénes? ¿a qué costo somos libres, y bajo qué disputas y límites? Uno de los elementos más aporéticos es que el valor o principio que a priori más alejado e independiente podríamos imaginar que debería estar de la lógica capitalista moderna, y hasta del propio Estado, como el la libertad, es en cambio el que mayor determinación injerencia tiene para el valor del mercado y la lógica del capital: la libertad es el principal valor que se negocia en el mercado, el primer valor sobe el que el Estado tiene que actuar porque es el que construye las bases de la imaginación subjetiva de posibilidad, los horizontes de esperanza, la idea de futuro y, más aún, nuestras felicidad: cuanto mayores libertades simulan inocularnos, más se multiplican nuestros sueños de felicidad. Pero sin embargo: a mayor libertad, mayor utopía de felicidad y mayor sensación de estar emancipado al Estado.

 

  1. La aporía es que nuestra libertad está determinada por el mercado: somos tan libres como el estado delimite los límites de nuestra libertad. Más aún: la libertad, nuestra libertad, la libertad de cada uno de nosotros cotiza en el mercado cada día. Somos tan libres como el mercado y el Estado lo deseen y permitan que lo seamos. A eso llamamos legitimidad.

 

  1. La paradoja moderna-capitalista es que a esto que llamamos legitimidad, y legitimamos, y que marca y delimita nuestra libertad, es dada por nosotros mismos a través de los mecanismos que ideamos para administrar y sostenerla maquinaria burocrática, estatal y moderna, y la democracia.

 

  1. El monstruo no está afuera, pero tampoco adentro: el monstruo somos nosotros. Porque no supimos lidiar ni repensar, ni soportar, un lugar que no sea el antropocentrismo. Transformamos la historia en nuestra historia y pusimos al universo en rodillas ante nuestra limitada finitud. No supimos compartir, ni repensar, ni imaginar, ni tampoco reconfigurar la relación entre el ser humano y todas aquellas criaturas y entes que comparten la territorialidad material como la inmaterialidad universal. Cerramos los ojos y le dimos vuelta la cara a cualquier ser humano, potencia o lenguaje al que no podemos comprender ni hacer parte de los límites de nuestro mundo.

 

  1. Si los valores o principios sobre los que se levantó la Modernidad desde la Revolución Francesa fueron los de libertad, igualdad y fraternidad, podemos decir que sólo tienen un valor y funcionan sólo en aquellos que ocupan de manera adecuada y reglada su lugar en el mundo, o sea: parar todos los que no sobran vacíos y llenan hasta el último rincón los espacios, o cuadrados en los gráficos del comienzo. Para todos los que no, casualmente, hicieron sus propios esfuerzos y se transformaron, cambiaron subjetivamente, proponiéndose acomodarse, aunque sea a la fuerza, a la voluntad hegemónica y totalitaria del Estado Nación.

 

  1. Aquí se desnuda el por qué de las limitaciones e imposibilidades que llevan a las respuestas estatales más radicales a quienes no desean o no quieren transformarse tanto ontológicamente como en su condición de ser en el mundo. Son ellas, finalmente, las identidades-otras que exigían –material como simbólicamente– más de lo que podían darles hasta el punto radical de no poder soportar sus diferencias buscando entonces las diferentes formas de quitarles su condición humana.

 

  1. Estas paradoja y aporías son las que debemos tener en cuenta para tender fenómenos como el Auschwitz y los campos de trabajo, internamiento, para inmigrantes o refugiados hasta nuestros días. Porque éstos sacan a la luz las imposibilidades limitaciones del Estado ante la diferencias, éstos son sus puntos radicales, o lo que podríamos llamar “el artefacto de la perfección”, o mejor dicho: el sentido de seriedad en el que se escudan las instituciones políticas, pero también sociales.

 

  1. Y sin embargo, como todo lo humano necesitamos de diferentes mecanismos para enfrentar la realidad y sobrevivirla. Es así que en el correr del (y con correr del tiempo mencionamos aquello único a la que no podemos hacerle frente por nuestra condición de finitud) lo serio o la seriedad se comienza a transformar en algo irónico, grotesco y hasta nimio. Este pasaje es el que verdaderamente nos quita al final toda condición humana.

 

  1. Podemos decir entonces que Hannah Arendt tenía razón al describir estos fenómenos, pero en parte. Ya que no pudo observar el paso del tiempo sobre sus teorías en torno a los totalitarismos. Arendt comprendió como nadie el funcionamiento del Mal Radical y de la Banalidad del Mal, como herramientas destructoras y transformadoras de la condición humana. Pero faltaba algo más: la ironía y la caricaturización del Mal Radical y de la Banalidad del Mal. Y estas transformaciones san las que dan por finiquitados al proyecto de Modernidad y al ser humano.

 

  1. Uno de los ejemplos más extendidos y claros de esto fue el pasaje de los valores sobre los que ella sostenía sus reflexiones, la libertad, la fraternidad y la igualdad a una incesante búsqueda de felicidad, éxito y razón. Y desde éstos, al despliegue fagocitario de buscar cualquier tipo de artefacto, tecnología o lenguaje donde se pueda cumplir la única tarea que nos exigen: ser felices, exitosos y racionales.

 

 

* Agradezco a Nicol Signorini y Tomas Borovinsky por sus diálogos y lecturas.

SUTNA // Lobo Suelto

El valor de las consignas era, para Lenin, el de discernir una mutación en el campo político y simultáneamente desentrañar la nueva disposición estratégica del enfrentamiento (quienes son los aliados, quién posee efectivamente el control del poder). Por eso, más allá de los mensajes de aliento y la propaganda de grupos y grupitos, el apoyo al SUTNA (sindicato único de trabajadores del neumático) en su lucha actual no parte para nosotrxs de la mera simpatía ni del deseo de introducirnos en la escena en que un sector de la clase trabajadora reacciona con dignidad en medio de la desposesión generalizada de tierras, ingresos colectivos y bienes público que nuestro país padece hace años sin que fuerza alguna logre revertirlo. No se trata sólo de desear suerte al SUTNA, como si su lucha nos fuera lejana, sino de tomar conciencia del hecho contundente que el conflicto que valientemente protagonizan nos plantea: sin lucha popular organizada nada impedirá que la democracia se vuelva un consejo de administración de negocios sostenida en represión y redes sociales.

Espero que te guste // Luchino Sivori

«Este nuevo juego fomentaba la deshonestidad y la dinámica de la mafia: los usuarios se guiaban no sólo por sus verdaderas preferencias, sino por sus experiencias basadas en la recompensa y el castigo, y su predicción de cómo reaccionarían los demás ante cada nueva acción».

Jonathan Haidt.




“Porque si no se logra ese número de Me Gustas, entrará en pánico, o peor, en el olvido. Y comenzarán las voces dentro de su cabeza a dudar sobre sí, sobre su escritura. Porque ya nadie está ajeno (ni él ni nadie) a este sistema de recompensas basado en reconocimientos y castigos, likes o la indiferencia”.

……

Publicar algo en algún lugar, y replicarlo en muchos sitios y redes sociales esperando que “alguien”, no se sabe bien quién ni desde dónde, lo lleve a un más allá etéreo pero con impacto aprobatorio, se ha vuelto objeto de deseo entre los que escribimos. 

No estamos seguros de saber a qué nos referimos exactamente con esto, pero intuimos que tiene poco que ver con aquello de agitar a las masas. El anhelo, sin embargo, aunque poco claro y definido, persiste, y domina exponencialmente a nuestras voces, nuestras musicalidades. Cada vez más, las palabras claves que llenan nuestros textos se perciben más dependientes del pulso de los feeds y el reconocimiento inter pares.

Tal o cual apellido más o menos reconocido, tal o cual publicación compartida… lxs autores que cada semana participamos voluntariamente de este acto, escribir, nos vemos inmersos en una suerte de torneo de las palabras y los nombres, en busca de una audiencia que es voluble, sí, pero también deseosa y ávida de mensajes, explicaciones, reflexiones… ellos buscan la conmoción en un mundo express, líquido, y nosotros “ascender” de alguna manera como autores influencers

Abundan en estos espacios aquellos que son más horizontales, menos unidireccionales y menos arbitrarios que los que suelen habitar en el mercado de algoritmos commodity hegemónico; a pesar de ello, todxs, o casi todos, tarde o temprano más que expresar una opinión queremos compartirla, y que ésta viaje lo más lejos posible en ese océano de subjetividades conocido como el «sentido común». Esto no tendría nada de malo si no fuera porque el hacerlo se ha vuelto algo adicto al goce que representan los views, las impresiones, las interacciones. 

Hablar de esto, y mucho más escribir sobre ello, puede llevar a encontronazos con el “sector” en cuestión, y posiblemente no resulte del todo literario para muchos lectores. Es un riesgo. Cierto “confesionalismo” solemne llega a veces a parecer más una terapia personal transcrita que no un texto expositivo, ni mucho menos un análisis crítico en profundidad. Sin embargo, se está haciendo imperativo y necesario introducir este debate dentro mismo del área de acción, en la mismísima escritura de lo que se escribe y publica.

……..

La dinámica premio o castigo incentiva, seamos del todo conscientes o lo omitamos por alguna razón desconocida, a escribir de cierta manera, sobre tal elemento por encima de otro. En pocas palabras, se trataría ahora de discutir si lxs escritores -artistas, creadores- estamos totalmente ajenos o no al reino de esa viralidad, si vivimos lejos de la optimización de buscadores como Google o no tanto, si habitamos fuera de la nueva mecánica editorial online o participamos de ella. 

……

Comencé el texto en tercera persona, pero hablando de mi propia experiencia personal como autor, y aproveché el espacio -privilegiado- que dispongo aquí para tratarlo en público, sobre el mismo escenario donde ocurren las cosas. Se ha hecho de esta forma porque ese personaje ficticio del comienzo no es el único, y su narración puede ser representativa de muchas otras voces. Esto puede percibirse fácilmente en el aire, no creo que sea necesario ser muy sensible ni conocedor de las dinámicas internas: la presión y el impacto en nuestros cuerpos -de un lado y del otro del mostrador- se ha hecho persistente y cotidiano.

En el caso de las audiencias y los lectores, los análisis abundan y no poco se ha dicho al respecto aquí y en otros lugares. La intención, ahora, es la de verbalizar los efectos sobre nosotros, los “productores”, hoy convertidos en grandes buscadores de un lugar en la inmensidad digital.

Son efectos que impactan sobre nuestras palabras, y por consiguiente a nuestra realidad no escrita. Por eso la urgencia, y por eso esta necesidad tan extrañamente cruda.

Querido León // Diego Sztulwark

Ayer León Rozitchner hubiera cumplido 98 años. Es extraño celebrar sin la presencia del homenajeado, pero no lo es tanto en este caso, dado que un cumpleaños celebra una existencia y Rozitchner existe entre nosotros. Suele ocurrir que la desaparición física desplace el vínculo hacia el recuerdo y la celebración al aniversario de su muerte, aunque no es -al menos para mi- lo que ocurre con León. La intensidad de su presencia en su obra me lleva menos a recordar su partida que a celebrar su persistencia. Aunque sea muy personal decirlo así -ya se sabe, las redes y lo personal son un problema difícil- Rozitchner personificó un modo muy corporal su estar en el pensamiento. Un modo físico-afectivo, político, crítico, materialista, sensual, agudo: apegado a la vida. Y ese modo de estar subsiste -digo esto al modo de un hallazgo o como un descubrimiento- en sus Obras (sus textos) con despojada inmoderación. Para celebrarlo leí ayer un texto suyo sobre Oscar Masotta. Lo leí, como diría él de sí mismo, para comprenderlo mejor. ¿Qué le pasó a Rozitchner con Oscar Masotta, su amigo primero y luego un nombre que le provocaba dolor? El texto en cuestión tiene por título “Oscar Masotta o el origen de un mito sin historia”, es una entrevista perdida, sin referencia alguna -¿Quién la hizo? ¿En qué fecha?- que permaneció inédita hasta que fue recogida en su libro póstumo «Retratos filosóficos» (Obra de León Rozitchner, Editorial de la Biblioteca Nacional, 2015). La ausencia de toda referencia acentúa el efecto atemporal, y da la impresión de un monólogo interior. La leí -me doy cuenta ahora- como si fuera una auto-entrevista, uno de aquellos textos que Rozitchner escribía no para otros sino para su propio esclarecimiento. De hecho, las palabras finales del texto de algún modo lo sugieren: “lo repito, quizás éste sea mi problema. Quise al primer Masotta, me sentí defraudado por el segundo. Y sigo dudando, sin embargo, si no hubiera sido mejor guardar silencio sobre ambos”. Hurgando en sí mismo para desentrañar la perturbación que le suscita el nombre Oscar Masotta, relatando para eso antiguos recuerdos -algunos de ellos de no tan fácil acceso- León da curso a una apropiación invertida respecto de la operación que ha hecho de Masotta un canon intelectual. Tomado -desde sus propios afectos- por el revés, declara León su amor por aquel joven aprendiz y sartreano, orillero y arltriano, resentido y poeta, rebelde y marxista, maldito y un poco peronista, y su extrañeza -sino su hostilidad- por aquel profesional que emerge -luego de una muy relatada crisis psíquica- como fundador de una institución -León escribe “sucursal”- lacaniana en Buenos Aires: la «Escuela Freudiana». Ese corte, a partir del cual se reconoce y reivindica a Masotta, perdura en Rozitchner como una señal ominosa y una ruptura nunca explicada y como el pre-anuncio de nuevos tiempos en los que pensamientos habrá de retraerse hasta denunciar lo político-transformador como mero imaginario. En los antiguos tiempos de la revista «Contorno» (ahí se conocieron), los jóvenes intelectuales de izquierda intentaban escuchar aquello que la sociedad no dice sobre sí y se preguntaban cómo sería la revolución si no apareciera como descendiendo sobre el colectivo humano como un discurso ya resuelto e históricamente garantizado. Una revolución así, cuyo movimiento fuera de ascenso, debía adoptar como punto de partida no las ideas puras sino la singularidad real de los sujetos (“nido de víboras”) sobre el que el marxismo callaba y por eso -para decirlo de una vez- debía recurrirse al psicoanálisis de Freud. Con Freud se procuraba alcanzar a Marx, pero para retomar a un Marx capaz de pensar sobre presupuestos freudianos. Se trataba, entonces, de alcanzar la clase revolucionaria no como grupo idealizado sino desde la materialidad viva de cada sujeto. No se trataba, por tanto, de hablar de Freud a psicoanalistas, sino a militantes. Aquel psicoanálisis le hablaba al sujeto y a la política, le hablaba a la política del sujeto (para indicarle la fuente de su eficacia revolucionaria posible). Desde esa perspectiva invariable en Rozitchner -desde la cual escribió dos importantes libros sobre Freud-, se hacía incomprensible la posterior transformación (silenciada, nunca elaborada) de Masotta. La incomprensión de Rozitchner era, en realidad, un sentimiento de espanto ante lo que advertía y no aceptaba en aquel corte: la profesionalización -vía Lacan- del psicoanálisis. Su separación respecto del campo social y su autocentramiento (del que surge una lengua particularmente hermética). Lo que Rozitchner rechaza en ese corte-movimiento es una elección restringida: la escucha de lo que ocurre en el consultorio en detrimento del murmullo urbano. Una preferencia excluyente por el sujeto individual, no ya como término indispensable de una escucha más amplia de los ecos sintomáticos que resuenan en las relaciones de producción, existente en Freud. Lo que Rozitchner declara improcedente es que se elija solo una parte de Freud, que se lo “escotomice” -palabra que reitera León-, separándolo para siempre de Marx. De ahí su pregunta: ¿Por qué abandonó Masotta aquel resentimiento -que lo convirtió en un “loco lindo de la teoría”- en nombre de una cordura que lo sometía al discurso contra el cual se había revelado de joven? ¿No era más abarcativa y osada su inicial admiración por Sartre, con su búsqueda de mediaciones entre lo social y lo singular, que el posterior Lacan sólo dedicado a esto último? Escuché muchas veces que el problema con León era que ese escritor voraz tan conectado con la literatura francesa no habría leído a Lacan. El texto sin fecha que estoy citando -creo que ahora se dice «spoileando»- incluye, sin embargo, un comentario de su experiencia con el resonado psi francés, a quien enseñó en sus cursos en la clínica Caparrós y en la Facultad de Humanidades en la Universidad del Litoral a fines de los años 50: «la lectura de Lacan fue para mi muy importante, pero antes de su auge en la Argentina. Cuando no existían aún los lacanianos se lo podía leer a Lacan, ese Lacan que hacía pensar y con el cual uno podía pelearse o quedar deslumbrado, sin tener que sacrificar lo propio, cuando todavía no se había formado ese halo de sumisión y de dogmatismo que acompaña ahora a su lectura. Los lacanianos han vuelto ilegible a Lacan: lo leen en sagrado». Las polémicas de Rozitchner tuvieron por fondo una experiencia particular con el amor. El suyo fue un combate en un doble frente: contra quienes desprecian lo absoluto en la existencia singular en función de un social abstracto y una historia prefigurada (los que leen a Marx sin Freud) y contra quienes sólo pueden acceder a lo singular consagrándolo, es decir, separándolo de lo histórico (con su carga agotadora de contradicciones y sus luchas: Freud sin Marx). La ruptura de Masotta, dice Rozitchner, fue la sustitución impensada del freudo-marxismo de los sesentas por el freudo-lacanismo de fines de los setentas. Sustitución que no aspiraba ya a salvar colectivos humanos sino a individuos. Cuando digo que es posible celebrar el cumpleaños de León como si aún estuviera entre nosotros, y afirmo que su modo interpelante de estar en el pensamiento aún provoca esa extrañeza insustituible que nos señala lo ruin de lo que en nosotros se da como conformismo de un pensar sin dolor, sin odio, sin erotismo y sin efectos, lo hago menos como aspirante a difusor de sus ideas (no interesan sus “ideas” sino lo que suscita su modo físico de estar en el pensamiento) y más como alguien que no sale indemne de la lectura de frases como estas (en este caso, dedicada al joven Masotta): «acentuaba la actividad intelectual como un campo específico: pensar lo más profundo que se pueda». Pensar lo más profundo, todo lo que se pueda, lo menos profesionalizado, lo más a fondo, lo menos restringido y lo más valiente que seamos capaces!

Feliz cumple querido León!

Segundear // Diego Valeriano

De la obligación a querer hacerlo, de la trasmisión a poder charlar genuinamente de algunas cosas, de tener que hacerse cargo a vagar dejando atrás esas tristezas que se vuelven inevitables. No hay mayor gesto amoroso que segundear. Bancar, estar ahí, escuchar,  acompañar con el cuerpo lo que las palabras ni dicen. No es solidaridad, no es una simple ayuda, no se enseña. No es un favor, no es darle una mano a alguien, ni amistad política, ni lealtad. Segundear es otra cosa. No se educa, no hay cómo hacerlo, no hay que hacerlo. Se va plegando el propio pensamiento a lo que va pasando, aceptando la incertidumbre, resignificando las secuencias. Segundear es superar la piedad y el miedo. Ni ortibarse, ni conmoverse, ni asistir. Ni maestro, ni corazón abnegado, ni militante, papá garrón o mamá luchona. Se segundea porque sí, porque nace, porque está bien, porque no nos ponemos la gorra. Es una actitud cero vigilante que rechaza esa manija insaciable de juzgar, señalar, calcular. Ya no hay deudas impagables, ni postergaciones, ni aparentes absoluciones, ni juicio ortiba, ni ayuda desde el patrullero. Ya no hay nada a cambio, ni obediencia por favores, ni fidelidad inamovible, ni jerarquías que piden todo y nada dan. Segundear es una fuerza que se construye y se conquista en compañía. Se segundea porque no quedó otra, por puro impulso, porque pegamos onda, porque es la única manera de estar vivos. Porque es lo que hay y solo desde lo que hay es posible que haya otra cosa. Es un tipo de lazo tan fuerte como estar en las que hay que estar. No siempre, no en cualquier momento, no para jugar roles prefijados y aburridos. Se segundea porque porque algo arranca, se activa, se enlaza. Porque es una fuerza imparable capaz de cambiarnos de una vez y para siempre.


Eduque a mi hija para una invasión zombie (fragmento) Red Editorial

Ohh, Deleuze, porqué te habremos leído tanto! // Diego Sztulwark

Tengo un recuerdo exacto del día en que Deleuze se suicidó. Un admirado profesor, Marcelo Matellanes -cátedra de Economía Internacional de la carrera de Ciencias Políticas, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires- anunció que no impartiría su clase, dado que acababa de enterarse del fallecimiento de su amado pensador. En su lugar, quienes desearan quedarse, escucharían un conmovedor retrato improvisado de una vida filosófica. No recuerdo qué fue lo que me retuvo en el salón. En aquellos años, mis intereses se volcaban al marxismo teórico y militante y sentía que leer a los “postmodernos” era perder el tiempo. Seguramente me ganó la curiosidad, y unas vagas simpatías por Deleuze procedentes de la lectura de un librito de Perry Anderson, Tras las huellas del materialismo histórico, en el que lo ubicaba en la izquierda libertaria francesa del año 68. 

Un tiempo después, consulté a Matellanes por los textos de Deleuze sobre Spinoza, a quien comenzaba a descubrir por aquellos días. Iniciaba mi brevísima experiencia como docente -ayudante en una materia de filosofía de la carrera de Sociología de la UBA-, mientras hacía lo imposible por entender algo de Kant y de Hegel. Por entonces, Spinoza me llegaba por vía de Toni Negri (ese año había leído El poder constituyente: ensayo sobre las alternativas de la modernidad), y me entusiasmaba la idea de situar al judío marrano como auténtico antecedente del judío de Tréveris. Nunca logré desprenderme de la respuesta de Matellanes: “No cometas la imprudencia de leer a Deleuze antes que a Spinoza”. Si la historia se repitiese hoy, y alguien de menos de veinticinco años me dirigiese una consulta similar, respondería así: “Deleuze impregna todo lo que toca. Es fascinante, pero esa fascinación contamina con su sola presencia”. Matellanes tenía razón: “Deleuze nos da un Spinoza genial: el Spinoza de Deleuze”. Son esos consejos que se agradecen una vida entera. 

Por supuesto, leí a Spinoza antes que a Deleuze. Y sin embargo, puesto que ningún consejo tiene la fuerza para desviar un destino, caí de todas formas en la tela de la araña. Por entonces tenía conmigo tres libros: una edición de Porrúa de la Ética (que leí de un tirón); y de Deleuze tenía el difícil libro Spinoza, el problema de la expresión y unas fotocopias magníficas de unas clases que había impartido en 1980 sobre la filosofía de Spinoza, que producían un estímulo adictivo y que circulaban por entonces solo por Internet (seis años después, la editorial argentina Cactus las reuniría en una primera versión bajo el título En medio de Spinoza). Ese fue el cóctel inicial. Más adelante, completaría estas lecturas con su último trabajo dedicado al anómalo holandés: el bellísimo Spinoza: filosofía práctica. Bebida la dosis completa, un pensador autónomo o autómata comenzó a crecer dentro mío.  

Esta es la razón por la que creo que vale más la amarga protesta que el sentido homenaje. Un poco como aviso a incautos lectores que se aproximan a Deleuze, a la inocencia aparente de su filosofía. ¡Cuidado con Deleuze! Esa pantera rosa que pinta todo de su color. 

Resulta cómico escucharlo hablar, sonriente, sobre Minelli advirtiendo a estudiantes de cine sobre el peligro de dejarse atrapar por el sueño de otrxs, aun cuando sea el sueño de una niña inocente. Cuando más dificultades se encuentran en sus textos, cuando menos se lo entiende, más desprevenido estará el lector con respecto de esa sustancia pregnante. La seducción deleuziana funciona bien como rito iniciático. De su mano, el no filósofo cree estar entrando en la filosofía. Luego sucede algo vergonzoso: la pregnancia del maestro toma nuestro lenguaje. Involuntariamente nos oímos pronunciar palabras horribles -afeadas por la jerga- como “agenciamiento”, “rizoma”, “maquinismo”. Otras son más bellas, como “línea de fuga”, pero igual de remanidas. Glorioso sentimiento el de la vergüenza, peligro y salvación. Ya que solo bajo su impulso podemos aprender lo inadecuado que es citar a un pensador repitiendo sus propias palabras, repitiendo mal lo que él dijo tan bien. La vergüenza nos salva del aspecto más bochornoso de la experiencia-Deleuze. Esa acalorada toma de conciencia -si llega- nos brinda la oportunidad de librarnos de ese vocabulario pringoso, que impide desplegar un lenguaje propio. 

Pero se necesitarán años para dar pasos en este camino. La larga pedagogía deleuziana aún reclama que seamos buenos lectores de sus libros sobre Hume, Bergson, Kant, Foucault o Leibniz. Es la maravilla misma: Deleuze antropofágico. ¡Un hondo entusiasmo se apodera del lector! ¡Una historia de la filosofía europea! (En este punto, es imprescindible dedicar unas líneas a la labor de Editorial Cactus, que ha jugado un papel central no solo con la recopilación de las mencionadas clases sobre Spinoza, sino con la cuidadosa publicación de todos y cada uno de los cursos de Deleuze, que permite así sumar la admiración del profesor a la del escritor. Deleuze y su pedagogía nietzscheana de la desertificación de todo discurso y exigencia institucional: ¡el solitario descubrir de las propias singularidades!)

El proceso de la tentación infinita se desenvuelve siempre más. Y puesto que aún no hemos llegado a sus propias tesis, resulta imposible resistirse a su pensamiento más original, desarrollado en dos libros complejísimos: Diferencia y repetición y Lógica del sentido. Haberlos leído en soledad fue una experiencia desoladora (más desolación que desierto). Sin grupos de estudio a mano, sin las traducciones de los libros de comentarios que se publicarían más adelante, sin nadie en quien apoyarse. Y, en paralelo, ¡el descubrimiento de sus libros sobre Proust (¿también hay que leer a Proust para seguir al inabarcable Deleuze?), sobre Sacher-Masoch, Carmelo Bene, Kafka! ¡Hasta llegar a la deslumbrante Lógica de la sensación, a propósito de Francis Bacon! Y hay más, porque aún nos esperan las 413 páginas escritas junto a Félix Guattari bajo el título de El Anti-Edipo, y luego las 522 páginas de la edición de Pre-textos de Mil mesetas. Nietzsche sugería no derrochar la frescura de la juventud atendiendo a pensamientos de otrxs. 

No es fácil torcer la relación de dependencia del pensador confuso y libertario -una suerte de copia deleuziana- que se engendra dentro de uno durante la lectura. ¿Cómo no perder una vida y media estudiando con cierto detenimiento cada uno de estos textos, quizás, con la sensación de tener que llegar al final para entenderlo y atreverse entonces a una idea propia? Creyéndome vencedor, rumiaba cosas como estas, antes de advertir la importancia absolutamente decisiva que tendrían para mí su última colaboración con Guattari: ¿Qué es la filosofía? pero también la recopilación de textos literarios: Crítica y clínica y sus Estudios sobre cineLa imagen-movimiento y La imagen-tiempo. Nunca terminamos de estudiar a Deleuze.

No exagero entonces cuando recuerdo aquella clase de la facultad como una marca –“la herida estoica”, que nos espera desde siempre- de un trabajo infructuoso y equivocado: “entender” a Deleuze. Sólo luego de muchos años esto dio lugar al intento menos sufriente de “pensar” con él.

Goethe dijo que estimaba cada línea de la Ética, pero que no se atrevía a afirmar qué quería decir Spinoza en ellas. Fue un alivio encontrar esta cita y enterarme que era legítimo leer pudiendo no estar seguro de lo leído. Una apropiación menos culposa del propio esfuerzo. Años después, encontré al poeta Henri Meschonnic quien afirma que leer es “releer”, porque solo en la relectura se lee la operación misma de la lectura. Se abandona así la obediencia al texto y se registra al sujeto -uno mismo- en cuanto que realiza una actividad específica. Quizás pueda decirse que leer a Deleuze es un modo -entre tantos- de aprender a leer. De hacerse un universo.

En su cuento La carta robada (otra referencia de Deleuze: en Lógica del sentido), Edgar Allan Poe cita la historia de un niño de ocho años que practicaba la adivinación. Su arte era el de la observación: concentrado en el rostro del participante, lograba “ver” sin yerro si la cantidad de bolitas encerrada en su puño eran pares o impares. Interrogado sobre su infalible método de videncia, el muchacho explicaba del siguiente modo su proceder a la hora de determinar cuán listo o bobo es su oponente, o bien cuáles son sus pensamientos presentes: Modelo la expresión de mi cara, lo más exactamente que puedo, de acuerdo a la expresión de la suya, y espero para saber qué pensamientos o qué sentimientos nacerán en mi mente o en mi corazón. Así actúa el poder de adivinar: traduce las líneas de superficie que recorren los cuerpos en líneas metafísicas sobre superficies incorporales (acontecimiento puro). El niño-adivinador accede al sentido (lógica) a partir de una interpretación de las imágenes (cuerpos). ¿Leemos así quienes leemos a Deleuze? ¿Hacemos como este niño, tratando de adivinar cómo hay que ser para escribir esta o aquella expresión?

El punto es saber si en algún momento se llega a romper la dependencia. Si la larga subordinación da lugar a un aprendizaje. ¿Se llega finalmente a una soledad? ¿Somos capaces de seleccionar por nosotros mismos aquellas líneas que nos hacen un poco más libres? ¿Se puede llegar a esta libertad sin atravesar el horror de un cierto Deleuze apoderándose de nuestro cerebro y susurrando desde allí un cierto discurso? ¿Cómo distinguir esta dependencia de la reforma de la sensibilidad y del entendimiento que toda filosofía práctica está destinada a producir en sus apasionados lectores? ¿Qué decir de este modo -perverso- de presencia? En Iddish, creo, que lo llaman Dybbuk. Un embrujo.

Estaría muy agradecido a Deleuze por enseñarme un modo de pensar y sentir al que no hubiera llegado por otros medios, si no le reprochara el hecho de no enseñarme a separarme de él, a aprender a emancipar el simulacro de la copia. Quizás sea la última prueba de toda lectura capaz de despertar a una nueva vida: atravesar una forma de desprecio en la que el deseo de pensar asume la forma de una distancia indispensable. Aunque no me interesa en absoluto discutir las lecturas sobre Deleuze, no me reconozco en el gesto del talentoso Andrew Culp, que produce un Oscuro Deleuze, contra un Deleuze de la alegría edificante. Mi relación con él es menos de polémica pública y más de incomodidad privada. Es una relación de amor, y a veces de recelo, que solo puedo disfrutar plenamente cuando logro convertirlo en otra cosa, fusionarlo con otros nombres, mutarlo en nuevos contextos, aplicarle torsiones divertidas, mixturarlo con referencias que -creo- jamás habría aprobado. Solo así, en la más íntima de las revanchas -que es la traición- advierto que el autómata interior era una máscara, un ser activo del pensar que me parasitaba en mi favor, nutriéndose de mis lecturas, despachando atrevidamente todo protocolo filosófico o político. El sentimiento del simulacro liberándose de las copias y su modelo.

Fuente: Revista Rizoma

La dinámica imaginal no es la sociedad del espectáculo de Guy Debord // Pablo Hupert

Tomamos aquí la caracterización debordiana como buena. No decimos, de ninguna manera, que Debord estuviera equivocado. Suponemos que estaba acertado y que, justamente por estar acertado en 1967, año de publicación de La sociedad del espectáculo, hoy, más de cinco décadas después, nos impide pensar el mundo de las imágenes imaginales, su dinámica, su actividad.

No hacemos entonces aquí un cuestionamiento a Debord o al situacionismo. Lo que cuestionamos es el supuesto de nuestrxs contemporánexs de que vivimos hoy en una sociedad de espectáculo. Este supuesto cunde por doquier en doctos y legos. Para les periodistas, por ejemplo, es muy cómodo titular sus notas “La sociedad del espectáculo”. Cito como ejemplo y explicitación cabal de este supuesto a un docto (lo llamo docto porque leyó el libro de Debord y porque matiza a su afirmación):

“Aunque su mundo no sea el nuestro, aunque en la década del sesenta todavía existía un proletariado industrial palpable y una presencia política insoslayable del marxismo tradicional, Debord parece estar hablando de nosotros. Muchas de las afirmaciones que realiza en 1967 no solamente se ven confirmadas sino también intensificadas en el mundo de las décadas posteriores. El despliegue desmesurado de las industrias del entretenimiento, la omnipresencia de las pantallas en la vida cotidiana, el poder en apariencia absoluto de los medios de comunicación y la mera existencia del mundo virtual son realidades innegables que se interponen permanentemente en nuestra experiencia y que parecen desprendimientos de las ideas de Debord. Que “La sociedad del espectáculo” parezca estar interpelándonos permanentemente no es una prueba del poder profético de su autor sino una demostración irrefutable de que las estructuras de poder que operaban en su mundo siguen operando en el nuestro. Y de que él entendió perfectamente bien cómo se mueven.”[2]

Los matices están muy bien para dar complejidad a la hipótesis “vivimos hoy en la sociedad del espectáculo”, pero no alcanzan para pensar la dinámica contemporánea de las imágenes y de los signos, que es el propósito de este libro. Por lo demás, Debord no habla de, ni insinúa, “el despliegue desmesurado de las industrias del entretenimiento, la omnipresencia de las pantallas en la vida cotidiana, el poder en apariencia absoluto de los medios de comunicación y la mera existencia del mundo virtual”; habla del espectáculo. Veamos cómo concebía el espectáculo y veremos que no vivimos en una sociedad de espectáculo. Iremos punto por punto, diferenciando en cada punto la representación (el espectáculo) de la imaginalización.

  1. El espectáculo se aparecía como una unidad. Lo imaginal no unifica, salvo de a momentos.

Lo primero que llama la atención al leer La sociedad del espectáculo, o al ver la película con el mismo título que hizo Debord en el ’73, es que él puede hablar del espectáculo como de un fenómeno único, en singular, y no en plural. El flujo de obviedad, en cambio, es un fenómeno plural. Es cierto que Debord dice que el espectáculo está internamente dividido, como buen dialéctico que es, pero el flujo de obviedad no está dividido, está pluralizado; no está organizado en dos polos, sino en muchos. No se puede pensar el flujo de obviedad dialécticamente, en unidad de contrarios, con dos polos unidos en su contradicción. Y así Debord en la película muestra muchísimas imágenes: mucha mujer desnuda, mucho western o película de guerra, o sencillamente imágenes de fábricas; hay también un momento en que aparecen Mao, Kissinger y Nixon dándose la mano, y así alguna que otra imagen más. Lo que asombra, visto desde hoy, es que él pueda ver toda esa dispersión de imágenes como unitaria. Así que lo primero que tenemos que decir es que ha cambiado el modo de pensar la imagen y se ve en acto que en 1973 se podía ver una dispersión de imágenes como unitaria; hoy una dispersión de imágenes se ve como una dispersión. “Hemos generado un universo heterogéneo de opiniones,” decía hace poco un mediólogo español.[3]

En este capítulo practico una indicación metodológica del historiador Lewkowicz que dice que para ver el cambio que se da en la historia, en las épocas, no podemos pretender conocer lo exterior al discurso y verlo cambiar, sino que podemos ver cómo cambian las lógicas discursivas o cómo cambian las concepciones, cómo cambia la forma de entender o construir el mundo, y ese cambio es lo que nos indica que algo en el mundo ha cambiado.

No existe ese tal fuera del mundo desde el cual podríamos describirlo. Nuestras categorías pertenecen a ese mismo mundo que cambia. No tienen el don trascendente de la observación. Habitan bajo la condición inmanente de la implicación. La alteración que analizan a la vez las altera […]

Nuestras categorías proceden del mismo campo en el que trabajan. Están sometidas también a la historicidad del devenir. No disponemos de mejor herramienta para captar el devenir que el devenir mismo de las herramientas. El historiador que piensa el cambio lo está pensando precisamente desde el cambio mismo. Pero además lo está pensando mediante el cambio de las herramientas pertinentes para comprender ese cambio.[4]

Retomando, entonces, tenemos una primera gran característica post-representacional de la dinámica imaginal, y es que es múltiple, es plural, que no puede pensarse como totalmente unida y tampoco como interiormente dividida, porque una división habla de dos y no de pluralidad.

El flujo imaginal es plural, ni unitario ni dividido. No tiene bordes, y por eso no hace todo, no hace uno. Porque, ¿dónde podríamos delimitarlo?, ¿en las emisiones televisivas?, ¿en las emisiones internéticas?, ¿en las interacciones con los celulares?, ¿en la internet de las cosas?, ¿en las instrucciones informáticas a la maquinaria fabril?, ¿en las bases de datos de tomografías computadas?, ¿en las de genomas humanos y animales?, ¿o en las instrucciones informáticas de compra y venta financieras? Cualquier borde que imaginemos está en continuo cambio cualitativo y cuantitativo. El espectáculo hacía la sociedad, pero la semiósfera imaginal, no.  La esfera semiótica imaginal es como la esfera de Pascal que refiere Borges en Ficciones: “una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.”

“El espectáculo se muestra a la vez como la sociedad misma, como una parte de la sociedad y como instrumento de unificación… Este sector está separado… La unificación que lleva a cabo no es sino un lenguaje oficial de la separación generalizada” (tesis 3).[5]

Pero además, el flujo imaginal no lleva a cabo ninguna unificación, pues promueve una gran dispersión de imágenes de todo tipo de elementos sociales (desde una mascota hasta un presidente, pasando por empresas, astituciones o yoes, además de coaliciones políticas o clubes de fútbol, y un heterogéneo etcétera). Al mismo tiempo, en su faz massmediática, la poca profundidad del armado imaginal permite simplificaciones que ofrecen unificaciones parciales (“la grieta kirchnerismo antikirchnerismo”, “el superclásico”, “la cuestión de fondo”, etc., pero también las simplificaciones que desmienten a las simplificaciones anteriores, como “la interna del kirchnerismo”, “la otra gran cuestión que se plantea acá es”, etc.). Esas unificaciones son desmentidas a su vez por la proliferación de imágenes que desborda las pantallas de mi celular. O sea que lo imaginal no unifica, salvo de a momentos y parcialmente. Es decir, unifica precariamente, de forma tal que la subjetividad no tiene ante sí un mundo integrado, salvo por simplificaciones que duran lo que dura como actualidad un “tema de actualidad” (se trate de las elecciones en EEUU., la pandemia o el cumpleaños de Messi).

 

  1. Debord hablaba de producción masiva, en serie. Hoy es producción posindustrial.

Debord postulaba que el espectáculo era el momento culminante de la producción capitalista. “El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social. La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible… La producción económica moderna extiende su dictadura extensiva e intensivamente”; tesis 41. Nosotrxs debemos postular que lo imaginal es el momento culminante de la circulación capitalista. Y también, que lo que extiende su dictadura es la financierización y que la imaginalización es un modo semiótico financiero, en el que los signos se multiplican infinitamente más rápido que sus referentes.

El objeto [mercancía] al que se supone un poder singular sólo pudo ser propuesto a la devoción de las masas porque había sido difundido en un número lo bastante grande de ejemplares para hacerlo consumible masivamente. (tesis 69)

Como se ve, estaba hablando de producción masiva y de consumo masivo, ambos industriales. Hoy la gran producción de imágenes (unas 100 millones de fotos diariamente subidas a Instagram[6]) es realizada por una bandada, un enjambre, de prosumidores (1480 millones en la misma red social[7]), prosumidores que suben cada unx sus fotos. Es producción pos-industrial: a cielo abierto y no en fábricas, a cielo abierto y no en estudios cinematográficos, cada unx por su propia iniciativa y no por orden de sus capataces, una millonada de productores de ejemplares únicos y no unos pocos productores de grandes cantidades.

 “Todas esas imágenes eran equivalentes, decían en forma pareja la misma realidad intolerable: la de nuestra vida separada de nosotros mismos, transformada por la máquina espectacular en imágenes muertas, frente a nosotros, contra nosotros.”[8] Así, lo que Debord muestra como carácter unitario, unificado, de la dinámica espectacular es su equivalencia, una equivalencia producida por la pertenencia del espectáculo a la sociedad de la acumulación (fabril) de capital. La dinámica imaginal también muestra una dinámica mercantil en las imágenes pero no la pensamos como realidad separada que está ante nosotros contra nosotros, sino como mercado de imágenes en el que cada elemento social (sea persona, mascota, institución o proyecto empresario) consigue una forma única de existir (aparentemente desigual a todas las demás, no-equivalente). La dinámica imaginal logra combinar la equivalencia general mercantil (pues todas las imágenes son digitales[9] y transmisibles por la red) y la unicidad de cada quién. No es producción serial sino producción particular. Particularización: aquí llamamos así a eso que produce unos (personas, empresas, perfiles en general) pertenecientes a la dinámica imaginal, únicos mas no singulares. De lo que se tratará entonces frente a la dinámica mercantil-imaginal es de singularizarse vía expresión, pero una singularización que no va, como en el caso del espectáculo, contra la producción en serie, sino más allá de la customización extrema que permiten las tecnologías mercantiles contemporáneas. Un perfil de Instagram, por ejemplo, permite personalizar o particularizar tu “identidad” mucho más que un documento nacional de identidad, pues es una colección de muchísimas fotos y no de una sola: te define mucho más, te hace mucho más único de lo que te hacía el DNI en tiempos estatal-nacionales (el dni de hoy es una imagen más que circula escaneada por la red junto a todas las otras). Esta unicidad es una particularización de cada yo, pero no una singularización; es un caso particular de la general dinámica imaginal, pero no una subjetivación. Y, como de subjetivación se trata, redondeemos diciendo que no es lo mismo subjetivarse a partir de una serie que a partir de una unicidad.

 

  1. El espectáculo era pasividad. La imaginalización es proactividad.

Como dice Rancière, “toda imagen [en la sociedad del espectáculo] muestra simplemente la vida invertida, devenida pasiva”.[10] Esto era válido para tiempos del espectáculo, para tiempos en que el espectador no era también un emisor. En tiempos de la imagen imaginal, en que todos somos espectadores y emisores, la imagen muestra una vida proactiva, no devenida pasiva, sino febrilmente entregada a hacer existir lo que sin circular por la esfera de la imagen no existiría.

“El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que ‘lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece’. La actitud que exige por principio es esta aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho por su forma de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia.” (tesis 12).

Lo imaginal no exige aceptación pasiva sino aceptación proactiva; esta proactividad no convierte en bueno lo que aparece sino que lo hace existir. (Por supuesto que hay continuidad en la aceptación: estamos hablando de dos regímenes de dominación ambos, dos regímenes semióticos capitalistas ambos. Si insisto en diferenciarlos es porque los escollos prácticos, subjetivos, que generan ambas aceptaciones son distintos.)

Detengámonos un momento en este adjetivo que se está usando tanto últimamente, “proactiva”/”proactivo”. El diccionario dice: “Del inglés proactive, creado por oposición a reactive ‘reactivo’”, y define: “Que toma activamente el control y decide qué hacer en cada momento, anticipándose a los acontecimientos. [Ejemplo:] persona, empresa proactiva.”[11] El diccionario Collins de inglés agrega una precisión: “tendiente a iniciar el cambio en lugar de reaccionar a los eventos.”[12] Pero en realidad la persona y la empresa proactivas, esto es, todas las que participamos del flujo imaginal, al anticiparse, reaccionan a los estímulos ambientales (imaginales) que reciben (o a la anticipación de su ausencia, como cuando una empresa difunde una promoción en redes sociales porque anticipa que de lo contrario recibiría baja demanda). De modo que la subjetividad proactiva se parece mucho a la hiperactiva, y  se opone a la pasiva y a la reactiva-refleja, pero también se opone a la activa, que no se anticipa sino que se singulariza, piensa, se expresa. La actitud proactiva que tanto se pregona en el mercantil mundo de hoy no solo es clave para el éxito mainstream: también es clave para evitar una actitud activa, inventiva, de encuentro, trama y expresión.

Es necesario ver que el hacer que llamamos imaginalización, a diferencia del hacer espectacular, trabaja en un nivel más óntico y menos moral. Más óntico: hace existir a los entes o elementos sociales. Menos moral: no convierte lo que aparece en bueno y en malo lo que no aparece, sino en existente todo ese flujo de apariciones sin restricciones. Que el espectáculo era restricción de las voces que pueden hablar se puede ver aquí: “Es la representación diplomática de la sociedad jerárquica ante sí misma, donde toda otra palabra queda excluida” (tesis 23).

Paremos un párrafo en esta cuestión del existir. Entramos en la dinámica imaginal para existir (“entramos” es una forma de decir pues es dudoso que estemos en algún momento fuera de ella), y no juzgamos negativamente que alguien quiera existir, que quiera ser alguien para les demás. Decimos que así es como la dinámica imaginal produce sujetos y mantiene capturados los sujetos que produce: porque en ella cada quién encuentra las miradas, los reconocimientos, que nos hacen existir. Justamente por eso nos captura: porque necesitamos constitutivamente existir. Justamente por eso, y porque no nos pide que dejemos de ser únicos, que su capacidad de captura es tanto mayor que la del espectáculo. Existir en la segunda fluidez es fácil (precario, pero fácil), a diferencia de la primera fluidez, cuando la sólida Mirada estatal-nacional había sido destituida y aun no había una red de miradas dispuestas a mirar nuestras imágenes.

 

Dice Rancière en una entrevista sobre el libro El espectador emancipado:

“No hay ninguna razón para suponer al espectador de televisión [o de teatro] como una víctima invadida e inundada por las imágenes que desfilan ante él. Tampoco hay razón para suponerle una lucidez particular. Es suficiente reconocer que quienes están frente a una pantalla no son animales de laboratorio sometidos a descargas de estímulos. No cesan de juzgar -explícita o implícitamente, con más o menos resignación o de combatividad- las imágenes y los comentarios que desfilan ante ellos.”[13]

Dos cosas para señalar. Por un lado, juzgar no es pensar; por otro, el espectador de hoy no es solo receptor; es también emisor. El espectador-emisor no cesa de juzgar en el sentido de que no cesa de opinar, y la opinión es reactiva o proactiva. Y en este sentido no está emancipado. Las opiniones contemporáneas son también imaginales, son imágenes de argumentos o imágenes de hipótesis o imágenes de enunciados morales, son interacciones con otras imágenes, y no son lo que propone Rancière en su artículo “El espectador emancipado”[14]: traducciones para les demás de algo no-sabido con lo que acabamos de encontrarnos. Él postula que la emancipación intelectual es producida por una comunidad de narradores y traductores,[15] pero les opinadores ­–subjetividad imaginal– no arman semejante común. Son muy (pro)activos, pero su actividad consiste en lanzar imágenes (visuales como emojis o verbales como comentarios), conectarse a imágenes, pero no en extraer consecuencias de sus intercambios y hacer trama.[16] El espectador o espectadora no se emancipan cuando emiten. Cuando emiten juicios, opiniones, imágenes que los conectan con otros juicios, opiniones, imágenes entran en la dinámica mainstream (y en el análisis de big data). Elles se emancipan cuando expresan un real o un encuentro real, y cuando un encuentro real se expresa (ver los capítulos sobre la expresión). Pero volvamos a la cuestión de la proactividad como dominación y no como emancipación.

“Los seudoacontecimientos que se presentan en la dramatización espectacular no han sido vividos por quienes han sido informados de ellos; y además se pierden en la inflación de su reemplazamiento precipitado a cada pulsación de la maquinaria espectacular… [La] vivencia individual de la vida cotidiana separada queda sin lenguaje, sin concepto, sin acceso crítico a su propio pasado que no está consignado en ninguna parte. No se comunica” (tesis 157).

En la dinámica imaginal cada individuo informa y comunica sus vivencias como si se apropiara del tiempo personal. La vivencia no queda sin semiotizar. Por supuesto, que se comunique no significa que se piense. Es más, la semiotización imaginal neutraliza la posibilidad de pensar, en parte por su velocidad y sobre todo porque convierte lo común, lo “entre”, en interacción entre elementos claros y distintos (yoes, cosas, instituciones, empresas, etc.), en contacteo y no en trama, en clonación/cancelación y no en encuentro.[17]

 

  1. La emisión de la sociedad del espectáculo era “sin réplica”. Hoy no hay espectador que no sea emisor y ‘respondedor’.

Ya citamos la tesis 12 (en el parágrafo anterior). Allí, en tanto instancia separada y modelo a la vez, el espectáculo era el «monopolio de la apariencia». La imagen  imaginal, en cambio,  es monopolio del aparecer, pero no de la apariencia. Que la imagen imaginal no monopoliza la apariencia significa que no hay interdicción instituida de ciertos contenidos para las imágenes que cualquiera puede agregar al flujo de obviedad. Que la imagen imaginal monopoliza el aparecer significa que el control de las prácticas llega por los procedimientos prácticos de imaginalización y no por los contenidos: esos procedimientos prácticos son los que operan lo que se llama “formateo”: la imagen que emite una institución o un yo debe tener el formato .jpg o .png (o cualquier formato basado en ceros y unos, binario). La pintura hecha por una pintora no puede circular por la esfera imaginal como cuadro sino como archivo .jpg (o el formato binario que fuere). Sea un cuadro, una escultura, una institución o un yo, para aparecer debe descomponerse y recombinarse como ceros y unos. El monopolio imaginal del aparecer opera esa reducción, pero también otra más: la cosa imaginalizada deberá conectar con otras cosas imaginalizadas (si no recibió un “me gusta” o un “comprar” o un comentario o un meme, entonces no ocurrió, no existe). Este aparecer, como se ve, es, a diferencia del aparecer “sin réplica” propio del espectáculo, un aparecer con respuestas. En este aparecer, en esta dinámica imaginal, no hay un monólogo como había en la sociedad del espectáculo; hay una multitud de voces emitiendo que no dicen nada cualitativamente nuevo o distinto (a menos que se encuentren, expresen el encuentro e inventen efectivamente otra voz, una voz singular). La dinámica imaginal nos toma por los procedimientos y la temporalidad, que no pone el prosumidor, más que por los contenidos, que sí pone el prosumidor, a diferencia del espectador.

La emisión imaginal podría sí considerarse espectacular en el sentido de que busca llamar la atención, pero en este sentido hay tantos espectáculos como emisores. “Todos somos espectáculo, incluso sin quererlo.”[18] No hay hoy un espectáculo ni unificado, ni único, ni uno.

En cambio, la emisión de la sociedad del espectáculo era una, “monopolio de la apariencia”. Hoy vivimos en una multiplicidad de la apariencia con monopolio de los procedimientos del aparecer (son procedimientos imaginales, y en realidad no hay uno solo, pero lo importante es que la dominación no pasa por el contenido sino por el procedimiento). En el espectáculo, lo que nos dominaba era que estábamos sometidos a recibir una homogeneidad de contenidos. En la dinámica imaginal, lo que nos domina es que estamos sometidos a establecer una homogeneidad de relaciones (relaciones precarias, o contactos) con les otres, con las cosas, con los signos en general.

 

  1. El espectáculo era una instancia separada. Lo imaginal no.

Lo imaginal no está separado. Es inmanente a lo social. El espectáculo tenía su epítome en el cine: esa gran pantalla separada ubicada fuera de casa. En 1967 ni siquiera estaba el espectáculo del videocassette, que disminuyó un tanto la distancia entre el espectador y la pantalla. De todas formas, ni el cine ni el videorreproductor producían lo que produce lo imaginal: un espectador que es también un emisor, un consumidor de imágenes que es también un productor (un “prosumidor” es la palabra adecuada), y una imagen que no está allá arriba, como en el cine, o allí adelante, como en la TV, sino al lado nuestro y entre nosotrxs, dándole un signo (más bien, muchos signos) a la relación que tenemos con cada par. “En el espectáculo una parte del mundo se representa[ba] ante el mundo y le [era] superior” (tesis 29, subrayado mío). En la imagen imaginal un elemento del mundo se conecta con otros elementos del mundo y le es paritario (por ejemplo, TikTok me conecta con el jefe de gobierno de mi ciudad desayunando).

“El espectáculo [era la] ocupación de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna” (tesis 6). Lo imaginal, en cambio, está dentro de la producción contemporánea, sea como “infoproducción”,[19] donde los signos producen signos o las máquinas son movidas por signos, sea como contacteo, donde los signos conectan personas.

Lo espectacular estaba en un tiempo separado, luego y no durante el trabajo. Esta idea se refuerza en la tesis 153: “La imagen social del consumo del tiempo, por su parte, está exclusivamente dominada por los momentos de ocio y de vacaciones, momentos representados a distancia y postulados como deseables como toda mercancía espectacular…”.

La tesis 12 (ya citada en parágrafo 3), que decía que el espectáculo se presentaba como una enorme positividad indiscutible e inaccesible, es una buena frase para mostrar que el espectáculo era una instancia separada. El libro de Debord no usa ni una vez la palabra «superestructura», y en este sentido es una primera contribución a pensar lo semiótico inserto en el mismo campo de lo social. Por ejemplo, cuando en la tesis 15 dice «Como adorno indispensable de los objetos hoy producidos, como exponente general de la racionalidad del sistema, y como sector económico avanzado que da forma directamente a una multitud creciente de imágenes-objetos, el espectáculo es la principal producción de la sociedad actual.» Pero esta contribución del libro no es consumación del fin de lo semiótico como instancia separada ni como inmanencia que se separa y se convierte en instancia-modelo. En tanto separado, en tanto «producción separada» (tesis 25) el espectáculo es instancia ‘superestructural’. En tanto modelo, el espectáculo es unificado y unificador; es ideología (fenómeno este que, como sabemos, los marxistas ubicaban en la superestructura). Así, en la tesis 36 decía que “en el espectáculo el mundo sensible se encuentra reemplazado por una selección de imágenes que existe por encima de él” (subrayado mío).

En el siguiente pasaje volvemos a ver el espectáculo como modelo:

“[El espectáculo] no es un suplemento al mundo real, su decoración añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante. Es la afirmación omnipresente de la elección ya hecha” (tesis 6).

La esfera de las imágenes  imaginales  no es un modelo (y en tanto modelo, una esfera apartada del relacionamiento social) sino que está en la inmanencia del relacionamiento social mismo. Las personas no solamente nos relacionamos con la mediación de las imágenes (como en el espectáculo debordiano: tesis 4) sino que nos relacionamos en tanto imágenes. En la esfera imaginal contemporánea, las cosas, las personas, los grupos y las instituciones no podemos conectarnos si no somos imágenes. En este sentido, la esfera imaginal, el flujo de obviedad, es el corazón del realismo y no del “irrealismo” de «la sociedad real». No es, como en el espectáculo, que las imágenes sean dobles de las personas autonomizados de las mismas sino que, en la segunda fluidez, las personas son imágenes. Debord puede decir que “todo lo que era vivido directamente se aparta en una representación” (tesis 1) y así entonces entendemos que, en el espectáculo, las personas que habían sido vividas directamente se apartaban en una representación. Hoy, en la esfera imaginal, las personas (o el elemento social que sea) no se apartan en una representación sino que se aproximan en una imagen, pues están constituidas imaginalmente. Seamos claros: puede que en su constitución busquen remedar algún modelo, pero además y antes de la aspiración que persiguen, son hechos, datos, de nuestras circunstancias.

 

  1. El espectáculo era una ideología. La imaginalización no.

“Forma y contenido del espectáculo son de modo idéntico la justificación total de las condiciones y de los fines del sistema existente” (tesis 6). “El espectáculo es la ideología por excelencia porque expone y manifiesta en su plenitud la esencia de todo sistema ideológico: el empobrecimiento, el sometimiento y la negación de la vida real” (tesis 215).

Lo imaginal no es justificación. No cumple funciones ideológicas. Lo imaginal no determina los contenidos de la conciencia (mientras que “el espectáculo no [era] nada más que el sentido de la práctica total de una formación socio-económica”; tesis 11). Si la imaginalización neutraliza una singularización posible no es tanto por ‘lo que te pone en la cabeza’ sino por el modo en que te relacionás con los signos (modo imaginal o precario) o, mejor dicho, por el modo en que relaciona a los signos entre sí (incluido vos o yo, que somos signos).

En el siguiente pasaje volvemos a ver el espectáculo como ideología:

“La sociedad portadora del espectáculo no domina solamente por su hegemonía económica las regiones subdesarrolladas. Las domina en tanto que sociedad del espectáculo. Donde la base material todavía está ausente, la sociedad moderna ya ha invadido espectacularmente la superficie social de cada continente.Define el programa de una clase dirigente y preside su constitución. Así como presenta los seudobienes a codiciar ofrece a los revolucionarios locales los falsos modelos de la revolución” (tesis 56).

El espectáculo –como buena ideología– dominaba imponiendo contenidos. El dispositivo imaginal no impone contenidos, sino formato: el formato de la burbuja donde cada une encuentra los contenidos que le placen, el formato del aislamiento, que es a la vez el de la interacción.

Además, el espectáculo, como buena ideología, mentía: “Cada nueva mentira de la publicidad [era] también la confesión de su mentira precedente” (tesis 70). Lo imaginal, en cambio, no miente. Performa, hace existir, configura. Por eso es posible la pos-verdad. Por supuesto, las imágenes de un plato de comida tienen un toque de “efectos especiales” o “filtros” que lo hacen más apetecibles o los videos de una noticia tienen simplificaciones, tropos y clichés que los hacen más fácilmente decodificables, pero eso no significa que mientan sino que son los requisitos del fluir de la obviedad: que los elementos semiotizados con imágenes imaginales conecten más fácilmente con otros elementos así semiotizados. Si la conexión da existencia, lo que facilita la conexión no miente sino que da consistencia a esa existencia.

 

  1. El obstáculo del espectáculo y el de la imaginalización.

 “La crítica que alcanza la verdad del espectáculo lo descubre como la negación visible de la vida” (tesis 10).

“El espectáculo es el reflejo fiel de la producción de las cosas y la objetivación infiel de los productores” (tesis 16).

“Solo se permite aparecer a aquello que no existe” (tesis 18).

“Concentrando en ella la imagen de un rol posible, la vedette, representación espectacular del hombre viviente, concentra entonces esta banalidad” (tesis 60).

El espectáculo te representaba allí arriba y te devolvía una imagen de vos enajenada de vos (porque en realidad no te ves a vos sino a un modelo de vos: Cary Grant, John Wayne, Marilyn Monroe, Sofía Loren, “la vedette”, etc.). “La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa” (tesis 30). La imaginalización, en cambio, te muestra en tu autoevidencia (la foto que te tomás o te toman es obviamente tuya). Así, la imaginalización no te representa; en cambio, te saca de la situación: ¿estoy charlando con Agustín, a quien tengo enfrente?, ¿o estoy charlando con Carolina, a quien le envío una selfie de Agustín y yo?, ¿o estoy charlando con el campamento donde está mi hijo, que me manda una foto de él ahí? Un eslogan de Claro remataba, precisamente “todos juntos, todo el tiempo, en todas partes”. ¿Dónde estoy? Y, quizás más importante: ¿dónde me constituyo? Y, quizás más importante: ¿dónde nos constituimos? El diálogo que nosotros hace, ¿cuáles de nosotros lo estamos haciendo?

La representación espectacular concentraba las miradas y el sentido; la autoevidencia imaginal, en cambio, dispersa la existencia. Son obstáculos diferentes. Pero sigamos:

“La alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas” (tesis 30).

Nosotros tenemos otro problema: que los gestos de la persona “activa” son imágenes desde el vamos, y que no son del doble que la representa, sino del yo imaginal. El dispositivo imaginal es productor de elementos sociales, que así nacen ya imaginalizados. Entre estos elementos está el yo. Un yo llega a existir en tanto ‘se deja’ semiotizar imaginalmente. Pero en esta semiotización, en ese proceso que la semiotización es, el yo no es pasivo (por eso pusimos “se deja” entre comillas): el yo (o la cosa o la institución o el grupo o la empresa o la mascota) emite imágenes de sí que conecten con otras imágenes de otros síes, para llegar a ser alguien entre lxs demás. Los elementos son proactivos: ante la posibilidad de no existir o de dejar de existir, reactúan emitiendo o gusteando. Esta autoconstitución imaginal de los unos que son los elementos sociales hace que el flujo imaginal no sea exterior como lo era el espectáculo y que, al contrario, el flujo pase por la “interioridad” de cada elemento social. Por eso el prosumidor encuentra su lugar en todas partes, y no puede habitar ninguna situación o ningún vínculo concreto (no puede si mantiene los automatismos imaginales; logrará habitar una situación o vínculo cuando componga –y se componga en– un proceso de expresión).

También hay que decir que el elemento social prosumidor no contempla. Vive –o siente que vive, o constata que vive¬– en tanto y en cuanto imaginaliza. Debord podía decir del individuo de su tiempo que estaba “absolutamente separado de las fuerzas productivas” (tesis 42). El individuo (o elemento social que fuere) de nuestros días está imbricado en las fuerzas productivas de imágenes. Su aislamiento (no su separación) no es producto de estar separado de los medios de producción sino de estar conectado con otrxs productores gracias a los medios de producción imaginales.

El problema que nos plantea lo imaginal no es, como en tiempos de la sociedad del espectáculo, lo que nos quita (por separación o alienación) sino lo que nos da (por producción), ni es lo que nos manda (según modelos como los del espectáculo) sino lo que nos permite ser (yoes en interacción con otros yoes y muy raramente –en desvíos-subjetivación– elementos de agenciamientos). Hoy el problema no es la desposesión de los medios de producción  sino la desposesión del criterio de existencia y de los procedimientos para satisfacerlo y hacerlo durar y tener certidumbre.

Pero insistamos: hoy la vida ocurre en la semiósfera, pues las imágenes imaginales son constitutivas. Que ocurra fuera de los signos imaginales, que ocurra como semiosis expresiva, depende de un trabajo colectivo.

Como sea, lo imaginal es vida (o está imbricado en la vida), y no es negación de la misma. Lo que podemos afirmar es que es negación de la potencia y su expresión, pero la vida precaria que vivimos, la vida mainstream, se vive en y con las imágenes imaginales, se vive imaginalizándola. Del prosumidor imaginal no se podría escribir una paráfrasis de la tesis 30; no se podría decir: “La exterioridad de la dinámica imaginal respecto del hombre proactivo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa.” Nuestras vidas contemporáneas no están a salvo de la dinámica imaginal gracias a ser exteriores a ella como la vida del espectador era exterior al espectáculo.

El espectáculo era separación y negación de la vida. En tanto la negaba se separaba de ella; en tanto se separaba de ella la negaba. Negación y separación confluían para representarla, o alienarla (alienación que se formulaba así: “en el espectáculo el mundo sensible se encuentra reemplazado por una selección de imágenes que existe por encima de él y que al mismo tiempo se ha hecho reconocer como lo sensible por excelencia”; tesis 36, o así: “hecho social alucinatorio”; tesis 217).

En breve, el espectáculo te representaba, te negaba y alienaba; la imaginalización te constituye.

 

  1. El espectáculo era representación. La dinámica imaginal, no.

Es la más vieja especialización social, la especialización del poder, la que se halla en la raiz del espectáculo. El espectáculo es así una actividad especializada que habla por todas las demás. (tesis 23)

“El lado contemplativo del viejo materialismo que concibe el mundo como representación y no como actividad –y que idealiza finalmente la materia– se cumple en el espectáculo” (tesis 216, subrayado mío).

La emisión imaginal, a diferencia de la espectacular, no requiere especialización (aunque haya especialistas que venden sus servicios, como por ejemplo los community managers o los asesores de imagen o los programadores, la especialización no es un requisito para la emisión). Así es que la emisión imaginal es una actividad que no habla por las otras actividades sociales sino que es una en la que hablan todas las actividades sociales. En este ‘hablar’, en este imaginalizarse, se semiotizan, se conectan, se configuran y llegan a existir como tales actividades. Semiotizarse es existir, y para semiotizarme y existir necesito auto-imaginalizarme.

El espectáculo, que habla por las otras actividades sociales, es representación. La imaginalización, que es un hablar en el flujo de signos, es pos-representacional.

 

  1. El espectáculo era un centro y lo imaginal es una esfera sin límites.

“Lo que liga a los espectadores no es sino un vínculo irreversible con el mismo centro que sostiene su separación.” (tesis 29)

“Según las necesidades del estadio particular de miseria que desmiente y mantiene, el espectáculo… no es más que una imagen de unificación dichosa, rodeada de desolación y espanto, en el centro tranquilo de la desdicha” (tesis 63).

“El tiempo del consumo de imágenes es de modo implícito el campo donde se ejercen plenamente los instrumentos del espectáculo y el fin que estos presentan globalmente como lugar y como figura central de todos los consumos particulares” (tesis 153).

Se ve que el espectáculo, a diferencia del flujo de obviedad, era un centro para el mundo en el cual operaba. El flujo de obviedad es en cambio una semiósfera que nos inunda, una infinita esfera de signos “cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna”. Podemos estar pendientes de él pero no funciona como eje vertebrador. Y lo que nos liga a les otres imaginalizadores no es la mediación de ese centro difuso sino la interacción paritaria directa.

 

 

 

 

 

La misma foto de la tapa del libro La sociedad del espectáculo muestra a muchos espectadores mirando una misma pantalla, pantalla que funciona como centro de esa sala de cine. En cambio, la foto elegida como tapa de la revista mexicana Acta educativa de setiembre de 2020, en un número también titulado “La sociedad del espectáculo”, muestra a una sola espectadora mirando muchas pantallas.[20] Esa espectadora no tiene un centro al que mirar; solamente podemos decir que no puede no ver alguna pantalla, que está forzada a verla, pero no sabemos cuál verá y qué verá y podemos presumir que no se limita a ver imágenes en pantallas sino que emite las propias. Pero limitémonos a lo que dice esta foto de esa revista, esta fuente de época: no hay centro visual en la dinámica imaginal, y el o la espectadora está sola. No podría haber muestra más clara de la diferencia entre un funcionamiento semiótico y otro, entre el funcionamiento espectacular y el imaginal, respectivamente. A veces las condiciones hablan a través de las fuentes de época y a pesar de la continuidad que presuponen sus autores.

Pero no sólo el espectáculo era central para les espectadores: además tenía internamente un centro: la “vedette” (tesis 60, ya citada).

 

  1. El espectáculo generaba olas de entusiasmo por ciertas mercancías. Lo imaginal, también, pero ahora el yo también es una mercancía.

“Olas de entusiasmo por un determinado producto, apoyado y difundido por todos los medios de información, se propagan así con gran intensidad” (tesis 67).

Lo que no había aun en 1967 es cada quién funcionando como yo-marca, como producto que, apoyado y difundido por todos los medios de información a su alcance, busca reconocimiento y entusiasmo.

El único uso que se expresa [en el espectáculo] también es el uso fundamental de la sumisión (tesis 67).

El espectáculo era valor de cambio casi puro, como lo es hoy lo imaginal. Un uso que no había en el espectáculo es el uso “reconocimiento-de-sí”. En la dinámica imaginal cada yo-marca encuentra en su propio intercambio el uso del reconocimiento. Es fundamental percibir que nuestro apego a la dinámica del intercambio imaginal tiene que ver con su usabilidad fundamental: a través del reconocimiento que allí encontramos, a través del narcisismo que allí nos riega, nos hace existir a cosas y personas.

Se trata de una producción de yoes a cielo abierto. En los ’60, en cambio, el yo se producía en dispositivos de encierro como la familia y la escuela.

  1. La estrategia política de la crítica del espectáculo era distinta a la de hoy.

El mismo momento histórico en que el bolchevismo [“dirección exterior del proletariado”] ha triunfado por sí mismo en Rusia y la social-democracia ha combatido victoriosamente por el viejo mundo marca el nacimiento acabado de un orden de cosas que es el centro de la dominación del espectáculo moderno: la representación obrera se ha opuesto radicalmente a la clase (tesis 100).

Acá encontramos el carácter estratégico de la crítica del espectáculo: no se trata de estudiar o comprender cómo funciona la sociedad del espectáculo porque se tengan fines de erudición sino porque la clase que debía devenir “la clase de la conciencia histórica” (tesis 74) no lo había logrado en cien años. El espectáculo era el impedimento para ese devenir y la crítica del mismo contribuía a despejarle el camino.

Hoy nuestro problema no es el mismo, pues la clase obrera se ha desdibujado como clase con las transformaciones del capitalismo de los últimos 50 años y porque el proyecto de Marx (o, mejor dicho, el proyecto que Debord lee en Marx) de una clase que se hace con el poder transformándose en la clase de la conciencia se ha mostrado una veleidad entre creyente y omnipotente. La dispersión de los productores del capitalismo contemporáneo no muestra un sector social compacto como el antiguo sector fabril en condiciones de convertirse en sujeto unificado (y “la clase” debe ser un sujeto moderno para poder ser la clase de la conciencia).

Bien. La dificultad central para Debord es que “la representación obrera se ha opuesto radicalmente a la clase” y esa dificultad u “orden de cosas” hace de “centro de la dominación del espectáculo moderno”. Es decir, el obstáculo estratégico en La sociedad del espectáculo es la representación  –y la alienación que conlleva. Nuestro obstáculo es otro, tanto en condiciones como en sujetos. Nuestro obstáculo es que no está claro cuál es la estrategia que debe encarar no se sabe qué sujeto en las precarias condiciones contemporáneas. A veces el sujeto es un movimiento antiminero; otras, un movimiento piquetero; otras, ninguno; otras, un movimiento de derechos humanos; otras, un movimiento feminista; otras, un movimiento artístico (y la enumeración puede seguir); otras, redes barriales que no son movimientos.[21] Cada uno de estos movimientos plantea, en su devenir, la estrategia adecuada al movimiento (vemos en otro capítulo la estrategia del movimiento de derechos humanos argentino en su dimensión semiótica). En todo caso, el sujeto del movimiento no viene cantado como venía para Debord, y ello hace que el obstáculo se determine en situación, en interioridad (será obstáculo lo que obstaculice el despliegue del movimiento de que se trate). Antes de que un movimiento produzca la cohesión y la composición de su proceso, solamente hay dispersión, precariedad, aislamiento.

Entonces sí podemos pensar que hay un obstáculo general que nos disuade de hacer nosotrxs, nos disuade de emprender la actividad configurante del nosotrxs: el conjunto de condiciones dispersas que llamamos segunda fluidez. En su dimensión semiótica, la segunda fluidez se presenta como obstáculo general imaginal, y no como espectáculo. El obstáculo general imaginal no nos separa de lxs demás por representación, como el espectáculo, sino por conexión. La imaginalización es, en este sentido, la producción de una dispersión conectada. Y la expresión, una producción de un nosotrxs.

La crítica del espectáculo era unitaria. “La organización revolucionaria no puede ser más que la crítica unitaria de la sociedad, es decir, una crítica que no pacta con ninguna forma de poder separado, en ningún lugar del mundo” (tesis 120). La producción de cohesión de la expresión, en cambio, es una crítica situacional, y las diversas expresiones, como los diversos movimientos, no se unifican en un todo coherente, pues son una pluralidad. Como señala siempre Miguel Benasayag, los diferentes planteos anticapitalistas no son com-posibles (no son ni componibles ni posibles a la vez).[22]

La crítica del espectáculo era una toma de conciencia, pues esa era la tarea histórica del proletariado. Las críticas que hacen muchos de los movimientos de hoy no son tomas de conciencia sino “tomas de cuerpo”, tanto en el sentido de que el movimiento cobra cuerpo como en el sentido de que les protagonistas de cada movimiento se apropian de sus cuerpos (feminismos) o se incorporan a la naturaleza (ecologismos) o a la ciudad (movimientos de inquilinos o de urbanización de villas).

Volvemos a encontrar el carácter estratégico de la crítica del espectáculo en la tesis 120: “La organización revolucionaria [los consejos obreros] no puede reproducir en sí misma las condiciones de escisión y de jerarquía de la sociedad dominante. Debe luchar permanentemente contra su deformación en el espectáculo reinante.” Se ve que La sociedad del espectáculo está para alertar del riesgo que corre un sujeto, el proletariado, de verse alienado en el espectáculo de todas las maneras analizadas antes (separación, alienación, moralización). La crítica del espectáculo es el dispositivo necesario para evitar que el proletariado se aliene en una imagen espectacular “deformante” y evitar que deje de ser sujeto revolucionario para ser mera clase obrera alienada. No han faltado (y seguirán sin faltar) aquelles que quieran aplicar una u otra de las irresistibles sentencias de Debord a otras estrategias menos políticas, más académicas o periodísticas, que suelen presentarse como trabajos sin estrategia (sólo declaran querer conocer o informar u opinar), sin asociación con un movimiento subjetivo. Pero como nuestro trabajo sí se declara culpable de tener una estrategia, dice que la crítica del espectáculo es ineficaz para los movimientos de subjetivación de la hora. Los movimientos subjetivos, en nuestras condiciones de segunda fluidez, no tienen por tarea tomar conciencia de una realidad dada desde el vamos sino producir el común que su singular encuentro teje. El obstáculo para realizar la tarea  no es –como era para el proletariado– una espectacular imagen deformante sino una dispersa imagen particularizante que limita los encuentros a interacción y disuelve el común. Por eso es tan importante en este libro el pensamiento de un procedimiento semiótico que vaya más allá de esa particularización y que exprese lo común (un común que se produce al encontrarse y al expresar el encuentro).

La estrategia de la elucidación de la imaginalización es la de cada encuentro-movimiento.

 

  1. El espectáculo era “falsa conciencia” del tiempo. La imaginalización es vivencia del tiempo.

“El espectáculo, como organización social presente de la parálisis de la historia y de la memoria, del abandono de la historia que se erige sobre la base del tiempo histórico, es la falsa conciencia del tiempo” (tesis 158).

La temporalidad del flujo de obviedad no es falsa conciencia del tiempo. Tampoco es verdadera conciencia del tiempo, porque la temporalidad del flujo de obviedad es vivencia, y no conciencia. Nuestra temporalidad es la vivencia de que el presente se nos escurre tanto como de que al presente lo perseguimos como si persiguiéramos arrebatadamente una ventana de oportunidad que en cualquier momento puede cerrársenos. Como en las inversiones financieras, el prosumidor debe hacer “su” juego en el momento preciso, con ese vértigo entre dos abismos: el de perder la oportunidad y el del riesgo de haber invertido mal. Pero hay más, pues el flujo imaginal nos hace vivenciar el tiempo a la vez como incertidumbre del futuro. No sé qué imágenes serán presente la semana próxima, o mañana, o dentro de una hora. El presente que tan frenéticamente construí emitiendo imágenes (o, mejor dicho, emitiendo signos imaginales en general) se me puede derrumbar con las imágenes por venir (una pandemia, un “visto” que me clavaron, un cajoneo de un proyecto de ley de alquileres más favorable al inquilino, etc.).

Frenesí, abismos del presente, incertidumbre del futuro: tal la vivencia de la temporalidad en la segunda fluidez. Si nos restringimos a la dimensión que atiende este libro, diremos que tal es la vivencia de la temporalidad en la semiosis imaginal. Pero hay más, pues también está, en esta temporalidad que no es la que vivía Debord, el accidente, ese que, explica Virilio, es inhabitable. Los accidentes que ocurren en nuestros tiempos y derrumban el presente que habitamos, muestran sensiblemente que todo presente que construyamos es precario. El tiempo de hoy se vivencia como precariedad, y no sencillamente como velozmente escurridizo. 

 

  1. El espectáculo estaba garantizado por el Estado-nación. Lo imaginal es una dinámica sin suelo simbólico-institucional.

“El estructuralismo es el pensamiento garantizado por el Estado, que piensa las condiciones presentes de la «comunicación» espectacular como un absoluto” (tesis 202; subrayado en el original). Los lugares de emisor y de receptor en la comunicación que postulaba Jakobson eran ciertos en la comunicación espectacular.  Ahora bien, esta agregaba una característica: la irreversibilidad de los lugares de emisor y de receptor (característica ausente, por lo demás, de la comunicación imaginal). Esta estructuración fija de la comunicación espectacular solo puede ser garantizada por una metaestructura como la estatal-nacional (reinante cuando escribía Debord). Ese suelo metaestructural es la condición ausente en la fluidez, tanto la primera como la segunda.

El sistema de lugares estructurales de la comunicación espectacular estaba garantizado por el Estado-nación. La dinámica imaginal es una en que la comunicación no tiene suelo simbólico-institucional que permita garantizar estructuras.

 

  1. Balance de una lectura.

I.

No hicimos una lectura comunicacional ni estética ni de estudios visuales, ni filosófica ni epistemológica. Hicimos una lectura historizadora. Queríamos ver si podíamos, leyendo un libro-emblema, situar la sociedad de espectáculo y mostrar que es algo del pasado. Para la estrategia de este libro, es crucial mostrar que lo imaginal no hace sociedad, no hace uno, y que tampoco representa. Hoy no hay ni espectáculo ni sociedad ni representación y por eso leemos la mejor crítica de la sociedad de representación que conocemos, para ver claramente cómo nos creemos que funciona lo imaginal. Lo imaginal se nos aparece como lo espectacular, pero es otro conjunto de prácticas. Este otro conjunto de prácticas requiere ser pensado sin suponerle lo uno y la representación, que es lo que supone La sociedad del espectáculo.

Insistamos: no estamos diciendo que Debord estaba equivocado. Estamos diciendo que estaba acertado y que, porque lo estaba en 1967 ó 1973, en tiempos de capitalismo industrial y tecnologías de la información y la comunicación cinematográficas-televisivas-radiales, no lo está en tiempos de capitalismo financiero y tecnologías de la información y la comunicación convergentes reticulares.

Ahora bien, si la dinámica imaginal no representa, ¿eso significa que es una dinámica presentativa? Depende de cómo concibamos la presentación. Presenta elementos en tanto los constituye y los hace circular sin hacerlos pasar por una instancia ‘supra’ y central que medie entre ellos. Pero no presenta elementos en el sentido badiouano de “presentación”. Badiou, en El ser y el acontecimiento, concibe una presentación que tiene por lo menos las siguientes características: tiene bordes (pues puede siempre organizarse como un conjunto), tiene orden (pues es efecto de la “cuenta por uno”), tiene representación (pues el conjunto de lo presentado tiene subconjuntos, es decir, hay “cuenta de la cuenta”). Era ley, entonces, que donde había presentación hubiera representación. En este sentido, la dinámica imaginal no es presentación, porque nada dice que la cuenta por uno que hace vaya a ser, a su vez, contada.

Esta condición de la dinámica imaginal redunda en la incertidumbre de la existencia que produce. Porque el signo que somos vos o yo puede conectar con algunos “me gusta” y ser retwiteado por otros perfiles, pero, ¿en qué instancia queda sabido? Los gusteos y los retwiteos de vos o yo pueden funcionar como miradas, pero, ¿en qué mirada trascendente quedan vistos? En ninguna. Por eso, porque no quedan vistos más allá de unas ocasionales vistas, los elementos imaginales no quedan inscriptos en una trascendente Vista (como la que tenían un Padre o una Patria o un Dios). (Y el Big data no es una mirada trascendente, debemos apurarnos a aclarar). Así, los elementos imaginales no quedan instituidos.

Entonces, si la dinámica imaginal no presenta ni representa, y tampoco es un acontecimiento, ¿qué hace? Imaginaliza. Se hace necesario el neologismo “imaginalización” para nombrar una particular forma histórica de construir realidad, una forma de semiosis específica.

II.

La diferencia cualitativa entre la imaginalización y la representación es que la representación siempre era hecha por Otro (el Estado, el Padre, el espectáculo, la ciencia, el sujeto de conocimiento, etc.), mientras que la imaginalización es auto-imaginalización. Hemos insistido suficientemente en ello a lo largo de este capítulo diferenciador o historizador. Una de las apuestas de este libro es que aun así la imaginalización es una semiosis heterónoma: aunque la haga esa persona institución o grupo que será semiotizado, la imaginalización evita o disuelve la autonomía. Vos o yo o les papis del cole o el emprendimiento de empanadas nos auto-imaginalizamos pues así llegamos a ser, pero en ese llegar-a-ser perdemos la posibilidad de componernos y la de usar los signos para pensar (pensar aquí sería ese proceder semiótico que altera la forma en que la realidad y la subjetividad están construidas o semiotizadas, se trate de ensayo, arte, ciencia u otra cosa, y que en este libro llamamos expresión).

El hecho de que cada sujeto se constituya a través de su propia imaginalización tiene una consecuencia profunda y duradera: la crisis de la representación no es pasajera. Un sujeto auto-imaginalizado no admitirá ser hétero-representado; puede conectar con los que por un atavismo llamamos representantes, pero conexión no es representación, incluso si la conexión se da a través de un voto. Ese “no admitirá” no es una opinión contraria que publicará sino una imposibilidad lógica de su constitución.

Reunamos las características de la imaginalización que fuimos encontrando al contrastarla con el espectáculo. Es una semiósfera sin bordes y sin centro, plural y no unitaria como era el espectáculo. Es una producción particular, única, y no serial, dispersa, y no centralizada como era el espectáculo. Es una actividad reactiva (proactiva y no pasiva como era el espectáculo). Es una esfera que está en el mismo plano de inmanencia que lo semiotizado, y no una instancia separada como era el espectáculo. Es una esfera en la que hay tantos centros como yoes, que se construyen como mercancías publicitadas, y no por identificación con una “vedette”, como ocurría en el espectáculo. No impone contenidos como una ideología (caso del espectáculo) sino que impone formatos de producción y circulación de imágenes. Constituye cosas y personas como imágenes y no cubre con dobles espectaculares. Es un gran dispositivo heterónomo, pero no porque restringe los contenidos (aunque a veces los restrinja) sino porque monopoliza los procedimientos de obtención de existencia. La política que la cuestiona se practica en la interioridad de cada encuentro o movimiento y no, como en tiempos de espectáculo, en la toma de conciencia de la clase obrera.

III.

Es necesario operar una distinción más para caracterizar la imaginalización. Decíamos que la imaginalización no representa porque no hay una instancia trascendente que nos sepa. ¿Qué tal si la instancia trascendente considerada ahora fuera la conciencia moderna? Ignacio Lewkowicz fue el primero en plantear que el pensamiento en fluidez se altera y postuló un “pensamiento sin conciencia” (en el capítulo final de Pensar sin Estado, un capítulo muy poco frecuentado, quizás por la radicalidad de su planteo), un pensamiento que no operaba por representación. Luego, debemos preguntar: si la dinámica imaginal no es representacional, ¿entonces es el pensamiento sin conciencia de la primera fluidez?

Repongamos breve y parcialmente su argumento. La conciencia del sujeto moderno era una superficie de pensamiento y experiencia. Por ella fluían pensamientos, pero ella misma no fluía. Si podía no fluir, era gracias a dos artificios del modo estatal-nacional de producción de realidad (o semiosis sólida): por un lado, la institución de las cosas como objetos; por otro, la conciencia de la conciencia, o sencillamente autoconciencia. La institución de los objetos daba lugar al “sistema de lo sólido”, pues permitía a la conciencia posarse en ellos y así no fluir;[23] la autoconciencia, por su parte, pensaba a la conciencia como sujeto soberano de los pensamientos (p. 238). Se ve: la representación era lo que fijaba la superficie de la experiencia moderna (con la representación de las cosas como objetos y con la representación de la conciencia como soberana); la representación era lo que se agotó al llegar la fluidez.

Al advenir la primera fluidez, ese “sistema de lo sólido”, esa forma de pensar los pensamientos y la experiencia, se derrumbó. Si los pensamientos fluían por la conciencia pero la conciencia no fluía, eso significaba que el flujo tenía orillas desde donde decir “todo fluye menos el yo”. Con la fluidez desembocábamos en el océano sin orillas. Lewkowicz plantea entonces un problema de subjetivación: ¿cuál será, en fluidez, la superficie de pensamiento y de experiencia si no es la conciencia? Imposible nombrarla a priori, dice, pero su ocurrencia será contingente. Puede ocurrir o no. “El órgano de la contingencia… se articula cuando se articula” (p. 245). Ese “órgano” contingente, esa “superficie”, por no tener autoconciencia, ya no podía llamarse “conciencia”. ¿Cómo se llamará? “Su nombre depende del modo en que esa superficie, en una operatoria contingente, se determina a sí misma.”  (p. 246).

Hasta aquí el argumento de Ignacio Lewkowicz. Corría la primera fluidez y no existían aun las redes sociales como Facebook o Instagram, ni los Smartphones. No existía aun el modo imaginal de construir el mundo. Podemos decir que la dinámica imaginal es un gran dispositivo para que la superficie de pensamiento no se determine a sí misma. En la segunda fluidez hay una forma heterónoma de producción de realidad y de experiencia –la imaginalización.

Volviendo, el “pensamiento sin conciencia” era el pensamiento sin representación o también el pensamiento sin conciencia representándose la conciencia (diremos directamente “pensamiento sin autoconciencia”). Puro fluir de imágenes, de figuras, de consideraciones y hasta de opiniones, sin que ninguna instancia fija o estable pudiera registrarlos pasando sin pasar ella también. En el mismo pensamiento sin conciencia lewkowicziano, el mismo “órgano” (o mejor, la misma desorganización) que va viendo fluir las imágenes, figuras, consideraciones y hasta opiniones fluye también. En otras palabras, en ese “pensamiento sin conciencia” no había una instancia que representara en la conciencia lo que se presentaba en esa superficie sin nombre. En otras palabras (si nos permitimos usar ese nombre perimido), quizás había conciencia (en sentido lato), pero no había conciencia de la conciencia. O también: quizás había imágenes, pero no había una imagen de las imágenes.

Aquí, así como hemos diferenciado primera y segunda fluideces, debemos diferenciar el primer pensamiento sin autoconciencia del segundo y actual. En el primero había lo que Ignacio en otros lugares llamaba insignificancia y perplejidad. En el segundo, en cambio, hay significados y sentidos –precarios, pero los hay. Pero lo que tienen en común el primero y el segundo es que ninguno de los dos tiene representación, ese conjunto de operaciones que estabilizaban el artefacto conciencia y sus contenidos, pero el primer y segundo pensamientos sin autoconciencia son actividades no-representacionales distintas. El primero no podía conectar las imágenes que le llegaban; las imágenes fluían en una superficie que también fluía; no adquirían metaestabilidad sino que eran puramente inestables. En el segundo pensamiento sin autoconciencia, se adquiere la capacidad de conectar imágenes con otras imágenes sin la necesidad de la mediación de una entidad central representativa (como lo pudo ser el espectáculo debordiano o la conciencia cartesiana). Como en el primer pensamiento sin autoconciencia, en el segundo todo fluye, pero por las redes.

Solidez

Primera fluidez

Segunda fluidez

Conciencia autoconsciente

Sin autoconciencia

Sin autoconciencia

Organización interna con una referencia fija

Desorganización, puro fluir

Equilibrios conectivos precarios

Estabilidad

Inestabilidad

Metaestabilidad

Institución de objetos y sujetos

Destitución

Astitución de objetos y sujetos

 

Podríamos decir que la superficie que en la primera fluidez veía pasar imágenes, figuras, consideraciones y hasta opiniones era una superficie-galpón, mientras que la superficie que lo hace en la segunda fluidez es una superficie-astitución. Como en las astituciones, sus contenidos y sentidos no son ni estables ni inestables, sino metaestables (es decir, encuentran equilibrios frágiles) y practican el “liberalismo conectivo” (se conectan entre sí y con otros sin pasar por la mediación de un Tercero central). Como en las astituciones, hay un febril y permanente intento de restituir los equilibrios precarios que una y otra vez se desmoronan.

Pero hay más. El primer pensamiento sin autoconciencia traía el riesgo de “enloquecer varias veces por día” (p. 244), y así parecía que un pensamiento con otres, que una actividad configurante nuestra era la única salida de la pura dispersión: “Para que se constituya una experiencia, algo tiene que configurarse” (p. 246). En cambio, en el segundo pensamiento sin autoconciencia, la probabilidad de enloquecer está bastante morigerada. O está bastante gestionada, porque (medicalización psiquiátrica aparte) hay sentidos –precarios, pero los hay. A falta de ligazones, buenas son conexiones. La posibilidad de conectar, en la imaginalización, es permanente. No solo nos inundan las imágenes, no solo nos sentimos compelidos a emitir imágenes; también nos inundan las conexiones y nos sentimos compelidos a conectar. Las conexiones no dan sostenimiento pero sí entretenimiento; el sostenimiento venía desde el suelo, desde la metainstitución donadora de sentido (el Estado-nación), mientras que el entretimiento viene de eso y esos que están en la red en el mismo plano que cada uno. Hay, así, configuración precaria de experiencia y actividad febril de restitución/restauración de lo configurado. De tal modo, la posibilidad de pensar, la posibilidad de ir más allá del mainstream fluido no aparece como única salida de la posibilidad de enloquecer o del sinsentido, pues lo imaginal está desde el comienzo. De tal modo, la posibilidad de pensar, la posibilidad de ir más allá del mainstream de la semiósfera fluida, tiene como condición un encuentro con un real, y sobre todo una atención a lo que de ese real, de ese encuentro, no se puede imaginalizar y pide expresión.

 

  1. Márgenes de incidencia

La imaginalización genera márgenes cualitativamente distintos de incidencia, medios técnicos y sociales de vinculación apropiables por parte de cada común/encuentro. Esa apropiación es una de las vías posibles de expresión. Como decía en «La expresión no es anti-imaginal», “la expresión no es lo opuesto de la imaginalización, sino un más-allá como los descriptos en Esto no es una institución, un dispositivo que toma la operatoria dominante (allí, la astitucional, aquí la imaginal) como plataforma de una contraoperación. La expresión no es anti-imaginal sino un plus entre lo imaginal.”

 

 

* Adelanto del libro Esto no es una representación, de próxima aparición en Red Editorial.

[2] Darío Semino, https://lalibrenotas.wordpress.com/2011/07/14/resena-de-la-sociedad-del-espectaculo/.

[3] Fran Rebollero, 20/02/19, en https://www.huffingtonpost.es/fran-rebollero/la-sociedad-del-espectaculo-o-como-definir-que-nos-pasa_a_23671866/.

[4] “Poder, ética, transferencia: otro juego posible.”, en https://lobosuelto.com/poder-etica-transferencia-otro-juego-posible-ignacio-lewkowicz/. Subrayado en el original.

[5] A menos que se indique, en este capítulo las citas pertenecen a La sociedad del espectáculo de Guy Debord, traducción de Maldeojo para el Archivo Situacionista Hispano, 1998, sindominio.net/ash/espect.htm.

[6]https://www.internetlivestats.com/, consultado el 19/5/22.

[7]En enero de 2022. https://www.juancmejia.com/marketing-digital/estadisticas-de-redes-sociales-usuarios-de-facebook-instagram-linkedin-twitter-whatsapp-y-otros-infografia/.

[8] J. Rancière, p. 87 de El espectador emancipado; Buenos Aires, Manantial, 2010.

[9] Si no es digital, como podría ser el caso de un afiche callejero, proviene de un archivo digital, y en todo caso puede y suele a su vez ser fotografiado y transmitido por internet.

[10] Íd., p. 88.

[11]https://dle.rae.es/proactivo.

[12]https://www.wordreference.com/definition/proactive.

[13] “La emancipación pasa por una mirada del espectador que no sea la programada”. Entrevista de Amador Fernández-Savater a Jacques Rancière, en https://blogs.publico.es/fueradelugar/140/el-espectador-emancipado.

[14] En El espectador emancipado, cit.

[15] Íd., p. 28.

[16] Ver la noción de trama consecuente en Hupert e Ingrassia, “¿Contactos sin vínculo?  Un bosquejo de la vincularidad fluida”, en www.pablohupert.com.ar y en Esto no es un vínculo (de próxima aparición en Red Editorial).

[17] Ver “¿Contactos sin vínculo?…”

[18] R. L. Taltavull, “La sociedad del espectáculo”, La Capital, 28/5/2014.

[19] El neologismo es de Bifo. Ver su Generación post-alfa, Buenos Aires, Tinta Limón, 2007.

[20] https://revista.universidadabierta.edu.mx/2020/09/21/la-sociedad-del-espectaculo-guy-debord/.

[21] Agradezco este señalamiento a Gastón Sena.

[22] Por ejemplo, en Che Guevara. La gratuidad del riesgo, Buenos Aires, Quadrata, 2012.

[23] Ignacio Lewkowicz, Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Buenos Aires, Paidos, 2004, p. 239.

El apocalipsis ya fue // Amador Fernández-Savater

“Henos aquí, sin embargo, retornados al año mil, cada mañana estaremos en la víspera del fin de los tiempos” (Sartre) 

Proliferan por todas partes los discursos colapsistas. El anuncio repetido del final de nuestra civilización (o del mundo) por una serie de catástrofes en cadena: suministros, guerras, epidemias. El llamamiento a la “emergencia climática” que quiere convertir la angustia (eco-ansiedad y depresión verde) en acción. 

De alguna manera el colapsismo reedita el “discurso del fin” del marxismo clásico, pero en clave verde. El límite que determinará la caída de todo el sistema ya no es interno a la dinámica del capital (crisis cíclicas cada vez más severas), sino externo: la lógica de crecimiento infinito choca con la finitud misma del planeta. 

¿Cuándo será el Big Crunch, la gran implosión? ¿2030, 2050? Esos cálculos recuerdan a los que entretuvieron tanto tiempo a los teóricos marxistas del siglo XX que rivalizaban por pronosticar el momento exacto del hundimiento definitivo del sistema. Pero, ¿y si el apocalipsis ya fue

 

Hemos perdido el Cosmos

Es la idea que defiende el famoso escritor inglés D.H Lawrence en su ensayo sobre el libro bíblico del Apocalipsis escrito por Juan de Patmos. 

La verdadera catástrofe, la que determina todas las demás según Lawrence, es la costumbre que hemos adquirido de vivir como si no estuviésemos en el mundo. Y adquirimos esa costumbre como hace dos mil años. 

La muerte del paganismo implicó la muerte del Cosmos, que es como Lawrence llama a un tipo de relación amorosa con el mundo. Creer que cada cosa está habitada por un dios implica considerar que cada una es concreta y singular, que tiene valor en sí misma y por sí misma, que nos solicita una escucha y un cuidado específicos. 

Los dioses diseminados por el mundo, siempre en movimiento, siempre de paso, impedían que las cosas fuesen tratadas como simples cosas: como utilidades, medios de fines, objetos de cálculo. 

Primero con la aparición de la razón desencarnada y luego con el cristianismo, se produce un corte. El corte entre lo sensible y lo inteligible. El espíritu reina desde entonces sobre la materia. Los vínculos dejan de ser amorosos y se vuelven instrumentales. El mundo deja de estar en nosotros y nosotros en el mundo. Las cosas ya no nos tocan, no nos mueven, no nos conmueven: son objetos a acumular, recursos a explotar, experiencias a consumir, paisajes que turistear. 

“Las conexiones se han roto”, constata Lawrence, “los centros sensibles están muertos”. La facultad de relacionarse con el mundo de manera no instrumental radica en nuestro cuerpo, capaz de afectar y dejarse afectar, capaz de amor. El apocalipsis es el asesinato “del amante que hay en nuestro interior”, la sensibilidad que puede conectar con la fuerza o la virtud singulares de cada cosa (con su “dios”).

Lo que así nace es el individuo y el individualismo: un fragmento separado del mundo, una conciencia aislada del cuerpo, una máquina de calcular. La libertad pagana es una libertad relativa: en relación a algo, relacional. La libertad del individuo es absoluta: poder hacer lo que quiera, abstrayéndose de la materialidad de los afectos, los vínculos y los territorios. Libertad de no amar, de no vincularse, de conectar y desconectarse sólo según el interés.

Cada una de las catástrofes que nos acontecen desde la pérdida del Cosmos es sólo una réplica del primer gran terremoto: la instauración de la relación instrumental con el mundo.

 

El proyecto de las cosas 

En nuestros días, una pensadora como Rita Segato despliega un discurso en el que podemos encontrar resonancias con Lawrence, desarrollado no por casualidad desde las tramas vitales del feminismo comunitario o popular. Aquel interesado no sólo en las libertades absolutas del individuo, sino sobre todo en las libertades relativas de los vínculos. 

El patriarcado es la estructura de poder más antigua, piensa Segato, las demás la replican. ¿En qué consiste? En un mandato, el mandato de hacernos dueños de las cosas del mundo. El mandato de masculinidad es un mandato de dueñeidad (en primer lugar del cuerpo de las mujeres).

La modernidad capitalista retoma, acelera y extiende el proyecto de desvitalizar el mundo y convertirlo en cosa adueñable. En el corte brutal entre lo sensible y lo inteligible, lo sensible queda depreciado (es impuro, engañoso, caótico) y lo inteligible se identifica con el cálculo. La materia queda despojada de su vibración propia, de su principio inmanente de movimiento y autoorganización, de su “divinidad”. 

La violencia que estalla hoy por todas partes es el producto de esta pulsión propietaria. Una “pedagogía de la crueldad” se hace necesaria para educarnos a tratar el mundo como mercancía, como objeto adueñable (y a gozar con ello). Trata y explotación sexual, violencia contra los migrantes, agresión conquistadora y predatoria… La pedagogía de la crueldad busca enseñarnos a “poner a distancia” el mundo para sojuzgarlo, controlarlo, explotarlo. Insensibilizarnos

Los movimientos de mujeres son subversivos porque rechazan el “deseo mimético” -oponerse al adversario copiando sus métodos y queriendo en el fondo lo mismo- y encarnan otro paradigma. El del proyecto de los vínculos. No la búsqueda de una utopía o el modelo de lo que debe ser, sino la capacidad de actuar aquí y ahora. No el principismo ideológico abstracto, sino la facultad de improvisar y atender necesidades concretas. No el tiempo apocalíptico del instante decisivo, sino el tiempo de los procesos de la vida. 

Reanudar, re-anudarse 

El Fin ya fue, ahora toca “reanimar los centros sensibles” (Lawrence), “repoblar el mundo de vínculos” (Segato).

La razón apocalíptica es pasión de absoluto: solución final, nuevo comienzo radical. Pero el Fin nunca llega, la catástrofe nunca es tan total como esperábamos. Por eso, como decía el filósofo francés Maurice Blanchot, “el apocalipsis decepciona”. Se desilusionan sólo quienes vivieron de ilusiones. 

Todo o nada, ahora o nunca, victoria o muerte: también la revolución se pensó en el siglo XX como apocalipsis, con resultados desastrosos. Porque no hay Fin, no hay ningún final de la Historia, no hay última palabra, la pelea es interminable: la vida recomienza todo el rato. La temporalidad emancipadora es la del proceso, la del continuo, la de lo interminable.

Recomenzar no es repetir, sino partir de lo que hay y crear algo distinto. Toda creación es recreación. Nada de lo que fue está realmente concluido, se puede prolongar siempre. Reanimar y reactivar las potencias del pasado. Aprendamos de las comunidades indígenas que vivieron su propio fin del mundo hace 500 años y resisten, insisten, siguen existiendo. 

El miedo al Fin no activa, sino que disuade. La catástrofe por venir paraliza. Hoy es el método mismo de gobierno: “nosotros o el caos”. Hay que oponer, al imaginario apocalíptico del Fin, una lógica de la reanudación. Del recomienzo y la reconexión. El apocalipsis ya fue. Ahora es tiempo -siempre es tiempo- de reanudar con la vida. Habrá futuro por añadidura

 

Jean-Luc y la Pobreza del Lenguaje // Luchino Sivori

«Busco la pobreza en el Lenguaje«.

Jean-Luc Godard 




¿Cuál sería, hoy, la batalla de Godard? 

Godard se encontraría hoy en un punto impreciso, pero localizable a la larga, rodeado seguramente de “riquezas del lenguaje” a un lado y otro del mostrador. 

Rodeado de las nuevas instituciones sociales, que según su lengua llamaría “el marketing”, o las más evolucionadas redes sociales; y la “riqueza del lenguaje” más antigua, igual pero diferente, del gramsciano sentido común hegemónico, el Poder.

Su batalla sería pues doble, más difícil y escabrosa seguramente que en su época. La razón no es difícil de adivinar: la espontaneidad y presunta naturalidad de la primera, y sobre todo, su aparente rebelión rápida y furiosa, desorienta y difumina al franco-suizo. 

El nuevo lenguaje 2.0 no es nunca oficialista a simple vista: va contra el Orden, dice él mismo, y ello lo vuelve seductor, animado. Muchos de nosotros, Jean-Luc incluido, sabe que esto no es tal, pero aún así, aquel persiste y consigue quedar en ese costado, en ese lado outsider de la división internacional de los datos. Un youtuber o un influencer de Twitter no se auto-percibe oficialista. 

Me lo imagino a Godard peleándose con unos algorítmicos molinos que cambian sus ceros por unos cada milisegundo, arrojándole tokens y bitcoins a la cabeza, pidiéndole que acepte unas cookies apenas se entere de una vez por todas que la rebelión pasa ahora por tramar historias parodiando a los clásicos sin saberlo del todo, no homenajeándolos. 

Qué batalla más dura habrá librado el pobre Jean-Luc sus últimos años. Me lo imagino, y me apeno un poco. Lo estoy viendo, sentado en el comedor de su casa en Ginebra, pensando en filmar una historia basada en anotaciones de su pequeña libreta escrita a mano, anotaciones del tipo “Plano general: mujer de mediana edad entra a un centro comercial y mira concentrada un objeto cualquiera, etc.” . Lo veo cómo se va apagando, él y la idea de filmarlo, apesadumbrado por un dolor que no entiende del todo, aunque sepa ponerle palabras, verbalizándolo, como siempre hizo. Le da un sorbo a su café, y el silencio se apodera del ambiente. Está algo cansado, fuera hace frío, y las noticias que le llegan a su teléfono celular -una invitación a un festival de cine en una pequeña ciudad eslava, una cena con un antiguo productor- no consiguen sacarlo de su ensimismamiento que ya se alarga demasiado. Piensa: “ya contestaré”, pero sabe que no lo hará. 

Entremedio de dos “riquezas del lenguaje”, Godard descansa, y vaya si lleva tiempo haciéndolo. Nosotros, a veces, intentamos emularlo, y nos refugiamos en sus historias para buscar, no digamos encontrar, la grieta en el lenguaje, su “pobreza”. 

Pero ya no es posible: también allí, en la rotura, en el quiebre, en la inconsistencia, en su “huella” mil y una veces comentada por él y otros, el dato commodity y la artificial inteligencia hacen suyo el espacio que por diáfano y etéreo no era menos clave, menos revolucionario, donde el signo, teóricamente, debía volver con otra forma, o morir para renacer Otro.

Todo es pobre porque todo es demasiado rico, en el lenguaje y por lo tanto en la vida. Y Jean-Luc ya no filma, y a nosotros no nos alcanza con el formalismo de los 60, ni con el cinismo y la frivolidad del 2000. Muros, lenguajes, estéticas, tramas. Godard no sabía contar historias sin todos estos elementos juntos y revueltos (nació antes de la multiplicidad y la proliferación de las disciplinas). Nosotros aún no sabemos qué hacer con tanta riqueza del Lenguaje.

Las manos sucias de Sartre // Mariano Pacheco

Fuente: Tierra Roja

La reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín de Buenos Aires nos permite revisitar la emblemática figura de Jean-Paul Sartre, su fascinante literatura y su pensamiento provocador. Los personajes mentados por el filósofo francés dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la cuestión. Cada uno de ellos no expresa más que un punto de vista entre muchos.

 

Un teatro en situación

Técnicamente hablando, Las manos sucias (1948) es una “comedia dramática que emplea la lengua común”. Así la definió, en declaraciones a Le Figaro, el propio Jean-Paul Sartre. Allí, el filósofo francés explica que buscó poner en escena “el conflicto que opone a un joven burgués idealista a las necesidades de la política”. La acción de la obra está situada en un país imaginario llamado Illiria. Y tal como su propio autor aclaró en su momento ante el periódico Combat, todo el dilema se dirime por entero al interior del partido proletario. 

Algo de eso puede respirar el espectador, la espectadora, al ingresar al Teatro San Martín de Buenos Aires y ver en una de las paredes los retratos de Marx, Trotsky y del propio Sartre. “Pensé al Hall como un ágora y, en esa repetición dentro del escenario, también como una pesadilla y un laberinto sin salida”, dijo la directora Eva Halac en una entrevista concedida recientemente a la agencia Télam. 

La escena de tres personas en un sitio sin salida nos remite, a su vez, a otra obra sartreana: A puerta cerrada, estrenada en 1944, en la que los personajes permanecen atrapados, sin darse cuenta –por largo rato— de que están en el purgatorio, y de que el infierno será, para cada uno, permanecer junto a los otros eternamente. Según supo aclarar Sartre a partir de la popularización de la frase “el infierno son los otros”, que se desprende de dicha pieza, una obra acerca de “la imposibilidad de quebrar, muchas veces, el círculo infernal en el que nos encontramos”.

Los siete actos de Las manos sucias trabajan sobre otro dilema. A saber: si en nombre de la eficacia, un revolucionario se puede arriesgar a comprometer su ideal y “ensuciarse las manos”. Sostiene también, de todos modos, esa atmósfera de tensión en el encierro entre los tres personajes. 

Sartre no brinda respuestas al dilema planteado, puesto que, para él, el teatro “debe plantear los problemas y no resolverlos”. Tal como argumenta en Teatro popular y teatro burgués, lo que importa en su dramaturgia es “situar los conflictos humanos en situaciones históricas y demostrar cómo dependen de ellas”. En ese caso, la pregunta que atraviesa la obra es si el partido proletario debe sacrificar 300.000 vidas humanas o si, en esa coyuntura, debe pactar tácticamente con sus enemigos, a sabiendas de que “la liberación” está cerca, con el Ejército Rojo a poco de ingresar a la ciudad. 

“El revolucionario está en situación”, argumentará el autor tiempo después en otro texto, el ensayo titulado “Materialismo y revolución” (reunido en Situations III), donde vuelve sobre la idea –tan presente en esta obra de teatro— de que la verdadera exigencia revolucionaria consiste en “unir pensamiento y realismo”, y que es en la acción que se produce el descubrimiento de la realidad. Una realidad que se “descubre” al mismo tiempo que se “modifica”. 

A más de setenta años de su estreno, la reciente puesta en escena de Las manos sucias en el Teatro San Martín nos permite no sólo asistir a ese mágico mundo de las puestas en escena, sino también volver a releer y recomendar la literatura de Sartre, quizás el lugar más potente en donde se expresa su pensamiento filosófico y político. 

Parecen ser piezas de museo sus palabras sobre el compromiso de la escritura, en donde expresa que la literatura arroja al escritor, a la escritora, a la batalla y que en su ejercicio se busca revelar determinados aspectos del mundo, para producir determinados cambios con esa revelación. Sin embargo, tal como expresa en Situación del escritor en 1947, esas obras que supo construir presentan personajes situados, que dejan dudas por todos lados, cosas sin acabar y que obligan a quien asiste al teatro a elaborar sus propias conjeturas sobre la trama planteada. Los personajes no expresan más que un punto de vista entre muchos. 

 

Entre Lenin y Dostoyevski 

Podríamos pensar Las manos sucias como una obra donde Dostoyevski se cruza con Lenin. Hugo Barine es un joven veinteañero que se acerca a un maduro líder partidario, Hoederer (Daniel Hendler) con la intención de matarlo. Logra quedar como su secretario personal, habitando una casa junto a Jessica, su mujer (Flor Torrente), el máximo dirigente y sus escoltas armados, con lo cual la relación que se establece entre ellos es muy estrecha. Esta situación provoca en el muchacho fuertes contradicciones. 

En la puesta en escena porteña, el Hugo de la actualidad de la historia es interpretado por un actor (Guido Botto Fiora), mientras que el Hugo del pasado está encarnado por otro (Ramiro Delgado). Como en un juego de máscaras, los personajes de Hugo asumen diferentes perspectivas que se expresan, a su vez, en un cruce de rostros y temporalidades. Retomando el propio guión de Sartre (que se sostiene prácticamente al pie de la letra durante toda la obra), Hugo hace referencia explícita al nombre que había adoptado durante algunos momentos de su vida política:

Hugo: –¿Cómo te llamas?

Iván: –Clandestinamente, soy Iván. ¿Y tú?

Hugo: –Raskolnikov.

Iván (riendo): –Vaya nombrecito.

Hugo: –Es mi nombre en el Partido.

Iván: –¿Dónde lo pescaste?

Hugo: –Es un tipo de una novela que se llama así.

Iván: –¿Qué hace?

Hugo: –Mata.

Iván: –¡Ah! ¿Y tú has matado?

Hugo: –No.

No todavía, podríamos agregar, puesto que finalmente Hugo ejecuta a Hoederer, justo en el momento en que había decidido no hacerlo (momento parcialmente spoiler, incitamos al lector a que vaya a ver la obra, o la lea, y descubra por sí mismo los motivos de esa dubitación). Y este “preferiría no hacerlo” (para decirlo en los términos del “Bartleby, el escribiente”, de Melville), es el que liga la pregunta leninista del ¿Qué hacer? con el sentimiento de culpa de los personajes dostoievskianos, sobre todo los de la emblemática novela Crimen y castigo, donde Raskolnikov termina entregándose a la policía luego de haber asesinado a la viejita de la pensión donde vivía, y atravesado el período tormentoso producto de la culpa que le carcome el alma. 

 

El hacer hace al ser, esa es la cuestión

Uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, hacia el final de la obra, resulta fundamental a la hora de experimentar esa sensación que busca provocar la literatura existencialista: que no hay una posición que está bien y otra que está mal, sino que ambas tienen sus luces y sombras y que es en ese dilema que cada quien debe resolver qué hacer (nada que se parezca al relativismo actual: en los personajes sartreanos lo que se pone en juego es una búsqueda de la verdad a través de la acción, en la que cada quien se compromete). 

En ese caso, ese momento decisivo se produce en torno a uno de los diálogos entre Hoederer y Hugo, donde el primero dice que si no se quiere correr riesgos no se debe hacer política. A lo que el segundo retruca que no a cualquier precio está dispuesto a entrar en ese juego. 

Entre los argumentos de Hugo aparecen las ideas que se sostienen desde la militancia de izquierda, por la que han muerto ya otros camaradas; en Hoederer, la insistencia en que el partido es un medio que hace política de y para los vivos, con el objetivo de tomar el poder y cambiar la situación. Hugo rescata la honestidad, el hecho de no mentir –contrariamente a lo que ha visto en su familia burguesa desde que era un niño— pero rápidamente el personaje se da cuenta de que le está mintiendo a Hoederer, haciéndose pasar por su fiel secretario y, también, que está por cometer un crimen con el que no solo se ensuciará las manos, sino que convertirá a las órdenes del partido en un medio para otros fines que se reclaman superiores (al fin y al cabo hará todo lo contrario a lo que sostiene en sus palabras). Hugo acusa a Hoederer de traidor, por negociar con el gobierno y éste le retruca, a su vez, que el partido lo desaprueba por considerarlas inoportunas, no por una cuestión de principios.

La conversación se torna estremecedora. Hugo afirma que entró al Partido porque consideraba su causa justa (la palabra aparece en itálicas en el texto del libreto) y que se iría si dejara de serlo. 

Hugo: –En cuanto a los hombres, lo que me interesa no es lo que son, sino lo que podrían llegar a ser. 

Hoederer: –¡Cómo te importa tu pureza chico! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! ¡Bueno, sigue siendo puro! ¿A quién le servirá y para qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de faquir y de monje. A vosotros, los intelectuales, los anarquistas, burgueses, os sirve de pretexto para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, apretar los codos contra el cuerpo, usar guantes. Yo tengo las manos sucias. Las he metido en excremento y sangre. ¿Y qué? ¿Te imaginas que puedes gobernar inocentemente?

El espectador, la espectadora (o el lector/ lectora), puede sentir como son los propios argumentos de Hoederer, sostenidos en una posición realista que apela a la eficacia (“todos los medios son buenos cuando son eficaces”), los que pueden condenarlo a muerte.

 

Legado

Las manos sucias fue estrenada por primera vez en 1948. Para entonces, Sartre no sólo había publicado su primera novela, La náusea (1938), y su primer libro de cuentos, El muro (1938), junto a su monumental obra filosófica, El ser y la nada (1943), sino también su ensayo ¿Qué es la literatura? (1948), en el que argumenta su postulado de “compromiso” del escritor (“Pero cómo –dicen- ¿es que eso de escribir compromete?»). 

Son los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial y Sartre tiene aún una década larga en la que su figura y su obra gozarán de una buena salud, no sólo en Francia y Europa, sino en muchos lugares del mundo (en Argentina, por ejemplo, la editorial Losada tradujo y publicó tempranamente sus libros). Tiempo después, otras grandes figuras del pensamiento francés, como Michel Foucault o Louis Althusser, ocuparán la escena y serán reacios al viejo existencialista, con excepciones cómo las de Gilles Deleuze y, sobre todo, Félix Guattari. 

En nuestro país, Sartre contó con tempranos e importantes simpatizantes y lectores, como John William Cooke, David Viñas o el joven Oscar Masotta, pero la dictadura de 1976 barrerá con cualquier tipo de sartrismo y su obra no será estudiada en ninguna carrera universitaria. Con excepción de los trabajos de divulgación filosófica en medios de comunicación realizados por José Pablo Feinmann (o la reivindicación que siempre ha realizado el sociólogo Eduardo Grüner), su figura no será rescatada ni en medios literarios, ni filosóficos, ni políticos. 

“Nos veíamos sumergidos por las circunstancias de nuestro tiempo”, escribe Sartre, como dejando en esas palabras un testamento, un legado, que como sucede en esta obra, plantea nuevos dilemas ante otros contextos, pero que sostiene sin embargo una misma tensión: la de tener que tomar posición, decidir con cuál de las posiciones en pugna se siente mayor afinidad, cuál produce repulsión y cómo sobrellevar la angustia de saber que toda decisión implica dejar atrás la posibilidad alternativa de aquello que hubiese podido ser. Pero experimentando a su vez el goce por saber que ese dilema es la existencia humana misma

Como dijo en su conferencia de 1955, El existencialismo es un humanismo, para Sartre la existencia precede a la esencia. Es decir que, en última instancia, cada quien puede decidir si resignarse ante las crueldades e inmundicias de este mundo, como el que actualmente habitamos, o resiste, se rebela. Y, en esa rebelión, construye la imagen de un tipo humano para el cual el envilecimiento no puede ser naturalizado al punto de ser soportado, porque entiende a la experiencia humana abierta a las mil y una posibilidades de experimentación singular o colectiva; algo que este capitalismo niega cada día a millones de personas, porque se perpetúa condenando a millones –como dice Joseph K, el personaje de Franz Kafka en El proceso— a tener que morir como un perro. 

En la apuesta por que las y los hacedores de literatura nos coloquemos “al lado de quienes quieren cambiar a la vez la condición social del hombre y la concepción que el hombre tiene de sí mismo” (hoy ya no decimos el Hombre, sino la humanidad), el legado sartreano cuenta con su mayor vigencia. Las manos sucias, qué duda cabe, nos remontan al dilema del qué hacer concreto del contexto histórico específico que plantea la obra, pero también al nuestro, tensionando entre los principios que buscamos sostener, y la capacidad de ensuciarnos las manos para comprometernos en una empresa real y no imaginaria de transformación social, que siempre es económica pero también política, y por supuesto, subjetiva, cultural.

 

Ilustración: Juan Puerto

 

Un mundo de tres lucas // Diego Valeriano

Cajetear desde Once a Morón, parecer muerto, ni sentir los golpes. Bajar del tren, caminar, esquivar la plaza, la gorra, los chorros, los amigos. Masticar el asco de otro día de tres lucas. Poner la plata en la media, rodear el cementerio, apurar el paso porque es lo aprendido. Cruzar la avenida y rogar que la moto que dobla sea un Rappi. No llegar al chino, no llegar a fin de mes, no llegar a nada. Precarizada, pollo, paquete, hater, emprendedor. Gato de una vida que nada da, que todo quita, que poco importa. Entrar a casa y que nada mejore, que no se resetee, que no haya aire. Cargar el teléfono, prender la tele, poner la pava, arrancar una manija horrible. Las noticias, las stories, los estados, las pantallas, ese tuit de cómo es la manera correcta de decir. El periodista, la influencer, la jefa, el economista, ellos: puro privilegio. Esa vida mejor, lejana, que te re cabe. Cargarse, llenarse de envidia, frustrarse de nuevo, saberse pancho. Acumular odio, amigarse con ese sentimiento, hacerlo pasión, empezar a disfrutarlo. Aprender a vivir con esa sensación. Motor, combustible, razón. Encontrar enemigos, saber identificarlos, ponerse pillo. Repetir de nuevo. La misma noticia, las mismas profetas, los mismos comisarios, la misma suerte. Viajar dos horas, mulear ocho, de nuevo otras dos horas. Un mundo entero de tres lucas, de ser gato de alguien, de que duela todo, de que nada sirva. Milanesa de pollo, lata de birra, arroz sin queso y chatear hasta cualquier hora. Stalkear, pajearse, opinar. Buscar culpables, saber que ya no quedan amigos, intentar anestesiarse. Un me gusta, un retuit, una astilla, alguien que entiende, como él, lo que nadie entiende. Intentar trascender a esas horas muertas. Cripto, trader, virgo. Odiar para poder seguir viviendo, para que todo tenga una lógica, para estar activo. Para sentir que su cuerpo por un momento le pertenece. Vomitar para que tanta frustración no sea tumor. Odiar al vecino que cobra el plan, a la piba que ya no lo mira, a la chorra, a su jefe, a los que ve en la tele desde hace banda, a quienes le quitan lo que no tiene, a las que hablan del amor, ese amor de obediencia, contratos y panza llena. Odiar a quienes viven una vida de privilegios a costa de su vida de tres lucas día. 

¿Cómo podemos salir de la máquina de guerra destructiva del capitalismo mundial? // Franco «Bifo» Berardi conversa con Vitrina Dystópica

Lo sucedido recientemente en Chile confirma, para Bifo, un axioma que hay que tener en cuenta: que la «democracia» (lo que conocemos durante las últimas décadas con ese nombre) ha sido una trampa en la que el movimiento obrero, revolucionario y progresista ha caído regularmente. La democracia se opone a la participación política verdadera. Esta afirmación se funda para Bifo en dos premisa universales: 1. Democracia autentica supone la formación de la decisión colectiva a partir de un proceso libres. Eso ya no sucede; 2. Cada vez que el movimiento obrero gana las elecciones y ocupa el estado (como fue en Grecia hace una década), se vacía la eficacia de la voluntad popular por medio de una serie muy poderosa de automatismos económicos, comunicaciones y militares.
En Chile sin embargo, dice Bifo, algo ha cambiado. Nació un movimiento capaz de actuar por fuera de la máquina estatal, creando una amplia dinámica social autónoma. la insurrección sí, democracia no. No hay traducción de insurrección en democracia, y por tanto la revolución no pertenece ya a nuestro futuro. La promesa moderna de desarrollo y democracia ha muerto. Los procesos autónomos no deben (no pueden) aspirar al dominio de la totalidad social.
Por supuesto, queda planteada la pregunta: ¿Cómo podemos salir de la máquina de guerra destructiva del capitalismo mundial? es preciso para Bifo sostener a todo precio este verdadero problema. Muy valioso documento del colectivo chileno Vitrina Distópica, confrontando amigablemente el rechazo desde Sudamérica a pensar los procesos de autonomía como resistencia al «fin del mundo»

Diego Sztulwark

 

Apuntes sobre inconsciente y política (verano 2022) // Amador Fernández-Savater

Leer a Freud es una experiencia bien intensa. No sólo por lo que saca a la luz, contra todo y contra todos (él, un burgués de Viena, como si hoy dijéramos, en palabras de mi amigo Beñat, «un señor de San Sebastián»). 

 

También como experiencia de lectura. A diferencia de Lacan, no piensa que para ser sugerente haya que ser hermético. Es clarísimo y a la vez inagotable. Y todo el rato indica la falla en el discurso: «no tengo respuesta, no he podido avanzar más, etc.» Dos cosas me vienen a la cabeza, entre otras mil posibles.

 

Primero, ¿no hemos retrocedido muchísimo en el saber sobre la psique? El impacto freudiano fue lento, pero inexorable. Afectó a todos los planos de realidad. La literatura, la filosofía, el cine, el humor popular, todos registraron sus efectos: la certeza de que lo que vemos no es lo que pasa, que lo dicho no es el decir, que la realidad es doble y el sujeto está dividido.

 

Hoy, sin embargo, desfilan por todos lados sujetos sin falla, que ni saben ni sospechan de su división. Impera la cultura del yo y de la voluntad: sé lo que quiero y si no lo consigo es mi culpa (o la de los demás). Las técnicas de acceso al inconsciente brillan por su ausencia. Y lo que proliferan son los paliativos de un malestar que no sabemos ni interrogar ni elaborar.

 

Segundo, ¿en qué momento se ha podido separar lo íntimo y lo colectivo (o histórico-social)? Freud desde luego no deja lugar a la duda: el psicoanálisis sirve para pensar el mundo (¿cómo leer si no psicología de las masas, tótem y tabú, el malestar en la cultura?).

 

Y sin embargo, en la política desaparece la referencia al insconsciente (objetivismos y voluntarismos por todas partes). Y en la clínica desaparece la referencia a lo social-colectivo y no se piensa cuál podría ser la dimensión colectiva -o revolucionaria incluso- del psicoanálisis.

 

Pero el descubrimiento de Freud es que no hay diferencia entre normal y patológico y por eso se puede investigar a través de chistes o lapsus que los tiene cualquiera; y que el propio principio de realidad (la cultura) es neurotizante y muy problemático tal y como se ha establecido.

 

Los clichés de diván 

 

Decíamos: la cultura psicoanalítica ha retrocedido en el mundo. Los clichés proliferan y la resistencia a analizarse (a pensarse radicalmente) los usa como pretexto. Estos son algunos, que eran los míos hasta ayer: 

 

–«si tienes buenos amigos, no necesitas psicoanálisis». A ver: el objetivo del análisis no es otro que pensar (a nosotros mismos, pero no solo ni solos) y se piensa con amigos. El análisis tiene para mí un aire de familia porque he vivido momentos de pensamiento en conversación con amigos. 

 

Pero hay diferencias: el amigo escucha lo que dices, te cree, discute pero te toma en serio. El psicoanalista escucha otra cosa que lo que dices («lo que se arma detrás de lo que dices» en palabras de Franco Ingrassia). ¡Y muchas veces ni te cree ni te toma en serio! Produce cortes, mediante la pregunta o el humor, para sacarnos de la repetición infinita que somos, para que así te escuches. 

 

–«el psicoanálisis es un proceso intelectual». ¡Cuántas veces he escuchado a amigos bienintencionados decirme «¿más palabras Amador? Toma peyote o baila zumba»! Y todo bien con el peyote y demás, pero en análisis se hace muy claro que las palabras son cuerpo. Lo que produce efectos de curación no es «darse cuenta» de nada, sino una palabra que conmueve y nos mueve. Palabra de afecto, palabra como afecto; y por eso Lacan puede pensar la transferencia leyendo El banquete de Platón: enseñanza y análisis pertenecen ambos al ámbito de Eros. 

 

–«el psicoanalista es un sacerdote que te confiesa: escucha tus pecados y pone penitencia». En realidad es todo lo contrario: el psicoanálisis nos enseña a ser más malos. Es decir, a no ceder en nuestro deseo, contra todo y contra todos. Porque aún somos demasiado buenos, sacrificamos enseguida lo más propio. No existe el «mal» en el análisis, salvo el de no escuchar y no seguir el propio deseo. No hay penitencia que aplicar, tan solo un poco de compañía para escucharnos mejor y convertir el malestar en fuerza. En nuestros «pecados» (o síntomas) está nuestra salvación.

 

Hablo, por supuesto, de mi propia experiencia. De mi verdad. Por si pudiera servirle a alguien.

 

Llevar la muerte dentro 

 

Spinoza afirma que todas las cosas buscan perseverar en su ser (conatus). A través de una ciencia de los afectos podemos ir aprendiendo a escoger los encuentros que nos alegran (aumentan nuestra potencia) y descartando los que nos entristecen (despotencian). En nada piensa menos el ser libre que en la muerte, porque no está en la propia esencia. O, como dice bellamente Sartre, «la muerte siempre viene de afuera». 

 

La crítica dirigida a Spinoza (y los spinozianos) es recurrente: ¿cómo explicar entonces el mal? ¿Realmente solo es un efecto de ignorancia? 

 

El último Freud afirma: las pulsiones son dos, Eros y Tánatos. Estamos habitados también por la agresividad y la auto-agresividad, llevamos la muerte adentro. La ciencia de los afectos se embarulla: sentimos el mayor de los amores y el mayor de los odios por la misma persona. Los encabalgamientos entre eros y tánatos son complejísimos (sadismo, masoquismo). Y no se puede descartar que la pulsión de muerte no trabaje en realidad a favor del Eros: queremos eliminar todos los obstáculos que impiden nuestro regreso a la placidez y el cobijo del vientre materno. El otro nombre de la muerte es Nirvana.

 

Lyotard, en Economía libidinal, ensaya el más difícil todavía: un solo principio, aliento o soplo vital, anima todo lo existente, la libido. Pero esta funciona a dos velocidades, con dos temperaturas. El Eros compone: une, reúne. La muerte descompone: separa, disloca. Pero no se puede asignar un efecto (bueno, malo) a cada principio de funcionamiento: el amor puede sofocar, asfixiar; existe, como sabemos por Rosalía, el «malquerer». Y Tánatos puede liberar: la fuga de un hogar que nos aplasta y oprime el pecho. 

 

Ninguna ciencia, concluye Lyotard, puede saberlo todo de antemano. El amor mata y la muerte vivifica. Somos ese laberinto. Hay que escuchar cada caso.

 

Podríamos llevarlo también a la política: esa revuelta, ¿por qué pulsiones está habitada? ¿Quiere la liberación de la vida o agredir a un otro que nos impide imaginariamente el regreso a la placidez de tal o cual identidad? ¿O ambas…? 

 

La escucha de lo singular es el arte más raro y precioso, más difícil.

 

La vacilación amorosa

 

La neurosis se expresa según Freud como duda e inseguridad permanente: incapacidad para tomar decisiones, aplazamiento y rumia constante.

 

Esa duda, concluye Freud en su ensayo sobre «el hombre de las ratas», es fundamentalmente inseguridad con respecto al amor. Tal inseguridad básica se extiende a todos los demás ámbitos de la vida (y del propio pasado: remordimientos, etc.).

 

«Aquel que duda sobre el amor tiene que dudar de todo lo demás, menos importante». La duda sobre el amor tiene mucho que ver para Freud con la represión de la sensualidad exigida por el principio de realidad.

 

El neurótico se defiende mediante comportamientos obsesivos: aplacar la duda, compensar el malestar, rectificar el estado de sufrimiento. Por ejemplo rezando compulsivamente el rosario. 

 

¿Podríamos pensar que lo que cambia hoy, con respecto a los tiempos de Freud, es sobre todo el tipo de compensación obsesiva? En lugar de la religión o de la superstición, la compulsión al consumo (de todo tipo de objetos, sustancias y experiencias), al trabajo, a la comunicación y los goces en espejo.

 

La duda, la indecisión y el auto-reproche permanente se aplacan mediante diferentes tipos de «subidón» (algo muy diferente al rosario). Cambia el tipo de «adicción».

 

Pero la protección neurótica, explica Freud, se ve penetrada por lo que deja fuera. Por ejemplo, alguien que reza por sus padres escucha una voz interior pidiéndole a Dios que se los lleve por favor cuanto antes.

 

Del mismo modo hoy, lo que más nos gusta hacer, en tanto mecanismo de protección, también queda impregnado de malestar: se lee, se piensa, se liga o se está en política compulsivamente (en modo redes sociales). Y así el agobio -por la aceleración y la cantidad de cosas a hacer- se suma a la primera ansiedad.

 

Desconectar, el apagón, tampoco sirve, sólo es un alivio momentáneo. Nuestro lamento repetido por el hecho de que después de agosto siempre recomience el estrés de septiembre. Todos tenemos que trabajar, claro que sí, pero nadie está obligado a mirar constantemente facebook. Entramos voluntariamente en la rueda de hámster.

 

¿Entonces? Hay que volver, necesariamente, a meditar sobre la inseguridad primera. Pensar las condiciones contemporáneas de la vacilación amorosa.

 

En terapia es la guerra 

 

La cultura implica la renuncia a los instintos. Freud lo explica genialmente en su texto sobre la conquista del fuego: fue necesario que algún humano renunciase al placer de mear sobre el fuego y así apagarlo para que hubiese cultura.

 

Pero esa renuncia tiene un precio: nos constituye desde ese momento como sujetos neuróticos, siempre en falta, siempre insatisfechos, siempre inquietos. Todos neuróticos: el «sano» solo tiene una neurosis socialmente aceptada.

 

Pero no todos los freudianos iban a aceptar ese «pecado original». Los freudianos marxistas asignan a la revolución la tarea de levantar la maldición represiva. Entre ellos el más loco y genial fue tal vez Norman O. Brown, inspirador de los movimientos de los 60.

 

El niño sale de la infancia derrotado, explica Brown en su obra Eros y Tánatos: castigos, severidad, autoritarismo, cruel entrada en el principio de realidad. El proyecto revolucionario no puede ser otro que realizar el potencial de la infancia: inscribirlo en la realidad.

 

Realizar la infancia supondría organizar la sociedad desde las actividades libres y placenteras: la vida y el trabajo como juego y experimento. ¿En qué momento el trabajo se convirtió en este tormento que padecemos? Hoy, en el colmo de la alienación, rogamos por un trabajo cualquiera.

 

Realizar la infancia supondría liberar su libido. Pero la libido infantil no es la «genital», sino el cuerpo perverso y polimorfo, todo él zona erógena, que disfruta con los codos, con las rodillas, con el lenguaje mismo considerado como un trozo más de piel. El error de Reich es querer liberar una sexualidad (genital) ya acotada represivamente.

 

Realizar la infancia es salir del tiempo contable, tiempo que pasa, que se nos escapa entre los dedos y nos angustia. La eternidad es el modo de ser de los cuerpos no reprimidos, de la infancia, del juego, del amor. Aquí y ahora, para siempre. 

 

Si la cultura es neurotizante, si sólo ofrece satisfacciones sustitutivas, entonces la terapia es la guerra: hay que elegir bando en el conflicto entre libido y principio (represivo) de realidad. Transformar en ella la energía agresivo-culposa de la neurosis en energía de transformación, en lugar de aceptar la salida individual en un mundo neurótico.

 

Lo que produce nuestra angustia es el horror de vivir en «las líneas no vividas de nuestros cuerpos» (Rilke). La resurrección de los cuerpos, es decir, la realización revolucionaria de la infancia, nos reconciliaría con la vida… y con la muerte.

 

¿Por qué dormir nos descansa? 

 

No se trata sólo de un proceso físico que repone energías, sino de un reencuentro psíquico con la infancia. Es lo que aprendo leyendo a León Rozitchner. 

 

En el sueño, las leyes lógicas del principio de realidad (tiempo sucesivo, no-contradicción) se suspenden y reemerge el proceso primario, arcaico, el principio de placer. Hablamos con los muertos, somos esto y lo otro.

 

Ese reencuentro regenera el deseo, cada noche. Despertamos renovados, con ganas, las energías menos ligadas y más plásticas, también con extrañeza, pues en ese primer momento aún estamos entre dos mundos…

 

Podemos olvidar y borrar las huellas del sueño cuanto antes para mejor adaptarnos a la realidad, mirando el móvil enseguida por ejemplo. O tratar de prolongar ese estado, relatando nuestros sueños, escribiéndolos, jugando a interpretarlos…

 

No hay «mal sueño», el mal sueño es el no-sueño, el triunfo sin resto del proceso secundario, sin extrañeza, sin agujeros y madrigueras que comuniquen con el inconsciente. 

 

¿Es por eso que, como demuestra Jonathan Crary en su libro 24/7, el capital trata de reducir el sueño, de perturbarlo, incluso de acabar con él? Ya se investiga cómo los humanos pueden reponer fuerzas sin dormir, es decir, sin tener que reactivar la infancia, sin pasar por el inconsciente; esa es la verdadera pesadilla de la sociedad del no-sueño…

 

Diez razones para escribir // Roland Barthes

No siendo escribir una actividad normativa ni científica, no puedo decir por qué ni para qué se escribe. Solamente puedo enumerar las razones por las cuales escribo:

1) por una necesidad de placer que, como es sabido, guarda relación con el encanto erótico;

2) porque la escritura descentra el habla, el individuo, la persona, realiza un trabajo cuyo origen es indiscernible;

3) para poner en práctica un «don», satisfacer una actividad distintiva, producir una diferencia;

4) para ser reconocido, gratificado, amado, discutido, confirmado;

5) para cumplir cometidos ideológicos o contra-ideológicos;

6) para obedecer las órdenes terminantes de una tipología secreta, de una distribución combatiente, de una evaluación permanente;

7) para satisfacer a amigos e irritar a enemigos;

8) para contribuir a agrietar el sistema simbólico de nuestra sociedad;

9) para producir sentidos nuevos, es decir, fuerzas nuevas, apoderarse de las cosas de una manera nueva, socavar y cambiar la subyugación de los sentidos;

10) finalmente, y tal como resulta de la multiplicidad y la contradicción deliberadas de estas razones, para desbaratar la idea, el ídolo, el fetiche de la Determinación Única, de la Causa (causalidad y «causa noble»), y acreditar así el valor superior de una actividad pluralista, sin causalidad, finalidad ni generalidad, como lo es el texto mismo.

Lo “ilegible” o lo “contra-ilegible”, no puede constituir evidentemente una figura plena. No podemos describirlo ni desearlo siquiera; es solamente la afirmación de una crítica radical de lo legible y de sus compromisos anteriores. No estamos más obligados a figurar la escritura que Marx a tomarse el trabajo de describir la sociedad comunista o Nietzsche la figura del superhombre. Es revolucionario porque está ligado, no a otro régimen político, sino a “otra manera de sentir, a otra manera de pensar”.

Revista Adynata / Junio 2021

 
 

Cuadernos de protesta 5. Grafiar la trama // La Liga Tensa

GRAFIAR LA TRAMA

Gestos y tácticas creativas en la manifestación

la Liga Tensa

 

Esta publicación reúne una colección de tácticas de protesta en las que la imaginación y la fuerza se encuentran en un espacio de negociación. Cada una de estas tácticas está resumida gráficamente en una lámina. La selección, aunque acotada, sugiere la amplitud y variedad de lógicas posibles para pensar la acción política, sabiendo que al manifestarnos nos encontramos en condiciones asimétricas. Tomamos ejemplos concretos que nos resultan reveladores porque permiten reflexionar, emocionarse, reinventar y abrir el espacio de lo que imaginamos.

 

Toda acción de protesta está necesariamente relacionada con el contexto político y social en el que surge. Hay acciones que sólo son pertinentes porque en determinadas situaciones está prohibido juntarse en una plaza, sentarse en un bar, caminar por una calle. Hay otras que son más fácilmente replicables porque las ciudades en las que suceden tienen elementos en común, la información circula rápido y existen vínculos de inspiración entre movimientos sociales. El uso del aparato represivo por parte del gobierno de cada país, los niveles disímiles de criminalización de la protesta (por ejemplo leyes anti terrorismo o anti piquete), la injerencia de los poderes en los medios de comunicación y de los medios de comunicación en las luchas, la violencia a la que estan expuestos ciertos grupos, y otras cuestiones, hacen que determinada táctica sea posible o no, necesaria o no, en un lugar determinado.

 

Cada lámina de acción nos incita a pensar posibilidades. Cada lámina trama algo, abre las puertas a planificar alguna acción; pero también es una trama, es decir, una red de elementos que se tejen dentro de un movimiento táctico como los que presentamos aquí. ¿Qué activa estos movimientos?, ¿qué forma tienen?, ¿cómo operan?, ¿qué funciones tienen?, ¿quiénes los hacen?, ¿en qué contexto político y social ocurren?, ¿en qué situación? Intentamos sintetizar estos tejidos y esbozar la historia que conocemos de estos gestos. Una historia que no limita al gesto pero lo sitúa. Cuerpos tumbados, sentadas, monumentos abatidos y resignificados, cubos voladores, moridas, luces que encandilan, cuerpos que cortan un pasaje, coreografías ensayadas o espontáneas. Buscamos dar cuenta de aquellos aprendizajes que se van dando en la práctica de estar en la calle y de movilizarnos juntes.

 

Decidimos organizar las veinte láminas que componen este cuaderno en cuatro familias. No son categorías que las definan, más bien proponen enfoques (un tanto arbitrarios) desde los cuales nos resulta interesante mirarlas:

 

RESIGNIFICACIÓN. Tomar un signo, una palabra, un mueble o inmueble, arrugarlo, modificarlo, voltearlo y volver a arrojarlo al espacio público. Montarse en los imaginarios y el sentido común colectivos para introducir otros mensajes, otras acciones, otras fuerzas u otres actores. Tener en la mira lo oficial, lo nacional, lo monumental y lo patrimonial.

 

BURLAR LA REPRESIÓN. Estrategias para esquivar alguna ley o darle la vuelta a un protocolo de represión. Juegan con la retórica de lo permisible y lo no explícito; a veces tensan, a veces destensan, pero en general, dificultan la intervención policial.

 

CUERPOS Y MEDIOS. La especificidad de un gesto corporal que se vuelve un signo (e incluso un símbolo) al irrumpir en el espacio público, y su relación con formas de socialización y reproducción. Con el cuerpo como arma gestual se producen actos efímeros capaces de volverse constituyentes al viralizarse, mediatizarse o incluso reprimirse. 

 

HUMOR. “Las tácticas no tienen por qué ser siempre solemnes ni serias. No tienen por qué ser siempre explícitas o claras. No tienen por qué ser siempre duras y ásperas. No tienen por qué ser siempre frontales y directas. No tienen por qué ser siempre las mismas. Hay subversiones mediante el humor, la belleza, la movilidad y el camuflaje. Hay maneras de destruirlo todo sin dañar nada. Hay formas de ganar haciendo «como si» ya hubiésemos ganado. Hay modos de ganar jugando bonito, usando el cerebro”. 

 

El continuo perfeccionamiento de formas de represión hace vital compartirnos y circular técnicas de resistencia y manifestación. Estas láminas surgieron con la intención de divulgar prácticas que nos gustan de manera rápida y simple. Una lógica entre panfletaria y didáctica, inspirada en las “monografías” de papelería que comprábamos en la escuela primaria para hacer la tarea, en las que unas cuantas imágenes y un texto breve tiran una línea y dan una idea sobre algún tema. Las acciones registradas aquí pueden seguir pensándose y activándose. Los materiales visuales y de texto están organizados como collages fotocopiables y pensados para su distribución y reproducción indiscriminada. Todo fue sacado de internet y estas composiciones, lejos de ser exhaustivas con los gestos de lucha que nos han nutrido y asombrado, proponen una entrada ágil a acciones que nos parecen importantes por su creatividad militante y su versatilidad.

 

 

LISTA DE INFOGRAFÍAS CONTENIDAS EN LA PUBLICACIÓN:

 

RESIGNIFICACIÓN

TUMBAR MONUMENTOS

PLAZA ITALIA – PLAZA DIGNIDAD

ANTIMONUMENTOS

FUE EL ESTADO

RENOMBRAR CALLES

ESTUDIANTES IPN CLAUSURAN LA SEP

 

BURLAR LA REPRESIÓN: 

LUCES LASER

SENTADAS AFROAMERICANOS

STANDING MAN

DOCUMENTAR LA MANIFESTACIÓN DESDE ATRÁS

ACT UP

 

CUERPOS Y MEDIOS 

«QUERER NO VER»

FEMICIDIO ES GENOCIDIO

ALERTA FEMINISTA / Abrazo caracol

LAS TESIS /Un violador en tu camino

HANDS UP DON’T SHOOT

 

HUMOR

ALTERNATIVA NARANJA

QUEMA DE CHILES

BOMBA DE OLOR

REFLECTOCUBO

 

PARA DESCARGAR CUADERNO COMPLETO

https://ligatensa.files.wordpress.com/2022/07/grafiar-la-trama.d-una-pagina.pdf

TODOS LOS CUADERNOS EN

https://ligatensa.wordpress.com/2022/07/12/499/

La izquierda chilena tras el rechazo. La nueva comunión de los expertos // Mauro Salazar

Tras los resultados del plebiscito del 04 de septiembre, Apruebo-Dignidad debe abandonar la pereza cognitiva y los comodines frecuentados para explicar su “derrota electoral” bajo la arremetida portaliana. Según las vocerías del nuevo progresismo se habría impuesto el Rechazo en virtud de una abundancia de fake news («fakesnewsismo»). Todo ha sido imputado a una especie de «teoría del emisor» (Hermes como médium y la traductibilidad) que se habría alzado sobre «ovejas con cabeza de papel» -población biopolítica mediatizada- sin los recursos de una “agencia”. Incluso el reconocido constitucionalista chileno, Fernando Atria, a propósito de su contribución en La Constitución tramposa (LOM, 2013) ha elaborado la respuesta más creativa en materia de desinformación*. Luego de dar una serie de escenarios, precisiones y razonamientos muy explicativos en materias de Fake, Atria concluye, a modo de autocrítica, que la eficiencia de la comunicación política del Rechazo -al menos por esta vez- se sirvió de una comunidad de subjetividades con disposición a votar contra el nuevo texto constitucional alcanzando una cifra insólita. Lo anterior sin el menor ánimo de subestimar las estratagemas de la derecha chilena y sus sirvientes semióticos, a la hora de masificar los sesgos populares contra la «razón política» y exaltar la necesidad de «expertos indiferentes» en la Convención a nombre de la politología dócil y la “matemática conductual” (El Paradigma Politológico y sus exponentes). 

Es primordial revisar la tesis del «helicóptero arrojando dólares» para comprender “plebiscitos infinitos”, sin desmerecer la inversión del empresariado en «banco de datos» y «enjambres digitales». En suma, el temor inducido existió, pero conectar de bruces tal cuestión con la «bella mentira» es una analogía «algo veloz» para retratar la “orfandad hermenéutica”, la carencia imaginal y la regresión positivista de los progresismos de turno -especialmente situados en la demografía del FA. El vacío de disputa hegemónica del gobierno y las fuerzas transformadoras, abundó en la ausencia de narrativas para contrarrestar las «tecnologías organizacionales» -positivismo lógico- en plena intensificación del “capitalismo académico” (epistemes y cogniciones del orden). La comunicación corporativa, y su pastoral publicitaria retratada en el Partido Republicano, amerita una discusión de fondo que se extiende hasta las economías del conocimiento que la industria de la conductas y preferencias ha instalado (algoritmo). Con todo, la conspiración de las estadísticas coludidas, el boicot ante el SERVEL, la manipulación de rasgos conservadores de la población, el vitriól de las redes sociales, no gozan de una solvencia explicativa o una razón prevalente para zanjar las aristas del Rechazo. En plena teología plebiscitaria la izquierda chilena invocó el manual de Steve Bannon (ex asesor Trump), el pinochetismo enfermizo, la inteligencia americana, el fascismo capilar, y la ignorancia del «pueblo tonto», que sin embargo fue útil en la victoria del 80% (Plebiscito de entrada). Otras voces recusaron el golpismo congresal que, solazado en la razón gubernamental, 15N (2019), y centrado en El Acuerdo por la Paz, habría obstruido las energías de pueblos asimétricos, mediáticos, huérfanos, o bien, post-populares, feministas, obligando a Boric-Font, y sus aliados de la clase política a garantizar la distopía de los cuerpos, potencias y movimientos de calle en un acuerdo tan indeseable, como necesario. Toda la cantinela de la alienación quedó al desnudo, o bien, el desconocimiento de los propios intereses de clases del mitificado campo popular (falsa consciencia)

Lejos del dato laxo, el «quinto retiro» surtió efectos al menos en tres niveles. De un lado, la ausencia de indulgencia ante las necesidades fácticas de la ciudadanía carenciada y la nula vinculación político-interpretativa (epistemicidio) con el fenómeno inflacionario bajo la cadena de la sobrevivencia y, de otro, el vacío de mediaciones entre el polo institucional y el campo social para movilizar pasiones democráticas. Por último, el silencio argumental sobre un debate en materias de desarrollo y capital humano requería enfrentar la gramática cientificista del experto organizacional. No es casual que bajo este contexto el director de la encuesta CADEM sostuviera -cual programa de computabilidad- que el triunfo del Rechazo estaba cerrado en el mes de Abril (2022). 

El clima hiperbólico fue la deriva de algunas potencias utópicas, sin indagar en la posibilidad de pueblos post/populares de tipo neoliberal (2019) que han roto todos los contratos con la cadena de la representación y que tienen potenciales nexos con el campo del rechazo cuando recusan la racionalidad abusiva de las instituciones. Un bloqueo estructural que las izquierdas deben interrogar en su alcance hermenéutico para descifrar sociabilidades perceptivas y las rupturas fenoménicas con la razón partidaria.  

Adicionalmente ello rodeó al organismo convencional; su (in)comunicación inicial, a poco andar corregida, y la ausencia de prácticas pedagógicas, más allá de algunos esfuerzos notables hacia el mundo popular, agravaron una cotidianidad agobiada por la «guerrilla de precios» y la olla flaca. La dramaturgia domestica de algunos convencionalistas (los usos y abusos mediáticos de Rojas Vade por parte de la contra campaña derechista); los rituales despreciativos hacia los símbolos de la comunidad nacional, so pena de su conservadurismo ancestral y retrógrado. Todo redundó según Atria (El Desconcierto) no sólo en problema de gestión y coordinación, sino “en un escrito para una asamblea de estudiantes». El Rechazo del Rechazo, con su ausencia de “magnanimidad”, hacia las opiniones difusas y la denigración de las corrientes del polo social demócrata, incluyendo aquella demografía de inspiración probadamente neoliberal, mediante la agitación discursiva distópica, abandonaron los aprendizajes de la teoría (post)hegemónica, agravando la «guerra de posiciones» en favor de la «comisión de expertos» y sus economías del conocimiento.

La vocación estético-medial hizo una lectura molar de los intersticios del mundo popular y sus distintas modulaciones de nihilismo o partitura institucional. En suma, en vez de aparecer como una cruzada vigorosa, el texto soberano devino en un ofrecimiento bullicioso ante la vida cotidiana de una ciudadanía esquilmada en sus «modos de existencia» y fuertemente tributaria de la concentración cognitiva de la hiper industria cultural. Y sí, nuevamente, sobre tal base la comunicación corporativa no vaciló en viralizar descoordinaciones, guerrillas identitarias, y fricciones de una Convención inédita en la historia de Chile. Todo ello ha dado paso para que nuestro “ensayismo oligárquico” y sus halcones celebren un país que rechazó el caos constituyente —a lo largo de todas sus regiones sin excepción y de más de un 90% de las comunas. Un texto que según «Amarillos por Chile», en vez de expresar acuerdos transversales, resume un «espíritu refundacional y maximalista». 

Tras este ambiente excepcionalista, las marginalidades mediáticas padecieron los sobre sueldos de asesores y jefes de gabinete de Apruebo-Dignidad, que la derecha supo gestionar mediante sus editores, haciendo que la ciudadanía no sólo apuntará al 1% (superricos) que absorbe el 40% de ingreso nacional, sino a un «progresismo de boutique» (mesocracia de la reforma). Y ello implica abrir un debate sobre la irrupción de nuevos estratos y subjetividades producidas por la integración a circuitos educacionales superiores, de consumo, de monetarización, de propiedad, de status, de circulación de signos y de formas de vida bajo el capitalismo de riesgo. Todo en medio de una población (50%) que, al margen de una alarmante marginalidad en el mercado del trabajo, apenas alcanza los $ 450.000 mensuales.

A la sazón la votación progresista se ha visto reducida cada vez más a grupos con  mayor educación, ingresos relativamente altos, ethos liberal-mesocrático, y un  programa civilizatorio que va desde un feminismo radical -sin traducción en el campo popular- hasta un «ecologismo galáctico», quedando la mayoría  de los segmentos con menos años de escolarización y menor inclinación al ethos posmoderno (portaliano-queer) dentro del campo de atracción de las fuerzas opuestas al ‘gobierno transformador’. 

El desprecio que cierta izquierda no pudo disimular por esa muchedumbre supuestamente desclasada, esto es, “fachos pobres” que desviaron el voto hacia el “riquerío”, revela una pulsión de superioridad moral que, de variadas  maneras, se expresó también en el  lenguaje de la negación frente a aquella otra parte del «progresismo neoliberal» (“Concertación bifronte”) que insistía en valorar el potencial gradualista de los nuevos estratos que buscan integrarse a los códigos y prácticas culturales de nuestro capitalismo periférico. Bajo este contexto, tal «progresismo», de tibio reformismo, no hizo más que intensificar sus alianzas e intereses con el gran empresariado y obró como una feroz «guerrilla de retaguardia». 

El texto que primó —de modo implícito o explícito— entre las vanguardias del Apruebo y que animó también al núcleo de la Convención Constitucional, mantuvo relaciones oscilantes con la revuelta del 18-O (2019), develando una distorsionada visión express del proceso político. Aquí se impuso la idea de que los procesos pueden ser modificados (ex nihilo) por la potencia de los derechos sociales como “leyes de bronce”, sin tener que pasar por el duro camino de los ires y venires, «surfeando» los complejos eslabones de la articulación, la inercia de las burocracias, la tenacidad de las elites, las opacas e infinitas resistencias de las infraestructuras del poder, distinción y cultura. Tal visión contribuyó también al reimpulso de los expertos y sus filiaciones corporativas que han recusado la elocuencia transformada de Apruebo-Dignidad. Ello ayudó a exacerbar «pasiones tristes» que se expresaron en la cancelación del tiempo del tiempo imaginal. Y no a dudar, nuevamente ello conminó a los demonios del capital con todo su poderío incidental, pastoral, corporativo, pero en ningún caso al revés. 

El relato octubrista vuelve una y otra vez a plantear su estrategia de ruptura y despliegue destituyente contra la mitología del “mainstream modernizador”. Ciertamente estuvo tras el jaque a la gobernabilidad en los días de octubre de 2019 cuando movilizó la consigna de la renuncia presidencial y empujó una asamblea popular, inédita y excepcional para la historia de Chile. El controvertido acuerdo del 15-N inauguró el cauce institucional hacia una nueva carta fundamental a través de la Convención Constitucional que la derecha miró con terror de alta mar una vez que obtuvo el 20% de los votos. Al comienzo se intentó desbordar esotéricamente este organismo desde una mayoría bien ganada, que se debía a un orden reglado con las minorías, pero que agudizaba las furias reaccionarias de nuestros pastores. Luego del lirismo, las cosas fluyeron meritoriamente, con aportes innegables y plazos bien logrados, pero las cartas estaban echadas y la relación entre Convención y Apruebo-Dignidad derramó un ambiente incontrolable. 

Por fin el usó del «octubrismo express» (necesario de suscribir por su riqueza crítica, aunque no siempre interrogado en su economía política) como un recurso para disuadir el voto del Rechazo. Desde marzo (2022) al “gobierno transformador” le ha faltado creación política, narrativas, convicción, disputa hegemónica, metaforización e interacción con el mundo popular. La derrota fue eminentemente política y se expresó en el «bicameralismo psicológico» del oficialismo que agravó las condiciones de la Convención y exaltó debilidades ante los discursos de la técnica (industria de las estadísticas y elencos adoctrinados en las magnitudes de la política pública). 

Hoy ya es tarde. En los últimos días, asesores de palacio y jefes de gabinete concitan por las redes sociales a los expertos de los Think Tank y la vieja gobernabilidad cifrada en parámetros de crecimiento reverbera en sus credenciales tecnicistas. El asalto de la post-concertación, de sus tecnopols, de especial fuerza en el caso del PS, ya es un hecho consumado y prolifera un nuevo coro que refuerza la soberanía managerial y la «epistemología del despojo». Con todo el proceso de los barones concertacionistas abrirá otros espacios para la acción política. Pero ello ocurrirá bajo el dictum de las métricas y una nueva división del cuerpo social consumado en aquello que Villalobos-Ruminott ha llamado un nuevo “pacto juristocrático” (2021). Quién sabe, quizá en la larga duración, el 04 de septiembre abrió una “gradiente” que perpetuará la fragilidad institucional de humanidades moribundas. 

Temuco, septiembre

Nada más neoliberal que abolir el odio// Emiliano Calarco

Existe un viejo poema, erróneamente adjudicado a Bertol Brecht, que habla sobre la idea de acción, de accionar un límite. El poema es en realidad de Martin Niemöller un pastor luterano que advertía sobre los problemas de la pasividad frente a la persecución política y religiosa de los Nazis.

«Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,

guardé silencio,

ya que no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,

guardé silencio,

ya que no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,

no protesté,

ya que no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,

no protesté,

ya que no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,

no había nadie más que pudiera protestar».

El pastor intentó, supongo yo, interpelar a sus contemporáneos que aparentemente no se veían muy sensibilizados por las persecuciones nazis. Hay un tono de desesperación bastante marcado en no intentar interpelar desde lo sensible y el afecto, sino desde una cuestión práctica: “Hace algo ahora, no porque creas que es lo correcto, sino porque después van a venir por vos” parece decirnos desde la Alemania Nazi. Entonces las conclusiones son muy dirigidas: límite y tiempo. La acción justa en el momento justo.

El poema quedó inserto en la memoria histórica queriendo funcionar de alarma cuando sea el momento justo. Acá se abre la pregunta clave ¿cuando es el momento justo de poner el límite?¿No será que, en estos días en los que distintas figuras se desgarran por la democracia, se llega (se llegó) tarde a defenderla?

Capaz es que, disciplinamiento mediante, se llegó a un umbral de tolerancia frente a la violencia que es tan grande como imperceptible. Tal es así que no se puede reaccionar frente a los ataques directos. ¿qué sale a defender la gente que sale a “defender la democracia”? ¿qué sale a defender la gente que cree que esto es solamente producto de un “discurso de odio” y no de condiciones materiales?

Por estas horas se está hablando de pactos democráticos, pero ¿quién firmó esos pactos? ¿A quiénes le sirven y le sirvieron? Y sobre todo ¿qué fue lo que dejaron a fuera?

 

Nadie de los que en estos días gritó, subió sus fotos a sus redes, se indignó, lloró. ¿Nadie, pensó en escribir:

Cuando vinieron a llevarse a Facundo,

guardé silencio,

ya que no era un joven pobre?

Nuevamente vale la pena preguntarse ¿qué se defiende cuando se defiende la democracia?

No se estuvieron haciendo mil y un cosas en contra de la democracia sin que estallara el límite? Porque no se llegó a esto de un día para el otro.

¿No es esta una oportunidad para nutrir ese concepto que, ahora, demuestra lo precario que era, lo vacío que estaba, porque, nuevamente, en medio de este ruido defensor de las instituciones y de “la paz social”; de qué democracia hablamos? ¿no es un buen momento para cuestionar la frase hecha, repetida hasta el hartazgo sobre el “consenso democrático”? ¿O no se hablaba de consensos ni democracia cuando desapareció Tehuel? ¿o es qué no se entiende por democracia más que cuestiones formales? ¿No habrá sido ese consenso cocinado desde arriba, desde dónde no llegábamos y no se hizo a imagen y necesidad de quienes ayer, hoy y mañana regentean el país? Un consenso donde unos comen y otros obedecen. ¿No tambalea la democracia cuando no se llega a fin de mes, cuando 1 de cada 3 niños se saltea una comida al día? Y ojo, que no se trata de hacer una equiparación abstracta y moralizante que nos conduzca a una suerte de “nadie menos” donde se borren las diferencia cualitativas, no. No es lo mismo el intento de asesinato a una de las referentes más populares que un caso de gatillo fácil, como tampoco es lo mismo una desaparición forzada forzada en una manifestación que la pobreza extrema. Tienen cualidades diferentes, pero todas ellas entran contenidas dentro de esta democracia. Capaz, si se quiere llegar al fondo de la cuestión, si se quiere la garantía de no repetición, sea el momento de preguntar realmente qué es la democracia y cuando entra en peligro. Porque si bien este consenso se podría romper “por derecha” ¿realmente es tarea nuestra tratar de conservarlo? Capaz no sea la hora de hablar de consenso sino del disenso democrático.

 

Pero, una vez más, para llegar al fondo del asunto, si realmente nos preocupa la estabilidad de esta democracia, más allá de que no nos animemos a definirla, y poner el límite justo en el momento justo, hay que explorar zonas poco felices, incómodas. Capaz haya que pensar que tan hija es, esta democracia, de la última dictadura militar, que tan sombra de esta es. Y si nos preguntamos, con sinceridad, dejando el consignismo, la pasión impostada, capaz podamos descubrir que el terror genocida todavía rodea y moldea a esta democracia. Fueron los mismos dueños de la argentina de hoy quienes ordenaron al entonces partido militar armar los campos de concentración, torturar,en fin gobernar. Fueron los dueños de este país quienes dieron la orden con el objetivo de proteger sus ganancias, no fue el odio lo que los guió, fue el cálculo hecho a máquina, preciso, frío. Hoy los dueños del país no necesitan tanques de guerra ni campos de concentración, se aseguraron de que cada trabajador, trabajadora argentino llevara en sus entrañas, internalizada, la cámara de tortura y luego, también, la presencia del hambre amenazando, siempre. Esa picana interior que tenemos. Que cuando queremos cruzar un límite, ampliar los límites de esta democracia se vuelve amenazante y agita el recuerdo del terror sobre la carne. Nos recorta la sensibilidad, esa que nos permite ver el dolor ajeno ¿Qué tan democrática es esta democracia parida en cautiverio?

 

Días antes del fallido atentado la vicepresidenta arriesgó un intento de advertencia similar al llamado del poema “no vienen por mí, vienen por ustedes” dijo, pero, acaso ¿No vinieron ya por nosotros? No está este famoso y honorable consenso firmado sobre el terror, sobre nuestra derrota. Y ese consenso ¿no se actualiza cada vez que hay una muerte, asesinato, de un trabajador por parte del estado? ¿O el asesinato de Darío y de Maxi no abrió un nuevo ciclo en la Argentina, cuando las consecuencias de ese consenso eran cuestionadas, permitiendo el nacimiento de lo que hoy llamamos Kirchnerismo y Macrismo? ¿No está parada esta democracia sobre esos asesinatos?

En estos momentos de conmoción darle aire a las preguntas, esas que angustian, que no nos hacemos todos los días puede ser un buen punto de partida. ¿Podemos llamar democracia a un sistema dónde la desigualdad es la regla, dónde el disciplinamiento a la clase trabajadora en forma de desempleo, gatillo fácil, femicidio, travesticidios son eventos tan cotidianos pero sólo afectan a sectores pequeños y por lo general marginalizados de la “real politik”? ¿Dónde las antiguas cúpulas restringen la participación sindical o ni siquiera existe? La violencia nuestra de todos los días. Nos moldea, muestra qué está bien, qué está mal. Muestra el límite, todos los días.

La pregunta que nos puede llevar a otro lado es si se puede romper ese límite y como. ¿Cómo se profundiza una democracia? ¿cómo se la transforma cualitativamente? Capaz no sea desde sus formas, ni celebrando elecciones. Salir de la postura defensiva y empezará tocar intereses que ni siquiera se cuestionan. De quienes nos obligaron a salir a trabajar en la pandemia aún sabiendo que nos iba a costar la vida. De quienes viven ganando de nuestro trabajo. No alcanza con el 50-50 del que cada tanto se habla, eso también es insuficiente. Es momento de pensar que tan compatible es la democracia con el capitalismo, que tan compatible es con este Estado y llevar a fondo los planteos.

 

El intento de atentado que vimos fue producto de la pasividad, esa que denunciaba Niemöller en su poema. Pero también de la falta de coraje a sentir. A sentir el dolor ajeno como propio. De callarse y, por cobardía, incitar al silencio a quienes, desde lugares, siempre precarios, denunciaban como se pisoteaba a trabajadores, trabajadoras. Porque todo lo previo a esto sucedió en el medio de un gran silencio de quienes por estos días se escandalizaban por la democracia. La incapacidad afectiva que necesita este consenso también permite el avance fascista. es un objetivo clave para atacar. ¿Qué tan alto es el umbral de tolerancia a la miseria material, intelectual, espiritual, que tenemos los trabajadores y trabajadoras en la Argentina?

Ahora bien, este consenso democrático, que necesita de este recorte de la sensibilidad para poder ser tolerado. Necesita también, en su recorte, de la exclusión del odio.

¿De dónde viene el famoso odio que hoy está en boca de todos? La idea de que es producido desde medios de comunicación, llamados vagamente hegemónicos, aporta muy poco a dilucidar su origen. Más bien pareciera conducir a una respuesta fácil donde hay una relación lineal entre televisión, celular, dispositivo, etc y un consumidor pasivo, que recibe información y actúa en consecuencia. Nada más alejado de la realidad. El discurso sobre “los discursos del odio” no suena tanto a buscar respuestas como si a desarmar a la clase trabajadora, expropiarla de un sentimiento justo. La imposibilidad de exteriorizar una situación concreta es la consecuencia de la condena al odio. No es que no existan estos discursos, no es que no tengan su influencia, ni que sean inocentes. Pero ¿no nos estaremos olvidando de algo más central? dónde, en definitiva, van a hacer pie estos discursos, qué es en las condiciones materiales en las que vivimos. Y que estas condiciones sean tan precarias hacen que estos discursos tengan receptores. Es esta democracia, este consenso el que produjo estás condiciones y a estás personas. ¿No será señalar a los medios, más allá de sus responsabilidades claras, una forma de querer preservar esta democracia castrada, una forma de mantener la apariencia de algo que, ya lo sabemos, no es lo que dice ser y nunca lo fue?.

El encierro asfixiante al que nos lleva repudiar el odio es en definitiva lo que genera, no el odio, sino la ira, desbocada. ¿Cómo puede ser que tantos y tantos profesionales “progres” nieguen la necesidad del odio? ¿Dónde está la curiosidad, de tanto opinador, por saber de dónde viene ese odio, en apariencia irracional, inentendible? Es ahí donde la ansiedad de respuestas rápidas traiciona a los bien pensantes o… pensándolo bien, los ayuda a encubrir el origen de ese odio.

Detrás de esta respuesta fácil no solo se esconde la subestimación al pueblo en general, que sería una víctima permanente de la manipulación mediática, un eterno espectador de la realidad. También demuestra la poca voluntad de ir “más allá”, de quienes pretenden, así lo dicen, transformar la realidad. Si se rompe la superficie de respuestas fáciles, rápidamente nos vamos a encontrar con las condiciones materiales en las que vivimos ¿no serán éstas las que más generan el odio, la violencia?. ¿No será que el odio viene, no desde un noticiero o un trend, sino desde lo precario de nuestras vidas? ¿No son las mismas personas las que ahora señalan a Los-Medios-Hegemónicos las que con el mismo dedo señalan las condiciones materiales a la hora de explicar la criminalidad?

No hay nada menos político que presentar una pelea política como el enfrentamiento entre el odio y el amor. Nada menos político, nada más encubridor de la realidad, nada más violento. Tampoco se trata de hacer un llamado al odio de la misma manera que otros hacen un llamado al amor. La contracara de un amor abstracto que no distingue entre sujetos es el odiador que tampoco lo hace. El odiador encarnado en el patrón de estancia, en el empresario, en el dueño que odia cualquier cosa que no sea su ganancia y que siente como una amenaza a su poder cualquier manifestación popular por más mínima que sea. Descubrir que hay un odio justo es des-cubrir las condiciones materiales en las que vivimos y también… sentimos.

Tal vez el odio surja, también, como consecuencia de la distorsión constante de la realidad que se necesita para sostener el “como sí” de este pacto democrático. Una ficción sobre estómagos vacíos.

¿Alguien, de estos comentaristas del amor, se preguntó seriamente por qué se odia y por qué se odia a determinadas personas o todos fueron traicionados por sus respuestas automáticas, sometidos a un tiempo ajeno, el tiempo de las redes? ¿no se articulan esas respuestas rápidas con largos silencios? No hay una trama de silencios-respuestas que esconde claudicaciones, acomodos a la realidad que fueron cediendo espacio a la derecha más rancia que hoy se quiere repudiar ¿No encontraremos, también, abonando al “odio” una justificación sistemática de todo lo que hizo, hace y probablemente haga este gobierno?

¿No está, en definitiva, detrás de la subjetividad del odiador, del intolerante, del que quiere disparar, el mismo consenso que hoy nos quieren hacer defender? ¿No estará, detrás del largo camino que lleva a alguien a empuñar y gatillar un arma, el mismísimo capitalismo?

Acá la paradoja de quienes llaman a defender esta democracia: mantenerla es mantener las condiciones que generaron el atentado. Para defender la democracia hay que romper el consenso, superar la picana imaginaria que nos mantiene en este encierro. Vamos a tener que odiar y amar justamente.

No hay nada más neoliberal que pedir la abolición del odio, nada más hipócrita tampoco.

Capaz después de esto se vea que, esto, es el capitalismo en serio.

El odio, el «Señor Pedro» y los trolls//Mariela Genovesi

Ya ha pasado más de una semana desde el jueves 1 de septiembre. Día a partir del cual, y debido a los sucesos de público conocimiento, se ha comenzado a hablar con mayor énfasis que lo habitual, del odio y de los «discursos de odio». Es por eso, que en esta nota me gustaría reflexionar sobre el odio en sí, qué es, cómo surge y cómo actúa.

El odio es un afecto alimentado por la Ira. La ira es una emoción, que se expresa de manera corporal y que da lugar a una serie de expresiones psíquicas y subjetivas que reciben el nombre de «afectos». El rencor, el resentimiento, el enojo, la hostilidad, el desprecio, la indignación, la intolerancia, y el odio…. son todos afectos que se originan en el seno de la ira y que se asocian a «imágenes», «ideas», «recuerdos» y «malestares» superficiales y/o profundos.

Una persona siente rencor, porque aún recuerda el dolor que alguien le ocasionó. La ofensa aún perdura, no se perdonó ni se olvidó. Eso genera resentimiento, que es la puerta de entrada a la conversión del amor o aprecio que alguna vez se tuvo, en «otra cosa». Esa «otra cosa» puede ser odio, pero no necesariamente. No aún.

El odio es mucho más complejo, porque surge en conexión a otros afectos concomitantes al universo de la Ira, pero también, concomitantes al universo de otra emoción: la Tristeza. En el odio, hay dolor, hay angustia, hay sentimiento de pérdida y, por lo tanto, hay indignación.

Rencor, resentimiento e indignación. Ya tenemos tres afectos de la Ira, que son muy distintos en sus características y en su composición. ¿Cuándo sentimos indignación? Cuando algo nos duele mucho, cuando no podemos concebir que sea cierto, posible o real, porque no lo podemos entender y porque no lo podemos tolerar. Quizás porque hiere nuestro sentido de justicia, nuestros códigos éticos o nuestras reglas morales. Quizás porque hiere nuestra idea de «ser humano», de «patria» o de «república»; o quizás porque nos quita algo que apreciábamos, necesitábamos o estimábamos mucho.

Rencor, resentimiento, indignación e intolerancia. Todos ellos unidos por la ira y el dolor. ¿Cuándo algo resulta intolerable? Cuando no se soporta, cuando se cruza el límite. Ahí, ya hay una alarma, un primer «warning». Porque la intolerancia al no soportarse, necesita expresarse, necesita «salir». Puede manifestarse como bronca, insulto, desprecio y hostilidad hasta que finalmente conforma esa base afectiva que socialmente denominamos «odio».

Vemos así que, para llegar al odio, necesariamente se tienen que haber dado otras instancias, a las cuales no tuvimos en cuenta a la hora de evitar seguir ahondando en un conflicto emocional que nos lastima y nos horada cada más. Eso es el «odio», pero ahora, nos resta averiguar las implicancias del «odio social», que supone algo más, porque entraña un sentimiento de masa, algo que genera cohesión social más allá del sentimiento subjetivo de cada individuo.

Desear que un dirigente político (del partido que sea) se muera o sea asesinado, conforma el pueril y oscuro anhelo que una parte de la población -que no se siente para nada identificada con ese dirigente-, tiene. Sobran los ejemplos de expresiones populares vistos en marchas, en redes sociales o escuchados alguna vez en algún local de barrio.

Pero del dicho al hecho, no hay apenas un «trecho», hay leyes, hay sanciones (morales, sociales, mediáticas, jurídicas) y hay penas. Franquear cada una de estas instancias, puede suponer una «locura», pero también, puede suponer un hecho aún más oscuro y para nada pueril, que descansa en las entrañas y redes del poder. Siguiendo esa línea, el «odio social» se convierte en un iceberg, en una excusa, en una máscara para explicaciones aún más complejas que la Justicia deberá investigar. Sin embargo, no podemos negar ese «odio», esas manifestaciones diversas y públicas, porque están, porque existen. Y porque incluso también, llevan al «descreimiento», es decir, a la pérdida de credibilidad de todo hecho o acción no deliberada.

Y aquí entran a jugar también los llamados «discursos del odio» y los sujetos que, con sus opiniones y participaciones en redes, son denominados «haters». Hay discursos genuinos y hay discursos programados. Es decir, existe la «señora Rosa» y el «señor Pedro», pero también existe el troll. Existe la influencia mediática, pero también existen los que piensan y sienten eso más allá de lo que diga tal o cual medio o aparezca en la red social. La realidad actual es así de compleja. Pero es cierto que hay un sistema global que genera y direcciona – a través de las diversas redes sociales- cada vez más narcisismo, ostracismo y degradación moral fomentado odio y agresividad.

Por último, y ya para cerrar, mencioné que el odio se conecta con la indignación, con el sentido de injusticia, con la intolerancia, con el resentimiento y con el dolor. Y en ese sentido, tampoco podemos negar que desde algunos (bastantes) años a esta parte, hay un porcentaje cada vez más amplio de la población que siente eso mismo respecto de cualquier discurso político. La pérdida del poder adquisitivo, la falta de dinero y de insumos para poder vivir dignamente, la pérdida de la capacidad de ahorro para poder progresar y obtener una casa o espacio propio, la falta de confianza en el futuro, el aumento de problemas sociales y psico-afectivos a causa de esta crisis agravada y de la pos-pandemia, son la contracara estructural del odio, una cara que no podemos dejar de ver, que no podemos tapar.

Negar la crisis, negar los ajustes, encerrarse en el propio discurso o relato político engrandeciéndolo, exaltándolo cuando la realidad social muestra y da señales (alarmas ya) de otra cosa, es no tener una lectura adecuada de los tiempos afectivos que corren. Tiempos a los que no hay que culpar, porque eso significaría potenciar el error y, por ende, las consecuencias. Porque esa actitud de negación, de solipsismo y de vanagloria política, hecha aún más leña al fuego.

La sociedad no tiene la culpa de sentir lo que siente. Lo siente por algo. Y a ese algo es a lo que hay que prestarle atención, sea cada quien, de la fuerza política que sea.







Carri // Pedro Yagüe

El recuerdo, al igual que los olores, aparece de golpe. Sin aviso. Este carácter incontrolable de la memoria permite comprender la razón por la cual la imagen del sujeto atormentado por sus recuerdos se convirtió en un lugar común de la literatura. El reverso de este cliché resulta sin embargo más productivo. No se trata de aquel perseguido por su pasado, sino de quien insiste en volver activamente sobre él. Hay veces que el sujeto decide ir tras los recuerdos. Darles vueltas, revolverlos. Este tipo de obstinación de quien no se deja acorralar por lo vivido esconde un método cuyo origen se encuentra en la disconformidad, en la constante incomodidad con el presente. El pensamiento de Albertina es un claro ejemplo de esta operación. Su obra expresa la tozudez de quien enfrenta la memoria, el empecinamiento de quien busca una verdad.

Pero los recuerdos –lo saben los rubios, también los cuatreros– no siempre son fieles con la verdad de las cosas. En ellos todo se confunde. Roberto con Velázquez, Albertina con Roberto. La sumisión del nativo, la rabia, el “salvajismo popular”, el enfrentamiento con la policía no son meros datos cuando lo que se piensa es la rebelión contra el saber constituido (el de la política, el de la academia, el del cine). El apellido Carri tuvo el coraje de enfrentarse abiertamente a la sociedad oficial. La diferencia más grande con los sociólogos actuales no es de concepción sino de actitud. Roberto fue un sociólogo que no quiso. O que tal vez quiso demasiado. ¿Cómo permanecer en el análisis de estadística, cómo permanecer en la moral aritmética cuando la mirada podía centrarse en Isidro Velázquez? También Albertina. ¿Cómo seguir filmando lo mismo, cómo entusiasmarse con la repetición incansable de lo ajeno, cuando la mirada podía centrarse en lo más propio? El cine, como la sociología, es frecuentemente un espacio conservador que se muestra revolucionario.

Al igual que Viñas, los Carri construyen sus mundos a partir de una negación. “No”, dicen, y al hacerlo se afirman. Preguntándose de dónde viene, Albertina investiga sin saber adónde va. Roberto se apasiona por Gauna y Velázquez, su hija por el recuerdo de los años setenta en los dosmil. Así construyen un lenguaje desautorizado, sin más sustento que el de su propia historia. El campo (que en Géminis es cerrado y en Velázquez infinito), la ciudad, el barro y el barrio, los playmobil, el odio del Chaco, la identificación con los bandoleros, la familia burguesa, la Sociología Especial, los sindicatos peronistas. En todo eso hay una misma intención: atravesar la herida y volcarla en un lenguaje.

¿Cómo rememorar?, se pregunta Horacio González, quien hizo mucho por traer a Roberto desde el olvido. Insistiendo. Haciendo del ombligo lastimado un índice de verdad. Y en esa búsqueda, en ese empecinamiento, inventar un yo. Hecho de restos, como todo. El yo de Albertina piensa la historia individual en la colectiva, lee la nación cicatrizando en el cuerpo, y el cuerpo cicatrizando en la nación. Alguien, alguna vez, debería leerla junto a Mansilla.

La insistencia del dolor es también la insistencia de un odio. Y allí, de nuevo, todo se confunde. Roberto con Velázquez, Albertina con Roberto. Al reflejar el odio acumulado, su presencia aparece como un factor inter-comunicante del sentimiento colectivo. Así explica la identificación del pueblo con los bandoleros. El odio popular, por tanto, busca alguna manera de expresarse. Y Velázquez, que es consecuencia de esa arbitrariedad, fue una forma de su manifestación. Debería leerse a Velázquez y Gauna como Rozitchner leyó a Perón.

¿Cómo rememorar? ¿Cómo acercarse a la verdad colectiva sin alejarse de la personal? ¿Cómo penetrar en la historia sin alejarse de uno mismo? Insistiendo desde la incomodidad. Haciendo propio el método Carri: transformar el malestar en índice de verdad, perseguir el recuerdo en busca de una voz.

 

Engendros. Pedro Yagüe. Hecho Atómico ediciones 

 

Lo que ocurrió en la presentación de «Las series infinitas» // Golosina Caníbal

¿Conocen la historia sobre la presentación de Las series infinitas? Resulta que un fin de semana a un grupo de lectores se le ocurre irse en caravana hacia La Matanza para celebrar la publicación de la última novela de Pablo Farrés. La reunión era en una biblioteca popular pero no todos los visitantes habían reparado en el nombre. Al llegar al páramo matancero, el grupo de fanáticos traspuso la puerta con ansiedad y bríos de ver al autor, de palparlo, de ensalzarlo pero en su lugar encontró a una pobre vieja esmirriada, sentada en una mecedora del Bajo Buenos Aires, rodeada de pilas de libros nuevos y polvorientos. Los ojos de la momificada señora se incrustaban en una piel de papiro color marrón té con leche, el contorno del rostro se marcaba por la túnica que la envolvía con su blanco percudido y sus líneas celestes. El grupo de lectores que había realizado la incursión a los confines del conurbano preguntó incrédulo: “Buen día, señora. ¿Y Pablo? Venimos a la presentación de la novela de Farrés”. Un leve movimiento de la boca antigua exhaló una respuesta que caló hondo y que sembró el desconcierto en la mínima multitud. La vieja decrépita dijo: “Yo soy Pablo Farrés”. Fue un desconcierto oscuro y absurdo lo que reinó en la postergada biblioteca popular que debía ser guarida del gran novelista y, sin embargo, parecía más bien asilo de una mujer resecada por la vida y recorriendo el pasillo final hacia la extinción. Uno del grupo se acercó unos centímetros más hacia la vieja en la mecedora y la observó con atención. Cuando niño, este inocente lector había padecido de rosarios y rezos, sabía de santos y mártires, podía recordar con claridad los pasos de una misa hecha y derecha. Entre los recuerdos de este viajante que observaba los ojos transparentes de la momia bonaerense, que escuchaba aún los ecos de la frase absurda que la vieja había expelido, que sentía un aroma a desierto y a incienso y a la esperada choriceada en honor a Pablo Farrés, entre ese maremágnum de estímulos el lector preguntó: “¿Madre Teresa? Pero… ¿usted…? ¿Usted es la Madre Teresa?”. El desconcierto fue total. De repente, el grupo de lectores que había recorrido rutas inhóspitas, que había abonado peajes insólitos, que esperaba poder brindar con Farrés por su gran novela experimental, se encontraba con esta broma… ¿La Madre Teresa de Calcuta? ¿En una biblioteca popular de Virrey del Pino? ¿No había muerto? ¿Y Farrés? ¿Dónde estaba Farrés? La momia santa, cuando nadie lo esperaba, movió una pierna, luego otra, desovilló su cuerpo y se paró delante de los desconcertados lectores. Madre Teresa, beata de los enfermos, consideró que era necesaria una explicación:

“Jóvenes, entiendo la confusión y las expectativas quebradas. Ustedes esperaban a un poderoso escritor vanguardista y se encuentran con esta anciana dedicada al pobre, al enfermo, al necesitado. Seré breve si me lo permiten: yo no morí, yo estoy aquí, yo soy Pablo Farrés. ¿Acaso nada aprendieron de Las series infinitas? ¿Qué leen cuando leen a Farrés? Mi nombre es Pablo Farrés pero también es Madre Teresa, o Claudio Scherer, o Mariana Enríquez, o Fernando Sabag… ¡Es suficiente! ¿Pero en serio no entendieron el virus que recorre las 600 páginas de mi última obra? ¿O es que solo vinieron por el choripán? Fui Madre Teresa y recorrí las series infinitas del milagro y del martirio, del don y del pecado, de la vida y de la muerte. Algunos desagradecidos empezaron a hablar del ‘lado oscuro de la Madre Teresa de Calcuta’, que instalábamos una ‘cultura del sufrimiento’ entre los más necesitados, que detrás de este rostro bondadoso y apergaminado se escondía un anciana cruel… Tuve que huir. Algunos viejos amigos alemanes me recomendaron este desierto en el sur del mundo. La Argentina me cobijó en este borde bonaerense, aprendí el idioma, pensé en retomar mi obra de caridad pero ya estaba desencantada. Busqué respuestas en la noche de La Matanza, hubo alcohol, hubo drogas, hubo cuerpos, también me llegó la marca: di positivo. No creo que haya que explicar más, está todo en Las series infinitas, cambié nomás algunos nombres. Yo soy Pablo Farrés, ¿quién se encarga de los chorizos?”.

 

* Este texto fue leído en la presentación de Las series infinitas, de Pablo Farrés (Editorial Nudista, 2022) en la Biblioteca Popular Madre Teresa en la localidad de Virrey del Pino, La Matanza, Buenos Aires, el día sábado 10 de septiembre de 2022.

Un Texto Único para todos // Luchino Sivori

Copy»: Contenido escrito o texto que se usa con fines comunicativos con el objetivo de contar aquello que una marca quiere trasladar a su público objetivo. Locuciones, claims, eslóganes, textos gráficos, guiones o contenido web, entre otros”.

Real Academia Española.



Podríamos escribir un único texto madre para las distintas ocasiones que se nos presentaran en la vida. Digo distintas, pero en realidad quiero decir iguales, aunque distintos sean los momentos y las personas que las reproducen en eso que nos empecinamos en conciliar como “el día a día”. 

 

Un texto mater, decía, para llevar adelante aquello que nos propusimos en algún momento y que ahora, persistentemente, debemos defender a capa y espada como un muerto que se arrastra a nuestras espaldas. 

 

Hablamos de un gran texto, heterogéneo pero a la vez cohesionado, unívoco, que pueda llevar a cabo dos o tres tareas fundamentales y necesarias para el funcionamiento de la cosa en general. La primera, la de lidiar con cada situación de forma exitosa y eficiente, sin atisbos de duda ni retrasos potencialmente mortales; la segunda, que ante un escenario conflictivo o amenazante a la vista, lograse reacomodarse volviéndose invisible, como si no existiera. El tercer punto es quizás el más difícil, pero también el más importante: no parecer nunca un único texto. Esto es fundamental, ya que estamos hablando precisamente de un monoteísmo radical. La aparente diversidad es siempre necesaria para mantener la hegemonía, y esto aplicaría también para el texto único.

 

En esencia, sería como un gran copy, elaborado y natural a la vez. Desplegaría secuencias de palabras automatizadas que no parecerían tales, una especie de hilo de vida en código binario sutil desenredándose suavemente, sin prisa pero sin pausa.

 

Aunque parezca una misión imposible de un cuento de ciencia ficción, no lo es. Muchos lo han tenido ya a lo largo de sus carreras profesionales sin que ninguno de sus familiares y amigos se hayan percatado de ello (precisamente su magia radica allí: en su no apariencia a nada en concreto, en su excelsa invisibilidad etérea). Toda una vida pretendiendo ser naturales, genuinos, y cada una de sus respuestas estudiadas al dedillo gracias a un guion desarrollado hasta en sus más pequeños detalles. 

 

De hecho, esos copy han logrado en algunas circunstancias tal grado de perfección -la medición de su excelencia tiene una única y profunda variable: responder tal cual se espera a cualquier desafío- que llegó en ocasiones a confundir a sus portadores, haciéndoles creer que fueron ellos y no el texto madre los que desencadenaron los acontecimientos. Supo haber casos muy conocidos, donde empresarios famosos llegaron a confundir su texto único consigo mismos, pasando por alto que un texto madre no es nunca un cuerpo, tan solo un hilo.

 

Algunos confunden a veces la importancia del copy, sobredimensionándolo. Creen que es un “guión para la vida”, cuando en realidad es un documento oficial para un contexto: el nuestro. Pensar que esto no es así, es pecar de cierta inocencia, o arrogancia. No es lo mismo una prolongación infinita de posibilidades en la Tierra que un mundo precavido, informacional. Para el primero, un texto único sería casi una tautología inviable, inconcebible; en el segundo, su forma más perfecta de funcionamiento estable. 

 

¿Salirse del guión? No es posible, no al menos si lo que se pretende es pasar imperceptible (el perfil alto es enemigo de la predicción). Esto no quiere decir que no hayan sido escritos textos madre para figuras públicas -de hecho, estos son los que mejor y más copies reproducen-, sino que la naturalidad de algo que no lo es se logra únicamente si esta se vuelve inevitable.  


El desafío, ahora, está en crear un texto único para todas las cosas, tarea en la cual, dicen, se está trabajando hace ya un tiempo en algún que otro garaje. Expertos, participantes, y también muchos guionizados ad hoc, diseñan lo que será el copy definitivo, que afirman se reproducirá sin necesidad de nuestra presencia íntegra. Este factor será un hito fundamental, un gran paso en la carrera del textus mater, ya que representará la primera vez que se podrá prescindir de nosotros mismos por completo para existir, y no como hasta ahora, donde en algunas ocasiones ciertos elementos humanos emergen interfiriendo el proceso hacia la inocuidad total.

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