Anarquía Coronada

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La crisis como oportunidad (o acerca de los modos de habitar y conmocionar el orden) // Mariano Pacheco

La crisis puede activar las peores pulsiones de orden en nuestra sociedad. Su resolución por arriba puede enlazar con esas pulsiones y disciplinar a través del miedo, como lo atestiguan los años 1975 y 1989. Pero también puede pensarse la productividad de la crisis: correrse del sentido común progresista en donde la crisis es un mal a conjurar. Por supuesto, en sus aspectos económicos la crisis trae consigo carencias materiales en las condiciones de vida de las clases populares. Pero en términos políticos la crisis puede ser un momento propicio para rever que hacemos, quienes somos, hacia dónde vamos (tanto singular como colectivamente). Sheldon Wolin supo destacar que los grandes enunciados de la filosofía política surgen de los momentos de crisis (más bien contra ellas). Habría que pensar entonces si es posible tramitar la crisis desde una perspectiva que implique habitarla en su productividad, como momento central del proceso de producción social, político y cultural de una sociedad dada, para abrir nuestras existencias a la apertura de la historia, para sacudir la modorra en la que la lógica cultural del capital tiende a encerrarnos. “Como la crisis es el corazón íntimo y el reto mayor del pensamiento político, no deberíamos apresurarnos a huir de ella, a querer dar cuenta de ella (desde un lugar externo), sino que el desafío es poder permanecer actuando y pensando en el interior mismo de la crisis”, escribió alguna vez un lúcido Eduardo Rinesi.

La revuelta puede traer aparejados grandes riesgos, es cierto. ¿Pero qué pueblo ha hecho experiencias novedosas y transformadoras sin correr riesgos? El fundamento de que hay que sostener la gobernabilidad porque en la rebelión quien pone los muertos es el pueblo es, por lo menos, una reflexión canalla (la reflexión, no quien la realiza. Aquí no se trata de cuestiones de individuos sino de procesos de producción social de ideas), que desconoce el hecho de que es la clase que vive del trabajo quien pone los muertos cada día en tiempos de “normalidad”, sobre todo en épocas de normalidad neoliberal. Y desconoce cierto fascismo que muchas veces circula detrás de esa aparente normalidad. Como escribieron Gilles Deleuze y Félix Guattari en su primer tomo de Capitalismo y esquizofrenia –citando a Reich—lo sorprendente no es que la gente robe o haga huelgas, lo sorprendente es que los hambientos no roben siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. No deja de repercutirnos esa pregunta spinozista que aparece en AntiEdipo: “¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de QUERERLAS no sólo para los demás, sino también para sí mismos?”. Curiosa pregunta, que suele ser estallada en tiempos de insurrección.

En este sentido, resulta fundamental volver a 2001. O más bien: traer a 2001 ante nosotros, como imagen de pensamiento desobediente, como momento fundamental de rebelión de nuestra historia reciente. Por supuesto, y hay amistades que no dejan de señalarlo: quedar fijados a esa imagen puede hacernos “devenir dosmiluneros nostálgicos”, el lugar mismo de la impotencia para un pensamiento crítico en la actualidad. Pero desconectar las actuales rebeldías de las que nos precedieron puede ser tan o más nocivo que la nostalgia.

 Las jornadas insurreccionales del 19/20 de diciembre, entonces, deben ser reconectadas con las del 14 y 18 de diciembre pasado. No porque hayan sido la posibilidad de repetir el 2001 en 2018, porque desde Marx ya sabemos que la historia no se repite, y si lo hace, en todo caso es bajo el modo de la farsa. Pero si enlazadas en términos en donde los sectores populares recuperamos cierta osadía y autoestima, donde actuamos sin tantos pre-juicios y cálculos oportunistas. Las ornadas de diciembre de 2001 –tal como señaló en su momento Raúl Cerdeiras– nos permitieron hacernos nuevamente la pregunta acerca de qué entendíamos por política, cosa que en 2018 no sucedió, porque la política parece secuestrada por las lógicas formales de la democracia representativa, que no es más que una tiranía de las clases dominantes. Claro que los matices de la gestión estatal pueden ser demasiado amplios. Nadie está negando la abismal diferencia que pueda existir, por ejemplo, entre una dictadura sangrienta que reprime y clausura cualquier tipo de derecho, y un gobierno progresista que promueve reformas que amplían los derechos sociales y laborales, los derechos humanos en general. Pero no deja de ser gestión de lo existente, regido por la lógica dominante de la representación. Cuando esa lógica se quiebra, entonces, es que estamos a las puertas o transitando ya otro proceso hacia la subversión del orden existente.

Por supuesto: pensar desde la crisis implica concebir que el motor de los cambios está en el conflicto y que, precisamente porque es el conflicto el motor del cambio, no podemos saber, de antemano, cuales pueden llegar a ser los resultados. Por eso una política revolucionaria se asienta sobre las bases conceptuales de la contingencia, del carácter abierto de los procesos históricos.

No se entiende, por lo tanto, esa pulsión de orden que ya de antemano aparece en ciertas militancias. No son estas breves líneas una apología del caos, sino un llamado de atención respecto de la necesidad de problematizar los lugares comunes desde donde pensamos hoy las políticas de cambio. Cambio, revolución, alegría han sido palabras desgastadas en estos años. Nada indica que por ello tengamos que renunciar a ellas, entre otras cosas, porque la política misma –al menos como aquí la estamos entendiendo—es lucha por la palabra misma, por aquello que con ellas pretendemos designar. Entonces, menos miedo a las crisis, porque ellas son también oportunidad de entender la política como conmoción del orden, y no su pura gestión.

 

Palabras Profanas 

A propósito de la revista Literal y nuestra coyuntura // Jime Navarro

El gesto contornista: más que gesto es una mueca. Más que mueca, un tic. Algo casi involuntario, repetitivo, que se manifiesta a partir de ciertas contracciones musculares. A mí también me pasa: se me contraen los ojos cuando los leo.

Ayer a la noche terminé de leer Literal, y empecé a imaginarla como un antídoto contra el tic contornista. Llegué a ella buscando cosas de Ludmer, aunque me terminé enterando que escribió un par de artículos ahí por simple condescendencia con su entonces novio Osvaldo Lamborghini. Qué generosas somos las chinitas.

La cuestión es que me puse a copiar frases, juntarlas, reescribirlas y ya ni sé qué de lo que tengo delante mío es de la revista, qué palabras son mías, qué errores del azar. Pero ese revuelto que terminó quedando me sonó tan actual, tan de nuestros días, que pienso que esa mezcla inesperada tiene más fuerza que cualquier cosa que me hubiera propuesto escribir.

Sobre los que intelectuales de izquierda que viven abrazados al teclado (llamémoslos tecladofílicos):

“Hay que entender que no quieren subvertir nada: lamentan, solamente, la ineficacia de sus ilusiones, y trabajan para ver si el lenguaje se vuelve tan idiota como ellos y acepta el limitado papel de hacer transparente la supuesta coincidencia puntual entre las palabras y las cosas. Como ellos han contraído la vocación de servicio, todo tiene que servir: la posibilidad de una literatura sin librea los aterra”

Sobre los jóvenes lectores de diarios, siempre abrazados a la coyuntura (llamémoslos noticiafílicos):

“La noticia es una cama donde cualquiera puede acostarse sin que se le mueva el piso. Se entiende que alguien sea periodista porque hay diarios que pagan la función, hay ruinas cotidianas y reuniones de ministros. El periodista que cambia un sueldo por palabras que remiten a una realidad reconocida por otros, pareciera no haberse masturbado nunca. Ha nacido, más que comprometido, casado con la realidad que le asegura el sueldo en el vaivén de sus sobresaltos. Todo el mundo está seguro de que la información cumple una función social, hecho que el poder no deja de explotar. Cuando la palabra se niega a la función instrumental es porque se ha caído de la cadena de montaje de los ideologías reinantes, proponiéndose en ese lugar donde la sociedad no tiene nada que decir. No se trata del arte por el arte, sino del arte porque sí, como una afirmación que insiste en nuestra cultura, mediante la energía y el tiempo de algunos sujetos que no desean matar la palabra, ni dejarse matar por ella”

Esto por hoy.

A propósito de Rozitchner // Jime Navarro

De la filosofía se dice que es revolucionaria: ama transformar. Pero de ese amor perdido muchos sólo se acuerdan en Facebook. O, a lo sumo, en las noches de la filosofía insumisa. Nuestra izquierda usa la tesis once de Marx para atacar a los intelectuales, y ellos para aclarar que «interpretar es ya transformar». Así, con una beca -también insumisa-, terminan transformando sus días en ponencias.

El único materialismo posible es el materialismo sexual. Pero a la filosofía le da miedo esa palabra. Dice afecto, cuerpo, sensibilidad, deseo, o, a lo sumo, se anima a decir goce. Una excepción es Rozitchner, un macho que supo entender que toda filosofía se consuma en un orgasmo: luego, no hay nada que decir. Los cuerpos cuando se funden son más coherentes y se tienen más respeto: conquistan una inteligencia corporal para crear juntos seres nuevos.

Eso fue lo que entendió Rozitchner cuando dejó plantado al Che: los gemidos son la continuación de la guerrilla por otros medios. ¿Para qué ir a verse con Guevara cuando esa noche llegaba Diana Guerrero? Hoy cualquier «filósofo» dejaría plantado al amor de su vida por una selfi con el Che. Y, como buen revolucionario, postearla en sus populares redes sociales. Qué falta de erotismo, qué pocas ganas de cojer. ¿Alguien puede hacer una revolución con el sexo congelado? Rozitchner es un filósofo loco. Un loco lindo. Los cuerdos hubieran dejado todo para charlar de Hegel con Guevara. Es que los cuerdos dejan todo, absolutamente todo, como condición para no mirarse entre las piernas.

Esto por hoy.

A propósito de la maternidad // Jime Navarro

No sin cierta incomodidad, conviví mucho tiempo, compartí mucho espacio, con la consigna que denuncia a la maternidad como un mandato. Fue recién con la marea verde que terminé de entender el por qué de esa molestia. Ahí escuché una nueva consigna, una que sí me representa. Y que me dan ganas de gritar: “la maternidad será deseada o no será”. La diferencia es radical: la maternidad no es en sí misma un mandato, sino que es el patriarcado el que la reduce a una obligación. Es decir: hay una forma de maternidad diferente.

¿Qué es el patriarcado? No es sólo el gobierno de los hombres sobre las mujeres. No es la existencia de privilegios. Mucho menos de víctimas. El patriarcado es otra cosa: es el gobierno sobre el contenido sensual y afectivo de nuestras vidas. Es el triunfo de lo espectral, de las madres vírgenes, de los dioses sin carne, de los hijos que sufren. El patriarcado cristiano (nombrémoslo claramente) es la deserotización, la desensulización de nuestras vidas. Y esto es algo que no podemos olvidar: es lo que nos permite entender la razón por la que nos atacan. A nosotras. Porque todes venimos de un vientre materno, porque somos las mujeres las que con nuestro deseo, con nuestro cuerpo, con nuestas ganas, traemos la vida al mundo. Es en nuestro vientre que la materia se vuelve sensible, afectiva. Por eso nos atacan. Porque podemos ser madres, porque podemos hacer de la maternidad algo diferente a un mandato: no ya la producción de hijos que van, como Cristo a la cruz, al muere del mercado y el estado.

¿Por qué es tan difícil decir estas cosas? ¿Por qué es tan difícil entender que esto que parece teórico y abstracto es lo más vivido, lo que más sabemos desde nuestra propia experiencia? ¿Por qué a veces no nos permitimos decirnos estas cosas en voz alta y a la cara, atemorizadas por aquellas que, desde su lugar de privilegio al interior del movimiento, construyen una nueva moral?

No dejemos que el patriarcado reduzca la maternidad a un mandato. Hagamos de la maternidad la producción de una vida que destruya ésta que ya no queremos. La maternidad, la revolución, el movimiento de mujeres, nuestros amores y amistades, nuestros espacios de felicidad, nuestros textos, nuestro presente: todo eso será deseado o no será.

Esto por hoy.

A propósito del cuerpo // Jime Navarro

Pocas cosas menos vitales que la retórica abrumadora e impostada que nos habla de los cuerpos y sus potencias. Se dice el cuerpo esto, el cuerpo aquello, creyendo que nombrar algo es hacerlo existir. El concepto de perro no ladra, dijo alguna vez un macho al que le faltaba cuerpo. Es algo tan evidente, tan básico, que me da vergüenza escribirlo: la vitalidad no radica en decirse vital, sino en lo contrario.

¿Cómo diferenciar un texto impotente y flácido de uno bien parado? ¿Cómo diferenciar un texto frígido de uno húmedo y caliente? Es fácil: hay que cojérselo. No agarrarlo. Cojerlo. Meterlo dentro de una, meterse dentro de él. Y así encontrar la verdad.

Hay veces que basta decir cuerpo para que el cuerpo desaparezca.

Esto por hoy.

Siempre matan pibes // Diego Valeriano

Porque su sangre es mas rápida, mas urgente, porque esto es una guerra y la calle está en disputa. Porque van al frente, no negocian, desconocen el miedo ese que nos hace horribles. Porque tienen el fierro en la cintura, la frente en alto, las palabras justas. Porque le dan alto miedo a esos vigilantes que saben que la venganza pibe es feroz. Linchamiento, enfrentamiento en Merlo, ajustes de cuentas, defensas personales, suicidios en calabozos dudosos, persecuciones absurdas, una bala no tan perdida. Matan pibes en voz baja o a los gritos. Señalándolos y dejando sus cuerpos en la vereda mientras los filman y se viraliza. Los matan en la oscuridad escondiendo sus cuerpos en morgues lejanas. Son arrastrados a guardias donde también hay más pibas que se mueren de a poco, donde hay madres llenas de soledad y angustia, donde quedan solos. Se desangran en lugares inmundos sin que nos despertemos por la noche ni una vez. A algunos se los llora según quien sea el victimario, y se olvidan de tantos otros mientras bailan en la plaza. Se postea, se termea, se opina mientras a pocas cuadras los guachos se cosen a balazos en los pasillos. Mientras se disputa a todo ritmo formas de vida, territorios, mundos por venir. Siempre matan pibes porque la bronca real es contra ellos.

Movimiento y autonomía // Colectivo Situaciones

Crisis de los movimientos sociales

Nos esforzamos en mirar los hechos sociales desde nuestra cotidianeidad y con las manos bien hundidas en las tareas varias de la vida. Por eso sospechamos, impugnamos y desconfiamos del mirar las cosas a medida de las ambiciones y no de las necesidades. Los análisis  a medias y las verdades a medias nos hacen daño. Si hoy se acepta como único punto de partida la crisis del estado y la crisis del neoliberalismo es porque esa verdad a medias es parte de la obsesión de actuar social y políticamente sólo en función del estado. Y sobretodo porque esa verdad a medias justifica la angurria por el poder de todo el conjunto de la izquierda, porque esa verdad a medias crea necesidad de vanguardias e interrumpe procesos organizativos vitales en función de los intereses vanguardistas.

La crisis del estado y del neoliberalismo es una parte de la crisis, la crisis de los movimientos sociales es la otra parte de la crisis. Y es la parte de la crisis de la que no se quiere hablar.

Al ser la crisis de los movimientos sociales un tema innombrable, incómodo e inconveniente perdemos la capacidad autocrítica, la capacidad introspectiva para cubrirla de un manto de falsedades heroicas y de consignas fáciles.

Desde nuestra manera de mirar las cosas los movimientos sociales estamos en las puertas de una crisis que nos exige un replanteamiento radical de las formas organizativas, los discursos, las prácticas e inclusive los escenarios de lucha.

¿Cuál es la estructura invisible que sostiene el círculo vicioso demanda-victima-concesión-desgaste?

Es fácil e inmediata la respuesta -tan memorísticamente repetida- de que es la «lógica del estado» la que mira a los movimientos como enemigos. Es así, pero nuevamente es la mitad del hecho: hay que preguntarse por qué esa lógica es en este momento histórico asumida e introyectada, tragada y sustentada también por los movimientos sociales.

El gobierno es un todopoderoso que en la fantasía que contienen nuestras vanas consignas vendría a ser el equivalente de un padre que se farrea todo en nuestra cara y que todo debiera darnos. Así nos acercamos a su mesa como niños hambrientos a reprocharle nuestro abandono.

Nos parece que una sola mirada de ese padre nos iluminara con el reconocimiento social, sin pasarnos por la mente ni un instante que ese reconocimiento y esa dignidad no la puede proveer el Estado sino nosotros y nosotras mismas. Y es una tarea más urgente que el manoseo estatal al que entregamos nuestros sueños.

Nos manejamos en el terreno de la protesta y la demanda, en el terreno de la reacción del grito y el sollozo.

Convocamos, desde la pequeñez de ser unas cuantas, a estudiar nuestros problemas y a proponer soluciones. Y a llevarlas desde la acción directa a la concreción en nuestras vidas.

Convocamos y desafiamos, desde la pequeñez de ser unas cuantas, a construir alianzas prohibidas e insólitas entre indias, putas y lesbianas y más, para poder en esas alianzas entender desde la práctica lo que sería reconocernos unas a otras.

Convocamos y desafiamos, desde la pequeñez de ser unas cuantas, a solidarizarnos y a hacer de los problemas de los otros y las otras problemas del movimiento, a hacer de nuestros problemas cotidianos problemas políticos colectivos.

Si el escenario no es la demanda,

si el escenario no son los medios de comunicación,

si el escenario no es el parlamento,

si en ninguno de esos espacios construimos ni sociedad, ni transformación social. ¿Cuál es el espacio de nuestras luchas?

El espacio y escenario de nuestras luchas son las «relaciones sociales» en todas las direcciones.

El espacio y escenario de construcción de las relaciones sociales es la calle, es la ropa, es la comida, el cuerpo y la vida.

Eso y la relación con ellas es lo que nosotras queremos cambiar.

Por eso el terreno de los movimientos sociales es la política, no somos sociedad civil con demandas que llevar a una mesa donde está sentada la sociedad política.

Somos capaces de representar nuestros propios sueños en primera persona, pero también necesitamos ser capaces de concretarlos.

Más sobre la crisis de los movimientos sociales

Otro elemento que nos parece grave es que los movimientos han constituido formas de identidad egocéntricas. En ese sentido, han respondido a la lógica neoliberal con sus mismas nociones: las campesinas se han sentado a trabajar con campesinas, los obreros sólo hablan a los obreros, los gremiales permanecen entre gremiales. Es decir, se ha desarrollado una imagen de la política que ha empobrecido el interior de los propios movimientos, porque ningún movimiento es así de simple. Si nosotros analizamos cualquiera de estos movimientos –campesinas, obreros, desocupados– vemos que es mucho más complejo que esos rótulos. Sin embargo, los movimientos han tenido poca capacidad de contener y elaborar su propia crisis: han quedado presos en rótulos absolutamente simples -“Yo soy maestra” o “Yo soy desocupado”-, que han reducido la lógica desde donde puedo actuar, participar o constituirme en sujeto visible. Esa pobreza, además, significa que los movimientos no tienen espacios de interacción unos con otros. Realmente estos puentes no existen.

En el fondo, el problema es que los movimientos tienen poca vida cotidiana. En las metodologías de los movimientos que conocemos hay poca vida cotidiana. Son movimientos en que se reúnen las dirigencias, sólo para ciertas cosas, convocan a las bases para que brinden su consenso y esa es la lógica. Si es que hay una compañera que está enferma de cáncer, ¡que se joda! No la vamos a esperar. Si es que hay problemas de sobrevivencia nunca son asumidos como problemas del movimiento. Son valorados como problemas ajenos a la política que estamos trabajando como movimiento. Esa carencia de vida cotidiana dentro de los movimientos, esa incapacidad de asumir problemas constituyen elementos típicamente patriarcales para nuestro gusto. Y una consecuencia directa de esta imposibilidad es la pobreza del lenguaje, que queda limitado, incapaz de asumir temas vitales.

Es por eso que nosotras insistimos en que no hay lucha sin palabra. Pero lo que uno encuentra son movimientos que responden a un guión. Y cada quien, cuando lo repite, ¡cree que lo está inaugurando!, ¡pero lo está repitiendo!

Este momento en Bolivia es bastante jodido, porque supuestamente los movimientos han logrado un avance importante, pero quizás haya sido una acción tremendamente catártica. Vivimos un reflujo ahorita, un retirarse de casi todos los escenarios dejando la iniciativa nuevamente a los de siempre, que es para nosotras muy preocupante porque puede significar veinte años más de lo mismo. Es decir, estamos ante un riesgo concreto de perder este proceso.

En este contexto es que vamos construyendo nuestras estrategias. De constatar estas crisis es que nace la necesidad de articular el trabajo manual con el trabajo intelectual, de recuperar lo cotidiano, la necesidad de reconocernos. Los movimientos desean el reconocimiento del Estado, pero ¿y el reconocimiento horizontal de unos y otros? Nos interesa construir el escenario para ese reconocimiento: que los campesinos reconozcan a los jóvenes, que los jóvenes reconozcan a las putas y que las putas reconozcan a las campesinas. Aún si no hay lugar para ello dentro de la política de los movimientos, es allí donde apostamos a construir.

Otras crisis

Neka: ¿Y cómo se sale de esa situación de víctima en la que suele ponerte el feminismo, donde uno se piensa como alguien golpeada y maltratada todo el tiempo por el hombre? ¿Cómo se rompe prácticamente con esta relación, en la que sólo se trata de acusar de esclavista a lo masculino, para ir más allá y colocarse en una dinámica de cambio social?

MG: La cuestión es la siguiente: nosotras queremos construir con los compañeros, pero la estrategia es decir “no los vamos a cargar en nuestro movimiento, no vamos a disponer el poco dinero que tenemos, ni el poco espacio que construimos” para resolver sus crisis. No los vamos a tutelar, no vamos a ser madres, porque a nosotras nos cuesta horrores, literalmente media vida, generar lo poco que generamos. Nosotras como movimiento interactuamos muchísimo con varones, pero escapándole a esta relación. Porque además pensamos que es legítimo que las mujeres tengamos nuestro propio espacio, como los negros lo reivindicaron, los indígenas lo reivindican, los jóvenes lo reivindican. Es decir, yo creo en las alianzas de identidades y todo eso, pero cuando un grupo crea un espacio propio es políticamente necesario y absolutamente legítimo que lo defienda. Entonces, nosotras creemos que es muy importante que las mujeres construyamos nuestra autonomía, y esto no tiene por qué ser separatismo.

¿Cómo diferenciamos autonomía de separatismo? El separatismo no concibe ninguna interlocución, ninguna interacción, ninguna relación con el hombre. Nosotras, por el contrario, producimos espacios  y discursos para discutir y hablar con ellos.

Porque lo importante es que un libro así lo puedes producir si tienes un espacio, un taller así lo puedes producir si tienes un espacio: pero si no tienes un espacio construido no puedes producir un discurso propio desde el que interpelar realmente. Ese espacio es el que se vuelve muy difícil de crear y luego mantener en los movimientos que se llaman mixtos y que son profundamente masculinos. Allí hay jerarquías dadas, valores establecidos y una serie de contenidos que hacen que las mujeres insertas en los espacios mixtos se tornen funcionales al carácter masculino que prima. Son grupos hipócritamente mixtos, pues en la realidad funcionan como espacios de hombres con mujeres al servicio de ellos, que luchan por los intereses de ellos y que están conducidos por el protagonismo de ellos. Con los campesinos sucede eso, con los cocaleros la misma mierda, con los obreros no hay diferencia, y entre los vendedores ambulantes tampoco. Por eso nosotras planteamos: autonomía de las mujeres, como condición para la interacción con todos estos compañeros.

Hay algo que la perspectiva feminista nos hace percibir de modo muy claro: es el hecho de que no hay nada más importante que la capacidad de construir lenguajes propios y de tener prácticas de alguna manera liberadoras, que empiezan por sí mismas y por el colectivo, en el lugar en donde estás. Lo demás es muy pretencioso. La idea de que a un modelo lo derroca otro modelo es una noción tremendamente patriarcal. La imagen del “más allá” de las prácticas, de que la lucha es una cuestión de modelos.

Entonces, ponemos en cuestión la feminidad entera, de punta a cabo y desde la A hasta la Z, pero eso no significa que lo que entendemos por ser mujeres sea un saber completo, no implica un contrapoder. O sea, esa idea del hombre nuevo nos parece precaria, nos parece una pretensión. Luego, el paso siguiente a que eriges un modelo es comenzar a construir íconos, a armar castillos de naipes. El feminismo no instala un deber ser. Justamente lo que nosotros hacemos es desbaratar el deber ser: no para instalar otro sino para decir “invéntate a ti misma”, ya que el ser mujer no existe, es una suma de falsedades impresionantes. El desafío es inventarse a una misma, reconstruirse a una misma. Ahora ese “invéntate a ti misma” sólo puede comenzar a partir del reconocimiento de la otra, de la puta, de la india, de la lesbiana, de la loca. “Invéntate a ti misma” a partir de la construcción de alianzas que desestructuren tus privilegios, seas quién seas. Y además nuestro “invéntate a ti misma” invita a recuperar a tu madre, a recuperar tu vida, recuperar a tu padre. Nosotras no sentimos que estemos en un proceso de destrucción de los afectos, aún si quizás sí nos interese destruir a la institución familiar. Ahora, claro que la construcción de otra cosa que la familia sólo se consigue reinstalando otro tipo de relaciones de afecto.

Para nosotras el feminismo es la alianza de las mujeres rebeldes que desacatan el patriarcado. Una alianza entre rebeldes no es lo mismo que una alianza entre mujeres, es una alianza entre mujeres rebeldes que han asumido una actitud política. No se trata de sentirse superior ni de establecer jerarquías sino de entender que hay un oportunismo femenino muy efectivo: la madre por ejemplo, es una oportunista, la esposa probablemente también. Buena parte de las identidades creadas para las mujeres están atravesadas de ese oportunismo.

Nosotras creemos en los procesos existenciales. No tenemos la pretensión de inducir la crisis de nadie, sino que creemos fundamental que estas rebeldes, que estas actitudes de desacato, que estas acciones de rebeldía puedan hallar una coherencia más allá de la historia personal, puedan hallar una fuerza más allá de la existencialidad del individuo, sin que este más allá del individuo anule la historia personal que es en realidad el tesoro. Lo verdaderamente difícil es entonces construir una relación diferente. Pero esta relación de cambio no tiene nada que ver con una misión. Si algo nos perturba muchísimo es ese mesianismo patriarcal donde tú eres el modelo.

¿Qué es la política para las Mujeres Creando?

Es la capacidad, el sueño y el empeño de transformar la sociedad. Es una tarea vital y vitalizante, que la asumimos como interminable y por lo tanto gozosa. Es una tarea y un modo de vivir que vale las penas, las alegrías y los placeres que nos cuesta. Para poder asumirla así lo primero que tuvimos que subvertir es la concepción de la lucha como un sacrificio, como un acto heroico de inmolación. Tuvimos que subvertir la concepción de la lucha como un finalismo que tiene una meta estética grande y monstruosa por la que hay que morir. La lucha es para nosotras algo por lo que vale la pena vivir, es tan seductora que podemos desvelarnos o hambrear, pero jamás nos impone olvidar los cumpleaños de la amiga, ni dejar de festejar la vida en todas las formas posibles y en todos los momentos posibles, incluidos bautizos, abortos y divorcios.

Es la capacidad de juntarnos entre diferentes para construir alianzas insólitas y prohibidas.

¿Cuáles son esas alianzas prohibidas que subvierten el orden patriarcal del sistema?

¿Cuáles son esas alianzas prohibidas y perseguidas que subvierten el orden mercantil del sistema?

¿Cuáles son esas alianzas prohibidas y condenadas que subvierten el orden moral del sistema?

Son las preguntas que ponemos sobre la mesa para el trabajo de los talleres, junto a nuestra creatividad y nuestra solidaridad con las víctimas para trabajar porque ya no haya más víctimas y para trabajar por no ser corderos en el matadero del estado.

 

Movimiento y autonomía

Tanto movimiento como autonomía son palabras que no escapan tampoco a la confusión semántica que hoy prima. No es precisamente apelando al diccionario etimológico ni filosófico que podemos rescatar su significado; para recuperarlo apelamos a la práctica.

Para nosotras la autonomía juega un papel ubicativo: ¿dónde queremos estar, dónde sembraremos la semilla de nuestro trabajo y para quién cosecharemos esos frutos? Por eso hablamos de una autonomía respecto de la hegemonía cultural, política, económica, militar, nacional e internacional. Nos parece fundamental establecer la autonomía respecto a la hegemonía, porque la hegemonía –o lo hegemónico- es un concepto que va más allá del Estado, del gobierno o de cualquier institución específica. Hegemonía se refiere más bien al control y dominio de mecanismo sociales, políticos, económicos y culturales; un control que tiene, además del componente de clase, componentes de raza, edad, sexo, religión y sexualidad. Un control que puede ser estatal como también para-estatal.

La autonomía es pues una relación de no-dependencia, de independencia y de soberanía. Ese es el contenido: soberanía en mis decisiones y en el modo de expresarlas.

Por eso la autonomía no puede ser relativizada a conveniencia porque esto sería caer en una manipulación; no puedo someterme a condicionamientos financieros internacionales y decir que eso es autonomía, no puedo trabajar para los partidos políticos y decir que mi accionar es autónomo, para citar algunos ejemplos.

Al dibujar nosotras los confines de nuestra autonomía, lo que manifestamos es que nuestro accionar no se enmarca dentro de los mecanismos controlados por el sistema; es un contorno que se funde al de la Utopía de los sectores más rebeldes de nuestro pueblo.

La base fundamental es la iniciativa colectiva intrínseca: somos nosotras quienes decidimos nuestro accionar.

Al hablar de la autonomía como un factor ubicativo, estamos al mismo tiempo descartando esa visión tan individualista de la autonomía que, al no confrontarse con la hegemonía, rompe los vínculos con los procesos históricos colectivos y rompe la posibilidad de interpelación directa al poder.

Es decir, nos diferenciamos de una visión de autonomía desde palco; a nosotras nos interesa la autonomía desde la cancha, desde los escenarios donde se van dirimiendo los procesos históricos. No practicamos un feminismo inocuo que se limite a opinar e interpretar los hechos en un grupo de amigas.

Reconceptualizando movimiento

Si nos constituimos en movimiento es para avanzar en un diálogo horizontal abierto en todas direcciones; no un diálogo con mediadoras que nos impongan los términos y el corsé de la negociación, que no es otra cosa que reducir nuestros derechos para que ellos y ellas conserven sus privilegios.

Movimiento es el espacio que nos coloca en una relación de subversión de las relaciones de dominación.

No somos como movimiento complementarias al poder, en una relación de mutua necesidad como lo es el masoquista con el sádico.

Nosotras como movimiento somos la tumba del poder, impugnamos el poder con el ejercicio de nuestros derechos. Desconocemos el orden jerárquico patriarcal del accionar político que coloca a los movimientos en la base y como clientes del sistema.

Nuestra legitimidad trasciende todo orden jurídico, y por lo tanto es una legitimidad de facto construida en la dinámica social.

Esto será posible si como movimiento construimos una dinámica interna, hacia dentro de nosotras y entre nosotras. Por eso entendemos movimiento principalmente como un tejido de solidaridades, donde las búsquedas existenciales no sean ajenas –sino que nutran- a las búsquedas colectivas. Tejido de solidaridades donde encontremos la complementariedad mujer-mujer, complementariedad con la otra misteriosa, diferente a mí, nueva y desconocida para mí; solidaridad que nos conduce a un encuentro de diversidades: las indias, las lesbianas, las mujeres que hemos escogido no dejarnos engañar por los privilegios que el sistema nos ha ofrecido en bandeja dorada.

Es el tejido de solidaridades que nos permite asumir como movimiento la responsabilidad por la seguridad, por el afecto, por la vida de las mujeres que formamos parte de un proyecto colectivo. El tejido de solidaridades es la sólida unión que hace que no nos hagamos cómplices de la denigración, de la exclusión de la otra para ser titulares aceptables.

Un movimiento indigesto para el patriarcado.

Nosotras nos consideramos un movimiento social porque tenemos un lenguaje, tenemos un conjunto de discursos, de propuestas, tenemos una vida cotidiana, hemos creado un tejido de solidaridades amplio, que no se reduce a las cuatro amigas que estamos acá. Nuestro tejido de solidaridades es tan fuerte que casi cualquier mujer puede acogerse a él en el tema de aborto, de desempleo, de corrupción, de violencia y en montones de temas. Es un tejido de solidaridades muy amplio y eso nos constituye en movimiento social. Y además, somos una voz pública, lo que también nos constituye en movimiento social.

Política concreta

Nos hemos planteado varios elementos. Primero, desarrollar una política concreta. Trabajamos sobre lo concreto, sobre lo inmediato, lo urgente, con gente de todo tipo pero atravesados por problemas concretos. Este es el punto absoluto de partida, y el desencadenante de toda nuestra práctica.

Ahorita un elemento concreto sobre el que vamos a trabajar es el juicio al Goni. Desde ahí nosotras desencadenamos una política efectiva, transformadora y que además se instala dentro del imaginario social, porque nosotras tenemos ya muchas estrategias para instalarlo.

Otro punto de anclaje de una política concreta es el tema de las mujeres en situación de prostitución. En este momento, en las tres ciudades más pobres del país las están expulsando de sus zonas y donde las quieren trasladar los vecinos tampoco las quieren. Aquí, muy prácticamente, está planteado el clímax de la doble moral de la sociedad: porque ni donde están las quieren, ni donde las quieren llevar las aceptan, ¡pero todos las usan! Entonces, nosotras hemos asumido ese dilema como un problema fundamental, que desencadena una serie de políticas que son concretas. Porque para esas mujeres, además de todo el trabajo que puedes hacer con esa doble moral que provocan, el problema es “¿dónde voy a prostituirme y voy a comer?”. Y lo dicen y formulan así. Ellas no quieren ser expulsadas y exigen ciertas condiciones: se preocupan del problema de la delincuencia, de la higiene -por ejemplo que haya agua en los lugares donde trabajan-.

Ponen sobre la mesa sus preocupaciones, mientras nosotras desarrollamos incontables políticas. Y por eso necesitamos la casa, por eso nos hemos lanzado a abrirla, a pesar de que nos hemos endeudado. Por otra parte, nos interesa desarrollar iniciativas: grandes, pequeñas y medianas. Y minúsculas e insignificantes también. Por ejemplo, si un grupo de estudiantes no quiere utilizar uniforme en la escuela porque lo considera machista, o porque les hace frío en el invierno y las chicas no quieren ponerse pollera corta, para nosotras es un problema de gran valor y armamos todo el movimiento que merece eso. Desde ahí hasta el juicio a Sánchez de Lozada. Es la manera que hemos encontrado de instalar un referente de rebeldía, un referente de organización, un referente de reconocimiento que va más allá del “yo quiero…, este es mi problema”, instalando también nociones que permitan romper con una serie de lenguajes.

El problema del lenguaje es fundamental porque desde los movimientos se ha construido la percepción de que para que me entiendan tengo que hablar el lenguaje del poder, por lo tanto tengo que traducirme en sus términos. De ahí que cuando nosotras gritamos, insistimos mucho en que se trata de utilizar nuestro lenguaje, lo que tenemos a mano, no necesitamos traducirnos porque el otro nos va a entender igual. Ese poderoso, ese ministro, va a tener que entendernos de todas maneras. Además, está claro que a fin de cuentas no nos estamos dirigiendo a esta gente.

Esta sociedad boliviana es una sociedad bien servil, donde la servidumbre es indígena, es pobre. Para nosotras cambiar eso es algo muy importante en la relación dentro del grupo. No podemos tener eso como una consigna para el más allá, o para no sé cuándo y no hacerlo en el propio espacio.

Otro elemento importante de nuestro cotidiano es el tema de la solidaridad. Nosotras asumimos como colectivo los problemas individuales. Trabajamos mucho sobre los proyectos personales de vida. Es muy importante sobre todo con las jóvenes, aunque no sólo. En las organizaciones sólo tiene relevancia lo que importa a la organización: cuando vas a la marcha, cuando haces el cartel, pero ¿y tu vida? Eso no le importa a la organización. De pronto tú quieres estudiar, o tener un hijo… esas cosas cotidianas que son el proyecto de vida. Para nosotras es fundamental que las compañeras que se incorporan a Mujeres Creando puedan explicitar su proyecto de vida y las demás, de alguna manera, podamos conocerlo, tenerlo presente, ayudarla. Por poner un ejemplo, Florentina terminó su bachillerato y el cuidado de Maritza lo asumió el grupo. Y eso es cotidiano: de lunes a viernes, los doce meses del año, no sólo el día de la conferencia. O cuando la Florentina se iba a algún viaje, y no sólo en el caso de ella. Eso es vital. O si se muere un pariente o alguien se queda solita.

El empeño siempre ha sido buscar que el cotidiano sea parte de la vida del movimiento, que no sea un grupo que se reúne en el tiempo libre. Tampoco se trata de convertirse en una secta o en un convento. Pero entre la secta y asumir la cotidianeidad como un hecho político hay muchos elementos.

Tres afirmaciones acerca de nuestra militancia // Colectivo Situaciones

 A. “pensar es una responsabilidad” , “el irresponsable es inevitable y por ende es necesario pensarlo”.

 

La primera afirmación apunta a responsabilizar al sujeto con su propia palabra y sus actos. Esto es, buscar, en el sentido de búsqueda, el compromiso del otro. Es decir, su modalidad de compromiso, no por su “grado” ni por la “existencia” del mismo.

Lo general de un proyecto/ plan trabaja con los sedimentos de las   experimentaciones en constante desequilibrio. Ese es su piso o terreno.

Asimismo, lo general  trabaja en inmanencia con lo imprevisto pero no partiendo de cero.  Funciona como un segundo grado de “pensar es una responsabilidad”  o al menos la otra dimensión de lo general.

No hay modo de trabajar lo imprevisto si no hay proyecto. Éste no  parte de cero, porque hacer borrón y cuenta nueva todo el tiempo sería uno de los gestos irresponsables (mas aun si de lo que se trata son personas). Admitiendo que encontrarse con lo nuevo es una capacidad que se va moldeando por medio de un proceso de subjetivación que arma los criterios de distinción de «lo nuevo”. Pero vale decir que lo acumulado puede incluir también  los modos de tratar lo imprevisto (al menos, los modos eficaces). “La mala experiencia” deja marcas que se expresan en el viejo binomio ensayo/error.

Los criterios de distinción de lo nuevo se leen en relación a la experiencia acumulada (proceso vivo de trabajo que se va sedimentando) y también la experiencia acumulada se resignifica con lo nuevo que acontece todo el tiempo.

La segunda afirmación es el modo mas eficaz que encontramos para tratar al irresponsable. Digamos que es, justamente, un procedimiento ético genérico acumulado. Generar el distanciamiento del sujeto de irresponsabilidad es, a nuestro  entender, responsabilizarnos con la experiencia. Es cuidarla de exponer la practica a la opinión, a “las ganas” (no al deseo) del irresponsable; pero tampoco es decir “andate”.

Existen dos momentos de la practica, dos situaciones que cabe distinguirlas,  el primero su propio diseño del proyecto. Aparece un primer momento de cuidar de exponer la practica a la opinión, a las ganas del irresponsable. La primera situación tiene que ver con los criterios generales de un grupo que monta un proyecto. El segundo momento (y este es otro irresponsable)  es cuando un grupo desea tener un campo de intervención. El campo de intervención no preexiste, se va constituyendo. Se autogestiona

De este modo el proyecto se somete vía experimentación a un desarrollo continuo. No se puede pensar absolutamente a priori sus efectos.

En los dos momentos, buscamos que el vinculo sea activo; en el primero está la experiencia acumulada, “lo común” o los principios básicos del proyecto. En el segundo también tenemos esto, pero hay un nuevo sujeto que a partir de un  recorrido  común se va constituyendo, incidiendo a la vez en la construcción del proyecto.

Si existe un contrato entre el grupo, el proyecto y sus participantes este se tiene que autogestionar explicitar y revisar constantemente. Si no queda en claro, no hay campo de intervención, los participantes junto con la asamblea requieren un momento de  diagnostico sobre el tipo de contrato que estamos dispuestos a generar.

El irresponsable es hoy por hoy inevitable. Es la modalidad dispersa de la subjetividad contemporánea habitando nuestros espacios. A partir de las practicas de esta figura es como se pueden  detectar las fronteras del dispositivo.

Sin proyecto, el irresponsable no existe. Con proyecto, puede estar amistosamente oculto, puede ser puro ruido… o puede leérselo en clave política.

Sin proyecto, el responsable tampoco existe. En condiciones proyectivas, encontramos como contrapartida al  “hiper-responsable”, quien se maneja desde un esquema individual, amparado en el juicio personal y en una individual interpretación de los consensos enunciados. El hiper-responsable tiende a ser ejecutor regular de las tares prescriptas, pero no llega a pensar la situación, ni a la figura del irresponsable ni a la suya propia. No piensa el problema del irresponsable, sino que lo elimina por exceso de responsabilidad. Paradójicamente, estas dos figuras se encuentran. Autoelogiarse de la propia responsabilidad es otro gesto irresponsable.

 

B. un obstáculo común

Lo imprevisto/ improbable corre el riesgo de no generar emergencias sino de inundar el proyecto. Sin consistencia no hay emergencias, solo acercamientos de ideas, valores y sentidos desarticulados. Ahora bien, el proyecto no  descansa sobre bases sólidas, su condición es estar en el agua,  saber moverse, conectar en un medio fluido.

Decíamos al principio que apostamos a buscar el compromiso del otro. Lo mismo para modular lo imprevisto. Responsabilizar en este caso al grupo de su capacidad de búsqueda, tanto para lo imprevisto como para el irresponsable.

Haciendo un matiz decimos que a diferencia de la prescripción zapatista de “festejar la diferencia”, de lo que hoy se trata es de “soportarla”. Pero no podría ser ha como de lugar, porque deja fuera de lugar al proyecto. Eso es solo una nuevo vestido de la demagogia con bordados cristianos. Como sea, hay momentos en que “el otro” con el que quiero pensar deviene el objeto de pensamiento asambleario, por imposición de “su pensamiento” o entusiasmo individual, sustrayendo el tiempo colectivo en el tratamiento de su persona. De ese modo, porque este otro  nos deja fuera de lugar, el acto ético es implicarlo en el pensamiento colectivo que se construye en esa situación.

Uno de los riesgos que vemos en nuestra práctica es el presupuesto del esquema común por coincidencia en alguna negación (“que feos son los partidos”) o por coincidencia en otros planos convocantes: la comunidad amistosa.

En este ultimo, lo que encontramos son los intentos de persistir en “la unidad política” invocando de maneras sutiles o groseras a la comunidad amistosa.

Es decir, no se piensa el problema, sino que se diseñan burdas estrategias dignas de Montaña Rusa para “que no nos peleemos”,y “no nos enojemos”.

La comunidad amistosa, es una relación que tiende a esfumarse. Su política es el efecto secundario de la formula “que este todo bien”. Si “esta todo bien”  habría política.

Una idea sobre esta clave de lectura: no nos vamos a enojar de ningún modo, porque no nos vamos a decir nada, justamente porque no pensamos nada que nos lleve a decir algo. Esta es la elegía del boludo alegre.

La comunidad amistosa nunca llega a la política o llega sin darse cuenta y tiene un flash. O peor, le pasó por al lado y nunca la vio. De cualquier forma, como siempre está atenta a que “no nos peleemos”, todo lo que decide hacer se lo traga la espera irresponsable.

La espera irresponsable tiene como reverso el acto irresponsable, la intervención que “pinta”.

 

C. tercera afirmación

 

La tercera esta vacía. Tiene que estar vacía porque ése es el desafío de la acción política. La ética se presenta a sí misma en situación, no es que un “que haría yo si pasa tal cosa” . Es un Acto–A-Pensar.

Si la tercera tienen que estar vacía también tiene que ser  delirante, de pura imaginación. Toda acción política tiene como desafío explorar y experimentar este punto de indeterminación sobre la base de la primer afirmación: “pensar es una responsabilidad”, responsabilidad forjada por decisiones vitales, organización

El problema es que  no haya acto de pensamiento sino puro acto. Lo  “interesante”, las “inquietudes convocantes” no siempre traman un suelo común y no siempre permiten auto alteración, sino un profundo autoerotismo en el mejor de los casos y en el peor, una eliminación a puertas cerradas.

Es tarea del pensamiento buscar una brecha, un nuevo “otro”. La auto alteración quizás se dé de todos modos, no necesariamente la de nuestras expectativas, no necesariamente rastreable en nuestros actuales radares de búsqueda (nuestra “capacidad de búsqueda”).

Estas afirmaciones que intentan describir al irresponsable inevitable, también anhelan que éste pueda encontrar otros caminos (y sobre todo que se encuentre consigo mismo con otros “otros”), ya sea dentro de la práctica a la que ingresó o en alguna que lo constituya.

El autonomismo no te echaba. Y seguimos pensando que estuvo y sigue estando bien, pero sí debe tener dispositivos que trabajen  la impertinencia en las organizaciones. De la condición de apertura “aca puede venir cualquiera y decir que lo quiera”, nuestro autonomismo local hizo un ideologema: lo moralizó en algún procedimiento políticamente correcto que se contrapuso a los procedimientos partidarios… pero como su reverso semántico. Léase: “si el partido se abre sólo a algunos, yo me abro a cualquiera”.

Gestionar algo, no lo puede hacer cualquiera, lo tiene que hacer alguien que logre correrse de su condición de irresponsable, al menos una vez. Decimos: no hay sujeto responsable a priori, hay responsabilidad del sujeto en la situación.

La ética hacia el irresponsable está en relación al deseo; deseo implicado en la practica y  responsabilidad de pensar.

El desafío se presenta por el lado de la explicitación del problema. La forma óptima está definida por el modo en el cual se experimenta con esa trama de relaciones y figuras subjetivas que intentamos describir.

Reiteramos: parece inevitable el irresponsable, al menos en este momento de nuestras prácticas. Será necesario quizás que nuestras prácticas ostenten a futuro cierta referencialidad que impongan pautas de respeto, algo así como bañarse antes de ir al médico.

Sobre el militante investigador, para Canadá (20/09/03) // Colectivo Situaciones

Una introducción

I

Y por fin hemos aprendido que el poder no es —para nada— el lugar político por excelencia. Como decía Spinoza, el poder es el lugar de la tristeza y de la impotencia más absoluta. ¿Cómo llamaremos a este saber sobre la emancipación que ya no concibe que el cambio pase por la detentación del aparato del estado, del poder central, sino por la destitución de todo centro?

En a Argentina han resurgido, durante los últimos años, la lucha popular: los piquetes han acelerado el ritmo de la radicalización. El compromiso y la pregunta por las formas concretas de intervención se han tornado nuevamente cruciales.

La contraofensiva se produce en forma múltiple y lucha no es sólo contra los enemigos visibles sino también contra quienes pretenden formatear las experiencias de contrapoder para encapsularlas en esquemas preestablecidos.

Las luchas por la dignidad y la justicia no se han agotado: el mundo, todo, comienza a ser cuestionado y reinventado nuevamente. Es esta activación de la lucha —verdadera contraofensiva— lo que alienta a la producción y la difusión de las hipótesis del contrapoder.

Según James Scott[i] el punto de partida de la radicalidad es la resistencia física, práctica, social. Toda relación de poder, de subordinación, produce lugares de encuentro entre dominadores y dominados. En estos espacios de encuentro los dominados exhiben un discurso público que consiste en decir aquello que los poderosos quieren oír, reforzando la apariencia de su propia subordinación, mientras que —silenciosamente— se produce, en un espacio invisible al poder, un mundo de saberes clandestinos que pertenecen a la experiencia de la micro-resistencia, de la insubordinación.

Esto ocurre en forma permanente, salvo en épocas de rebelión, cuando el mundo de los oprimidos sale a la luz pública, sorprendiendo a propios y extraños.

Así, el universo de los dominados existe escindido: como un servilismo activo y una subordinación voluntaria, pero también como un silencioso lenguaje que hace circular un conjunto de chistes, rituales y saberes que conforman los códigos de la resistencia.

Y bien, es esta preexistencia de las resistencias lo que da pertinencia a la fundación de la figura del Militante Investigador[1], cuya pretensión es la de desarrollar una labor teórica y práctica orientada coproducir los saberes y los modos de una sociabilidad alternativa, a partir de la potencia de estos saberes subalternos.

Una auténtica antipedagogía (como quería Josef Jacotot[2]): la investigación militante no trabaja a partir de un conjunto de saberes propios sobre el mundo, ni sobre cómo debieran ser  las cosas. Muy por el contrario, la única condición a priori del militante investigador parece ser la de ser fiel a su “no saber”…

Como veremos a continuación, entonces, la figura del militante de investigación no es ni la del investigador académico, ni la del militante político, ni la del humanitarista de las ONG, ni la del alternativo, ni la del simple bienintencionado.

Tan lejos de las instituciones como de todo conjunto de certezas ideológicas, se trata mas bien de organizar la vida según la elaboración de un conjunto de hipótesis (prácticas y teóricas) sobre las vías de la emancipación como autoemancipación: de la composición de que potencia las búsquedas y los elementos de sociabilidad alternativa.

A diferencia de la investigación universitaria, se trata de trabajar en colectivos autónomos que no obedezcan a reglas impuestas por la academia. No se pretende utilizar las experiencias como campo de confirmación de las hipótesis de laboratorio, sino de establecer un vínculo positivo con los saberes subalternos, dispersos y ocultos, para producir un cuerpo de saberes prácticos de contrapoder.

Como es sabido, la investigación académica está sometida a todo un conjunto de dispositivos alienantes que separan al investigador del sentido mismo de su actividad: se debe acomodar el trabajo a determinadas reglas, temas y conclusiones. El financiamiento, las tutorías, los requerimientos de lenguaje, el papeleo burocrático, los congresos vacíos y el protocolo, constituyen las condiciones en que se desarrolla la práctica de la investigación oficial.

La investigación militante se aleja de esos ámbitos (claro que sin oponerse a ellos ni desconocerlos[ii]), e intenta trabajar bajo condiciones alternativas, creadas por el propio colectivo y por los lazos de contrapoder en los que se inscribe, procurando una eficacia propia en la producción de saberes útiles a las luchas.

La investigación militante modifica su posición: trata de generar una capacidad de las luchas de leerse a sí mismas y, por tanto, de retomar y difundir los avances y las producciones de otras experiencias.

A diferencia del militante político, para quien la política pasa siempre por la política, el militante investigador es un personaje hecho de interrogaciones, no saturado de sentidos ideológicos y de modelos sobre el mundo.

La investigación militante no es tampoco una práctica de “intelectuales comprometidos” o de un conjunto de “asesores” de los movimientos sociales. El objetivo no es politizar ni intelectualizar las experiencias. No se trata de lograr que éstas den un salto, para pasar de lo social a la “política seria”.

La pista de la multiplicidad es opuesta a estas imágenes del salto y la seriedad: no se trata de enseñar ni de difundir textos claves, sino de buscar en las prácticas las pistas emergentes de la nueva sociabilidad. Separado de las prácticas, el lenguaje de la investigación militante se reduce a la difusión de una jerga, una moda o una nueva ideología pseudo universitaria desprovista de anclaje situacional.

Materialmente la investigación militante se desarrolla bajo las formas del taller y la lectura colectiva, de la producción de las condiciones para el pensar y la difusión de textos productivos, en la generación de circuitos fundados en experiencias concretas de lucha, con el estudio y entre núcleos de militantes investigadores. En el presente artículo intentaremos presentar algunas elaboraciones surgidas a partir de nuestra labor realizada en La Argentina entre los anos 2000 y 2003.

1.

La investigación militante, tal como la desarrollamos, carece de objeto. Somos concientes del carácter paradójico de este enunciado –si se investiga, se investiga algo; si no hay algo que investigar, ¿cómo hablar de una investigación?– y, a la vez, estamos convencidos de que este carácter es lo que le da, precisamente, su potencia. Investigar sin objetualizar, de hecho, implica ya abandonar la imagen habitual del investigador. Y el militante investigador aspira a ello.

En efecto, la investigación puede ser una vía de objetualización (nuevamente, no es una originalidad de nuestra parte confirmar este viejo saber. No es por esto menos cierto, sin embargo, que este efecto es uno de los límites más serios de la subjetividad habitual del investigador). Tal como lo recuerda Nietzsche, el hombre (y la mujer) teórico/a –que es algo más complejo que el “hombre (y la mujer) que lee”– es aquel (o aquella) que percibe la acción desde un punto de vista del todo exterior (es decir, que su subjetividad está constituida de manera completamente independiente respecto de esa acción). Así, el teórico (o la teórica) trabaja atribuyendo una intención al sujeto de la acción. Seamos claros: toda atribución de este tipo supone, respecto del protagonista de la acción observada, un autor y una intención; le confiere valores y objetivos, en fin, produce “saberes” sobre la acción (y el actuante).

Por esta vía, la crítica  queda ciega al menos respecto de dos momentos esenciales: por un lado respecto del sujeto –exterior– que la ejerce. El investigador no precisa investigarse. Él puede construir saberes consistentes sobre la situación en la medida de –y, precisamente, gracias a– su estar afuera, a la distancia prudencial que, se supone, garantiza cierta objetividad. Y bien, esa objetividad es auténtica y eficaz en la misma medida en que ella no es otra cosa que la contracara de la objetualización –violencia– de la situación sobre la que se trabaja.

Pero hay aun otro aspecto en que la crítica queda ciega: el investigador –en su acción de atribuir– no hace más que adecuar los recursos disponibles de su propia situación de investigación a las incógnitas que su objeto le presenta. El investigador, por esa vía, se constituye en una máquina de otorgar –a su objeto– sentidos, valores, intereses, filiaciones, causas, influencias, racionalidades, intenciones y motivos inconcientes.

Ambas cegueras, o la misma ceguera frente a dos puntos (respecto del sujeto que atribuye y respecto de los recursos de la atribución), confluyen en la configuración de una única operación: una máquina de juzgar el bien y el mal de acuerdo al conjunto de valores disponibles.

Esta modalidad de producción de conocimientos nos pone frente a un dilema evidente. La investigación universitaria tradicional –con su objeto, su método de atribución y sus conclusiones– obtiene, claro, conocimientos de valor –sobre todo descriptivos– respecto de los objetos que investiga. Pero esta operación descriptiva no es de ningún modo posterior a la conformación del objeto sino que ella misma resulta ser productora de tal objetualización. A punto tal que la investigación universitaria será tanto mas eficaz cuanto mejor emplee estos poderes objetualizantes. De esta forma –la ciencia, y en especial aquella llamada social– opera más como separadora –y cosificadora– de las situaciones en las que participa que como elemento interior de la creación de eventuales experiencias (prácticas y teóricas).

El investigador (o la investigadora) se ofrece él mismo como sujeto de síntesis de la experiencia. Él es quien explica la racionalidad de lo que acontece. Y como tal queda preservado: en tanto necesario punto ciego de dicha síntesis. Él mismo, como sujeto dador de sentido queda exceptuado de todo autoexamen. Él y sus recursos –sus valores, sus nociones, su mirada– se constituyen en la máquina que clasifica, coherentiza, inscribe, juzga, descarta y excomulga. En fin, el intelectual es quien “hace justicia” respecto de los asuntos de la verdad, en tanto administración –adecuación– de lo que existe respecto de los horizontes de racionalidad del presente.

2.

Y bien, hemos hablado del compromiso y de la militancia. ¿Es que estamos proponiendo acaso la superioridad del militante político respecto del investigador universitario?

No lo creemos. La militancia política es también una práctica con objeto. Como tal, ha quedado ligada a una modalidad de la instrumentalidad:  aquella que se vincula con otras experiencias con una subjetividad siempre ya constituida, con saberes previos –los saberes de la estrategia–, provistos de enunciados de validez universal, puramente ideológicos. Su forma de ser con los otros es el utilitarismo: nunca hay afinidad, siempre hay “acuerdo”. Nunca hay encuentro, siempre hay “táctica”. En definitiva: la militancia política –sobre todo la partidaria– difícilmente pueda constituirse en una experiencia de autenticidad. Ya desde el comienzo queda atrapada en la transitividad: lo que le interesa de una experiencia es siempre “otra cosa” que la experiencia en sí misma. Desde este punto de vista, la militancia política –y no estamos exceptuando a las militancias de izquierdas– es tan exterior, enjuiciadora y objetualizante como la investigación universitaria.

Agreguemos el hecho que el militante humanitario –digamos, el de las ONG’s– no escapa tampoco a estos mecanismos manipuladores. En rigor, la ideología humanitarista –ahora globalizada– se constituye a partir de una imagen idealizada de un mundo ya hecho, inmodificable, frente al cual sólo queda dedicar esfuerzos a aquellos lugares –más o menos excepcionales– en que aun reina la miseria y la irracionalidad.

Los mecanismos desatados por el humanitarismo solidario no sólo dan por cerrada toda creación posible sino que, además, naturalizan –con sus misericordiosos recursos de la beneficencia y su lenguaje sobre la exclusión– la objetualidad victimizante que separa a cada cual de sus posibilidades subjetivantes y productivas.

Si nos referimos al compromiso y el carácter “militante” de la investigación, lo hacemos en un sentido preciso, ligado a cuatro condiciones: a–el carácter de la motivación que sostiene la investigación; b–el carácter práctico de la investigación (elaboración de hipótesis prácticas situadas); c–el valor de lo investigado: el producto de la investigación sólo se dimensiona en su totalidad en situaciones que comparten tanto la problemática investigada como la constelación de condiciones y preocupaciones; y d–su procedimiento efectivo: su desarrollo es ya resultado, y su resultado redunda en una inmediata intensificación de los procedimientos efectivos.

3.

De hecho, toda idealización refuerza este mecanismo de la objetualización. Este es un auténtico problema para la militancia de investigación.

La idealización –aun cuando ella recaiga sobre un objeto no consagrado a tales efectos– resulta siempre del mecanismo de la atribución (incluso si ésta no se da bajo la modalidad de las pretensiones científicas o políticas). Porque la idealización –como toda ideologización– expulsa de la imagen construida todo aquello que pudiera hacerla caer como ideal de coherencia y plenitud.

Sucede, sin embargo, que todo ideal –a contrapelo de lo que cree el idealista– esta mas del lado de la muerte que de la vida. El ideal amputa realidad a la vida. Lo concreto –lo vivo– es parcial e irremediablemente inhaprensible, incoherente y contradictorio. Lo vivo –en la medida en que persista en sus capacidades y potencias– no precisa ajustarse a imagen alguna que le otorgue sentido o que lo justifique. Es a la inversa:  es en sí mismo fuente creadora –no objeto o depositario– de valores de justicia. De hecho, toda idea de un sujeto puro o pleno no es mas que la conservación de este ideal.

La idealización oculta una operatoria inadvertidamente conservadora: tras la pureza y la vocación de justicia que parece darle origen, se esconde –nuevamente– el arraigo de los valores dominantes. De allí la apariencia justiciera del idealista: quiere hacer justicia, es decir, desea materializar, efectivizar, los valores que tiene por buenos. El idealista no hace sino proyectar esos valores sobre lo idealizado (momento en el cual aquello que era múltiple y complejo se torna objeto, de un ideal) sin llegar a interrogarse a sí mismo sobre sus propios valores; es decir, sin realizar una experiencia subjetiva que lo transforme.

Este mecanismo termina por revelarse como el más serio de los obstáculos del militante investigador: al originarse en formas sutiles y casi imperceptibles, la idealización va produciendo una distancia insalvable. Al punto que el militante investigador no logra ver sino solo lo que ha proyectado en lo que se le aparece ya como una plenitud.

De allí que esta actividad no pueda existir sino a partir de un trabajo muy serio sobre el colectivo mismo de investigación; es decir, no puede existir sin investigarse seriamente a sí mismo, sin modificarse, sin reconfigurarse en las experiencias de las que toma parte, sin revisar los ideales y valores que sostiene, sin criticar permanentemente sus ideas y lecturas, en fin, sin desarrollar prácticas tanto hacia todas las direcciones posibles.

Esta dimensión ética remite a la complejidad misma de la investigación militante: la labor subjetivizante de deconstruir toda inclinación objetualizante. En otras palabras: de realizar una investigación sin objeto.

Como en la genealogía, se trata de trabajar al nivel de la “crítica de los valores”. De penetrarlos y destrozar “sus estatuas”, como afirma Nietzsche. Pero este trabajo –que está orientado por y hacia– la creación de valores no se hace en la mera “contemplación”. Requiere de la crítica radical de los valores en curso. De allí que implique una esfuerzo de deconstrucción de las formas dominantes de la percepción (interpretación, valoración). No hay, por tanto, creación de valores sin producción de una subjetividad capaz de someterse a una critica radical.

4.

Una pregunta se hace evidente: ¿es posible una investigación tal sin que a la vez se desate un proceso de enamoramiento? ¿Cómo sería posible el vínculo entre dos experiencias sin un fuerte sentimiento de amor o de amistad?

Efectivamente, la experiencia de la militancia de investigación se parece a la del enamorado, a condición de que entendamos por amor lo que cierta larga tradición filosófica –materialista– entiende por tal: es decir, no algo que le pasa a uno con respecto a otro sino un proceso que como tal toma a dos o más. Lo que convierte lo “propio” en “común”. De un amor así se participa. Un proceso tal, no se decide intelectualmente: toma la existencia de dos o más. No se trata de ninguna ilusión, sino de una experiencia auténtica de antiutilitarismo.

En el amor, en la amistad, al contrario que en los mecanismos que vinimos describiendo hasta ahora, no hay objetualidad ni instrumentalismo. Nadie se preserva de lo que puede el vínculo, ni se sale de allí incontaminado. No se experimenta el amor ni la amistad de manera inocente: todos salimos reconstituidos de ellos. Estas potencias –el amor y la amistad– tienen el poder de constituir, cualificar y rehacer a los sujetos a los que atrapa.

Este amor –o amistad– se constituye como una relación que indefine lo que hasta el momento se preservaba como individualidad, componiendo una figura integrada por más de un cuerpo individual. Y, a la vez, tal cualificación de los cuerpos individuales que participan de esta relación hace fracasar todos los mecanismos de abstracción –dispositivos que hacen de los cuerpos cuantificados objetos intercambiables–, tan propios del mercado capitalista como de los demás mecanismos objetualizadores nombrados.

De allí que consideremos este amor como una condición de la investigación militante.

Y bien, a lo largo de este libro nos hemos referido varias veces a este proceso de amistad o enamoramiento, bajo el nombre –menos comprometedor– de la composición. A diferencia de la articulación, la composición, no es meramente intelectual. No se basa en intereses ni en criterios de conveniencia (ni políticas ni de otro orden). A diferencia de los “acuerdos” y de las “alianzas” (estratégicos o tácticos, parciales o totales) fundados en coincidencias textuales, la composición es más o menos inexplicable, y va más allá de todo lo que se pueda decir de ella. De hecho –al menos mientras dura–, es mucho más intensa que todo compromiso meramente político o ideológico.

El amor y la amistad nos hablan del valor de la cualidad sobre la cantidad: el cuerpo colectivo compuesto de otros cuerpos no aumenta su potencia según la mera cantidad de sus componentes individuales, sino en relación a la intensidad del lazo que los une.

5.

Amor y amistad, entonces: la labor de la militancia de investigación no se identifica con la producción de una línea política. Trabaja –necesariamente– en otro plano.

Si sostenemos la distinción entre “la política” (entendida como lucha por el poder) y las experiencias en las que entran en juego procesos de producción de sociabilidad o de valores, podemos distinguir entonces al militante político (que funda su discurso en algún conjunto de certezas), del militante investigador (que organiza su perspectiva a partir de preguntas críticas respecto de esas certezas).

Sin embargo, es esta distinción la que a menudo se pierde de vista, cuando se presenta una experiencia como modelo, haciendo de ella fuente de una línea política, sin más.

En cierta medida, entonces, se ha creído ver el nacimiento de una línea “situacionista”, como el producto idealizado del lenguaje –más bien, la jerga– de la publicación y la imagen que –aparentemente– el cuaderno transmite –al menos en algunos lectores– de la experiencia.

Detractores y adherentes de esta nueva línea han hecho de ella motivo de disputas y de conjuras. No podemos, al respecto, más que admitir que de todos los destinos posibles de este encuentro, estas reacciones son las que menos nos motivan, tanto por la improductividad manifiesta que resulta de tales repudios y adhesiones, como por la forma en que dichas idealizaciones (positivas o negativas por igual) suelen sustituir una mirada más crítica sobre quienes las realizan. Así, se adopta rápidamente una posición demasiado acabada frente a lo que pretende ser un ejercicio de apertura.

6.

Demos un paso más en la construcción del concepto de una investigación sin objeto. Interioridad e inmanencia no son necesariamente procesos idénticos.

Dentro y fuera, inclusión y exclusión, son (si se nos permite tal expresión) categorías de la ideología dominante: suelen ocultar mucho más que lo que revelan. Esto es: la experiencia del militante de investigación no es la de estar adentro, sino la de trabajar en inmanencia.

Digamos que la diferencia puede ser presentada en los siguientes términos: el adentro (y por tanto el afuera) define una posición organizada a partir de un cierto limite al que consideramos relevante. Dentro y fuera remiten a la ubicación en relación de un cuerpo o elemento en relación a una disyuntiva o una frontera. Estar adentro es también -en este línea- compartir una propiedad común, que nos hace pertenecer a un mismo conjunto.

Este sistema de referencias nos interroga por el lugar en donde nos estamos situados: nacionalidad, clase social, o bien sobre el sitio en que elegimos situarnos frente a… las próximas elecciones, la invasión militar a Colombia o a la programación de los canales de cable…

En el extremo, la pertenencia “objetiva” (aquella que deriva de la observación de una propiedad común) y la” subjetiva” (aquella que deriva de una elección frente a) se unen para alegría de las ciencias sociales: Si somos trabajadores desocupados podemos optar por ingresar a algún movimiento piquetero; si somos de la clase media podemos optar por ser parte de alguna asamblea vecinal. Sobre la determinación –pertenencia común a un mismo conjunto, en este caso la clase social- se hace posible –y deseable- la elección (el grupo de comunes con quienes nos agruparemos).

En ambos casos el estar adentro implica respetar un límite preexistente que distribuye de manera mas o menos involuntaria lugares y pertenencias. No se trata de desconocer las posibilidades que derivan del momento de la elección –que pueden ser, como en el caso de este ejemplo, altamente subjetivante- cuando de distinguir el mero “estar” y su “adentro” (o “afuera”, da igual) de los mecanismos de producción subjetiva que surgen a partir de desobedecer estas estos destinos hasta que, en el límite, no se trata ya de reaccionar frente a opciones ya codificadas cuanto de producir uno mismo los términos de la situación.

En este sentido vale la pena presentar la imagen de la inmanencia como otra cosa del mero estar adentro.

la inmanencia refiere una modalidad de habitar la situación y trabaja a partir de la composición –el amor o la amistad– para dar lugar a nuevos posibles materiales de dicha situación. La inmanencia es, pues, una copertenencia constituyente que atraviesa transversal o diagonalmente las representaciones del “adentro” y el “afuera”. Como tal no se deriva del estar, sino que requiere una operación del habitar, del componer.

En resumen: inmanencia, situación, composición, son nociones internas a la experiencia de la militancia de investigación. Nombres útiles para las operaciones que organizan un devenir común y, sobre todo, constituyente. Si en otra experiencia devienen jerga de una nueva línea política o categorías de una filosofía a la moda –asunto que no nos interesa en lo más mínimo– obtendrán, seguramente, un nuevo significado a partir de esos usos que no son los nuestros.

En otras palabras: la diferencia operativa entre el “adentro” de la representación (fundamento de la pertenencia y la identidad) y la conexión de la inmanencia (el devenir constituyente) pasa por la mayor disponibilidad que esta última forma nos otorga para participar de nuevas experiencias.

7.

Parece que hemos llegado a producir una diferencia entre el amoramistad y las formas de objetivación contra las que pretende alzarse la figura –precaria, insistimos– del militante investigador.

Sin embargo, no hemos ingresado aun en el asunto –fundamental– de la ideologización del enfrentamiento.

La lucha activa capacidades, recursos, ideales y solidaridades. Como tal nos habla de una disposición vital, de dignidad. En ella, el riesgo de la muerte no es buscado ni deseado. De allí que el sentido de los compañeros muertos no sea nunca pleno, sino doloroso. Este dramatismo de la lucha es, sin embargo, banalizado cuando se ideologiza el enfrentamiento, hasta postularlo como sentido excluyente.

Cuando esto sucede no hay lugar para la investigación. Como se sabe, ambas –ideología e investigación– tienen estructuras opuestas: mientras la primera se constituye a partir de un conjunto de certezas, la segunda sólo existe a partir de una gramática de las preguntas.

Sin embargo, la lucha –la lucha necesaria, noble– no lleva de por sí a la exaltación del enfrentamiento como sentido dominante de la vida. Sin dudas que el límite puede parecer algo delgado en el caso de una organización en lucha permanente como una organización piquetera y, sin embargo, dar por sentado este punto sería prejuzgar.

A diferencia de la subjetividad militante que suele sostenerse en un sentido dado por la polarización extrema de la vida –la ideologización del enfrentamiento–, las experiencias que buscan construir otra sociabilidad procuran activamente no caer en la lógica del enfrentamiento, según la cual la multiplicidad de la experiencia se reduce a este significante dominante.

Y bien, el enfrentamiento, por sí mismo, no crea valores. Como tal, no va más allá de la distribución de los valores dominantes.

El resultado de una guerra nos indica quiénes se apropiarán de lo existente. Quién tendrá el derecho de propiedad de los bienes y los valores existentes.

Si la lucha no altera la “estructura de sentidos y valores” sólo se asiste a un cambio de roles, lo que es toda una garantía de supervivencia para la estructura misma.

Llegados a este punto se dibujan frente a nosotros dos imágenes completamente diferentes de la justicia –porque en definitiva de eso se trata–. De un lado, la vía de la lucha por la capacidad de ejercer la máquina de juzgar. Hacer justicia es atribuirse para sí lo que se considera lo justo. Es interpretar de otro modo la distribución de los valores existentes. La otra, sugiere que de lo que se trata es de devenir creador de valores, de experiencias, de mundo.

De allí que toda lucha –que no sea idealizada– tenga esa doble dirección que parte de la autoafirmación: hacia “adentro” y hacia “afuera”.

8.

La investigación militante no busca una experiencia-modelo. Es más, se afirmar contra la existencia de tales ideales. Se dirá –y con razón– que una cosa es declamar este principio y otra muy diferente es alcanzarlo prácticamente. Se podrá concluir también –y acá comienzan nuestras dudas– que para que este noble propósito sea realidad haría falta hacer explícitas “nuestras críticas”. Y bien, si se observa bien la demanda, se vería hasta qué punto lo que se nos estaría pidiendo sería guardar el modelo –ahora de manera negativa– para comparar la experiencia real al modelo ideal, mecanismo que utilizan las ciencias sociales para extraer sus “juicios críticos”.

Como se ve, todas estas reflexiones sobre la crítica y la producción de conocimientos no son asuntos menores, y no lo son porque atañen a formas de la justicia (y el juicio no es otra cosa que la forma judicial de la justicia). Este artículo no puede ofrecer nada parecido a un hecho jurídico, ni provee recursos para hacer juicios con otras experiencias. Más bien lo contrario es cierto: si algo hemos pretendido sus “autores” –cadáveres que hablando, escriben– ha sido ofrecer una imagen diametralmente opuesta de la justicia, fundada en la composición. ¿Para qué sirve esto? No hay respuestas previas.

C.S., septiembre de 2003

[1] La figura del “militante investigador” fue presentada por primera vez en Miguel Benasayag y Diego Sztulwark; Política y situación. De la potencia al contrapoder. Ediciones De mano en mano, Bs. As., 2000.

[2] Ver muy especialmente las hermosas páginas del libro de Jacques Ranciére, El Maestro Ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual  (Laertes, Barcelona, 2002)

[i] James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia. Ed. Era, México, 2000

[ii] Lejos de desconocer o negar la investigación universitaria, se trata de alentar otra relación con los saberes populares. Mientras los conocimientos producidos por la academia suelen constituir un bloque ligados al mercado y al discurso científico (despreciando toda otra forma de producción de saberes)  lo propio de la investigación militante es la búsqueda de los puntos en que estos saberes pueden componerse con los populares.

 

Situaciones por Situaciones // Autopresentación para lavaca

Colectivo Situaciones

e-mail   situaciones@uolsinectis.com.ar
Página web  www.situaciones.org y www.tintalimonediciones.org

 

Pensar en colectivo, producir ideas y generar experiencias, co-investigar, escribir, hacer una editorial, crear redes, vínculos, construirse como un conjunto de amigos y compañeros para poder hacer lo que a cada uno le gusta. El Colectivo Situaciones es un grupo empecinado en producir pensamiento y experiencias, con libros tales como «La Hipótesis 891-Más allá de los piquetes», «Contrapoder», y «19 y 20 apuntes para un nuevo protagonismo social» entre varios otros. En la actualidad ensayan la posibilidad de construir una editorial-militante, Tinta Limón, con la que introducen y difunden libros ajenos y propios. En 2005 la producción incluyó Mal de Altura y Bienvenidos a la Selva, resultado de los viajes que el colectivo realizó a Bolivia y al México zapatista.

¿De dónde nace el Colectivo Situaciones?
En el año 92 se funda en la Facultad de Ciencias Sociales un grupo que se llama El Mate. Era gente de entre 18 y 25 años, en un momento de noche política para todos nosotros. Gente que tenía una idea de izquierda y que tenía una decepción gigante con las generaciones militantes que estaban dando vueltas por ahí, de los 70, o que estaban armando partidos. En el año 97, más o menos, armamos la Cátedra Libre Che Guevara por un lado, y por otro un periódico que se llamó De mano en mano. Los dos instrumentos más elaborados que tuvimos en ese momento para salir de la Universidad.
¿Cuándo empezaron a ser Situaciones?
En el 94 había surgido el zapatismo. Siempre hicimos un esfuerzo muy grande por tratar de saber qué significaba esta nueva idea de «no toma del poder». Pero no nacimos teniendo una idea clara sobre eso. Escribíamos, tirábamos ideas, preguntas. Empezó a haber como un entorno en El Mate esperando ver qué salía de esas elucubraciones. Se planteó incluso si ganar el centro de estudiantes de la facultad o no. ¿Qué dice nuestra  “experimentación zapatista”? Estábamos probando decir no al poder, probando qué sería correrse de ganar el centro de estudiantes, y seguir produciendo. Empezamos a salir más de la facultad. En las elecciones del 99, para las elecciones nacionales, hicimos pintadas: «votá lo que puedas, construí lo que quieras». Había tres cosas fundamentales para nosotros. Una que ya era parte de nuestra generación: la horizontalidad. Siempre fuimos un grupo chico, de amigos, que compartíamos mucho la vida, por lo tanto no había posibilidad de jerarquías ni jefes, ni mucho menos. La
horizontalidad fue un objetivo desde el principio. También la independencia, que después deriva en autonomía. Así que las tres consignas eran: de base, horizontal e independiente.

¿De dónde venía la idea de horizontalidad?
De nuestra práctica concreta. Era una forma de diferenciarnos con los partidos. En ese momento, como en el ´97, 98 llegó Miguel Benasayag, un psiquiatra que había militado en la Argentina en los 70, se exilió en Francia y se convirtió en una suerte de filósofo radical francés. Nos lo presentó Luis Matini. Se fascinó con las cátedras, lo veía como modelo de nueva política. Foros abiertos para gente de barrio donde se discutía política sin que hubiera una estructura de partido. Empezamos a tener un intercambio con él, que venía trabajando (un tiempo, incluso, con Alain Badiou y sus amigos), sobre las nuevas hipótesis para pensar el cambio social. Ese encuentro fue importante porque aceleró y radicalizó nuestras impresiones.

Vimos la posibilidad de crear un grupo más dinámico, tanto teórica como política y prácticamente, en lugar de detenernos a «acordar» con el resto de los grupos políticos con los que estábamos, que por ahí querían centralizar, o ganar el centro de estudiantes. Eso nos trababa mucho: las internas, los documentos para discutir las internas… en cambio vimos que
se podía pensar por afuera de la universidad. Comenzamos a intuir que había que acercarse a esos movimientos sociales, trabajar con ellos en serio. No había pensamiento en ese momento que lograra captar la radicalidad que estaba en juego en muchos lugares. El movimiento piquetero en la provincia de Buenos Aires, los escraches a los represores, cosas muy
fuertes que estaban cambiando la manera de pensar la política y desarrollaban dinámicas sociales de encuentro, justicia y discusión completamente innovaodres. Lo que pasó, entonces, fue que de repente metimos la cabeza y miramos por abajo del agua. La imagen fue: tenemos que substraernos del mundo de la representación, que permanentemente jerarquiza y tiene formas de catalogar a partir de que “lo que importa”, es decir: la masividad. Todo valía según la cantidad y fuerza cuantitativa de las organizaciones.
Ustedes, nos decían, están donde hay poquitos. Por lo tanto son débiles. A eso lo llamamos política del poder: crecer, hacer propaganda, tener una facultad, dos facultades, dos sindicatos, tres barrios. Nosotros decíamos: está bien, durante décadas esa fue la estrategia de los revolucionarios. Pero hay gente que está haciendo otra cosa. No sabemos bien qué es, pero se puede hablar, intercambiar. Mirábamos por abajo del agua. Y veíamos: el poder está ahí. No nos interesa más el otro lenguaje, queremos probar otra cosa. Y ahí empezamos a hacer publicaciones. Ni revistas ni libros. Cuadernitos. Si tenemos dos mangos, sacamos un cuadernito.

¿Quién lo escribe? ¿Quién firma?
Un colectivo que ni colectivo se llamaba. Situaciones. No hay autor, no hay firma, no hay carrera académica.
Decidimos: hagamos un grupito con los que trabajamos bien juntos, y animémonos a decir lo que queremos. Mínimo de poder, máximo de potencia.

Todo lugar de poder te ata, te morfa. En cambio nosotros podemos jugar muy libremente, discutir teoría, estar en el barrio, editar un material, acompañar una lucha, estar en el escrache. Podemos porque personalmente y colectivamente nos construimos el tiempo y la vida para eso, sabemos que es nuestra pasión. Y podemos porque tenemos la insolencia de hacerlo. No la lucidez: la insolencia. De ver a dónde tenemos que ir, de conseguir lo que haya que conseguir. Y dijimos: esto es nuestro aporte, vamos a darle con todo.

¿Desde qué rol? ¿Intelectuales?
Teníamos la idea de una figura que no era ni el académico ni el militante de izquierda, sino el militante de investigación. Entendimos que se podía estar en cualquier barrio o movimiento pensando cosas interesantes por el hecho de que es ahí donde se está produciendo una política en lo social. No como se pensaba antes, que de lo social se iba a lo político. Sino que lo político es el propio lazo que arma sociedad, que arma pensamiento y afectos en cualquier lugar. Teníamos la idea de investigación, y la idea de la situación. Una idea que tiene mucho que ver con la identidad del grupo. La política que no es del poder tiene sus claves en situaciones concretas: como el conocimiento, el pensamiento, la existencia, el afecto y la fragilidad. Entonces nosotros estábamos en busca de experiencias que en una situación concreta pudiesen desarrollar formas de rebelión y de construcción. Por ejemplo, una escuela que tiene una relación con la comunidad es un grupo de gente que está pensando la existencia misma, en su situación. Está pensando en el conurbano, está pensando la pobreza, pero también está pensando la época, qué pasa con los pibes estos que no tienen futuro, con la familia. Está pensando, por ejemplo, qué se puede entender por educación, cuando precisamente todos los represores de la dictadura militar eran personas educadas. Entonces ¿qué quiere decir que la educación hace libres? Es infinito el temario que podíamos discutir con gente que asumía su propia situación con un compromiso muy grande, sea un movimiento piquetero, una escuela, el grupo del escrache, sea quien fuere: no había un territorio privilegiado de por sí. Nosotros queríamos aportar una cierta formalización conceptual a estas experiencias para ponerlas a circular, para difundir esos modos de producción política.

Pero hay una intuición que siempre tuvimos y que hoy volvemos a confirmar. La militancia de investigación no es un oficio o un rol. El peor riesgo para nosotros creer que hay una consistencia, un lugar ya hecho, un lenguaje o un “método”. Para nosotros, para seguir, es fundamental decir que es todo lo contrario: no hay un lugar definitivo desde el cual intervenir, porque cada nuevo encuentro, cada nuevo laburo  exige una reinvención. Somos concientes de que todo se mueve, y que para ser parte del movimiento hay que mantenerse sensible, atento, disponible a los otros, con los otros.

Artículo para Common // Colectivo Situaciones

Corría el año 2000 y junto a los efectos de la crisis económica se movilizaba desde las periferias geográficas y sociales un tejido colectivo herido y desesperado. Vivimos esos años en un frenético recorrido por el cono-urbano bonaerense (Moreno, Quilmes), buscando quién sabe qué cosa exactamente o, mejor, sí lo sabíamos: nos sentíamos convocados por los signos más evidentes de un nuevo ciclo de politización que venía madurando durante la primera mitad de la década del 90 y en el que nos veníamos implicando de muchas formas distintas. Cuando decimos “un ciclo de luchas” nos referimos, en perspectiva, a una subjetivación resistente, plural, que enfrentó con éxito los designios de muerte del neoliberalismo que se venía instaurando entre nosotros entre la dictadura y la democracia posterior. Las jornadas de insubordinación diciembre del 2001  constituyeron el momento culminante, y más visible de este decurso. Aquellos años fueron sobre todo, años “piqueteros”. NO sólo por la novedad y radicalidad de los cortes de ruta y la dinámica comunitaria que se iba generando al calor del enfrentamiento con las fuerzas del estado, sino también porque la extensa red de supervivencia y politización (que abarcó de las fábricas recuperadas a una indefinida cantidad de ocupaciones de espacios públicos, ollas populares, talleres barriales, etc ) terminó resonando con la rítmica del piquete: asamblea-lucha-obtención de recursos-asamblea.

Moreno queda a una hora de tren y colectivo del centro de la ciudad de Buenos Aires. Hacia allí partíamos cada semana a encontrarnos con algunos de los miembros de la Comunidad Educativa Creciendo Juntos. ¿cómo los conocimos? No hay respuesta certera. ¿No fue Picasso quien dijo porque encuentro busco? Si no fue él, la frase funciona perfectamente para describir este tipo de encuentros. Nos hablaron de esta escuela singular, autoconstruida por la propia comunidad, en calles de tierra. A pesar de que el estado paga los salarios docentes, la escuela es responsabilidad de una cooperativa de padres, y los docentes forman parte del proyecto comunitario. Cuando nos conocimos ellos hablaban del maestro-militante. Nosotros del investigador-militante (http://eipcp.net/transversal/0406/colectivosituaciones/en). Nuestros lenguajes exhibían a las claras las tensiones que nos envolvían respecto de nuestras prácticas y de las situaciones a las que nos debíamos. La afinidad fue inmediata y nos tomamos unos cuantos meses, años, para desplegarla.

El taller de los sábados surge entonces en medio de la crisis. Fue una propuesta nuestra a todos aquellos miembros de la comunidad a procurarnos un espacio no institucional, no instrumental para pensar las cosas más difíciles, mas prácticas y, en alguna medida, mas políticas de nuestro tiempo. ¿Qué puede una escuela? ¿cómo pensar un futuro sin promesa? ¿qué tipo de invitación surge a la comunidad cuando se desfondan las figuras clásicas de la niñez, pero también de la adultez? ¿y cómo digerir la ruina de la ecuación educación-trabajo-libertad? Y también ¿cómo participa una escuela abierta y comunitaria, de un replanteo fuerte de las imágenes de inseguridad y victimización qué durante esos años dominaba el territorio de las periferias? Trabajamos con directivxs, docentes, padres, chicxs, vecinxs, y con muchos amigxs y compañerxs que entonces fueron pasando por el taller, o a quienes fuimos a visitar.

Durante el año 2001 la escuela se preguntaba, por ejemplo, qué hacer antes los saqueos que sacudían al barrio, cuando muchos de los vecinos implicados en ellos eran directamente padres y madres los propios alumnos, sino los chicos mismos. Próximo a la escuela hay un par de grandes supermercados a los que se dirigían los vecinos a buscar comida y bebida para esperar las fiestas con provisiones. No agrega nada señalar que la crisis supone pobreza y desazón. Pero la imagen de aquellos hipermercados custodiados por las fuerzas de seguridad ante amenazantes familias angustiadas que pedían comida sugiere el dramatismo de aquella situación. Padres de la escuela pelando a piedrazo limpio con la gendarmería y rutas cortadas constituían el contexto del transcurrir en las aulas. Juan, profe de matemáticas veía pasar por la ventana de la escuela a algunos de sus alumnos con comida recién obtenida, mientras a veces se escuchaban los tiros a 100 o 200 metros de la escuela.

Por aquellos años partíamos también con frecuencia hacia la zona sur del conourbano de la ciudad, a encontrarnos con el MTD de Solano. A partir del 2003 comenzamos a juntarnos con muchos de quienes realizaban un trabajo comunitario vinculado a la educación popular, las murgas, talleres con chicos. Además del piquete, en aquellos territorios condenados a la desaparición se desarrollaba un tejido colectivo autónomo muy vital. Y así andábamos: los lunes al sur, a trabajar con los compañerxs del MTD, una experiencia enfrentada a la institucionalidad estatal que iba generando sus propios espacios de salud, educación, seguridad, y los sábado íbamos a trabajar de un modo muy parecido a una escuela, figura dura de la tradición institucional del estado nación si los hay. Y en ambos casos hallábamos –a pesar de las diferencias harto-evidentes- la misma cosa: la insuficiencia del saber instituido, la urgencia de la creación, la impronta política autónoma y resistente de estas experiencias.

En ese preciso momento llega a nuestras manos el primer ejemplar de El maestro Ignorante, cinco tesis sobre emancipación intelectual, del filósofo francés Jacques Ranciére que nos quemó en las manos. De golpe resonaba “nuestra” experiencia (la del MTD, la de la escuela, la nuestra) con aquella historia lejana de un revolucionario francés que lejos de su tierra descubría que la mediación institucional, lo que llama “la explicación” atonta más que emancipa, que el maestro no lo es porque tenga saberes para trasmitir sino que incluso en su ignorancia puede ser un acompañante de aventuras del espíritu y que la igualdad de las inteligencias era una pura mentira cuando se la ofrecía como promesa y no como premisa aquí y ahora. De inmediato propusimos introducir una lectura del libro en ambas experiencias. Con el MTD publicamos tiempo después El taller del maestro ignorante (http://www.nodo50.org/colectivosituaciones/pop_up_otro_cuaderno_01.htm), que reúne las notas  que íbamos tomando al final de cada jornada, ligando siempre fragmentos del texto con experiencias y problemas que íbamos relevando de la practica.

Con la escuela seguimos desarrollando el taller durante años. Durante el 2003 nos dedicamos a leer el libro de Ranciére preguntándonos a cada paso cómo podía una propuesta tan radicalmente antiinstitucional, como las que había desarrollado aquel Joseph Jacotot, convertirse en un analizador crítica para escuelas que decidían enfrentar sin medias tintas las incertezas y desafíos que surgían día a día en sus prácticas. El resultado inmediato de aquellos laboriosos encuentros se encuentra como capítulo de un trabajo más largo que publicamos juntos (Un elefante en la escuela, de fines del 2009; http://www.tintalimon.com.ar/libro/UN-ELEFANTE-EN-LA-ESCUELA). Pero, como decíamos antes, la experiencia de colaboración no quedó allí. El “elefante” que se pasea por la escuela, hemos visto, es tan gigante (tan grande que solo tanteando con las manos se lo puede comenzar a dimensionar) y obstaculiza los encuentros de un modo tan persistente que no nos es posible ser demasiado perezosos a la hora de juntarnos y darnos al tanteo.

Hace algo menos de dos años surgió la posibilidad de armar un espacio de trabajo con un grupo de chicos (alumnos) de los últimos años del colegio. A partir de una conversación con la profe de filosofía y luego con la directora del colegio, varios pibes y pibas de entre 14 y 17 años manifiestan su deseo de tener un espacio para leer, para escribir, para discutir. El asunto parecía del todo interesante porque interpelaba a la escuela pidiéndole algo que la escuela no tiene previsto: un espacio extraescolar en la propia escuela. Cuando escuchamos del asunto aceptamos de inmediato ser parte del asunto. Después de todo, qué otra cosa éramos nosotros sino eso: un organismo extraescolar en la escuela!  La sugerencia de hacernos cargo de la coordinación de un espacio a imaginar nos entusiasmó, y la cosa se propuso como un taller de lectura y escritura.  Luego iría mutando hasta constituirse en un espacio pensante, productivo en varios rubros. Durante el primer encuentro nos pusimos de acuerdo (varios chicos, algún docente, y nosotros, amigos-de-la-escuela, y coordinadores) en juntarnos una vez por semana o quincena en la escuela, pero fuera de la jornada escolar, con chicos de diferentes edades mezclados. La dinámica consistió siempre en algo tan sencillo y a la vez complejo como pueda resultar el arte de la conversación. No se trató de imaginar pedagogías alternativas, ni de dar curso a ningún tipo de enseñanza, sino de practicar ese ejercicio conversacional por fuera de toda idea de lograr consensos, o dedicarnos a temas “serios”. Las reglas prácticas resultaron ser más bien la escucha, la constancia y el humor. Desde los primeros encuentro sobre todo las chicas comenzaron hablando de lo precario que era todo (el transporte, algunas casas, el destino mismo). Luego, como al pasar, dijeron que se sentían solas. Que andaban con su soledad a cuestas. Y finalmente asociaron esa soledad al recuerdo de la crisis del 2001. De encuentro a encuentro fueron escribiendo sobre eso mismo que surgía de los sucesivos encuentros. Muchas veces nosotros llevábamos textos “disparadores” sobre estos temas que iban apareciendo.

 

De modo paralelo nos hemos dedicado a perseguir a ese elefante por toda la ciudad. Hemos continuado tramando investigación, amistad y colaboración conjunta -entre nosotros y con muchos otras experiencias-, dando curso a una nueva iniciativa en la que actualmente estamos involucrados: la puesta en marcha de La casona de flores  como espacio de un cotidiano abierto a la ciudad, en donde se intentan sostener proyectos de colectivos (investigación, edición), presentaciones públicas, y jornadas como las que organizamos juntos a fin de años en torno a la gestión social, las experiencias educativas no escolares y las luchas que se desarrollan al interior de las mismas escuelas públicas (http://casonadeflores.blogspot.com/).

 

Pasados los años, algo más de una década, cabe la pregunta por el tipo de eficacia política que encontramos en este tipo de vínculos. No cabe resumir en unas pocas líneas la multiplicidad de aprendizajes que hemos experimentado en los diferentes capítulos de esta aventura. Sí, tal vez, explicitar dos cosas. Por un lado, que existe una micropolítica social que incluso en épocas de crisis sociales permite alterar las imágenes convencionales establecidas respecto de qué es la educación, qué es una escuela, qué encuentros son lícitos y cuáles no, abriendo a una enorme capacidad de invención de estrategias en todos los niveles imaginables. Y, por otro, que la producción de subjetividad y el aumento de las capacidades inventivas no tiene lugar ni fecha prefijada. Desde nuestra perspectiva el año 2001 no fue el año de la crisis, sino el año a partir del cual hemos aprendido que el sentido no preexiste, sino que lo creamos sobre el fondo de un vacío. La crisis continúa aún hoy, y la exigencia de crear espacios donde elaborar nuestras existencias continua vigente. Quizás quepa concluir: ni en el momento más violento de la crisis se trató para todos nosotros de victimizarse en la pobreza sino de tomar la pobreza como posibilidad de plantear las cosas de otra manera. Y esa manera, siempre inconclusa y desafiante, nos mantiene en la tarea.

Del maestro militante a la escuela que no sabe

Esta historia comenzó a fines del año 2000. Nos cruzamos antes del estallido de la crisis. O dicho de otro modo: las jornadas callejeras de 2001 ya nos encontraron trabajando juntos.

Quienes por entonces integramos el Colectivo Situaciones intentábamos ligar la investigación militante con el impulso de un “conocimiento inútil” (o antiutilitario).

No se trataba de postular un saber neutro, sino de explorar la gratuidad como potencia de toda

experiencia pensante. Pero estas preocupaciones carecían de eco en la universidad.

Era como si habláramos otro idioma. El encuentro con Creciendo Juntos fue, en este sentido, de una complicidad inesperada. Creciendo Juntos está ubicado en la localidad de Moreno, en la zona oeste del gran Buenos Aires, muy cerca de la autopista. El recibimiento fue cálido y un interés curioso allí se afirmaba. La primera decisión común fue dedicar tiempo a la simple labor de conocernos. Realizamos entrevistas y conversaciones, actividades y reuniones, con docentes, padres y madres, donde fuimos recordando cómo se construyó el proyecto educativo comunitario.

***

El maestro ignorante

Durante el año 2003, y a partir de una conversación con el pedagogo Carlos Skliar, quien por entonces vivía en Brasil, nos enteramos de la existencia de un libro mágico. El maestro ignorante.

Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, escrito en 1987 por el filósofo francés Jacques Rancière, traducido y publicado al español recién a comienzos de esta década. Sentimos que teníamos en nuestras manos un material riquísimo para introducir en las dinámicas de taller en las que por entonces veníamos trabajando. No es habitual tener experiencias de lectura de extrema conmoción. Menos lo es hacerlo en modo reiterado. Pero este libro de Rancière nos dio esa posibilidad: al mismo tiempo que lo leíamos y discutíamos en la escuela Creciendo Juntos, organizamos un taller paralelo con el Movimiento de Trabajadores Desocupados de Solano[1] La inquietud inicial se relaciona con el aparente oxímoron que contiene el título: maestro ignorante.

La historia del “maestro ignorante” comenzó hace mucho. Hay que remontarse, como lo hizo Rancière, hasta 1770, año en el que nació Joseph Jacotot en un pueblo del interior de Francia. Se trata de una época y una vida marcada indeleblemente por uno de los acontecimientos más importantes de la modernidad: la revolución francesa de 1789. Y Jacotot fue un revolucionario. Participó como artillero del ejército y secretario del Ministerio de Guerra, director de la Escuela Politécnica, y más tarde profesor universitario. Incluso fue elegido diputado de la República, pero cuando sobrevino la Restauración monárquica tuvo que exiliarse en Holanda (que aun se conocía con el nombre dePaíses Bajos). Allí, Joseph Jacotot pensaba de scansar y dedicarse a la lectura. Sucedió entonces aquel hecho azaroso que cambiaría su vida.

Un grupo de estudiantes “holandeses”, enterados de su larga experiencia personal, le propusieron que fuese su maestro. Pero un obstáculo volvía difícil esta posibilidad: ni los jóvenes conocían el francés, ni Jacotot hablaba el flamenco. El maestro, carente de las condiciones mínimas para la tarea, sólo atinó a salir del paso sugiriéndoles que estudiaran un libro clásico –el Telémaco de Fénelon– de reciente edición bilingüe. La sorpresa fue mayúscula cuando constató, pasado no mucho tiempo, que los estudiantes habían aprendido por sí mismos su idioma. ¿Cómo pudo suceder que un grupo de jóvenes aprendiera sin que nadie les explicara? ¿Qué sentido tiene entonces la explicación? De improviso y en un instante, Jacotot comprendió la radicalidad de estas preguntas, su capacidad para develar hasta qué punto la sociedad se erige sobre un “orden explicador”, basado en una poderosa ficción:la incapacidad de aquel a quien hay que explicar.Quien es explicado aprende… que él no puede aprender

sin explicación. De ahí que toda explicación constituya un hecho de “atontamiento”. Es decir, si algo hay que enseñar es que no tenemos nada para enseñar, salvo a usar la propia inteligencia. La ignorancia deviene, por esta vía, construcción de un círculo de potencia, reunión de voluntades donde se apela a lo que cada uno puede. Y toda la fuerza antipedagógica del maestro-ignorante se libera en esta afirmación: “No hay nada que el alumno deba aprender. Aprenderá lo que quiera; quizá nada”. Debemos a Rancière la comunicación entre dos épocas, pues gracias a sus investigaciones sobre el movimiento obrero francés se topó con Joseph Jacotot en el período del surgimiento de la educación estatal moderna y su mito pedagógico. Rancière mismo se benefició, siglos después, hacia 1981, con los argumentos del maestro ignorante contra unas instituciones pedagógicas ya maduras. Tenemos ocasión nosotros, ahora, de agregar a este diálogo un hipotético tercer momento. El ejercicio que nos hemos propuesto en el taller es traer a Jacotot y a Rancière hacia nuestros propios problemas; esta vez seremos nosotros los traductores de

las aventuras de Jacotot. En este tiempo nuestro, que no es de fundación ni de madurez de las instituciones estatales, sino de agotamiento, insistencia y reconversión. En esta crisis, que convive con intentos de estructurar nuevos sistemas jerárquicos, volvemos a hacer uso de la hipótesis de la ignorancia y la igualdad de las inteligencias, ya no para alimentar experiencias en los márgenes, ni “alternativas”, sino más bien para afirmar movimientos imprescindibles en cualquier construcción autónoma, aun si ella continúa –como en la época de Jacotot– resistiendo con la misma tenacidad su conversión en un nuevo método explicador. El año 2003 fue paradojal. Se encontrarán marcas de esta rareza a lo largo del texto que sigue, que reúne lo elaborado en el “taller de los sábados” entre mediados de ese año y marzo de 2004. Nunca será del todo fácil entender esos momentos en que se instala la sensación de que ha llegado la hora de volver a una cierta privatización de las vidas cotidianas. ¿Cómo nombrar esos momentos, que son simultáneamente de angustia y descanso? ¿Cómo dejar escapar las sensaciones construidas en aquella apertura de lo doméstico a las dinámicas sociales más amplias de los años previos? Desde entonces es el propio cotidiano el que no ha dejado de estar vinculado a la excepcionalidad, que si antes consistió en volcarse a la calle, al piquete o a la politización de la precariedad hoy constituye toda pretensión de normalidad.

 

Entendimiento y comprensión

Según Joseph Jacotot, se trata de tener en cuenta que “nadie conoce más de lo que comprende”. Entender y comprender parecen ser dos cosas muy distintas. Se entiende lo que es explicado, y esta deducción depende de una autoridad: la que explica y decide cuándo algo ya fue entendido. De allí que Jacotot sostenga que explicar es atontar: plegar una inteligencia a otra.

La comprensión es el modo de aprendizaje que va más allá de las explicaciones. Su potencia es la de las inteligencias y todo aquel que participa de la lengua la posee por igual. Nadie tiene la “incapacidad” de comprender. Pero Jacotot también nos dice que esto no es sólo una cuestión de inteligencia –ya que si fuera así todos comprenderíamos todo, sin más– sino también de voluntad. Esta distinción nos permite profundizar nuestra imagen del proyecto de aprendizaje, como un encuentro entre la potencia de comprender (inteligencia) y la voluntad de comprender (deseo), siendo la inteligencia un elemento que suponemos presente en todos y la voluntad algo esquivo, oscilante, oscuro. Sabemos bien que cuando algo gusta o interesa no hace falta explicación. La comprensión precisa de una voluntad activa, en la que la inteligencia se potencia; en cambio, el entendimiento no requiere de voluntad alguna en el explicado, pues ella ha sido sometida, en tanto pasiva participante del mundo atontador, adecuando la inteligencia “explicada” a la del “explicador”.

Hay una distancia entre quien explica-lo-que-sabe y quien debe-entender, que otorga “al que sabe” la facultad de juzgar la capacidad de entendimiento del que aprende. Allí se juega por entero una relación de poder que no se da exclusivamente en el aula o en la escuela; en la vida cotidiana nos encontramos con cientos de estas situaciones. Pero si hay un juego de poder, habrá siempre resistencias. Por ejemplo, la “falta de respeto” de los chicos hacia los maestros se da sobre todo en el aula, mientras que en el patio (o en la calle) las cosas son bien diferentes. Tomada como resistencia, esta “falta de respeto” sólo aparece en situaciones donde el vínculo exige una dependencia que somete la voluntad de los pibes.

 

Explicación y cohesión social

Se puede ir más lejos en esta distinción entre comprensión y entendimiento. Hay explicación donde la voluntad no es la que produce la relación con el conocimiento. Pero, ¿qué hacer cuando esa voluntad aparece despotenciada? ¿A qué se debe el desgano de los chicos en la escuela?

La “explicación” no es superflua. Se explica lo que se aprende por exigencia exterior (por ejemplo: por exigencia de los programas que baja el ministerio). La explicación se muestra como lo otro de la comprensión. Contiene y reproduce las convenciones sociales. Se explica en la familia, en la escuela, en el trabajo, pero estas explicaciones nos pueden dar pistas fundamentales para elaborar estrategias que nos permitan habitar (y resistir) cada uno de esos espacios. La escuela, en tanto institución puramente explicadora, no podría existir sin la ficción de un contrato. Esta ficción contractual no es otra cosa que el conjunto de explicaciones que permiten a los chicos aprender la situación escolar como tal: saber responder a las preguntas de los maestros, incluso si luego se olvidará todo. Además de “enseñar” las reglas sociales que hacen a la cohesión social, la escuela “desactiva” la voluntad mientras activa un tipo de predisposición especial: entender para zafar. Entonces, ¿puede la escuela apostar a la inteligencia de los otros? Jacotot parece creer firmemente que una institución sólo explica la desigualdad que la funda. Y bien, qué nos dice la experiencia de Jacotot, de naturaleza extra-institucional, a quienes estamos trabajando en un lugar paradójico: más allá de la institución, en la medida en que estamos en un taller, un sábado a la mañana fuera de los horarios habituales de la escolaridad, pero también dentro de la institución, dado que estamos en una escuela, preocupados por lo que pasa en ella. ¿Se puede pensar una escuela en la que el contrato (copiar, repetir y memorizar) conviva con una práctica sostenida en el despliegue

del proyecto de aprendizaje de cada chico?

 

Normalización

Hay momentos en que la exigencia exterior sobre la escuela para que desarrolle ciertos contenidos y prove a determinada (in)formación aparece con más fuerza. Se podría pensar que el proceso normalizador que se activa a partir de la estabilización política que comienza en 2003 (luego de la primera elección presidencial tras la crisis de 2001) consiste en reorganizar el espacio de la escuela en función de una nueva obediencia: aquella requerida por las jerarquías productivas que derivan de la actual reestructuración de las relaciones económicas y políticas. El sentido actual de la renovación sería la “subordinación de la inteligencia” y la consecuente “neutralización de la voluntad”. Y bien: ¿qué pasa con la escuela cuando se hace evidente el desacople con respecto a otros ámbitos de lo social como el trabajo y la familia? Por lo pronto, la caída de las funciones tradicionales de la escuela no implica, claro está, su desaparición, en tanto nuevas fuerzas se apoderan de ella. El resurgimiento de una expectativa social en la reinstitucionalización del país, que a su vez moviliza un deseo de orden y estabilidad, tiende a recentralizar el poder social y político en el aparato de gobierno, y a verticalizar los parámetros y exigencias del sistema educativo. Un ejemplo de esto es el “regreso” de los exámenes integradores. La renovación del proceso institucional-estatal exige por parte de la escuela una renovación de sus capacidades y funciones explicadoras, lo que interroga directamente la persistencia de este taller y su legitimidad: ¿queda margen para leer El maestro ignorante en la escuela hoy?

Dos hipótesis nos permiten dudar de que este espacio

de pensamiento haya perdido su eficacia. Por un lado, la escuela no responde ya a un enjambre institucional capaz de mantener la ecuación obediencia- repetición a cambio de un futuro lo sufficientemente prometedor. ¿Puede la escuela asumir su condición de productora de una fuerza de trabajo improductiva? Por otro lado, si es cierto que la normalización actual no es otra cosa que la excepción vuelta ella misma orden, ¿qué justifica que se renuncie a conquistar espacios capaces de afrontar la persistente incertidumbre, la precariedad y la pérdida de toda capacidad de promesa por parte de las instituciones estatales?

***

 

Correrse para existir

Cuando se intentó indagar –en una ronda– por qué no se concentran los chicos, surgió una revelación sorprendente: querían “más tiempo para jugar”. Y es que la escuela es prácticamente el único lugar de encuentro que tienen, porque casi no salen por miedo a que algo les suceda a sus casas. En muchas ocasiones, estando las casas vacías han entrado a robar lo poco que se tenía.

Algo similar pasa con los padres. Un síntoma recurrente desde hace un tiempo es la respuesta de

varias madres para explicar las razones de su imposibilidad de participar en la escuela. Argumentan

que no pueden dejar la casa sola. La escuela, a su vez, les pregunta: ¿y a los chicos sí se los puede dejar solos? Muchas veces parece que padres/madres y escuela hablaran idiomas distintos. Una incomprensión que radica en unos padres que cada vez se recuestan más en demandar a la escuela que cumpla su rol (“tiene que encargarse de mis hijos”), y una escuela que cada vez más necesita correrse de ese lugar para existir.

Hay una contradicción entre el mensaje de la escuela (“háganse cargo de la escuela que es también de ustedes”) y la realidad de los pibes y las familias (delegar, quedarse en silencio, no poder hacerse cargo, reclamar, no saber cómo resolver ciertos problemas y cierta resignación ante esta

incertidumbre). Si antes había que participar para decidir, ahora es al revés; primero hay que decidir, y recién después se puede efectivamente participar. Así se formula

la diferencia fundamental entre participación, esa forma de estar que los padres y maestros tenían en la escuela de antes, e implicancia, aquello que se precisa hoy para que exista un proyecto.

 

Centralización y dispersión

¿Qué hace Creciendo Juntos frente a esta lógica de la inseguridad que atraviesa los barrios y se extiende en reclamos disciplinarios? Si en 2002 la escuela estaba llena de gente, las asambleas eran masivas, y era mucho el movimento que se producía en ella, a través de ella y a su alrededor, este año, por el contrario, priman la quietud y el repliegue que mueve a los vecinos a “cuidar lo que se tiene”. El miedo lleva a reproducir escenas de violencia cada vez más reiteradas, incluso entre padres de la escuela. Frente a esta situación, lo que hace la escuela es publicitar, contar todo, hablar, producir espacios de reflexión, abrirse. Se trata de quitar el miedo, relajar, evitar una separación aun mayor. La palabra abierta, a partir de la escuela, se ofrece como mediadora y tranquiliza.

El problema está también en las familias, en la distancia entre los códigos que manejan muchas de ellas y la escuela. Los padres creen que la escuela ya está construida y que ahora pueden delegarlo todo. Sin embargo, la escuela “ya no resuelve” porque no puede y, también, porque no quiere. El repliegue y la delegación tienen que ver con el miedo que abre paso a una subjetividad de la inseguridad. Se abandona la calle y se reclama a las instituciones que resuelvan. Sobre esta base surgen hoy planes policiales y disciplinarios de todo tipo. El repliegue sobre lo mínimo de cada quien produce un encierro que deja un espacio que se llena con miedo y reclamos de seguridad. En este contexto la implicación pública es mucho menor. El desencuentro fundamental, entonces, se da entre un reclamo de institución disciplinaria –que confirme el repliegue– y una decisión de la escuela en insistir en la implicancia como modo de (auto) producirse a sí misma. O se logra trazar vínculos que hagan escuela o bien todo se deshace. La disciplina y la fragmentación son parte de una misma dinámica actual a la que la escuela no sobrevive sin actos concretos de implicación. El desafío, entonces, consiste en investigar cómo crear las condiciones para que esta implicación sea posible.

 

El uso de las inteligencias

Según Jacotot, pensar es producir relaciones. Pensar es relacionar. Así, la memoria y los otros usos del pensamiento poseen todos la misma naturaleza: la potencia de vincular aquello apparentemente desvinculado. Esta potencia de prestar atención, de relacionar o de pensar, no es delegable en una inteligencia social. Al contrario, sólo existe en el ejercicio de cada quien.

De allí la formulación –aparentemente contradictoria– según la cual la inteligencia es igual y diferente. Las inteligencias son iguales por naturalezza pero son diferentes en lo que hace a sus usos. La inteligencia es aquello que relaciona todo lo que existe (lo ya pensado) y todo lo que podemos relacionar (lo pensable), pero depende siempre del “momento actual”, de la capacidad de usar la inteligencia (prestar atención) aquí y ahora. ¿En qué consiste esa diferencia, que no emana de su naturaleza? Jacotot-Rancière sugieren que la inteligencia actual –como potencia viva– consiste en una capacidad de transmitir un flujo de voluntad suficiente a la inteligencia. La potencia de la inteligencia no se deriva de su naturaleza, sino de la voluntad que tiene a su disposición en una situación concreta. Tenemos ya, aquí, la fórmula de la emancipación intelectual pregonada por Jacotot: la disposición de la voluntad al servicio de la inteligencia.

 

¿El “método” Jacotot?

Estamos tentados de decir –en palabras de Jacotot– que la crisis de la escuela a la que estamos asistiendo es la crisis del “viejo método pedagógico”. Y esta crisis no pertenece a la época de Jacotot sino a la nuestra. O a la época en que Rancière decide rescatar al olvidado maestro ignorante. La escuela contó tradicionalmente a su favor con la docilidad de las inteligencias de los alumnos. Lo que se esperaba de ellos era una dócil subordinación a los tiempos y los contenidos prescriptos por las autoridades pedagógicas. Esta subordinación ya no se constata, y los modos disciplinarios, lejos de producir una subordinación de este tipo, sólo pueden aspirar a reprimir ciertos efectos perniciosos de la desconcentración masiva de los chicos respecto

de aquello que se intenta hacer en la clase.

Claro que el agotamiento de los modos de obtener esta dócil subordinación no nos habla del fin de las inteligencias, ni de las voluntades (o deseos), sino del modo en que la sociedad disciplinaria las articulaba en sitios como la escuela (o la familia). De hecho, sabemos hasta qué punto los chicos van a la escuela porque quieren. Y cómo, más allá de la diferencia entre aquellos que prestan más o menos atención en las clases, todos saben de qué manera “pasar por la escuela” (pasar los exámenes, preparar materias a último momento, etc.). En las circunstancias actuales, entonces, todo se nos presenta como si estuviéramos ante un problema mayúsculo en el orden de la adquisición de saberes: de un lado la crisis del “viejo” (modelo pedagógico), que ya no encuentra disposición a la subordinación (explicar-atontar); de otro, la aparente ausencia de una voluntad afín a la “emancipación intelectual”. Pero, ¿esto es así?

Esta última pregunta parece muy difícil de responder desde la escuela, ya que ella es más el sitio de la crisis del “viejo” (modelo atontador) que el lugar previsto para la “emancipación”. Si de saberes se trata, dicen Rancière-Jacotot, conocemos dos vías: las pedagogías –cada vez más esforzadas, ya que deben luchar por captar (subordinar) una inteligencia/atención que se les resiste– o bien el llamado “método Jacotot” que, como aclara Rancière, no es propiamente un método.

¿Qué sucede con el “viejo”? No confía en las inteligencias, y por eso las subordina. ¿Qué dice el “método” Jacotot? La inteligencia depende de la voluntad de la que se sirve, y por tanto posee mucha más potencia cuanto menos se subordine a una inteligencia ajena. Se ve entonces que no caben las simplificaciones: ni el “viejo” se reduce a un conjunto exclusivo de didácticas (más bien las acompaña a todas, y tanto más a las contemporáneas y progresistas) ni Jacotot propone una “anti-didáctica”. La disputa no es “metodológica” sino de principio: el “uso” que cada cual hace de las inteligencias. La discusión parece reducirse al siguiente punto: ¿qué uso de la inteligencia permite adquirir saberes con más potencia: el “viejo” que trabaja a partir de la subordinación de la inteligencia o la emancipación que prescribe la autonomía de la inteligencia, servida por la propia voluntad?

 

Suspender el “ser actual” en nombre de la promesa

Sócrates fue el primer explicador, el gran explicador. Explicaba pero no emancipaba. Éste es el principio del “viejo”, que se agota ahora en la escuela actual. Leyendo a Jacotot, nos hacemos las siguientes preguntas: ¿soporta la escuela un cambio de principio? ¿Puede la escuela sostenerse de acuerdo al “viejo”? ¿Admiten las didácticas ser reorganizadas por el principio de la emancipación? Volvamos a Jacotot, al principio según el cual “el todo está en todo”. Éste es el fundamento de la emancipación. Una vez afirmado en él, todo puede ser visto de otro modo. Cualquier didáctica corrobora esto y, por tanto, puede resultar útil a la emancipación intelectual. Sin embargo, y hasta donde sabemos, estas didácticas –las más disciplinadas o las más seductoras– suelen venir acompañadas por exigencias de una dócil subordinación de las inteligencias. ¿Podemos imaginar otra adecuación de las didácticas al principio de la emancipación?

Ésta no es una indagación sencilla. El principal problema para seguir avanzando en esta investigación está dado por las exigencias de los padres y sus expectativas en restablecer el “viejo” para que los chicos aprendan. En este sentido, si la escuela precisa de alumnos dóciles, Jacotot y su proyecto precisan de ignorantes que deseen hacer(se) preguntas. Si abandonamos el principio disciplinario –ya no sólo por indeseable sino que ahora también por impotente– deberemos aprender a valorar la pregunta del ignorante. Sin embargo, la pregunta del maestro ignorante no es la del sabio. Ésta es puramente retórica, ya que el sabio es quien posee un saber a transmitir, y un principio de transmisión de saberes: la subordinación.

La pregunta del maestro ignorante sólo requiere de un ignorante implicado: la tarea es juzgar si hay implicación de las inteligencias, y valorar el trabajo hecho. El maestro ignorante contribuye a la emancipación de los poderes de la inteligencia sin ayuda de la ciencia. Se siente llamado a despertar el poder del ser inteligente como tal. Su principio es la puesta en común de alguna “cosa” (el Telémaco, o cualquier cosa que obre como medio). Aquella “cosa en común” que opera como puente que une (voluntades) y separa (inteligencias) simultáneamente. El principio de la emancipación convoca de los ignorantes algo fundamental: su atención. Pero, ¿qué es la atención? Para Jacotot, no es otra cosa que la capacidad de hallar algo nuevo. En ese sentido, la función del maestro ignorante es la de mantener al otro en su búsqueda atenta. Si el sabio verifica el resultado al que arribó el alumno (puesto que ya lo conoce), el maestro ignorante verifica la atención puesta en el proceso. Pero el maestro ignorante no es un “ignorante más”, sino uno ya-emancipado: o sea, alguien que posee la experiencia del viajero que ha seguido el principio del “conocerse a sí mismo”, de no dejarse educar ni juzgar por los otros, aunque este proceso nunca esté del todo garantizado ni finalizado. Conoce el valor de la pregunta, lo que ella puede suscitar. El maestro ignorante sabe comunicarse de “buscador a buscador”.

En un barrio cercano se realizó una encuesta a las familias sobre la razón por la que los padres mandan a los chicos a la escuela. Y el resultado mayoritario de las respuestas fue: “Para que en el futuro sea alguien”. La sensación, desde la escuela, es que se tipo de respuestas hipoteca el presente de los chicos a un futuro imaginario. El día de mañana desplaza al de hoy. Por otro lado, ¿quién es este “alguien” que debe advenir en el “futuro”?

Una lectura precaria nos llevó a interpretar que ese “alguien” es la fábrica, contra el presente “denigrante” del “plan trabajar”. Es como un ritual: frente a la desesperación, se confía en la escuela. No se sabe bien si la escuela nos “hará alguien”, pero por lo menos aparece como una posibilidad que desplaza a la familia de la pura resignación. Pero esto hace que en la escuela se suspenda el ser actual en nombre de una promesa de futuro. Aquí nos encontramos nuevamente con el “viejo”: subordinación para hoy a cambio de la promesa de un mañana.

[1][1] 1. Para registrar lo debatido en aquellas reuniones semanales en el sur del conurbano bonaerense publicamos un cuaderno –enero de 2005– llamado El taller del maestro ignorante, que puede encontrarse en www.situaciones.org

 

Segundo intercambio con Espai en Blanc // Colectivo Situaciones

Lo que sigue es un recuento crudo de las ideas e impresiones que nos surgieron de leer su último texto. Hemos tenido algunas dificultades para responder sus preguntas en partes por la cantidad de trabajo con el que nos hemos enredado por aquí, pero también por ciertos obstáculos nuestros para comprender el sentido de algunas de sus indicaciones. En algunos casos, hemos sentido que el uso que hacen de nociones como “política”, “colectivo”, “humanismo” y “vanguardia” se nos escapaba. En otros, simplemente, lo único que surgía de sus preguntas eran nuevas preguntas. En todo caso, su texto nos ha inquietado lo suficiente como para no pasar desapercibido.

 

Quisiéramos insistir, entonces, en que cuando hablamos de “militancia de investigación”, para nuestro caso, lo hacemos en un contexto preciso, y con la sola pretensión de indicar algo de nuestra práctica. Y al hacerlo así, pretendemos recordar que nombrar una práctica es, al mismo tiempo, inscribirla en una red más amplia de prácticas, sin las cuales la primera no adquiere un sentido, siquiera mínimo y provisorio. De allí que algo de la realidad se pierde en un nombre tan abstracto e impreciso y el modo de recobrar la experiencia no consiste tanto en perderse en lo que el nombre muestra, sino en mirar más ampliamente ese conjunto de prácticas que construyen el entorno concreto de la práctica misma.

 

Ya hemos hablado de esto de otro modo, cuando les contamos de nuestra “insignificancia” de origen y de los modos de auto producción en los que estamos inmersos. Estos modos están atravesados por una angustia existencial, pero también por una decisión de persistir en ellos. Y esta ambivalencia -que nos atraviesa de cabo a rabo- nos impide ensayar defensas autoafirmativas ante el tono irónico de algunas de sus preguntas, y más bien nos lleva a intentar explicarnos, ante ustedes y ante nosotros mismos, sobre algunas de las decisiones que nos conforman.

 

Pero antes que eso, o al mismo tiempo, lo que se juega de modo cada vez más abierto en este diálogo parece ser el hecho de que la política se desarrolla crecientemente como una apuesta en el terreno mismo de la vida, transformada en el terreno común de una serie de interpelaciones contradictorias, entre las cuales no es menor la amenaza de la inexistencia social. De un modo u otro, entonces, las estrategias dirigidas a la vida (negarla, afirmarla) corren serios riesgos de volverse redundantes, sea con todas las formas actuales de la inexistencia, o bien –en su faz positiva- con las versiones edificantes de los poderes postmodernos. (También nosotros tenemos amigos graciosos que nos lanzan preguntas tales como: “¿Cuál sería el objeto de una vanguardia oca y delirante si ningún mecanismo de cooptación, integración, movilización y normalización reparara en los mimemos de Espai en Blan?”)

 

Y bien, dicen ustedes, que “la cuestión no es definir qué es lo político, sino cómo politizar todo lo que nos rodea empezando por nuestra vida”. Proponemos reformular la frase: no se trata de hablar de la vida, y menos de definirla, como si ella ya existiera, como si no estuviese agrietada, o amenazada, sino de entrar en procesos de autoproducción, ellos mismos políticos. Tematizar la vida, no menos que la política, suena a estrategia inmunizadora. Si una existencia política tiende a politizar su entorno, la trampa siempre será querer encerrar esta potencia en una fórmula prístina y universalizable. De este modo, voluntad política y criterios de politización no necesariamente tienen una relación armónica o preestablecida.

 

De allí que, como decíamos al comienzo, no resulta fácil comprender la idea de “intervención” (ni su “eficacia”, en el sentido de una nueva idea, no instrumental de la eficacia) con independencia de contextos y redes de prácticas concretas en que una intervención se inscribe. En nuestro caso, no nos sentimos capaces de distinguir qué de nuestro trayecto, lleno de intercambios, de elaboraciones parciales y de actos diversos pueda aspirar, retroactivamente, a adquirir tal consistencia.

 

Lo cual es lógico cuando recordamos que no aspiramos a un tipo de eficacia directa sobre el sistema político sino a contribuir en construcciones más amplias, que demandan un trabajo que, aún si restringido, no tan focalizado; si bien público, no tan espectacular; no orientado a la “acumulación”, pero sí a un terreno de sedimentación, no tan efímero, tal vez. Es que desde que hemos comprendido que la Revolución es por definición lo que se disipa una y otra vez entre su cálculo, su espera y su nostalgia, ya no podemos creer en una lectura directa y lineal del acto político, sino en una axiomática problematizadora, libertaria e igualitaria de nuestro trabajo. En este sentido lo propio del acto político, sentimos, no es tanto el adecuarse a criterios a priori, como la disponibilidad para asumir sus efectos paradojales, fundada en lo que Badiou llamó en un artículo reciente “una disciplina inmanente”. Como ustedes, creemos que rechazo y creatividad son índices de procesos de politización.

 

Y los procesos de politización son concretos. Los criterios políticos también lo son. Las Mujeres Creando tienen una noción muy interesante para pensar este nivel concreto de la política. Ellas hablan de “alianzas insólitas”, y de líneas de acción que se definen en y para situaciones concretas. En fin, todo esto no puede resultar ajeno a una “vanguardia loca y delirante” para quien no quiera hacer de la política algo “serio”.

 

En otro momento de su texto hemos sentido un cierto reproche, como si ocultásemos nuestra “voluntad de intervención” política en que entre nosotros “pasan cosas”. Sin embargo, es posible que no exista un criterio objetivo y general para decir si en un sitio “pasan” o “no pasan” cosas. No sería fácil hallar en Argentina, por ejemplo, un consenso sobre la potencia de “lo que pasa”. Por la vía de reducir toda experiencia subjetiva a mera reacción provisoria a la crisis económica –“superada”- se puede muy bien decir: aquí no pasó “casi” nada.

 

Más allá de los efectos de la crisis y sus sujetos, tuvimos, en diciembre de 2004 -es decir, en pleno proceso de “normalización” y en el centro de la Ciudad de Buenos Aires- una nueva catástrofe. República Cromañón era un sitio del rock. Allí, en un incendio, durante un recital, murieron casi 200 jóvenes. Tanto por la capacidad de desnudar la trama general política-empresarial de la normalización como por ciertas secuencias de politización que se sucedieron luego, Cromañón se convirtió en una metáfora cruda de politización urbana actual.

 

Su fenomenología habla a las claras: antes que nada la articulación hiper-precaria de toda infraestructura, de toda red de contención, emergencia y salud. En segundo lugar, la cultura de la fiesta desesperada. Luego, la tragedia y a partir del dolor, la deriva imprevista de organización, movilización y el surgimiento de nuevos discursos y espacios de elaboración pública del luto. En este trayecto, se experimentan modos de autoorganización para agenciar recursos materiales y simbólicos, de choque con la indiferencia social, con las estrategias de partidos y medios, y se relee la historia de los sacrificios sociales previos. En este camino, se indiferencia lo público de lo privado, se destituyen representaciones y se configuran nuevos modos de intervención callejera y de interpelación a la población.

 

Es cierto que muchas de estas experiencias se absorben, se reducen a la intimidad, o quedan tomadas por la lógica mediática. Pero no lo es menos que una cierta acumulación de experiencias de este tipo va delineando un saber social que opera convirtiendo el dolor en lucha y que esas armas hoy existen como inmediatamente disponibles para los más diversos procesos de politización, es decir, para procesos que tienden a rebasarse a sí mismos reorganizando lugares de enunciación, y de visibilidad, de poder.

 

No son pocos los grupos y colectivos de artistas, abogados, médicos, psicólogos, economistas, vecinos o periodistas que se han desarrollado estos años en este clima, a partir de la decisión de convertirse en un instrumento disponible para cualificar estas politizaciones.

 

Nos decía Alida, hace algunas semanas: “en Argentina, la vida cotidiana, con el estado agotado e incapaz de sostener y sostenerse, tuvo que reinventarse, armar nuevas posibilidades,  politizarse (no sé si hablar en pasado o en presente). La vida, los hábitos de vida y la existencia tambalearon. Cuando ustedes hablan de enunciados, vínculos, afectos, se refieren a los materiales de una vida cotidiana que, rota, se rearma en nuevas experiencias de sociabilidad, de politización. Esto sucedió, ¿no es así? En Argentina, entonces, para hacer de la propia vida un desafío se necesita menos que un derrumbe, un atentado terrorista, una catástrofe; en este sentido la problematización-politización de la vida a la par personal y colectiva, la vida personal lleva, empuja, a construir colectivamente (en los mejores casos, claro). La cuestión de cómo problematizar lo que nos rodea, en Argentina, no tiene sentido. Esta es una diferencia rotunda”. Hay una importante cualidad que agregar: cierto estado de apremio que vi aún vivo en Argentina y que se vincula al “no saber”, a la preeminencia de la situación, al vínculo ignorante, la fragilidad inicial, o todos los nombres que pueden darse a la “investigación militante”, y que quizá tenga que ver con tener agarrado aquel momento del 19/20: aquella universalidad que tuvo el “que se vayan todos, que no quede uno solo”: tampoco yo con esta vida, tampoco nosotros como llegamos hasta aquí. Y que es contrario a la vuelta a la normalidad de la que habrá sentido urgencia otra franja de la población. Quiero decir, hay una tensión que, evidente, no está presente aquí, ni siquiera cuando una catástrofe (como el derrumbe de los edificios del barrio del carmel que nos tuvo tan expectantes) abre la posibilidades de cambio.”

 

Para nosotros el “producir / acompañando” está directamente ligado al desarrollo del reconocimiento, pero también a la producción misma de este contexto de politización, en el que cada lucha, cada acto de negación o de creación es capaz de desplegar una nueva percepción de un “nosotros” tanto más amplio cuanto mayor es la conciencia sobre su carácter difuso, transversal y no preexistente: una función política, sí, en la medida en que se entienda por tal la efectuación de una capacidad de evocar y proyectar un complejo de experiencias vitales sobre el conjunto de lo social.

 

Y a la vez, la politización, la vitalidad de esta función sólo existe materialmente, en procedimientos tan concretos como variables, cuyo fin consiste en conectar con estas prácticas para elaborar de conjunto valores, conceptos y perspectivas que potencien esta proyección. El hecho que estos encuentros modifiquen vidas no es más que un índice del grado en que estas dinámicas son ellas mismas productoras de existencia.

 

Claro que siempre se puede empequeñecer el encuentro y sus efectos a los procedimientos puestos en juego, y así reducir la cualidad del vínculo a una variación más de los inocuos dispositivos de la militancia clásica o de la academia. Pero una interpretación tal, que se interesa por la construcción de un aparato de medición de tales politizaciones, pierde lo que querría capturar.

 

En los hechos, lo que existe es un pequeño gran océano de iniciativas. Y en esa superficie de actividad surgen vectores de politización con desarrollo incierto. Cuando ustedes nos preguntan por los “criterios políticos” que nos llevan a conectar con algunas de estas iniciativas y no con otras, no podemos más que remitirnos a una cierta “afinidad electiva” que nos une a personas, grupos y movimientos. El “nosotros” existe muchas veces de modo retroactivo, aunque en el presente siempre requiere una labor para sortear las tendencias al cierre grupal, de la red.

 

Las Mujeres Creando hablan, al respecto, de “feminismo intuitivo”. Se trata de una suerte de inteligencia veloz que trabaja a partir de la valoración instantánea de cientos de pequeñas impresiones, sin precisar pasar por la reflexión detallada para pasar al acto. Esta intuición no pasa entonces por los estrechos –o excesivamente amplios- “acuerdos” que surgen de las retóricas y las lecturas de textos y enunciados de tal o cual grupo, colectivo, movimiento o filósofo. Este será un índice entre otros tantos posibles. Ni tampoco por la evaluación de “relaciones estratégicas”, en un mapa de poderes y contrapoderes. La productividad de los vínculos altera esos mismos mapas. Una composición es política –sentimos- cuando obliga,  cuando fuerza a cada quien, a estar en lo que dice: cuando uno, en definitiva, ya no piensa por fuera de esa composición (este es uno de los contenidos que damos a la noción de “disciplina inmanente”).

 

Con respecto a lo colectivo, tienen razón en que no es de por sí una política. Puede ser -en ciertas circunstancias (no tan extrañas)- una cualidad de los procesos de valorización y hasta de radicalización de sus componentes. No somos pocos los que preferimos hacer aventuras acompañados por otros. Después de todo, para nosotros al menos, la vida no es “algo personal”.

 

No querríamos abundar en esto, pero lo colectivo no es mera agregación. Construir un colectivo es bregar por la salud de las relaciones impersonales que lo potencian. ¿Por qué, entonces, lo colectivo debería ser acusado-sospechado?, ¿desde cuándo es viable oponer colectivo e individuo, cuando lo colectivo es una esfera de acción y despliegue de esas mismas personas a las que se le atribuye capacidad política? ¿Por qué decir que la politización es ante todo personal, si comienza, aún en Barcelona, con la negación de la propia vida? ¿Y por qué limitar la fuerza del resentimiento, la perplejidad que invita a pensar, o el hastío que lleva –a veces- a crear, a una individuación limitada? Por su tono, da la impresión, por momentos, de que su balance de la derrota de la experiencia de lo obrero como movimiento político los ha llevado a renunciar a la instancia de lo colectivo. ¿Es así?

 

Para nosotros esto es relativo. Lo colectivo toma formas muy diferentes entre nosotros. Y si puede ser fuente de encierros, torpezas y hasta de ghetificación, en otros tantos casos es fuente de imaginación política, de renovación de las luchas.

 

Lo que sí es cierto es que como colectivo rechazamos la inspiración vanguardista, lo que tal vez sea uno de los puntos más auténticos de polémica en este intercambio. Nuestro punto de vista es, al respecto, muy sencillo: presuponemos, como condición misma de nuestra existencia, las producciones y prácticas de los otros. No nos sentimos ni “iniciadores”, ni “en soledad”, ni “orientadores”.

 

Ustedes sugieren nombrar este tono militante con la fórmula de la “vanguardia pasiva”, que evidentemente no mejora para nada la cosa, porque esta “pasividad” que ustedes suponen confirma el vanguardismo, ya que sobre este término cae la auténtica actividad, a la vez que confirma por la negativa una cierta idea de “actividad” que vuelve a negar el “tempo” político de la producción reticular de prácticas, vínculos y afectos que da algún sentido al trabajo del CS.

 

Atribuir lo que pueda haber de pasividad en el CS a una decisión de naturaleza política nos reenvía nuevamente a la discusión sobre el potencial político del Colectivo, que –insistimos- se juega más en su disponibilidad que en su definición. Y esa disponibilidad, como queda dicho, surge de la decisión de afirmar modos de invención y de apertura (muy diferentes de la del militante clásico y del académico) en torno a la relación entre práctica y pensamiento, entre conocimiento y política.

 

En todo caso, parece, la pregunta recae ahora sobre ustedes. La locura fecunda que pretenden desplegar logra expresar, por momentos, algo de otras locuras que se reconocen en sus intervenciones: ¿cuánto de afirmación y cuánto de negación de sus vidas hay en su práctica de producción de consignas y enunciados?, ¿qué clase de rupturas experimentan respecto a la forma en que se piensa en filosofía, o en el espacio de la militancia mas clásica de la izquierda? Más allá de las nociones –del lenguaje- utilizado por ustedes en sus producciones: ¿no sienten que hay en ustedes, también algo de lo que nosotros llamamos “colectivo” y “disponibilidad”?

Mas aún: por nuestra parte hemos experimentado más de una vez una cierta “efectividad” política ligada a aquello que de nosotros y de los otros se transforma en algunas de las intervenciones realizadas. Y ya hemos hablado de procedimientos, contextos, disposiciones y decisiones. Ahora, en su caso ¿no creen que en la figura del hombre anónimo y su fenomenología, coexiste a la vez una imagen muy contemporánea y potente de la politización metropolitana junto a una abstracción que impide cotejar prácticas concretas, y modos más “situados” de comprender las formas de “hacer de las vidas un desafío”?

 

Nuestra experiencia es que si uno toma cada vida como terreno de una lucha entre la vida en su obviedad y la negación de esa vida, así, sin más ubicación en un terreno concreto de prácticas, se escapa toda visibilidad de la propia experiencia y la de los demás con quienes es de suponer nos involucraremos en procesos de politización. ¿Cómo se verifican las prácticas de cada quien?, ¿cómo se construye una consistencia en las prácticas, si éstas quedan desdibujadas, o no valoradas?, ¿cómo se organiza el sentido, o lo común (aún lo común sin comunidad), si se abandona el terreno de las prácticas y la elaboración concreta de sus sentidos?, ¿cómo se leen los efectos y las transformaciones en su estilo de politización?, ¿cómo se sostienen en el tiempo las “decisiones”, la “voluntad de intervención” política?

 

En última instancia, y escapando junto a ustedes a toda malversación de la crítica de la vida cotidiana como estatización de las vidas, se nos hace evidente en nuestra experiencia que la politización se da por rebasamiento de las situaciones, de los trayectos singulares, al punto que incluso sin saber bien cómo ni por qué, de pronto una indagación que parecía particular, pasa a interrogar a las demás, universalizando su potencia, y abriendo un espacio transituacional, como terreno de lectura y asimilación de los elementos puestos en circulación. ¿Cómo conciben su participación en este terreno en relación directa con las politizaciones concretas de sus vidas?

 

Y bien, volviendo sobre su curiosidad por el “acompañar produciendo”, hemos notado que hacen énfasis en una cierta presunción de debilidad en el acompañar, borrando la fuerza que -en la misma lógica- podríamos atribuir al producir. La mera inversión de la fórmula “acompañar produciendo” por un “producir acompañando”, sin embargo, debiera alcanzar para evidenciar la cara activa y subjetivante de la decisión. Y sin embargo, esta resolución rápida no haría sino conceder a su prejuicio con la debilidad y la pasividad, de allí que nos veamos forzados a aclarar(nos) más aún los términos de la fórmula.

 

Practicar un “acompañamiento” puede ser una aventura más sinuosa, indirecta y sospechosa de lo que ustedes parecen creer. No sabemos bien, por eso, cuál será su experiencia práctica al respecto. Pero nos gustaría que nos cuenten, puesto que en nuestra experiencia, el “acompañado” suele perder delimitación precisa y suele sufrir alteraciones tan decisivas como las del acompañante. Esa confianza suya en el acto fundante, que siempre nos ha interesado mucho, nos ha impactado tanto más cuanto que vemos en ella la evocación a una colectividad mayor que de algún modo siente esta presencia suya como compañía de sus soledades.

 

La compañía es para nosotros una operación doble consistente, de un lado, en sostener un diálogos entre soledades, y de otro, en elaborar una colectividad mayor. De allí que la “decisión” de la que ustedes hablan no sea para nosotros algo exterior al cotidiano, ni se reduzca del todo a sujetos identificables. Ahora bien, los decisionismos dejan demasiadas canillas sin cerrar (o sin abrir, que es peor). Al menos a nosotros ciertas decisiones se imponen a menudo antes de poder “decidirlas”. Acompañar es, entonces, también asumir como propias también decisiones de otros, que dejan de ser tan otros. Y sobre todo tener una conciencia de la reversibilidad de la relación de acompañamiento. Nunca se sabe cuándo el acompañante se torna acompañado, y viceversa.

El acompañamiento puede ser incluso implícito, genérico, difuso. No se sabe siempre a quién o a qué cosa se acompaña, porque acompañar no es, para nosotros, sumarse, adherir, dejarse caer sobre los otros, ser una carga  simpática y adorable. No se trata de “forzar o encontrar acuerdos”, ni identificaciones imaginarias. Tampoco es mera “difusión” ni prolongación literal del otro. No es parasitismo bien intencionado, ni servilismo de clase alguna. Ni mímesis, ni adosamiento, ni mera pasividad, ni una actividad alienada en el otro. Acompañar es pensar en el otro. No es un mero estar, no es una reproducción de los modos de estar, sino un Estar con el otro de un nuevo modo, de un modo activo.

 

De hecho, en nuestro caso, no hemos acompañado más de lo que hemos sido acompañados. Y este tipo de vínculo se asemeja mucho a una idea posible de “alianza” (a su pedido de criterios políticos concretos podríamos responder que nuestra practica es la confección cotidiana de alianzas fundadas en la afinidad electiva, y que el sentido de tales alianzas es la producción que surge de su efectuación). Pero aún así, no parece alcanzar con la expresión acompañar, dado que ella queda envuelta, al menos en eso parece en su pregunta, en un manto de delegación  y referencia a otro. Por eso podemos ahora revisar lo de “producción”, que parece tener menos espacio en su valoración. La producción, el trabajo concreto, implica, como queda dicho, una cualificación-problematización del encuentro. Hay un sitio específico desde el que se produce una diferencia no reductible: llámese talleres, encuentros, textos, pegatinas, intervenciones, imágenes, contactos, sentidos, vínculos y afectos; se requiere de algo así como una “decisión previa”: que es la de la construcción de un colectivo que escribe, edita, organiza talleres, escucha, contacta, se interesa por otros, impulsa iniciativas, se financia, se autoorganiza para sostener sus tareas, busca nuevas experiencias.

 

La decisión de la producción es inseparable siempre de alguna forma del acompañamiento, pero es sobre todo, decisión de producción. Producir, en primer lugar algo común con los otros. O, algo común, entre nosotros y otros. En segundo lugar, tomar eso en común como material de trabajo. Y, en tercer lugar, ofrecer los producido a nuevas producciones.

 

Producir acompañando es un pensar en situación, pegado a prácticas de frontera, a problemas reales de la construcción, es inventar modos de difusión de hallazgos y nuevos obstáculos. Todo lo cual implica asumir que se construye de a varios, y que las tareas no se concentran todas al mismo tiempo.

 

En cada experiencia se trata de crear el propio producir-acompañando. Descubrir cada vez algo en común, una invitación, una manera de sumarse, una modalidad del estar con los otros, un interés convergente, una producción concreta. Pero es cada vez. Cada vez hay que renovar la disponibilidad. Cada vez la pregunta obsesiva: ¿ahora cómo? ¿Qué es producir aquí, ahora, entre quienes estamos juntos? No siempre se sabe. No siempre se puede. No hay producción existencial, singular, decía Sartre, sin angustia.

 

Finalmente, lo que tal vez sea para nosotros la parte más oscura de su texto: la que habla de un “riesgo humanista”, que retrotrae a Althusser y su fórmula del “humanismo político” y el “antihumanismo teórico”.

 

Y bien: si por “humanismo” entienden ustedes una moral humanitarista (de la “solidaridad y misericordia”), es claro que se trata, entonces, de lo opuesto a lo que nosotros podríamos entender por una “política”, ya que no hay tal sin renovación de la idea de justicia, y de lo humano mismo, lo cual implica trascender toda definición de lo humano, y desarrollar un espíritu destructivo de los valores humanitarios del presente.

 

Sin embargo, puede ser muy cómodo y muy funcional al humanitarismo realmente existente realizar inofensivas declaraciones “anti-humanitaristas”, sin afrontar las cuestiones que se nos plantean cuando no hay procesos concretos de politización. Para tales males, nuestro antídoto es el siguiente: intentar partir, como prescribe el Maestro Ignorante, de la igualdad, sin ceder a la pasión de las jerarquías, y de la diferencia, porque es la propia exigencia del existir el negar toda identidad con uno mismo. De modo que el principio de la igualdad, siempre a actualizar, siempre a verificar, funda la evocación de lo común, y el de la diferencia acicatea el rechazo y la fuga respecto de la identidad, así como la producción y el intercambio que mueve hasta mas allá de lo humano mismo. Es difícil decir esto sin recrear toda la cantinela post de la “diferencia”, o el igualitarismo indifirenciante que todo lo empobrece. Pero mas grave aún es callar por falta de una lengua mas depurada.

 

No es fácil tan poco pasar de la declaración de principios a operaciones concretas sin banalizar las situaciones en que estas operan. En todo caso, es claro que no lo hacen en el sentido de una “actividad” como la que ustedes parecen querer verificar en nosotros, y que nos suena como la del “despertador”, lo cual a su vez, nos llama la atención porque de pronto se vuelven “muy serios” en esta vocación de acto-de-despertar, que interpreta la política de un modo bastante clásico. De allí que nos surja preguntarles: ¿no pervive en ustedes algo del viejo anhelo de despertar de un modo “loco y delirante” lo que antaño no se supo despertar de modo disciplinado y doctrinal? ¿Es posible hallar aquí ese “resto de seriedad” que hallamos en sus preguntas? ¿No tienen la condición “post” obrera una referencia a la derrota que limita la vocación experimental respecto de una contemporaneidad mas radical y que por lo mismo neutraliza e impide una relación mas viva y fluida con aquellas luchas pasadas, tan vitales para nosotros? Y por la misma vía, ¿cómo se desmarcan de un eventual “esteticismo” presente en el hecho de luchar contra la “abundancia”, de rechazar todo sentido dominante y de cortocircuitar las vidas cotidianas, sin que la desidentificación con lo que existe promueva una dimensión constructiva, y colectiva desde sus propias prácticas?

¿Postneolibealismo? // Colectivo Situaciones

Se habla de crisis global. No se trata meramente de una crisis económica, porque el capitalismo no es meramente economía, sino subsunción de la vida al capital, al lenguaje contable y a la codificación monetaria. Tampoco de una crisis exclusivamente local. Incluso el gobierno argentino, que al comienzo creía que se trataba de una crisis nacional de EE.UU sin consecuencias para nuestro país, advierte ahora las dimensiones inmediatamente trasnacionales del descalabro. Las élites neoliberales, como en un “fin de cura” analítica, pueden por fin decir lo que permanecía evidente pero sin poder enunciarse: el mercado libre es un imposible en el tiempo; lo que existe es un mundo en el cual el mercado tiende a convertirse en segunda naturaleza siempre apuntalado por instituciones que, ahora, se colocarán en el centro de la escena: estados, reguladores internacionales, y diversas tentativas de legalidad global.

¿Es posible que tanta sinceridad confirme las certezas ideológicas de las izquierdas antiimperialistas? Asistimos a una fiesta paradojal,  en la cual la música y los movimientos de los bailarines no se coordinan: la crisis global es reveladora de la pérdida de influencia relativa de los EE.UU y de su pretensión de sostenerse como potencia única (lugar que intentan conservar desde la postguerra fría). Surgen, con toda claridad, nuevas estrategias de desarrollo regionales que, de un modo u otro, forman parte del gobierno de los intercambios sociales. ¿Es posible (y conveniente) desconocer la dinámica fluida y conflictiva que se desarrolla en este plano?, ¿no son las aún tímidas estrategias de integración regional del cono sur, precisamente, una muestra de hasta qué punto existe un nuevo espacio para estas iniciativas?, ¿no deberíamos más bien discutir la naturaleza neodesarrollista con que se intentan caracterizar estas nuevas formas de gobernabilidad?

Las imágenes simplificadas de la crisis sólo sirven para legitimar poderes, y no para abrir espacios políticos. Es lo que ocurre cuando se contrapone, sin más, integración nacional frente a mercado global, evitando pensar la naturaleza de las nuevas formas de regulación global, y las jerarquías y las relaciones de explotación que se preservan en el propio espacio nacional. Las retóricas antiimperialistas corren el riesgo de perder su antigua eficacia antagonista y quedar disponibles para los intentos nacional-desarrollistas de codificar las innovaciones que introdujeron los movimientos sociales de América del Sur durante la última década (destitución de la institucionalidad y la legitimidad neoliberal, eliminación de agendas represivas, etc.).

Tal contraposición, además, impide comprender las conexiones aparentemente indirectas entre las hipótesis bélicas que se elaboran en los EE.UU. como modo predominante de gestionar el orden global, con las fronteras de “peligrosidad” (gobierno del miedo) que se desarrollan en los países latinoamericanos como modo de administrar población (muy particularmente a los trabajadores migrantes).

¿Cómo comprender los anuncios de una época de mayor regulación de los mercados ante la crisis del neoliberalismo puro y duro? ¿Hay un “retorno” del estado nación? La identificación simple que se propone entre mayor regulación y gestión democrática puede ser, sobre todo ahora, un camino destructivo para los movimientos sociales. Sobre todo si el contenido de este “retorno al estado” elude discusiones fundamentales sobre la naturaleza de esas “regulaciones”, así como sobre el tipo de instituciones que hacen falta para superar su rol de garante y sostén de la acumulación neoliberal basada en la explotación de directa la vida, del producto de la cooperación social y los recursos naturales.

La idea de nación vuelve a estar en disputa. Y su contenido positivo puede ser retomado si se lo abre sobre el continente (y el resto del tercer mundo), y se lo renueva en base a la innovación social que portan los nuevos/viejos protagonismos populares. De otro modo, ¿quiénes se encuentran hoy en mejores condiciones para capitalizar los símbolos de la nación, así como para explotar sus exiguos restos, sino los partidarios de la globalización capitalista (véase el reciente cambio del logo de Repsol-YPF, a YPF, sobre fondo de la bandera argentina)? La nación es uno de los territorios simbólicos viables para la recomposición de un capitalismo que (siempre global) se encuentra en búsqueda de reinventar su poder de mando total sobre la crisis.

El reciente conflicto ocurrido entre las patronales agrarias y el gobierno argentino demostró hasta qué punto las retóricas que buscan retomar viejos imaginarios de integración social deben lidiar con dinámicas y problemas que requieren nuevos enfoques, capaces de comprender dinámicas políticas inéditas. La derrota del gobierno nacional en esa pulseada es incomprensible sin atender al hecho de que más allá de la existencia de una derecha liberal-oligárquica-golpista que puso palabras y símbolos a las movilizaciones del “campo”, fue una parte del propio peronismo (es decir, lo más próximo que tenemos en el país a un movimiento nacional, y que precisamente en tanto tal fue el principal sostén del neoliberalismo durante más de una década sin llegar a revertirlo plenamente jamás) el que decidió en buena medida la suerte del conflicto.

La crisis (profunda, civilizatoria) del capital anticipa su tentativa de reorganizar una institucionalidad política y, por ende, los instrumentos de la dominación social (el mundo de nuevas regulaciones por venir). Surge la tarea de constituir y fortalecer espacios de reconocimiento y producción de signos comunes para el intercambio y el fortalecimiento de las resistencias y las perspectivas críticas, instituciones propias a la altura de un antagonismo que (se de cómo enfrentamiento abierto o como conjunto de pactos) requerirá de una comunicación y de una inteligencia autónoma respecto de las instituciones de la reconstitución del capital.

En América Latina, lo sabemos, vivimos una situación diferente al resto del occidente. La crisis del neoliberalismo estalló antes, y los nuevos actores dividieron sus fuerzas para continuar con su propio desarrollo y formar parte de una camada de nuevos gobiernos (muy diferentes entre sí, con muy diversa decisión de disputa, de percepción sobre el mundo global-capitalista, y de apertura a las nuevas dinámicas por la base) que los han contenido de diversos modos y en variadas proporciones. Todavía hoy estamos enredados en las ambivalencias de esta doble rueda en la que, por un lado, los movimientos se ven ante la necesidad de autonomizar espacios de elaboración, organización y politización de nuevas dinámicas y, por otro quedan más o menos involucrados según los casos en unas dinámicas gubernamentales que no siempre controlan.

Se habla ya de post-neoliberalismo. ¿Seremos capaces de afrontar estos nuevos escenarios críticamente, a partir de una renovada polaridad entre protagonismos colectivos e instituciones restauradas/reformadas del capital?

En nuestro país la discusión es compleja porque la identificación de la intervención del estado con la democracia y la distribución social ha servido en ocasiones para dar lugar a políticas de contenido progresista (distribucionista). Sin embargo, las retóricas con que hoy se invocan esas políticas se conforman demasiado a menudo con una evocación de un pasado al que habría que retornar. Esta subestimación de las nuevas lógicas productivas y de las subjetividades sociales y políticas contemporáneas abre un espacio para comprensiones reaccionarias (y expropiadoras) de ese pasado y de esas categorías, tan adecuadas a una recolocación de la mediación estatal según las exigencias de la acumulación capitalista como negadoras del potencial implícito del presente.

Es en este contexto que la postulación de una “vuelta de la política” merece ser reabierta. De hecho puede resultar completamente estéril si se la realiza sobre las mismas premisas desde las que se intenta excluir los desafíos abiertos por las dinámicas sociales que tiraron de la alfombra neoliberal (2000-2002), cada vez más estigmatizadas como “antipolíticas”. Estas potencias destituyentes de la institucionalidad neoliberal (que en su momento dieron lugar a un sin número movimientos sociales organizados) siguen siendo un interlocutor indispensable de una política auténticamente postneoliberal.

Notas sobre el posneoliberalismo en Argentina // Verónica Gago y Diego Sztulwark (Colectivo Situaciones)

¿Es posible pensar la situación argentina desde la noción de posneoliberalismo? Después de la crisis del 2001, considerada en toda la región como el fracaso y la deslegitimación más profunda del neoliberalismo puro y duro, se abrió un período de grandes modificaciones en términos de significación social del estado, de capacidad política de los movimientos sociales y de reorganización de las condiciones generales del trabajo. Aquí intentaremos analizar tales transformaciones a partir de algunas secuencias que consideramos clave para comprender la dinámica del proceso hasta llegar a la actual crisis global y el nuevo espacio de intervención que se prevé, desde el debate argentino, para los estados nacionales.

 

1.

Proponemos ordenar al menos tres secuencias de la política argentina reciente: si la crisis política y social  de fines del 2001 a la que llamamos “destituyente” puede sintetizarse como el “fin del miedo”, el “fin de la legitimidad neoliberal”, y el “fin del sistema de partidos”  (secuencia 1); a partir del 2003[1] estas variables mutaron en nuevos miedos (cuestión de la inseguridad), un esquema neo-desarrollista y de intervención del estado-nación (favorecido por el tipo de cambio y una reproletarización de la fuerza de trabajo tras el desempleo masivo) y una nueva gobernabilidad (dinámicas complejas de reconocimiento parcial de los elementos emergentes en la crisis y modificación del escenario regional)[2] (secuencia 2). En el momento actual, no es del todo imposible que haya una dinámica “restituyente” que procura agitar “viejos miedos”, forzar un retorno del neoliberalismo aunque de nuevo tipo y apelar al viejo bipartidismo[3] (secuencia 3).

 

De modo que si la crisis del 2000/2001 fue de apertura e innovación, en el segundo momento se visibilizaron los propios límites imaginativos y políticos de los movimiento sociales, los cuales pesan como límites en las políticas que pretenden sustituir el viejo modelo neoliberal: en este sentido, esa falta de imaginación no es abstracta sino que más bien implica sucesivos cierres en las innovaciones sociales. Es lo que llamamos el impasse actual: el bloqueo de las dinámicas más novedosas de la última década. A su vez, el neodesarrollismo, la nueva gobernabilidad y la reconversión de los miedos sociales tienen como límite la reposición de imaginarios ligados a  las décadas previas a la consolidación del neoliberalismo.

Es en este marco del impasse en el que, creemos, debe ponerse a prueba la posibilidad de pensar un posneoliberalismo en Argentina. En dos sentidos: por un lado, el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión; por otro lado, y paralelamente, la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.

 

2.

Partimos de una tesis (que alcanza al pensamiento de Gramsci y Foucault): las cuestiones relativas al poder y la libertad –es decir, aquello que ha sido pensado durante siglos por la filosofía política– refiere a la relación entre gobernados y gobernantes. Concebimos el neoliberalismo una configuración propia de un cierto modo de relación entre poder (relación entre verdad y derecho) y resistencia (creación de contra-conductas). Si partimos de la relación entre neoliberalismo y biopolítica (que a partir de Foucault acepta buena parte de la filosofía política) podemos comprender por qué no vale la pena insistir con una perspectiva de “autonomía de la política”. Más bien adoptamos la perspectiva –activa hoy en el continente– de bio-resistencias (o biopolítica en el sentido preciso que dan al término Negri y Hardt.)

 

Uno de los límites más evidentes que se desarrolla en Argentina para la comprensión del desafío abierto ante la crisis del neoliberalismo consiste en pasar por alto la diferencia entre “liberalismo” y “neoliberalismo”. Algunas reflexiones sobre esto:

 

  1. Si el neoliberalismo, a diferencia de su antecedente, depende de un sin-número de instituciones y regulaciones (al punto que Foucault lo define como una política activa sin dirigismo, y por tanto objeto de intervenciones directas), la crisis del neoliberalismo no es la crisis del libre-mercado, sino una crisis de legitimidad de esas políticas. Por tanto, hay que iluminar el terreno de las subjetividades resistentes que llevaron a la crisis a este sistema de regulaciones.
  2. El neoliberalismo no es el reino de la economía suprimiendo el de la política, sino la creación de un mundo político (régimen de gubernamentalidad) que surge como “proyección” de las reglas y requerimientos del mercado de competencia.
  3. La total falta de matices y sutilezas del momento argentino actual consiste en el hecho de separar abstractamente las secuencias “liberalismo-mercado-economía” de “desarrollismo-estado-política”, y suponer, paso a paso, que lo segundo puede de por sí corregir y sustituir a lo primero. Pero este modo de plantear las cosas conlleva ya el riesgo de una reposición inmediata y general de relegitimación de un neoliberalismo “político”, por falta de toda reflexión crítica sobre los modos de articulación entre institución y competencia (entre liberalismo y neoliberalismo). La renuncia a la singularidad en el diagnóstico trae como correlato políticas sin singularidad alguna respecto del desafío actual.
  4.  En cierto sentido en todo el continente se juega el mismo problema: ¿puede la reposición del estado y los nuevos liderazgos antiliberales superar al neoliberalismo? Defendemos la tesis de que sólo el despliegue contenido en los movimientos y revueltas de las últimas décadas en el continente anticipan nuevos sujetos y racionalidades que una y otra vez son combatidos a partir de la reintroducción de una racionalidad propiamente liberal desde la “recuperación del estado”[4].
  5. Lo que se discute ahora es el neoliberalismo. Y lo que existe más allá del neoliberalismo es la sustitución de unas instituciones por otras. Entendiendo por instituciones algo más profundo y activo que lo que hemos conocido entre nosotros por andamiaje político-institucional.
  6. Llamemos “institución” poscapitalista (con Virno) a la proyección de un espacio de desarrollo de elementos de una nueva racionalidad vislumbrada fugazmente en las revueltas y en las nuevas subjetividades en el cono sur de América de la última década.
  7. Por último, estas distinciones permitirían distinguir un pos-neoliberalismo de un neoliberalismo de izquierda[5] que integra la deslegitimación del neoliberalismo sólo en términos de discursividad política.

 

3.

Sabemos que la crisis global no se trata meramente de una crisis económica, porque el capitalismo no es meramente economía, sino subsunción de la vida al capital, al lenguaje contable y a la codificación monetaria. Tampoco de una crisis exclusivamente local. Incluso el gobierno argentino, que al comienzo creía que se trataba de una crisis nacional de EE.UU sin consecuencias para nuestro país, advierte ahora las dimensiones inmediatamente trasnacionales del descalabro. Se evidencia un mundo en el cual el mercado tiende a convertirse en segunda naturaleza siempre apuntalado por instituciones que, ahora, se colocarán en el centro de la escena: estados, reguladores internacionales, y diversas tentativas de legalidad global.

¿Es posible que tanta sinceridad confirme las certezas ideológicas de las izquierdas antiimperialistas? La crisis global es reveladora de la pérdida de influencia relativa de los EE.UU y de su pretensión de sostenerse como potencia única (lugar que intentan conservar desde la postguerra fría). Surgen, con toda claridad, nuevas estrategias de desarrollo regionales que, de un modo u otro, forman parte del gobierno de los intercambios sociales. ¿Es posible (y conveniente) desconocer la dinámica fluida y conflictiva que se desarrolla en este plano?, ¿no son las aún tímidas estrategias de integración regional del cono sur, precisamente, una muestra de hasta qué punto existe un nuevo espacio para estas iniciativas?, ¿no deberíamos más bien discutir la naturaleza neodesarrollista con que se intentan caracterizar estas nuevas formas de gobernabilidad?

Las imágenes simplificadas de la crisis sólo sirven para legitimar poderes, y no para abrir espacios políticos. Es lo que ocurre cuando se contrapone, sin más, integración nacional frente al mercado global, evitando pensar la naturaleza de las nuevas formas de regulación global, y las jerarquías y las relaciones de explotación que se preservan en el propio espacio nacional. Las retóricas antiimperialistas corren el riesgo de perder su antigua eficacia antagonista y quedar disponibles para los intentos nacional-desarrollistas de codificar las innovaciones que introdujeron los movimientos sociales de América del Sur durante la última década (destitución de la institucionalidad y la legitimidad neoliberal, eliminación de agendas represivas, etc.).

Tal contraposición, además, impide comprender las conexiones aparentemente indirectas entre las hipótesis bélicas que se elaboran en los EE.UU. como modo predominante de gestionar el orden global, con las fronteras de “peligrosidad” (gobierno del miedo) que se desarrollan en los países latinoamericanos como modo de administrar población (muy particularmente a los trabajadores migrantes).

La identificación simple que se propone entre mayor regulación y gestión democrática puede ser, sobre todo ahora, un camino destructivo para los movimientos sociales. Sobre todo si el contenido de este “retorno al estado” elude discusiones fundamentales sobre la naturaleza de esas “regulaciones”, así como sobre el tipo de instituciones que hacen falta para superar su rol de garante y sostén de la acumulación neoliberal basada en la explotación de directa la vida, del producto de la cooperación social y los recursos naturales.

 

4.

La idea de nación vuelve a estar en disputa. Y su contenido positivo puede ser retomado si se lo abre sobre el continente (y el resto del tercer mundo), y se lo renueva en base a la innovación social que portan los nuevos/viejos protagonismos populares. De otro modo, ¿quiénes se encuentran hoy en mejores condiciones para capitalizar los símbolos de la nación, así como para explotar sus exiguos restos, sino los partidarios de la globalización capitalista (véase el reciente cambio del logo de Repsol-YPF, a YPF, sobre fondo de la bandera argentina)? La nación es uno de los territorios simbólicos viables para la recomposición de un capitalismo que (siempre global) se encuentra en búsqueda de reinventar su poder de mando total sobre la crisis.

La crisis (profunda, civilizatoria) del capital anticipa su tentativa de reorganizar una institucionalidad política y, por ende, los instrumentos de la dominación social (el mundo de nuevas regulaciones por venir). Surge la tarea de constituir y fortalecer espacios de reconocimiento y producción de signos comunes para el intercambio y el fortalecimiento de las resistencias y las perspectivas críticas, instituciones propias a la altura de un antagonismo que (se de cómo enfrentamiento abierto o como conjunto de pactos) requerirá de una comunicación y de una inteligencia autónoma respecto de las instituciones de la reconstitución del capital.

 

En América Latina, lo sabemos, vivimos una situación diferente al resto del occidente. La crisis del neoliberalismo estalló antes, y los nuevos actores dividieron sus fuerzas para continuar con su propio desarrollo y formar parte de una camada de nuevos gobiernos (muy diferentes entre sí, con muy diversa decisión de disputa, de percepción sobre el mundo global-capitalista, y de apertura a las nuevas dinámicas por la base) que los han contenido de diversos modos y en variadas proporciones. Todavía hoy estamos enredados en las ambivalencias de esta doble rueda en la que, por un lado, los movimientos se ven ante la necesidad de autonomizar espacios de elaboración, organización y politización de nuevas dinámicas y, por otro quedan más o menos involucrados según los casos en unas dinámicas gubernamentales que no siempre controlan.

 

5.

Hablar de pos-neoliberalismo significa, para nosotros, la posibilidad de una pregunta: ¿seremos capaces de afrontar estos nuevos escenarios críticamente, a partir de una renovada polaridad entre protagonismos colectivos e instituciones restauradas/reformadas del capital?

En nuestro país la discusión es compleja porque la identificación de la intervención del estado con la democracia y la distribución social ha servido en ocasiones para dar lugar a políticas de contenido progresista (distribucionista). Sin embargo, las retóricas con que hoy se invocan esas políticas se conforman demasiado a menudo con una evocación de un pasado al que habría que retornar. Esta subestimación de las nuevas lógicas productivas y de las subjetividades sociales y políticas contemporáneas abre un espacio para comprensiones reaccionarias (y expropiadoras) de ese pasado y de esas categorías, tan adecuadas a una recolocación de la mediación estatal según las exigencias de la acumulación capitalista como negadoras del potencial implícito del presente.

Las potencias destituyentes de la institucionalidad neoliberal (que en su momento dieron lugar a un sin número movimientos sociales organizados) siguen siendo un interlocutor indispensable de una política auténticamente posneoliberal.

 

 

 

[1] El período inmediatamente posterior a la crisis del 2001, después de una sucesión vertiginosa de cinco presidentes, estuvo caracterizado por la llegada al gobierno del peronismo: Eduardo Duhalde es elegido entonces como presidente por un acuerdo parlamentario, no por elecciones. Su gestión se propuso estabilizar la crisis por medio de la devaluación de la moneda (fin de la convertibilidad un peso/un dólar que había garantizado la estabilidad inflacionaria durante los años ´90) y la masificación de los planes sociales para desocupados. Sin embargo, la represión de los movimientos sociales que terminó con el asesinato de dos militantes piqueteros, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, obligó a adelantar el llamado a elecciones y mostró la incapacidad de estabilizar el conflicto político. Así, en el 2003 fueron las primeras elecciones nacionales tras la crisis. Los dos partidos políticos mayoritarios se fragmentaron. Tres candidatos provenientes de la Unión Cívica Radical compitieron contra tres del peronismo, saliendo primero, con menos del 30% de los votos el ex presidente Carlos Menem y en segundo lugar, con menos del 25% Néstor Kirchner, apoyado entonces por el presidente Duhalde. Convocada a la segunda vuelta, Carlos Menem desistió de su candidatura y Kirchner debió asumir sin un verdadero apoyo electoral.

[2] El gobierno de Kirchner fue contemporáneo de una rápida recuperación macroeconómica basada en los precios internacionales de los granos (sobre todo de la soja, ya desarrollada a partir de la siembra directa y todo el “paquete tecnológico” asociado a esta modalidad) y el postergado consumo interno. Sus esfuerzos estuvieron dirigidos a renovar –sobre todo en el terreno simbólico discursivo– los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos sociales, como parte de un movimiento más general de recuperación de autoridad para las instituciones del estado, en un contexto de crisis de legitimación de los partidos políticos y los discursos neoliberales. Esa gestualidad se concretó especialmente apelando al recurso del lenguaje de la lucha de los años setentas y, en el terreno de los derechos humanos, con la derogación de las “leyes de impunidad”, la consiguiente reapertura de los juicios a los cuadros de la represión y un amplio reconocimiento a los organismos de derechos humanos. De forma menos acabada, el gobierno promovió a su modo una relación activa con varios movimientos sociales de desocupados, absteniéndose de acudir a la represión para tratar con los movimientos que se mantuvieron a distancia o en la oposición. Pero estas innovaciones, en el terreno de la gobernabilidad, no fueron nunca puras ni completas, sino que se desarrollaron en modo paralelo a un esfuerzo mayor por recomponer, bajo su hegemonía, el viejo esquema sindical y político del peronismo, fundamento de su poder territorial, parlamentario y electoral. No es posible dar por hecho el cuadro de este período sin mencionar, al menos, la conquista, en el contexto de América Latina, de una autonomía geopolítica inédita y de una renovación de los estilos de gobierno regionales, determinados por las resistencias de los movimientos sociales al consenso neoliberal. En este contexto el gobierno argentino realizó una festejada renegociación de la deuda externa.

[3] En diciembre del 2007 asumió Cristina Fernández de Kirchner, luego de ganar en primera vuelta con casi el 50% de los votos. Poco antes, en la ciudad de Buenos Aires, había ganado las elecciones el candidato de la derecha neoliberal, que en la segunda vuelta conquistó casi el 60% de los votos contra el candidato del gobierno. Las premisas explícitas del actual gobierno nacional se fundan en la idea de un (impreciso) nuevo pacto social y político de cara al bicentenario del estado nacional (2010), en procura de institucionalizar la gobernabilidad entre los actores sociales y económicos, sobre la base de una orientación neodesarrollista, la integración continental y la recuperación de la soberanía del estado nacional, la construcción de una economía industrial exportadora, el combate a la pobreza y la continuidad de los logros a nivel de los derechos humanos, quedando relegado el protagonismo de los movimientos sociales. El día 11 de marzo de 2008 el nuevo ministro de economía anunció modificaciones al régimen de retenciones a la exportación de granos, volviéndolas móviles y aumentando las alícuotas.  La radical oposición a la medida de las cuatro organizaciones patronales agrarias (que van de la tradicional y oligárquica Sociedad Rural, a la organización que históricamente representó a los pequeños productores, la Federación Agraria) organizó un conflicto que duró unos cuatro meses, dando lugar a una extensa movilización social, que finalmente se resolvió en el parlamento –a partir del envío del decreto del poder ejecutivo a debate legislativo–, con la derrota del gobierno en la cámara de senadores. Este conflicto, tanto por su magnitud  como por sus implicancias y sus efectos, no fue un conflicto más. Una breve reseña de algunos de sus aspectos se hace necesaria. La racionalidad de fondo de la política de las retenciones es compartida por todos los actores: el crecimiento de la economía argentina apoyado, entre otras cosas, en la enorme renta agraria sustentada sobre todo en la siembra directa de soja. El principal argumento del gobierno para modificar el régimen de retenciones fue considerar que la suba internacional de precios de la producción que exporta el tecnologizado campo argentino exige regulaciones que mantengan precios razonables para el mercado interno de alimentos. Las principales objeciones de los sectores exportadores, opositores a la medida, fue: a) que había que segmentar las retenciones según pequeños, medianos y grandes productores; b) que había que articular una política agropecuaria integral; c) que el gobierno quería obtener recursos para sostener su legitimidad en base a la expansión del gasto público y el subsidio a otros sectores del capital. Durante el conflicto las organizaciones agrarias que reúnen a pequeños, medianos y grandes propietarios comprometidos en el negocio de la soja se opusieron al aumento de las retenciones desarrollando modos de lucha heredados de la fase previa al 2003: asambleas, cortes de ruta y piquetes, el uso de las cacerolas para manifestarse en las ciudades, escraches a legisladores del gobierno y retóricas de autoorganización contra el estado. El gobierno y sus apoyos, junto a los intelectuales que se organizaron para apuntarlo argumentativamente, desplegaron en su defensa, tres líneas discursivas fundamentales: la idea de que las retenciones eran redistributivas y se dirigían a combatir la concentración del ingreso, que la lucha contra las retenciones era golpista, y que había que enfrentar a una nueva derecha mediático-sojera recuperando imaginarios y lenguajes de las luchas populares de las décadas previas. Para una ampliación de todos estos análisis ver el texto del Colectivo Situaciones: “¿La vuelta de la política?”. www.situaciones.org

[4] Otra tesis diferente es la que propone Negri respecto a la potencia de los movimientos de “atravesamiento con distanciamiento” de las instituciones estatales. Ver reportaje a Toni Negri “Cambio de paradigmas”, realizado por Verónica Gago, Página/12, Buenos Aires, 4/12/07.

[5] Esta idea de “neoliberalismo de izquierda” es trabajada por Raúl Zibechi.

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante // Diego Sztulwark, Verónica Gago y Sebastián Scolnik (Colectivo Situaciones)

La crisis, el protagonismo social y la investigación militante.

Notas en el impasse[1]

 

Un nuevo protagonismo social viene modificando durante la última década las perspectivas del hacer político en buena parte de América Latina y en particular en Argentina. Lo que intentamos en las páginas que siguen es plantearnos potencialidades y ambigüedades de estos procesos, desde algunas perspectivas denominados “posneoliberales”, esclarecer los desafíos que se presentan al pensamiento en el contexto de la crisis, y proponer el impasse actual como terreno de inquietud, en el que se desenvuelven las prácticas sobre fondo colectivo, anónimo y difuso. Sobre el final, ocho hipótesis para la militancia de investigación.      

 

1

Los movimientos sociales fueron protagonistas en América Latina de una conmoción política que, con diferentes intensidades y escalas, llegaron a cuestionar el mando directo de las elites globales. Para comprender este contexto resulta imprescindible atender a los rasgos centrales del ciclo de luchas que desplegó la acción multitudinaria capaz de coaligar actores tan disímiles entre sí como movimientos de desocupados, poblaciones originarias, pobres urbanos y campesinos y movimientos comunitarios contra la privatización de lo público. En general, estas insubordinaciones desarrollaron sus dinámicas por fuera de los instrumentos tradicionales de organización.

 

Los llamados gobiernos progresistas, así como las premisas posneoliberales[2] de gestión de la vida colectiva que se extendieron por la región en los últimos años, resultan impensables por fuera de este proceso de desobediencia.

 

Pero más importante que el signo de los gobiernos es el hecho de que la irrupción de este nuevo protagonismo social puso en discusión la distribución de los recursos económicos, sociales y simbólicos. A su vez, en algunos países la situación de democratización política (especialmente a través de asambleas constituyentes) dio lugar a procesos de refundación parcial de la voluntad de intervención del estado.

 

Más allá de la discusión sobre la calidad de las reformas (lo que en ellas hay de avances y lo que hay de meras concesiones de las élites), cabe la pregunta por la novedad política de estos movimientos, que tal vez haya quedado formulada de modo más preciso en el “mandar obedeciendo” de los zapatistas que por un lado extiende y vuelve contemporáneo un rasgo perteneciente a las culturas comunitarias (la proximidad y la reversibilidad de las relaciones de mando y obediencia), y por otro provee nuevas imágenes para pensar la relación entre institucionalidad política y poder popular desde abajo (buen gobierno), cuando ya no se postula de manera real y creíble la hipótesis de la toma revolucionaria del poder. Podemos delimitar en la secuencia que va del poder destituyente a la exigencia de buen gobierno el punto más alto de visibilidad de este trayecto singular.

 

En buena parte del continente los cambios son extremadamente moderados y mixturan continuidades profundas del neoliberalismo con una mayor interlocución con la agenda de los movimientos sociales. Llamamos “nueva gobernabilidad” a esta interfase de avances y retrocesos que consiste en una dialéctica de reconocimientos parciales, que posibilita puntos de innovación en la búsqueda de un momento posneoliberal, favorecido por la coyuntura de mayor autonomía regional esbozada en Sudamérica.

 

Y, sin embargo, no alcanza con pensar la relación entre movimientos sociales y gobiernos progresistas a la hora de captar la llamada anomalía latinoamericana. Se requiere incluir la pluralidad de los tiempos y las lenguas de la descolonización, de la comunidad, de la metrópoli enmarañada, con sus periferias y las diversas capas de migración, que constituyen los ritmos de base de cualquier tentativa de creación de nuevas hipótesis emancipatorias.

 

2

La crisis del 2001 en Argentina implicó el fin de la legitimidad de las instituciones del modelo neoliberal tal como había sido anticipado por la última dictadura militar y desarrollado por décadas de una democracia castrada. A partir de mediados de los 90 convergen diversas luchas de tipo asamblearias y dadas a la acción directa (desocupados, derechos humanos, trabajadores de fábricas recuperadas, movimientos de lucha por la tierra, asambleas barriales y de sectores medios perjudicados con la expropiación de sus ahorros) en una compleja coyuntura política que acabó con la caída de tres gobiernos en unos pocos días. El rasgo determinante de este movimiento heterogéneo fue la dinámica destituyente respecto de la institucionalidad neoliberal.

 

A partir del 2003 un nuevo gobierno crea expectativas sobre el proceso político al tejer al mismo tiempo los deseos de trasladar el lenguaje y las demandas de los movimientos al nivel del estado junto al anhelo, igualmente extendido, de normalización de la vida social, económica y política.

 

Seis años después, encontramos en las perseverantes marcas que los movimientos dejaron impresas en las instituciones políticas las claves para comprender la ambigüedad del proceso actual: junto a rasgos de normalización y debilitamiento de los movimientos, permanece vivo el juego de los reconocimientos parciales y ambivalentes. Tal juego de reconocimientos ha permitido recomponer fuerzas para enfrentar a algunos actores poderosos de las élites neoliberales y, al mismo tiempo, ha excluido o debilitado la perspectiva más radical de reapropiación autónoma de lo común.

 

Sobre este campo se juega la reinterpretación constante de los  enunciados democráticos que surgieron de la crisis. Podemos considerar dos axiomas fundamentales: la recusación del lenguaje neoliberal (fundado en la idea de la subordinación a la hegemonía de las finanzas globales y las privatizaciones) y de la represión al conflicto social, apoyado en una recuperación de la narración de las luchas de la década del 70 y de los derechos humanos.

 

La tendencia más fuerte, en este sentido, es la que se constituye desde un paradigma neodesarrollista, capaz de reinterpretar la genealogía del cuestionamiento a las relaciones salariales y a la forma-estado-neoliberal por parte del nuevo protagonismo social, concibiéndolas como demandas de reproletarización. De este modo, una problematización central de nuestra época pasó de ser pensada como necesidad de un “trabajo digno” (consigna creada por los movimientos piqueteros) a ser re-inscripta dentro de la mitología fordista del pleno empleo (bajo el slogan de “empleo decente”). La valiosa información producida por los movimientos sociales (es decir: las formas colectivas de organización del trabajo que tendían a independizar producción de valor de empleo) fue utilizada por el estado para reorganizar su política social y para gestionar la crisis del trabajo.

 

3

Llamamos impasse al atascamiento de las dinámicas de innovación de lo político, que nos arroja a un espacio de consistencia fangosa y a una temporalidad en suspenso, de reversibilidades y desplazamientos inconclusos. Un tiempo que no podemos asumir meramente como “tránsito a”, sino como transcurso mismo de lo paradojal.

 

El protagonismo social se presenta hoy bajo formas de “abigarramiento”, anonimato y “promiscuidad” (término sin ninguna connotación moral), en las que se imbrican  componentes de valorización capitalista y de autonomía: de servilismo y rebelión, de subordinación y activación, de producción de estereotipos y de su desacato.

 

La duración en el impasse cobra una modalidad esencialmente ambivalente: la presencia de lo abierto al pensamiento y las prácticas se nos presenta junto a un simultáneo “encapsulamiento” de las potencias; los hechos y las narraciones se sitúan a medio camino entre el dejá vù y la innovación, entre una sensación claustrofóbica de lo presente como ya-vivido y la intuición de un presente abierto al acto.

 

La lengua de lo político es la primera afectada: se pliega sobre significantes útiles del ciclo de luchas de los 70 y asume las coyunturas polarizadas como dinámica de referencia absoluta. A la vez, su problematización autónoma queda atorada por razones propias cuando prescinde de un balance profundo y realista de las aporías del ciclo de luchas previo.

 

Asumiendo el impasse pasamos de la im-potencia (ausencia de todo posible concreto) a la in-quietud (ausencia de todo conformismo).

 

4

La inquietud en el impasse es acto profano (lúdico, humorístico, antagonista): desacraliza –desplegando un materialismo perceptivo sensible a la mínima variación de los signos y las asimetrías– todo aquello que la lógica productora de estereotipos consagra como jerarquía.

 

Proponemos ocho hipótesis para desarrollar la in-quietud en el impasse:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, ambas modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato estas dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado como modo de participar de lo social (el “proyecto personal” o las islas del reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la propia vida metropolitana.
  2. Trabajar planteando asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras que la estetización opera una pseudodiferencia sin filo. La asimetría es problematizante (y se aproxima al término de verdad-desplazamiento que presenta López Petit), mientras que la estetización nos tranquiliza con la apariencia de lo ya-resuelto. Ya que la estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado. Al cancelar el carácter problemático de la diferencia, la estetización –al igual que la estereotipización– suprime la ambivalencia de la asimetría, sea a través de un realismo estigmatizador, sea por la vía de una apología que la presenta como a-problemática.
  3. Ubicar una diferencia entre grupos y colectivo: llamamos grupo a la agregación de personas y colectivo a una instancia de individuación en la cual los individuos participan a partir de su in-completud. En fases en que la potencia deviene pública, el grupo puede fluir a la creación. Pero en momentos de encapsulamiento, en los cuales carecemos de códigos comunes (aunque el capital nos los ofrece bajo la forma de clichés), la disposición a la apertura se dificulta, y nacen todo tipo de patologías grupales-individuales. Lo colectivo, en cambio, es esa apertura pública motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos (disponibilidad en la desorientación).
  4. Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?
  5. Una nueva relación entre regla y praxis. Si lo propio de la crisis (como espacio-tiempo permanente y no como momento transitorio o deficitario) es la dificultad de imponer reglas exteriores a la praxis –es decir, que la crisis es el momento en que la institución no cuenta con una obediencia a priori (cosa que hemos visto muy de cerca en Argentina)–, se nos presentan ahora al menos tres modos positivos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución: la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones con una relación más interna con la praxis; el “atravesamiento” que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro las instituciones según el juego de la praxis; el “camuflaje”, como modo débil del atravesamiento y diferencia mínima con la crisis.
  6. La fabulación como modo de crear realidad. No ya la oposición ideología/ciencia o alienación/conciencia, sino una capacidad de inventar lenguaje y afectos a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario capaz de racionalizar el mundo objetivo de las cosas y los afectos (performatividad del capital).
  7. Desarrollar una disponibilidad en la desorientación: en el contexto de encapsulamiento, una nueva transversalidad surge a partir de la inquietud. Consiste en una inclinación hacia los otros que se hace posible a pesar de la carencia de un código previo compartido (es decir, desistiendo/pervirtiendo los códigos que el capital oferta).
  8. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. En la promiscuidad, se trata de operar en la ambivalencia de todo signo. De crear, allí, asimetrías. Pero los procesos son discontinuos (por momentos, efímeros) y no siempre se perciben en la distancia, sea ésta crítica o simplemente panorámica. A su vez, la proximidad necesaria respecto de los procesos está siempre ante el riesgo de nuevos encapsulamientos y endogamias. Llamamos inmanencia por cercanía a un tipo de aproximación sensible que intenta restituir capacidad pública, o capacidad de variación (o de desplazamiento), a la potencia común atrapada en cápsulas de realidad.

[1] Para una exposición más extensa de los conceptos ver: Colectivo Situaciones, “Inquietudes en el impasse”. Dicho texto, además, introduce a una serie de entrevistas que el colectivo tuvo con L. Rozitchner, T. Negri, F. Berardi (Bifo), P. Pal Pelbart, S. Rolnik, S. Mezzadra, A. Escobar, R. Gutiérrez, M. Hardt y S. López Petit. El conjunto de estos textos fueron reunidos en el libro Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Tinta Limón, Buenos Aires, 2009.

[2] El lenguaje del “posneoliberalismo” es deliberadamente ambiguo. Nombra de modo simultáneo dos realidades en pugna: la búsqueda de paradigmas gubernamentales por fuera del liberalismo y la recomposición remozada de un neoliberalismo de poscrisis.

La ambivalente relación entre la lucha de los movimientos y la nueva gobernabilidad latinoamericana // Colectivo Situaciones

La crisis social, económica y política sin precedentes que se vivenció en Argentina –desde mediados de los años 90– no logro ocultar el desarrollo de novedosas experiencias de autoorganización que, a veces en condiciones muy duras, han conseguido recrear posibilidades de vida en medio de la guerra declarada por el neoliberalismo. Y es que la singularidad de estos diversos movimientos estuvo marcada por una determinación común:  este nuevo protagonismo social desplegó en los hechos nuevas estrategias de poder por fuera de los partidos políticos y los sindicatos, forjando modos de interpretación, de acción y de vínculos que, bajo influencias diversas de la experiencia zapatista, anticiparon hipótesis de construcción de un contrapoder que sin embargo, luego del 2003, ingresó en una fase de “repliegue”.

Durante las jornadas insurreccionales de diciembre del 2001, bajo la consigna “que se vayan todos”, se hizo evidente una altísima capacidad de destitución política, sin precedentes respecto de los poderes constitucionales. Como es sabido, a las oleadas populares suelen seguir largos momentos introspectivos. Esos momentos, sin embargo, no pueden ser comprendidos sin evaluar la composición y las decisiones tomadas por las fuerzas contestatarias, pero tampoco sin considerar las operaciones que los poderes, en su faz reconstructiva, lanzan sobre los propios movimientos.

Y bien, la actual situación política argentina, presentada oficialmente frente al mundo como la  reconstrucción de una soberanía fundada en una renovada representación popular y en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo económico y social post Consenso de Washington, no se comprende sin tener en cuenta este cuadro complejo formado por la crisis de las políticas neoliberales plasmada en el “que se vayan todos”, el “tempo” /en el sentido de temporalidad propia (espacio-tiempo] político de los movimientos –muchos de los cuales decidieron apostar a una participación subordinada en este proceso– y los modos en que continúan los viejos dispositivos de poder tanto políticos como económicos y sociales, jamás desmantelados ni sustituidos.

Un balance precario de esta nueva fisonomía de la Argentina a más de dos años del gobierno de Kirchner muestra, entonces, esta ambivalencia: si de un lado, el consenso neoliberal ha sido destrozado en sus pretensiones simbólicas de legitimidad, subsiste sin embargo en las condiciones de existencia de la vida social; al tiempo que los movimientos que con mayor radicalidad buscaron innovar los lenguajes y prácticas de la lucha política, tomando como inspiración la autonomía como función organizativa y política, se vieron ante la alternativa de participar subordinadamente de una nueva legitimidad simbólica que ha logrado –a través del reconocimiento del lenguaje y los símbolos de las luchas populares– recomponer ciertos niveles de estatalidad, o bien resistir, con una pérdida considerable de influencia social, en una subterránea y frágil reorganización de los modos del contrapoder.

El debilitamiento en la tentativa de abrir un terreno político propio de y para los movimientos, ha llevado, por el momento al menos, a una reducción de horizontes y de capacidades. El desafío entonces, en nuestra interpretación, consiste en la preservación y desarrollo de un plano propio de los movimientos que se distingue claramente tanto de la dimensión puramente económica social y restringida a las negociaciones de los movimientos con los gobiernos, como de la dimensión estrechamente representativa del sistema político. Cuando este desarrollo se combinó con la descomposición de la dimensión institucional y representativa, en el período 2001 – 2003, la dispersión de los movimientos, lejos de ser un estorbo, dio lugar a una potencia de movilización y habilitó niveles cada vez más altos y articulados de coordinación. Durante los últimos años, la recomposición del mando político aceleró la fragmentación de este espacio y de modo paralelo se fue destejiendo la trama de nociones internas capaces de leer y producir hipótesis activas de recomposición.

La complejidad de exponer este apresurado cuadro surge del hecho de que los balances sobre las propias estrategias de este nuevo protagonismo social no han alcanzado aún una madurez que permita retomar y revitalizar las líneas de investigación política, pero no es esperable tampoco que estos balances se hagan de modo independiente a las nuevas apuestas y prácticas que ya se despliegan con relativa fuerza en todo el país. Hoy, mientras los protagonistas de las luchas previas al 2003 están en un proceso de reorganización, surgen una serie de resistencias y explosiones vinculadas con la gestión neoliberal de la existencia de la población, tales como los estallidos recurrentes en torno a los servicios de agua y transporte privatizados hasta las protestas en colegios secundarios por las condiciones edilicias, la recomposición salarial en torno a nuevas representaciones asamblearias o alrededor de las víctimas de catástrofes sucedidas debido a la propia trama irregular de gobierno y empresariado que se evidenció, por ejemplo, en la masacre de Cromañón, un espacio de recitales de rock que se incendió cobrándose la vida de 194 jóvenes.

Paralelamente, es difícil considerar la situación Argentina, sin tener en cuenta una serie de discusiones que vienen desplegándose en el escenario latinoamericano, y que a partir de su carácter experimental concentra  atención en todos los rincones del planeta, que no siempre logra sustraerse a la idealización.

La reactivación de las luchas bolivianas, a partir del 2003, plantea entre nosotros una problemática nueva en torno a los recursos naturales, la cuestión indígena y la posibilidad de nuevos modos de autogestión y renovación de lo público que entroncan de manera directa con la naturaleza de la nueva conflictividad. Pero también, el surgimiento de una nueva situación latinoamericana, cuyo común denominador ha sido, en el último tiempo, la tentativa generalizada de abandonar los parámetros impuestos por la retórica neoliberal, que busca configurar modos de gobierno capaces de compatibilizar ciertas formas de desarrollo económico y social con una nueva legitimidad política. Uruguay, Brasil, Argentina y Venezuela, Bolivia hasta ahora, y probablemente México en pocos meses, forman así, a partir de situaciones diversas y con suerte dispar, intentos particulares de forjar una nueva configuración política.

Este contexto está caracterizado por una relativa autonomía conquistada en el Cono Sur de América debido a la reorganización de capacidades y prioridades de los Estados Unidos, pero también por los desarrollos durante las últimas décadas de los movimientos sociales como actores organizados de un descontento mucho más amplio de las resistencias contra el neoliberalismo. Son estos movimientos, de hecho, los que dieron forma y duración a una perspectiva constructiva en torno a cuestiones fundamentales: la discusión sobre una nueva relación gobernante-gobernado, los usos de los recursos naturales y el rechazo a la militarización de los conflictos y la criminalización de la protesta. Esto ha permitido una reapertura del juego político, dando lugar a un escenario extremadamente ambiguo e inestable que, como en el caso argentino, navega a dos aguas entre el agotamiento de la potencia de legitimación del discurso político y económico neoliberal y la consolidación de una existencia social determinada por la subsistencia de condiciones neoliberales (caracterizadas por el desfondamiento de la vieja estructura estatal-desarrollista y la emergencia de nuevos modos subjetivos y de socialización).

En el caso de Brasil y Uruguay, además, se suma el hecho de que los nuevos gobiernos han sido conformados tras décadas de paciente organización política popular y de las izquierdas, abriendo una gran expectativa sobre la posibilidad de adecuar una nueva representación política para todos aquellos que rechazan el modelo neoliberal impuesto en la región. Situación ésta que supone, en el primer caso, que la frustración respecto del PT repercute negativamente sobre los movimientos que de alguna manera se fueron articulando en el proceso y, en el segundo, es más bien la carencia de toda otra construcción social y política lo que marca la gravedad de un eventual fracaso político del Frente Amplio. En ambos casos, lo que parece estar en juego es el modo en que las expectativas en la representación política, tal como surge de su calco sobre el concepto de soberanía del viejo estado nación, restringe la imaginación de los movimientos.

La propia situación de Venezuela parece dar la clave del proceso ya que si, de un lado, los movimientos venezolanos han decidido dar apoyo a Chávez a cambio de obtener condiciones inéditas para su propio desarrollo, la disputa por los recursos naturales a escala global ha hecho de Chávez una presencia valiosa para todos los cálculos geopolíticos continentales.

En todo caso, el dilema que queda planteado a partir de la creciente influencia bolivariana es si la actividad popular que se despertó en su seno será capaz de reabrir una y otra vez la imaginación política de sus protagonistas o si esta representación exige una subordinación creciente de las autonomías conquistadas por los movimientos a una nueva jefatura. Todo lo cual cuenta especialmente en un continente que no se sustrae a la gestión del orden bélico del planeta. La militarización que se desarrolla en todo América Latina parece trazarse tanto en torno a la cartografía de los recursos naturales estratégicos como sobre las líneas del narcotráfico y de las resistencias sociales más desarrolladas. Tanto las coyunturas de Colombia como la de la región andina parecen encajar especialmente en esta geografía de guerra, mientras que se anuncian en estos días las invitaciones a Paraguay para reforzar las posiciones militares en la zona sur del continente.

Es a partir de esta nueva apertura de la coyuntura en América Latina que se replantean los modos de concebir las relaciones entre gobiernos y movimientos (pero también entre gobiernos, regiones y potencias), renovándose el interés por forjar nuevas hipótesis políticas y cobrando relevancia el experimento social que se desarrolla actualmente en Bolivia –donde los movimientos sociales  protagonizan una auténtica guerra contra la estructura colonial del estado afrontando incluso riesgos de secesión nacional– pero también en Chiapas, donde la producción de una propuesta como la Sexta Declaración abre nuevas discusiones sobre el curso a seguir por los movimientos.

Dossier: Borradores de investigación #02 (septiembre de 2001) // Colectivo Situaciones

Índice

EDITORIAL
– La vida en Borrador

EDUCACIÓN POPULAR
– Una pedagogía no capitalista

DOSSIER
La Comunidad Educativa Creciendo Juntos

– Presentación del encuentro

– Las hipótesis

– La entrevista

– Notas sobre el trabajo, el conocimiento y el antiutilitarismo

– Una reflexión sobre la educación, el sindicalismo y el poder

UNIVERSIDAD
– Presentación

– La Cátedra del Che: una experiencia de pensamiento

– ¿Universidad o muerte?

CONOCIMIENTO ANTIUTILITARIO
– Nadie sabe lo que puede un mozo

 

EDITORIAL

La vida en borrador

1- Borradores no es exactamente una revista. Es casi una revista.
No es tampoco un cuadernillo, ni un folleto. Es una aspiración, un boceto, una intención de ser algo más que un conjunto de páginas borroneadas.
Borradores es también un hecho de conciencia: sabemos que no hay sino borradores, y que toda pretensión de conclusión -que se nos aparece como ideal del pensamiento- es, finalmente, una trampa de todo pensar.
Borradores no es sino eso, un conjunto de borradores.
Su valor no está en la percepción con que sean expuestas esas discusiones, sino en el hecho de ser sostenidas por un grupo militante, que lleva adelante una investigación teórica y práctica, política, libertaria.

Las ideas que el lector hallará aquí son ideas casi terminadas, pero siempre “casi”, nunca del todo. Se dirá que esto es lo propio de un borrador, o de un conjunto de ellos. Y sin embargo, a lo largo de la existencia de esta publicación del Colectivo Situaciones, sostendremos que los borradores no solamente refieren a los momentos previos al acto, al ensayo, a los malogrados intentos fallidos que preceden a la puesta final.
Borradores es algo más que esos papeles que van, inevitablemente, al cesto de la basura.
No se trata de esconder los pasos previos, tras el resultado logrado. Estos borradores no preceden a ninguna conclusión final, a ninguna exposición acabada. Estos borradores anuncian hasta que punto la vida misma no pasa de ser eso, un borrador, un borroneo obsesivo, un conjunto de intentos, un proyecto de ser.
Es que todo lo que se presenta como algo acabado tiende a esconder, tras su aparente perfección, el trabajo de construcción que la precede. Ese trabajo desmiente la apariencia de perfección y la reintegra en el movimiento vital en la que encuentra su sentido.
Borradores es algo más que una forma de presentar la provisoriedad de nuestros pensamientos. Como decía José Carlos Mariátegui, el valor de las ideas está en su capacidad de suscitar debates. Como Mariátegui, no presentamos ideas “interesantes”, sino ideas que son parte de nuestras vidas, que son sostenidas corporalmente, ideas que circulan entre quienes buscamos la emancipación.

2- Borradores es una publicación orgánica. Su existencia se debe a la realización de una investigación militante: el acompañamiento de experiencias de contrapoder y la presentación de las hipótesis de la nueva radicalidad política. A diferencia de los Cuadernos de Situaciones, que presentan fundamentalmente experiencias concretas, singulares, Borradores reunirá, indistintamente, los materiales que vamos produciendo, ya sean trabajos más teóricos, escritos en talleres en algún barrio, o discusiones con los compañeros con los que nos reunimos periódicamente a reflexionar sobre las dificultades de la construcción en la base. El sentido de esta publicación, entonces, es precisamente, el de ir presentando los avances de la investigación y los problemas que aparecen en las diferentes situaciones de contrapoder con las que vamos trabajando. La pluralidad de registros y lenguajes que irán desfilando en estas páginas enriquecerán –esperemos- estos “papeles de investigación”.

3- El contrapoder es, esencialmente, la construcción de nuevas relaciones humanas asentadas, desde abajo, en la resistencia y la creación. Una relación que no niega la organización, sino que la asume sin construir un “centro”.
El contrapoder es el establecimiento de los lazos entre las experiencias alternativas, de lucha, que fieles a la multiplicidad, trabajan en la fundación de su propia utopía: la solidaridad y la libertad.
El contrapoder son las prácticas, radicalmente auténticas, autónomas y no autosuficientes. Es el no – saber que no es ignorancia, sino condición para el pensamiento situado, es la búsqueda, el alerta y el despliegue de la rebeldía frente al poder de la figura del individuo.

4- Las páginas que siguen están habitadas de experiencias, de búsquedas de lo que llamamos el conocimiento antiutilitario.
Se trata de formas de conocimiento que se producen a partir de un compromiso con el pensar, y no con las formas del poder. Experiencias de creación de nuevos mundos. El conocimiento no instrumental produce y persigue las pistas, las hipótesis, que subvierten los saberes eternos, que nos presentan al mundo como algo ya – resuelto.
El conocimiento inútil es completamente inoperante para la razón tecnocrática, mercantil y calculadora. El ejercicio del conocimiento inútil se estructura a partir de finalidades predefinidas sino de la aventura humana de la vida, de la creación, y de la libertad. Se trata de una búsqueda teórica y práctica y de una ética de la resistencia o, lo que es lo mismo, de la creación.
El conocimiento inútil no es marginal, en el sentido de que reconzca un centro, pero sí lo es en el sentido de una automarginación de las normas del poder, como condición indispensable para la producción creativa.
El Conocimiento inútil, a diferencia del “conocimiento oficial” -el saber-poder, como bloque de saberes dominantes, institucionales, prestigiosos o científicos- no tiene lugares privilegiados (universidades, centros de investigación, etc). Su funcionamiento de rescate de los saberes populares y de puesta en composición de los saberes oficiales y los alternativos, la puesta en composición de los saberes con las experiencias de contrapoder demanda la constitución de núcleos de investigación militante o, como dicen los compañeros de Creciendo Juntos, de “Docentes-militantes”. La difusión de este proyecto y la provocación que este genere, nos anima y nos coloca a disposición de esta lucha por habitar el conocimiento como ámbito de la libertad para los pueblos.

 

EDUCACIÓN POPULAR

Una pedagogía no capitalista

Lo que sigue es un material para la discusión. Hemos partido de la constatación de la buena salud que goza la práctica de la educación popular en las más diversas experiencias de contrapoder. En todas ellas aparecen los libros de Paulo Freire como un referente inevitable. El artículo que publicamos a continuación constituye un intento de comenzar un debate sobre la forma en que puede pensarse hoy el legado de Freire y los problemas teóricos implicados en los desarrollos de ciertos enfoques “deterministas” que aún perviven en estas prácticas.
La educación popular, se sostiene en estas líneas, no puede permanecer como una técnica en poder de quienes la sepan utilizar, desvinculada de los lazos concretos del contrapoder, sino que su efectividad se nutre, precisamente de su inserción en un contexto de construcción de una nueva sociabilidad.

Las tesis que nos planteamos, a lo largo de este trabajo, pueden expresarse en forma sintética de la siguiente manera: Existen perspectivas y tendencias confluyentes que permiten visualizar la emergencia de un nuevo paradigma general del pensamiento que afecta a la pedagogía organizada al rededor del paradigma determinista. Entonces, ¿Qué aspectos de lo planteado por Freire y los diferentes procesos de Educación Popular nos pueden aportar en la investigación que vivimos para la construcción de conceptos, criterios y proyectos pedagógicos alternativos, acordes con las hipótesis de recreación del pensamiento moderno que nos estamos haciendo?

El paradigma de la complejidad constituye una de sus vertientes fundamentales y se sustenta en la creación ético – política emancipatoria, abierta al aporte de las distintas corrientes del pensamiento crítico y el sentido común.

Los procesos de democracia participativa, de educación popular, así como las luchas de los movimientos sociales antisistémicos, configuran aportes sustantivos a la construcción de un paradigma emancipatorio, creando formas de articulación que desarrollen nuevas subjetividades y fortalezcan su multiplicidad.

El riesgo continúa siendo que estas luchas, experiencias, investigaciones y creaciones teóricas queden capturadas dentro de la lógica de la modernidad, y por lo tanto en un proceso de luchas globales, oponer sistémicamente la mundialización resistente en contra de la globalización neoliberal.
Estamos frente a una nueva dimensión de las diferentes etapas vividas por el proceso de critica e investigación y práxis denominado Educación Popular.
En principio dicho proceso se conformó como un movimiento de pedagogos en proceso de critica al sistema educativo formal, y que en sus diferentes etapas se profundizó y orientó a lo político ideológico, abarcando dentro de si mismo una diversidad de enfoques, perspectivas y opciones.
Dicho movimiento vivió diferentes etapas confluyentes y contradictorias, desde intentos de formalización e institucionalización, o la adhesión concreta y explícita a proyectos políticos, hasta posicionamientos ideológicos de los más diversos. Produciendo esto un proceso de estallido creador, que evitó todo intento de instituir un único concepto de Educación Popular, conformándose múltiples acepciones y paradigmas a lo largo de la historia de todos aquellos que nos involucramos como educadores populares en la producción creativa de alternativas de lucha.

Como bien dice Alfredo Guiso (educador popular) en Medellín. Quizás Paulo Freire para los educadores desde los años 60, para muchos, maestro de la “nueva escuela latinoamericana”, fue la lectura prohibida, el pedagogo subvertor, el inspirador de esperanzas emancipadoras. Fue en los 70 cuando al calor de sus libros quemados por la censura y la autocensura comprendíamos, por los poros, que allí había algo que valía la pena no olvidar y retomar cuando fuera necesario y posible. Quizás, por eso, cada vez que tomamos un texto de Paulo Freire lo hacemos desde la dignidad, desde la libertad y desde el encuentro. Quizás por eso, su lectura, nunca está desligada de afectos y de recuerdos.

Leer a un Freire que superaba “esas fases, esos momentos, esas travesías por las calles de la historia en que fue erróneamente declarado defensor del psicologismo o el subjetivismo” o el “idealismo”. También es necesario resaltar que, él mismo, nos alertaba diciéndonos que debíamos, como educadores, “reinventar sus caminos de acción en función de la realidad y de las posibilidades históricas de la labor educativa”.

Habitualmente los educadores retomamos a Freire, en los procesos de refundamentación de la educación popular, lo tenemos en cuenta al elaborar las direcciones de los programas de alfabetización popular o experiencias de conocimiento, como modelo, como receta, perdiendo la perspectiva que la lectura de las obras del pedagogo brasileño se hace desde búsquedas, desde situaciones y momentos específicos, desde la necesidad de tener que transitar por contextos y entornos críticos en donde se requiere ir a las fuentes y recrearse, refundarse, renovarse en ellas.

No podemos disociar dicho potencial emancipatorio de la figura, la vida y el pensamiento de Paulo Freire, así como de los cambios operados en su teoría. Era profundamente dialéctico y lo era también en relación con su manera de pensar. En sus primeros trabajos, formuló el concepto de concientización como elucidación de la conciencia. Le parecía que si el oprimido veía las contradicciones y tomaba conciencia de ellas, desarrollaría acciones transformadoras. Posteriormente – con sus experiencias en Africa y en toda América Latina – Paulo reconoce la ingenuidad del concepto de concientización y lo somete a una dura crítica. Entiende que la realidad es más compleja y que los procesos educativos deben ir unidos a procesos y proyectos políticos y que éstos debían ser construidos con el protagonismo de la gente. El cambio operado no es secundario: revela un distanciamiento respecto al paradigma de la ilustración, integrando aportes del paradigma dialógico y de las corrientes posmodernas progresistas, aquellas que influían en la actualización de la pedagogía de época, sustentadas en la construcción de un saber que unidimensionalice.

En la «Pedagogía de la Esperanza» va mas lejos aún y habla de ser «posmodernamente menos seguros» y de superar la actitud arrogante de un «exceso de certeza en las certezas». En su último trabajo, «La Pedagogía de la Autonomía», él sostiene que, «donde hay vida, hay inacabamiento.» Lo propio del ser humano es ser inacabado y ser consciente de su incompletud. Y es aquí donde se expresa claramente el proceso de búsqueda y vida de Paulo, crear permanentemente nuevas perspectivas de pensamiento.

De allí lo que él reflexionaba: «El discurso ideológico amenaza anestesiar nuestra mente, confundir la curiosidad, distorsionar la percepción de los hechos, de las cosas, de los acontecimientos (…). En el ejercicio crítico de mi resistencia al poder tramposo de la ideología, voy generando ciertas cualidades que se van haciendo sabiduría indispensable a mi práctica docente. La necesidad de esa resistencia crítica, por ejemplo, me predispone, por un lado, a una actitud siempre abierta a los demás, a los datos de la realidad y, por el otro, a una desconfianza metódica que me defiende de estar totalmente seguro de las certezas. Para resguardarme de las artimañas de la ideología, no puedo ni debo cerrarme a los otros, ni tampoco enclaustrarme en el ciclo de mi verdad.»

La mayoría de las prácticas de educación popular se basaron en esta lógica, y desde ese determinismo se fueron elaborando las diferentes corrientes, con aspectos diversos, pero unidas en lo profundo por el intento permanente de develar ese “todo que ya existe”.

Para Freire “la verdadera realidad no es la que es sino la que puja por ser”. Es realidad que es esperanza de sí misma. Y dice: “en estos momentos históricos, como en el que vivimos hoy en el país y fuera de él, es la realidad misma que grita (…) cómo hacer concreto lo inédito viable que nos exige que luchemos por él”.

Si bien los esfuerzos de investigación y práxis del movimiento de educadores populares han sido constantes, siempre estuvo sustentado en la tesis de “descubrir aquello que ya está ahí”, basada en la visión determinista y progresiva de la historia, interpretando todo desde el marco limitante de la lógica de la necesidad y con un sentido histórico. Fundamento y razón de existir de la modernidad. Toda una etapa de lucha basada en esta hipótesis, que ha ido generando, una época cargada de significado de “un algo” que está en crisis, y toda la búsqueda ha quedado limitada a aspectos técnicos, a la ingeniería o arquitectura de la educación o las formas y métodos de relación entre los hombres y de este con el mundo. Una búsqueda constante de lo que falta, de ese algo ya determinado al que hay que encontrarle la falla para lograr llevar a buen puerto.

Esta visión determinista, aun donde Freire es el exponente de mayor recreación dentro de esta perspectiva de pensamiento, se sustentó en que el hombre debía separarse de las cosas, para conocerlas y dominarlas, creando el dispositivo sujeto – objeto, perspectiva que rompe el mito de “todo incluido”, ahistórico, cíclico. Es según Foucault, la época del hombre, en que la filosofía pasa de la preocupación del ser, al conocer.

Esto supone a un elemento que se separa y que tiene el destino de conocer, dominar, iluminar, el REAL. Para ello necesita fundar el presupuesto de que el real, es reductible a lo “analíticamente previsible”, y lo restante “no lo es todavía”. Kepler dirá: la diferencia entre dios y el hombre, es que dios conoce todos los teoremas, y el hombre no los conoce a todos, todavía.
Ello encierra otro dato central de la modernidad, el tiempo, como aquella distancia que nos separa de la completud. Promesa que el hombre se hace a sí mismo, como garante, y que se convierte en la metáfora de la modernidad. Es el tiempo ontologizado de Hegel, ese tiempo que es en el que se despliega el espíritu a lo largo de la historia, hasta llegar a la totalidad totalizante, dejando atrás la falsa conciencia.
Entonces, este malestar, este desencanto, esta tristeza, desde la visión spinocista, se produce por la ruptura del paradigma. O como diría Lévi-Strauss, el mito, entendiendo a eso que explica, describe y justifica el mundo, y nuestro cotidiano. Mito que promete para “mañana” la completud, que modela la temporalidad del hombre, como la de “no todavía”. Así, el presente será eso incómodo, incompleto, insatisfactorio, del “no todavía”. El presente desaparece en el instante que va del pasado obscuro, al luminoso futuro. El hombre moderno es el hombre de la promesa, que no puede habitar el presente.
La constatación de la “ tristeza “, es que forma parte del “sentido común” del fin de siglo, aquella ruptura epistemológica de principios de siglo, que se caracterizó por la incertidumbre, o el fin de la promesa. De este modo, la postmodernidad, como epílogo de la modernidad propone un mito, un relato simétrico y opuesto. Así, si el pasado era la obscuridad y el futuro la luz, la sensación generalizada, es que el futuro es tenebroso y en el pasado fuimos felices.
Es de destacar la coincidencia en ambas percepciones: la negación del presente que portan. En este sentido, modernidad y postmodernidad son un continuo.
Quizás nunca como ahora, el movimiento de educación popular se ha encontrado ante un desafío tan radical. Si en otros momentos nos entraba la duda de cual era su alcance, en tanto veíamos la educación popular acotada más bien a experiencias micro (talleres, procesos barriales y sindicales, proyectos, etc.), o a conformar el sostén metodológico de una buena política, hoy esa duda no tiene lugar. En el rico acervo de muchos años de experiencia, la educación popular cuenta con un potencial de enorme alcance que ha sido el componente que la define por antonomasia que es la investigación permanente y la necesidad imperiosa de permitirse nuevas hipótesis para pensar este presente múltiple, potente y profundo

 

DOSSIER

Presentación del encuentro con Creciendo Juntos

Conocimos a la Comunidad Educativa Creciendo Juntos a partir de las orientaciones de Daniel Sánchez y de El Brote, nombres que refieren a dos experiencias sociales, culturales alternativas, en Moreno. Nos hablaron de esta escuela tan particular y fuimos a visitarlos. Nos recibieron muy cálidamente y, desde el principio, quedamos impresionados por la labor que realizan. Creciendo Juntos es una Comunidad Educativa que se organiza alrededor de un grupo docente, de chicos y de padres con una voluntad muy fuerte de hacer de la educación un ámbito de libertad.
En el mes de julio participamos juntos en del Congreso de Suteba de La Matanza. A nosotros nos tocaba animar una fallida comisión de “conocimiento inútil” y los invitamos a participar, cosa que gentilmente hicieron. La comisión terminó en un escandalete, cuando parte de la conducción de Suteba boicoteó activamente la actividad acusando a los compañeros de Creciendo Juntos de ser una escuela de élite (si la conocieran…) y a nosotros de “pos, pre y recontra modernos”.
Días después, y ya hermanados por la primer derrota conjunta sufrida en el sindicato, nos juntamos a comer un buen locro de “desagravio”, que se transformó rápidamente en una jugosísima discusión sobre el contrapoder en la educación primaria, la importancia del carácter público de las escuelas por sobre el sello de estatalidad, la pobreza de cierto sindicalismo –con el que estábamos especialmente resentidos- y demás cuestiones.
En esa conversación nos enteramos que Creciendo Juntos no había guardado por escrito ninguna memoria sobre su propia experiencia y surgió la idea de juntar todo en una entrevista: su historia, su forma de trabajo, su idea del “docente militante”, etc.
En lo que sigue, entonces, reproducimos -en primer lugar- unas hipótesis que elaboramos, desde el Colectivo Situaciones, sobre la experiencia de los compañeros de Creciendo Juntos, que obraron como disparador para la larga charla.
A propósito de nuestra fracasada intervención en el Congreso de la Suteba de La Matanza: habíamos preparado una ponencia explicando un poco a qué le llamamos “conocimiento inútil”. En aquella oportunidad, la ponencia no pudo ser leída. Si ahora la publicamos es porque constituye el centro mismo del tema “de tapa” de este número de Borradores.
Cerramos esta parte con una reflexión sobre la relación que existe entre la práctica de la docencia, la militancia sindical y los desarrollos del contrapoder a partir de la escuela.
Si algo vincula estos textos alrededor de la experiencia de Creciendo Juntos, es la búsqueda de un conocimiento antinstrumental: vocación de creación de una nueva forma de vida, de un nuevo mundo, en que el pensamiento es tomado a partir del deseo y donde las respuestas no aspiran a ser más que hipótesis en contra de un saber que pretende resultados definitivos.

 

Las Hipótesis

1
El capitalismo es la presencia dominante del poder de la mercancía. El poder supone siempre la reducción de lo concreto de cada situación a una abstracción. La vida, como multiplicidad, es sometida al poder de la norma: es clasificada y jerarquizada; valorizada. Esta reducción actúa sobre la vida volviendo impotentes a los sujetos, quienes ven sus vidas expropiadas. La sociedad capitalista es el reino de la tristeza.
El capitalismo no se materializa en un único lugar: ni en el Estado ni en el mercado; ellos son nudos de una red de relaciones sociales. El capitalismo existe en cada situación como tendencia a la mercantilización y al empobrecimiento de nuestras vidas.

2
El capitalismo se encarna en el individuo. El individuo –como ficción real- es la triste figura de quien se cree totalmente independiente del lazo social; es la reducción de la multiplicidad de la persona a sus intereses inmediatos. El individuo existe como preeminencia de lo virtual sobre lo real: abstrae las relaciones sociales que lo constituyen, su situación. El individuo es lo que nos hace sentir aislados del mundo, es lo que impide vivir el mundo como inmediatamente propio.
La sociedad construida sobre el individuo es la sociedad del espectáculo en donde el ser se degrada en parecer y la imagen reemplaza al hacer. El capitalismo, como permanente tendencia a la separación, nos distancia de nuestra potencia de actuar, un poder-hacer que sólo existe en situación. La representación espectacular de nuestras vidas sustituye la experiencia efectiva. Aparece como más concreto lo que pasa en la televisión que lo que nos ocurre realmente.

3
En la situación de conocimiento, en la escuela (pero también en la universidad, grupos de investigación, equipos de formación y alfabetización, o educación popular) la lucha contra el capitalismo tiene una especificidad. Se trata de resistir al empobrecimiento que produce la clasificación, la calificación y la jerarquización de los saberes y de las personas. Estas “operaciones” son las que convierten a la escuela en una institución disciplinante de los chicos, para que sean, en breve tiempo, personas calificadas y aptas para vender su fuerza de trabajo en el mercado. El trabajo, así, deja de ser una actividad múltiple y creadora del mundo para reducirse a una actividad productivista y mercantil: el trabajo, en su forma capitalista degradada, se reduce a “empleo”.

4
La escuela también es una máquina disciplinadora de los saberes.
En ella, el conocimiento es permanentemente subordinado a una norma externa: la calificación. Tras los dispositivos de evaluación se esconde la presencia de la norma: educar para un mundo orientado por la productividad.
Los conocimientos reconocidos y valorados para tales fines constituyen el cuerpo de saberes que la escuela transmite. Estos saberes se recubren de una legitimidad especial por su relación con el poder.
La institución educativa actúa como polea de transmisión de ese saber-poder, reprimiendo aquellos saberes subalternos, populares, que no alcanzan nunca el status “oficial”.
El educador que se limita a transmitir los saberes oficializados no hace sino ejercer su profesión. Este es un ejemplo de reducción del trabajo al empleo.

5
¿Quién puede responder a la pregunta de por qué y para qué se piensa el mundo? El conocimiento es una potencia humana, es una actividad de pensamiento creadora del mundo. A esta verdad profunda la denominamos conocimiento inútil, en el sentido de antiutilitario y no instrumental.
El conocimiento inútil es la resistencia del pensamiento a ser reducido a mercancía, a una mera preparación del hombre y la mujer para el mercado.
El conocimiento es siempre un desafío. El de la producción de “lo por-venir”, como posible. El conocimiento, como “práctica de la libertad” -como decía Freire-, como proceso del pensamiento, implica un trabajo de creación. No se trata de la reproducción de un conjunto de saberes ya disponibles para ser administrados.
El conocimiento inútil no es concebible sino como un compromiso con la producción de imágenes alternativas de felicidad, y de nuevas formas de habitar el mundo. Por ello, sólo se presenta como búsqueda de saberes libertarios.
El conocimiento inútil implica un encuentro y un rescate de los saberes no reconocidos como tales por los poderes y las instituciones oficiales.

6
Actualmente se habla de la crisis de la escuela para aludir a la caída del mito de que la educación garantiza un buen empleo. La crisis social ha dejado a la educación descolocada: educa para un futuro laboral y social incierto y carga con la responsabilidad de contener socialmente a la comunidad que la rodea.
Esta discusión no puede reducirse a problemas de didáctica o pedagogía. La exclusión social es la verdadera cara de una sociedad orientada por valores e ideales de productividad mercantil.
Ceder al modelo del éxito productivista implica formar chicos para la exclusión, ya que nunca se está lo suficientemente incluido en una sociedad que tiene por norma e ideal la competencia feroz y la salvación individual. La ideología del capitalismo produce una educación como “práctica de la necesidad”.
Se trata, en todo caso, de no claudicar en el desarrollo de una educación “como práctica de la libertad”.

7
El maestro-militante, del que nos hablan los compañeros de la Escuela Creciendo Juntos no es el poseedor de sofisticadas didácticas o de técnicas pedagógicas. Estos no son sino elementos de un proceso más vasto: se trata de pensar un proyecto integral.
Se trata del maestro vocacional, como práctica que se despliega más allá de la tasación y del currículum.
Asumir la exigencia de una educación como “práctica de la libertad” implica no separar entre la didáctica, la pedagogía y la vida.
En este sentido este proceso es político en tanto implica a quienes trabajan en la escuela de una manera diferente. Esta implicación ha merecido el nombre de maestro-militante, y refiere a una militancia existencial, a la no separación entre política, vida y trabajo docente. Esta militancia no es una actividad de tardes libres ni de programas de gobierno, sino un compromiso de la no-separación, de la integración del pensar y el sentir en la acción, en el trabajo, en la comunidad, en la escuela.
Cuando se plantea la figura del maestro-militante, no se entiende la del militante “que trabaja de maestro”, sino la de quien integra inseparablemente el compromiso con el cambio y con la vida, en la actividad pedagógica misma. Y no de quien, terminada la jornada laboral, más o menos soportada como un empleo más, comienza, afuera, su militancia “seria”, “política”.
Entonces, un maestro militante resiste el rol, la “profesionalización”, la norma del “buen maestro”, que se guarda sus ideas como si estas fueran privadas y no interviniesen en el proceso educativo.
Al contrario: un proyecto de educación como “práctica de la libertad” exige un compromiso abierto y explícito de todo el colectivo de maestros que se implican en dicho proceso.

8
¿Porqué se puede decir que asumir la militancia en el ámbito de la escuela es también hacer política? Para nosotros la política –como pensamiento y como práctica- es una cierta idea de lo “público no –necesariamente- estatal”. Como una actividad muy distinta a esa idea de lo público tan abstracta que, finalmente, la subordina, en concreto, al control estatal.
A “lo estatal” le antemponemos, entonces, “lo público”, como aquello que es “de y para todos”, a partir de una participación muy concreta en la toma de decisiones y la responsabilidad comunitaria de la educación.
La educación pública es, así, un “proceso entre procesos”, y su fuerza radica en su capacidad de ligarse a las experiencias comunitarias que la rodean. La educación pública es abierta.
A la educación le cabe aquello que decía Deleuze: “resistir es crear”, porque resistir la opresión es a la vez producir nuevas ideas, nuevas formas del lazo social. Resistir al mundo tal como se nos presenta es comenzar a habitarlo de otra forma.

9
Creciendo Juntos es una experiencia muy interesante de contrapoder. En ella la educación es una actividad que se despliega dentro de la esfera de lo público y se ramifica en, por y a través de los lazos con otras experiencias de resistencia y creación. Es un nudo más de la red del contrapoder constituido por un conjunto de “docentes-militantes” que trabajan inmersos en las relaciones integrales y múltiples del proceso educativo. Creciendo Juntos es una comunidad política de maestros, no docentes, de chicos y padres que hacen de la educación un proceso de reinvención de “las formas de la vida”.

 

Entrevista a Creciendo Juntos

La idea de esta entrevista surgió después de una charla informal en nuestra escuela con el grupo de Situaciones. Ellos querían saber un poco de nuestra escuela ya que tenían referencia de nuestra forma de trabajo por algunos compañeros de Moreno. Fue así que acordamos un día para que nos vinieran a visitar y a grabar una entrevista y entre mate, empanadas y pizza, creemos que nos fueron conociendo un poquito más. Nos sentimos muy bien.
Anteriormente a esta entrevista los compañeros nos invitaron a intervenir en un taller que habían preparado para presentar en un congreso que realizaba el SUTEBA de Matanza. Nos plantearon que nuestra intervención era contar nuestra experiencia a otros compañeros docentes. Fue así que un grupo de nuestra comunidad integrado por maestros y padres decidió (venciendo algunos “miedos”) participar.

I- El maestro-militante

¿Cómo surgió y que quiere decir la idea del maestro militante?
– Esa concepción estaba ya en el Ideario cuando se fundó el Jardín de Infantes, en 1982 ¿Qué maestro queríamos nosotros? Decíamos: un maestro-militante.
Ayer nos rompimos la cabeza pensando de dónde habíamos sacado esa idea. Difícilmente se nos hubiera ocurrido a nosotros, quizás fue una elaboración de varias cosas juntas.
Pero esta idea se reflota después de 10 años, en una etapa en donde la escuela estaba ante la alternativa de una salida de tipo política: no en cuanto a sus contenidos, sino en cuanto a la salida para afuera de la escuela. Estaban todos los porotos puestos para una salida de tipo común, no la salida política de los partidos convencionales, pero sí una salida política.
Y, después de golpearse 10 años contra la pared, de volver a pensar lo que uno hacía, de volver a empezar, apareció de nuevo, hace 3 años, ésta idea del maestro militante. Uno le da la imagen que queríamos tener en el 83, y no la que ustedes plantean en una de sus hipótesis. Nosotros hablábamos de la militancia pensando en lo que hacíamos después de la salida de la escuela, porque eso es lo que hicimos en esos 10 años. El proyecto político era eso: se trabajaba de maestro de la mejor manera posible, pero la militancia había que hacerla juntos en otro lado.
A partir del año pasado, con varios compañeros que se incorporan a la escuela, hacemos una reelaboración. Entonces, es cuando le damos el verdadero valor a esto del maestro militante: incluye todo lo que se hace permanentemente, lo que se desarrolla dentro de la escuela y afuera también, una conjunción de la vida que se traslada a la escuela. Entonces, se ve con más claridad, la diferencia con los docentes militantes convencionales, que a lo mejor son excelentes militantes de su agrupación, pero no lo son como maestros. Es como si no se hicieran cargo de la escuela.
Realmente, nosotros creemos que es fundamental la militancia en la escuela. No se puede modificar el pensamiento de los docentes, si antes no cambian en su hacer cotidiano, en el que desarrollan todos los días en todos los momentos, incluso en sus problemas familiares, que siempre tienen que ver. .
– Nosotros en ese Ideario pusimos metas a alcanzar, no todo lo que está ahí está en acto. Pero sí hicimos un punteo de qué escuela queríamos, por qué una escuela diferente y estábamos conscientes de que esos cambios no son fáciles. Teníamos algunos pasos a seguir, uno de ellos era el de la “militancia política correcta”. Esa fue una de las cosas que más chocaba. Entonces, tuvimos que decir que militar no era algo normativo —en el sentido de que no te podés escapar— sino, más bien, algo relacionado a cierta coherencia entre lo que hacés y lo que pensás. Coherencia que se da en toda la vida, si crees en la solidaridad, o en la cooperación, o en el respeto. Pensamos en disminuir nuestro poder de adultos en cuanto a los chicos.
– Hay muchos maestros que “están en la iglesia”. Es decir, que pueden estar en la misa dándole paz al que tienen al lado, aunque no lo conozcan muy bien, y cuando salen de ahí resulta que son el peor vecino. Ahí es cuando empezamos a trabajar esto de la militancia.
– Este es un trabajo que estamos haciendo desde hace 2 años. Hacemos reuniones en donde planeamos situaciones, para ver cada uno como las resuelve. En la resolución de los problemas está la ideología. En lo concreto, en la vida cotidiana, está lo que yo pienso, que por supuesto está igualmente ligado a como yo vivo. El Ideario dice militancia política “correcta”. ¿Qué habremos querido decir con esto de militancia política correcta?
– Lo habíamos puesto en un sentido de que teníamos que tener una militancia de la vida. Creo que está influido por la idea del Hombre Nuevo del Che Guevara.
– Otra de las cosas que estaban desde el principio, era nuestro deseo de una escuela de “puertas abiertas”. Pero tampoco es fácil saber ¿qué quiere decir “de puertas abiertas”?
– Yo no estuve en la confección de ese Ideario porque entré hace 4 años. Sin embargo, me siento completamente reconocido, quizás por generación y por momentos vividos. Muchas de las cosas que se dicen ahí tienen que ver también con la construcción-acción en la sociedad, en el momento que nos tocó vivir.
Yo participé también a fines de los 60, principios de los 70, en la formación de una escuela que estaba en Moreno en la que se planteaban cómo tenía que ser la educación, y esto del maestro militante también se planteaba. Creo que la militancia tiene que ver con lo que pasa en una época, es decir, ese era el lenguaje de una época. Se hablaba de enajenación con respecto a la realidad, y tenía que ver con que uno tenía la vida un poco escindida. Una cosa era el ámbito del trabajo o de una cierta actividad personal, y otra lo que se hacía en relación con el otro. El maestro militante trata de romper esa escisión, e integrar la acción en lo social, incluso lo privado. Esto también tiene que ver con la famosa distinción entre público y privado, es decir que si lo público está vinculado solamente a lo estatal, nosotros no somos públicos. Eso es lo que se dice desde la gestión, que no podemos intervenir en lo público. Pero esa intervención en lo público es para mí la militancia. Lo público es lo que es de toda la sociedad. Entonces, me parece que lo de la militancia tiene que ver con la ruptura con una visión de que lo privado es lo último que queda de libertad individual. En realidad, en este momento tampoco es así; sino que lo privado funciona, más que como ámbito de libertad, como una especie de cárcel. Se ve más claro que nunca, desde hace un tiempo ya, que esa militancia tiene que estar integrada: lo privado, lo social, lo público. Si no, me parece que el ámbito de la afirmación no ocurre.
La escuela tiene que ver con esta situación porque, en definitiva, es un ámbito donde uno permanentemente vuelca determinada ideología. Hasta este momento era una ideología de este Estado —incluso dentro de la escuela privada— y veo que esto se está disgregando porque el Estado está desapareciendo, y no porque uno esté en el Estado que quiere. Creo que esta militancia es parte de este proceso.
– Nosotros también tomábamos la idea de militancia como un deber revolucionario: tener que estudiar, tener que… No ser el modelo pero, de alguna manera, dar el ejemplo con actos, que lo que uno piense lo haga en acto. El primer compromiso es que tengo que hacer lo que digo. Y esto no es un modelo a seguir. Al contrario, es estar siempre buscando, ser cada vez más coherente, mejor persona en la vida. Nosotros pensábamos que ser militantes era ser el mejor en el trabajo, el más sacrificado. Estamos hablando de una época en la que si uno tenía que ceder sus tiempos, sus cosas individuales, uno se sentía bien. Estudiar era un compromiso, buscar cosas nuevas. Por eso nuestra inquietud, buscar gente, estar atento a las cosas interesantes que pasaban. Y eso significaba tiempos, dejar las cosas individuales.
Yo sigo pensando que así hay que ser. Aunque uno ya no tenga tantos modelos, o a veces no tenga esperanzas. Yo creo que —a esta altura— de otra forma no podría vivir. Capaz que lo utópico es cómo hacerles pensar a todos los que se acercan a este proyecto estas cosas.
– Hace poco unos chicos de la Universidad de Luján fueron a Santiago del Estero, al MOCASE. Antes de salir yo les pregunto para qué iban, qué van a hacer con esto de convivir un tiempo con los campesinos. Y me contestan: “acá lo que hay que hacer es sensibilizar a los estudiantes universitarios”. Pero yo creo que no necesitás ir allá para sensibilizarte, seguramente en Luján vas a encontrar muchas cosas para sensibilizarte. Y me decían, “no entendés, tienen que ir a ver eso para sensibilizarse”. Entonces, lo que entiendo es que para sensibilizarte tenés que ver gente que vive peor.
– Cuando nosotros pensamos en las escuelas de Moreno era justamente ese el problema, construimos lo del maestro militante oponiéndonos a lo que veíamos que estaba mal. Por ejemplo, aquella gente con ideas progresistas que decía “no, yo a la escuela estatal del barrio a mis hijos no los voy a mandar, yo los voy a mandar a una escuela privada porque acá se enseña mejor”. O por ejemplo, varios militantes de izquierda que mandan a sus hijos al Nacional Buenos Aires porque es la cuna de la enseñanza, del saber. Eso es lo que no entendíamos. Entonces, creo que la idea del militante también está en criticar eso, en entregar la vida donde uno está trabajando, y con la comunidad que te estás rodeando, no irte afuera y, una vez que estas esclarecido, volver a hacer algunas cosas acá.
– Se me cruzaron algunas cosas con esto de Santiago del Estero. No entiendo por qué uno se tiene que ir para encontrar algo fabuloso. Por qué no muestran una experiencia del gran Buenos Aires, que debe haber millones. No entiendo lo de la sensibilización, porque si vos me dijeras que van a ver una cultura diferente, quizás lo puedo llegar a entender. Para mí, venir acá todos los sábados o cuando se pueda es la sensibilidad. Esta militancia es imprescindible para poder seguir activando el trabajo y el proyecto, e ir conectándose con otras experiencias parecidas.

Nosotros fuimos a Santiago del Estero para hacerles una serie de entrevistas a la gente del MOCASE, y también estamos acá. Hay una relación, les vemos un parecido. Pero nosotros no venimos a sensibilizarnos, ni acá ni allá. Porque no es que hay gente que vive muy mal, y entonces uno va a empaparse de lo mal que viven; sino que nos interesan porque practican otra forma de vida. Conocerlo, entrar en relación con eso, es potenciarlo. Y es, a la vez, ser parte de eso.
Por eso es interesante la figura del militante, pero no como algo a adorar, ni para ver cómo una vez fuimos, en los 70, por si lo quieren conocer los jóvenes, sino como algo que tiene que ser todo el tiempo redefinido. Para pensar qué pasa hoy, cómo es hoy la militancia.

– Creo que pensar y resignificar nuestra militancia es muy importante, porque yo no le daba para nada esta explicación. Hace 10 años atrás no hubiera pensado que lo que hacemos hoy sea lo propio del maestro militante. Y me hago una autocrítica, porque para mí hoy, la militancia tiene que ver con la alegría, con la felicidad, con la vida, con la forma de convivir en la escuela, y de hacer conexiones con experiencias parecidas a estas. Pero, fundamentalmente, buscar la felicidad en estas cosas.
Por ejemplo, no estoy convencido de que esto sea una cuestión personal; y no estoy convencido de que hay que seguir peleando para buscar una felicidad que va a llegar algún día, que es como uno lo pensaba en los 70. Ojo, esto no se me ocurre a mi sólo, creo que también hay gente de mi edad que se hace este mismo planteo. Es decir, no menospreciar el momento que se está viviendo, sino vivir junto con él, buscar lazos comunes para relacionarse.
– Para mi la militancia fue siempre una forma de vida, creo que milité desde el primer día que pisé una escuela. Mucho tiempo milité sola, o en pequeños grupos. En este momento en la escuela estatal —donde también trabajo— es muy difícil, la mayoría de los compañeros están en su mundo. En contraposición tengo esta experiencia, en donde uno puede pensar cosas, hacer cosas, ponerlas en acción junto con otros. Por eso para mí son imprescindibles las reuniones que hacemos mensualmente. Nadie tiene ningún librito ya hecho, ya firmado: “ya está, esto es lo que hago”; sino que vamos construyendo. Y es imprescindible que todos estemos, si realmente estamos convencidos de que esto es construir una escuela.
– Acá la comunidad está mucho en la escuela, van y vienen, participan en las reuniones que se hacen cada 15 días, vienen muchos papas. El tema es que no se charlan problemas pedagógicos, sino que son temas que tienen que ver con la situación, con la problemática que vivimos. Entonces, todos tienen que tener un ejercicio permanente, una militancia. Creo que esto no ocurre en otras escuelas, en donde uno tiene una relación muy importante con los chicos pero nada más. Los padres acá tienen que estar, y uno entendió siempre la educación así: se hace entre todos, se hace con la comunidad. Por eso siempre tratamos de conectarnos, y buscamos caminos, nos damos cuenta que esto no tiene sentido hacerlo solos; sino seríamos una isla. Entonces, tratamos de intercambiar cosas, intercambiar experiencias.
– Creo que por ahí pasa la militancia, te une a algunas experiencias, situaciones iguales. Esa es la diferencia: antes uno, cuando buscaba, preguntaba ¿vos con quien estás? Si estás con tal sí estoy con vos. Para mí, no-militante sería el que no tiene que buscar más nada.
– Sí, no-militante sería el que viene a trabajar y nada más. El que cumple, hace todo lo administrativo: doy clases, no problematizo nada. La diferencia está cuando discutimos acerca de cómo era el barrio antes y cómo es después del Carrefour. Eso de poner temas nuestros en el aula es hacerlos pensar. El maestro que agarra el libro y lo da tal cual está, es maestro también y tal vez pueda ser un excelente docente, pero le falta la militancia, está ajeno a la realidad.
– No es por casualidad que se acercaron acá muchos docentes jóvenes. Es como buscar un lugar en el mundo que no se sabe para dónde va, pero uno se siente como pez en el agua. Y te la tenés que creer, si no te la crees, no hay forma de que vos vengas acá y cumplas, algo te va a traicionar. Creer en esta actitud, sino, yo les pregunto a los maestros ¿que están haciendo acá? Las actitudes se ven cuando hay que ir a un paro, cuando se están peleando dos chicos en el recreo, cuando hablás con una madre. No todo está tan hecho, hay que rever cosas, ser más tolerante, uno no puede pensar que uno nunca se equivoca.
– ¿Por qué decimos que los padres son los dueños del colegio? Porque son los que están en la escuela, son los padres militantes de esta escuela. Por qué tendrían que venir a perder el tiempo dos horas de su día acá, si tienen otras escuelas en donde nadie tiene que perder el tiempo. Bueno, uno trata de pasarles esto del militante a los padres también, porque defendiendo la escuela defienden la forma de vida en la que ellos quieren estar. Por eso los temas que estamos hablando en las reuniones son los que traen ellos, y juntos los hablamos, juntos los vamos resolviendo. Pero esto es un signo de pregunta, porque esto es una escuela, no es un lugar donde se hace ayuda escolar y vamos a hablar de lo que se nos ocurra. No, esto es una escuela. Los chicos se van de acá, y tienen que irse a otra escuela, algún contenido tienen que llevarse.
Ese es uno de nuestras mayores dificultades: cómo crear una persona anti-sistema, dentro del sistema. Entonces, tenés que compartir un montón de experiencias, ir conectándose y hablando. Porque uno está tratando de oponerse a la sociedad en donde están viviendo ellos. Es una tarea complicadísima: tratar de desestructurar a los chicos, desde la libertad y no desde la necesidad.
– Como mamá lo que encuentro aquí es un lugar donde podés participar y pertenecer, y no hay muchos lugares. Tengo el recuerdo de las Sociedades de Fomento, cuando yo era chica, donde uno podía compartir. Quizás los padres que nos acercamos a la escuela, lo hacemos desde ese lado, desde un lugar donde se nos escucha, donde podemos opinar, hacer algo; no mandar a los chicos y ya está, me olvido. Yo tengo la posibilidad de mandar a los chicos a otra escuela más cerca, pero uno elige. Y creo que la mayoría de los padres que mandamos los chicos acá lo elegimos porque somos parte.

II- La escuela: el proyecto

Si ser militante es estar buscando: ¿cómo se da concretamente esa búsqueda para ustedes en las reuniones, cómo se toman las decisiones, qué discuten, cómo participan los padres?
– Hubo un tiempo en el que la experiencia era más chica, era sólo el jardín de infantes. Después, cuando vino la escuela, ya no nos conocíamos todos. Nos pasaba de escuchar algún compañero decir cualquier cosa. Entonces nos pareció que hacía falta reunirnos. La jornada estaba ocupada por el trabajo, y dábamos por entendido que estabamos de acuerdo. Pero cuando empezamos a escucharnos un poco más, nos dimos cuenta que estaba pasando algo y quisimos empezar los encuentros.
En un principio era el “grupo histórico”. Entonces, nos enteramos que mi hija se reunía con un sociólogo y nos pareció interesante, le preguntamos si no podía traerlo, y vino. También nos acercamos a la Universidad de las Madres, a la carrera de Educación Popular. Hacía rato que Paulo Freire nos estaba interesando.
Uno pensaba que esto se podía explicar transponiendo simplemente lo que habíamos visto en otras épocas, y no era así. Había que empezar por otro lado, y empezamos a buscar… Con ustedes también nos pasa así: capaz que nos van a tirar cosas que nos van a hacer más fuertes. Cuando vinieron, nosotros abrimos. Somos así, de abrirnos en esta búsqueda, para ver cómo se puede hacer mejor lo que estamos haciendo.
– Es todo lo mismo, así lo vivo. Soy maestro de Ciencias Naturales, y si no tengo ganas, si yo me aburro, no lo doy. Estoy permanentemente buscando cosas con los chicos, si repito todos los años lo mismo, me vuelvo loco.
– Tampoco se trata de “guitarrear”, eso existe mucho en la docencia. Acá se exige mucho estudio al docente. El desafío es plantear una situación en la clase, que dispare preguntas…
– No se puede, porque son chiquitos, darles cualquier cosa. Yo no puedo aprovecharme, decir dos o tres estupideces y tomarme por Gardel. Al contrario, esto exige un compromiso mayor, tengo la obligación de saber más, tener las mejores armas para esta comunidad …
– Creo que de lo que estamos hablando no es de transmitirles a los chicos que uno tiene que saber mucho. A mi no me interesa que los chicos puedan ir a las olimpíadas de matemáticas, no los estimulo para nada en ese sentido. Yo quiero rescatar un poco el conocimiento —no sé si llamarlo así— universalista. Ver las Ciencias Sociales y las Ciencias Naturales como una totalidad y que, en esa totalidad, puedan estar conviviendo con determinados conocimientos que ellos ya tenían.
Pero volvamos a la pregunta, ¿qué hicimos con estas reuniones? Empezamos discutiendo artículos y luego pasamos fundamentalmente a charlas de la vida cotidiana, de cosas que se viven en la escuela y que hay que resolverlas de alguna manera.
Después empezamos a hacer todo un trabajo de preguntas sobre hechos que se dan con los padres, con los chicos, con los compañeros; es decir, poder partir de las situaciones que se dan cotidianamente.
– Se hacen reuniones cada 15 días o cada mes, y ahí vienen los que quieren. No hay un tema específico, lo que hacemos es organizarnos un poco. De hecho los temas que han surgido son violencia, desocupación. Hemos tenido experiencias bastante lindas.
– Antes sólo nos preocupaba hacer la escuela, y era importante —de hecho todavía no está terminada—. Pero si no empezábamos a hacer este tipo de reuniones, los padres iban a ser los mismos que en otras escuelas. Los llamábamos para construir, para las reuniones, para hacer un bingo y juntar dinero, las entradas, las salidas: nos estabamos medio “achanchando”. Con esto de hacer reuniones empezamos a convocarlos. Ahí si nos ayudó más la educación popular, empezar a recuperar esos papás que venían, esos espacios de reunión.
Una de las cosas que nos llamó mucho la atención eran los criterios de cómo seleccionan a la gente que entra a trabajar: la idea de que acá no entra cualquiera…
– En general alguien nos presenta a algún compañero, y le cuenta cómo se trabaja aquí. Entonces, deja el curriculum, pero no es por puntaje. Lo que hacemos es una entrevista, hacemos preguntas con situaciones y luego empezamos a probar. La persona que entra y tiene título es titular, o sea que para mover a esa persona del cargo hay que, o pedirle la renuncia o echarla. Uno puede echar si uno tiene plata, cosa que nosotros no podemos. Generalmente no hacemos eso, tratamos de ver qué pasa.
– Hubo falta de compromiso de algunos docentes, y los primeros que lo notan son los padres. A veces los chicos les dicen a los padres, o vienen a dirección y dicen: “esta maestra no nos trata como nos tratan ustedes, grita mucho”.
– Una profesora dijo que acá los chicos tienen mucho poder. Esa fue una de las cosas que ella argumentó que le molestaba, cuando se fue. Decía que los pibes acá movían.
– No es verdad que acá tiramos un maestro por la ventana todos los días. Sí escuchamos lo que dicen los chicos. Yo me acuerdo que una vez una mamá se me acerca y me dice: “yo no sé que pasa, pero los martes mi hija no quiere venir nunca”. Y bueno, era que venía la profesora de música. Siempre le pasaba algo a esa nena ese día, que le dolía la panza, etc. Hasta que un día la nena me dijo que no le gustaba música, porque la maestra era mala. “Lo que pasa es que ella habla con la policía”, me decía. Resulta que la maestra para pedir silencio les decía a los chicos: “si ustedes siguen así yo llamo a la policía”, y les daba terror. Además, esta nena era del complejo Catonas, dónde hablar de la policía es como hablar del cuco. Ahí, muchas veces, la policía se lleva a parientes, a amigos, a vecinos. Ella tenía pánico que viniera la policía también a la escuela. Bueno, a esa persona la tuvimos que hacer renunciar, tuvimos que acordar en el Ministerio de Trabajo…
– En realidad, la parte importante del docente no es cuando ingresa. El ingreso se hace en base a una charla que tenemos y eso define. Después, la actuación se va construyendo en base a una dinámica, y esto tiene que ver con los compañeros, tiene que ver con las reuniones, con distintas actividades que se hacen en la escuela.
Y eso lleva a lo que nosotros llamamos apropiación del proyecto. Nosotros siempre planteamos el tema de quién es el dueño, porque generalmente se individualiza en alguien. En la medida en que en este proceso dinámico se vaya haciendo la apropiación, uno también decide, y en eso está la propiedad de la escuela. Eso es lo que nos enriquece, es fundamental para nosotros la participación. Es decir, que no es decisivo el momento del ingreso sino que eso se va modificando en función de la dinámica de grupo y no solamente en función de lo que esa persona trae.
El día que fuimos al Congreso del Sindicato de Suteba, de la Matanza, ustedes contaron que alguien una vez le había preguntado qué tipo de chicos quieren sacar. ¿Cómo piensan ustedes este tipo de preguntas?
– Eso me lo dijeron una vez en La Plata, un director general, porque se quedó pensando cuando le conté como era el proyecto. Me dijo: “¿pero ustedes qué quieren hacer, qué chicos quieren sacar? ¿después piensan mandarlos a la selva?”. Ellos ven que los chicos no van a estar adaptados a este sistema.
Desde la escuela tratamos de empezar a desestructurar a los chicos, y fundamentalmente pensamos en los medios de comunicación porque es lo que los estructura. Queremos que tengan una actitud crítica. Queremos tener determinadas experiencias que, a lo mejor, no las tienen fuera de la escuela; por ejemplo, todo lo que es normas de conducta, disciplina. Acá tienen una forma de manejarse diferente a lo que se ve en otras escuelas: charlar sobre lo social, darle una mirada diferente. Cuando uno dice que está tratando de crear un chico más solidario, más cooperativo, te dicen que no existe. Que lo que existe es el individualismo, ¿cómo vas a construir algo donde prime la solidaridad, si cuando salgan de la escuela eso no lo van a ver?
Uno de nuestros criterios es que los chicos sean moralmente autónomos. Sí ellos en lo cotidiano no pueden exponer sus ideas, confrontarlas, menos van a poder hacerlo en materia de conocimiento. Sí no empiezan con algo cotidiano —como la norma— difícilmente vamos a hacerles tomar confianza de que las cosas se pueden discutir.
Hay dos generaciones de chicos que ya egresaron, y algunos vienen, nos visitan, nos cuentan lo que está pasando en otras escuelas. Lo primero que dicen es: nada que ver con acá, allá te pegan tres gritos y se terminó. A muchos les costó irse a una escuela donde hay mil alumnos, porque se sienten como en una ciudad.
– Uno quisiera que todas las escuelas tuvieran como máximo trescientos chicos, una escuela de mil chicos es lo antipedagógico, no hay relación, no existe comunicación. Aparece la dificultad, como decíamos antes, para transmitir la experiencia, porque uno aspira a que el chico sea también militante. Yo creo que esa militancia pasa por la idea de resistencia. Es decir, un chico tiene que salir de esta escuela suficientemente preparado para enfrentar la exigencia burocrática, y que —a su vez— tenga una formación de libertad, cuestionadora. Yo he recibido chicos que decían que la escuela a la que iban era distinta, que ésta era mejor porque permitía un cuestionamiento, y que aquí no son reprimidos. Ese es un problema que tienen que resolverlo ellos. Algunos lo resuelven bien, por ejemplo piensan en hacer un centro de estudiantes, o se juntan y hacen un planteo.

III- Lo público no es lo estatal: mas allá del sindicalismo

– La relación con los sindicatos para nosotros es bastante problemática. En la escuela lo resolvimos tomando las decisiones en conjunto: o paran todos o no para nadie. Decidir entre todos qué es lo mejor, lo más correcto, ver cuál sería la decisión a tomar en cada momento, quién convoca a un paro, quién no convoca, por qué lo hacemos. Así, hemos hecho paros que no eran tan masivos, y no hemos adherido a paros multitudinarios. Creo que ésta es una de las pocas escuelas privadas de la zona que hacen paro.
– Yo estoy de acuerdo con el paro. Pero el sindicato, históricamente, hace un reclamo de tipo laboral, y es válido. Pero a mi me gustaría que tuviera también otro tipo de reclamos, y cuando planteás eso te matan. ¿Reivindicación puramente sindical y laboral, o también trabajo con la comunidad? Es un dilema, un dilema viejo para la educación.
– La semana que viene empiezan las clases, y tenemos que ver si empezamos o no. Lo que no nos gusta, y pasa muchas veces, es decir a padres y a alumnos que escuchen la televisión. Como si la televisión te fuera a decir lo que tenés que hacer. Otra cosa que no nos gusta, es cuando algunos docentes paran y otros no en la misma escuela. Entonces están los “buenos” y los “malos”, los que quieren trabajar y los que no quieren, y queda todo ahí, flotando. En otras escuelas muchos maestros dicen “nosotros venimos, pero ustedes hagan lo que quieran”.
En el Congreso del SUTEBA hubo una discusión muy fuerte sobre si ésta es una escuela privada, o si es pública. Para el sindicato, que esto no fuera una escuela estatal significaba que no se puede trabajar con ustedes. ¿Cómo han pensado y desarrollado la idea de que esto sí es una escuela pública?
– No solamente en la Matanza nos dicen eso, en Moreno también, pero nosotros seguimos insistiendo. En la Matanza, el secretario gremial dijo: “yo no estoy de acuerdo con las subvenciones a las escuelas privadas”, y así cerró todo diálogo. Esa subvención es para los sueldos y nada más.
Yo entiendo lo privado como algo que tiene un beneficio económico, y donde son pocos los que toman las decisiones. Lo que es privado está, como su nombre lo dice, cerrado. Acá hay muchos vecinos padres que dicen “no puedo pagar”. Y son mucho más de la mitad los que no pagan nada. Vienen sin pagar pero colaboran, vienen a limpiar, están en la escuela. Entonces, la idea de lo público no viene de lo económico, sino de la idea de la comunidad en la escuela. Pero cuando uno plantea esto en el sindicato sólo sale lo económico, lo otro no sale. Es por eso que uno choca con el sindicato, aunque nosotros estamos agremiados al SUTEBA…
– Yo creo que —si me pongo a ver desde lo social— se da más lo público en esta escuela que en la escuela estatal. Porque el Estado funciona como un dueño. Y ese “dueño” indirectamente te está imponiendo que no vayas a tal lado, que no invites a los padres, que se cierren las puertas con candado. Es decir, después que pasan los chicos se cierra la puerta y los padres se despiden afuera. Por el contrario, esto es público porque acá entra cualquiera. Cualquier vecino que quiere hacer una reunión, acá la hace. Vienen los desocupados de Moreno, vienen del movimiento de mujeres; no tiene nada de privado. ¿Sabés cómo me gustaría tener la llave —como una vez paso en la escuela 15 de Moreno— colgada del mástil de la bandera? Que toda la comunidad sepa que ahí están las llaves. Eso sería ideal, pero claro, es medio riesgoso.
– Me parece que fue atacado el tema de lo privado porque era lo más evidente. Si lo público es solamente lo que está vinculado al Estado, entonces ni siquiera nosotros como ciudadanos, en lo que llamamos “democracia”, somos parte del carácter de lo público. A mi me parece que también está el manejo de determinadas situaciones a partir de lo específicamente gremial. Y ese ataque hacia la escuela Creciendo Juntos, y a ustedes como los portadores del llamado Conocimiento Inútil, desestructura ese aparato sindical, por eso la tarde fue tan virulenta. Hay otra consideración, y creo es la más penosa, y tiene que ver con lo que dice Frantz Fanon: que la dominación del colonizador trata de desestructurar entre los colonizados mismos, para que no nos reconozcamos como iguales. Porque, en definitiva, el sindicato tendría que reconocer una escuela como ésta o por lo menos escuchar lo que se está diciendo. Eso me pareció lo más terrible.
– Por ahí no valoran el trabajo con la comunidad. Está bien, a mi también me da bronca cuando aparecen asociaciones civiles supuestamente sin fines de lucro, pero uno sabe que los que la manejan son 3 o 4 que son siempre los mismos. Pero el sindicato podría ver, identificar y separar. Pero parece que es un trabajo muy grande para ellos.
Lo que pasa es que en el sindicato había un prejuicio muy grande. Por ejemplo, cuando dicen que es una escuela de clase media.
– Eso significa que tampoco quieren escuchar lo que decimos. Ataque directo a la militancia. Eso corta cualquier tipo de diálogo.
Pareciera que si alguien tiene algo para discutir por fuera de las necesidades básicas, es porque ya tiene las cosas resueltas y se da el lujo de ponerse a pensar, de ponerse a crear. O sea, que cuando hay muchas necesidades insatisfechas no hay creación ni pensamiento. Por eso si hay gente que está pensando cosas nuevas es porque tiene plata.
Ahí hay una ideología muy fuerte que está ligada a lo que es el sindicalismo hoy. Pero también a lo que es la educación pública, y, de alguna manera, en la universidad se piensa muy parecido. Cuando empezamos a plantear el tema del conocimiento no utilitario, compañeros nuestros de años, nos decían: “¡pero ustedes ya no defienden la universidad pública!”. Lo que querían decir es: “ustedes se volvieron locos, postmodernos, etcétera, etcétera, ¿y dónde terminarán?”
Entonces, lo que están haciendo ustedes tiene muchísimo de interesante. Justamente por el camino que han elegido, el lugar dónde trabajan, por la posición social: porque trabajan desde la libertad y no desde la necesidad. Es muy normal, entonces, que el sindicato no quiera venir acá: porque lo que se le cuestionaría —de verlo— es demasiado.

– Los entiendo un poco, porque a mi también me pasaba, cuando trabajaba en la escuela pública, que iba a talleres, y tenía que comerme que la profesora trajera una experiencia como la escuela Martín Buber. Claro, que venga la escuela privada a dar cátedra de grandes pedagogías y grandes didácticas se ve como una elite.
¿Cómo es la relación de ustedes con el Estado?
– Nosotros tenemos inspectoras para lo pedagógico y lo administrativo. También una inspección contable que tenemos que presentar una vez al año. Tenemos que llevar todos los libros, el libro de cuotas de los padres, todo lo que entra y lo que sale, y también cómo rendimos el tema de los sueldos. Nosotros particularmente no hemos tenido problema.
– Eso sería lo formal, lo económico. En lo curricular o pedagógico también hay que respetar algunas cosas. Este es un tema que preocupa, porque uno tiene definido al Estado como un monstruo al que uno le quiere sacar algo. Uno le quiere sacar algo porque no está de acuerdo con el modo en que se está manejando esta sociedad. Por eso la idea es manotearle algo, por ejemplo el subsidio. Y le manoteamos más libertad para armar una escuela. Pero en una escuela estatal esta libertad existiría también, si los docentes y las directoras de una escuela se lo propusieran. Pero qué pasa: ellos no se lo proponen, no lo quieren hacer porque están tan individualizados, tan estructurados, que cuesta ser diferente. Yo sé que hay docentes en las escuelas del Estado que sí se lo proponen, pero son pequeñas islas que tratan de hacer lo mejor que pueden dentro de su salón.
Yo siento que le estoy quitando al Estado para construir una sociedad diferente. Nosotros le estamos sacando el sueldo de los docentes, no le estamos sacando el mantenimiento. ¿Y de dónde sale el mantenimiento? Sale un poquito de la pequeña cuota o aporte de los padres, que a veces son cinco, diez, veinte o dos pesos. Otro poco del trabajo nuestro, de lo que venimos a hacer nosotros. Muchas veces venimos a hacer el contrapiso, a cambiar el alambrado o a hacer el arenero. Otro poco los papás que vienen, y dicen: “cómo puedo colaborar, estoy desocupado, vengo 2 horas”.
– En realidad, nosotros estamos construyendo un ámbito de resistencia porque el Estado no nos gusta. Pero, por otra parte, hay ciertos aspectos en que lo necesitamos, sino no podemos funcionar. Esa es un poco la idea: qué podemos hacer en relación al Estado para llevar adelante este proyecto. Básicamente, desde el punto de vista económico, necesitamos que sigan pagando la subvención, si no esto no puede funcionar. Y es muy limitante, porque lo que nos habíamos propuesto es el crecimiento de la escuela en nuevas instancias de educación (educación de adultos, sala maternal, o el polimodal), y esto tiene que ver con la negociación que podamos hacer. Por lo tanto, esa dependencia es bastante fuerte. Lo que pasa es que si uno tuviera otro Estado distinto… ¿por qué no pensar un Estado adecuado a este tipo de proyectos? Un Estado más permeable.
– Yo creo que tenemos bastante libertad en esta subvención. En esta última gestión es como que está todo bien. Nosotros presentamos, y si está el proyecto, sale. En ese sentido, notamos la diferencia con otras épocas. Tampoco es que te van a dar de más, pero hay una cierta libertad.
Esa libertad existe gracias a que ustedes son muy hábiles para disfrazar, o porque el Estado ya no puede controlar.
– Yo creo que son las dos cosas.
Entonces, es posible que en el Estado haya también espacios de libertad, porque esto depende de la comunidad educativa.
– Estoy convencida de eso. Es mentira que te lo bajan de arriba. No, arriba no hay nadie, no bajan nada. Lo que pasa es que no es fácil, estar con 50, 60 o 70 personas que van a una escuela por destino o porque te mandan.
– El problema es que si vos sos director de una escuela estatal, y querés formar con 50 docentes un grupo, y planteás que haya reuniones todos los sábados, te dicen: “no vengo, porque a mi no me corresponde”. Y la inspectora dice: “ustedes están locos, ustedes no pueden hacer venir a la gente los sábados”. Entonces pateo al Estado. Si yo lo quiero hacer, lo voy a hacer de otra manera.
La contradicción es enorme y muy interesante. El Estado no impide nada de las cosas que ustedes están haciendo en la escuela, y el verdadero problema son las directoras, las maestras, que no quieren venir los sábados. El Estado casi no tiene control, y es la propia escuela, los propios directores, los propios maestros los que lo tiran abajo. 
– La diferencia está en la vocación de servicio que tienen acá los docentes. En una escuela estatal ellos van simplemente para ganar un sueldo, los padres mandan a los chicos para sacárselos de encima. Acá es otra como ya la palabra misma lo dice, somos una comunidad educativa, entonces, en el proyecto están incluidos tanto los padres, como el grupo de docentes, como los mismos alumnos.
– El maestro empleado es el que tiene que venir a dar clases. Y uno siempre sintió que era más que un empleado. Por eso el tema del militante. Yo no sé que pasaría si todos, en lugar de sentirnos empleados, fuéramos militantes: no tendríamos este Estado.
– Pero es todo un círculo, porque los padres son convocados, en un principio, para bajarles una moralina. Entonces empiezan a poner excusas para no ir mas; al maestro le da bronca y cae en lo de siempre: “si los padres no hacen nada yo no me tengo que preocupar, ya haré la reunión para decirles que repite”. No se cómo empezó todo esto…
A nosotros también nos cuesta. El alumno no se la cree que nosotros lo escuchamos de verdad, el maestro no se cree que acá hacemos todo esto, el padre no cree que en la reunión no le vamos a tirar de las orejas, sino que queremos construir algo juntos.

Notas sobre el trabajo, el conocimiento y el antiutilitarismo

“La educación puede ser pensada, sin dudas, como un hecho pedagógico, pero no todo hecho pedagógico es un hecho ligado a una ética del conocimiento”.

1. Mucho se ha hablado de la educación como una práctica ética, y tras ese rumbo nos dirigimos. No por considerar que la educación sea, efectivamente, una práctica ética, sino por considerar que no hay ética sin alguna forma de la educación.
Pero ni la educación para el trabajo ni el trabajo de la educación vienen de por sí ligados a una ética. Y esto, creemos, vale tanto para las formas en que pensamos habitualmente el trabajo como para la educación.
No hay ética en la enseñanza que forma “seres productivos” amoldados a estándares de competitividad. Ni tampoco detectamos dignidad en afirmar que el trabajo es la esencia del hombre cuando, precisamente, la pedagogía ha estado en el centro del disciplinamiento del cuerpo humano y social hasta someterlo a los requerimientos del mercado y la técnica económica y política.
La pedagogía ha sido la vía de la construcción del hombre como individuo, del tiempo como tiempo de la producción y del intercambio y de la vida como algo calificable, cuantificable y clasificable.

2. A su vez, los trabajadores de todas las épocas se han planteado formas eficaces de resistencia a la opresión. El sindicalismo tiene gloriosas páginas en el último siglo. ¿Cómo explicar su eclipse actual? Tal vez, estas notas sobre el trabajo develen algún enigma. Ya que, de hecho, la naturalización del trabajo como aquella que da dignidad a los hombres, ideología productivista y mercantil si las hay, le esquilmó a los hombres la dimensión de la profunda inutilidad de la vida.
Si de alguna forma ha operado esta ideología, que ha reducido la vida humana a pura fuerza de trabajo, ha sido a través de una sutil e imperceptible equiparación entre trabajo y empleo.
Así, el trabajo, como actividad creativa a través de la cual el hombre –y no sólo él– recrea el mundo, queda reducida a la obtención de un empleo y de un salario. El hombre asalariado es la base del hombre sindicalizado.
Así, en la diferencia entre trabajo y empleo, algo valioso se ha perdido. Hay una potencia en esa diferencia. Uno se emplea a cambio de un salario necesario, pero el trabajo es otra cosa, es una actividad antiutilitaria por excelencia, ya que nadie puede responder seriamente a la pregunta de por qué recrear el mundo.
El sindicalismo ha quedado empobrecido en esta resta, en esta diferencia. Se le han escapado las potencias de los trabajadores y se ha quedado sólo con la pasiva adhesión de los empleados. Y no hay formas de reencontrarse con esta potencia productiva del trabajo si no se replantean seriamente qué implica hoy esta multiplicidad vital que escapa al “puesto”, el “salario” y la “legislación laboral”.

3. A los niños se los evalúa con notas. Poco importa si esta grilla clasificatoria va del mal al muy bien o del desaprobado al aprobado. En todo caso, hay un momento en la vida en que uno sabe que las clasificaciones se ponen en número, del uno al diez. Y todos sabemos lo que implica “ser un cuatro”. Es algo parecido a ganar de grande 400 pesos. Es que de la escuela a la vida laboral –“la vida digna”, es decir, salvo que uno quede en la “indignidad del desempleo”– el salto es de una institución a otra, pero se sigue calificando en números y clasificando en clases (¿o es que hay otra forma?).
Así, desde la escuela hasta la vida laboral, lo único que no varía es la cuantificación, es decir, el sometimiento al número. La vida se vuelve utilitaria porque la nota o el precio nos colocan en una jerarquía, en un más allá o un más acá de un “deber ser” al que ninguna persona “normal” dudaría en aceptar.
Uno no deja de preguntarse por la ética de la educación y por la dignidad del empleo, los pilares sarmientinos que sostienen la identidad de nuestra patria.

4. Es que el poder siempre actúa de la misma forma: postula la norma, el modelo. Una vez difundida la imagen de la normalidad, del exitoso y del fracasado, no hay más que distruibuir los cuerpos de los alumnos, los docentes y la gente del pueblo unos casilleros más allá o más acá del ideal normado.
Y no hay que ser muy listo para saber que una sociabilidad sostenida sobre estas bases no podría más que producir excluidos.
Sí, porque bien mirados, todos somos excluidos. Todos resistimos a un proyecto de vida reducida, cuantificada, frente a un ideal inalcanzable del éxito y de la inclusión. El poder designa centros, pero ¿quién ha experimentado realmente su “estar en el centro”? ¿Qué puede ser esa experiencia del éxito, sino un imaginario absoluto, alimentado por el individualismo más pobre y ramplón?
La ideología de la inclusión, tan propia del capitalismo, parte de la idea de que hay un lugar del que hemos quedado afuera. Y somos tan cómplices y participantes de ese capitalismo, de ese reino de muerte, en la misma medida en que somos incapaces de ligar nuestras luchas y nuestra resistencia a una imagen de lo deseable que ya no pase por la inclusión, sino por la autoafirmación de esa multiplicidad inclasificable y resistente que es la vida misma.

5. Hace unos pocos días estuvimos en Moreno, conversando con los compañeros de una escuela llamada “Creciendo juntos”. Allí, los docentes están llevando adelante una experiencia inédita en la que la escuela, la política, la vida y la ética buscan un punto de cruce real y concreto. Allí, según nos han explicado, los maestros a secas son “militantes”. El maestro militante no es un militante metido en la escuela, como un triste maestro ciruela que baja la línea del partido. No, al contrario, es el docente que sabe que no es sólo un empleado sino que pone la vida en su trabajo, en proyectos liberadores tangibles y, sobre todo, guiados por un saber apasionado que sabe –precisamente– que no sabe y, entonces, a la manera del viejísimo Sócrates, identifica su militancia y su compromiso con una verdadera ética de la búsqueda, una investigación teórica y práctica de las verdades verdaderas.

 

Una reflexión sobre la educación, sindicalismo y poder

Habitualmente al intentar definir un proyecto educativo, desde las organizaciones sindicales debatíamos previamente porqué proyecto de país peleábamos, culminando en la consigna de «defender la escuela pública», dentro del aparato del estado.
Considerando que la lucha por el poder es el eje de estas organizaciones, se ha sostenido lo público desde el estado o vinculado a él, llevando a un involucramiento en -y pelea por- el control del mismo en sus muy diversos ámbitos: desde el ocupar bancas legislativas, el control del ministerio de educación o, en su máxima expresión, hasta del propio gobierno (segregando el tema central: la discusión fundamental sobre qué educación queremos).
Así, se nos va perdiendo, tras una estrategia de poder, le esencia de nuestra lucha: la elaboración colectiva y constante sobre el problema educativo: la creación misma del concepto educativo.
En su extremo hemos llegado a la imposibilidad misma de tomar a la educación y el conocimiento de forma autónoma. Por el contrario, todo lo referido al tema educativo ha sido funcionalizado –instrumentalizado- a principio de la lucha por el poder: la formación de una militancia militancia sindical capaz de sostener y reproducir más que organizar o articular nuevas formas de pensamiento.
Diversas expresiones (dirigentes y teóricos) del sindicalismo se manifiestan a favor de la instrumentalidad de la educación y del conocimiento para el poder, pero combaten las dificultades reales con que los docentes se encuentran a diario en su tarea pedagógica -tan lejos como están de las escuelas-: ¿cómo opera en contra del pensamiento y la creatividad el doble cargo docente?, ¿cómo el sistema con, sus normas, imposibilita prácticas nuevas, en la misma medida en que todo debe ser controlado por el aparato del estado?.
Es así que cuando se estas prácticas autónomas -como la experiencia de Creciendo Juntos- se difunden en el medio sindical, resultan lisa y llanamente sancionadas en la medida en que sacan a la luz una diferencia esencial: se trata de experiencias de búsqueda, de construcción del contrapoder, que no condicen con la centralidad normada que propone la dirigencia sindical.
Pensar una militancia docente que sea asumida de forma integral, autónoma, donde el espacio físico de desarrollo no sea exclusivamente «el sindicato», una militancia que no quede sujeta a las luchas internas por ocupar espacios de poder sindicales, implica proponerse la constitución de otra idea de la organización sindical, otra forma ser del militante sindical: se trata de Pensar la escuela como el lugar de un compromiso real con la comunidad, desechando todo carácter utilitario y corporativo; implica ampliar el espectro comunitario y no encorcetarlo en lo educativo, formalmente concebido; pensar la comunidad como una forma de vida donde la solidaridad, la fraternidad, lo humanitario, sean una práctica cotidiana y alejados de los valores individualistas, del valor mercantil de la educación y de las restricciones que el capitalismo impone al proceso de conocimiento.
El dilema es si en el estado actual de la escuela pública con su sistema vertical, jerárquico y sus normas de puntajes, de designación de docentes es factible desarrollar experiencias de contrapoder. Aquí la duda y el desafío. Para desarrollar experiencias de contrapoder lo primero que habrá que desechar es la idea subordianr toda discusión y toda práctica al deseo del poder: habrá que asumir que no se va a pelear por él. Habrá que despojarse de las viejas formas y consignas y darse el trabajo de pensar críticamente nuestras prácticas, reinventar otras más creativas y más solidarias y agudizar la reflexión que por mucho tiempo los docentes hemos ido delegando en otros. Es decir: reconstruir(nos).
La experiencia de los Compañeros de Creciendo Juntos, adquiere relevancia y nos pone en espejo con nuestra propia situación. No porque no existan aspectos similares en el trabajo docente. Si ellos nos pueden enseñar algo es, sobre todo, por la forma en que sostienen su proyecto, y por el proyecto mismo. Un proyecto que no es exclusivamente pedagógico, ni individual. Un proyecto de vida y compromiso militante, sostenido por el conjunto de los docentes y la comunidad en una unicidad -que los fortalece ante tanta adversidad-, como práctica de contrapoder.
Saber de la existencia de estas prácticas en el ámbito educativo es, a su vez, una nueva demostración que pueden desarrollarse. Habrá que diseñar la forma con la comunidad o con quienes así lo deseen y abrazar la idea que el contrapoder es una práctica que se construye sin copias, sin repeticiones, sin rema reprducción, pensando juntos.

 

UNIVERSIDAD

Presentación de la sección Universidad

Ya hace algunos años surgió, por iniciativa de la Agrupación Estudiantil El Mate de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, una experiencia que luego recorrió prácticamente todo el país: la Cátedra Libre Che Guevara.
Por la intensidad de la experiencia y por lo que constituyó como muestra de las posibilidades que ofrece el trabajo del contrapoder en la universidad, hemos decidido contar, a partir del balance de algunos de sus protagonistas, el nacimiento y desarrollo -allá por 1997- de la cátedra, con el objetivo de recrear la actividad y la discusión política, a partir de una lectura crítica de muchas experiencias anteriores y en la búsqueda de encontrar una nueva forma de intervención política.
Si recordamos hoy esta bella historia que llevó a un grupo de militantes a recorrer los barrios porteños y del conurbano bonaerense para constituírse en un espacio de pensamiento, es porque nos parece importante difundir la vigencia de la lucha, del pensamiento popular y de los elementos de una discusión abierta sobre la obra y la vida del Che que tienen aún una fuerte potencia inspiradora.
En lo que sigue publicamos dos textos que de una u otra forma hacen referencia a la discusión sobre la necesidad de desplegar la crítica a las prácticas dominantes en la universidad a partir de una actitud práctica antiutilitaria.
En primer lugar, nuestras reflexiones sobre la Cátedra del Che y luego un texto que reclama un pensamiento crítico sobre la universidad, que vaya más allá de las posiciones meramente defensistas. El disparador de dicho artículo es una ponencia que realizó María Pía López en las Jornadas de la Carrera de Sociología a fines del año 2000. Este material fue luego publicado en el número 4 de la revista Aínda.

 

La Cátedra Che Guevara: una experiencia de pensamiento

El surgimiento
La Cátedra Libre Che Guevara surgió en 1997 en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, cuando se cumplían 30 años de la muerte del Che.
La iniciativa fue de quienes en aquel momento integrábamos la agrupación universitaria El Mate. Ya en ese entonces estábamos en la búsqueda de formas de intervención política acordes con nuestra militancia, la de jóvenes escépticos respecto de las formas tradicionales de la política partidaria.
La Cátedra del Che no fue una actividad más: fue el proyecto concreto en el que confluyeron muchas de nuestras discusiones, y en ese sentido, fue vivida por nosotros con gran intensidad.
Una de nuestras principales preocupaciones giraba en torno a una lectura crítica y generacional de las luchas anteriores, muy particularmente las de los años ´60 y ´70. En ese camino comenzamos a estudiar el pensamiento del Che y la importancia de la Revolución Cubana en esa generación. Y el 97 despuntaba como el año de la gevaromanía. A los ya tradicionales homenajes que la izquierda le tributaba, se sumó la conversión de Guevara en un fetiche comercial. En ese contexto algo nos revelaba: sentíamos que debíamos oponer, a la mera utilización de su figura, una interpretación crítica capaz de actualizar su pensamiento y su proyecto. Pensábamos, también, que la Argentina debía asumir el papel que le cabe en relación al Che.
Por otra parte, como agrupación universitaria, no parábamos de cuestionar las formas que regían a la deprimida vida universitaria. Particularmente nos preocupaba el hecho de que la Universidad permanecía encerrada en sus paredes, anquilosada en temas y debates que le hacían abandonar su potencial crítico, y que la volvían incapaz de participar de las luchas políticas y sociales de quienes resistían las injusticias activamente. El guevarismo, como tradición política y de pensamiento latinoamericano, tenía bastante que decir al respecto.
La cátedra libre fue la forma en que, pensamos, podía encararse una respuesta práctica a estos problemas que nos inquietaban. Esta forma, la de una Cátedra abierta y popular, tiene una historia muy larga en nuestro continente y en nuestro país. Basta mencionar las Cátedras Nacionales de los 70´. Pero teníamos a mano una experiencia contemporánea: la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la UBA, que funcionaba en la Facultad de Filosofía y Letras, dirigida por Osvaldo Bayer y coordinada por Graciela Daleo.
Como para confirmar el impulso, vino la relación con la Cátedra Che Guevara de La Habana y con la incansable investigadora María del Carmen Ariet, quien terminó de abrirnos los ojos sobre la potencialidad del proyecto.
La Cátedra fue estructurándose en largos cabildeos. Junto a Ruben Dri, Manolo Gaggero (los dos titulares mas activos y comprometidos en el proyecto) y Gabriel Fernández (el coordinador) pensamos los —interminables— ejes temáticos, y los profesores que pudieran abarcarlos. Aquí se reflejó particularmente el espíritu que animó a la Cátedra. Desde el comienzo de las clases se expresó la voluntad de producir un encuentro entre compañeros especialmente dedicados a la labor teórica (como David Viñas, Alberto J. Plá, Osvaldo Bayer, Horacio González, León Rozitchner, Horacio Tarcus, Nestor Cohan, etc.) con aquellos cuya experiencia militante hacía imperdible su participación (como Hebe de Bonafini, Luis Matini, Miguel Bonasso, Eduardo Gurrucharri, Luis Ortolani, Roberto Baschetti, Guillermo Cieza, y el extrañado compañero Cacho El Kadri). Cruzar estas formas diversas del pensamiento, sin que ninguna subordinara a la otra, fue una de nuestras intenciones explícitas.

Los primeros pasos: el desborde
Como suele suceder con los planes muy bien armados, las cosas se nos fueron de las manos apenas iniciada la experiencia. Tanto por la cantidad de inscriptos, como por la resonante repercusión que tuvo. Rubén Dri nos recordaba que esto era mucho más grande de lo previsto y que, por lo tanto, debíamos asumir la responsabilidad de que todo saliera realmente bien.
En efecto, nuestro grupo estudiantil, mas unos cuantos amigos, nos vimos, por decir poco, sobrepasados absolutamente por el fenómeno del Che.
La Cátedra funcionó también en la Carpa Docente, que había sido instalada frente al Congreso de la Nación, en colegios, sindicatos, etc. Nos dedicamos un año entero a organizar aquello, estudiando con mayor profundidad al Che, conversando y trabajando junto con el gigantesco primer grupo docente, que se enriquecía con la participación de compañeros de latinoamérica, como los cubanos Marta Pérez Rolo y Fernando Martínez Heredia, el mexicano Paco Ignacio Taibo II y el chileno Claudio Lara. Peleando con quienes, en la Facultad, intentaban bloquear el proyecto, y preparando materiales que acompañasen la cursada.
En el segundo cuatrimestre universitario la concurrencia siguió siendo altísima. Pero esta vez la novedad fue que la Cátedra se extendió por todos lados: en Córdoba, Río Cuarto, La Plata, Jujuy, Tucumán, Santiago del Estero, Mar del Plata y posteriormente Rosario, La Pampa, Paraná, Neuquén, Mendoza y en otras tantas ciudades, comenzaron a organizarse nuevas cátedras.
No sólo recorrimos prácticamente todo el país, sorprendiéndonos de la cantidad de grupos y compañeros que se iban movilizando alrededor de esta idea, sino de la cantidad impresionante de jóvenes que se acercaban a discutir y a estudiar.
Hacia finales del año 97 realizamos en Río Cuarto un encuentro de todas las cátedras del Che que existían en el país. Unas 15 cátedras nos encontramos para socializar la experiencia y coordinar los pasos a seguir.
Fue en este Encuentro donde terminó de explicitarse una de las contradicciones que habitaron desde el comienzo las discusiones del proyecto: la relación entre los trabajos interesantes que producíamos y la “trascendente acumulación política”. El meteórico éxito de la Cátedra la convirtió en un bocado mas que apetecible, y nos puso ante la disyuntiva de una definición práctica. La experiencia de pensamiento y producción colectiva que la Cátedra generaba, ¿significaba un paso mas que consistente, que nos introducía en un nuevo y basto campo en el que repensar los términos de un pensamiento emancipador, disponiéndonos a una apertura fundamental hacia la investigación y la experimentación? ¿o mas bien habíamos logrado producir el hecho que nos habilitaba, finalmente, a pocisionarnos como la ansiada vanguardia política? La pregunta aparecía nítida: ¿y la orga para cuando?
Fue entonces cuando renunciamos a organizar una nueva corriente nacional, para dedicarnos a profundizar en la inquietante búsqueda que la experiencia de la Cátedra nos proponía. A los planteos de que era hora de pasar “a lo serio”, a “lo político”, utilizando el aval de haber sido los creadores de la Cátedra, respondimos que no se trataba de “ser el grupo de vanguardia” sino de “producir, permanentemente, hechos de vanguardia”.

La experiencia en los barrios
En el año 98 tomamos la decisión de realizar las cátedras en los barrios de capital y provincia de Buenos Aires, trascendiendo de esta forma el espacio universitario. Así surgieron las cátedras de Ramos Mejía, Villa Urquiza, Lanús, Quilmes, Moreno, Avellaneda, Paternal, Vicente López, Flores, José C. Paz, San Miguel, Saavedra…

Moreno fue quizá el espacio barrial donde mayor profundidad alcanzó la cátedra. Desde el comienzo fue tomada como un trabajo colectivo, más allá de los grupos que participaban. La labor estuvo centrada en el proyecto, lo que implicó encararlo de una forma en el que la cátedra no reconociera dueños. La elección de los temas, el lugar, la difusión, y todas las actividades desarrolladas, fueron llevadas a cabo sin imposiciones por parte de los grupos que intervinieron.
La forma taller fue la elegida, a partir de la idea de que lo central no estaba en el contenido temático, sino en la relación con la producción de conocimiento colectivo, alertados por la posibilidad de que en las exposiciones se pudiera reproducir formas tradicionales de relación con el poder. De esta forma, los contenidos y la transmisión de las experiencias revolucionarias fueron “reescritas” a la luz de la participación de quiénes se comprometieron con la cátedra.
Desde el comienzo la convocatoria realizada estuvo orientada a superar los “límites” que imponía la clásica participación de la “militancia política”, que en general tiende a empobrecer los espacios de discusión y pensamiento, encorcetándolos en conclusiones sacadas de antemano. De la capacidad de lograr que la convocatoria alcanzara este objetivo, dependía en buena medida la profundidad de la experiencia.
Este fue el espíritu de los grupos —todos realizaban trabajos barriales— que organizaron la cátedra en Moreno, en una escuela de formación comunitaria, lugar que desde entonces sirvió como espacio de encuentro permanente, ya que, una vez “terminada” la cátedra la experiencia colectiva continuó por más de tres años, en nuevos talleres, radios abiertas en plazas, y otras actividades. A partir de allí se fueron generando redes, por supuesto no previstas en la planificación inicial de la cátedra. La red de Educación Popular, la iniciativa cultural “rompamos el silencio”, etcétera. Hoy, pese a estar dispersos, todos los que participaron de estas formas de encuentro, se conocen y saben de la existencia de los otros trabajos que se desarrollan en el barrio.

El contacto con los barrios fue pensado como la generalización de un espacio de discusión y pensamiento, como socialización de un capital histórico y político sobre nuestro pasado y nuestro presente, y sobre las posibilidades de reorganizar un proyecto revolucionario sobre viejas—nuevas bases.
La experiencia fue realmente muy rica en formas organizativas, de conocimiento de compañeros, de debates y publicaciones. Y para nosotros significó un importante descubrimiento. Hasta ese momento, para un colectivo como el nuestro, dedicado fundamentalmente a la tarea del pensamiento, y movidos por un intenso deseo político, existían dos modelos de cómo establecer relaciones con otros grupos y experiencias de trabajo. Ambos modelos nos incomodaban, y sobre ellos veníamos ejerciendo una crítica teórica.
Por un lado lo que se llama “la extensión universitaria”, la cuál supone que la Universidad existe como una isla del saber, y que su “generoso” aporte nos es otro que el de ofrecer ese saber a la carente sociedad. Semejante idea del conocimiento reproduce activamente la concepción mas pobre del pensamiento, pues supone un sujeto que conoce y un objeto del conocimiento. El conocimiento, como algo neutral, no pasa de ser un “servicio”, un producto. Se trataría de administrarlo, difundirlo, incorporarlo…
Por el otro lado, estaba el modelo de “lo político”. Los barrios pasaban a ser el lugar donde validar la verdad, pues allí habitan los potenciales sujetos del cambio. Se trataba entonces de edificar cientos de tribunas, desde las que difundir nuestra línea, como forma de ir logrando adhesiones. Pero sentíamos que no podíamos terminar inventando una nueva y mas inteligente forma de hacer lo mismo, esta vez sin forzar, siendo mas respetuosos.
Para ambas líneas de trabajo el pensamiento no es mas que un instrumento, quizás el mas importante, para algo mas decisivo y trascendente. Y siempre encontraremos “fines” que merecen tal centralidad, ya sean las impostergables necesidades materiales, o el futuro luminoso que nos espera cuando haya triunfado la revolución. Todo el esfuerzo de pensamiento del que participábamos se licuaba en la clásica pregunta: ¿después de la Cátedra qué?
Los talleres en los barrios tuvieron el mérito de insinuar, pese a sus límites, una brecha, un recorrido posible, entre esas dos figuras del instrumentalismo.
La Cátedra del Che permitió, en algunos lugares, una forma de vinculación diferente con otras experiencias —universitarias, barriales, o sindicales—, organizada alrededor de un proyecto muy concreto, en el que se trataba de pensar juntos los desafíos comunes. Cada experiencia, producto de su propio desarrollo, se relacionaba con el otro, en una experiencia conjunta de la que se salía enriquecido.
Y, fundamentalmente, fue una confirmación de que, por todos lados, habían grandes deseos de pensar, crear y luchar.

Elementos de nueva radicalidad
Hoy, meditando un poco sobre la fuerza con que tantos jóvenes, militantes, ex militantes, alumnos de escuelas, colegios y facultades, participaron en este proyecto, sentimos la necesidad de reflexionar acerca de qué se puso en juego allí en términos de una nueva radicalidad política.
Cuando convocamos al grupo docente a la cátedra se nos miró con cierta desconfianza. La cosa sonaba como anacrónica en momentos en que el señoreo del “progresismo» parecía vivir el dulce encanto de la derrota, expresada simbólicamente en la caída del muro de Berlín, y prácticamente en el reciclaje de personas, incluidas sus viviendas. No era una apuesta sencilla, pues el clima era de angustia y encerrona, y el “progresismo” bienpensante daba por desterradas las posibilidades del cambio social.
Además, desde el poder, con ese envidiable olfato que les mantiene ahí, se dispusieron a enterrar al Che definitivamente, sea en el cielo, en el infierno o en la gloria del bronce. Lo llamaron Jesús como al bandido, arcángel, mártir, héroe, diablo o demonio; y, en términos comparativos, lo trató peor el
progresismo que la propia derecha.
Sin embargo, algo se produjo a partir de allí. El rescate del que para Sartre fuera “el hombre más completo de nuestra época”, funcionó como un dispositivo que permitió liberar(nos) de la sensación de opresión y tristeza que por aquellos años transitábamos. Las Cátedras se transformaron en un pretexto, por así decirlo, para discutir política, para reconsiderar proyectos e iniciativas de autonomía.
La ofensiva de la alianza derecha-progresismo contra el Che, que escondía en el fondo la ofensiva contra todo renacimiento de la idea de acción emancipatoria, y que contaba con todo el peso del aparato del poder, fue notablemente contrarrestada por esos cientos de encuentros donde el Che, mejor dicho la política, se recreaban. Se mezclaba todo, jóvenes que querían saber quién era ese icono de camisetas, curiosos de todo tipo, viejos que necesitaban saldar su historia personal con el Che, algunos que lloraban la vergüenza de haber sido, otro el dolor de ya no ser, junto a nuevos militantes ansiosos por investigar.
Las cátedras se transformaron insospechadamente en foros de discusión, y acompañaban, por otra parte, un movimiento en el que emergían nuevas luchas —como los escraches de los H.I.J.O.S.—. Tras las cátedras surgieron otras, con otros nombres inspiradores y muchos grupos llegaron a la conclusión que “repensar” no era revisionismo, sino la única manera de ser fiel a la tradición revolucionaria. Surgieron después corrientes que propiciaron el “nuevo pensamiento”, y así hasta el momento actual de plena ebullición.
En este marco la Cátedra, para nosotros, fue una experiencia fundamental de transición. Pensar al Che, y a las experiencias revolucionarias de nuestro país y del continente, tomó la forma de un intenso balance, en el qué se profundizó en aquellas hipótesis que no van más, y en las que mantienen su vigencia. En este sentido, seguíamos tirando puntas para pensar “la política”, y a la vez comenzábamos a entender que se trataba de encontrar nuevos recorridos prácticos, en los que “la política” dejara de ser sólo un objeto de estudio, para devenir una experiencia de investigación militante.

 

¿Universidad o Muerte?
Pensar la Universidad (entendiendo por tal, fundamentalmente, a la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA)

1- Solemos pensar a la universidad bajo una premisa excluyente: ¡“hay que defenderla”! Esta consigna separa aguas. La comunidad universitaria se constituye, de hecho, alrededor de la consigna central de la defensa de la universidad (del financiamiento estatal, la autonomía, el carácter gratuito de los estudios y el acceso libre y masivo).
Hasta tal punto esto es así que el pensamiento sobre cómo ejercer más legítimamente esta defensa ha sustituido todo pensamiento activo sobre la universidad misma como situación de conocimiento.
La conciencia “defensista” opera como cemento real de los universitarios, sustituyendo todo compromiso comunitario construido sobre la base de asumir los riesgos de la producción de conocimientos.

2- La defensa de la universidad fue dando lugar a un complejo discurso. En su interior se admiten tácticas diversas. Incluso, relativamente enfrentadas.
No costará demasiado identificar cuál es la táctica dominante. Ella dice que la “educación no es una inversión, sino un derecho”. Lo que quiere decir que no es un negocio, ni debe serlo. Es un derecho de los pueblos. Y como tal hay que defenderlo del gobierno y de fuerzas aún más poderosas.
Así, un discurso de los derechos, se convierte en el fundamento último de una lucha política en torno a la universidad.
Se conforma un dispositivo combativo capaz de frenar —en la medida de las posibilidades— los proyectos más violentamente privatistas de la universidad.
Se trata de una idea simple y sencilla que gira alrededor de la defensa del presupuesto. Hasta que no haya un aumento suficiente, toda otra discusión, toda otra consideración queda indefinidamente postergada.
El objetivo: no dividir el frente único defensivo. Prima la necesidad del consenso y la temporalidad de la urgencia.
Esta posición —tan activa frente a los ataques ministeriales— se ha mostrado, sin embargo, inoperante frente a la decadencia de la universidad.
Se ha mostrado incapaz de reflexionar sobre los objetivos mismos de los conocimientos que se producen en la universidad. De hecho, su eficacia consiste en su llamado a poner en paréntesis todo debate sobre la universidad misma, hasta que se den las condiciones del “cese de las hostilidades” por parte de los gobiernos nacionales.
Esta modalidad de la defensa de la universidad es víctima de una paradoja evidente. El mismo hecho de la defensa puede tornarse absurdo en la medida en que lo que se defiende de enemigos externos se va deteriorando por razones que hay que buscar en el “frente interno”: los mecanismos más sutiles de reconversión de la universidad hacia los criterios del mercado.

3- Como resulta evidente, no es este el único ni el más elaborado discurso sobre la defensa de la universidad. Hay otro, crítico de este primero, que actúa como ciencia lúcida de los déficit del discurso político dominante, como rechazo de una versión puramente gremial y economicista del compromiso.
Se trata de una perspectiva inteligente sobre la universidad, que asume que no hay defensa posible sin una indispensable discusión rigurosa sobre los conocimientos que la universidad genera y los que pretende producir. Afirma que es imposible una defensa exitosa de la universidad sin una discusión sobre el proyecto en la que se sustenta. Consiste en plantear como posibilidad actual lo que no es otra cosa que su —nuestro— propio ideal universitario. Los conocimientos que debieran ser incluidos, participan anticipadamente de una universidad que, aún si en los hechos los excluye, los contempla imaginariamente. Se construye así una defensa digna y entusiasta.
Se defiende un proyecto: pero, en los hechos, se proyecta con el objetivo de poder ejercer la defensa.
La “defensa” muestra, así, ser mucho más que una “buena táctica”: se trata de la forma en que habitamos la universidad quienes nos insertamos críticamente en la ella.
El supuesto sobre el que se formula la “buena defensa” es el de considerar que lo deseable del proyecto que se impulsa proveerá la fuerza suficiente para ejercitar una defensa eficaz.

4- La pregunta, entonces, se ha desplazado. Interroga, ahora, por el valor político de los conocimientos que la universidad produce.
Esta pregunta altera el orden del razonamiento. Ya no se trata de mantener fijas las premisas de la “defensa de la universidad” como punto de partida axiomático, sino de invertir el orden.
Ya no se trata de preguntarse por los conocimientos y de invitar a la comunidad académica a iniciar prácticas autónomas de producción de nuevos saberes, con el objetivo de legitimar la defensa de la universidad; sino de considerar hasta qué punto son las prácticas efectivas de producción de saberes, y de pensamiento, lo que justifica una acción de defensa.
Decía Spinoza que la política no trata de las cosas tal como deberían ser sino de lo que efectivamente son. Podemos aplicar esta máxima al debate universitario: no se trata tanto de postular un proyecto universitario, para volver “defendible” una institución, como acompañar las prácticas que constituyen efectivamente una situación de pensamiento y de producción de saberes.
El recurso de postular un proyecto que justifique desde un futuro la defensa actual de la universidad es doblemente defectuoso: por un lado, postula un tiempo futuro tan lejano como el que nos prometen los defensores del “presupuestismo” y, por otro, refuerza el “defensismo” como premisa incuestionable, como único punto de partida posible para pensar la situación de conocimiento, fundamento real de la cuestión universitaria.

5- El defensismo actúa como “falsa premisa”: anula más enfoques de los que habilita.
La posibilidad de alumbrar otra forma de habitar la universidad depende, en cierta forma, de la capacidad de revisar la estrechez de este punto de partida.
La valoración de los saberes, la puesta en discusión sobre los conocimientos a incorporar y la ampliación de las prácticas productoras de pensamiento no son premisas de una “buena táctica” sino el verdadero punto de partida de un debate sobre la universidad.

6- La pregunta de la utilidad de los saberes que transmite la universidad resulta de una gravedad mucho mayor aún cuando, como dice María Pía López, los egresados universitarios no somos “capaces del riesgo del conocimiento” . Si tenemos como destino el “sector privado” encontraremos allí, en la experiencia laboral, un “efectivo aprendizaje”. Si lo que deseamos es permanecer en el ámbito académico, nos espera, aún, una larguísima carrera de posgrados. La Universidad, así, se reduce cada vez más a una extensión del Ciclo Básico Común, pues el objetivo de la cursada es alcanzar un título habilitante, para pasar a la próxima etapa.
La misma Universidad va perdiendo dimensiones de pensamiento que antaño le otorgaban una densidad mayor.

7- Pareciera ser que no hay proyecto de universidad que no tenga en su centro la creación de un “campo académico”: las críticas suelen dirigirse siempre a impugnar la concepción burocrática con que se pretende su instauración, más que a la centralidad del campo mismo.
Así, la transparencia de los mecanismos de adjudicación de cargos y recursos aparece como la “meca” del orden administrativo y político de la universidad. Esta forma de la discusión queda entrampada, pues es reducida a la ideología de la transparencia.
Quienes cuestionan las formas en que se constituye el campo académico son acusados, muy neoliberalmente, de conservadores de la “vieja universidad”. Quienes no estamos entusiasmados con la centralidad que se le otorga al campo académico en la producción de conocimientos, quedamos directamente excluidos, o incómodamente incluidos.

8- Otros problemas surgen cuando se habla de la relación entre la universidad y la sociedad. El punto de partida ineludible es la tradicional (y ambigua) advertencia según la cual la universidad no puede considerarse una “isla democrática”. La ambigüedad proviene del hecho que este discurso es el que ha conducido los últimos años a promover la relación entre la universidad y el mercado.
Bien se dice, hoy, que la alternativa a la mercantilización de los saberes no puede ser un “un repliegue ingenuo en los movimientos sociales” , pues esto significaría, en los hechos, sustituir las pasantías en empresas por otras en las escuelas públicas o sindicatos. Es decir, lo que queda incuestionado es esta forma “pasante” del vínculo entre la universidad y su “afuera”. Se dice, entonces, que la universidad debería dar luz a una “voz propia” . Pero la polémica se centra en cómo se piensa la constitución de tal voz.
No se trata de una pregunta retórica. La posición defensista elude la discusión sobre el hecho evidente de la carencia de una ética de la gratuidad, de un compromiso con el pensar y una conciencia política antiutilitaria, sobre la cual construir esta “voz”. ¿Cómo evitar que estos discursos no sean simplemente momentos lúcidos, autorreflexivos, sin relación con estas condiciones éticas y políticas? ¿Cómo es posible proyectar un ideal de universidad desde el interior de las prácticas universitarias actuales, sin transformar radicalmente las formas en que la universidad se relaciona —sin servilismos ni inútiles soberbias— con los procesos del pensamiento social más significativos de las experiencias barriales y populares?

9- La ética de gratuidad y el compromiso con el conocimiento están notablemente ausentes de la universidad. La militancia se ha constituido bien en mero sindicalismo, bien en caricatura, bien en objeto masivo de tesis y “papers”. El campo de las resistencias al deterioro de la universidad se ha empobrecido. La ideología de la defensa universitaria ha contribuido a ello. La militancia política universitaria ha sido incapaz de crear formas de intervención alrededor de estas cuestiones y ha terminado por reproducir, a menor escala, las formas de la política profesional. La “gremialización” de sus cuadros más capaces ha empobrecido las experiencias de constitución de una subjetividad vinculada al conocimiento.
El deterioro universitario es atribuido, claro, al modelo neoliberal que “viene de afuera”. Pero se elude el hecho de que es la propia comunidad académica la que acepta las clasificaciones, las inútiles maratones de congresos, los enredos burocráticos, los créditos externos de reconversión de la universidad y las formas burocráticas de valorar lo saberes.

10- Partimos, entonces, de otra premisa: “crear nuevos conocimientos”. Si organizamos así la cuestión, podemos pensar más “libremente” “lo universitario”, sitio que reclama —no siempre con igual legitimidad— privilegios como lugar del pensar.
La universidad pareciera no tener afuera. De hecho, es este otro de los supuestos del discurso de la defensa de la universidad. ¿Desde dónde se puede pensar lo universitario si no es desde la universidad misma?
No se trata, en efecto, de postular la existencia de un lugar–otro del saber, desde el cual negar a la universidad como lugar relevante de la producción de saberes. Pero sí sostenemos que la validez del conocimiento no puede ser juzgado según se ajuste a las reglas de producción que la academia exige, cuando las condiciones del conocimiento posible son muchos más vastas: tanto que trascienden, en mucho, a la institución universitaria misma.
Pensar desde la producción —y el rescate— de saberes y desde una voluntad de pensamiento nos lleva a relativizar toda centralidad de “lo universitario”. No porque “lo universitario” deba ser devaluado para poder afirmar otro tipo de pensamientos de los que allí se producen sino porque es preciso restituir a la institución universitaria a su verdadera dimensión como un lugar productor de saberes y no como el centro privilegiado de la trama productora de conocimiento.
En otras palabras: las exigencias del pensar no pueden identificarse ni con las prácticas de autoconservación de la institución universitaria ni con las reglas que rigen la constitución de un “campo académico”, sin reducir el pensamiento a caricatura.

 

CONOCIMIENTO ANTIUTILITARIO

Nadie sabe lo que puede un mozo

Hemos venido hablando hasta aquí de cosas tales como un conocimiento antiutilitario, de un saber situacional, de establecer una forma de la política que ya no tenga como referente al poder sino al pensar práctico y comprometido. A continuación intentamos una discusión sobre los fundamentos filosóficos de tales afirmaciones. Para ellos nos remontamos a la Grecia Antigua, a la Francia de René Descartes, a la Etica de Spinoza y al mozo que atendía a Sartre, mientras tomaba sus grapitas en París, con la idea de ingresar en un costado de la discusión desde un lenguaje más clásicamente filosófico que escapa a todo hermetismo académico.

Hace unas semanas, en una de las discusiones del sábado se planteo una cuestión que venimos trabajando hace ya un tiempo dentro de lo que podemos denominar la construcción de la nueva radicalidad. El problema de tener que afrontar una incertidumbre, tener que decir en determinados momentos que «no sabemos», que no hay línea universal ni la habrá. El problema no es simple porque durante toda la modernidad se afirmó que el saber era liberador, que a medida que íbamos aprendiendo podíamos ir dominando el mundo y saliendo de la esclavitud a la que nos confinaba nuestra ignorancia.
Tal vez una comparación entre dos concepciones distintas del «no saber» pueda ayudarnos.
En ese sentido parece interesante volver al texto de las Meditaciones metafísicas de Descartes, por un lado porque en este texto la duda tiene un papel central y por el otro porque es un texto fundamental en la historia de la filosofía, y en muchos sentidos fundador de la modernidad.
Puede resultar interesante la confrontación con otro texto, tan clásico como el primero, La apología de Sócrates, de Platon. Es aquí donde Sócrates pronuncia la célebre frase «sólo se que no se nada» y agrega que esto le permite afirmar, tal como lo decía el oráculo, que es el hombre más sabio de todos.
Empecemos por ver los contextos respectivos, ya que en los dos casos los autores juzgan importante situar los textos.

El contexto
La apología de Sócrates es el relato del juicio que le hicieron a Sócrates en 399 AC, acusándolo de impiedad y de corromper a la juventud. Durante el juicio Sócrates explica en su defensa que es, precisamente, ese no saber tan subversivo que profesa, lo propio de una vida filosófica. El no renegar esta posición le valdrá una condenación a muerte. Sócrates renuncia al ofrecimiento de su discípulo Critón, de escapar de la prisión. A lo que Sócrates no quería renunciar era a la esencia misma de la filosofía: su identidad con la vida misma.
La situación de Descartes es casi opuesta: las meditaciones comienzan en “un seguro reposo en esta apacible soledad». Para Descartes la filosofía es una cuestión individual. Por supuesto, esto no es neutro, pero no se trata de juzgarlo desde un punto de vista moral. Descartes no es un egoísta, ni un elitista. A Descartes le preocupa difundir las enseñanzas que pudieran resultar de sus meditaciones. Una de sus preocupaciones fue, por ejemplo, corregir la traducción al francés de sus Meditaciones metafísicas que originalmente estaban escritas en latín.

La duda
En la introducción a la obra, Descartes presenta sus meditaciones a partir de la utilidad que todo buen católico debiera valorar. Se trata de una tentativa para convencer racionalmente a los infieles argumentando que si un católico no puede dudar de su fe, la única manera de convencer a alguien que no la comparte es demostrándole racionalmente la justeza de sus principios a través de la universalidad de la razón.
El problema de Descartes es fundar, sólidamente, y de una vez por todas, el conocimiento: el método propuesto por Descartes implica un ejercicio obsesivo de la duda respecto de todo lo que se presenta ante nosotros, hasta lograr un conocimiento universalmente cierto, un fundamento indudable para las ciencias.
Su proyecto conduce, en definitiva, a eliminar la duda. No es que pretenda realizar en unos cuantos días semejante proyecto, pero aspira, sí, a aportar los cimientos necesarios a tales efectos.
Resumiendo: la razón esta enturbiada por sentimientos y pasiones. Y esto la conduce a falsos resultados.
Veamos entonces, muy resumidamente, el camino emprendido por Descartes: a veces soñamos sueños tan «reales» que no podemos distinguirlos de la realidad. Hay algo todavía más temible: podría ser que un dios maligno nos estuviera engañando mientras estamos despiertos… Estamos en el momento más dramático de su meditación, pero también en el momento en que nuestro filósofo descubre su verdad indubitable.
Veamos como procede: para que este dios maligno lo engañe, él (Descartes), tiene que existir.
Esta demostración, por supuesto, no le resuelve a nuestro autor todos sus problemas, aunque implica un primer paso. Quedan pendientes cuestiones como, por ejemplo, probar que su cuerpo existe porque hasta ahora solo queda clara la existencia de un ser pensante. Pero alcanza para ilustrar nuestros propósitos.
Por su parte el Sócrates de La apología, cuenta la siguiente historia: uno de sus amigos, Querefonte, preguntó una vez al oráculo de Delfos si había alguien más sabio que Sócrates y el oráculo le respondió que no. Sócrates, sorprendido por la inesperada revelación, buscó a los hombres considerados más sabios para indagar el significado de la revelación.
Siguiendo ese camino Sócrates se acercó primero a los políticos y comprobó que estos hombres creían saber mucho sobre el gobierno de un pueblo pero que en realidad no sabían nada. Sócrates confiesa no saber nada pero, al mismo tiempo, el hecho de saber que no sabe nada hace que sepa más que los políticos mismos. Más tarde Sócrates frecuenta a los poetas. Ellos tienen inspiraciones pero son incapaces de pensar sus poemas. Pueden escribirlos gracias a la inspiración pero al querer explicar la inspiración misma postulan saberes inadecuados. Nuevamente, Sócrates sabe que no sabe nada. Finalmente, les llega el turno a los artesanos. El resultado es similar al obtenido con los poetas.
Sócrates comprende entonces que el oráculo tenía razón. Pero esta comprensión no puede ser tampoco definitiva, si es que no quiere acompañar a sus amigos, los políticos y los artesanos, en sus falsos saberes. No abandonará nunca sus investigaciones. Lejos de vanagloriarse de sus saberes, asumirá el hecho de que sólo sabe que no sabe nada y es este no saber lo que lo impulsa a la investigación permanente. Así, la interpretación socrática del oráculo será que el más sabio es quien persevera en el búsqueda de la verdad.

El proyecto de Descartes, que es el la modernidad, no es realizable: los modelos científicos no logran capturar nunca por entero al real. Nuestros contemporáneos admiten hoy hasta que punto es ilusorio creer en una ciencia absoluta que nos permita dominar el mundo.
Pero veamos como influye esto en nuestro problema.

Algunas pistas
La primera constatación que se nos impone es que existe un «no saber» que ya no puede ser pensado como meramente transitorio: de ahora en más habrá que convivir con la idea de que ningún desarrollo del conocimiento podrá eliminarlo.
¿Cómo podría el cartesianismo asimilar este duro golpe sin caer en la catástrofe?. Semejante corto circuito en su sistema de razonamientos deja las cosas más o menos de así: cada uno de nosotros tiene la certeza de existir individualmente. Esta certeza de existir se da en tanto que “ser que piensa”. Sólo mas tarde, en un segundo momento, como ser encarnado.
Este cuerpo, sin embargo, no obedecerá completamente a la voluntad.
Llegaremos, más tarde, a la deducción del mundo. Esta es todavía más difícil de probar y sobretodo mucho más difícil de manejar en la misma medida en que para ello hacía falta la ciencia universal que Descartes suponía estar fundando.
El imposibilidad de esta ciencia hace que el mundo se nos vuelva muy inquietante, porque nos deja aislados en un mundo al que no podemos dominar. Y ni siquiera conservamos la fe de poder hacerlo algún día.

Como lo vimos, para Platón, la cuestión es diferente: Sócrates sabe que hay un «no saber» fundamental. Esta posición fue a menudo confundida con la de los escépticos, o la de los cínicos: Sócrates sería el que sabe que el saber es imposible y que entonces todas las afirmaciones serían simplemente opiniones igualmente válidas. Pero la posición de Sócrates no es esta. El planteo no es la imposibilidad de todo saber. Los artesanos, por ejemplo, poseen un saber. Lo que cuestiona Sócrates es el encierro a que se condenan estos saberes positivos, cuando se los presenta como saberes acabados, es decir, niegan ese «no saber» fundamental.
A todos aquellos grandes sabios que venden sus saberes infalibles les demuestra que sus saberes no cierran, que la realidad de la que pretenden hablar se les escapa por todos lados.
A aquellos que se pretenden profesores de política Sócrates les demuestra, por ejemplo, que ninguna de sus definiciones de la relación entre un político y el pueblo es operativa: esta relación no puede ser definida de una vez y para siempre.
Al mismo tiempo, Sócrates elabora un saber sobre la política que puede sernos útil aún hoy: por ejemplo, en su análisis del rol central de la justicia como motor fundamental para la existencia misma de una sociedad. En términos platónicos diríamos, un paradigma que se manifiesta de diferentes maneras. Una exigencia que nunca podrá tener un modelo.
De alguna forma lo que Sócrates avanza es la cuestión de un saber situacional, porque es el «no saber» quien hace que tengamos que inventar definiciones en cada situación.
Veamos ahora el saber de los artesanos; sin dudas estos saberes son incuestionables. Contrariamente a los profesores de política, que no saben realizar aquello que pretenden enseñarles a otros, los carpinteros, por ejemplo, saben fabricar mesas de madera. Ahora bien, en principio las técnicas de los artesanos parecen seguir siendo válidas en cualquier situación, pero en realidad no es tan así. Puede ser que podamos tallar las piedras como lo hicieron hace 1000 años para construir las catedrales (aunque probablemente esta afirmación ya sea demasiado abstracta, seguramente estos hombres en la situación que se encontraban no tenían la misma relación con las piedras, no veían lo mismo cuando las tallaban etc…) pero lo que no podríamos volver a encontrar es la «inutilidad» de la fase experimental de esta técnica.
Por supuesto esta técnica servía para darle una forma determinada a las piedras y poder así construir las catedrales, pero al mismo tiempo no era enteramente deducible de una necesidad, no había una fatalidad para que se llegara a esta técnica y nadie sabía exactamente lo que esta técnica podía. Esa técnica tiene que ver con una invención, fue una experiencia, uno de los caminos que tomó el deseo de una sociedad. Hoy en día esa técnica sólo podría remitir a alguna utilidad: la restauración de las catedrales, el estudio de éstas, puede incluso servirle a algún artesano para inventar alguna técnica nueva. Pero ya no será más un punto de partida para hacer caminos sino una vía para llegar a un resultado.
Podemos conocer recetas para hacer una catedral como en el año mil pero no tenemos técnicas que nos permitan embarcarnos en la aventura de inventar las catedrales, porque eso tiene que ver con una situación histórica.
Tomemos otro ejemplo. Seguramente hoy día, gracias a una infinidad de estudios, conocemos mejor la técnica de la pintura impresionista que los impresionistas mismos, pero sería imposible pensar que alguien usando esa técnica pinte una obra maestra del impresionismo: a lo sumo será una receta para hacer cuadros “estilo impresionista”, pero ya no hay mas nada que crear desde esa técnica, ya sabemos a donde llegaremos antes de salir: la única manera de darle vida a la técnica del impresionismo es trabajarla desde otra técnica.
Volviendo a Sócrates podemos deducir que lo que les reprocha a los artesanos es no pensar esa inutilidad de la técnica que poseen, les falta saber que no saben que no porque su técnica se invento en la situación en que viven. En su caso evidentemente esto no tiene mucha importancia de hecho Sócrates parece mencionarlos sobretodo para evitar objeciones y la cuestión no es para nada recurrente en los otros diálogos de Platón como lo es por ejemplo la del saber del hombre político.

La transmisión del saber
La transmisión del saber esta por supuesto estrechamente ligada a la concepción de lo que es el no saber.
Para Descartes uno de los objetivos de las meditaciones es trasmitir la fe a los infieles a través de un razonamiento, es decir, algo parecido a lo que hacían los comunistas que pretendían convencer a los obreros para hacer la revolución, seguros de que las condiciones objetivas actuaban como premisas para dicha conversión.
Lo que Descartes quiere difundir es una cantidad de saberes racionalmente elaborados capaces de eliminar, alguna vez, la niebla de dudas y no saberes que empañan la visibilidad transparente del mundo. Su problema es encontrar un método seguro para construir verdades comunicables. Para él, el saber va por un solo camino: si se procesa racionalmente la información correctamente obtenida, no podremos perdernos. El mundo está escrito en lenguaje matemático y pronto conoceremos todos los teoremas. Partiendo del punto de vista que los individuos son autónomos y racionales la educación consistiría en darles las informaciones verdaderas y demostrárselas racionalmente.
Para Descartes, el alma es un espacio vacío, una página en blanco y la transmisión de los saberes una representación en esa página de los códigos matemáticos inscriptos en el mundo.
Sócrates, que recordemos, estaba acusado por el poder de corromper a la juventud, no tenía nada que ver con “la comunicación”: era feo y cargoso. No era un gran orador y, por sobretodo, no tenía saberes para transmitir. Ni siquiera su saber de “no saber nada” podría adquirir el carácter de una información positiva para sus contemporáneos ya que aún en ese caso extremo, en que el saber se refería a un no saber, no se trataba de revelar una verdad, sino de continuar investigando y afirmando, en situación, ese no saber.
Sin embargo, la enseñanza de Sócrates no es vana. Enuncia que para generar saberes hay que ponerse en relación con un no saber que es anterior a la razón misma. Ella no puede explicar positiviamente el mundo, los saberes, sino que, exclusivamente, señalar que este elemento actúa. La razón no es el nivel más elevado del pensamiento: siempre algo de ese real que está pensando, de esa materia del pensamiento, se le escapa. No es nunca lo suficientemente general. No abarca un dominio tan vasto como para comprender la totalidad. De allí que Sócrates haga permanentemente referencia a otras esferas existenciales como los mitos, la experiencia amorosa, los ritos de iniciación y, como venimos de verlo, a su propia vida.
Sócrates es condenado porque asume existencialmente «saber que no sabe nada». La educación que propone Sócrates constituye una critica de los “saberes” pasivos que venden por allí los sofistas y un intento de mostrar que estos saberes no cierran, que toda tentativa de encerrar el real en un conjunto de saberes está condenado al fracaso, que el real se les escapa por todos lados: el real no puede ser deducido por el pensamiento racional.
Hay, en la educación socrática, además, una iniciación que podríamos llamar impropiamente religiosa: una experiencia . En este sentido nuestra época, que perdió casi todas las relaciones con la trascendencia al postular que la razón era el límite de toda experiencia, nos presenta un desafío enorme.

Apéndice
En otro texto, no menos famoso que los dos primeros, «La ética», Spinoza planteaba un no saber tan profundo como el de Platón: «no sabemos lo que puede un cuerpo», decía.
Aquí también el no saber esta profundamente ligado a la libertad. No por casualidad el capitalismo quiso desde su comienzo eliminar este no saber que implicaba la posibilidad que el cuerpo funcione como otra cosa que generador de fuerza de trabajo. Que el cuerpo se vuelva inútil, que exista de otra forma que como el “primer útil” de ese “pequeño yo” que “piensa” y que “quiere” (según la definición de Descartes). Lo que un cuerpo no tiene permitido hacer, en nombre de la utilidad que se le confiere es perder tiempo, perder eficacia, perder utilidad, volverse opaco a la voluntad del individuo (es decir, al poder): en fin, lo que la utilidad esconde es que todo sujeto de deseos es productor, de actos de resistencia.
Sólo podríamos saber lo que puede un cuerpo en la medida en que éste sea dócil al poder. Sartre, por su lado, decía que el mozo del bar no era completamente un mozo. No porque se sacara los anteojos y se transformara en superman cuando había un peligro, no es que tuviera una “verdadera” identidad escondida, sino porque sus acciones no estaban completamente determinadas por su identidad de mozo: no todo es deducible de lo que de lo que somos. En resumen: no sabemos lo que puede un mozo.

Discutir la Multitud: Cacerolas bastardas (21/09/12) // Colectivo Situaciones

Las cacerolas marcan los tiempos

No es sencillo de reconocer para la elite dirigente y sus numerosos militantes/adherentes: las cacerolas y las movilizaciones vuelven a marcar los tiempos. Queda en evidencia hasta qué punto la dinámica política en nuestro país (sobre todo en esta última década) tiene en la movilización callejera su fuerza. Es erróneo simplificar el cacerolazo del 13 de septiembre como si viniese de arriba (si bien es cierto que las grandes corporaciones prestaron logística simbólica-política, no orquestaron la movilización). Valorar el fenómeno nos exige reconstruir su contexto.

La impugnación de las cacerolas al gobierno coexiste con el fuerte respaldo del que sigue gozando el kirchnerismo, consolidado en base a una sucesión de políticas exitosas y a una eficaz maquinaria enunciativa. La oposición se muestra –por el momento- incapaz de ofrecer un horizonte estratégico y programático alternativo al movimiento de las cacerolas.

¿Qué significa, entonces, “marcar los tiempos”? El kirchnerismo es, luego del huracán destituyente de 2001, la única fuerza política capaz de re-inventar una y otra vez formas eficaces de gobierno de lo social. Solo que esta vez  se encontró frente a una plaza ajena que le cuestionó abiertamente y sin eufemismos la gestión de la crisis: las restricciones al cambio de moneda extranjera, el aumento de la presión impositiva, la política de medios de comunicación, la tentativa de relección, la política de planes sociales del gobierno, etc.

2001

Con los años se fue haciendo unánime el reconocimiento de cómo “la crisis de 2001” reorganizó (incluso de modo irreversible) la sensibilidad política. De ahí que, a lo largo de esta década, el 2001 no haya dejado de repetirse bajo mil máscaras. Se sigue soslayando (mistificando), sin embargo, lo que esa “crisis” arrojó como novedad: la irrupción intempestiva de lo que muchos teóricos han llamado (de un modo nunca lo suficientemente claro) las “luchas biopolíticas”.

¿Qué significa esto? Que el gobierno de lo social asume como problema central –de modo claro y directo– la gestión de la vida misma de la población (de las mayorías, de la fuerza de trabajo, etc.). Y que debe hacerlo desde el piso emplazado por el ciclo de luchas sociales que, desde mediados de los 90, confrontaron al neoliberalismo (ese modo, precisamente, más próximo al despojo de las vidas) con un conjunto de imágenes, movimientos, prácticas y enunciados que condicionaron la emergencia del kirchnerismo (como parte de los llamados gobiernos progresistas de la región). Desde entonces, la soberanía alimentaria y el problema de la representación/participación política; el uso de los recursos naturales y de la inteligencia colectiva, de las formas de vida, de trabajo y de ocio no han dejado de ser cuestiones de intensa disputa.

Esta situación se torna más clara desde el arribo, en 2003, de Néstor Kirchner al gobierno. Desde entonces, la polarización política se sustenta sobre dos interpretaciones contrapuestas: quienes entienden este gobierno de lo social como un modo de perfeccionamiento del neoliberalismo bajo nuevas condiciones y quienes, en cambio, asumen este hacerse cargo de la vida del pueblo como un cambio de fondo, un tránsito que niega y supera al neoliberalismo. Ambas perspectivas deben lidiar con un mismo desafío: ¿cómo evitar la autonomización de las resistencias biopolíticas?

De ahí que gobernar exija innovar en las formas de leer y de capturar la producción que surge de diferentes dinámicas sociales. Y esto a través de dispositivos de escucha, de contención y respuesta –siempre contingentes, siempre precarios–, que, no obstante, producen una escena política novedosa en términos de lenguaje, de articulaciones institucionales y de las formas de interpelación social.

Las paradojas del kirchnerismo se encuentran, de este modo, mucho menos en la siempre invocada mitología del viejo peronismo y mucho más en las modalidades propias de gobierno que trabaja bajo los efectos de una movilidad social a la que, en el mismo gesto, convoca y subordina para soldar un tipo de capitalismo inclusivo y de corte neodesarrollista.

Al mismo tiempo, 2001 ya no existe y está por todos lados.

El misterioso 54

Los números arrastran misterios. El 54% de los votos a favor de Cristina Kirchner obtenidos en la elección presidencial de octubre de 2011 posee significados diversos, la mayoría de los cuales sólo pueden comprenderse con el paso del tiempo y con el despliegue de los procesos que cruzan, determinan y explican –al menos parcialmente– nuestro presente. Destaquemos algunas claves.

La primera es evidente: luego de la crisis desatada por el conflicto sobre las retenciones “al campo” (2008) y la derrota en las elecciones parlamentarias (2009), el kirchnerismo se reinventa a partir de iniciativas capaces de construir nuevas y visibles mayorías: el Fútbol para todos, la estatización de las AFJP (antecedente de la reciente estatización de YPF), las leyes de Medios y de Matrimonio Igualitario y la Asignación Universal por Hijo.

Una segunda clave es el fenómeno político de convocatoria a los jóvenes tras la muerte de Néstor Kirchner. Aunque se la rodea –de parte de propios y ajenos– de significados insondables, lo cierto es que la desaparición física del ex presidente soldó en torno a la figura de Cristina Fernández de Kirchner una serie de significaciones, de sentidos, de afectos, producidos a lo largo de una década entera. Desde entonces, CFK no es una política más.

La tercera clave tiene que ver con la contundente decisión de apostar al mercado interno. Lo aseveró la Presidenta una vez afianzada sobre la cifra mágica: capitalismo es consumo. Y en la medida en que, para consumir, alguien tiene que producir, se trata de orientar al capital a la inversión productiva. Eso es lo que se llama, con cierta liviandad, “crecimiento” y que los críticos, por derecha, consideran una modalidad perversa del desarrollo planificado. La doctrina oficial se dice en una ecuación sencilla: cuando el capital invierte en la producción crea trabajo; cuando hay consumo, hay democracia¨.[1] La democracia afianzada sobre la ampliación del consumo es la lección aprendida post-2001 para garantizar la estabilidad de un sistema político y conjurar la amenaza destituyente.

No obstante, esta apuesta al “consumo” merece varias consideraciones. Una primera es que el consumo depende de una cierta relación con un mercado mundial en acelerada trasformación. El pasaje de una modalidad unilateral a otra multilateral (lo que se conoce como proceso de emergencia y consolidación del bloque BRIC) permitió a países como el nuestro una exitosa inserción global, sobre todo a partir de exportaciones de base extractivo-agropecuaria. La economía industrial ligada al esquema del biodisel y la soja, junto a la exportación de minerales y el posible cambio en la ecuación energética, constituyen un rasgo central del entramado del aumento de consumo.

De este modo –y tomemos la que sigue como una cuarta clave– en el 54% se juntan al menos tres procesos estructurales de la Argentina actual: (a) retórica oficial basada en los derechos humanos y sociales; (b) articulación entre exportación y consumo interno y (c) ensamble entre soberanía y desarrollo. Es sobre ese marco que CKF suele diagnosticar que la Argentina del futuro crecerá en torno a tres grandes aportes: alimentos, energía y conocimiento. No es fácil discutir este programa. De hecho, ningún partido político argentino lo hace de modo serio. El 54% es también la invención y delimitación de un espacio político al que podemos denominar ultracentro, apoyado en una articulación de las estructuras del viejo peronismo (sindicatos, intendencias, gobernaciones) y sectores progresistas (intelectuales, organismos de derechos humanos y organizaciones sociales).

Finalmente, quinta y última clave, en ese 54% hubo un mensaje para la llamada “oposición política”. Votar al oficialismo (FpV) fue un modo de castigar la mediocridad opositora por parte de un segmento del electorado que no tiene mayores compromisos con la política kirchnerista.

Acerca de la estupidez política

La estupidez es la autocomplacencia en el pensamiento, también en política. Pero, esta vez, la más visible es la estupidez cacerolera. No se trata, como dicen los intelectuales de izquierda, de un problema sociológico de las clases medias, ni de su escasa predisposición a embarrarse, ni siquiera de su congénito racismo. Se trata, más bien, de un modo de ser político –no exclusivo de las clases medias– que se organiza a partir de una premisa incuestionable: la constitución de una individualidad que irrumpe en la esfera pública animada en su estética y en sus lenguajes por el implícito de la propiedad privada.

En este marco, pareciera que uno de los motores principales de la movilización es el temor a que un tipo de inserción “con inclusión social” en un mercado mundial en crisis conduzca a poner en cuestión la propiedad privada. Lo que no es sino una lectura maniquea de las estatizaciones y demás políticas oficiales. De allí emergen afirmaciones –desacertadas y efectistas– del tipo “vivimos en una dictadura” (juicio “sustentado” en la proliferación de cadenas nacionales, en el laberíntico procedimiento para la obtención de dólares, en las ambiciones re-electoralistas; es decir, en la “chavización estatista” del país). Este tipo de afirmaciones evidencian la pobreza de las nociones de libertad, de seguridad, de democracia circulantes por esos espacios [2] y la absoluta ceguera respecto del papel neural del estado en el aseguramiento de los procesos de mercado.

En síntesis, es este “secretito” –la propiedad privada – el que subyace, de modo estúpido, a los reclamos y que permite una constitución subjetiva que va mucho más allá de la genéticamente anémica noción de clase media.

Hay otra estupidez en juego, una propiamente kirchnerista. Ya no se trata de esa movilización de naturaleza reaccionaria cuyo sentido primero es la defensa de la propiedad privada, sino la que surge de la ultraconcentración de la decisión política.

La idea de que la concentración de la decisión por parte de un grupo o persona que conduce un proceso político puede desencadenar una democratización mayor resulta del todo inconsistente. De este modo, la vuelta de la política que el oficialismo dice encarnar aparece, ante todo, como la operación de reponer un tipo de jerarquía, de mando y de demarcación entre los que deciden y aquellos a quienes se les comunican las decisiones –y en última instancia, bancan— la política. La política se reduce así a un fenómeno de comunicación (explicación y justificación), en lugar de ser el proceso de ampliación de las decisiones. El corolario de esta modalidad decisoria es una infantilización de las estructuras políticas militantes que redunda, por un lado, en una negación de la implicación entre estado, corporaciones y mercado y, por otro, en un bloqueo para la invención de procesos verdaderamente constituyentes.

Finalmente, “nuestra” propia estupidez: cierta complacencia con una fenomenología de la multitud (organización en red, autoconvocatorias relativamente espontáneas, ocupación callejera de los “muchos”, etc.) que desestima el carácter reaccionario que pueden adoptar estos procesos. Por este motivo, la analogía formal de estos fenómenos (cacerolazos recientes) con otras manifestaciones de la crisis global (“primavera árabe”, Occupy Wall Street, 15-M) no supone, de ningún modo, un contenido político equiparable.

Si Paolo Virno nos enseñó a pensar la “ambivalencia de la multitud” a partir del “tono afectivo” del territorio metropolitano (lo que explica la analogía formal), Toni Negri –desde hace décadas– insiste en ubicar en el corazón de la multitud el proceso real de constitución del “común” que la caracteriza (lo que explica la diferencia radical de contenido).[3]

Lo que vimos constituirse como contenido político en los últimos cacerolazos es un frente reaccionario que pone a la propiedad privada como base de constitución de toda subjetividad. En este sentido, la propiedad privada se vuelve condición transcendental o a priori de toda racionalidad pública. Nuestro problema, como eje de la politización que nos interesa, es exactamente el contrario: una política que toma como punto de partida y programa a crear las dinámicas de los movimientos que tienden a disolver el paradigma soberanista del poder, inventando nuevos modos de coordinación de la vida en común. Una producción de lo común, de la cooperación colectiva, que exige la invención de estructuras de decisión cada vez más amplias.

Escenarios

Bajo estas condiciones, los cacerolazos tensionan tres niveles de la coyuntura política: el modo de gobernar la crisis, la discusión sobre la “salida del neoliberalismo” (entendida como pasaje de un poder absoluto de los mercados a un paradigma de tipo “estatista”) y la posibilidad de armado de un frente anti-releccionista que aspira a bloquear la iniciativa oficial.

El virtual enhebrado de una “oposición arcoíris” (los blancos racistas de las cacerolas y los negros representados por la conducción de la CGT de Moyano) tiene consecuencias en varios niveles: por un lado, desplaza hacia la superestructura política –y a la pantalla de los grandes medios–  una extensa conflictividad entre modos de vida; por otro, tiende a promover candidaturas presidenciales capaces de “aterrizar” los componentes más irritativos de la fase política abierta a partir del 2001 y, finalmente, tiende a proponer una estrategia de boicot, en el tiempo, a la iniciativa política oficial (elecciones 2013/2015).

Al trenzar de este modo las dinámicas colectivas (relección vs. anti-relección; oficialismo vs. oposición), lo que se anula es la vía democrática en torno a la ampliación de las estructuras de decisión. A lo que no podemos más que contraponerle, una y otra vez, la necesidad de invención de nuevas formas de articular la decisión política en el nivel en el que se crean y arraigan los modos de vida.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 21 de septiembre de 2012

***

[1] No hay más que recordar la publicidad clandestina del Frente para la Victoria unos días antes de las elecciones (“No seas rata, Rodolfo”) para comprender la variedad de la composición del 54%.

[2] No deja de ser curioso es que este mamarracho se presente bajo la forma de una verdadera fiesta de la clase media; “sujeto histórico” que, vaya uno a saber por qué motivos, acostumbra a presentarse como garantía de la democracia, de la honestidad y de la transparencia. “La que ya se está yendo de la plaza porque mañana tiene que trabajar”. “La que no vino en micro naranja ni por el plan social”. “La que se manifiesta por propia conciencia y voluntad”. Es una constante de la clase media (o clase mediática) asumir como universales sus representaciones y sus modos vida.

[3] Hay otra serie de “estupideces políticas” que aquí no vamos a desarrollar. Por ejemplo, una estupidez propiamente laborista –que bien encarna Hugo Moyano– que consiste en la incapacidad de advertir que el “trabajo” (el empleo formal asalariado) no es desde hace rato la única variable a mano para concebir las formas de reproducción de la vida popular, ni tampoco el horizonte hacia el que evoluciona una suerte de razón nacional-productiva, momificada en las veinte verdades peronistas. O la estupidez creciente dentro de la clase dirigente (de intendentes a gerentes de todos los partidos) en torno a un cierto espiritualismo: la idea de que la “paz interior” resuelve problemas políticos supone que estos se deben al stress y a las reacciones violentas. Además de banalizar saberes imprescindibles para la vida, este manotazo de chiches ideológicos new age no son sino una muestra más de la incapacidad por parte de quienes se conciben “dirigentes políticos” para pensar complejamente la situación.

Notas de la coyuntura argentina (01/12/2011) // Colectivo Situaciones

La consigna del momento es “profundizar el modelo”: ¿hay modelo? Quién lo sabe. Hay información variada e impresiones distintas entre los compañeros. Como nunca las creencias crecen en cada quien con independencia de la participación en luchas efectivas. Y más bien determinadas por el consumo mediático, los hábitos personales y los espacios de cercanía habituales.

Partimos del hecho que luego de la crisis de 2001 se han recompuesto tanto las vías de acumulación, como los modos de gobierno social. Y que a esta coexistencia es a lo que se le llama “el modelo”. Los diferentes modos de adherir a él constituyen por sí mismos una de las principales diferencias con aquello que llamamos hoy “el modelo neoliberal de los años 90”.

Si organizamos el calendario político tenemos en el 2001 la irrupción de luchas biopolíticas y antineoliberales[1]. Lo primero explica la dinámica de las politizaciones por abajo, así como la ejecución de no pocas reformas hechas desde arriba. Lo segundo permite comprender la rápida recomposición de una legitimidad política de parte del estado.

Nuestra impresión es que en estos últimos tiempos acabó por consolidarse un “ultra-centro”[2] -bien centrípeto- que surge de una puesta en equivalencia de –por los menos- tres componentes: un polo exportador-extractivita generador de divisas, un polo fundado en una retórica tecnológica-industrialista, y un polo fundado en la dinámica de “derechos” (sociales y humanos).

El triángulo que surge de esta puesta en equivalencia tiene por efecto central hacer cada vez más difícil pensar cada una de las dinámicas involucradas con independencia entre sí.

Desconocemos si el efecto de extrema estabilidad que surge de esta estructura (y se refrenda en el terreno electoral) pueda sostenerse mucho tiempo en relación al panorama global. No alcanzamos a ver hasta qué punto la reorganización del gasto público, de subsidios, la inflación y los conflictos gremiales en marcha llegan a afectar de un modo decisivo la dinámica de este ultracentro, es decir, si se trata más bien de reajustes necesarios en la misma lógica o si llegan a abrir nuevas perspectivas.

En todo caso no podemos descartar para nada que el ultracentro se fortalezca, incluso soportando niveles de conflictos internos más fuertes, unificándose por arriba en el manejo de la crisis.

Algo más sobre este ultracentro. Es cierto que así presentado parece que estuviésemos excluyendo una de las dinámicas centrales del presente político argentino: la cuestión de los medios de comunicación y lo que podemos llamar, a grandes rasgos, el nivel de lo “simbólico”. ¿Cómo podemos pensar las mutaciones actuales sin desdeñar este nivel?

En realidad, el ultracentro posee una potencia simbólica enorme. Sus imágenes claves son: industria, exportación, tecnología, crecimiento, estado, inclusión, derechos … y ya vimos que la eficacia de este vocabulario no es poca.

Estamos tentados de argumentar que el ultracentro sobre-determina el nivel comunicativo (las palabras, los enunciados, el uso de los símbolos). Y en esa sobre-determinación se demuestra la potencia política –ella misma fuertemente simbólica- del triángulo. Esta potencia funciona, por ejemplo, cuando verificamos las mil formas diferentes, sino opuestas, de adherir a este ultracentro. Al menos una por cada uno de sus vértices. Desde la militancia comprometida con los derechos humanos y sociales se arma una cierta narrativa. Desde el polo tecno-industrial otro tanto. Y, como se sabe, el ángulo sojero aporta lo suyo (habiendo vencido al gobierno en el conflicto por la resolución 125, en 2008, sobre las retenciones a las ganancias de este sector).

Y luego hay, por supuesto, mil cruces. Conflictos que no rompen los marcos del asunto, sino que lo dinamizan. Como parte de este juego hay que ubicar a sectores “críticos” que intentan hacer su juego dentro del gobierno, como la asamblea de intelectuales Carta Abierta. O la existencia de un nuevo funcionariado-militante. Estos componentes afectan –se lo ha visto con la Ley de Medios- la dinámica del debate político fuertemente centrado en los medios de comunicación.

Podemos decir que los medios mismos son parte del dispositivo del ultracentro, y no algo ajeno al mismo, incluso cuando la división entre medios oficiales y opositores sea extremadamente marcada.

Luego están los fenómenos de masas, que agregan una tonalidad mítico-festiva al proceso. Hay una serie nada despreciable que se arma con los festejos del bicentenario en mayo del 2010, la asistencia multitudinaria al velorio de Néstor Kirchner y, finalmente, las elecciones más recientes.

Pero no hay luz sin sombras, y toda esta movilización tiene un reverso, una serie “oscura” compuesta por una sucesión de asesinatos, puebladas, luchas gremiales y tomas de tierras, que en los últimos años han enfrentado a las fuerzas de seguridad federales y provinciales, y a grupos de choque sindicales o coaligados con autoridades estatales que han enfrentado y reprimido a jóvenes de los barrios, comunidades indígenas, y militantes sociales con un número considerable de muertos (bien arriba de la decena).

Se trata de la cara oculta de la inclusión, que incluye la circulación de microfascismos sociales y de instancias gubernamentales completamente reaccionarias que constituyen la cara “vergonzoza” de este ultracentro.

El ultracentro, el triángulo, no es exactamente equivalente al kirchnerismo. Sí se puede decir, en cambio, que el consenso ultracéntrico sólo puede ser gobernado hoy por Cristina Fernández de Kirchner. Pero los alcances políticos de este consenso abarcan al conjunto del peronismo y a parte de la derecha política victoriosa en la Ciudad de Buenos Aires así como a buena parte del centroizquierda.

La semana pasada un grupo de matones al servicio del grandes inversionistas sojeros atacaron, armados, a un grupo de militantes del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase)-Vía Campesina, causando una muerte, un herido de bala y un herido por golpes. Si sumamos esta violencia a los casos del llamado gatillo fácil, o los atropellos a las comunidades Qom (también con conflictos armados, con varios muertos), así como la muerte de varias personas en casos de tomas de tierras y la existencia de nuevos conflictos gremiales, se llega a ver con mayor claridad quiénes son los auténticos excluidos de este ultracentro.

La pregunta hoy por hoy, creemos, es menos cómo se rompe ese triángulo (sobre todo porque no está claro qué significa ni quién podría hacerlo) y más qué prácticas producen subjetividades no-centristas.

El ultracentro es ultra político y a la vez hiper-despolitizante. Si no fuera ultra político el kirchnerismo no podría gobernarlo y la situación sería mucho más compleja. Y es despolitizador en la misma medida que vuelve a la política completamente interna respecto de la estructura de gobernabilidad. Esta despotenciación política es muy evidente, por el momento, en los “movimientos”.

[1] Seguimos a César Altamira en esta distinción. Sólo que proponemos una disyunción inclusiva a una exclusiva como modo de dar cuenta de la complejidad de la situación.

[2] Coincidimos plenamente con César Altamira en su cita a Balibar del extremo-centro. Cuando utilizamos previamente la idea de “ultra-centro” desconocíamos esta fuente.

Entrevista al colectivo Situaciones (Diciembre 2010) // Radio La Tribu

Algunos integrantes del Colectivo Situaciones se reunieron con Toni Negri, en el año 2000, en Italia. El filósofo italiano acababa de publicar su libro Imperio y se mostró muy interesado por la realidad argentina. Escuchó atento el diagnóstico ofrecido y disparó: “Si lo que ustedes cuentan es verdad, se está acelerando un proceso insurreccional”. Los jóvenes argentinos, sin embargo, no confiaron demasiado en el pronóstico de Negri. “Éste es un teórico loco, que observaba revoluciones en todos lados”, pensaron. Aunque también reconocen que, ya en ese momento, “sí éramos concientes de que el corte de ruta se había masificado, de que aquellos movimientos que habían surgido en las puebladas estaban avanzando sobre la ciudad. Y de que había una clase media urbana que estaba negando una activación política, que durante el neoliberalismo había quedado inexistente”. Una década más tarde, reunidos en el barrio de Chacarita, recuerdan aquella anécdota y despiertan, en sus memorias, los momentos previos al 19 y 20 de diciembre de 2001.

El Colectivo Situaciones surgió, a fines de los años noventa y principios del nuevo siglo, como un grupo de “investigación militante”, que se proponía –y se propone- visibilizar y poner en común aquellos puntos de “potencia política” que tenían los distintos movimientos sociales. En sus primeros años, eran un grupo de jóvenes que venían del MATE, una agrupación de izquierda, autónoma de los partidos tradicionales, que tenía como base las facultades de Ciencias Sociales y de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

“Un grupo de compañeros nos empezamos a cuestionar, en el 2000, cierta idea dominante que existía en la militancia -al menos en la que estábamos nosotros-, de que la acumulación social tenía que dar un salto a lo político”, señalan. Comenzaron a poner en tensión ese pensamiento –hegemónico desde la perspectiva de la militancia tradicional- de que los escraches de H.I.J.O.S contra los genocidas de la dictadura, los piquetes y los cortes de ruta de los movimientos de desocupados, las puebladas, mostraban que lo social estaba activo, pero que había que “dar un salto a lo político”. Es decir, esa idea que pensaba a “lo social” y a “lo político” como instancias separadas. “Cortamos con esa visión y tratamos de problematizarla, planteando que no existía ‘lo social’ sino que había un nuevo protagonismo en la sociedad de ese momento, que había una nueva radicalización en lo social, y que había elementos políticos en ‘lo social’. Por tanto, no era necesario ir a ‘la política’”, rememoran.

En esa búsqueda,  comenzaron a relacionarse con los Movimientos de Trabajadores de Desocupados (en especial, el de Solano), con el Movimiento de Campesinos de Santiago del Estero (MOCASE), con el Grupo de Arte Callejero, con la agrupación H.I.J.O.S., entre otros colectivos. También publicaron La Hipótesis 891-Más allá de los piquetes, Contrapoder, y 19 y 20 apuntes para un nuevo protagonismo social, fundamentales para entender lo que sucedía en la Argentina en los años previos y posteriores a 2001. Luego lanzaron su propio sello, Tinta Limón, que apunta a “orientar el pensamiento en la labor cotidiana de forjar experiencias de construcción”. En esta tarde de diciembre de 2010, en el departamento de Chacarita, Verónica, Diego, el Ruso y Andrés de Situaciones se disponen a reflexionar sobre la genealogía y las aperturas que implicaron esas jornadas fundantes.

 

¿Qué potencialidades nuevas veían que estaban resonando en lo social en el 2001?

CS: Nuestra idea era mostrar qué estaban haciendo los campesinos del MOCASE, pero no desde una mirada de víctima, sino desde su potencia política. O mostrar que H.I.J.O.S no operaba desde el lugar de víctimas sino que estaban configurando una actividad de condena social que el estado había dejado de lado. O visibilizar que el movimiento piquetero no eran desocupados pidiendo trabajo, sino que se estaba cosiendo una cultura de red y de ocupación del espacio que era nueva, y que más que ser representada políticamente, anticipaba rasgos. Nunca nos propusimos armar con esos grupos algo organizado, sino que pensábamos que, si cada movimiento podía mostrar su cara de elaboración política, la esfera pública que se iba a armar iba a ser muy rica, porque era una potencia política que se construía por fuera de las burocracias políticas de izquierda. Ése era el objetivo del colectivo y, en parte, lo sigue siendo.

CS: En aquellos territorios que habían sido victimizados, no había sólo hambre: había una creatividad política, una relectura del pasado, de los setenta, de las formas políticas previas, y una búsqueda por encontrar un principio de eficacia organizativa y social a partir de plantearse los territorios de otra manera. La sola invención del piquete -que tampoco era una invención de cero, sino una reactualización de otras formas-, ponía en el corazón del escenario argentino el tema de la interrupción de la circulación de mercancías y de personas, y visibilizaba todo aquello que era condenado como victimizado. Otra cuestión importante era que había una dinámica del contrapoder, y una dinámica de la radicalización política en las experiencias. Es decir, no sólo la capacidad de antagonismo, sino fundamentalmente que nuevos valores y nuevas formas organizativas se iban construyendo en territorios concretos.

Además del piquete, ¿en qué otras prácticas se visualizaban esas nuevas formas sociales y políticas?

CS: Por ejemplo, en el ensayo de una economía paralela que pudiese resolver ciertas cuestiones urgentes del hambre, pero que, al mismo tiempo, replantease la cuestión de la moneda, del consumo, de la producción a partir de nuevas formas.

CS: En el caso del movimiento de Solano, se veía el reemplazo de los punteros en el territorio concreto. Había una disputa directa con esa organización tradicional en la distribución de recursos.

En ese sentido, ¿cómo observaban esa relación entre los movimientos y el rol del Estado?

CS: El punto fundamental es que la gente pasó de no poder luchar a hacerlo, porque no había un modelo. Eso fue fundamental, porque mostraba que uno podía hacerse cargo de su vida, de sus luchas colectivas y de plantear lo que tuviera que plantear sin tener la idea de que había un modelo socialista -o un modelo equis- que los iba a unificar a todos, y que alguien iba en algún momento a hacerse cargo de ese lugar. Eso permitió hacerse cargo de las cosas de manera más intensa que las formas de politización pasadas, donde existía muy claramente la delegación, o la idea de que en el futuro se iba a resolver una cantidad de cosas que en el ahora había que dejar cómo pospuestas. De repente había que hacerse cargo de cosas que tienen que ver con la vida cotidiana, y que estaban completamente incluidas en la forma de politización, no era que estaba la política de un lado y lo demás por otro.

¿Qué representaba ese elemento nuevo?

CS: Implicaba una madurez de las fuerzas sociales de entender que el neoliberalismo desbancaba la cultura política moderna y la promesa del progreso. Marcaba, también, una nueva relación entre el lenguaje y el mundo. Eso fue bastante general y transversal, y sigue muy activo. Sigue operando como trasfondo de las formas políticas y estatales inclusive hoy. Con respecto al Estado, lo que nos planteábamos, en una discusión bastante intensa, era desarrollar la premisa zapatista de no tomar el poder. Era un poco la discusión de que la obsesión o la centralidad de la política en torno al Estado había dado muestras de muchos fracasos, no sólo en la Argentina sino en toda la historia moderna. Nos parecía que esa idea de que el socialismo se iba a hacer a partir de controlar el aparato del Estado había que declararla nula. A través de la experiencia de la Aníbal Verón, planteábamos que los movimientos sociales experimentaban al menos tres formas de relación con el Estado.

¿Cuáles eran?

CS: Una, la indiferencia, cuando el Estado no te daba bola y vos no necesitabas entrar en relación con el Estado para tu construcción. Dos, la colaboración, cuando se tomaban planes sociales. Tres, el enfrentamiento. Y las tres eran formas simultáneas. Había una suerte de pragmatismo en la autonomía, que consistía en que el Estado no era ni un proyecto, ni el enemigo a secas. Había que poder ver la simultaneidad de las tres formas. Entonces, se podía cobrar el plan y construir dándole la espalda al Estado. Y, al mismo tiempo, cagarte a palos en un piquete. Y todo en la misma semana. Eso era un poco lo que pasaba en la experiencia.

¿Cuándo se empieza a preanunciar el 19 y 20?

CS: Creo que empieza en agosto de 2001, con la única acción coordinada por todos los movimientos piqueteros del país: el bloqueo de todas las bocas de entrada y salida a la Ciudad de Buenos Aires. Ahí, la ciudad se enteró de que había una presión social enorme. En ese momento, se vio venir que el déficit cero que proponía De la Rúa se iba a caer, por más blindaje que tuviera. La Alianza, que había traído oxígeno con respecto al menemismo, se comenzaba a deshacer con una velocidad enorme. Y que el tipo de protagonismo social que empezaba a achicar la legitimidad del gobierno, no provenía del PJ. Cualquiera que tuviera contacto con lo que estaba pasando en los territorios, se daba cuenta que lo que ocurría no estaba en las coordenadas de la disputa de los partidos políticos. Ese nivel operaba, pero había otro nivel, que tenía una novedad muy fuerte y que desde el gobierno no se sabía cómo tratar.

CS: Algo interesante es que, previo al 19 y 20, se empezó a dar una mutua referencialidad de experiencias, que antes no había existido. Había una especie de guiño mutuo entre un montón de experiencias diversas, que iban desde el MOCASE hasta los movimientos piqueteros autónomos, el Grupo de Arte Callejero o los movimientos de derechos humanos. Un montón de experiencias empezaron a auto reconocerse entre sí, como una especie de red autónoma.

 

 

FUERZA COLECTIVA

¿Qué recuerdos tienen de los días previos al 19 de diciembre?

CS: Nosotros trabajábamos con compañeros que estaban en un asentamiento en Moreno, y llegando al 2001, escuchábamos los relatos que nos hacían sobre los camiones que empezaban a dejar comida en los barrios para que la gente no se levantara, y que ya ni siquiera podían entrar a los propios barrios. A los territorios, no los controlaban ni los propios intendentes del PJ. De hecho, el intendente de Moreno, Mariano West, dijo en los días previos al 19, “vamos todos a Capital”, pero porque ya no podía estar en su distrito.

CS: Recuerdo que, para el 19 de diciembre, estaba planificado un escrache en Villa Urquiza, organizado por H.I.J.O.S. Pero cuando la gente empezó a concentrarse, los pibes de H.I.J.O.S se pusieron a debatir qué hacer, porque el rumor del estado de sitio era muy poderoso. Decidieron posponer el escrache, con esa lógica militante de guardarse ante el clima represivo que se venía. Nadie preveía que iba a salir toda la gente a la calle.

¿Qué hicieron?

CS: Yo había ido al escrache de H.I.J.O.S,  y mucha gente tenía bronca porque se había levantado. Me fui a mi casa y empecé a escuchar un ruido en la calle. Pensé que era la murga del barrio, que cada vez que llega esa época, se ponen a tocar. Pero era el cacerolazo. Empecé a llamar por teléfono a algunos compañeros, y también pasaba lo mismo en otros barrios.

CS: Yo pensé: “Si De la Rúa declara el estado de sitio y la gente sale a la calle, ganamos”. Es decir, ganamos con respecto a 1976 e, incluso, a los saqueos del final de Raúl Alfonsín. Si la gente salía a la calle, la represión se interrumpía. Salimos con la cacerola y nos sorprendimos.

CS: En Álvarez Thomas y Lacroze ya había un montón de gente y muchos decían: “Vamos al centro, al centro, al centro”.

CS: Pasó algo interesante con muchos sectores de la clase media -acostumbrados a buscar cobijo en el Estado y en las clases dominantes contra los de abajo-, que se encontraron tan desamparados por el poder que dijeron: “O nos juntamos con estos o nos comen”. Y por unos meses funcionó ese encuentro. Yo lo disfruté mucho, fue uno de los momentos más democráticos que debe haber vivido el país.

¿Qué sensaciones les despertaba estar junto a esas multitudes en las calles?

CS: La noche del 19, cuando llegué a avenida Corrientes, sentí algo que no tenía explicación. Recuerdo las caras de felicidad de todo el mundo. No fue un momento oscuro, fue una fiesta completa, la gente golpeando ollas, todos caminando y cantando. Pensé que nunca iba a ver una cosa así. La experiencia nuestra era estar en piquetes, con cierta organización, pero acá era algo anónimo, no sabías con quién estabas.

CS: Más que la cantidad de gente, fue el carácter insurreccional lo que me impresionó. El carácter caótico en la ciudad y la idea de que eso no era gobernable ni controlable. No estaban adelante ni siquiera Hebe de Bonafini, ni Víctor De Genaro, ni nadie. De repente, era muy interesante cantar todas esas consignas frustradas de 1983.

CS: Era una organización espontánea, democrática, nadie le daba una orden a nadie. Pero, a su vez, dialogaba con formas de organización más reciente, como el piquete y el escrache, por ejemplo.

CS: Me emocionó mucho más la indiferencia ante la Casa Rosada, que un posible intento de tomarla. Hubiera sido una decepción entrar ahí y ver que en ningún lugar había nada que nos diera poder.

 

 

EL FIN DEL MIEDO

¿Qué recuerdos tienen de los días posteriores al 19 y 20?

CS: Estuvo buenísimo, era la experimentación de una alegría colectiva, también por el hecho de ver que ciertas cosas que veníamos pensando, de golpe, se veían materializadas en la calle, de una manera increíble. Aunque, por otro lado, no teníamos nada…

CS: Sentíamos alegría, pero también miedo, porque te dabas cuenta que se había desbaratado el estado de sitio y nadie se imaginaba un golpe al estilo clásico, pero tampoco se sabía muy bien qué venía. Había cana de civil operando en la calle, era tremendo.

CS: Recuerdo que una compañera de González Catán llamó por teléfono y nos dijo: “Acá estamos todos los vecinos con armas en la calle, con mucho miedo, porque dicen que vienen desde distintas villas”. Había terminado la llamada fiesta-guerra y en el conurbano se estaba viviendo algo muy pesado, que no sabíamos cómo iba a terminar. Desde el poder, se plantearon dos estrategias: donde no había organización social, hacían circular esos rumores de que venían de acá y de allá a saquear; y, donde había organizaciones más fuertes, rodeaban el barrio con gendarmería.

¿Qué discusiones políticas tenían?

CS: Muy rápidamente sacamos una comunicación del Colectivo, uno o dos días después, que se llamaba “La fuerza del ¡»NO» !”. Allí decíamos que el 19 y 20 manifestaba el rechazo de la gente a ser gobernada de un modo neoliberal. La gente había dicho que no a algo. Y ese no había sido tan eficaz en su rechazo que abría un abanico enorme en términos de posibilidades, porque nos parecía que había algo de irreversible en esa manifestación.

Algunos señalaban que marcaba el fin de la dictadura…

CS: Básicamente, se terminó el miedo, con la gente en la calle enfrentando abiertamente la represión. Ése era uno de los condimentos que hacía más irreversible la situación, el sistema político ya no iba  a poder contar a su favor con los efectos de la dictadura, por lo menos con los más inmediatos. Y nos pusimos a escribir el libro 19 y 20. Apuntes para un nuevo protagonismo social, que salió en abril de 2002.

¿Cuáles fueron los puntos de partida de ese libro?

CS: La idea era que una cantidad tan grande de gente que se animaba a discutir y a desestabilizar el poder del Estado, ya no era más gobernable con los mecanismos del miedo. Eso nos abría un panorama nuevo, que nosotros ya veníamos evaluando con la aparición de H.I.J.O.S a partir de 1996, con un cambio generacional en la manera de pensar el tema de la resistencia con respecto a Madres y Abuelas, y que se mezclaba de un modo nuevo con otros movimientos sociales. Había dos genealogías del 19 y 20.

¿Cuáles eran?

CS: Una, las puebladas protagonizadas por quienes padecían los efectos directos del neoliberalismo. La otra, una innovación en las luchas por la justicia y la memoria. Cuando cuajó el asunto, hubo una suerte de narrativa transversal para luchas muy diversas.

La izquierda tradicional caracterizaba al 19 y 20 como una insurrección de tipo clasista. Otros decían que era una manifestación de clase media. Y también estaban quienes sostenían que los intendentes del PJ habían movilizado todo, ¿qué pensaban ustedes?

CS: Nosotros veíamos protagonismo social que venía desde abajo. Hablábamos de insurrección de nuevo tipo. Es decir, sin situación revolucionaria, que no estaba organizada en torno a la toma de poder. Hablábamos de una multiplicidad de sujetos de este nuevo protagonismo social, que incluía ahorristas y piqueteros, y enfatizábamos mucho que no se podía reducir a la manipulación del PJ, ni que obedecía a los esquemas de la izquierda militante.

CS: Era una fuerza colectiva que se construía a pesar del lugar de origen de cada uno, disolviendo un poco el interés inmediato personal.

 

 

ANTICIPACIONES

Luego del 19 y 20 hubo una explosión de asambleas populares, en especial, en la Ciudad de Buenos Aires. ¿Cómo veían ese fenómeno?

CS: Muchos enunciados, que habían surgido de situaciones muy concretas y que tenían un significado muy específico, empezaron a circular muy abstractamente. La autonomía y la horizontalidad, que eran dos conceptos muy operativos en situaciones concretas, se empezaron a tomar como modelos. Algo de eso era preocupante. Desde nuestra perspectiva, la horizontalidad nunca fue un modelo político, sino una trama productiva.

CS: De todas formas, era muy impresionante ver cómo se hablaba sobre esos términos. Aunque también empezó a surgir el problema de qué hacer con esa gente que se acercaba a las experiencias que ya venían desplegando este tipo de prácticas.

CS: Fue un momento muy importante porque circularon y se mezclaron en la ciudad gente de los movimientos de desocupados y vecinos de distintos barrios en una dinámica de debates políticos permanentes. A muchos sectores sociales se les abrieron posibilidades de acción social y urbana que, de otro modo, no hubieran aparecido. Creo que eso fue lo más rico de ese proceso.

¿Qué era lo que les resultaba “preocupante” del movimiento asambleario?

CS: Participamos en algunas de las primeras asambleas que se hicieron, porque tuvimos la reacción militante de pensar que, si nosotros reflexionábamos sobre estas cosas y en la esquina había una asamblea, teníamos que estar ahí. Aunque veíamos también esa especie de poder simbólico-cultural de la clase media, que puede borrar el protagonismo social anterior y ponerse en el centro del asunto, y dimensionar todo desde ahí. En ese sentido, en los MTDs había mucha desconfianza, porque pensaban que la clase media se movía por el bolsillo y no por otro motivo. Nuestra preocupación era que no creciera esa desconfianza y que se apostara a la articulación. Pero el foco de nuestro interés estaba puesto más en los movimientos de desocupados autónomos que en una lectura recortada sobre las asambleas.

CS: Nuestro propio colectivo era una fuente de experiencias, porque nosotros en ese momento empezamos a trabajar con Brukman, con algunos MTDs, con la Mutual Sentimiento. Había compañeros que participaban también en las asambleas. Una experiencia siempre muy importante para nosotros, desde el 2000, fue un taller sostenido durante años con gente de la escuela Creciendo Juntos, de Moreno. De una manera que aun extrañamos, discutíamos todo tipo de cuestiones ligadas a la crisis del mito del progreso, del trabajo, de los modelos y las normas, de la vida de los pibes y los adultos. Y sobre el esfuerzo continuado de apostar a la conversación como modo de producir lazos sociales. Todo eso que, por suerte, pudimos registrarlo en el libro Un elefante en la escuela.

¿Las empresas recuperadas también fueron una síntesis del cambio del neoliberalismo?

CS: Fueron un actor relevante y varios de esos procesos aún están en marcha, aunque tal vez se depositó demasiada expectativa en esas experiencias. Pero no se pueden analizar las fábricas recuperadas sin volver a pensar en esta distinción que reaparece entre lo social y lo político.

CS: Yo sintetizaría que el horizonte político del 2001, en todos los movimientos, es que tienen la autonomía como premisa o como horizonte, y no como doctrina. Así pensado, hay  una eficacia mayor en lo que los movimientos sociales logran construir más que en la sistematicidad discursiva a partir de la cual se los juzga. Si las fábricas recuperadas y si algunos movimientos sociales empiezan a pautar relaciones que excluyen la cruda dominación de la ley del valor y la competencia, están construyendo algo que es post neoliberal. No digo de superación del neoliberalismo, pero sí algo que no es neoliberal. Hay coexistencia de dinámicas que son neoliberales y dinámicas que no son neoliberales. Además, en ese camino que se abrió en 2001, el gobierno de Kirchner tomó muy en cuenta ciertas cuestiones, como esa bajada de plata para todo tipo de emprendimientos. Con respecto a las fábricas recuperadas, lo que les interesaba a los compañeros de los movimientos piqueteros con los que conversábamos no era volver a las fábricas, sino contar con plata para hacer lo que estaban haciendo. Recuerdo que un día estábamos en Brukman y un compañero dijo: “¿Vamos a dar la vida por una fábrica o queremos una cultura post fábrica?

CS: En las propias fábricas se daban procesos de experimentación interesantes, como que la asamblea fuese parte central del proceso y que no quedara en una lateralidad con respecto al proceso de trabajo. O con respecto a la articulación con otros movimientos, el armado de redes, etc. Pero ahí el tema era que mucha gente tenía cierto erotismo con la fábrica, porque se imaginaba la vuelta del movimiento obrero organizado por fuera del sindicalismo tradicional.’

CS: En ese sentido, lo más interesante de las fábricas recuperadas es cómo fueron resignificadas por esta dinámica cultural y de red. Hoy, si vas a una fábrica recuperada y tiene un bachillerato o un centro cultural, se ve un reconocimiento de esa perspectiva. Las fábricas recuperadas son una suerte de índice de algo muy importante, porque no en toda América Latina existe esa experiencia de que sean los propios trabajadores quienes se autoorganizan. En Venezuela, por ejemplo, muchas veces se bajaba plata a las fábricas, pero no se avanzaba, porque no había una subjetividad obrera capaz de autorganizarse. Entonces, todas esas experiencias fueron anticipaciones de la agenda post neoliberal, y que dieron muchas claves a la gobernabilidad actual, de por dónde pasaba una salida del primer neoliberalismo.

 

 

ESTADO DE EXCEPCIÓN

¿Qué análisis hacen sobre el accionar de los movimientos sociales en los últimos años?

CS: Hasta junio de 2002, las asambleas estaban atravesadas por la incertidumbre de no saber en qué iban a transformarse. Es decir, si iban a convertirse en un nuevo modelo político para la Argentina, o si serían una forma de organización más liviana y disuelta. Cuando sucedió lo del Puente Pueyrredón hubo una presión muy grande para ordenar los términos de la cuestión. Algunos querían transformar a los piqueteros en una vanguardia revolucionaria y movilizar a todo el movimiento de las asambleas detrás de eso. Fue muy paradójico, porque Duhalde quiso resolver de modo tradicional lo que Kirchner después entendió que no se podía resolver de esa manera. Incluso hasta la ruptura de la Coordinadora Aníbal Verón, que fue un momento clave, se veían esas tensiones sobre la asunción o no de ese lugar de vanguardia, y si se entraba o no en una dinámica de acumulación más clásica, cuantitativa y direccionada verticalmente, o si seguía abierta esa búsqueda de la autonomía.

CS: En ese sentido, hubo de nuestra parte poca imaginación política para pensar lo que esta dinámica tenía de excepcional, que no fuera desde el modelo revolucionario. ¿Cómo sigue políticamente el desarrollo de este movimiento si no se trata de una revolución exitosa ni fracasada? Se trataba de no pensar que era una revolución social lo que estaba pasando, en el sentido clásico de la izquierda y, por tanto, reflexionar sobre qué estrategia política se debía encarar. Hubo poco espacio para eso, fue todo muy rápido.

¿Por qué fue tan rápido ese proceso?

CS: El 19 y 20 fue esa ambivalencia entre la felicidad y la experimentación en el vacío. Pero no hubo formas de transitar a escala de masas ese vacío, y al no desarrollar una imaginación sobre cómo prolongar esos esfuerzos productivamente, se empezó a secar el proceso. Las organizaciones continuaron en su camino, pero no siguió ese acompañamiento masivo de y en las organizaciones. Hubo un fenómeno de normalización.

CS: De todas formas, quiero aclarar que no creo que ese proceso se terminó muy rápido, sino que, en ese momento, empezó algo muy nuevo, en lo que todavía estamos. En ese sentido, el 2001 es menos la acumulación de un período anterior que se frustró, y más el inicio de un período en el cual la politización reubica a los actores de otra manera. Por ejemplo, el Estado puede tener mayor o menor presencia en el centro de la dinámica llamada “política”, pero no está en el centro de las dinámicas colectivas. La dinámica del estallido plantea que desde el 2001 estamos en estado de excepción permanente. Claramente, y para todos, hubo una disolución del sueño neoliberal. Y el kirchnerismo es la primera experiencia política del ciclo que se abrió en 2001. Por eso, no estamos a diez años del 2001, sino que son diez años de 2001.

¿En qué sentido?

CS: Son diez años de excepcionalidad, y de un fatigoso intento de gobernar en estas condiciones. Gobernar hoy cualquier cosa es mucho más quilombo que gobernar antes del 2001. Creo que el kirchnerismo se atribuye cosas que le corresponden parcialmente, porque el 2001 gestó y marcó una cantidad enorme de condiciones. Me refiero a límites con los que el kirchnerismo trabajó pudiendo no haberlo hecho, y en ese aspecto, tiene un mérito y una eficacia indiscutible. Pero el 2001 empezó algo que todavía se mantiene y no hay subjetividad política vigente que no sea atravesada por el 2001.

 

 

EN EL FONDO DE TODAS LAS COSAS

¿Qué replanteos en las búsquedas de la horizontalidad y la autonomía provoca la irrupción del kirchnerismo?

CS: La autonomía es una premisa y una visión en simultáneo, pero no una ideología. Es, en todo caso, un anudamiento de contrapoderes en situaciones concretas, una práctica que es capaz de problematizarse por sí misma. Nunca nos identificamos con un autonomismo doctrinal o ideológico. Ya en ese momento sabíamos que era iluso pensar que el Estado pudiese no existir en la sociedad contemporánea. Por eso, no se trata tanto de tener la ilusión de que el estado desaparezca –que fue la ilusión de toda utopía revolucionaria-, sino de aumentar la dosis de autonomía colectiva que una sociedad con Estado puede soportar. Este tipo de problemas son los que para nosotros se siguen vinculando con el 2001.

¿Cómo entienden esa convivencia de procesos contradictorios?

CS: No es que pasa esto o lo otro, sino que ahora pasa esto y lo otro. Es la ultra complejización de la escena social que no permite dividir entre poder y contrapoder de modo destilado, puro. Uno de los temas que sería útil replantear en la coyuntura de los últimos años es el riesgo de una nueva separación entre “lo político” y “lo social”. Porque cuando esta distribución del espacio colectivo se congela, sucede que lo político se erige en parte activa y tiende a subordinar lo social, construyendo una parte baja, gobernada, subordinada (lo social). Esta es una tendencia creciente, que va resignificando las palabras políticas clave. Por suerte existe todo tipo de resistencia a esta tendencia más oscura que se observa ante casos de represión que se van sucediendo ante tomas de tierras, casos de gatillo fácil, que son luchas contra la dimensión más reaccionaria de las fuerzas represivas y contra algunos de los rasgos menos tolerables del modelo desarrollista en curso. Esta conflictividad no es del todo nueva, pero adquiere sí un nuevo sentido en el contexto actual.   En la fase anterior los efectos de estas luchas eran destituyentes respecto de la dinámica neoliberal, las instituciones neoliberales, el régimen neoliberal. La situación cambió bastante y la palabra destituyente misma tuvo otros usos, un significado más reactivo, completamente diferente.

 

¿El kirchnerismo abre una tensión sobre las formas previas de pensar la política?

CS: La política “vuelve”: hay partidos, sindicatos y todo. Pero hay una infrapolítica que aparece por momentos y recoge esta corriente atea de 2001-2002, que fue siempre lo que más nos interesó de la política.

¿A qué se refieren con esa dimensión “atea”?

CS: A esa dimensión infrapolítica, que aparece cada tanto, donde queda bastante claro que el protagonismo popular es la última palabra. Es decir, que este protagonismo, con sus movimientos oscilantes, es la explicación última de los procesos sociales y políticos. En ese sentido, la restitución del Estado, en los últimos años, tiene una parte muy interesante que es la consagración de derechos y ciertas dinámicas de reconocimiento. Pero, a su vez, corre el riesgo de activar esa división entre lo social y lo político de la que hablábamos.

CS: Este riesgo de subordinación de lo social se nota en cómo se ha ido devaluando el término movimiento social que antes designaba un actor político y ahora parece quedar reducido a un sujeto de demandas.

¿Cuál fue el devenir de los idearios anarquistas que estuvieron muy presentes en el 2001?

CS: El tono libertario de las prácticas es una herencia del 2001, que no encuentra traducción política directa pero aparece reiteradamente a partir de diferentes luchas sociales y se filtra en buena parte de la cultura política. Notamos en este sentido una ampliación de lo que podríamos llamar una sensibilidad autónoma en lugares que tradicionalmente la hubiesen rechazado. Habrá que seguir esta genealogía viva del 2001 bajo el signo de cierta excepcionalidad, y de esta sensibilidad más libertaria que está como fondo de los procesos más interesantes del presente.

¿Nostalgia del presente? (Mayo 2010) // Verónica Gago y Diego Sztulwark

“No es enteramente posible adivinar todo lo que será aun la historia”, decía Nietzsche. Si aun no puede saberse lo que será el pasado es justamente porque hay algo del porvenir del presente que lo impide, por dislocación permanente. Dicho de otro modo: ese pasado cada vez será sometido a un nuevo tipo de inactualidad con la que deberá confrontarse.

En la Argentina actual, después de la pasión documental sobre los años 70 que se inauguró a fines del siglo anterior, nadie hubiese aventurado que ese mismo pasado iba a ser objeto del humor. Y que iba a ser una figura como la de Bombita Rodríguez una de las más apropiadas para reponer la complejidad o la sobrecarga de imágenes y significados de los años 70 en el mismísimo momento en que algo de esa década se reconoce y festeja hoy en muchos ámbitos, incluso oficialmente.

La primera pregunta es entonces por esa simultaneidad: ¿la risa es el síntoma de la perplejidad a veces imposible de decir con palabras de ese tiempo desdoblado entre un reconocimiento (operación doble que por un lado realiza el estado y por otro produce un tipo específico de estatalidad, como instancia reparadora y de “reconocimiento”) y una sensación de inverosímil cierre histórico que lo convierte en superficie de ironía y proliferación de significados? ¿Muestra Bombita la imposibilidad de desconocer un hiato fundamental entre el pasado y el momento actual que de no hacerse termina por ser paródico tanto del momento actual como del pasado?

Si hay algo que llama la atención de Bombita Rodríguez es la cantidad de lecturas –o de risas– que despierta. Se escuchan y se escriben las más diversas interpretaciones: que es un homenaje a los militantes de los setentas y una burla a los actuales setentistas, que es un modo desacartonado de tratar aquella época, que opera una corrosiva ridiculización sobre lo que hoy se venera, que ironiza sobre la racionalidad de entonces pero sobre todo el modo actual de recordarla,  incluso que puede resultar hiriente la soltura con que convierte en estereotipos algunos tics militantes.

En todo caso, lo que se expone con este éxito cómico, creemos, es una cierta manera con que los años 70 aparecen en el presente, e incluso lo producen: bajo el modo de un “falso reconocimiento”[1]. Es decir, diciendo que se reconoce en el presente la repetición de un momento anterior, el de los 70. A esto hemos llamado setentismo[2]: un desdoblamiento anacrónico que quiere calcar algo de los 70 en la actualidad, fijando en ese acto a los 70 y mostrando el momento actual como una repetición de aquel.

Esa repetición tomaría en la actualidad argentina una forma particular: la reparación (del momento actual respecto al anterior). De modo que ese setentismo o duplicación apócrifa (por lineal) de un momento en otro, como si eso pudiese darse, reduce la historicidad a una repetición maniquea y por tanto a una idea de justicia de una época sobre otra que es formal, judicial. No hace falta aclarar que los juicios a los militares son reivindicables y se entienden sólo como efecto de un acumulado de luchas sociales. Lo que sí hace falta aclarar es que bajo la idea de la reparación (estatal) esa dimensión de la justicia pasa a presentarse como definitiva y, en ese mismo movimiento, desplaza a un segundo plano la construcción popular de condena social que la hizo posible.

Cuando la potencia de la experiencia histórica es reducida a una repetición de hechos, a una resucitación de categorías, a un revivir de lo anterior como facticidad del pasado, no es difícil verificar allí un efecto de mala fe. Que consiste en que el presente sea leído como en un pequeño espejo retrovisor. Sólo que lo que se ve en ese espejo es una imagen congelada, sin ningún movimiento. Y sobre todo, el efecto es congelar también el momento actual. En un doble proceso: presentar el presente en (falsa) continuidad lineal con los 70 y al mismo tiempo cerrar sus otros posibles temporales. Si no, ¿cómo entender una cierta suerte de revancha o subestimación que para muchos porta este momento respecto del 2001 y, por tanto, las luchas que se dieron desde mediados de los 90 (hechos que se abstraen justamente para trazar la línea recta con los 70)?

 

A quien corresponda

De esta incomodidad ante el fenómeno del “falso reconocimiento” trata, de otro modo, A quien corresponda, la última novela de Martín Caparrós. Su apelación a un personaje cínico del militante-sobreviviente de los años 70 le sirve para trazar una correspondencia directa –aunque no sea tan obvia para otro de los personajes, también ex militante– con la llegada al gobierno de un grupo que reivindica precisamente su continuidad con aquellos años.

La razón cínica habla, lúcida, del siguiente modo: “sí, los que hicieron que en las últimas décadas acá la única forma de que te den bola, de legitimar tus reclamos, es conseguirte algún muerto que te avale. Parece que sino tenés ningún muerto no podés ni salir a la calle. Desde las chicas del interior asesinadas por los nenes de papá hasta los chorros que baja la cana, pasando por los piqueteros muertos, los periodistas incinerados, los nenes de papá secuestrados, todos, todos. El muerto es la gran cocarda actual: la etiqueta de lealtad comercial, el sello habilitante”… “En cualquier caso, esa potencia de los muertos es el resultado de la política de los derechos humanos, de los deudos. La idea de que ser víctima te legitima era tan fuerte que no podían romper con ella matando al verdugo, convirtiéndolo en víctima. Digo: legitimándolo. Ese es el punto: si matás a un verdugo perdés tu condición de víctima, te volvés verdugo vos también. Y ser víctima es mucho más rentable” (pág., 82).

El activismo de los derechos humanos (hasta allí no llega Bombita), en tanto sea leído como política de la víctima, habilita una actualización de la óptica del falso reconocimiento.  Según este punto de vista, cada vez que los sobrevivientes y familiares se presentan a sí mismos como representando a unos cuerpos guerreros ausentes, residuos testimoniales de una guerra en la que un poder ha impuesto su ley a los vencidos, se invisten de una legitimidad propiamente victimista, y su palabra exige ser comprendida como la de aquellos que, por haber sido destruidos en lo más hondo, son merecedores de un halo ambiguo de protección social.

La comunicación entre setentismo y cinismo se daría en el punto de conversión que permite la utilización calculada de este investimento social protector a favor de la legitimidad de una palabra pública que pretende revertir en el terreno simbólico la resultante de la guerra pasada.  Una transvaloración de los valores capaz de invertir las relaciones de determinación entre guerra y política que habilitaría una ficción apta para desmentir en un plano imaginario las relaciones de fuerzas impuestas en el enfrentamiento militar.

Y puede que hasta cierto punto el alfonsinismo haya pretendido colocar un poder puramente (formalmente) civil, constituido sobre una ficción liberal, por sobre la materialidad de las relaciones de fuerzas emergidas de la dictadura. Pero no es tan sencillo sostener este punto de vista si se extiende la mirada a la totalidad de las dinámicas que cubren el período 1983-2003.

Bien mirado, no se trata de un período de desmaterialización de las fuerzas, ni de la política, sino que, al contrario, durante estos años se gestaron las fuerzas que hicieron posible la destitución de la hegemonía neoliberal pura y dura, auténtica herencia de la dictadura.

Tanto el setentismo como la crítica que lo desnuda desde una faz cínica son del todo incapaces de valorar la alteración material de las relaciones de fuerzas que dieron lugar a la crisis de la institucionalidad neoliberal y que abrieron a un horizonte post-setentista. Y sin esa luz es muy difícil percibir la transversalidad política entre protagonismos sociales y movimientos de derechos humanos que tendieron a converger de un modo muy poco victimista en las convulsiones del período reciente.

Es sobre todo a partir del 2003 que se produce un cierto cierre sobre todo lo que la crisis parecía abrir como novedad más radical. Es a partir de allí que comienza a agrietarse el espacio compartido de la elaboración crítica al neoliberalismo. La toma de distancia se divide entre quienes comparten las retóricas oficiales (porque las conciben como una lectura profunda de las corrientes largamente sumergidas de la política argentina así como por su capacidad eventual de desplegar una etapa diferente)  y quienes elaboran una refutación de esas posiciones por considerarlas, en última instancia, como teñidas por un cálculo oportunista sobre el valor de atribuirse supuestos prestigios que otorga hoy esa década. Pero es la misma detención la que alcanza a lo criticado y a la crítica cuando la saludable agudeza de esta última no logra ella misma salirse de los coágulos del tiempo histórico, cuando acepta, ella también, una versión congelada y caricatural de los años setentas como un pasado de liberación derrotada, que en su presencia fantasmal, nos oprime.

Hay, sí, una crítica necesaria a la racionalidad victimista (todo lo que no vive muere, lo que no hace su conversión se pudre). Pero al enfatizar en esta única cara de un proceso tan complejo se escapa por completo lo que en estos años hubo también de recomposición de una racionalidad política y social novedosa, que en su cara más interesante y libertaria asistió a momentos luminosos en que los movimientos de derechos humanos se resistieron a reducirse a una presentación victimista para funcionar más bien como componente de una política de quienes intentaban, en el campo social en su conjunto, “dejar de ser” víctima.

En una escena fundamental del libro, el militante que se resiste con todas sus fuerzas a los cantos de sirenas de su amigo setentista que está ahora en el gobierno, recibe un apriete para que deje de investigar quién mató a su mujer desaparecida. Como es de suponer, el (ex) militante no se amilana ante la proximidad de la muerte, sólo que la amenaza que recibe desarma absolutamente las coordenadas con que su mente se preparaba a elaborar la situación. Y es que no se lo amedrentaba con la inminencia de su asesinato sino con una operación de prensa que expondría en la TV una versión de su compañera desaparecida como delatora. De inmediato nuestro personaje sale de su trance. Es como si se actualizase su disco rígido: ya no son los compañeros contra las Fuerzas Armadas. Quien manda a estos tipos a apretarlo puede ser el propio “amigo”, su ex compañero ahora en el gobierno.

En la narración de Caparrós se trabaja a partir del reconocimiento de los múltiples signos de este funcionamiento del victimismo como inteligencia del cálculo en el mundo político discursivo actual. Pero el relato se esteriliza cuando propone que esta modalidad en la que lo imaginario derrotado se actualiza en cinismo o victimismo actúa como la síntesis y final de lo que aquellos años nos legaron. Si aceptáramos de un modo acabado esta lectura de la historia se nos volvería a perder una vez más lo que tal vez sea una de las necesidades de este presente: la elaboración de una nueva relación, más productiva, más vital y desprejuiciada, más  inspiradora, menos lineal y mitificada, más crítica y menos culpógena con la década del setenta.

Así, Caparrós resulta eficaz a la hora de exponer el modo en que el presente pone en movimiento una máquina memorística completamente omnicomprensiva y permisiva, capaz de incluir una cantidad disímil de enunciados y prácticas en un mismo tiempo. Un discurso setentista con una gestión neoliberal, por ejemplo. Sin embargo, su crítica nos despoja lo esencial. Al extraer su lucidez de la incomodidad y hasta del odio, carece de esa afectividad fundamental que le permite a Bombita Rodriguez poner la risa al servicio de una nueva relación positiva con las luchas del pasado.

 

Memoria

En Argentina, el lenguaje de este falso reconocimiento lo complica todo porque es justamente el lenguaje de la memoria: el setentismo reduce la idea de memoria –verdadera facultad historizante del presente– al relato de hechos ya vividos y recordados en tanto tales. De allí la sensación actual de un permanente homenaje: eternizado hoy en su recuerdo como máquina de repetición. ¿Una especie de hipertrofia de la memoria? Diría Virno que es precisamente esa la relación que Bergson trazaba, para explicar el déjà vu, entre los momentos de extensión memorística y “un debilitamiento temporal de la atención a la vida”.

La cuestión reparatoria, tal como la venimos desarrollando, tiene un efecto que podríamos llamar fijador (al estilo del fijador “La Orga” que usa Bombita): produce un tiempo presente a partir de imágenes del pasado que tienen la singularidad de, en ese mismo acto, volverse obstáculo para pensar críticamente aquel pasado. La crítica pareciera que sólo puede venir por el lado de la risa. Pero una risa que (en el caso de Capusotto) también resiste ser despiadada. ¿Por qué hoy la risa tendría esta potencia específica? Porque pareciera permitir un gesto de diferencia cuando la identidad entre memoria histórica y retórica política se suturan sin resquicio.

Digamos que la astucia de este personaje, de su imagen que amalgama ser “Palito Ortega” y ser “montonero”, es mostrar un desfasaje constituyente de este momento que sin embargo se presenta como la unidad de una reconciliación del pasado con el presente. Como si algo del doblaje que muestra Bombita, de lo inquietante de su mímesis cómica, tuviese un efecto paródico totalmente destructivo de la linealidad histórica (tal como las correspondencias evidentes que estructuran el juego “El Montonero mágico”). Sin embargo, esa aparente correspondencia que Bombita ironiza con los 70 y que provoca la risa actual muestra que una pequeña diferencia o disonancia hace que todo se tambalee. La fijación y la reparación tienen un efecto de asfixia. Porque si tras la crisis de la representación política del 2001, el discurso derechohumanista pronunciado por el gobierno es un modo de hacerse cargo de la inflexión de la época, y una cierta forma de reconocimiento de las luchas, lo hace también en convivencia desproblematizada con el relanzamiento de las formas político-corporativas como racionalidad decisiva. Pero lo que queremos sobre todo remarcar es una relación causal entre una fijeza del presente y un pasado fijado que opera como fijador del tiempo: es la fijeza deseada de un cierto pasado lo que opera como fijador del tiempo en general, y por tanto del presente. Y el efecto fijador exitoso parece nutrirse del deseo de seguir perteneciendo al espacio fantasmal de la política de los años setenta.

Así, hay algo del pasado como “sobreviviente” que se impone sobre el pasado como invención, como virtualidad abierta. Bombita Rodríguez entonces exhibe un tipo de anacronismo en el que el presente aparece como atrapado por un pasado y pone en escena el devenir paródico que tiene esa unilateralización del tiempo. ¿No puede explicarse como efecto de esa unilateralización la réplica (de nuevo, como una suerte de doblaje) de la actuación de los familiares vinculados a los derechos humanos con la renovada aparición de los familiares representados por Pando o, de modo bastante más complejo, los hijos de Rucci pidiendo la investigación de la muerte de su padre atribuido a Montoneros? ¿No fue la conjunción con otras luchas las que desfamiliarizaron a las organización de derechos humanos –y en particular HIJOS– al abrirlas y ponerlas en conexión con otras injusticias e impunidades (multilaterizándolas) las que ahora sin embargo son parte de una fijación a veces paralizante, a veces fijadora, de sus propias trayectorias?[3]

Si la película Los Rubios mostró de modo inaugural (¿generacional?) el dislocamiento del recuerdo y la imposibilidad de cierre del tiempo histórico a la hora misma de narrar el recuerdo, tras el kirchnerismo un modo de hacer esa operación es a través de un personaje como Bombita Rodríguez. ¿Por qué? Porque la representación del cómico permite tener un acceso incómodo y delirante a lo que de otro modo se presenta como un exceso de memoria, es decir, como una fijación del pasado como pasado; repliegue memorístico sobre el que está construida la legitimidad actual.

[1] Paolo Virno, Recuerdo del presente, Paidós, Bs. As., 2003. El falso reconocimiento –déjà vu– proporciona a la situación presente una forma de pasado (cronológico) junto con un sentimiento de ya-vivido de modo tal que las singularidades del tiempo actual sólo pueden ser percibidas en tanto “anacronismo real”, al modo de un reconocimiento paradojal en el que la novedad del acto queda encapsulada en una temporalidad repetitiva en donde sólo hay acceso a lo que ocurre en tanto parezca ya-ocurrido.

[2] Colectivo Situaciones, material en preparación. Cuando hablamos de setentismo no referimos peyorativamente a la realidad política de los años setentas, ni a quienes encuentran aún hoy inspiración política en acontecimientos de aquellos años, sino a un fenómeno mucho más localizado: a la postulación de una continuidad ininterrumpida de las condiciones de aquellas políticas, sin reparar en lo radical de la derrota sufrida por las políticas revolucionarias. La misma idea de una reversibilidad del tiempo histórico (“podemos volver de algún modo a los años setentas, podemos revertir los ´90, los ´80”), o de una verdad de aquellos años que está allí como esperando, intacta, a ser aplicada en la actualidad abre las posibilidades al falso reconocimiento, y opera como una inhibición de hecho a la creación de nuevas relaciones entre historia reciente y acción política del presente.

[3] Ver el texto de Natalia Fontana y Mario Santucho: Preguntas que se atoran (cuando judicializamos las búsquedas de justicia). Próximamente en www.situaciones.org

Notas para la reflexión política, a propósito de la lucha piquetera (20/09/01) // Colectivo Situaciones

Los mecanismos que tiene el poder para obstaculizar la emergencia de fuerzas sociales y políticas que lo cuestionan son variados y se renuevan constantemente. Pero los poderes no son la última palabra de toda conversación, el último disparo de toda batalla, la última decisión en el juego de la política. Esta imagen no hace justicia a la historia de las luchas populares. Si alguna lección hemos aprendido de ellas y de nuestras propias luchas es que paradójicamente “el poder del poder no radica en su poder”, sino en nuestra falta de potencia, de rigor, de pensamiento, de trabajo, de paciencia y de decisión. El poder se alimenta de nuestras debilidades. El poder se hace fuerte a partir de las contradicciones del pueblo.

Porque aprendemos que esto es así se vuelve muy importante saber que no hay lucha que no sea, en sí misma, una forma de entender las cosas, una visión del mundo, un pensamiento en acción. Por ello, en momentos de desconcierto es cuando más hace falta la reflexión política entre los compañeros que compartimos la experiencia de la lucha y la creación. Pensar juntos, intentar comprender lo que pasa, cómo se está trabajando, cuales son los obstáculos, pero también y, sobre todo, pensar juntos sobre quiénes somos, qué estamos haciendo, cuál es nuestro camino, qué es lo que estamos creando juntos, por dónde pasan la radicalidad y la potencia de nuestra lucha y de los saberes sobre el contrapoder que estamos produciendo.

Como aporte a este ejercicio hemos redactado el presente trabajo sobre lo que ha ocurrido desde el Primer Congreso Nacional Piquetero hasta el final del plan de lucha que allí se decidió, y la realización del Segundo Congreso. Lo que buscamos entender es cuáles son las estrategias de pensamiento que estuvieron en juego, cuáles son las preguntas y los problemas fundamentales que quedan planteados y cómo pensar, al interior de este movimiento, las cuestiones de la representación, de la delegación, de la identidad, de la organización y demás cuestiones centrales de nuestra construcción.

1-  Introducción

El llamado Primer Congreso Nacional Piquetero fue un momento clave para comprender la encrucijada actual. En él se reunió lo que podría ser una futura coordinadora nacional de compañeros que tienen en común las reivindicaciones y la forma de lucha: el corte de ruta.

Sin embargo, se encontraron allí dos formas muy diferentes del pensamiento político. Cuando se comenzó a desarrollar el plan de lucha quedó claro hasta qué punto los piqueteros no son un movimiento único, homogéneo y organizado.

Tal vez el problema más grande sea pretender que un movimiento que es por principio múltiple, diverso y complejo deba ser «simplificado», reducido a una sola forma de pensarlo (y de representarlo).

Puestos a definir las dos grandes formas de pensar que existen dentro del llamado movimiento piquetero diríamos que, por un lado, hay en los dirigentes de las organizaciones más estructuradas (la F.T.V, la C.C.C, y otras) un pensamiento en términos de «globalidad» y de «coyuntura»; mientras por otra parte están las organizaciones menos estructuradas y más ligadas a sus propias experiencias territoriales, quienes piensan más en términos de contrapoder, de la experiencia concreta de transformación, en situación.

Después del congreso la «visión de coyuntura» tomó un vigor y una presencia exagerada, dejando una sensación de confusión en los compañeros que piensan en términos de su situación concreta.

2- Un pequeño recorrido por los acontecimientos puede ser útil para poder entender mejor la importancia del debate planteado…

La irrupción del movimiento piquetero, como sabemos, se venía desarrollando desde fines del primer gobierno de Carlos Menem. Sus características fundamentales son las siguientes:

* El fenómeno piquetero nace por fuera de las instituciones  políticas y sociales del país: iglesias, partidos políticos, sindicatos, etc. No sólo su desarrollo es autónomo, sino que esta autonomía está directamente relacionada con el desprestigio de estas instituciones y con su escasa capacidad, no ya de plantear la modificación de las estructuras de dominación capitalista, sino siquiera de incluir bajo condiciones mínimas de vida a una parte creciente de la población.

* La lucha piquetera, como tal, fue creciendo de la periferia hacia el centro del país.

* Emergencia de una estructura nacional pos-industrial que deja afuera de la fábrica no sólo a millones de personas. El eje del conflicto se desplaza, entonces, a la parte del proceso de acumulación capitalista que se desarrolla, precisamente, por fuera del proceso productivo fabril. La eficacia del corte consiste, entonces, en su capacidad de interrumpir la circulación de mercancías y fuerza de trabajo, punto nodal de dicho proceso de acumulación.

* Su eficacia surge también de alterar las condiciones de legitimación políticas, que otra condición del proceso de acumulación de capital.

* Otro tipo de eficacia está también ligada al piquete: su tendencia asamblearia, que constituye una fuerte matriz de politización popular.

* Los piquetes fueron decantando como formas de la lucha popular, a partir de las insurrecciones populares espontáneas como el Santiagueñazo (1994).

* Socialmente, su hegemonía pasó de los llamados “nuevos pobres estructurales” y de las clases medias empobrecidas a sectores sociales cada vez más marginados.

* Este movimiento expresa la conformación de un sujeto popular que aprendió rápidamente la eficacia de una forma de lucha concreta, el corte de ruta, y la generalizó en muy pocos años.

* Incluyeron un nivel de violencia popular desconocido desde la última dictadura militar. Durante el Gobierno de Alfonsín, la violencia popular era criminalizada, acusada de golpista y desestabilizadora de la democracia. Durante el Gobierno de Menem, la violencia popular (tipo santiagueñazo) no alcanzó nunca el nivel de organización y legitimidad de las luchas actuales.

* Esta violencia se manifiesta como autodefensa. Como tal se da a través de un alto grado de masividad y legitimidad. No es una violencia organizada por una organización centralizada ni tiene por objetivo la toma del poder.

* Los piquetes son un fenómeno de una multiplicidad acentuada, sin organizaciones únicas, ni dirigentes consolidados en las superestructuras del país. No tienen asesores de imágenes, ni programas de gobierno. Carecen de un “modelo” alternativo. Si bien tienen un lenguaje —espontáneo— muy eficaz para la TV, no poseen, en cambio, un consejo asesor que les recomienden como construir su imagen según las modalidades dominantes. Su potencia radica precisamente en estas características.

* Por lo mismo que venimos viendo, los piquetes son heterogéneos entre sí: no son todos iguales, ni se piensan a sí mismos siempre de la misma forma.

En pocos años los piquetes se transformaron en la forma de lucha dominante y se impusieron por su efectividad. El Gobierno se desorientó frente a la multiplicación de los focos de conflicto. Luego, con la conformación del movimiento, se fue constituyendo una interlocusión que garantizó un dialogo posible entre interlocutores mutuamente reconocidos.

En una primera etapa el Gobierno Nacional había desestimado el fenómeno. La influencia de la lucha piquetera en la superestructura política no pasaba de provocar internas entre las Provincias y la Nación por fondos de ayuda social, y por los costos políticos de la represión. Se leía frecuentemente en los diarios declaraciones de este tenor: “como se trata de un problema provincial, que se arreglen los gobernadores”.

Pero los piquetes se generalizaron: la gendarmería fue cada vez más exigida, los recursos pasaron a ser escasos y los piquetes se acercaron peligrosamente a la capital. Los medios dieron cuenta de esta situación y los banqueros y las fuerzas de la derecha pidieron abiertamente represión.

En el norte argentino los piquetes se tornaron masivos y de larga duración. Con el Gobierno de la Alianza los conflictos se endurecieron y la represión comenzó a arrojar víctimas fatales. En junio la lucha del piquete de Mosconi repercutió en todo el país. La gendarmería reprimió duramente y los piqueteros realizaron una resistencia de proporciones.

En Provincia de Buenos Aires algunas organizaciones sociales con una historia de lucha ligadas a tomas de tierras, pequeñas cooperativas y mutuales, asociaciones civiles barriales, comunidades cristianas de base, desarrollan piquetes principalmente en la zona Sur y en La Matanza, donde se consolida una fuerza social considerable. La Federación de tierra y vivienda (FTV) que adhiere a la Central de trabajadores Argentinos (CTA), la Corriente Clasista y Combativa (CCC), junto al Polo Obrero/Partido Obrero (PO) son las vertientes más estructuradas y comparten estrategias. El Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD), El Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), La Unión de Trabajadores Desocupados (UTD), La Coordinadora de Trabajadores Desocupados (CTD) y otros grupos, están en un activo proceso de constitución de una identidad, y en la búsqueda de una forma propia de la construcción.

En el sur se realiza una demostración de fuerza inédita. Se cierran los accesos a la Capital en solidaridad con el piquete de General Mosconi, Salta, con la exigencia de una retirada inmediata de la Gendarmería y en homenaje a sus muertos, caídos bajo las balas de la gendarmería. Los MTD y las CTD han dado lugar, recientemente, a una Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón.

3- El llamado al primer intento de unidad

A fines de julio se convoca —bajo las banderas de la unidad en la lucha— al Primer Encuentro Nacional de Piqueteros en una iglesia de La Matanza. Participan compañeros de casi todo el país, con distintas expectativas: los que veían en esta oportunidad un buen espacio de coordinación de esfuerzos, los que apostaban a institucionalizar el movimiento, y las organizaciones del interior del país no ligadas a organizaciones nacionales, con necesidades y problemas concretos de sus luchas, intentando romper el aislamiento. En fin, una variedad de necesidades y expectativas acordes con la visión  que cada lucha tiene.

Las tensiones durante el congreso eran sentidas por los compañeros de acuerdo a las expectativas con las que habían llegado. Manifestación clara de esto fueron algunos hechos vividos: contra toda previsión de los organizadores un grupo de diputados nacionales que querían hablarle al público no pudieron hacer uso de la palabra por el repudio que manifestaron los casi 2000 delegados piqueteros. El Secretario General de la CGT disidente Hugo Moyano es repudiado activamente mientras intentaba dirigir un saludo al Congreso.

El encuentro, que fue convocado a partir de un plan lucha unitario, no logró desarrollar toda la potencia que allí se concentraba. Las diferentes tendencias que lo componían fueron atrapadas en la lógica de la institucionalización y de “darle formato” a la diversidad allí reunida. Se impuso el “como si “: “hagamos como si fueran discutidas las propuestas”, “como si fuéramos participativos por que todos hablan”, “como si estamos unidos porque tenemos un plan de lucha”. Así, con la imposición de esta racionalidad política clásica, salieron fortalecidos aquellos que por su lógica de pensamiento, su continuidad con las formas dominantes de la política y su necesidad de acumulación de poder, tuvieron más claro sus objetivos últimos, más allá, incluso, de lo que realmente pasara en el congreso.

El consabido plan de lucha que surge implica una escalada de casi un mes de cortes de rutas. Las reivindicaciones son tres: libertad a los luchadores sociales presos, planes trabajar y fin de las políticas de ajuste neoliberales por parte del gobierno nacional.

Las organizaciones mas estructuradas imponen su política como si fuera la única. Luis D´Elía (CTA-FTV) y Juan Carlos Alderete (CCC) logran consolidarse como los dirigentes principales de un movimiento que recién comenzaba a reconocerse.

Inmediatamente después de realizado el Congreso se activa la dinámica de institucionalización del movimiento piquetero. El Gobierno llama al diálogo a los líderes piqueteros. Estos últimos aceptan. Luego, en conferencia de prensa, anuncian las nuevas modalidades de los cortes: “sin capuchas” y “sin cortes totales de rutas”[1]. Quienes desoigan estas instrucciones, anunciadas por los referentes del movimiento, serán acusados de ser agentes de “la seguridad del Estado” infiltrados entre los piqueteros.

Esta operación de institucionalización tiene por efecto, a la vez, un ofrecimiento al gobierno de una interlocución permanente (del que se carecía hasta el momento); una aceptación de la superestructura política como terreno dominante de la lucha y de las condiciones estatales del juego político: la presentación de representantes permanentes, la formulación de reivindicaciones claras y atendibles, y una cierta capacidad de control de los “representantes” sobre su propia base.

Así se confirma el rol del estado como regulador central del conflicto político, subordinando las posibilidades de las luchas, concebidas como construcción de los lazos concretos del contrapoder y la producción de alternativas de nueva sociabilidad de desde la base[2].

La primera jornada de lucha fue masiva. La Matanza se consolidó como el eje del movimiento. En el sur, los MTD no obedecen del todo los dictados de los máximos líderes del movimiento: usan capuchas. Y el Movimiento Teresa Rodríguez (MTR) toma un banco.

Para la televisión ha surgido un grupo radical y “proguerrillero”.

La primera jornada demuestra que el movimiento es relativamente controlado por sus voceros y representantes. No hay violencia. Sin la CGT disidente de Moyano, la incidencia del paro anunciado por la CTA no es tan fuerte.

La segunda jornada es más débil. Cierra con una marcha a Plaza de Mayo que se estructura sobre la capacidad de movilización de la CTA y sus principales sindicatos. La Matanza sigue siendo el centro de las protestas, aunque se comienza a ver la distancia entre dirigentes y dirigidos. La multitud va al piquete pero no escucha los discursos ni se moviliza masivamente a la Plaza.

El MTR había tomado, unos pocos días antes, la sede del Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires. A la salida detuvieron a casi 60 militantes de su movimiento, entre ellos estaban algunos de sus dirigentes. Por ello, durante la jornada de lucha de 48hs los MTD y las CTD fueron a La Plata a exigir la liberación de sus compañeros encarcelados. Allí se hace la presentación pública de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón.

El gobierno nacional pasa nuevamente a una posición agresiva. Envía unos 500 auditores legales a controlar a las organizaciones piqueteras. Como estas administran un 5% de los planes sociales que otorga el gobierno, los auditores buscaron irregularidades para quitarles los planes y destruir la organización. Caen varios planes.

La jornada de tres días de lucha piquetera es ahora más débil aún. Finalmente, se convoca al segundo congreso piquetero.

4-      La coyuntura y las opciones del pensamiento

Una vez que el fenómeno piquetero se generalizó, las estructuras tradicionales de la política argentina montaron sus dispositivos para cooptar, influenciar o reprimir al movimiento. Partidos tradicionales o de izquierda, iglesia y sindicatos se lanzaron sobre este nuevo fenómeno con la intención de controlar la potencia que recorre el país.

Los medios de comunicación también operaron sobre los piqueteros. Los muestran, los bautizan, los estereotipan: intentan darles argumentos, regañarlos, darles lecciones, hacer advertencias, sancionar “buenos y malos”.

Los medios realizan, incluso, una operación más sutil: subordinan la lucha social de los piqueteros a la “coyuntura política y económica”, transformando esta lucha en un elemento de una situación “otra”, más importante porque más general: la “situación nacional”. La lucha piquetera deja de ser, en sí misma, una situación con la que comprometerse, para inscribirse en una situación total, de la que son un actor mas, una parte, un elemento.

Una vez ubicados allí, en la “situación política nacional”, son sometidos a la lógica de la toma “responsable” de las decisiones:  pues ya no se trata solo de los piqueteros (que fueron transformados en una “parte del todo”), sino, precisamente, de alcanzar el “bien” de ese “todo” que es “el país”, “el bien común”. En fin, de la suerte del Gobierno Nacional.

Así, las opciones estratégicas posibles para los piquetes se van desgranando: ¿se acepta o no esta situación nacional como “la” situación principal de la que ellos serían actores, “entre actores”, en la búsqueda denodada de alcanzar consensos políticos?

Si se acepta esta premisa, se ingresa a un pensamiento gobernado por la coyuntura. Allí, los piqueteros deberán demostrar que como parte del todo tienen «derechos», y lucharán por ser reconocidos como una parte legítima  (y por qué no, legal).

Pero también deberán abandonar toda pretensión de imponer al resto de las partes (la población no piquetera) sus propios reclamos: tendrán que armonizar. Una vez aceptado esto lo que se abre es el juego de la política democrática liberal, consensual y representativa (se instauran las reglas de la política en condiciones estatales, se institucionaliza el movimiento y se asume como terreno de acción principal un escenario  controlado por el poder).

Una segunda posibilidad, aparentemente, es la de la política revolucionaria. Aceptada la “situación general” como central, de lo que se trata es de “forzarla”, es decir, de plantearse la célebre “cuestión del poder”.

Los piquetes como “vanguardia revolucionaria”; el todo será transformado; las partes deberán reconocer en los piquetes a la verdadera representación del todo social; los desocupados como nuevo proletariado y los piquetes como vía de preparación de la insurrección.

Las diferencias entre estas posturas se emparentan con la vieja polémica entre “reformismo” y “revolución”.

Puede postularse, aún, una tercer forma de plantearse el problema. Ella sólo aparece a partir de negarse a aceptar la preeminencia de una situación central (y “casi” única). Por esta vía se accede a un pensamiento situacional, que no piensa la experiencia de lucha como la “parte de un todo”, que no la ve como “relativa” o “subordinada” a una instancia superior. Esta opción abre un nuevo campo al pensamiento político en el que el “todo está en la parte”. (Las categorías de “reformismo y revolución” pasan a un segundo plano).

Sobre esta complejidad es que los piquetes piensan.

5-      De la multiplicidad o la política de la Integración

El pensamiento político dominante trabaja a partir de las ideas de “excluido e incluido”. Así, los excluidos son la base de la constitución de un cuerpo social (piquetero, desocupado, excluido, pobre, indigente, etc) que, en tanto sujeto de “necesidades” (económicas, educacionales, médicas, etc,) demanda sus derechos, es decir: “inclusión”.

Esta inclusión puede pensarse “inteligentemente”, como lo hace la CTA, es decir, argumentando hasta qué punto la inclusión es “económicamente posible”, a partir del seguro de desempleo y formación que promueven. Así, se demuestra cómo resulta “matemáticamente” posible modificar la economía. La inclusión no extrae su fuerza tanto de una idea situacional de “justicia” como de su viabilidad demostrada. El argumento central es que la inclusión no sólo es justa sino también, posible.

Ahora bien, esa posibilidad no es sólo declamada. Precisa de una acumulación política social y, paralelamente, política e institucional. Si alguna de estas dos líneas de acumulación se dieran sin la otra, la política de inclusión fracasaría.

En esta lógica trabaja la CTA. Su construcción aspira a una “representación intermedia”, ya no necesariamente a través de un partido o frente político, sino, fundamentalmente, político-social. La CTA se presenta, así, como la representación genuina del movimiento social frente a un sistema político castrado, incapaz de representar por sí mismo al movimiento social.

Esta acumulación, a su vez, debe ir incidiendo en el sistema político hasta adecuarlo a las nuevas condiciones signadas por una acumulación considerable de poder popular, vía por la cual se reconstruye un sistema de representación global transparente y más equilibrado.

La CTA implementa su estrategia por dos vías prioritarias. La primera es la vía social, que implica el trabajo sindical y el territorial (a partir de la Federación de Tierra y Vivienda) y que en las coyunturas de movilización, confluye con la Federación Universitaria Argentina, las Pequeñas y Medianas Empresas, y otras organizaciones representativas. Este costado es el que le da inserción real a la CTA en los conflictos sociales en todo el país y, la convierte, poco a poco, en una referencia de lucha.

El nivel de la acumulación política e institucional agrupa a diputados, agrupaciones políticas, dirigentes de derechos humanos, periodistas, economistas, equipos técnicos y demás adhesiones de personalidades del país y del exterior. (Esta articulación da sustento a iniciativas propiamente político-sociales como el Frente Nacional contra la Pobreza). Es esta la vía por la cual la CTA se integra en la superestructura política e institucional. En este nivel se constata la dependencia de la CTA de otros actores de la coyuntura del país (alternativas electorales “progresistas”, obispos “progresistas”, etc).

La CTA, finalmente, se caracteriza por las formas oscilantes en que estos dos niveles se influencian entre sí, predominando, en general, el nivel político-institucional sobre la vía político-social.

Un ejemplo concreto de esta oscilación fue el Primer Congreso Nacional Piquetero: esta convocatoria fue cursada a diversas organizaciones con el objetivo unificador de un plan de lucha. Pero, y al mismo tiempo, esta forma de pensar la unidad iba acompañada por una pretensión de institucionalización del movimiento piquetero: se trataba de ponerle un nombre definitivo, mostrar quiénes son sus dirigentes, etc. Lo más importante, entonces, para los convocantes al congreso, era eso: constituir un movimiento «uno», mostrable, presentable ante los medios, ante el gobierno, ante los sindicatos, etc. En otras palabras: lo que hicieron la CTA, la CCC, y el PO fue constituirse ellos mismos como la representación de un movimiento que no tenía hasta el momento representantes establecidos. Construyeron un «nuevo actor político» capaz de actuar en la coyuntura.

Pero así como el análisis de la CTA/FTV nos sirve para entender toda una forma de pensar y de trabajar —es decir: una política—, tomamos ahora un ejemplo de otra forma de pensar y trabajar: los MTD de la zona sur, organizados en la coordinadora Aníbal Verón y, particularmente, la experiencia del MTD de Solano[3].

6- De la multiplicidad a la multiplicidad

La experiencia del MTD-Solano tiene su singularidad. Sus fundadores trabajaban en la capilla de esa zona, hasta que fueron desalojados por el Obispo Novak. Luego comenzaron a organizar el MTD Teresa Rodriguez, en colaboración con sus pares de Varela. Con el paso del tiempo comenzaron a administrar sus propios proyectos (Planes Trabajar). Y muy pronto fundaron comisiones y talleres, de formación política, de panadería, de herrería, una farmacia para el movimiento, etc.

Sus cortes de rutas fueron rápidamente advertidos por varias características: la representatividad social en los barrios en los que trabajan, la movilización y las capuchas que utilizan los compañeros que hacen la seguridad en piquetes.

El MTD-Solano participó del Primer Congreso Nacional de Piqueteros. Lo hicieron convencidos de la importancia de la coordinación nacional de la lucha y de la necesidad de no aislarse frente al aparato represivo. Hay que recordar que habían salido a cortar los accesos a la capital de todo el sur en solidaridad con los compañeros de Mosconi, mientras la gendarmería reprimía en Salta. Sin embargo, fueron al Congreso sin desmedido entusiasmo, a partir de conocer las diferencias de enfoques que existen con las fuerza convocantes (CTA/FTV, CCC y PO).

Se entusiasmaron con la fuerza que en el Congreso tuvieron los delegados del interior del país y en general con el clima combativo del Congreso. Durante la primer jornada de lucha, sin embargo, observaron como las fuerzas mayoritarias se “abrían” frente a la toma del banco por parte del MTR de Varela y cómo ellos mismos eran “advertidos”, por los voceros del Movimiento, por el uso de sus tradicionales capuchas.

Durante la segunda jornada decidieron directamente no participar de la movilización a Plaza de Mayo, y fueron a La Plata a reclamar libertad a los presos del MTR. Durante la tercer jornada directamente se quedaron en sus barrios resistiendo las auditorías del gobierno. Finalmente decidieron no asistir al Segundo Congreso piquetero, realizado el 4 de septiembre.

En sus asambleas, los compañeros valoran sus propias fuerzas a partir de los efectos sobre los barrios en los que trabajan: los cambios concretos en la sociabilad. Para ello, desconocen las movidas que priorizan objetivos superestructurales, que se reducen a un posicionamiento en la coyuntura. Lo central para ellos es fortalecer cada taller, cada comisión, cada trabajo, cada actividad y, a partir de esta forma de trabajar, desarrollar lazos concretos de contrapoder, a partir de coordinadoras, talleres, etc.

No se trata de un “localismo” o una falta de visión de lo que pasa en el país, o en el mundo: cuando la represión en Salta salieron a la calle de inmediato. Y lo hicieron en gran cantidad, con un espíritu combativo como no se recordaba en décadas.

También participaron del Primer Congreso Nacional de Piqueteros y del comienzo del plan de lucha allí acordado.

No se trata, en fin, de un aislacionismo inútil sino de una organización diferente del pensamiento. En vez de partir de la aceptación de una realidad-ya-dada —la que vemos por la televisión o leemos por los diarios—, como punto de partida de las propias acciones, la asamblea trabaja a partir de substraerse de esa totalidad virtual para crear sus propias condición de partida: la producción de una temporalidad  y una espacialidad autónomas, que rechazan los tiempos de la coyuntura como única realidad “seria”.

Esta temporalidad propia no es, a la vez, un puro capricho, sino un “poner entre paréntesis” el predominio de los “hechos de la globalidad” para concentrarse en la producción de los lazos concretos del contrapoder.

Más que de una negación, se trata de una afirmación, que les permite reapropiarse de la realidad, pero ya no abstractamente, sino a partir del propio ejercicio de la potencia, y de la difusión del  contrapoder.

Esto puede verse claramente en la relación que los MTD tienen con el Estado: no existe contradicción alguna, desde su perspectiva, entre administrar planes sociales otorgados por el gobierno y desarrollar una construcción de contrapoder.

De hecho, los planes que consiguen van siendo distribuido a partir de criterios prácticos de difusión de una sociabilidad diferente a la del individualismo predominante. Por otra parte, la construcción de proyectos, por parte del MTD, se sostienen con criterios fuertemente autónomos. Poco a poco se pretende crear una economía alternativa capaz, incluso, de soportar un embate del mismo gobierno.

Respecto de su propia ubicación en la coyuntura, ya no la piensan en los términos clásicos de “reformiso” o “revolución”. Simplemente saben que la táctica de la toma del poder no se corresponde con su forma de pensar y de trabajar. Y que si tuvieran que subordinar todo lo que están construyendo a esta táctica de “toma del poder del estado”, más bien, quedarían condenados a un pensamiento —empobrecido— de la maniobra y el atajo, lo cual implica un desconocimiento del riquísimo proceso de construcción de contrapoder en el que están inmersos.

El Estado, finalmente, no es más que una representación de lo que pasa por abajo, en la sociedad argentina: esta última es el verdadero campo de batalla.

Esto no implica en lo más mínimo una ingenuidad respecto de las funciones represivas del Estado. El movimiento es doble: pretenden constituirse autónomamente respecto de la legalidad del gobierno y, a la vez, se relacionan con esta misma legalidad en función de la construcción de un contrapoder situacional, que no pierde de vista en ningún momento la autodefensa.

La permanente búsqueda de cómo no quedar aislados frente a la represión es otra forma en que los grupos situacionales dan cuenta de la coyuntura: siempre en función de sus propias necesidades y circunstancias.

La utilización de los fondos sociales obtenidos por la lucha piquetera, como vimos, nos muestran la complejidad de esta forma de trabajar: contribuyen a estructurar la experiencia, sin perder de vista la posibilidad de independizarse, a la vez, de estos fondos.

Otro aspecto interesante de su forma de trabajar es el desarrollo de coordinaciones (como la coordinadora Aníbal Verón). Son encuentros en que no se disuelven los movimientos territoriales sino que potencian recursos, saberes y capacidad de movilización.

No hay, en fin, renuncia a la coyuntura sino todo lo contrario: trabajan en términos situacionales, sin desconocer la existencia de una coyuntura que se verá modificada por la acción situacional. Porque toda acción coordinada se transforma de hecho en una tendencia en la coyuntura. Lo paradojal es que esta tendencia será tanto más potente cuanto más situacionales sean los movimientos que la componen.

7- La representación

Ni bien el movimiento social se activa, apenas se hace visible hasta que punto ha abandonado su dispersión extrema, aparecen, casi inmediatamente, los militantes políticos que afirman que hay que construir “otro poder”. Se piensa así que hay que “pegar el salto a la política”, y “construir una superestructura política” a las luchas sociales. Esta idea de lo político como lo “serio”, tiende a olvidar hasta que punto lo más potente de la política pasa por acompañar la lucha misma, atentos a cuanto hay de creativo en ellas. La política “seria” exige hacer de lo múltiple algo uno. Porque para ser representable lo “uno” debe constituirse como tal: debe acotarse. Si bien la multiplicidad es vista como una potencialidad, se la considera una potencialidad a controlar. La pregunta inmediata del pensamiento político dominante frente a ella es: ¿Cómo lograr que esta potencia sea determinante en la situación total, global? ¿Cómo transformar esta potencia en una fuerza “política-social” capaz de influir en la situación nacional?

Estas preguntas, aparentemente naturales, abren el camino de la política tradicional. La multiplicidad debe volverse unidad representable. Los dirigentes del movimiento ingresan al mundo de la política de la mano del movimiento social. Sus decisiones están cada vez más mediadas por la complejidad de la coyuntura, de sus aspiraciones y de las necesidades de sostener su capacidad de acumulación y consenso.

Este movimiento arroja un doble resultado. De un lado se apuesta a fortalecer la capacidad del movimiento de lograr éxitos concretos, referidos a sus reivindicaciones comunes, frente al gobierno nacional. En este sentido, los dirigentes del movimiento han tenido un primer éxito resonante: se han constituido en actores relevantes de la coyuntura, y en interlocutores del Gobierno Nacional. Pero, del otro lado, esta operación por la que se ubica a un puñado de dirigentes como líderes[4], debilita al movimiento piquetero mismo: se reprime hacia adentro la multiplicidad original, se le da un poder a estos dirigentes de disciplinar hacia el interior del movimiento, de discernir quien sí es piquetero y quien no, cual es la forma correcta de actuar y cual no, etc.

Así conformado el movimiento, se realiza la transformación del fenómeno piquetero de una multiplicidad inicial en un “actor de la coyuntura”. La capacidad del movimiento dependerá ahora, entre otras cosas, de “contener” en su interior la acción de los piqueteros de acuerdo a los objetivos que los representanrtes (devenidos “dirigentes») vayan fijando. Esos objetivos, a su vez, pertenecen al orden de la acción superestructural, democrática, consensual y reivindicativa.

Los medios de comunicación funcionan, al respecto, como un ámbito legitimador de esta conversión del vocero/delegado en dirigente/representante frente el conjunto de la sociedad. Incluso los medios suelen “producir”, ellos mismos, referentes de las luchas[5], independientemente de los procesos mismos de la base. Esto es lo propio de la Sociedad del Espectáculo.

Así se convierte a los dirigentes sociales en “vedettes mediáticas”,  sobredimencionando la palabra del representante (incluso cuando se trata de opiniones que nada tienen que ver con la lucha que representan). Se identifica la personalidad del movimiento con la de sus dirigentes y se los invita a preocuparse por cosas tales como la medición de raiting y la medición de imagen en las encuestas.

La importancia política de esta modalidad suele subestimarse. Pues lo que sucede cuando se conforma esta unidad representable, cuando los piqueteros toman la imagen de D´Elía, es que D´Elia deja de ser un portavoz, un rostro entre rostros, para pasar a actuar en nombre de una “voluntad general piquetera” que él interpreta. Y esto sucede independientemente de quién sea el representante.

El problema de la representación es que despotencia a lo representado. Divide en dos: lo representado y lo representante. Lo representante convoca al orden a lo representado, para poder ejercer su oficio. Lo representado, si es dócil, si no quiere hacer fracasar la relación, deberá “dejarse representar”. De esta manera, el representante administra la relación. Es la parte activa. Él sabe cuando conviene la movilización y cuando es mejor quedarse tranquilo. El representante tiende a expropiarle la soberanía al representado. Olvida el mandato. El mandato comienza a molestarle. Se vuelve un obstáculo a su astucia.

Después de todo (siente el representante),  él es quien tiene que obrar en un lugar que el representado no conoce: el poder.

El representante tiene una visión del poder. Participa de un nivel de “la realidad”, el del “poder” mismo, al que no acceden sus representados. Va conociendo, aprendiendo. Se convierte en el maestro de los representados. Les explica lo que se puede hacer y lo que no. Adquiere habilidades particulares y comienza a lograr adhesión de los representados a sus propios puntos de vista. El representante se vuelve capaz de construir su propio mandato, teniendo en cuenta a su vez, que este mandato debe interpretar, también, a sus representados: su base.

Cuando esto sucede —demasiadas veces— la lucha pierde potencia y radicalidad. El representante se torna “racional”, pero con una racionalidad incomprensible para la experiencia de lucha. Y es que su pensamiento ya no se construye colectivamente. Los representados ya no piensan con él. La asamblea deja de ser órganos de pensamiento para pasar a ser lugares de la legitimación y reproducción de las relaciones de representación.

Se hace, por tanto, indispensable, pensar la relación entre lo representante y lo representado. Precisamente porque es muy común que se deleguen las funciones de representante, de delegado, con un mandato preciso y a la vez, la función de conducción del proceso, todo en una misma persona. Desde el representante, a la vez, esta delegación de funciones se le vuelve indispensable, ya que muchas no  ve otra manera de llevar adelante “la política mejor para todos” sin estas atribuciones. Para los representados, a su vez, puede serles más fácil des-responsabilizarse ubicándose como “órgano evaluador”. Así, su propio rol queda reducido a aprobar, rechazar y/o buscar a “la persona más apta” para conducir la experiencia a buen destino.

El representante construye, así, un dispositivo de control sobre la asamblea. Esta se vuelve un lugar plesbicitario. Se votan opciones, pero estas vienen ya presentadas de antemano.

Todo esto no quiere decir que la representación sea evitable, ni que la representación  necesariamente se separe como un elemento dominante. El delegado con mandato, revocable, rotativo, que piensa en y con la asamblea, no tiene por qué separarse del conjunto. O en todo caso, si se separa no pone en peligro la organización, puesto que nada se ha delegado en él, sino un mandato puntual.

Los representantes son compañeros que cumplen una función en situación, construyendo lazos, pensando con los compañeros, colaborando a desarrollar la potencia. Fuera de esa situación concreta no tienen ningún interés para la lucha. Su valor, como el de cualquier compañero, está en la experiencia que desarrolla en la cotidianidad del movimiento al cual pertenece.

La clave de esta cuestión es evitar que la representación se independice, cosa que sucede cuando se piensa en los términos del poder, cuando uno se separa de la situación de pensamiento concreto, de la experiencia que le da origen.

Hemos visto cómo un pensamiento que pone en el centro a la coyuntura determina una forma de la representación. Sólo cuando esta operación es realizada con éxito se abren las condiciones para la negociación, para la inclusión de los piqueteros al diálogo democrático, a la presión, a la maniobra, en fin, al juego consensual, al sistema político. Por eso, ahora nos interesa mostrar cómo estos dos problemas están íntimamente relacionados a una política de la Integración.

8- La inclusión de los excluidos… como excluidos

Para que la lógica de pensamiento de la representación sea posible es preciso que previamente se pueda reconocer una propiedad en los representados, una determinación común a partir de la que se pueda hablar de ellos (y en nombre de ellos) en forma reconocible, es decir, legítima. Así, la interlocución, el diálogo construido por el representante precisa, como condición, la pre-existencia de ese “algo” que construya un conjunto social definido: los trabajadores, los desocupados, los estudiantes, los excluidos o lo que sea.

Se trata de un problema delicado: el de la identidad. La identidad se puede construir de dos formas muy diferentes. Bien puede deducirse de una propiedad del conjunto existente, como se construye una categoría más o menos sociológica (como la de desocupado); o bien se puede crear un conjunto nuevo, no deducible de ninguna propiedad precia. Es lo que sucede con las identidades de los rebeldes sociales, de los insurrectos.

En el primer caso  las formas de la representación agobia al representado. La inscripción dentro de categorías sociológicas condena al categorizado, al etiquetado, a “representar” (como en una obra de teatro) el papel que esa categoría, que tal rol, le otorga. ¿Cómo ser realmente un desocupado, un excluido, un pobre, un piquetero?

Se pierde la multiplicidad concreta de la  experiencia, que se pretende captar. Se reduce lo real y lo concreto, lo vivo, a una abstracción, a un rol. El movimiento, en lugar de crearlo todo, debe adecuarse a una imagen que lo preexiste: un desocupado, así concebido, es alguien que busca y desea, antes que nada, empleoQuiere trabajarno cuestionar las relaciones laborales. Le falta algo para estar plenamente incluido. Es un sujeto de la carencia. Protesta porque no está incluido.

¿Qué pasa con el piquetero, así pensando?. Puede nombrar a quienes, necesitados, recurren desesperadamente a hacer lo único que pueden hacer para sobrevivir. Proletarios, desocupados, piqueteros son, así, formas de nombrar a los que menos tienen, a los carenciados y a los que por no-tener, “hacen lo que hacen”.

Los piqueteros, según esta lógica de la identidad, está impedido de constituirse a sí mismo somo un sujeto crítico del sistema, una representación de la insubordinación. Como identidad, como categoría sociológica, no se hace sino fijar a alguien (en principio múltiple) en una actitud única construida a partir de una “falta”. Se identifica a partir de la carencia: “como no tiene trabajo protesta”, “como no tiene sindicato arma el suyo”, y “como no puede hacer huelgas inventa el piquete”. Este piquetero “pide por lo suyo”.

Se produce así, la figura del excluido.

Lo que habitualmente no se ve es que el excluido no es realmente un excluido sino a partir de la promoción de una figura que nuestra sociedad produce, a partir de un conjunto complejo de mecanismos, para poder incluir a quien queda en situación de marginación. Así, el excluido es el nombre del incluido como excluido[6].

El pensamiento político dominante trabaja a partir de las ideas de “excluido e incluido”. Los excluidos son la base de la constitución de un cuerpo social que, en tanto sujeto de “necesidades” (económicas, educacionales, médicas, etc.), demanda sus derechos, es decir: inclusión.

Estas políticas de inclusión llegan a desestabilizar la situación política bajo el siguiente supuesto: se pide inclusión justo en momentos en que la inclusión no se supone posible. Pedir inclusión —económica, política, social—, se dice, es pedir lo imposible, al menos para este sistema neoliberal. De esta manera se realiza una operación sutil: se liga una política de transformación radical a una acción que no desentona con los principios de la política oficial. Por eso la base de legitimidad de esta acción es creciente. Pero lo que estas operaciones logran, a menudo, es producir la figura del excluido como forma capitalista de la inclusión del “pobre”. De aquí la tensión y la ambigüedad de estas políticas.

Los riesgos concretos de las políticas que piensan en términos de inclusión son: por un lado la pérdida de potencia y radicalidad del movimiento, y por otro la construcción de una inclusión subordinada de los excluidos como sujetos de la necesidad. Esto mas allá de si la motivación honesta de sus dirigentes es la de producir un cambio político por la vía de la crisis del sistema.

El movimiento de la CTA (y de la organización de D´Elía) es siempre el mismo: precisamente esta inclusión de los excluidos, como excluidos. La demostración de que en medio del caos y el conflicto el poder tiene con quien negociar, tiene con quien hablar “racionalmente”.

Como dice un compañero: siempre habrá alguien dispuesto a hacer las cosas sin pisar el césped.

Finalmente, las políticas pensadas en términos de representación someten su efectividad a todo un campo de reconocimiento exterior a la propia acción de sus protagonistas. Sea una huelga o un corte, esta acción será leída por el resto de los actores de la coyuntura. La importancia de la acción dependerá, entonces, de cómo sea evaluada por el resto de los actores políticos y no por sus propios efectos constituyentes en el movimiento de resistencia.

9- De la multiplicidad al contrapoder

Pero al movimiento piquetero se lo puede pensar también desde su potencia concreta. El movimiento es, desde este punto de vista, una multiplicidad creativa y resistente, que se va identificando a partir de la profundidad de una lucha en común, más que a partir de un líder único, de una estructura, o de una única forma de lucha.

Los piqueteros no son un movimiento tradicional. No necesitan líderes únicos, ni un nombre oficial, ni estructuras orgánicas, ni programa de gobierno: han crecido y se han desarrollado sin estos elementos. El movimiento es múltiple. No desorganizado, sino múltiple, que no es lo mismo.

Confrontar el par organización/desorganización es una trampa. Cuando un compañero dice que un movimiento está desorganizado, y por tanto debe organizarse, hay que pensar bien qué es lo que está diciendo. La multiplicidad es un arma muy potente. Es la fuerza del pueblo. La organización debe poder respetar la multiplicidad sobre la que se funda el movimiento. Debe ser, entonces, situacional, zonal.

La organización puede también ser nacional, como coordinadora. Pero cuando se quiere organizar una estructura nacional hay que tener mucho cuidado: porque las ventajas de una estructura nacional no pueden pagarse con el precio de la unificación y homogeneización de esa riqueza que es la multiplicidad del movimiento.

El objetivo de un movimiento así nunca es la inclusión. No se trata ya de «volver a entrar», porque se sabe que no hay «adentro» que no sea subordinación. Que la «inclusión» y la «exclusión» no son dos categorías válidas para el pensamiento liberador. Nadie está incluido sino imaginariamente. Porque la norma de inclusión es impuesta por la ideología del poder, y  deja afuera a los pobres, a los negros, a los homosexuales, a los inválidos: a todos los que no coincidan con la imagen del hombre productivo, eficaz, individualista, en plena competencia, etc.

Pensar en otros términos que los de inclusión y exclusión es destruir esta barrera. Porque el que se asume como excluido ya está incluido. Ya tiene un lugar en los estudios sociológicos, en el discurso del poder, en los archivos del ministerio de acción social, en los planes de los grupos políticos o de las ONG. Los piqueteros, entonces, más que ser excluidos, pobres o proletarios, extraen su potencia, su dignidad y su orgullo a partir de ser insurrectos, insubordinados, resistentes, creadores.

10- Pensar la radicalidad de la lucha

Decía el subcomandante Marcos[7] que el revolucionario lucha por el poder con una idea de la futura sociedad en su cabeza. Mientras que el rebelde social (es decir, el zapatista) es quien alimenta diariamente la rebelión en sus propias circunstancias, desde abajo, y sin sostener que el poder es el destino natural de los dirigentes rebeldes.

Es esto lo que decíamos más arriba: que hoy la diferencia principal entre quienes resisten la dominación capitalista no es entre “derechas e izquierdas”, o entre “reformistas y revolucionarios”, sino entre quienes aceptan subordinar su propia lucha a la falsa totalidad compleja de las coyunturas (sean reformistas o revolucionarios) y quienes se resisten a esta subordinación (rebeldes sociales).

Es interesante que Marcos saque del centro, de esta forma, la célebre dicotomía Reforma/Revolución. Desde nuestro punto de vista esta distinción carece de toda actualidad, ya que estas opciones comparten en los hechos los supuestos fundamentales: la misma idea del poder y de la política. Ambos apuestan a la representación de los individuos de las necesidades, creen que se puede cambiar la sociedad desde arriba, y creen, con ciega fe, en cada atajo posible que se les abre a sus pies, condenando una y otra vez las resistencias concretas a seguir los planes que imaginan desde sus estados mayores. En definitiva, se trata de formas de pensamiento y de políticas que postergan una y otra vez la potencia de las luchas populares.

Si la política de la representación piensa en términos de la coyuntura, la alternativa —pensar en términos de radicalidad—, consiste en afirmar la situación concreta, es decir, poner entre paréntesis la “globalidad”. No se trata de negar las coyunturas, sino de pensar en términos tales que las coyunturas sean elementos a tener en cuenta, pero que no determinen nuestras decisiones.

Esta capacidad es lo que los grupos radicales llaman autonomía: pensar con cabeza propia, y en función de la situación propia. Saber desoír los tiempos y las necesidades de “los actores de las coyunturas”. No se trata tampoco de negar las relaciones de representatividad, sino de no darles la importancia que tienen en la democracia capitalista.

Pensar en términos de acciones concretas de compañeros concretos: eso es radicalidad pura, anticapitalismo práctico y efectivo. No delegar, no crear “jetones” ni organizaciones para, en el orden de las superestructuras, pensar y actuar: eso es no-capitalismo concreto.

La radicalidad es el trabajo en la base (sabiendo que no hay otra cosa que la base, que no hay nada arriba de ella), es el pensar en función de la propia experiencia de lucha, la capacidad de transformar en situación las relaciones sociales. Esta opción implica también una investigación sobre la organización, sobre la búsqueda de una economía alternativa, sobre la relación con la gestión estatal, y sobre todos y cada uno de los problemas de las experiencias a través de verdaderos talleres, publicaciones y mesas del contrapoder.

Este marco es, además, el único en el que el importante y particular tema de la violencia puede ser entendido en su dimensión real. Se suele oir que los piquetes son violentos. Al respecto, no está demás recordar que la violencia no ha sido pensada, en los piquetes, desde la perspectiva de la lucha por el poder, ni desde la primacía de la estrategia coyuntural, ni de una organización centralizada; sino más bien se trata de un elemento mas del contrapoder, una asunción del nivel de violencia impuesta desde el poder, como una práctica descentralizada, y como forma legítima de la autodefensa.

Este es también un elemento de la investigación militante a desarrollar, un aspecto a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre la identidad, y la forma de desplegar los lazos del contrapoder.

11- La identidad como creación política

Hemos visto como dos formas de pensar tienen derivaciones políticas distintas. Porque no hay prácticas sin pensamiento. Siempre el pensamiento se materializa en las prácticas, a punto tal de no poder hacer, en la idea de praxis, ninguna diferencia entre pensamiento y práctica.

En la primera política se realza la estructura existente en la sociedad, tal como queda representada desde el análisis de coyuntura y el discurso del poder. Las identidades de trabajador, desocupado, pobre, surgen mecánicamente de la estructura social, productiva o distributiva, y se sujeta a cada trabajador con su calidad de trabajador, y a cada desocupado se le recuerda que él es un “sin-trabajo”. La multiplicidad se pierde. Y con ella la fuerza que tienen las identidades de lucha. Como decíamos más arriba no es esta la única forma de pensar las cosas, aún si es la dominante, y por tanto, la que aparece como la natural.

De hecho, las identidades que se van construyendo en lucha operan precisamente en forma inversa: en vez de expresar en la coyuntura a quienes forman parte del mismo casillero en la estructura social, lo que hacen es desestructurar la estructura misma. Los proletarios de Marx y los piqueteros de hoy, los zapatistas de México y los sin tierra de Brasil se resisten a las etiquetas y las sindicalizaciones, precisamente porque son nombres que identifican las fuerzas de la descalificación, de la desestructuración, de no aceptar su lugar en el sistema, ni el sistema mismo.

Así, la identidad de los insubordinados implica siempre una recreación, una resignificación. Los trabajadores luchan normalmente —y con toda justicia— por más salario, o se oponen a que se lo recorten. Pero los “trabajadores” como categoría política son quienes luchan contra la relación salarial. Los desocupados luchan por ocupación, por trabajo, por ingresar en la estructura productiva. Cuando esto no sucede, entonces luchan por un subsidio. Pero los “desocupados”, como identidad política, luchan contra la sociedad del trabajo enajenado, del individualismo y la competencia.

La identidad del movimiento piquetero, que está en plena construcción, es insubordinación, construcción de nuevos lazos sociales, contrapoder. La identidad del piquetero como insubordinado, o rebelde social, sin embargo, es frágil. Ella vive en el pensamiento, en la investigación, en la producción de los nuevos saberes políticos del contrapoder, y en el pueblo que lucha, resiste y crea. Allí no sólo radica su garantía, sino también su formidable potencialidad.

Hasta siempre.

Colectivo Situaciones

 

[1] Aspecto especialmente inquietante si se tiene en cuenta que parte de la diversidad del movimiento piquetero consiste, precisamente, en las múltiples formas en que cada movimiento asume la lucha: hay quienes lo hacen a cara desnuda, y quienes lo hacen con capuchas tipo zapatistas, o pañuelos celestes y blancos que cubren los rostros de los militantes. Lo mismo sucede con la directiva de “no cortar puentes” y “dejar alternativas de circulación” en los cortes de rutas.

[2] Como dice Luis Mattini en La Política como Subversión, “la potencia se sustenta en la subjetividad de la libertad, el poder se apoya en la objetividad de la necesidad”.

[3] Para una mayor profundidad ver el número 4 de Situaciones, actualmente en preparación.

[4] El surgimiento de D´Elía como líder/representante de las luchas de La Matanza se debe a una serie de factores: en primer lugar a una base social consolidada sobre todo en el movimiento de tomas de tierra en la Matanza, también el contar con una estructura como la FTV enmarcada en una estrategia de consolidación territorial de la CTA, y una formación política clásica para desarrollar y consolidar la institucionalización política del movimiento social,  que influyó  en acelerar la formalización del movimiento piquetero. Intenta captar al conjunto del movimiento y situarse como su representante máximo. El líder piquetero actúa así en consecuencia con la lógica del poder. Y pone en acción la dinámica del representante/representado, como dos cosas separadas y con distintas necesidades. El hecho de que el Movimiento de La Matanza no haya logrado impedir la autonomización del liderazgo de Luis D´elía es un serio motivo de reflexión.

[5] Ver al respecto el interesantísimo ensayo de Florence Aubenas y Miguel Benasayag: La fabricación de la información, Ed. Colihue, 2001.

[6] Esta idea fue tomada del pensador italiano contemporáneo Giorgio Agamben, quien la propone a partir de sus estudios sobre la naturaleza de la dominación nazi y su relación con la soberanía moderna.

[7] Entrevista al líder zapatista, a propósito de su llegada al DF, en la Caravana con que recorrieron medio país los representantes del EZLN, publicada en la Revista Proceso: marzo 2001.

Por una política más allá de la “vuelta” a la política (abril de 2013) // Entrevista a Mario Santucho, integrante del Colectivo Situaciones

Después del neoliberalismo. A 10 años del 2001 (diciembre de 2011) // Colectivo Situaciones

¿Qué hay después del neoliberalismo? Esta pregunta –es una hipótesis– encuentra un comienzo de respuesta en los efectos de aquellas luchas que, a partir de haber creado espacios colectivos, contribuyeron de modo significativo a deslegitimar y quebrar su hegemonía. En la Argentina actual, a 10 años de la crisis de legitimidad del neoliberalismo, esta discusión se encuentra en ebullición. ¿Pervive aún el neoliberalismo bajo otras formas?, ¿son los mismos sujetos que cuestionaron su legitimidad los que pueden proponer otro orden de cosas?, ¿cómo nombrar la complejidad, llena de oscilaciones entre “cierres” y “aperturas” de la fase iniciada a partir de 2003, caracterizada por un gobierno que toma como tarea propia la gestión de esta realidad gestada por la crisis? No pretendemos responder estas cuestiones –abiertas, difíciles– sino proponer una lectura de la última década en esta clave comprensiva, afirmando, en todo caso, las formas más paradojales de la presencia de lo que podríamos llamar efectos de movimiento sobre la situación actual, signada por una dinámica ambivalente en la cual las novedades y los arcaísmos tienden a yuxtaponerse bajo la forma de una praxis activa, investigativa, en el impasse. En la medida que el proceso parece cerrarse y se reabre a cada paso, fuerza a un nuevo y continuo arte de la problematización y a la construcción sutil de las vías de su profundización.

 

  1. Diez años de 2001: ¿cómo dura lo que dura?

A diez años de la crisis de 2001 que combinó la crisis de modelo económico con una multitudinaria (heterogénea y sostenida) resistencia en las calles y que acabó con la legitimidad política del neoliberalismo en Argentina[1], preferimos hablar de diez años de 2001: no pura «rememoración» o aniversario de una década que cambió el país, sino efectuación continua de esos procesos de subjetivación visibilizados durante la crisis. Postulamos que algo de ese tiempo aún dura -a pesar de los cambios vertiginosos que no dejan de sucederse- lo que nos permitirá soltar la fecha para aferrarnos a esa duración.

La herencia salvaje de 2001 es la creación práctica de una noción de autonomía nueva. Ya no «autonomía relativa» (con “respecto a”, por ejemplo, el estado) o «autonomismo» (moral y doctrina), sino convergencia de rasgo y horizonte, lucha y modo de vida. Simultáneamente premisa-horizonte, la autonomía surge no como adscripción a un lenguaje o tendencia particular, sino como “rasgo” de un ciclo de luchas que podemos caracterizar como “destituyentes” (en relación a la legitimidad del neoliberalismo puro y duro). Este rasgo dominó (no sólo en Argentina) las dinámicas de resistencia durante la década pasada. ¿Podemos suponer que sobrevive tal cual o bien que se ha disuelto?

La hipótesis que nos planteamos es la siguiente: estas formas de politización pueden considerarse por el modo específico que tienen de desarrollar efectos (siempre paradojales) sobre la totalidad de lo político. En la época de la crisis abierta, sus efectos fueron radicalmente destituyentes (como el “ya basta” zapatista o, sobre todo, la consigna omnipresente del 2001 argentino: “que se vayan todos”) y combinaban un rechazo del estado de cosas junto a una desarrollada capacidad de trazar ciertas líneas de irreversibilidad (en torno a las disposiciones represivas del estado y del lenguaje del “ajuste”). La pregunta que nos formulamos hoy es: ¿de qué manera, en este nuevo contexto, podemos identificar algo de estos modos de producir efectos, de señalar umbrales de intolerabilidad y líneas de defensa que determinan los modos de hacer y percibir a la vez que abren la pregunta por una gubernamentalidad más democrática, desafiando las pesadas tendencias de normalización-representativa del escenario habitualmente percibido como de poscrisis?

  1. Impasse

El impasse del horizonte autónomo se hizo evidente a partir de mitad de la década cuando los interrogantes de los diversos movimientos en torno al trabajo, el consumo, la tierra, la justicia, etc. fueron interpretados por los nuevos gobiernos –a veces con una efectividad considerable- como demandas a resolver, y como deudas pendientes a reparar, proponiendo así la base de constitución de una nueva legitimidad. Se trata de una modalidad limitada del reconocimiento que impactó significativamente en la medida que acompañó el desgaste que traían los movimientos  a la hora de dar formas más contundentes a sus perspectivas. Una vez convertidas en demandas, muchas de estas cuestiones fueron retomadas por el estado desde arriba: planes sociales, activación del consumo, etc. La detención del despliegue de la autonomía como forma política que se desarrollaba desde abajo y la convocatoria, desde el gobierno, a la constitución de un espacio efectivo de reconocimiento –aún si muy insuficiente en muchos aspectos– desplegó las condiciones del impasse de un horizonte político autónomo. Ese impasse perdura menos como derrota, liquidación o disolución de los rasgos autónomos, y más como un cambio de fase: de las micropolíticas de la crisis (momento destituyente), al momento actual en el que la reactivación de las diversas micropolíticas se expanden sin un horizonte autónomo común, en el contexto de una polarización política entre el gobierno (con todas sus contradicciones) y una oposición reaccionaria.

El impasse se revela como condición nueva para la dinámica de lo político: proponemos el término de promiscuidad para denominar el espacio en el que circulan sin un orden predefinido, bajo una mezcla –aunque no híbrida-, elementos lingüísticos, culturales, comunicacionales formando un territorio abigarrado que no reconoce sentidos a priori[2]. Las nuevas politizaciones emergen de este terreno y tienen por desafío producir nuevos sentidos sin aspirar a gobernar o a ordenar la complejidad de la que surgen.

  1. Rasgo y duración

Hablamos de nuevas politizaciones en el marco del impasse en la medida en que captamos la simultaneidad de algo que continúa junto a algo que muta. La fusión de premisa y horizonte que la fuerza destituyente tendía a producir es lo que persiste al punto de comprender hasta dónde ha mutado. El propio impasse resulta inseparable de los esfuerzos por redeterminar los trazos de continuidad y de mutación a los que asistimos: la desactivación de la escena caracterizada por la centralidad de una máquina social destituyente dio lugar, junto a una tendencia normalizadota de poscrisis, a un movimiento de diseminación-proliferación de modos más extensos y menos reconocibles de desestabilizar las formas de hacer y de pensar que afectan al conjunto de lo político.

Mientras el impasse se caracteriza por la coexistencia entre unas posibilidades que surgen de la praxis colectiva y una incapacidad de desbloquear las formas reaccionarias de representarlas y de constituir espacios propios, persiste un proceso de rasgos autónomos que puede rastrearse en unas micropolíticas de nuevo tipo[3] que guardan, a pesar de las evidentes mutaciones del cuadro general, una comunicación interna (resonancias) que las ligan por derecho propio a algunos de aquellos rasgos de de 2001.

Para comprender esta comunicación es preciso, ante todo, resistir las tentativas de separar exteriormente estas fases diferentes del proceso de politización a partir de quebrar en dos los rasgos autónomos fundamentales, que sólo la captación de una sinuosa temporalidad mutante nos muestra.

En efecto, desde una perspectiva formalista tiende a interpretarse el desenlace actual del proceso político a partir de una derrota del proyecto de una plena afirmación de las micropolíticas destituyentes de la crisis, expresadas en los movimientos que las protagonizaron. Bastaría echar un simple vistazo a las características de la vida política argentina contemporánea para confirmar que la excepción[4] positiva que los movimientos expresaron durante la crisis está prácticamente aniquilada. Y que en su lugar se desarrollan procesos “populistas” de coordenadas más comprensibles y previsibles.

Contra este tipo de simplificaciones proponemos tomar en serio la persistencia de rasgos autónomos de politización, que tienden a desbordar las categorías y formas organizativas en una dinámica problematizante que escapa a los marcos de toda normalización, replanteando una expectativa emancipatoria anidada en aquel rasgo.

El rasgo, entonces, persiste y muta[5]. En tanto que persiste, ofrece una genealogía,  una perspectiva, para la cuestión del trazado del horizonte (la ruptura con un núcleo pedagógico/jerárquico y con toda preexistencia cristalizada de sentidos-consignas; una orientación a la apertura y un tono libertario para tratar las diversas situaciones), en lo que Raquel Gutiérrez denomina el dibujo de un «horizonte común»: un movimiento de totalización sin síntesis institucional definitiva.  En tanto que muta, en cambio, inventa formas en las nuevas las condiciones activando procesos de cuestionamiento en torno a la vida urbana, el trabajo, los recursos naturales, las políticas sobre los medios de comunicación, la identidad, la distribución del ingreso, medio-ambientales, las políticas anti-represivas, o sobre género, racismo, etc.

Cuando insistimos en la recreación del rasgo, de este vínculo interno entre micropolíticas diversas, entre premisa y horizonte, enfrentamos  una interpretación del proceso político en curso que enfatiza, al contrario, la escisión de esta unidad compleja en, por un lado, «rasgo» autónomo que sería algo así como la “infancia” de los movimientos en la fase radical de sus demandas, es decir, en su condición pre-política, objeto de cierta sociología de los movimientos sociales, y el “horizonte”, comprendido (en su desconexión respecto de sus premisas materiales) como una dimensión meramente utópica, carente de toda perspectiva estatal seria.

En tanto que componentes de un proceso abierto, premisa y horizonte constituyen las dimensiones de una interrogación viva de la praxis y no, como a veces se pretende, un caso cerrado, en relación al impasse  de lo político

  1. La “vuelta” de la política

El efecto actual de estos diez años de 2001 redunda en la imposibilidad de un cierre, de una desconfianza activa a cualquier traducción final de lo social en lo político y en la congénita fragilidad de los discursos que intentan hacer eje en la rehabilitación de los modos más reaccionarios de gestión política. Es cierto que ya no estamos ante la proliferación de micropolíticas de la crisis -si bien en cierto modo no hemos abandonado nunca del todo esa situación-.  En todo caso, nuestra pregunta es: ¿cómo realizar el pasaje de aquellas micropolíticas de la crisis que forzaron la deslegitimación de las instituciones neoliberales a una micropolítica efectiva en un contexto diferente (siempre dentro de las coordenadas sudamericanas y en particular argentinas), signado tanto por el impasse de lo político, como por una tentativa de salida que se funda en una recomposición del juego de la macropolítica?

La complejidad de la situación presente está dada por la convivencia, como trama de la apertura, de las politizaciones desde abajo (con los rasgos ya apuntados) junto con el llamado «retorno de la política«, entendido como «retorno del estado» y el “conflicto de intereses”, cuyo punto de verdad y de eficacia consiste en asignar las responsabilidades históricas de la crisis al mercado y a las grandes corporaciones financieras, al tiempo que se rehabilita al estado nacional (locus de la política) como alternativa deseable y necesaria. El estado se vuelve así pieza clave de pretensiones diversas, inflacionando su presencia discursiva, y desplazando de su terreno toda otra posibilidad constituyente.

Este “retorno de la política” ha experimentado una considerable extensión material-simbólica. Entre sus méritos se encuentra el hecho de reproponer la cuestión política en el debate público, ligada a una reivindicación de derechos postergados. Entre sus límites, la elusión de la travesía necesaria en torno al impasse de lo político y sus causas (la dinámica de la acumulación capitalista y, en el frente opuesto, el concierto de las resistencias de los llamados movimientos sociales durante las últimas décadas).

Resume bien esta situación la posición del politólogo argentino Ernesto Laclau  que identifica populismo de izquierda con una teoría de la política como democracia radical a partir de considerar lo social como conjunto de demandas articuladas en una lógica de equivalencias simbólicas, como parte de la constitución de un juego provisorio de las hegemonías aleatorias.

Esta lectura de la activación de la política goza hoy de todo su prestigio en la medida en que se la recibe como contestación respecto de las doctrinas neoliberales, aún si se hace evidente que la política populista de Laclau contiene una cara puramente ordenancista que parte de considerar/convertir los conflictos en demandas (representación de carencias destinadas al orden cerrado que debiera aunque sea oírlas, o bien orientadas a un gobierno democrático que las atiende), calcando su modelo político de las teorías formalistas del lenguaje e identificando “populismo” con los procesos nacional-populares burgueses de los años ´60 y, por tanto, “congelando” –como lo ha señalado recientemente León Rozitchner– procesos  originales en curso, en condiciones diferentes y con perspectivas –por suerte– más abiertas.

Las filosofías de la hegemonía puramente simbólica vuelven a proponer un interés en la política, pero lo hacen restringiendo toda consideración sobre las condiciones subjetivas y materiales de los procesos en su originalidad y actualidad y substrayendo, sobre todo, lo que los sujetos en juego aportan de modo directamente productivo.

El problema que nos planteamos es mucho menos el de bloquear o refutar estas pretensiones de un reverdecer de la política –particularmente vistoso en Sudamérica– como el de abrir aún más las posibilidades, las politizaciones efectivas, que puedan desplegarse en este nuevo contexto.

  1. Las politizaciones más allá de la (vuelta de la) política

Una perspectiva infrapolítica traza una genealogía propia y trabaja a (cierta y fundamental) distancia de la discursividad institucional, aunque coexistiendo –y vinculándose de mil modos- con ella en la tentativa de reorganizar nuevas posibilidades y confrontaciones. En este sentido, no se ampara ni se equipara con una política de grupo, refugiada, ensimismada.

Nuevas politizaciones, aventuramos, nombra los modos impropios, bárbaros, innovadores, de vivir lo público. Da cuenta, en otras palabras, de un campo de experimentación de lo común que insiste en sus rasgos de autonomía, que se fortalece en su sensibilidad desobediente y que inventa desde abajo otras formas de la organización cotidiana. La activación de esta pluralidad de formas y lenguajes vuelve insuficiente toda tentativa de simplificar esta riqueza al mero encuadramiento (macropolítico). Confiamos en estas nuevas politizaciones como forma de sostener la apertura en términos de una profundización democrática.

Estos modos de politización parten menos de una coherencia discursiva y/o ideológica y más de una serie de luchas (de visibilidad oscilante) que toman como punto de partida las condiciones y los modos de vida[6]. Lucha contra la ampliación de la frontera sojera y los desplazamientos de los campesinos, luchas contra la precarización y tercerización del trabajo, lucha contra el uso intensivo y sin control de los llamados recursos naturales, luchas contra el gatillo fácil, el racismo y la guetificación urbana (y contra sus políticas de «seguridad»), etc.
Es evidente que estas dinámicas de politización han variado mucho desde el 2001 a la fecha. Si durante la fase «destituyente» los movimientos sociales atacaban al estado neoliberal constituyendo prácticas capaces de confrontar con el estado en áreas como el control de la moneda (trueque), de la contraviolencia (piquete) y del mando político sobre diversos territorios (asambleas), una parte de esos mismos movimientos enfrentan el dilema sobre los modos de participar (cuándo y cómo) de la nueva gubernamentalidad, expresando así uno de los rasgos característicos de esta nueva fase del estado.

Y, sin embargo, las formas difusas y permanentes de una cierta movilidad social atraviesan todas estas modalidades. El desborde, como dinámica de apertura, renueva la autonomía como premisa y horizonte en el que promover una interlocución sensible, permeable a diversos problemas que no se agotan en una discursividad «neo-desarrollista» (una discursividad, ésta, tan eficaz como pobre en sus fundamentos: el consumo como sentido primordial de las vidas, la cultura del trabajo como fundamento de la dignidad, los recursos naturales como recursos económicos, el Estado como racionalidad superior, etc.).

  1. Apertura y excepción

2001 inauguró en nuestro país la excepción como condición de época, como terreno concreto de la política. Como debilitamiento de la lógica republicana-representativa y como imposibilidad de dar por sentada la obediencia a la regla. Como desafío que dio lugar a un tratamiento gubernamental no convencional de la excepción: convivir con ella sin maximizarla pero, al mismo tiempo, sin acabar de conjurarla. La excepción se perpetúa en tanto que la soberanía del Estado, aún cuando se habla sin cesar de su vuelta, no es capaz de monopolizar la organización del entramado social, territorial, cotidiano, de millones de personas. Ni de dotarla de sentido. La excepción, entonces, como condición de época obliga a una invención de dispositivos de gobierno de nuevo tipo, lo cual supone incorporar los enunciados y los métodos producidos desde abajo en la gestión misma de lo social, habilitando simultáneamente toda una serie de reconocimientos y de perversiones. Así, es probable que en la relación entre momento de apertura y excepción se juegue algo fundamental del orden de la intensidad democrática. Y de la explicitada necesidad de su profundización.

Es imposible dejar de lado el mapa latinoamericano. En aquellos países donde hubo movilizaciones que trastornaron los pilares del sistema de representación (Venezuela, Ecuador y Bolivia), un mismo tipo de maquinaria política fue implementada por los gobiernos que le siguieron: una combinatoria de redes extensas y difusas que canalizan y traducen la energía popular con mandos explícitos y personalizados que concentran la capacidad de decisión e iniciativa. El acierto de estos gobiernos se vincula estrechamente con el hecho de haber reconocido la incompetencia de ciertas estructuras partidarias e institucionales (aún cuando en los hechos cueste replantear el problema de la organización política en términos alternativos a la de los partidos políticos con imbricaciones en el aparato del estado). Sin embargo, esta incapacidad para construir mecanismos que confíen plenamente en la democratización de las decisiones y de los recursos, los ubica en una posición de perpetua debilidad.

Entre el ejercicio cotidiano de la gestión gubernamental y los impulsos autónomos de organización popular no logran gestarse instituciones políticas de nuevo tipo. Los intentos se han multiplicado: asambleas constituyentes, políticas sociales cuasi universales, partido único de la revolución, transversalidades electorales, concertaciones partidarias; expresiones, todas, de esta tentativa a escala continental de creación de nuevas dinámicas institucionales.

Pero los resultados son escasos y demasiado ambivalentes. No es casualidad, en este marco, que ese espacio propiamente público donde se dirimen las hegemonías y se prueban los discursos haya sido ocupado por los medios de comunicación que disputan palmo a palmo las alternativas de estos procesos.

  1. Micropolíticas

Entre los años 2008 y 2010[7] se recrea una nueva dinámica micropolítica propiamente kirchnerista, sobre todo a partir de diversas redes sociales que asumen su propia politización bajo las banderas de una defensa del gobierno frente a los ataques de las fracciones de la élite que no acepta las reformas planteadas.

Estos procesos forman parte, junto con muchos otros, de la mutación de la que venimos exponiendo en el tono de la politización y, en tanto tales, incorporan una serie de interrogantes al proceso. ¿Cómo se puede compartir transversalmente estas politizaciones que asumen la coexistencia y el roce mas próximo con los procesos de cierre que se dan en el propio espacio de apoyos al gobierno con aquellos que por diversas razones no parten de la premisa de defender al gobierno?; ¿cómo se replantea la relación con el mundo simbólico ligado a la historia de las militancias de las últimas décadas que afecta hoy el sentido[8] mismo de lo que se entiende por “militancia” y “politización”?, ¿cómo fortalecer mutuamente estas politizaciones en comunicación estrecha con la proliferación de una extendida infrapolítica que enfrenta de modo directo los rasgos menos alterados del proceso de acumulación de capital que hace eje en la exportación de materias primas (neo-extractivismo), lo cual abarca el extendido proceso de luchas medioambientales y de los pueblos originarios contra la minería, la contaminación, la extensión de la frontera agraria, pero también las formas de represión social a los jóvenes de los barrios, a las poblaciones desplazadas del campo, etc.?

Se trata menos, entonces, de pensar si adherir o no a los espacios ligados a una micropolítica kirchnerista y más de elaborar las formas de extender una politización abierta, capaz de poner en común (y no de enfrentar) luchas de una naturaleza democrática compartida, que acompañan, cada una a su manera, la cuestión problemática del horizonte autónomo como momento de reanimación del conjunto del proceso de ruptura con el neoliberalismo, y no meramente de construcción de un “neoliberalismo nacional distributivo” fundado en el paradigma neodesarrollista que el mercado global nos destina.

  1. Desafíos

Coexisten en el país, entonces, al menos dos dinámicas que organizan territorialidades diferentes. Por un lado, el plano de reconocimiento de derechos de inclusión (que mixturan políticas asistenciales con nuevas formas de ciudadanía) y de consolidación de conquistas simbólicas sobre la memoria y la justicia vinculadas a los crímenes de la dictadura. En este plano se incluye el axioma que inhibe la represión estatal del conflicto social, una de las conquistas más profundas en lo que hace a las nuevas formas de gobernar en presencia de movimientos y de luchas sociales. Las inconsistencias en la aplicación de este axioma (asesinatos y aprietes en manos de bandas sindicales que atacan a trabajadores tercerizados, guardias armadas por terratenientes, policías provinciales y locales de gatillo fácil, así como la creciente presencia de la gendarmería en villas y barrios) obligan a profundizar y extender su potencia y alcance.
Por el otro, se afirma una tendencia de alcance regional: la reconversión de buena parte de la economía a un neo-extractivismo (minería, extensión de la frontera de la soja, disputas por el agua, los hidrocarburos y la biodiversidad) que incorpora de manera directa a diversos territorios al mercado mundial y de cuyas actividades surgen los ingresos que sostienen fiscalmente a muchas de las economías provinciales y políticas sociales, así como la imagen de una nueva modalidad de intervención estatal[9]. La imbricación de estas dos territorialidades es evidente. Ambas convergen para configurar los rasgos de un patrón de concentración y acumulación de la riqueza que se articula, en la primera de las dinámicas, con rasgos democráticos y de ampliación de derechos.
A la polarización política de los últimos años se le sobreimpone, ahora, un nuevo sistema de simplificación dual: cada una de estas territorialidades es utilizada para negar la realidad que aporta la otra. O bien se atiende a denuncias en torno a la nueva economía neo-extractivista, o bien se da crédito a las dinámicas ligadas a los derechos humanos, la comunicación, etc. Como si el desafío no consistiese, justamente, en

articular (y no en enfrentar) lo que cada territorio enuncia como potencial democrático y vital. La riqueza de los procesos actuales se da, al contrario, en la combinación de los diferentes ritmos y tonos de las politizaciones, abandonando las disyunciones campo-ciudad, interior-capital, etc., y asumiendo las premisas transversales a las luchas por la reapropiación de recursos naturales, así como de los diferentes procesos de valorización de los servicios, de la producción, de las redes sociales como fuentes de la riqueza común. Estas combinaciones son las que permiten valorar la calidad inmediatamente política de las luchas que evidencian la trama colonial y racista en la redistribución excluyente de poder territorial, jurídico y simbólicos en villas y haciendas, en talleres y barrios que se extiende a los lugares de trabajo bajo el modo de contratación en blanco y en negro, estables y precarizados, etc.
La politicidad emergente resulta casi imperceptible en su materialidad si no se asume la complejidad de esta trama, si no se crean los espacios concretos de articulación de esta variedad de experiencias. Y su radicalidad es inseparable de la exigencia de elaborar para cada una de estas situaciones un sentido preciso de lo que significa la dinámica de desborde y apertura que se juega en cada momento

El neoliberalismo no es simplemente un modelo económico de rasgos definidos, sino una estrategia dinámica de dominación cuyo fundamento es una disposición/apropiación de los bienes comunes y, por tanto, un proceso de producción de modos de vida. El paso de una fase a otra dentro de esta racionalidad no puede resultar suficiente, incluso si trae aparejadas algunas ventajas. El desafío de los movimientos (nuevas politizaciones) consiste, creemos, en radicalizar los replanteos a fondo, seaacompañando desde una perspectiva autónoma y crítica todo aquello que toque festejar y defender de esos gobiernos y, al mismo tiempo, experimentando nuevas estrategias propias capaces de revisar los términos mismos que restringen las conquistas de mayores libertades comunes.

[1] No es este el lugar para retomar una descripción del protagonismo colectivo y sus figuras más emblemáticas (movimientos de desocupados, cortes de rutas, asambleas de vecinos/as, fábricas recuperadas, redes del trueque, “cartoneros”, y otras formas de acción directa como los “escarches”. Para un desarrollo de estos procesos de subjetivación colectivos durante la crisis se puede consultar la edición norteamericana de 19 y 20 y del libro de escraches )

[2] Para desarrollar esta discusión, ver las intervenciones/discusiones que El Colectivo 2 de La Paz realiza al texto “Inquietudes en el impasse”, en revista Nº 3 de El Colectivo2, marzo de 2010.

[3] Las micropolíticas actuales, que llamamos “infrapolíticas”, operan de otro modo. Surgen por debajo de las grandes líneas de representación de la macropolítica, pero no pueden desentenderse de ellas. No poseen el poder destituyente de entonces, pero tienen, en cambio, un vigor de replanteo más maduro al interior de procesos locales de sentido que pugnan por interpelar públicamente.  Como las micropolíticas de la crisis, poseen capacidad de negociación y de conquista de ciertas fronteras de irreversibilidad, así como el común cuestionamiento de la legitimidad del núcleo pedagógico, del discurso de mando, del ajuste y de la represión.

[4] Cuando nos referimos a una “excepción positiva” lo hacemos en un sentido preciso. Las luchas democráticas que durante la última década alteraron la fisonomía de una parte del Cono Sur tuvieron, entre sus efectos, la neutralización relativa de las políticas de “estado de excepción” securitista que se activaron sobre todo luego del 11-S. En el mismo período –segunda mitad del 2001– la insurrección argentina presionaba por desmantelar un escenario represivo como salida a la crisis. La excepción, para el caso sudamericano, no tiene entonces el sentido negativo (tratamiento schmittiano de la excepción) que buena parte de la bibliografía actual da al considerarla como “estado de excepción”, “global” y “permanente” (en parte de Europa y los EE.UU.),  sino un sentido positivo en tanto fuerza que empuja a la invención de derechos y nuevas formas de la praxis colectiva.

[5] Aunque no sea este el momento para desarrollarlo, el rasgo autónomo de las luchas no resulta una excepción en la historia contemporánea argentina. Como lo muestra la historia del clasismo durante fines de los años 60 y comienzos de los años 70, la tendencia al desborde colectivo respecto las formas de la hegemonía política (liderazgos y representaciones de naturaleza heterónoma) no es exclusividad del 2001. Tal vez estas cumbres de autonomía política y social, y de grandes crisis, deban ser entendidas menos como rarezas espontáneas, y más como convergencias a gran escala de procesos singulares de autonomía que se recrean de modo continuo y de diversas formas en el cuerpo colectivo.

6 Incluimos muy especialmente en estos procesos de politización la creación de pensamiento y de práctica de un modo no separado. Aún si no es este el momento para desarrollar este punto, dejamos sentada la nada evidente cuestión relativa a la politización de la producción de conocimientos.  Efectivamente, como parte de los procesos en que estamos implicados hay que contar la innovación –a diez años de 2001– de una tentativa sostenida por ligar actividad de investigación y actividad política, actividad de edición de textos y de imágenes junto con procesos de composición social, producción de conceptos y de afectos no como parte de dos espacios diferentes, cuya relación deseada siempre se nos escapa, sino, al contrario, como uno de los momentos efectivos de subjetivación colectiva.

[7] Fechas que delimitan una impresionante aceleración del proceso político, que arranca con la larga rebelión victoriosa de los productores y exportadores de granos (sobre todo, aunque no exclusivamente soja, que en aquel momento cotizaba a precios exorbitantes), a la derrota electoral de medio término del gobierno a mediados del 2009, pasando por la fulminante reacción de éste último con medidas muy esperadas como la ley de desmonopolización de los medios de comunicación, la asignación de planes sociales a menores de edad, la estatización del sistema de pensiones y el llamado a paritarias salariales, celebración multitudinaria del bicentenario nacional con un contenido cultural y narrativo abierto, incluyente y popular, hasta la conmocionante muerte de Néstor Kirchner como presidente de la Unsaur en octubre del 2010.

[8] Durante la fase que llamamos micropolíticas de la crisis la memoria de las luchas de los años setentas fueron retomadas por una nueva generación que buscaba recrear las formas de la intervención política radical. Durante el gobierno de Kirchner esa herencia se volvió más compleja cuando fue incorporada como política de estado. Entre el homenaje y el recuerdo (memoria del pasado), y la inspiración para invenciones por venir (imaginación política) hay un conflicto en curso que concierne a las politizaciones actuales.

[9] Ver al respecto los trabajos recientes de Eduardo Gudynas. Por ejemplo, “Más allá del nuevo extractivismo: transiciones sostenibles y alternativas al desarrollo, en El  desarrollo en cuestión, Ivonne Farah y Fernanda Wanderly (coordinadoras). CIDES y Plural, La Paz, 2011.

De chuequistas y overlockas (abril de 2011) // Colectivo Simbiosis Cultural y Colectivo Situaciones

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De aperturas y nuevas politizaciones (06/12/10) // Colectivo Situaciones

El desborde

Un momento de apertura política está marcado tanto por la dificultad de nombrarlo de modo fácil y preciso como por la pluralidad de significados que despierta. De allí su fuerza para trastocar la escena. Aquello que se abre también se escapa de foco: hace visible simultáneamente varios planos, en un tiempo desigual y combinado. A ese momento de apertura se lo vive con cierta perplejidad: la falta de definiciones no es, sino, efecto de lo que se resiste a ser encuadrado. Tal vez una imagen posible, a la altura de esa indefinición, sea la del desborde. Toda una secuencia de hechos históricos pueden caracterizarse por ese fugarse de lo previsto. Es esa dinámica lo que vuelve a estos hechos momentos irreversibles y únicos, capaces de reinventar el almanaque. Doble fuerza del desborde, entonces: la de salirse del cauce (como lo hace el agua) y superar las previsiones, pero también la de hacer visible una vivencia de exaltación colectiva, una demostración intensa de sentimientos.

 

La plaza de Mayo que se pobló tras la muerte de Kirchner (y los días siguientes) tuvo esa impronta de desborde. Tal vez su sentido más evidente haya sido defensivo: dejar claro y constatar entre los muchos que allí nos encontramos que no se admitirá un retroceso. Esto es: ni la imposición de escenarios represivos (esbozados ante todo en el criminal asesinato de Mariano Ferreyra) ni la marcha atrás de medidas de gran relevancia popular, ya asumidas colectivamente como derechos adquiridos. La convocatoria resultó sorpresiva y diversa. Imposible sería adjudicar esas presencias a la capacidad organizativa de los grupos más consolidados. Necesario resulta comprender hasta qué punto ese torrente desdibuja y rebasa todo tipo de polarización prefabricada o maniquea de los sentires. Al contrario, la fuerza de esa plaza fue la de exhibir una voluntad de profundización democrática: una nueva explicitación de esa potencia activa e intangible, sin traducción lineal, pero poderosa y decisiva que se hace presente en la calle para otorgar o retirar legitimidad a quienes ocupan el sistema político. Hay quienes llaman a esto espontaneidad. Se trata, creemos, de un efectivo sentido de la urgencia y un decidido ejercicio de la fuerza social.

 

La excepción

Las resonancias y las diferencias con aquella plaza de fines de 2001 son múltiples aunque no obvias. Si por entonces también se desarmó la salida represiva ya en marcha (imposición del “Estado de sitio” y asesinatos a decenas de manifestantes y militantes en esas jornadas), era evidente que la masiva convocatoria que puso fin a la legitimidad neoliberal adoptó, en plena crisis, la forma de una destitución salvaje. Sin embargo, aquel movimiento inauguró algo que el kirchnerismo supo advertir desde el comienzo: la excepción como condición de época, como terreno concreto de la política. Como debilitamiento de la lógica republicana-representativa y como imposibilidad de dar por sentada la obediencia a la regla. Como desafío que dio lugar a un tratamiento no convencional de la excepción: convivir con ella sin maximizarla pero, al mismo tiempo, sin acabar de conjurarla. La excepción se perpetúa en tanto que la soberanía del Estado, aún cuando se habla sin cesar de su vuelta, no es capaz de monopolizar la organización del entramado social, territorial, cotidiano, de millones de personas. Ni de dotarla de sentido.

La excepción, entonces, como condición de época obliga a una invención de dispositivos de gobierno de nuevo tipo, lo cual supone incorporar los enunciados y los métodos producidos desde abajo en la gestión misma de lo social, habilitando simultáneamente toda una serie de reconocimientos y de perversiones.

Así, es probable que en la relación entre momento de apertura y excepción se juegue algo fundamental del orden de la intensidad democrática. Y de la explicitada necesidad de su profundización.

 

 

Complejidades

Es imposible dejar de lado el mapa latinoamericano. En aquellos países donde hubo movilizaciones que trastornaron los pilares del sistema de representación (Venezuela, Ecuador y Bolivia), un mismo tipo de maquinaria política fue implementada por los gobiernos que le siguieron: una combinatoria de redes extensas y difusas que canalizan y traducen la energía popular con mandos explícitos y personalizados que concentran la capacidad de decisión e iniciativa. El acierto de estos gobiernos se vincula estrechamente con el hecho de haber reconocido la incompetencia de ciertas estructuras partidarias e institucionales (aún cuando en los hechos cueste replantear el problema de la organización política en términos alternativos a la de los partidos políticos con imbricaciones en el aparato del estado). Sin embargo, esta incapacidad para construir mecanismos que confíen plenamente en la democratización de las decisiones y de los recursos, los ubica en una posición de perpetua debilidad.

Entre el ejercicio cotidiano de la gestión gubernamental y los impulsos autónomos de organización popular no logran gestarse instituciones políticas de nuevo tipo. Los intentos se han multiplicado: asambleas constituyentes, políticas sociales cuasi universales, partido único de la revolución, transversalidades electorales, concertaciones partidarias; expresiones, todas, de esta tentativa a escala continental de creación de nuevas dinámicas institucionales.

Pero los resultados son escasos y demasiado ambivalentes. No es casualidad, en este marco, que ese espacio propiamente público donde se dirimen las hegemonías y se prueban los discursos haya sido ocupado por los medios de comunicación que disputan palmo a palmo las alternativas de estos procesos.

 

 

Las politizaciones más allá de la (vuelta de la) política

Del “¡Qué se vayan todos!” de las plazas de fines de 2001 al ejercicio de un reconocimiento popular hacia el actual gobierno (y a la figura de la presidenta en particular) de las plazas de fines de 2010 no hay una inversión literal. Ni, como se insistió, un camino sin más de la crisis del sistema político a su resurrección. Ni la evidencia gratificante del pasaje del infierno a la salvación. Más bien, ambos momentos pueden leerse como situaciones de alerta social en extremo sensible a los “signos de cierre” (signos de cierre provenientes de todas las fracciones ordenancistas con fuerza dentro y fuera del partido de gobierno, que se querrán llevar adelante en nombre del bien de todos, con el lenguaje del partido, del sindicato, del estado, de los pobres, de los trabajadores, de la militancia popular, etc).

De allí la complejidad de la situación presente; una situación en la que conviven, como trama de la apertura, las politizaciones desde abajo (y sus rasgos autónomos) con el llamado “retorno de la política”, entendido como  “retorno del estado”. Este “retorno”, podría decirse, tiene el mérito indiscutido de actualizar la cuestión de la política. Sin embargo, corre serios riesgos de hacerlo en términos de una discursividad que no supera el reestableciento del orden institucional y sus actores predilectos: partidos, sindicatos, intelectuales. En este sentido, la politización (en una perspectiva infrapolítica) traza una genealogía propia y trabaja a (cierta y fundamental) distancia de la discursividad institucional, aunque coexistiendo con ella en la tentativa de reorganizar nuevas posibilidades y confrontaciones.

 

 

Aperturas

Nuevas politizaciones, aventuramos, nombra los modos impropios, bárbaros,  innovadores, de vivir lo público. Da cuenta, en otras palabras, de un campo de experimentación de lo común que insiste en sus rasgos de autonomía, que se fortalece en su sensibilidad desobediente y que inventa desde abajo otras formas de la organización cotidiana. La activación de esta pluralidad de formas y lenguajes vuelve insuficiente toda tentativa de simplificar esta riqueza al mero encuadramiento. Confiamos en estas nuevas politizaciones como forma de sostener la apertura en términos de una profundización democrática.

Estos modos de politización parten menos de una coherencia discursiva y/o ideológica y más de una serie de luchas (de visibilidad oscilante) que toman como punto de partida las condiciones y los modos de vida. Lucha contra la ampliación de la frontera sojera y los desplazamientos de los campesinos, luchas contra la precarización y tercerización del trabajo, lucha contra el uso intensivo y sin control de los llamados recursos naturales, luchas contra el gatillo fácil, el racismo y la guetificación urbana (y contra sus políticas de “seguridad”), etc.

Es evidente que estas dinámicas de politización han variado mucho desde el 2001 a la fecha. Si durante la fase “destituyente” los movimientos sociales atacaban al estado neoliberal constituyendo prácticas capaces de confrontar con el estado en áreas como el control de la moneda (trueque), de la contraviolencia (piquete) y del mando político sobre diversos territorios (asambleas), una parte de esos mismos movimientos enfrentan el dilema sobre los modos de participar (cuándo y cómo) de la nueva gubernamentalidad, expresando así uno de los rasgos característicos de esta nueva fase del estado.

Y, sin embargo, las formas difusas y permanentes de una cierta movilidad social atraviesan todas estas modalidades. El desborde, como dinámica de  apertura, renueva la autonomía como premisa y horizonte en el que promover una interlocución sensible, permeable a diversos problemas que no se agotan en una discursividad “neo-desarrollista” (una discursividad, ésta, tan eficaz como pobre en sus fundamentos: el consumo como sentido primordial de las vidas, la cultura del trabajo como fundamento de la dignidad, los recursos naturales como recursos económicos, el Estado como racionalidad superior, etc.).

 

 

Desafíos

Coexisten en el país al menos dos dinámicas que organizan territorialidades diferentes. Por un lado, el plano de reconocimiento de derechos de inclusión (que mixturan políticas asistenciales con nuevas formas de ciudadanía) y de consolidación de conquistas simbólicas sobre la memoria y la justicia vinculadas a los crímenes de la dictadura. En este plano se incluye el axioma que inhibe la represión estatal del conflicto social, una de las conquistas más profundas en lo que hace a las nuevas formas de gobernar en presencia de movimientos y de luchas sociales. Las inconsistencias en la aplicación de este axioma (asesinatos y aprietes en manos de bandas sindicales que atacan a trabajadores tercerizados, guardias armadas por terratenientes, policías provinciales y locales de gatillo fácil, así como la creciente presencia de la gendarmería en villas y barrios) obligan a profundizar y extender su potencia y alcance.

 

Por el otro, se afirma una tendencia de alcance regional: la reconversión de buena parte de la economía a un neo-extractivismo (minería, extensión de la frontera de la soja, disputas por el agua, los hidrocarburos y la biodiversidad) que incorpora de manera directa a diversos territorios al mercado mundial y de cuyas actividades surgen los ingresos que sostienen fiscalmente a muchas de las economías provinciales y políticas sociales, así como la imagen de una nueva modalidad de intervención estatal. Los asesinatos de los pobladores de la comunidad toba en Formosa que se oponían al desalojo de sus tierras son parte de un modelo de despojo (de la tierra) y desposesión (de recursos) que está en el centro de esta tensión.

La imbricación de estas dos territorialidades es evidente. Ambas convergen para configurar los rasgos de un patrón de concentración y acumulación de la riqueza que se articula, en la primera de las dinámicas, con rasgos democráticos y de ampliación de derechos.

A la polarización política de los últimos años se le sobreimpone, ahora, un nuevo sistema de simplificación dual: cada una de estas territorialidades es utilizada para negar la realidad que aporta la otra. O bien se atiende a denuncias en torno a la nueva economía neo-extractivista, o bien se da crédito a las dinámicas ligadas a los derechos humanos, la comunicación, etc. Como si el desafío no consistiese, justamente, en articular (y no en enfrentar) lo que cada territorio enuncia como potencial democrático y vital. La riqueza de los procesos actuales se da, al contrario, en la combinación de los diferentes ritmos y tonos de las politizaciones, abandonando las disyunciones campo-ciudad, interior-capital, etc., y asumiendo las premisas transversales a las luchas por la reapropiación de recursos naturales, así como de los diferentes procesos de valorización de los servicios, de la producción, de las redes sociales como fuentes de la riqueza común. Estas combinaciones son las que permiten valorar la calidad inmediatamente política de las luchas que evidencian la trama colonial y racista en la redistribución excluyente de poder territorial, jurídico y simbólicos en villas y haciendas, en talleres y barrios que se extiende a los lugares de trabajo bajo el modo de contratación en blanco y en negro, estables y precarizados, etc.

La politicidad emergente resulta casi imperceptible en su materialidad si no se asume la complejidad de esta trama, si no se crean los espacios concretos de articulación de esta variedad de experiencias. Y su radicalidad es inseparable de la exigencia de elaborar para cada una de estas situaciones un sentido preciso de lo que significa la dinámica de desborde y apertura que se juega en cada momento.

 

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 6 de diciembre de 2010

Educación liberadora: pedagogías críticas, colectivas y dialógicas (20/10/10) // Verónica Gago y Diego Sztulwark – Colectivo Situaciones

 

Riobamba, Ecuador / 20 de octubre de 2010

 

RESUMEN

 

1.

El recorrido del Colectivo Situaciones empieza, en el año 2000, con un desplazamiento de la universidad a otros territorios que surgen en nuestro país como situaciones concretas de lucha y pensamiento: movimiento de desocupados, de hijos de desaparecidos, de campesinos, experiencias alternativas de educación. En ellas, era posible experimentar un modo nuevo de plantear los problemas de la transformación social y se hizo necesario inventar un vocabulario que diera fuerza a esos desafíos.

Nos propusimos un “método” que fuimos teorizando en la práctica y en el intercambio con otros; le llamamos investigación militante.

 

2.

La investigación militante trabaja en un plano que denominamos infrapolítica. La infrapolítica va cerca de la política, pero a distancia. Hace política y, al mismo tiempo, desconfía de la política. En esa desconfianza radica su heterogeneidad, su forma singular de actuar. Sabe combinar una racionalidad pragmática (en el sentido que su lógica es de uso, de fuerzas, de tácticas) con una dimensión ética (en el sentido que su punto de partida consiste en declarar que un estado de cosas nos resulta intolerable) que prevalece. Todo empieza cuando decimos: “esto no lo quiero”, “esto no lo soporto más”, “esto no” (por eso domina la dimensión ética).

 

3.

La investigación militante la hemos desarrollado a partir de dispositivos concretos: el taller (donde se producen hipótesis, se elabora una perspectiva, se dignifica los problemas, se da fuerza a las intuiciones como preguntas y donde hay una disponibilidad en la escucha y el trabajo con la palabra), la edición/publicación (para la difusión e intercambio con otros, la circulación de experiencias y materiales de distintos lugares/ ver Tinta Limón Ediciones), la formación de una red de prácticas que despliegan una conversación social, una elaboración situada de las perplejidades y dilemas de una época y también de las nociones elaboradas desde abajo para atravesarla.

Trabajamos con conceptos y afectos, ambos materia de una intervención situada.

 

4.

La dimensión latinoamericana de nuestra práctica tiene una presencia determinante. Podríamos resumir la secuencia del siguiente modo. Inspirados en el zapatismo y su distinción entre cambio social y toma del poder estatal, hemos hablado de “nuevo protagonismo social” a la hora de nombrar la visibilización de experiencias radicales en la crisis argentina de 2001. Las insurrecciones contra el neoliberalismo en todo el continente (que tiene en Bolivia tal vez su punto más decisivo) las hemos podido captar desde esta experiencia vivida. La ola de los llamados gobiernos progresistas en la región abre a una serie de paradojas y dilemas (¿impasse de los movimientos?) que abre una temporalidad y una escala nueva para la investigación militante.

 

5.

En cada momento del colectivo, la investigación estuvo atravesada por la pregunta por cómo ir más allá del núcleo pedagógico clásico que divide y consolida la desigualdad entre quien sabe y quien no, entre quien funciona como sujeto de una relación y quien se posiciona como objeto, entre los saberes autorizados y los marginales, etc.

 

Preguntas para el taller:

  1. ¿Cómo se puede avanzar en prácticas de reconocimiento de la igualdad (en el sentido de no-jerarquía y no de no-diferencia) que escapen a los dispositivos (institucionales y extra-institucionales) de roles que organizan lo social? Esto puede ser fácil de responder en tiempos de grandes luchas pero nos lo preguntamos en el contexto de una cierta normalización de la vida colectiva.
  2. Si la pedagogía tradicional fundada en la jerarquía explicadora del Maestro ha alimentado una imagen de la política vertical, en la que el Estado enseña, ¿qué imagen de la política podemos componer cuando ensayamos formas alternativas de pedagogía o de conversación colectiva?

 

 

Conferencia en Granada: «La investigación militante en el impasse» (05/03/10) // Colectivo Situaciones

La investigación militante en el Impasse

Granada, 5 de marzo de 2010

 

Introducción

Nuestra experiencia de investigación se desarrolla en el contexto de una crisis del neoliberalismo. Retengamos estos dos elementos que determinarán nuestro recorrido:

 

  • de un lado la CRISIS, demoledora y ambivalente;
  • por otra parte el AGOTAMIENTO DEL NEOLIBERALISMO, luego de un largo y profundo reinado en el que la realidad fue moldeada según sus parámetros y consideraciones.

 

A pesar de que se han sucedido muchísimos cambios, no puede decirse que aquel escenario haya quedado atrás. Como ustedes sabrán, la CRISIS insiste y no hace más que proliferar. Al mismo tiempo, e incluso si tomamos en cuenta los procesos políticos que se desenvuelven en el cono sur de América Latina, debemos admitir que no ha emergido todavía un horizonte post-neoliberal consistente.

 

Nuestra investigación asume esta temporalidad difícil de definir, donde al menos una alternativa parece simple: quién no se dispone a inventar, queda condenado a la ineficacia. De ahí que sea vital introducir un tercer elemento, el NUEVO PROTAGONISMO SOCIAL, una multiplicidad de luchas y movimientos capaces de develar el aspecto creativo de la crisis. Es en el vínculo con este nuevo protagonismo social que nuestra investigación deviene militante, al explicitarse como una co-investigación en la que no hay lugar para sujetos que conocen, ni para objetos que esperan ser conocidos.

 

Con el fin de ordenar mínimamente esta intervención, decidimos separarla en tres momentos distintos. En cada uno de ellos la protagonista será “la palabra”.

Al primer capítulo lo titulamos: “Tomar la palabra para nombrar la crisis: por un nuevo vocabulario político”.

Al segundo: “La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria”.

Y el tercer y último episodio recibirá una designación más agónica: “La crisis de la palabra y las virtualidades del impasse”.

 

Nuestra única ambición será trasmitirles algo tan básico como primordial: que la investigación-militante no es una metodología a ser aplicada, ni tampoco un saber que se acumula y certifica. Ella deber ser concebida como una disponibilidad siempre discontinua, inevitablemente sujeta al desvarío y la desorientación, sin que esto suponga relativismo alguno.

 

I. Tomar la palabra para nombrar la crisis: la construcción de un nuevo vocabulario político

 

El surgimiento del Colectivo Situaciones estuvo directamente vinculado al de otras prácticas que fueron emergiendo en la Argentina de los años noventa. Ese fue el contexto para un conjunto de decisiones que luego resultaron fundamentales.

 

Por un lado, la política abandonó al poder como horizonte en el cual reconocerse y tomó al pensamiento como un interlocutor más potente.

Por otra parte, ese pensamiento y esa política pasaron a depender estrechamente de la capacidad de implicación con otros.

Así las cosas, ya no podíamos concebir al sujeto del conocimiento y de la acción política como algo trascendente respecto de las situaciones en la que participábamos. Ahora esa subjetividad se constituía como el efecto de tales encuentros.

Quizás la decisión bisagra en este sentido fue animarse a pensar “en y desde” la situación, sin concebir teorías ni sujetos «a priori».

 

Lo que hallamos en este desplazamiento fue una serie de preguntas que poco a poco fueron organizando la búsqueda:

¿Cómo vincularnos con la fragilidad de estas experiencias, favoreciendo su desarrollo, sin neutralizarlas con nuestras buenas intenciones?

¿Con qué dispositivos perceptivos y conceptuales podíamos captar la emergencia de elementos de sociabilidad inéditos, que demandan precisamente una nueva disposición del sentir y del pensar?

¿De qué grado de ignorancia es preciso armarse para que la indagación sea el auténtico organizador de nuestros recorridos y no una mera cobertura táctica?

 

En una época en que la “comunicación” es la máxima indiscutible, donde cada suceso se justifica por su utilidad comunicable, la Militancia de Investigación intenta poner en el centro a la experimentación:

– no a los pensamientos, sino al poder de pensar;

– no a la validez de tal o cual concepto, sino a las vivencias donde tales nociones adquieren valor.

Pero si la intensidad no radica tanto en lo producido (es decir lo “comunicable”), y más bien habita en el proceso mismo de producción… ¿cómo hacer, entonces, para contar algo de toda esa riqueza y no solamente exhibir los resultados del proceso?

 

Llegados a este punto las interrogaciones ya no distiguen entre investigación y voluntad política: ¿cómo trazar vínculos capaces de alterar nuestras subjetividades y hallar cierta comunidad en medio de la radical dispersión actual? ¿Cómo provocar intervenciones que fortalezcan la horizontalidad y las resonancias evitando tanto el centralismo jerarquizante como la pura fragmentación?

¿Y cómo co-elaborar un pensamiento con experiencias que vienen desarrollando prácticas hiper-inteligentes? ¿Cómo producir hipótesis teóricas desde estas composiciones, evitando posicionarse como alguien exterior a la dinámica de pensamiento, pero a la vez sin fusionarse con experiencias que no son directamente las propias?

¿Cómo evitar la ideologización, la idealización con la que nuestra época recibe todo lo que genera interés? ¿Qué tipo de escritura hace justicia a lo que se produce en una situación singular? ¿Qué hacer con la amistad que surge de esos encuentros? ¿Y cómo dar concresión política al conjunto de virtualidades que se vislumbran en estas co-investigaciones?

 

Mientras nos empecinábamos con este sin fin de preguntas, tuvo lugar la insurrección de diciembre de 2001 en Argentina, de la que seguramente habrán oído hablar.

Puestos a describir muy sucintamente lo que se puso en juego para nosotros en aquel momento, elegimos tres sensaciones o procedimientos:

 

  • En primer lugar, un goce muy acentuado por la manera en que el universo de la representación y el espectáculo se resquebrajaba entero, toda vez que la sociedad irradiaba un cuestionamiento general respecto de las instituciones y las referencias establecidas.
    No sólo el sistema político estaba siendo destituído, sino que también el complejo mercantil, con sus circuitos de consumo y publicidad, había quedado reducido a la mínima expresión. Los medios de comunicación, los expertos y especialistas, incluso los intelectuales y los artistas, contemplaron boquiabiertos lo que acontecía, sin capacidad de gestionar o interpretar el proceso.
    Los discursos se multiplicaron sin reparar en jerarquías ni ordenamientos; la ciudad descubrió una elocuencia que no sospechaba y, a la vez, estaba hambrienta de nuevos signos. La calle se llenó de instancias asamblearias donde se re-codificaban los lenguajes dominantes.
    La contracara del carácter festivo que supuso la implosión, fue el pánico y la angustia de quienes sólo experimentaron caos y barbarie, ante la demoledora inmediatez de la crisis.

 

  • La segunda vivencia experimentada en aquel momento fue el nominalismo radical que se impuso como premisa. Hablar en ciertas condiciones de agotamiento de los sentidos previamente instituidos, es tener que nombrar otra vez cada cosa que acontece. Y aún cuando sólo atinemos a emplear los viejos y gastados nombres de siempre, estos mismos términos se convierten en vehículos que posibilitan la emergencia de nuevos significados.
    El equivalente de tal aptitud discursiva puede hallarse en el lenguaje infantil, particularmente en ese instante cúlmine y al mismo tiempo iniciático por el cuál el niño conquista el idioma sin ajustarse a la ortografía.
    El nominalismo hace uso de un olvido activo, que afecta especialmente a las “sagradas escrituras”. Es por eso que ninguna escuela o tradición ideológica pudo estar a la altura y más bien adoptaron una actitud reactiva frente al acontecimiento.
    Puede decirse que al nominalista le interesa menos “escribir lo que nunca ha sido dicho”, que “leer lo que nunca ha sido escrito” (Benjamin). Porque su deseo no es codificar lo nuevo que ya emergió, sino ir tan lejos como sea posible en su labor performativa.

 

  • Por último, hay algo que no alcanzamos a distinguir muy claramente en aquel entonces. Se trata de la constitución fugaz pero efectiva de un plano linguístico inherente a la experiencia común, donde los enunciados circulaban sometidos a constantes vibraciones, y no como información envasada de antemano.
    La característica principal de esta instancia dialógica “entre” singularidades que no consideran necesario apelar a mediaciones, es que su alcance trasciende el nivel puramente discursivo. Un vuelco significativo tiene lugar en la expresión social, cuando el habla logra reorientarse hacia aquello que paradójicamente resiste a la palabra, para dar cuenta de una realidad que prolifera en silencio y que sin embargo contiene la chispa que puede devolver al lenguaje su dignidad.

 

II. La resignificación de los conceptos heredados: una política de la memoria.

 

Todo proceso de radicalización social interpela con ímpetu a las distintas disciplinas expresivas. Durante las décadas del sesenta y del setenta, por ejemplo, muchos artistas e intelectuales se vieron obligados a realizar desplazamientos que rompieron las fronteras entre los “campos” del arte, el pensamiento y la política. Se suelen interpretar estas voluntades como la consecuencia de cierta impronta soberbia y dogmática, lindera con el mesianismo, que finalmente no consigue otra cosa que empobrecer el lenguaje y sectarizarse en términos ideológicos. Pero contra esta revisión un tanto resentida, preferimos reavivar aquella intuición a la véz ética y epistemológica, para interrogar sus posibilidades.

 

El cineasta Glauber Rocha, decía en 1970: “Creo que llegó la época en que esta división elitista entre artistas y políticos se debe terminar de una vez por todas. Este hombre intelectual es una cosa que terminó, no existe más. Aquellos que insisten en esta posición son realmente unos pelotudos. En el mundo de hoy se gesta una revolución muy importante: integrada a las revoluciones políticas y sociales, estamos en la víspera de un nuevo tipo de hombre y todas esas categorías que crean mecánicas de prestigio, de premios, de mitos populares o culturales, todo eso pertenece al pasado. El intelectual y el político deben ser llamados solamente hombres creadores, integrados en un proceso de revolución total. Por eso no quiero que la gente jamás me llame intelectual o artista. Yo no formo parte de esa fauna.

 

Al escuchar estas palabras uno no puede más que preguntarse: ¿cómo puede ser que hoy sigamos planteando los problemas del pensamiento y la política, según el canon de las estructuras disciplinarias, modo de fraccionamiento que por otra parte ni siquiera el mercado estimula?

 

Ni nosotros ni nuestros contemporáneos han sido acusados de mesiánicos o exaltados. Menos mal. Sí recibimos el mote de “románticos”, por subordinar la producción de conocimiento objetivo, privilegiando la consecusión de nuestros propios deseos. Romántico es el investigador extraviado, que traiciona el compromiso con la verdad pautada por las instituciones del saber.

Podríamos admitir que algo de razonable tienen estas imputaciones, porque quienes introducimos una perspectiva política en nuestros horizontes comprensivos, solemos correr el riesgo de enfatizar aquella porción de la realidad que confirma de manera momentánea nuestras apuestas. Son esos –breves- momentos de relativa correspondencia entre deseo y objetividad los que activan desvíos que nos convierten en una fuerza portadora de sentido, en una tendencia viva de interpretación de lo real.

Y dado que lo real es infinito, móvil y sorprendente (es decir inaprensible en fórmulas definitivas), es inevitable reflexionar sobre el destino y la persistencia de esos momentos de intensidad, cuando la realidad toma un curso menos favorable a las apuestas que la fundan. Quienes no toman este riesgo se resguardan en un determinismo histórico simple, que sólo asoma a posteriori.

 

Otro tipo de reacción frente a los desafío abiertos por el acontecimiento, que sin embargo comparte la misma naturaleza reactiva, tiene que ver con una modalidad de la memoria, en torno a la que se condensan la mayoría de los estereotipos que bloquean la imaginación en el presente. Este tipo de perspectivas que entre nosotros llamamos setentismo, pero que también adoptan la forma de un neodesarrollismo (más que estatal, estetizante), operan aferrándose a formas y dispositivos que ya en los años setentas estaban siendo desmontados. Hay una gran variedad de énfasis: desde las actitudes más nostálgicas; hasta quienes se muestran desengañados y difunden una amargura paralizante; pasando por el más lúcido cinismo, que se ha vuelto experto en manipular símbolos previamente vaciados. Pero lo que cada una de estas figuras comparte es la inevitable referencia a la derrota, que obliga a un vínculo con el pasado en el que prima el “arrepentimiento” , la “glorificación” o el “sin sentido”.

 

En este contexto, para nosotros es urgente insistir en la pregunta por lo colectivo.

Durante un tiempo hemos hablado de “movimientos sociales”. Hemos destacado su agudeza a la hora de problematizar momentos de crisis y conflictividad. Ahora se impone pensar lo colectivo como aquello que desborda el presente de esos movimientos, abriendo el horizonte de sus posibilidades.

Por un lado, porque la tonalidad común de aquellos protagonismos fue sometida a la fragmentación y comenzó a desafinar. Se trata de un trago amargo, aún si siempre descreímos de la unidad como fundamento para la eficacia política. De hecho, polemizamos cuanto pudimos contra la idea de homogeneizar estas expresiones, a partir de una concepción hegemónica de la acción concertada. Y sostuvimos que en la multiplicidad había fuerza y lucidez suficientes, como para que la coordinación fuera un cotejo de riquezas, capaz de síntesis parciales, al calor de un mismo poder destituyente.

Por otra parte, es cierto que no todo es interesante en los colectivos. A veces cargamos con un tipo de grupalismo que termina siendo un pesado caparazón, especialmente cuando sedimenta como agregación de personas ya hechas, con opiniones y sentimientos definidos, con identidades estables.

Pero lo colectivo que sí vale la pena seguir invocando, existe como una tensión que nos invita a ir más allá de lo que somos o fuimos, inventando funciones que se despliegan de manera autónoma, y que son capaces de construir nuevos territorios comunes.

 

III. La crisis de la palabra, la virtualidad de un impasse

 

Impasse es una imagen que nos sirve para preguntarnos por el estado actual de aquellas dinámicas que cuestionaron la legitimidad del neoliberalismo, determinando positivamente su crisis. En América latina esas dinámicas se desplegaron de manera bifronte: de un lado las luchas callejeras surgidas en torno a los movimientos sociales; que dieron lugar, por otra parte, a gobiernos progresistas en toda la región. Nuestra impresión es que la posibilidad de una salida posneoliberal, basada en la articulación virtuosa entre movimientos sociales y nuevos estados ha quedado bloqueada, desde que las expresiones de autonomía más innovadoras fueron acalladas por la lógica de polarización entre gobiernos que necesitan estabilizarse y fuerzas de oposición que buscan derechizar el escenario. Desactivada esa excedencia que sólo la movilidad social produce, y que contiene los signos del porvenir, se empobrece la imaginación política.

 

Pero, ¿puede definirse el impasse como el triunfo de la normalización?

La respuesta es sí… y no.

Porque si bien en el impasse el tiempo está como suspendido, en ningún caso podemos decir que está pacificado.

Bajo la apariencia de un ethos dominante que se sirve de terapias anestesiantes y saberes especializados, es posible advertir un trasfondo oscuro y caótico que amenaza cualquier estabilidad. Es el anuncio insistente de la crisis, tan íntima y concreta, que ya no puede ser tratada como simple turbulencia. Esta crisis que vivimos en Argentina de manera anticipada y que hoy se ha vuelto realidad global, no es un ente metafísico imaprensible pero tampoco puede definirse como un fenómeno puramente económico. La materialidad de esta crisis es la de una rebelión en sordina, una resistencia micropolítica, que no encuentra la forma de devenir revolución, pero que alcanza a bloquear la restitución de un orden fundado en la seguridad y el cálculo mercantil.

En el impasse un nuevo modo del conflicto social aparece.  Hay que ver si seremos capaces de crear nuevos nombres para la emancipación, cuando los métodos de control que se experimentan son cada vez más sofisticados.

 

Hablamos también de impasse para señalar la esterilidad de los intentos por establecer un “cuadro de situación” completo o exhaustivo, fruto de perspectivas panorámicas o genéricas. En el impasse lo que está en crisis es nada menos que la propia palabra política. Y esto se debe a que la “fábrica del sentido” se ha desplazado hacia la esfera mediático-administrativa, en detrimento de la proliferación de un pensamiento colectivo.

Hay un modo cada vez más sutil, flexible y eficaz de establecer la codificación de los lenguajes que innovan e inquietan. Consiste en conectarlos a todo tipo de flujos dinerarios, que terminan significándolos bajo la modalidad de la subsunción. No hallaremos aquí, necesariamente, coacción explícita ni censura, sino más bien una inoculación de preocupaciones, criterios y ritmos que regulan desde adentro la dinámica del pensamiento, haciendo imposible determinar qué es lo propio y qué es lo impuesto.

La consecuencia es una sorprendente «facilidad de palabra». Los enunciados circulan desprovistos de todo peso o intensidad. Conservan su brillo, pero pierden el filo. Asistimos a la proliferación de discursos académicos, políticos y militantes, que tienen como efecto paradójico la despolitización. Y si hay algo que sostiene «materialmente» esta efervescencia retórica y simbólica, estimulando una inflación sin límites, es la disociación entre la palabra y su carnadura afectiva, independencia que le permite al discurso realizarse como dinero.

 

El impasse se revela, en este sentido, como un bloqueo de nuestra capacidad colectiva de formular sensaciones y de construir nociones comunes. En otras palabras, como pasividad frente al funcionamiento de una máquina social que se alimenta de gestos privados. Vivimos en un mundo gobernado por poderes capaces de introducir todo su veneno abstracto dentro de nuestros tejidos pensantes y perceptivos. No por gusto un filósofo contemporáneo aconsejaba algo aparentemente sobrio, que sin embargo cada vez resulta más difícil de sostener: ¡no cambien nunca sus intensidades por representaciones!

En estas condiciones, nuestra primera hipótesis es partir del malestar que cada uno de nosotros experimenta respecto del modo en que se constituye la subjetividad actual. La lucha política hoy se desarrolla como un materialismo perceptivo, una disputa por determinar la constitución de posibilidades. El terreno de la conflictividad se ubica más acá (o quizás también mas allá) del territorio mediático, allí donde se verifique el resurgir de un gusto por tantear, una sed de preguntas, un pensar despojado de cálculos utilitarios.

El método que encontramos es de lo más casero: dar rienda suelta a nuestras arbitrariedades, a partir de las resistencias más cotidianas y aparentemente más sencillas, cotejarlas con quienes hacen de sus vidas campos de batallas, e ir tirando del hilo a ver qué aparece, con la prudencia de verificar si lo que vamos viendo se coloca fuera del campo de visibilidad inmediata, que es siempre coherente con lo que nos muestran los medios y las instituciones del saber y de la cultura.

Para terminar, queremos compartir con ustedes siete hipótesis que formulamos para desarrollar nuestra in-quietud en el impasse,  como un intento de otorgar nuevos sentidos a la militancia de investigación:

 

  1. Abrirse paso entre el gueto y la micro-empresa, dos modalidades de acorralar y encapsular la potencia. No se trata de figuras que podamos rechazar o aceptar de modo inocente. Son técnicas de gestión de la diferencia que activan de inmediato dos opciones: el aislamiento, el micro-grupo, la jerga; o bien la aceptación de las reglas del mercado (el “proyecto personal” o las islas de reconocimiento). Estas modalidades se ofrecen tanto para los “pequeños grupos” como para la gestión individual de la vida metropolitana.

 

  1. Intentar plantear asimetrías sin estetizarlas. La asimetría se presenta como diferencia real en las situaciones, mientras la estetización propone un pseudo-enfrentamiento sin carnadura. La asimetría es problematizante y desorienta, mientras que la estetización nos otorga un lugar a priori en torno a conflictos siempre prefabricados. La estetización resuelve en el nivel de la apariencia lo que en la realidad permanece como frustrado.

 

  1. Enfatizar la distinción entre el grupo y lo colectivo. El grupo es una reunión de personas que comparten ciertas afinidades; lo colectivo es más bien una instancia en la cual los individuos participan a partir de su in-completitud.
    En momentos en que la potencia deviene pública, el grupo suele participar con fluidez del proceso de creación social. Pero en las fases de repliegue, donde carecemos de códigos comunes porque todos han devenido estereotipos, la movilidad de los grupos se dificulta y surgen todo tipo de patologías grupales.
    Lo colectivo es, por el contrario, una inclinación a la apertura pública que está motivada –y no inhibida– por la falta de lenguajes comunes previos. Si tuviéramos que definir qué es lo colectivo, diríamos que se trata de construir una disponibilidad en la desorientación.
  2. Inventar nuevas formas de pensar la relación entre regla y praxis. Si es cierto que la crisis puede ser pensada como imposibilidad de imponer reglas exteriores a la praxis… Y si la crisis es el momento en que la institución ya no puede apelar a una obediencia a priori… Pues entonces se nos presentan por lo menos tres modos de concebir esa desobediencia de la praxis respecto de la institución:
    a. la que enfatiza la “creación” de nuevas instituciones que derivan del interior mismo de la praxis, según una lógica destituyente siempre en erupción;
    b. el “atravesamiento” de la institución por parte de la praxis, que supone una potencia heterogénea penetrando y modificando por dentro a las instituciones;
    y c. el “camuflaje”, como modo débil del antagonismo, o intento de sostener viva la crisis, a la espera de escenarios más propicios.

 

  1. Desplegar toda nuestra fuerza de fabulación, trascendiendo la oposición tradicional entre ideología y ciencia, o entre alienación y conciencia, para inventar lenguajes y afectividades (es decir nuevas realidades) a partir de los recursos de la imaginación colectiva, en competencia abierta con el orden imaginario neoliberal.
    Contra la performatividad del capital basada en la promesa, proponemos una potencia de fabulación que sea capaz de liberar virtualidades, sin suprimir la trama común que subyace siempre como premisa de toda creación.

 

  1. Poner en juego una disponibilidad en la desorientación, una inclinación hacia los otros que es capaz de afirmarse a pesar de la carencia de un código previo compartido. Nosotros consideramos que la única trasversalidad que hoy vale la pena alimentar, es aquella que tiene como fundamento a la inquietud.

 

  1. La capacidad de reconocer procesos en la discontinuidad. Tenemos que aprender a valorar asumiendo como punto de partida la ambivalencia inherente a todo signo. No para acomodarnos en el relativismo. Ni para sumarnos al coro cínico. Sino para crear asimetrías al interior de procesos que son discontinuos, a veces efímeros, otras veces demasiado abigarrados. Tales asimetrías no suelen percibirse a la distancia. Y al mismo tiempo hay que pensar cómo hacemos para que la necesaria proximidad logre eludir el riesgo de recaer en nuevos encapsulamientos y endogamias.

 

Hipótesis IV
Inversión de la relación entre micro y macro política. Si en la fase previa el valor micropolítico de las luchas era deducible del cuadro macropolítico completo, hoy el mecanismo puede invertirse y la potencia micropolítica abrir espacios ante el cierre “consensual” o “polarizado” del espacio macropolítico. Esta perspectiva implica asumir procesos de politización en el corazón mismo del movimiento paradojal del presente. Por ejemplo, mientras los gobiernos latinoamericanos desarrollan una integración positiva por arriba, por abajo se profundizan procesos de racialización y guetificación funcionales a economías esclavas a gran escala. ¿Cómo desarrollar momentos de desplazamiento o desestereotipización ante la difusión de imaginarios mediáticos (centralmente sobre el trabajo) que compiten con la apertura de efectos democráticos por abajo?

 

Entrevista a Jacques Rancière. «Desarrollar la temporalidad de los momentos de igualdad» (marzo de 2010) // Colectivo Situaciones

Prólogo a La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, de Jacques Rancière, publicado por Tinta Limón Ediciones.

Ir a: https://lobosuelto.com/wp-content/uploads/2018/09/Entrevista-a-Ranciere.pdf

Conferencia en Londres: “Inquietudes en el impasse a partir de la situación latinoamericana” (10/12/09) // Colectivo Situaciones

La anomalía latinoamericana

 

Los movimientos sociales obligaron en la última década a una inflexión del paradigma gubernamental neoliberal en buena parte de América latina. Lo hicieron a través de las resistencias al neoliberalismo lo cual implicó, en algunas circunstancias, una ruptura con el mando directo de las elites globales. Los rasgos centrales de aquel ciclo de luchas fueron la acción multitudinaria y destituyente, capaz de coaligar actores tan disímiles entre sí como movimientos de desocupados, poblaciones originarias, pobres urbanos y campesinos, y movimientos comunitarios contra la privatización de lo público. En general, estas insubordinaciones desplegaron sus dinámicas por fuera de los instrumentos tradicionales de organización, forjando en muchos casos movimientos políticos que hoy se encuentran en el gobierno.

Los así llamados gobiernos progresistas se desarrollan hoy como mixtura entre las viejas izquierdas políticas y los movimientos de resistencia al neoliberalismo según relaciones variables, que dan lugar a situaciones diversas. En todas ellas se juega, en alguna proporción, la interlocución con lo producido por aquellos movimientos sociales: la vocación de impulsar premisas post-neoliberales en la gestión de la vida colectiva. En este sentido, se discute actualmente en buena parte del continente la distribución de los recursos económicos, sociales y simbólicos: a través de políticas sociales, de ciertos enfrentamientos con las empresas que controlan los medios de comunicación, y por medio de la estatización de empresas así como la renegociación de las rentas extractivas de recursos naturales. En algunos países la situación de democratización política (especialmente a través de asambleas constituyentes) dio lugar a procesos de refundación parcial de la voluntad de intervención del estado.

Sin embargo, es necesario remarcar que es el “nuevo protagonismo social” el sujeto que da inicio a la secuencia que comienza con las primeras resistencias, que se desarrolla como desobediencia general a la legitimidad neoliberal pura y dura y abre los espacios para la constitución de gobiernos progresistas más o menos permeables a sus demandas, según los casos.  

¿Cuáles son las novedades políticas que producen estos movimientos? Buena parte de ellas pueden agruparse en la consigna indígena, tomada por los zapatistas, del “mandar obedeciendo”  que, por un lado, actualiza, extiende y vuelve contemporáneo un rasgo perteneciente a las culturas comunitarias, como es la proximidad y reversibilidad de las relaciones de mando y obediencia, y por otro provee nuevas imágenes para pensar la relación entre institucionalidad política y poder popular desde abajo, cuando ya no se postula de manera real y creíble la hipótesis de la toma revolucionaria del poder.

Del “poder destituyente” a la exigencia de “buen gobierno”, tal vez el punto mas alto de visibilidad de este trayecto singular haya sido la cita de Evo Morales durante su asunción como presidente de la república de Bolivia, en la cual él mismo se colocaba bajo la exigencia del “mandar obedeciendo”.

En buena parte del continente los cambios son más moderados. Existen gobiernos más ambiguos, que mixturan continuidades profundas del neoliberalismo con una mayor interlocución con la agenda de los movimientos sociales. Llamamos “nueva gobernabilidad” a esta interfase –plagada de avances y retrocesos- que consiste en una dialéctica de reconocimientos parciales, que posibilita puntos de ruptura e innovación en la búsqueda de un momento post neoliberal, favorecido por la actual coyuntura de una mayor autonomía regional, claramente esbozada en Sudamérica.

La llamada anomalía latinoamericana resulta incomprensible si se la pretende concebir a partir de una única temporalidad. El nuevo protagonismo social se caracteriza, precisamente, por la pluralidad de tiempos y de lenguas que incorpora. Tiempos y lenguas de la descolonización, de la comunidad,  de la metrópoli compleja, con sus periferias y las diversas capas de migración, etc. Esta comprensión de los ritmos y lenguas está en la base de cualquier tentativa de creación de nuevas hipótesis emancipatorias.

La secuencia de la que hablamos cobra nueva importancia a la luz de la crisis.  De buena parte de América Latina puede decirse que la crisis fue empujada por los propios movimientos, que obligan a tratar con ella y aceleran el proceso de interrogación sobre el momento post-neoliberal.

Hipótesis I: Lo que ofrece América Latina como anomalía es un hábito de la crisis, capaz de anticiparla  y de atravesarla desplegando en ella recursos subjetivos para una problematización  más democrática de su desarrollo.

Las prácticas de Investigación Militante (1), en el contexto de la emergencia de un nuevo protagonismo social, tuvieron que hacerse un espacio propio por fuera de la academia y de la militancia política tradicional, para encontrarse cara a cara con las luchas y desarrollar co-investigaciones capaces de crear conceptos.     

La investigación militante funciona –cuando lo hace- como una experiencia de transversalidad, y prioriza la creación de un lenguaje desarrollado en situación. Como tal, no separa sujeto de saber y objeto de conocimiento, ni aspira a un lenguaje prescriptivo o normativo. Se echa a perder de inmediato cuando se la intenta convertir en método o modelo.

De nuestra parte, los años que van desde la incubación de la crisis hasta el 2004 fueron años febriles. No sólo desarrollando talleres con diversas experiencias, sino también intentando escribir de conjunto lo que ocurría en aquella investigación política. 

 

La Argentina de las crisis

Intentaremos referirnos brevemente a la particularidad del proceso argentino. La crisis del 2001 implicó el fin de la legitimidad de las instituciones del modelo neoliberal a secas tal como había sido anticipado por la última dictadura militar, y desarrollado por largas décadas de una democracia castrada. A partir de mediados de la década del 90 convergen diversas luchas de tipo asamblearias y dadas a la acción directa tales como la de los desocupados (piqueteros), de derechos humanos (Madres de Plaza de Mayo, Hijos de desaparecidos), de trabajadores ( de Fábricas recuperadas), de movimientos de lucha por la tierra, asambleas barriales y de sectores medios perjudicados con la expropiación de sus ahorros, en una compleja coyuntura política que acabó con la caída de al menos tres gobiernos en unos pocos días. El rasgo determinante de este movimiento heterogéneo fue su dinámica “destituyente”

A partir del 2003 un nuevo gobierno crea expectativas sobre el proceso político al tejer al mismo tiempo, los deseos de trasladar el lenguaje y las demandas de los movimientos al nivel del estado, junto al anhelo igualmente extendido de normalización de la vida social, económica y política.

Seis años después, encontramos en las perseverantes marcas que los movimientos dejaron impresas en las instituciones políticas las claves para comprender la ambigüedad del proceso actual: junto a rasgos muy fuertes de normalización y debilitamiento de los movimientos, permanece vivo el juego de los reconocimientos parciales, complejos y ambivalentes. Tal juego de reconocimientos ha permitido recomponer fuerzas para enfrentar a algunos actores poderosos de las élites neoliberales, y, al mismo tiempo, ha excluido o debilitado la perspectiva más radical de reapropiación autónoma de lo común.

Sobre este campo de complejidades actuales se juega la reinterpretación constante de los  enunciados democráticos que surgieron de la crisis. Podemos considerar, al respecto, dos momentos o axiomas fundamentales: la recusación del lenguaje neoliberal (fundado en la idea de ajuste de la economía, y la subordinación a la hegemonía de las finanzas globales y las privatizaciones), y de la represión al conflicto social, apoyado en una recuperación de la narración de las luchas de la década del 70, y la de los derechos humanos.

La tendencia más fuerte, en este sentido, es la que se constituye desde un paradigma neodesarrollista, capaz de reinterpretar la genealogía del cuestionamiento a las relaciones salariales y a la forma-estado-neoliberal por parte del nuevo protagonismo social, concibiéndolas como demandas de reproletarización. De este modo, una problematización central de nuestra época pasó de ser pensada como necesidad de un “trabajo digno” (consigna creada por los movimientos piqueteros) a ser re-inscripta dentro de la mitología fordista del pleno empleo (bajo el slogan de “empleo decente”). La valiosa información producida por los movimientos sociales (es decir: las formas colectivas de organización del trabajo que tendía a independizar producción de valor de empleo) fue utilizada por el estado para reorganizar su política social y para gestionar la crisis del trabajo.

Hipótesis II: El dilema hoy es cómo crear dinámicas de problematización desde abajo, en un contexto anómalo, de fuerte polarización política que atraviesa la región, partiendo de un impasse de las prácticas y de las hipótesis emancipatorias luego de un ciclo intenso de experimentación.

La investigación militante (2) consistió a partir del 2004 en abrir un espacio para pensar, desde las prácticas, la sensación de repliegue. En aquel momento con un grupo de compañeros nos propusimos “politizar la tristeza”. ¿Qué tristeza? La de la idealización y la nostalgia de un contrapoder disminuido, y la de la captura o instrumentalización de lo creado, con un sentido inverso. Un modo de hacerlo fue, sobre todo, ampliar nuestra interlocución con las experiencias de autonomía más allá de la Argentina. Particularmente las Juntas del Bueno Gobierno del zapatismo en Chiapas, y el complejo movimiento social boliviano.

En esos años dimos forma a una editorial militante, Tinta Limón Ediciones, que trabaja como un colectivo que difunde y propone continuar e intercambiar nuevas producciones en torno a la investigación política y teórica autónoma.

 

Impasse

Decimos impasse, porque no cabe hablar aquí de victorias plenas, ni de derrotas irreversibles, sino de una convivencia compleja de algunos elementos surgidos de la rebelión, junto a otros tantos que operan como reconducción conservadora del proceso.

Si toda rebelión puede ser comprendida como la elaboración de preguntas, con la expectativa de que la época sepa decodificarlas, su traducción a la lengua de las demandas y de la “reparación”, en un contexto de fuerte polarización política, y sobre un suelo ultramediático, devalúa y desestima su potencial creativo.

La estabilización de las lenguas críticas coloca en suspenso el potencial democrático de los movimientos, arrojándolos a los cánones del economicismo y/o del institucionalismo.

Proponemos asumir el impasse como un espacio de consistencia fangosa, barrosa, pleno en reversibilidades, idas y vueltas, desplazamientos inconclusos y tramado por un tiempo en suspenso, que no podemos pensar meramente como “tránsito a”, sino como transcurso mismo de lo paradojal.

En el impasse, los hechos y las narraciones se sitúan a medio camino entre la innovación y el dejá vù, entre el presente abierto al acto, y una sensación claustrofóbica de lo presente como ya-vivido.

En el impasse, pasamos de la im-potencia (ausencia de todo posible concreto) a la in-quietud (ausencia de todo conformismo).

Hipótesis III: el impasse no es victoria ni derrota de las luchas anteriores. Suspende las dinámicas de cuestionamiento social, al tiempo que se aceleran las de los binarismos mediáticos. Sin embargo, la problematización autónoma sería un voluntarismo si no surgiese junto a un balance profundo y realista de las aporías del ciclo de luchas previo.

La militancia de investigación (3) en la medida que implica una instancia colectiva precisa de una reflexión continua sobre el modo en que compartimos los lenguajes, en que elaboramos las sensaciones, en que valoramos los efectos y los afectos en lo que hacemos.

El conformismo y la auto-complacencia constituyen un límite fundamental para cualquier práctica.

El atascamiento de las dinámicas colectivas puso en crisis al propio colectivo, obligándonos a una puesta en común más exigente y menos benévola para con nosotros mismos. Lo común no preexiste ni resulta de automatismos: exige cada vez una práctica que lo vaya creando.

 

Promiscuidad/estereotipo/profanación 

Partimos de una coexistencia, de una mezcla e interpenetración (promiscua) de elementos de hegemonía capitalista y de contrapoder. La lengua que hablamos no queda indemne en esta hibridación.

Constatamos una crisis de la palabra política. La fábrica del sentido es expropiada por la esfera mediático-gestionaria en detrimento del pensar colectivo.

No se trata de una mera despolitización sino de algo más complejo. De una proliferación de discursos sobre la política que no alcanza a politizar lo social.

La mediatización produce estereotipos continuos, en tiempo real, aptos para organizar simplificando la complejidad, pero expropiando la capacidad misma de problematización.

A su vez, el pensar crítico se torna encapsulado, hermético, un nuevo estereotipo.

La inquietud en el impasse es acto profano (lúdico, humorístico, antangonista): desacraliza todo aquello que la lógica productora de estereotipos consagra como jerarquía.

Hipótesis IV: Tal profanación resulta inseparable de un materialismo perceptivo capaz de leer los signos mínimos, es decir, de valorar las asimetrías que recorren las situaciones, de  retomar los usos comunes de todo aquello que el estigma y la cultura mediático-mercantil separan y segmentan como recursos  para la acumulación.

La investigación militante se plantea entonces (4) bajo qué modos se actualiza lo colectivo cuando las formas experimentadas durante el auge de los movimientos sociales ya no opera como orientación concreta para la acción. La necesidad es la de un pasaje: de la perplejidad por la disminución de una potencia pública a la exigencia de una nueva proximidad con la potencia que permanece aun encapsulada. Se trata, sin embargo, de un doble movimiento: del reconocimiento de la propia posibilidad codificada, y de los modos o puentes que se tienden entre cápsulas sin lengua común.

Para esto es preciso, creemos, una nueva capacidad de fabular: ya no sustentada en la subjetividad heroica, sino apegada a valorar las asimetrías que resultan invisibles desde la percepción mediatizada o nostálgica.

Es un problema de perspectivas: ¿cómo transversalizar nuevas experiencias que parecen estar fuera de todo código, incluso los que provienen de luchas anteriores?

 

La investigación militante como arbitrariedad

La arbitrariedad forma parte de la inquietud de la que hablamos. Partimos, en cierto modo, de un malestar. El malestar se torna motor de la inquietud, es decir, movimiento, por mínimo que sea. Este movimiento abre el estereotipo y nos deja ante aquello que no tiene imagen aún. Lo que no tiene imagen porque no es un “posible prefigurado”,  ni una utopía, sino una chance, una fuerza del aquí y el ahora, la posibilidad como tal.

 

Pero la arbitrariedad no es capricho. El valor de la potencia que viabiliza el mundo  se valora en prácticas.

 

Nos llega el mensaje de un desconocido que dice: “si quieren conocer un agujero negro, vean lo que es un call center”. Un grupo de maestros desafiados, nos invita a trabajar con ellos diciéndonos que “cuesta atravesar la distancia con los chicos”. Una trabajadora boliviana que nos habla de “Ayllus” -quechuas y aymaras- en el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires o un grupo de jóvenes dispuestos a cuestionar la guetificación urbana y laboral en la que viven.

 

“Creación”, “experimentación”: no son palabras que podamos usar con ingenuidad. Entre sus usos mas deplorables están las jergas, y los esteticismos que entregan todo potencial problematizante a las fuerzas conformistas de la pura apariencia.

 

La inquietud precisa también de colectivos, pero ¿qué cosa son hoy los colectivos? Seguro que no se confunden con los grupos. Lo colectivo es una instancia de individuación, un ir más allá de cada quien. Es una instancia de las prácticas. Lo colectivo, más que nunca, siente el horror a los guetos y a las microempresas del sí mismo.

Según nuestra experiencia no siempre el grupo es espacio para lo colectivo, especialmente cuando sedimenta como una coordinación de personas ya hechas, con opiniones y sentimientos definidos, con identidades estables.

Pero lo colectivo que aquí estamos nombrando, consiste en tres operaciones: temporalización, testimonio y registro. En este sentido, es fundamento trans-individual que sostiene las voces y los cuerpos, en su esfuerzo por agrupar fuerzas, para ir más allá de lo que somos o fuimos. Lo colectivo existe en la capacidad de inventarse funciones que se despliegan de manera autodeterminada. ¿Qué es esta autodeterminación que siendo libre no es caprichosa, porque supone una convergencia de deseos, una puesta en movimiento de lo social? ¿Qué es lo colectivo cuando no se conforma con la unidad y el consenso, porque prefiere seguir de cerca el intuir laborioso de una energía social que siempre está desplazándose? ¿Cómo obviar hoy esta dimensión de lo colectivo, cuando los relatos vuelven a entrar en disputa y nuevamente se entreabre la necesidad de inventar formas expresivas, ahora abrumados por la complejidad y la caotización semiótica?

 

Hipótesis V: El impasse debe ser también suspensión de todo atajo retórico. La investigación militante se ve inmersa en la artesanalidad, pero no porque abandone su impulso, sino porque, al contrario, insiste en buscar transversalidades: universalidades, pero concretas.  

 

En la investigación militante (5) entonces partimos de la inquietud. Si ya no contamos con referencias claras, señales orientativas, apelamos a otro desarrollo sensible, capaz de reconocer procesos en la discontinuidad. Una investigación sobre las formas de explotación del alma en las luchas desarrolladas en los Call center de Buenos Aires, una pesquisa sobre las formas de crear espacios de imaginación en las experiencias educativas de la periferia de la ciudad,  o el grito contenido de los jóvenes trabajadores ilegales, sometidos al más duro de los racismos. Una nueva transversalidad surge, creemos, de una disponibilidad en la desorientación, es decir, de una inclinación hacia los otros sin contar con un código previo compartido (que el capital nos ofrece cada vez). Este es el desafío capaz de reabrir una y otra vez la investigación. 

 

CS, Londres 2009-10-12

 

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 II. Taller: “Desafíos de la investigación militante en el impasse”

           

  1. El impasse latinoamericano

           

  • Apertura de una mayor autonomía a partir de gobiernos del Conosur, y deshilache por debajo: consolidación del racismo y la guetificación como jerarquías étnico-laborales.
  • La crisis de imaginación para superar el neodesarrollismo: trabajo, salario, estado.
  • Nueva configuración de los miedos: de la calle como espacio de movimientos, a la calle como espacio bajo amenaza.
  • Reposición de imaginarios tradicionales, en detrimento de la innovación.

 

b. El problemas de lo colectivo/expresión

 

  • Crisis de discursos y prácticas del último ciclo de luchas.
  • Estabilización y recuperación de estos discursos y procedimientos (del guetho a la microempresa, pasando por los matices del encapsulamiento).
  • Los usos políticos del tiempo.
  • Arbitrariedad como “gesto que insiste” en el impasse.
  • Política de expresión para una “potencia sin imagen” (contra el esteticismo).

 

 

Poscript. Diálogo con Alice Creischer (octubre 2007) // Colectivo Situaciones

Creischer y el Colectivo Situaciones

Berlín – Buenos Aires, octubre 2007

Alice: Esta correspondencia continúa con las cartas que intercambiamos hace unos años. Para seguir, me gustaría hacerles algunas preguntas, es decir “entrevistarlos”. Nuestra última respuesta a su carta sobre el agujero negro termina con el llamado a salir de una posición contemplativa. Su praxis de una investigación militante me parece claramente una salida. Ustedes saben, cuán importante fue la discusión de este concepto para nosotros y para toda la gente de ExArgentina (1), pues quizás pudo servir como tabla salvadora en el mar del arte contemplativo. Sin embargo me parece que a veces este concepto fue usado para otros fines en el debate artístico. En el texto donde ustedes más reflexionan sobre el tipo de experiencia que desarrollan (2), queda claro que la investigación militante no es una crónica de los movimientos sociales, sino más bien lo que yo llamaría una hermenéutica libidinal. ¿No se encuentran por momentos agotados, por ejemplo, por cómo se han dado las cosas en Argentina desde 2001? ¿Cómo es posible mantener esta libido íntegra? ¿Cómo ven este concepto hoy? ¿Se ha relativizado en el contexto actual de la post-crisis en Argentina? La pérdida de valor de las palabras en el discurso común, ¿no hace por momentos que estén hartos de este concepto?

CS: Tu interpretación sobre la práctica que hemos desarrollado como investigación militante es muy exacta y a la vez apunta con precisión a sus (nuestros) problemas actuales. Efectivamente, si hemos intentado aumentar nuestra propia inventiva haciéndola converger con los deseos inventivos de los demás, debemos estar dispuestos/as a comprender que no siempre vivimos en períodos luminosos. En nuestro trabajo último hay un intento de pensar estas inflexiones: ¿Qué es la “nueva gobernabilidad” en nuestro país y eventualmente en nuestro continente? ¿Qué significa hoy y aquí politizar la tristeza? No nos planteamos, entonces, desconocer la retracción de lo vital colectivo, sino elaborar una tristeza que se nos vuelve coartada para la pasividad, la soledad y el encierro consumista o resentido sobre el mundo privado. Lo que continúa –lo que resiste, lo que insiste– es la pregunta: ¿cómo construir hoy una vida política?, ¿cómo autorizarnos a nuevas aventuras, a nuevas enunciaciones?, ¿qué posibles encuentros (nuevas alianzas) nos ayudan a ir más allá de nosotros/as mismos/as? Pero también: ¿con qué textos, imágenes, temporalidades, recuerdos, ritmos y conversaciones necesitamos (re)encontrarnos hoy para constituir un nuevo impulso, luego de una larga época de activismo social y de producción-difusión de ideas?

La crisis aún no se disipó. Quedan sus marcas por todas partes. En la ciudad, en los rostros, en los vínculos. Y a la vez se la va olvidando. Se habla mucho menos de ella, y muchas veces parece desvanecerse lo que trajo como momento de apertura y mezcla social. Para nosotros la crisis permanece como “normalidad” subyacente, siempre a punto de ocurrir, siempre temida; siempre como memoria contenida y como tendencia que presiona a favor de nuevas creaciones y actos de justicia.

La noción de investigación militante fue el modo que encontramos de efectuar una nueva relación entre conocimiento y compromiso político, pero siempre intuimos sus defectos. Sobre todo el riesgo de que se literalizara demasiado, haciendo recaer sobre la palabra “investigación” un énfasis excesivo respecto a una relación puramente cognitiva con el mundo, y en “militante” un nombre trascendente o moral a la hora de recrear el compromiso.

Esa singularidad que surgió en la experiencia de confluir con un protagonismo social emergente no puede ser convertida en receta, ni estabilizada más allá de sus circunstancias concretas, mucho menos ser concedida como “metodología” inmutable, lo que sin embargo ha ocurrido algunas veces en el contexto de propaganda de la resistencia a la globalización, perdiendo así volumen y problematicidad. Pero, ¿no es esto ciertamente inevitable, un “éxito paradojal” de las invenciones?

Actualmente, en Argentina persiste una discusión, una confrontación, por establecer y distinguir distintos tipos de intelectuales. Quienes promueven esta clasificación consideran que la investigación militante corresponde al tipo del intelectual que no guarda “distancias críticas” frente a las luchas sociales. Pero esta discusión no es más que el intento de estabilizar una figura del intelectual académico luego de la crisis. Y éste no es nuestro problema. Al contrario: si algo hemos intentado en estos últimos años ha sido huir de la idea de redefinir positivamente la figura del intelectual. Nos interesa, en todo caso, el intelectual colectivo, operativo, aquel que hace pasar conceptos, pero también afectos, nociones, imágenes, en relaciones variables con las situaciones, con experiencias vitales más amplias, que no confluyen en la renovación del intelectual universitario (crítico). Sobre todo, nos convoca la disposición a rehacernos en las situaciones concretas en las que nos involucramos: ¡nada de distancias!

Dice un filósofo argentino que la filosofía no piensa cuando la resistencia social se detiene. La conceptualización abarcada en lo que hemos llamado investigación militante (a partir de la proximidad interrogativa con ciertas experiencias innovadoras del campo social) se encuentra hoy en día ante cierta indefinición práctica. Su salud depende, creemos, de redescubrir una nueva pragmática capaz de intensificar ambos componentes: las preguntas y las proximidades, venciendo prejuicios y evitando congelar operaciones y discursos.

Alice: Creo que hablamos con frecuencia sobre la relativización del tiempo histórico. Con esto me refiero al a bandono de un horizonte histórico que sólo considera como exitosas las protestas que transforman realmente una constelación de poder histórica. ¿Qué relación tienen ustedes con el tiempo histórico? ¿Es “situaciones” un concepto programático?

CS: Tu pregunta no resulta nada fácil, aún si sentimos que estos últimos años no hemos hecho más que pensar en estos mismos problemas. Precisamos romper los marcos de una historia lineal, incapaz de identificar fuerzas concretas (materialidades afectivas, operantes, con cualidades singulares) y que sólo admite “avances” y “retrocesos” amparados en premisas abstractas y homogéneas. Frente a esta perspectiva que anhela soluciones globales e inespecíficas, claro, la posibilidad de una temporalidad propia de las situaciones significa un vuelco del pensamiento.

Pero no se trata sólo de cambiar de escala, sino de reencontrarse con la fuerza de invención que cada situación posee, ligándose a ella y encarnándola. La soberanía situacional no puede ser entendida simplemente como una extensión democrática del poder de decisión sobre el rumbo general de las cosas –de ser así, mantendríamos el horizonte de un tiempo único y progresivo, limitados por la preocupación de cómo incidir en él. El verdadero desafío consiste en descubrir la posibilidad siempre singular de producir el propio tiempo, afirmando sentidos nuevos y desplegando direcciones, horizontes y ritmos imprevistos. La historia quizás no sea otra cosa que la resultante inestable de una multiplicidad de duraciones heterogéneas, que sin embargo alcanza una objetividad que parece inmodificable.

Pero si sólo respondiésemos a estas cuestiones con enunciados generales no podríamos dar cuenta, realmente, del modo en que nos afectan. Es nuestra experiencia de los últimos años, directamente aludida en tu pregunta, la que nos exige pensar este problema como una paradoja: ¿qué sucede cuado las búsquedas colectivas más radicales se detienen, se bloquean, se aíslan y sin embargo no podemos leer este proceso como antaño, acudiendo a la idea de “una derrota de los movimientos”? ¿Cómo pensar ese impasse en el que ni se avanza ni se retrocede, pero en el que se constata cómo la “sociedad” ha cambiado (lo vemos en el cambio de dinámicas) luego de la irrupción de los movimientos sociales y sus luchas? La pregunta (que justamente requiere de una “vuelta a las situaciones”) es ahora: ¿cómo intensificar la apuesta al proceso creador cuando el contexto ha variado notablemente?

La temporalidad de las situaciones concretas remite a una lógica de las preguntas. Su cadencia no está animada por las victorias y las respuestas, sino por aperturas y creaciones. Hay un tiempo de la pregunta y de su descubrimiento, que opera reorganizando los términos de las situaciones más allá de su cristalización. Ese tiempo se abre al proceso relevante de redescubrir viejos-nuevos problemas que no pudieron ser planteados en los momentos de mayor movilización social. Y es una invitación a volver a imaginar nuestras nociones comunes (el pensamiento político, al decir de Foucault, no puede ser nunca una “descripción triste”). En este juego donde se pliegan y repliegan duraciones heterogéneas, el éxito es siempre relativo aún si no resulta indiferente su obtención.

Alice: En las últimas cartas que les escribimos desde Alemania (3) el tema, quizás abordado de un modo indirecto, era la necesidad de lo colectivo como requisito para el accionar político, pero al mismo tiempo su imposibilidad: los desocupados que en sus protestas no pueden más que representarse a sí mismos, la turista en laIndia que no es más que dinero vivo. Todos aparecen como mónadas sin relaciones, cuyas pequeñas ventanas sólo dan al estado que organiza la colectividad.

Cuando leí «Mal de altura»(4) me impresionó mucho (de hecho, he citado varias partes en mi trabajo), especialmente la respuesta de un señor llamadado Roberto Salazar, quien cuenta: «La marcha se fue masificando y todos nos agarramos de las manos. Fue masiva. Masiva. Estaban todos ahí, …cuando estábamos ya llegando hacia Obrajes, empezaron a llegar los de arriba, y llegaron haciendo ruido. Cambió el ambiente. Porque eran dos marchas, una que subía y otra que bajaba. Unos mascando coca, sucios, a pie. Y yo me atreví a decir: ‘va a caer, va a caer’, y entonces me dijeron: ‘sí, sí, va a caer, porque si no fssst’ (hace un gesto con la mano como si degollara). Todo el mundo bajaba y nos mirábamos. Nosotros aplaudíamos, ellos aplaudían. Pero nosotros ¿qué teníamos? Teníamos miedo.»

Para mí esta cita narra el triunfo de un momento colectivo al mismo tiempo que el miedo individual. ¿Cuáles son para ustedes momentos de colectividad? ¿Dónde surge, dónde se desintegra?

CS: El pasaje de «Mal de Altura» al que aludís grafica una situación muy particular. Un momento de conmoción colectiva, donde la sociedad boliviana fue sacudida por la presencia del mundo popular e indígena en el centro mismo de la ciudad. Quien habla en esa escena vive en La Paz y siente miedo por aquella aparición, habitualmente negada en el cotidiano neocolonial. Esa presencia es la de los movimientos sociales, la de vidas subordinadas, replegadas, que se han potenciado, que han tomado una decisión de lucha y que cuentan con una cosmovisión que les habilita nuevos/viejos modos del hacer. A pesar de ser un hombre de izquierda Salazar habla un lenguaje pre-político, pues las categorías que hasta el momento organizaban su razonamiento se hacen trizas por un temor que es directamente proporcional a la violencia de la irrupción que tiñe hoy la vida de Bolivia –incluso la institucional–, pues cuestiona los modos más asentados y habituales.

Si comprendemos bien tu pregunta, se trata de reflexionar sobre dos aspectos. Primero: del hiato o desacople entre las proyecciones colectivas y la figura de un individuo que resiste rehacerse a partir de ella. Segundo: sobre lo colectivo en sí mismo.

Para pensar la discontinuidad entre una instancia de lo colectivo y otra de lo individual proponemos asumir que se trata siempre de dos perspectivas sobre un mismo proceso real. Que siempre hay lo colectivo, que siempre hay lo individual. Y que siempre hay relaciones entre ambas dimensiones. Pero además, que la relación entre ambas perspectivas está animada por fuerzas variables que cada vez colorean o tonifican de un cierto modo ese vínculo. Ni más ni menos que lo que Spinoza llamaba pasiones. Una argamasa que opera habilitando pasajes de lo individual a lo colectivo (formando individuos compuestos de diferente potencia), o bien descomponiendo instancias colectivas, configurando «sociales» tristes, replegados sobre cada individualidad.

Si reparamos en los sucesos argentinos de diciembre del 2001 vemos cómo se conjugan estas instancias del modo más diverso: ahorristas frustrados por el destino incierto de sus dólares y movimientos sociales organizados para resolver cuestiones tales como alimentación, salud, etc. También las asambleas de las ciudades se han mostrado preocupadas por una gestión democrática de cuestiones que tienen que ver con problemas urbanos, y por los modos de volver más fluido el intercambio social.

Si pensamos en nosotros mismos (como colectivo que ya existía antes del estallido de la crisis) vemos muy claro cómo se repite la fórmula: retomar un segmento de la vida social de modo activo. Sea en la escala que sea. Pero ese pasaje no es total, ni general, ni de una vez y para siempre, porque las pasiones organizan los cuerpos en orientaciones múltiples. No siempre lo colectivo se experimenta como un modo vital. Lo social también vuelve (en su descomposición) como miedo-terror, como carga-desidia, como aburrimiento-abatimiento, como distracción-torpeza, como moral-deber ser. O, en otras palabras: lo social está surcado por líneas de composición, descomposición y recomposición. Los grupos están siempre enredados en estas dinámicas, sometidos a ellas y a la vez produciéndolas. Así, el individuo, cada quien, cada uno de nosotros, vive su subordinación real a este proceso, hallando o no los modos de leer y de participar activamente de instancias del deseo colectivo, o bien buscando defensas ante su retorno amenazante. Creemos no errar demasiado si llamamos política a la actividad que procura revertir, en situaciones concretas, la tendencia a la pasividad y la tristeza (la dinámica que opone social a individuo), recreando un juego más abierto entre pasiones individuales y deseos colectivos.

En cuanto a cómo vivimos las formas mismas que lo colectivo adopta, resulta siempre un desafío la creación de estrategias (no estrategistas) que nos posicionen de manera activa respecto de los flujos de lo social, resistiendo el cierre en lo individual. Podríamos pensar lo colectivo como el constante esfuerzo por retomar segmentos de lo social para su reinvención.

Los grupos, en este sentido, no tienen ninguna inmutabilidad privilegiada. No escapan a la reconfiguración de los términos que cualquier situación provoca. La detención de las energías en formas cristalizadas no es más que el modo en que mejor se manifiesta la tristeza.

Entre nosotros, la dinámica de los movimientos sociales estuvo vinculada a un interrogante que permanece: ¿qué significa vivir en el contexto de una fragilidad de referencias? Quizás hoy -en un proceso de pretendida normalización- agregaríamos: ¿cómo reinventar nuestras vidas apelando a instancias comunes, colectivas cuando lo social se transforma en asignación de lugares completamente aislantes? Los colectivos, cuando no son grupos alienados, permiten ampliar las capacidades de otro modo replegadas.

Finalmente tu pregunta parece dirigirse a los efectos que lo colectivo inscribe en las instancias más amplias de lo social y a los modos en que estos efectos se tornan durables. Quizás haya aquí una diferencia de contextos, pues entre nosotros los ámbitos (como el estado) que otrora ostentaron una solidez indiscutible han perdido esa calidad de instancias inalterables de inscripción. La emergencia de formas colectivas se manifiestan en ciclos cortos y largos a la vez, mientras que las instituciones (esto es lo que hoy se discute en buena parte de nuestro continente) se desviven por comprender, traducir y articular los fragmentos de una totalidad permanentemente descompuesta y recompuesta al calor de las crisis, las movilizaciones, los cambios de tendencias. A nuestro juicio, las luchas y el pensamiento colectivo tienen una dinámica de comunicación horizontal (incluso cuando la comunicación es indirecta, por resonancias) y una propagación temporal compleja, cada vez que los efectos de una lucha son retomados por otras en un juego de relevos.

Las luchas de los mineros bolivianos se conectan con la de los piqueteros y con las formas de vida en las villas de Buenos Aires, a través de la expansión de las migraciones. Los enunciados que surgen en Chiapas como balance de la guerrilla centroamericana luego la derrota de los setentas, se recombina con la experiencia de un activismo social que crece en las luchas contra las dictaduras y por la creación de nuevos modos del vínculo social. Los escraches de los hijos se vuelven elementos de lucha contra el racismo en los barrios y la precariedad laboral. Las asambleas de trabajadores desocupados reconfiguran la dinámica de los conflictos sindicales y renacen como instrumento de la lucha ambientalista contra las transnacionales que succionan los recursos comunes.

Notas

(1) Ex Argentina fue un proyecto sobre la simetría de la crisis, las nuevas formas de articulación social y los dispositivos artísticos creados por artistas y activistas de la Argentina y de Europa, desarrollado entre los años 2003 y 2006. En el marco de este proceso se editó Pasos para huir del trabajo al hacer, ed. Alice Creischer, Andreas Siekmann y Gabriela Massuh, Buenos Aires, Köln 2004 y Lanormalidad, ed. Sol Arrese, Loreto Garin, Eduardo Molinari y Gabriela Massuh, Buenos Aires, 2006.

(2) Se refiere al prólogo del libro Hipótesis 891. Mas allá de los Piquetes, Colectivo Situaciones / MTD Solano, Buenos Aires, De mano en mano, 2002. El texto en cuestión se titula Sobre el método.

(3) Políticas de la mirada, Buenos Aires / Berlín, Septiembre del 2004.

(4) Mal de Altura. Viaje a la Bolivia insurgente, Colectivo Situaciones, Tinta limón Ediciones, Buenos Aires, 2005.

 

Inquietudes en el impasse (septiembre de 2009) // Colectivo Situaciones

[googlepdf url=»https://lobosuelto.com/wp-content/uploads/2018/09/inquietudes.pdf» download=»Download» ]

Video-conversación con Colectivo Situaciones (agosto de 2009) // LOCOLECTIVO

Conversación con Verónica Gago y Diego Sztulwark, del Colectivo SITUACIONES. Hablan de la formación del grupo y de su visión desde su posicionamiento de investigación militante. Buenos Aires 2009.

http://tintalimon.com.ar/

Cartografías disidentes (28/05/09) // Colectivo Situaciones

1.

Hasta hace un tiempo supimos cómo hacer cartografías disidentes: la ciudad invitaba a mapearla, a investigarla, a registrar el modo en el que ella misma era sacudida.

La cartografía (GAC) y la investigación militante (CS) fueron nombres prácticos a través de los cuales nuestros colectivos recorrieron ciertas zonas y se vincularon con experiencias de lucha con las cuales co-produjimos diversos tipos de intervenciones. La fisonomía urbana fue decisivamente alterada por un “nuevo protagonismo social”, que ocupaba la ciudad, la obliga a detenerse y se hacía escuchar. Hasta acá es lo que sabemos de una disidencia experimentada en carne propia: fue la ciudad conmovida por la crisis del 2001 y el despliegue de sus efectos, sus reconfiguraciones, sus movimientos, sus desobediencias lo que tramó entonces lo que podría llamarse, para usar las palabras de la mexicana Raquel Gutiérrez, “un sentido común de la disidencia”. Aquellas experiencias –las enumeramos una vez más, entre nosotros: piquetes, escraches, fábricas recuperadas, asambleas, etc.– funcionaron desarmando de hecho la ciudad neoliberal tal como había existido en las últimas décadas y promovieron formas de reapropiación del espacio público como espacio a inventar, como espacio de interrogación común.

Hoy aquella ciudad vivida se ha vuelto objeto de nostalgia para algunos, de investigaciones académicas para otros; pero también imagen a repudiar y exorcizar (el 2001 como amenaza de catástrofe que se difunde desde el sistema político) o, también, el 2001 sigue presente como espacio de dilemas irresueltos (las preguntas sobre el trabajo, la autogestión, la organización, etc., persisten como tales: es decir, como interrogantes políticos, en suspenso).

¿Cómo nos situamos nosotros frente aquella ciudad vivida?

De manera ambigua. Porque al mismo tiempo que hoy seguimos percibiendo sus efectos, sus ecos deambulan como fantasmas, es decir, como formas extrañas e invertidas de aquello que hace apenas unos años fueron innovaciones políticas radicales (nuestras).

Y es que hoy, tanto la idea de ciudad como la de disidencia, se volvieron mucho más difusas. Al punto que vemos ante nosotros, en tiempo real, cómo se construye una nueva forma de gobernabilidad, cuyo espacio clave es la ciudad, que se nutre de elementos “disidentes” para complejizar sus formas de control, para recuperar invenciones populares y traducirlas al lenguaje rápido del marketing.

2.

Veamos tres escenas que justamente complican cómo pensar hoy cartografías disidentes…

El gobierno de la ciudad de BA, con su estilo de eficiencia gerencial, “convoca a meretrices para que lo ayuden a combatir la prostitución infantil”, titula un diario hace apenas unos días. La noticia habla de las “las prosti-espías pro”. Y sintetiza: “Son diez, pero el proyecto contempla agrandar el staff. Trabajan y recorren de incógnito las zonas más calientes de la Ciudad, e informan al Gobierno porteño sobre la metodología de los proxenetas. Ganan un sueldo de $ 1.800 al mes, en blanco. La idea es que sean el nexo entre lo que ocurre en las calles, las prostitutas y el Estado. En los próximos meses reclutarán más y piensan sumar, también, a travestis-asesores. ONGs y hasta la oposición apoyan la medida”. En la nota misma un funcionario explica la medida con sencillez: “Las contratamos porque andan en zonas y horarios que nosotros no podríamos cubrir, entonces tenemos más llegada a más lugares y a más víctimas de la explotación sexual”. Algunas de estas compañeras protagonizaron las protestas contra la sanción del Código de Convivencia Urbano, en el 2004. Unos años después otras compañeras, con un pasado organizativo común, lanzaron una consigna –que incluyó un libro y una muestra itinerante– que decía “Ninguna mujer nace para puta”. ¿Cómo comprender que sea el gobierno “de derecha” de la ciudad el que hoy acuda a las propias mujeres en situación de prostitución para llevar a cabo su política de “saneamiento” urbano? No es que hasta ahora ellas no hayan sido objeto de distintos programas de asistencia social y muchas de ellas los hayan resistido. Esta medida, sin embargo, supone algo más: ellas son convocadas para realizar directamente una tarea de gobierno; para cartografiar, justamente, “las zonas calientes”, las “esquinas rojas” y producir información sobre cómo intervenir en esos lugares donde los funcionarios no pueden llegar (ni saben cómo hacerlo). Ellas son las que conocen los códigos y las que pueden hacer una interpretación en situación. ¿Con qué criterios se valora esta medida?

En los últimos años, en el borde la ciudad (entre Capital y Lomas de Zamora), creció una feria que ha sido catalogada desde algunos organismos internacionales como “la feria ilegal más grande de América latina”. Mayoritariamente llevada adelante por migrantes bolivianas y bolivianos, allí se encuentra de todo: desde ropa y calzado, hasta comida de todos los departamentos bolivianos, cd’s, películas, etc. Vienen ya de países vecinos y de todo el interior a comprar allí. Fue recientemente Alfonso Prat Gay, actual candidato a legislador y funcionario de la banca JP Morgan durante la crisis del 2001 quien, con el vocabulario del joven neoliberal ilustrado, defendió la Salada diciendo que quienes trabajan allí debían ser considerados “emprendedores” y que si no estuvieran en la feria toda esa gente sería potencialmente delincuente. Las distintas agrupaciones de comerciantes “nacionales” mostraron su enojo: argumentaban que es imposible competir con la forma de producción y comercialización de la Salada y que el gobierno debía defenderlos a ellos por ser los representantes de la industria nacional. El racismo inherente a las dos posturas es evidente. Sin embargo, ¿cómo es posible que sean los neoliberales los que valoran más abiertamente la movilización de recursos que implica esta feria y, de alguna manera, reconozcan la realidad de su dinámica productiva ya trasnacional?

Finalmente: un eje que podría ser la explicación invisible de todo lo que acontece. ¿Quién es capaz de proveer seguridad? Este es el gran dilema. Hace algunos años hicimos con el GAC una suerte de simulación y nos convertimos por un día en agentes de un ficticio Ministerio de Control que alertaba a los vecinos de los próximos desalojos de las casas ocupadas y de los espacios tomados por diferentes grupos. Hoy, para nuestra sorpresa, esa idea ha sido recuperada por el gobierno: existe en la ciudad la Agencia Gubernamental de Control (que, si se mira la web, sus acciones más recientes son el cierre de varios talleres textiles clandestinos, la habilitación de trámites por Internet y la clausura de lugares donde se vende alcohol). ¿Pero qué pasa con otro verdadero cartógrafo de nuestros días? Francisco De Narváez, el candidato millonario, con su invento del mapa interactivo de la inseguridad parece haber cosechado puntos en las encuestas: con este mapa convoca a que cada vecino lo intervenga y exponga su experiencia barrial. ¿Por qué nos da la extraña impresión de que podría haberse robado esta idea del GAC? ¿Por qué nos parece una inversión perversa del mapa de “Aquí viven” los genocidas que se confeccionaba con cada escrache?  Mientras, hay todo un mapa invisible de las inseguridades que sigue siendo clandestino: por ejemplo las distintas estrategias que en una villa como la del Bajo Flores deben usar los vecinos para poder salir a trabajar sin que les roben las monedas para el colectivo, vecinos especialmente “atacables” porque son bolivianos y paraguayos. Y para quienes no fueron pensados “los corredores de la seguridad” que se inventaron hace unos años.

3.

Estas escenas tienen sólo un propósito: mostrar la línea estratégica de apropiaciones y recuperaciones (organizativas, discursivas, gráficas, etc.) que, como decíamos al principio, nos obligan a re-pensar qué significa hoy, para nosotros, hacer cartografías disidentes. Las cartografías actuales deben trazarse y lidiar con un terreno más fangoso, donde la velocidad de la captura de signos es altísima. Donde la promiscuidad de sentidos exige un trabajo más fino.

Pero, ¿cómo entender esta suerte de presencia nuestra, invertida y desfigurada, pero reconocida de algún modo, en las nuevas formas de gobierno? Por un lado, sentimos su fuerza neutralizadora. Pero al mismo tiempo, no podemos quedarnos en el enojo ni las ideas simples de la cooptación: nos exige una inteligencia y una sensibilidad nueva.

La cuestión de la inseguridad, por ejemplo, no puede leerse sin entender una cuestión fundamental en la historia política de los últimos años: la compleja deriva de las luchas de derechos humanos. ¿Qué lazos invisibles y difíciles de desentrañar presentan hoy estas dos cuestiones? No es fácil averiguarlo. Algo de esto quisimos investigar cuando produjimos el cuaderno de los “Blancos Móviles”.

Hoy, ante la complejidad de lo que pasa, necesitamos agudizar una suerte de materialismo perceptivo: ¿cómo hacer que nuestras confusas sensaciones –y las de muchos compañeros/as con quienes trabajamos–  se conviertan en el material de nuevos mapas? ¿Cómo hacer para que estos mapas no devengan clichés ante la desesperación de este momento de impasse político? ¿Cómo sería una cartografía capaz de dejar traslucir la ambigüedad de las resistencias actuales y no dejarse tentar por inútiles traducciones a las jergas militantes? Demasiada desorientación para un/a cartógrafo/a que crea tener la receta de lo disidente. Pero eso es el terreno fangoso del que hablábamos. En él, sin embargo, persiste una exigencia impostergable: no poder vivir en una ciudad que transpira miedo, y que pretende adormecer, bajo estereotipos marketineros, toda inquietud y toda lucha. Aun esas que aún están por venir.

Romanticismo. En respuesta a los sociólogos «realistas» (13/05/09) // Colectivo Situaciones

 

“El Colectivo Situaciones sacó un libro muy importante en su momento que se llamó Hipótesis 891, que era la dirección del MTD de Solano, un movimiento que ahora está arrasado, no existe más. La hipótesis no se dio, y nunca se publicó un libro sobre por qué no se dio la hipótesis. La hipótesis estaba planteada en los términos del Colectivo, porque era más lo que ellos querían que lo que querían los vecinos y los trabajadores desocupados de Solano. Eso lo digo con todo el respeto por la gente que mete los pies en el barro, que se mete a hablar con los piqueteros
cuando todavía no son famosos, que va a trabajar en diferentes lugares, que tiene compromisos reales”.

Alejandro Grimson en “Conversaciones sobre la diferencia. Encuentro con Arturo Escobar”, Papeles de trabajo, Revista del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de General San Martín. Año 2, nº 4, noviembre de 2008.

 

I.

Investigadores consagrados de la sociología de la cultura acusan de “románticos” a todos aquellos que –como nosotros- subordinan sus capacidad de producir conocimiento a sus propios deseos. La acción colectiva orientada al cambio, sostienen, debe ser explicada a partir de las contradicciones, ambivalencias e inconsistencias de los actores que se proponen el cambio social. Romanticismo es el nombre del investigador extraviado, que traiciona de algún modo su compromiso con la verdad, pautada siempre por las instituciones del saber y sus paradigmas cada vez mas sofisticados.

II.

Confundir los matices de la situación con los deseos propios es menos peligroso en el caso del político. El militante político más clásico, en efecto, habita con mayor comodidad ese espacio impreciso de la acción colectiva que se resiste a ser examinado con el rasero de la objetividad. En la medida en que se propone desplazar algo de la condición real y actual del mundo, inscribe la eficacia de su acto en un movimiento – en la palabra que lo efectúa- y en las expectativas que lo alientan. El militante hace de su retórica, y de su presencia ilusionada en el porvenir, la postulación de un género diverso, otro, de la verdad.

No se trata de una descripción metodológicamente fundada de lo actual, sino de explicitar el vínculo entre las causas objetivas del malestar presente y el potencial de las subjetividades que activan nuevos criterios de justicia alterando las relaciones de fuerza por efecto de las luchas.

III.

La verdad del militante no se verifica en dispositivos cognitivos o epistemológicos con aspiraciones científicas, sino en la vitalidad de una imaginación que es capaz de multiplicar las probabilidades de resistencia social y política. La verdad del investigador está, al contrario, sometida a un tipo de evaluación disciplinar por parte de sus pares (el campo de la sociología, o de la antropología, por ejemplo).

IV.

El romanticismo denunciado por tales investigadores surge de un híbrido de aquellos dispositivos de verdad, sin someterse a ninguno de sus criterios de validación.

Cuando comenzamos a postular la idea de una militancia de investigación sabíamos que fusionábamos procedimientos y actitudes, pero nunca pretendimos ampararnos en una suerte de encubrimiento para tomar lo peor de cada una de estas figuras. Nos propusimos recuperar el pensamiento de las situaciones (investigación), de la esterilización que supone la falta de involucramiento político (academia); y al mismo tiempo recrear el compromiso existencial (militante) en torno a procesos de reflexión siempre inmanentes. Romántico es el bello nombre que vino a dar cuenta, desde la perspectiva de la academia, de la mala praxis en que hemos incurrido.

V.

Quienes introducimos una perspectiva política en nuestros horizontes comprensivos corremos el riesgo de apoyar los propios deseos e ilusiones sobre una porción de realidad que confirma de manera momentánea nuestras apuestas. Son esos –breves- momentos de relativa correspondencia entre deseo y verificación objetiva los que paradojalmente pueden activar dinámicas de potenciación, desvíosque nos convierten en una fuerza portadora de sentido, o en tendencia viva de interpretación de lo real.

Y dado que lo real es infinito, móvil y sorprendente (es decir inaprensible en fórmulas definitivas), es propio de toda política que se precie saber reflexionar sobre el destino y la persistencia de esos momentos de intensidad, cuando la realidad toma un curso menos favorable a las apuestas que la fundan.

Lo contrario sería resguardarse en un determinismo histórico simple, capaz de asegurar una verdad de la política desde la cual condenar estos desvíos como meras inadecuaciones históricas. No es nuestro caso.

VI.

En efecto, sólo los románticos tenemos el problema de cómo enlazar deseos y pensabilidades. Los otros –sean militantes, sean investigadores- se caracterizan por la impermeabilidad autoconfirmatoria que surge de su prescindencia respecto de este tipo de articulaciones.

VII.

Reflexionemos sobre el “romanticismo” del que se nos acusa (en torno a la coinvestigación con el MTD de Solano). Se dice que nosotros, en lo fundamental, pensábamos según deseos propios, mientras que los vecinos querían otra cosa. Frente a esta descripción sumaria y de aspiraciones definitivas sobre aquella experiencia podemos deslindar capas bien diferentes de problemas.

En efecto, fuimos allí movidos por nuestro querer. Pero nuestro querer no era un mero voluntarismo. Tenía la pretensión de ser, al mismo tiempo, investigativo, es decir, de dar cuenta de una cierta complejidad real que los viejos dispositivos militantes no expresaban. Lo cual equivale a afirmar que las hipótesis que fuimos formulando aspiraban a un doble valor simultáneo: describir mutaciones subjetivas, y participar de una imaginación política capaz de proyectar formas diferentes del hacer-pensar colectivo.

Si la propia enunciación nos coloca desde el principio fuera del campo de la academia y de sus criterios formales de veracidad -algo que siempre tuvimos presente como parte del valor mismo de nuestro trayecto-, corresponde al menos el intento de responder las preguntas que se nos hacen: a. ¿cómo fueron esos momentos de aparente encuentro, y de posterior desencuentro?; b. ¿cuáles eran nuestros “deseos” y cuales los de los vecinos? Y, finalmente, c. ¿qué fue de aquellas hipótesis?

VIII.

Hipótesis 891. Mas allá de los piquetes*, se constituyó, para los “realistas” (los académicos antirománticos) en un prototipo de intervención/investigación relevante, frustrante y jamás reflexionada. Pero esta creación de prototipos es una necesidad de los “realistas”, no nuestra, así que abandonamos aquí el diálogo directo con ellos para dar cuenta de las preguntas de un modo que puedan sernos útiles según nuestros propósitos.

IX.

Una historia cuenta bien cómo vivimos este tipo de dilemas los propios “románticos”.

En una asamblea -en el galpón de la calle 891, mucho años después de la publicación del libro, con mas precisión, hacia el final del gobierno de Kirchner- discutíamos una propuesta de compañeros canadienses de editar el libro en inglés. Nos decíamos que sería necesario explicar cómo cambiaron las circunstancias, y por qué los movimientos sociales autónomos habían disminuido muchísimo su desarrollo e influencia. ¿En qué términos explicar aquel estado de cosas? ¿Como un “retroceso” o “repliegue”, como una “derrota”? Y en tal caso: ¿quién sería el culpable de los errores cometidos? Pero entonces, ¿era “ilusorio” lo que sostenía el libro sobre aquellas personas involucradas en una lucha que resistía a la muerte y a la humillación, que había descubierto un sentido nuevo de su potencia y autoorganización, y que ya no quería volver simplemente al trabajo asalariado, subordinado, precarizado?

No recordamos con exactitud los argumentos intercambiados, ni la conclusión a que llegamos entonces. Sólo retenemos con precisión la presencia de un compañero japonés, Jun Fujita, recién llegado de Kyoto, que hablaba un castellano incipiente, y a cada rato mostraba su incomodidad con la deriva de las diferentes intervenciones durante aquella asamblea. De regreso, Jun nos dijo que todos quienes habíamos hecho uso de la palabra aquella tarde estábamos “esencialmente equivocados”. Luego de intentar explicarle varios aspectos de la situación que sin dudas no llegaba a comprender dada su ajenidad fundamental respecto de los códigos de la reunión, comprendimos que debíamos prestar atención a lo que quería decirnos. La idea era más o menos la siguiente: “su libro capta de algún modo una época, una experiencia. No hay nada que explicar. Porque no se trata de excusarse por el presente, sino de transmitir a otros algo de aquella experiencia vivida. Del mismo modo que, para poner un ejemplo glorioso, Einsestein no nos debe justificaciones ante el rumbo adoptado por la Revolución Rusa: alcanza y sobra con que haya logrado captar algo de ese acontecimiento en sus películas”.

Jun proponía pensar el tiempo histórico como conteniendo un plus de posibilidades que se manifiestan de mil modos distintos, no siempre los más evidentes y legibles para una mirada lineal (que ordena aplanando cronológicamente la duración en una sucesión de pasado y del presente). Ese exceso histórico redefine la relación entre lo añorado, lo deseado y lo real. Un realismo, digamos, propiamente romántico, que rechaza todo pasado idílico pero que con la misma fuerza recusa someterse a los dictados de una actualidad encapsulada, con su retórica de la impotencia (muchas veces justificada en el lenguaje del economicismo y la victimización).

X.

La crítica a la confluencia de deseos diferentes (los deseos “nuestros”, los de los “vecinos”) constituye una clarificadora declaración de estupidez. Porque supone que el deseo sólo puede ingresar a la esfera de la investigación y la elaboración política si previamente es compartido, lo cual, además de ser inocente – o, en todo caso, muy poco “realista”- inhabilita el hecho fundamental (el único que vale la pena narrar, el único sobre el cual vale la pena interrogarse): ¿cómo es posible que en ciertas circunstancias deseos distintos habiliten momentos de composición para experiencias realmente colectivas, entre diferentes que, con sus diferencias, participan de un momento importante, auto justificado, irreductible en su producción de valores al paradigma de verdad que nos postulan los profesionales realistas de las ciencias sociales argentinas? Y al mismo tiempo ¿no equivale a una declaración completa de idealismo la sola suposición de que los deseos y los pensares involucrados en estos procesos puedan permanecer invariantes?

XI.

Insiste la pregunta por el valor de unas hipótesis que gira en torno al cambio social a partir de un contrapoder transversal y desde abajo. Es claro que el impasse actual exige pensarlo todo (lo cual no tiene nada que ver con desdecirse de lo que se dijo, ni mucho menos con dejar de querer lo que se quiere). En todo caso, nos sucede lo que a todos aquellos que siguen pensando la revolución aún luego de derrotada. Vemos sus efectos por todos lados. Unos efectos proliferantes, a los que a veces reconocemos de modo directo y otras, como en sueños, es decir, invertidos, o en penumbras.

Resulta que los sociólogos realistas se han dedicado demasiado tiempo a enseñarnos la imposibilidad de romper con ciertos supuestos observables. De lo que se trata ahora, sin embargo, es de seguir difundiendo aquellas praxis que, aún sin proponérselo, son capaces de refutarlos.

Colectivo Situaciones


Buenos Aires, 13 de mayo de 2009

* Publicado por Ediciones De mano en mano, en noviembre del 2002 (www.tintalimon.com.ar).

Entrevista a Peter Pál Pelbart. Cuando uno piensa está en guerra contra sí mismo… (diciembre de 2008) // Colectivo Situaciones

Prólogo a Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad de Peter Pál Pelbart, publicado por Tinta Limón Ediciones.

 

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Palabras previas a ‘Los ritmos del pachakuti’ (noviembre de 2008) // Colectivo Situaciones

En cierto sentido todo problema refiere al empleo del tiempo. Y en esta investigación que presentamos, la cuestión del tiempo es jus- tamente el hilo filosófico-político que permite pensar los ritmos y movimientos de la insubordinación en la Bolivia contemporánea. Los ritmos del Pachakuti condensa esta formulación: es la tempora- lidad misma lo que parece estar en juego a la hora de comprender las dinámicas del presente boliviano. Un presente que expone una densa composición temporal-territorial, hecha de pliegues y nive- les, de pasajes y repliegues, donde lo más antiguo funciona a veces como imaginación de lo que vendrá, a la vez que corre el riesgo de encapsularse cuando sólo es pensado como un “ya-hecho”.

El Pachakuti, como tiempo cíclico no lineal, que es simultánea- mente originario y nuevo, obliga a una interpretación histórica y a una producción conceptual (sin falsas escisiones disciplinarias) capaz de abrirse a la racionalidad que le subyace. Y esa es la “estra- tegia teórica” que Raquel Gutiérrez propone para la comprensión de los acontecimientos. Un pensar en movimiento, claro. Pero un movimiento que no es ni puro avance ni progreso, pero tampoco mero retroceso o regreso.

En este sentido, si el Pachakuti es uno de los nombres hoy invocados para recrear posibilidades de invención política en Latinoamérica, es porque permite pensar cierta experiencia del

 

anacronismo. Aquello que revela al tiempo en tanto dimensión multiplicada, complicada y dislocada de la experiencia histórica. Lo anacrónico no es simplemente lo que pertenece al pasado y reaparece fuera de contexto, descolocado, sino la problematización temporal que impide la simplificación de la actualidad. Lo que emerge, casi siempre de modo imprevisto, para hacer estallar la linealidad del relato, la progresividad de los sucesos y la totalidad que busca cerrarse sobre sí misma.

De este modo, el anacronismo deja ver en cada secuencia his- tórica un montaje temporal heterogéneo, y evita que los conflictos queden reducidos a opciones binarias que tienden a bloquear toda politización efectiva. La sensibilidad anacrónica ofrece entonces la alternativa de saltar fuera de la línea cronológica hacia otro tipo de procesualidad, más bien rítmica: la de un largo aliento que sin embargo se desplaza a los saltos.

Raquel pone el énfasis en dos temporalidades distintas, que se vinculan de modo específico, coloreando cada vez las discontinui- dades históricas. Dos temporalidades: una ancestral, comunitaria, que se expresa también en formas nuevas; y otra insurreccional, que primó durante los primeros cinco años de esta década y que parece haberse apaciguado, aunque sus efectos continúen determi- nando la situación, de principio a fin. Se analizan en estas páginas sus formas de composición y también sus incompatibilidades, a la vez que se busca descubrir lo que han abierto como posibilidad y aquello a lo que aspiran.

La invención conceptual es parte de esta necesidad de nuevas formas de comprensión y de lenguaje. Porque la imagen-concepto de un “horizonte interior a las luchas” que aquí trabaja Raquel, alude simultáneamente al alcance práctico de las rupturas aconte- cidas y a los significados que permanecieron implícitos o potencia- les, y que exigen un esfuerzo reflexivo, de expresión, capaz de vol- ver disponibles esas innovaciones para futuras luchas colectivas.

 

Colectivo Situaciones Noviembre de 2008

Libro: Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del conurbano (noviembre de 2008)

Para leer Un elefante en la escuela: CLICK AQUÍ

Anotaciones para compartir en El Levante (20/09/08) // Colectivo Situaciones

Rosario, sábado 20 de septiembre de 2008

1. Se nos ha invitado a hablar sobre la relación que hemos tenido con “las prácticas artísticas”. No se trata de algo que hayamos elaborado como Colectivo, a pesar de que desarrollamos durante estos años diversas amistades con experiencias y personas ligadas al mundo del arte. Cuando tuvimos que comentar con los amigos el motivo de la charla, naturalmente nos salió decir: “tenemos que hablar sobre la relación entre arte y política”. Pero esta forma tan espontánea de plantear el problema nos entrampa desde el vamos, instalándonos en un tono abstracto que impide recorrer la grietas que sí nos interesan.

¿Por qué y cómo prospera este automatismo, que podríamos tomar como ejemplo de la infinidad de clichés que organizan nuestra experiencia social?

Seguramente mucho tiene que ver, en este caso que nos incumbe, la persistencia de un tipo de razonamiento que proviene de los años setenta y que aflora cuando necesitamos nombrar el sentido de los dilemas contemporáneos.

Sabemos que aquella fue una época en la que los procesos de radicalización social interpelaron con mucho ímpetu a quienes desarrollaban su trabajo en las distintas disciplinas expresivas, al punto de que muchos artistas se vieron obligados a arriesgar desplazamientos que in-distinguían las distancias entre los “campos” del arte y de la política.

Tomemos brevemente y un poco al azar, el modo en que Glauber Rocha abordó el problema, cuando decidió disolver el movimiento del Cinema Novo en el año 1970, no tanto porque hubiera fracasado sino porque habían llegado a formular preguntas que le exigían derivas radicalmente nuevas. En una carta a Alfredo Guevara, director del Instituto Cubano de Cine, dice: “puedo afirmar que el cinema novo, aunque destruido, es aún la vanguardia cultural de Brasil, entendiéndose cultural no como culturalismo sino como un lenguaje que expresó necesidades revolucionarias de una sociedad colonizada”. Glauber explica que esta “ambición lingüística” fue cercenada por el fuego cruzado de la dictadura, pero también por la “instrumentación didáctica” que la izquierda pretendía de los lenguajes que politizaban lo social. Sin embargo, él no sólo cuestionó aquella reducción partidaria, sino también su contrapartida, es decir, la manera en que algunos cineastas asumieron demasiado literalmente su condición política: “nosotros nos quedamos al margen de esta moda del cine político, porque consideramos que no debíamos utilizar la política como un factor de publicidad”. Glauber Rocha no concebía que la revolución fuera un tema entre otros, a la espera de su propia inflexión estética. “A periodistas franceses les he dicho muchas veces: no quiero hacer el Che, no cuenten conmigo para hacer demagogia de la política latinoamericana, no quiero.” El intento era mucho más sobrio en su enunciación: “nuestras política era crear, digamos así, un estado de espíritu político”. Y quizás haya sido esa dificultad para expresar lo que se estaba construyendo su fuerza más genuina, pues les permitió proponer y asumir dilemas para los que no existían soluciones[1]. Bajo esta luz hay que entender, por ejemplo, la siguiente frase: “en este momento el Cinema Novo se acabó y nuestra creación artística sólo será posible después de la revolución socialista”. No hay aquí ninguna manifestación de impotencia, sino el intento de revelar, con todos los límites del lenguaje a cuestas, un tipo de experiencia que aún está por nacer.

Es esta decisión de instalarse en “lo porvenir que ya puede intuirse”, y en ningún caso la soberbia o el dogmatismo, como parecen creer quienes más tarde se dedicaron a denunciar la ilusión vanguardista, lo que permite a Glauber y a tantos otros (entre los que habría que considerar, por ejemplo, a Gleyser y su proyecto de un “cine de la base”) hablar en los siguientes términos: “Creo que llegó la época en que esta división elitista entre artistas y políticos se debe terminar de una vez por todas. Este hombre intelectual es una cosa que terminó, no existe más. Aquellos que insisten en esta posición son realmente unos pelotudos. En el mundo de hoy se gesta una revolución muy importante: integrada a las revoluciones políticas y sociales hay una alteración profunda del hombre, que empieza a descubrir las posibilidades de su mente, de su creatividad, de su expresividad, rebelándose contra los viejos prejuicios cristianos de auto-represión moral, sexual e intelectual. Estamos en la víspera de un nuevo tipo de hombre y todas esas categorías que crean mecánicas de prestigio, de premios, de mitos populares o culturales, todo eso pertenece al pasado. El intelectual y el político deben ser llamados solamente hombres creadores, integrados en un proceso de revolución total. Es mi visión y por eso quiero que la gente jamás me llame intelectual o artista. Yo no formo parte de esa fauna.

¿Cómo puede ser entonces que hoy sigamos planteando los problemas de la creación y de la política, en los términos de un respeto minucioso por fronteras disciplinarias que por otra parte nadie constata?

Hace sólo dos meses tuvimos una conversación con Suely Rolnik, quien nos habló de un descubrimiento reciente que sin embargo incumbe a la intensidad vivida hace treinta años, pero cuyo sentido (según ella) todavía permanece soterrado.

En un texto que escribí hace poco (se llama Desentrañando futuros), intento dar un paso más en una idea que había sostenido durante todos estos años, según la cuál las décadas del sesenta y el setenta podían pensarse como la época en que cierta subjetividad no-identitaria que se insinuaba desde comienzos del siglo XX, de golpe se convierte en un vasto movimiento social al que llamamos contracultura. Fue esta movilidad la que habilitó a su vez la distinción entre una micropolítica relacionada con los procesos de creación propios del arte y la macropolítica, más influida por las preocupaciones de la militancia revolucionaria y los dilemas del poder. Mi propia posición al interior de este esquema era la de un ser desgarrado, queriendo articular las dos instancias que sin embargo permanecían casi siempre indiferentes.

Poco a poco me fui dando cuenta que no era posible sostener este juego de distinciones, mientras veía cómo el neoliberalismo borraba las fronteras con su interés por las prácticas creativas, por las formas inmateriales de la cooperación social, pues ya no se trata tanto de separar entre clases sociales sino de chuparse la energía de todos, a partir de una escucha de los procesos micro-políticos muy similar a la que se ejerce en el dispositivo clínico. A partir de aquí estamos obligados a plantear la cuestión política al interior del campo mismo del arte, y abrir el procedimiento militante a una sensibilidad micro-política.

Pero esta noción se tornó para mi evidente hace muy poco y me conmovió de un modo muy intenso, como siempre ocurre cuando descubrimos algo que quizás anduvimos buscando toda la vida y que estaba allí cerca, en estado de virtualidad, hasta que emerge como experiencia. Fue en el marco de un encuentro de amigos latinoamericanos, cuando discutíamos con Graciela Carnevale sobre el destino de Tucumán Arde, y sobre la relación de aquella experiencia con la militancia. Repetíamos una vez más el error en el que siempre incurre la historiografía del arte cuando cataloga una práctica de este estilo como “arte conceptual ideológico”. Y sentimos que ya no podíamos simplemente quedarnos en una polémica al interior de la historia del arte, porque lo que se había insinuado en nuestras prácticas culturales, en las acciones y en nuestra vida cotidiana, era una mezcla íntima y fértil entre política y poética. Sólo que se trataba de una figura que estaba comenzando a emerger y no podía ser aún definida, nombrada o visibilizada. Sin embargo estaba ahí, la podíamos volver a sentir, esa experiencia en la que ya no podía decirse que la política estaba por un lado y la poética por otro, porque se ponía en juego la relación entre la propia sensibilidad y una posibilidad efectiva de cartografiar las inflexiones más radicales de la experiencia social y colectiva.

2. El paso que Suely está dando cuando “desentraña futuros” en el pasado puede ser valorado como una manera efectiva de ir mas allá del setentismo.

Pero, ¿en qué consiste este tan mentado setentismo, en torno al que parecen arremolinarse la mayoría de los estereotipos que bloquean la imaginación en el presente? ¿Y de donde extrae su extraño poder, que lo ha llevado a convertirse en el objeto de todas las críticas?

Nuestra impresión es que no se reduce a una mera retórica de gobierno, aunque allí tenga hoy su expresión más visible. Llamemos setentismo, en cambio, al conjunto de perspectivas que de una u otra manera han quedado “prendidas” de las formas y los dispositivos que ya en los años setentas estaban siendo desmontados. Existe una variedad grande de énfasis, desde los que rozan la ingenuidad y se acomodan en la nostalgia, hasta aquellos que exponen su desengaño y recaen en una amargura paralizante, pasando por el cinismo que se ha vuelto experto en manipular símbolos previamente vaciados. Pero lo que cada una de estas figuras comparte es la inevitable reverencia a la derrota, que obliga a un vínculo con el pasado en el que prima el “arrepentimiento” o la “glorificación”.

Ahora bien, como no nos interesan tanto las tipologías, y sí quisiéramos compartir sensaciones en la búsqueda de una elaboración común, nos gustaría proponer una mirada que a nuestros ojos muestra las paradojas que nos depara “el setentismo”. Hace muy poco leímos en Página 12 una noticia cuyo encabezado decía: “Un ex desaparecido acusado de colaborar con la dictadura se suicidó antes de ser detenido”. Damos por hecho que todos están al tanto, porque se trata además de un suceso que resonó especialmente en Rosario, para concentrarnos en la opinión de Ana Longoni publicada en el mismo diario, donde desarrolla el argumento central de su libro sobre las Traiciones. El intento de Ana es cuestionar la típica sentencia que primaba en los años setenta, según la cuál quienes caían en manos de la represión sólo tenían dos destinos posibles: héroes o traidores. Pero lo interesante es que ella no sólo se propone polemizar con aquella subjetividad militante que llegó a grados poco alentadores de militarización, pues también quiere advertir hasta qué punto esas manías excesivas y simplificadoras persisten en la actualidad, perturbando la existencia de los sobrevivientes.

Sin embargo, para atravesar aquella alternativa maniquea Longoni apela al argumento victimizante, que no es más que el epílogo del propio razonamiento setentista. No se trata de traidores sino de víctimas, que fueron privados de su capacidad de decidir y por lo tanto deben ser eximidos de todo juicio. La omnipotencia ostentada por las organizaciones revolucionarias no sólo resulta refutada por “los hechos”, sino que aparece invertida completamente, habilitando la impotencia absoluta, la más radical de las postraciones. Por esta vía, claro, llegamos a la confirmación del punto de partida previo a las aventuras revolucionarias: que el poder es todopoderoso, y quien ose provocarlo no hace más que fortalecerlo.

No acudimos a esta reseña con el objetivo de reponer polémicas del pasado, que sin dudas revisten gran interés, sino para intentar señalar el tipo de exigencia que al interior del círculo setentista permanecen impensadas. Porque entre el traidor y la víctima sin dudas recaen juicios morales muy distintos (en un caso la condena, en el otro la exculpación), pero lo que perdemos es la posibilidad de establecer alguna diferencia ética. ¿Y qué otro sentido pueden tener el arte o la política, sino es el de inventar las fuerzas expresivas capaces de dar vida a ese gesto de resistencia que parece estar destinado a la inexistencia?

Lo importante, entonces, es lo siguiente: más allá del setentismo no sólo nos esperan los futuros que quedaron soterrados en el pasado, sino también los que se arremolinan en el presente y que exigen de nosotros una nueva capacidad de expresión.

[1] Tal vez podamos encontrar aquí la evidencia de que las luchas latinoamericanas de los años setenta pueden considerarse como experiencias post-marxistas. Es decir, no se trata tanto de que (como en Europa) hallemos formulaciones teóricas que cuestionen la ontología dialéctica, inaugurando escenarios teóricos postmodernos. Pero sí podemos decir que aquellas insurgencias se ubican más allá del horizonte moderno, en tanto constituyen la expresión de una “humanidad que se anima a plantear problemas para los que no aún no existen soluciones”.

Introducción a “Politizar la tristeza” (enero de 2008) // Colectivo Situaciones

Que el poder entristece –por medio de la amenaza y la eperanza– es un tópico de las políticas emancipatorias. Cada derrota viene inevitablemente acompañada por un debilitamiento de la voluntad de experimentación. Es la historia de las revoluciones vencidas y los reflujos de masas. ¿En qué medida la consigna que proponemos – “politizar la tristeza”– es parte de la tradición que reflexiona estos momentos, a partir de su oscuridad intrínseca? La respuesta no es segura, dado que –por una cuestión de método– no pretendemos ir más allá de la singularidad histórica que nos toca vivir, y por lo tanto preferimos evitar toda evocación de un tiempo político más extenso que se desplegaría de un modo cíclico, con sus momentos altos y bajos, de triunfos y derrotas.

Politizar la tristeza solicita una comprensión ligada a un momento histórico preciso: aquel que pone fin, en el extremo sur de América, a un modo de gestión política capaz de imponer un modelo neoliberal extremo desarrollado por las élites locales en subordinación directa a los consensos de las instituciones imperiales.

Un final paradojal puesto que al mismo tiempo que encuentra su clave en la resistencia de unos movimientos sociales que en su radicalización y extensión horizontal fueron destituyendo progresivamente todo el andamiaje para tales políticas –a la vez que iban instituyendo un cotidiano de sobrevivencia, lucha y transformación–, da lugar a un sistema de gobierno que, acudiendo a las capas narrativas heredadas de las luchas de los años 70,  desplaza la inventiva de estos movimientos y se instala en una ambigüedad que habilita dos lecturas diferentes de lo que cada vez más se plantea como una fase “postneoliberal” .

Por un lado, una lectura setentista –ligada hoy a la narrativa oficial– que enfatiza el desmontaje –el cambio de orientación– de tendencias y rasgos fundamentales del neoliberalismo implementado a partir de la dictadura militar (mediados de los años 70) en antagonismo directo con las organizaciones populares. Desmontaje que daría fin a un largo siglo de hegemonía oligárquica y que inaugura un período más complejo de compensanciones y negociaciones múltiples, con el fin de establecer los rasgos de ese modelo postneoliberal.

Hay una otra interpretación que se mantiene alerta al carácter paradojal del proceso, enfatizando el hecho de que el protagonismo de las luchas sociales en la crisis del 2001 –que tuvo como resultado la aceleración del punto final de la transición propiamente neoliberal– ha sido desplazado, adormeciendo las posibilidades inventivas para la configuración de esta fase. A elaborar esta segunda interpretación apunta el texto que aquí presentamos.

Como es sabido, la historia argentina reciente puede ser comprendida, a grandes trazos, a partir de ciertas fechas claves como la última dictadura militar iniciada en 1976, que acelera el pasaje de un modelo de aspiraciones industriales a una economía primarizada y financierizada. La desestructuración del mundo obrero y la vuelta a la institucionalidad republicana en 1983 dieron curso a un período signado cada vez más por la dualización social. Hacia mediados de los años 90, ya bajo el gobierno de Carlos Menem, cristaliza un nuevo tipo de protagonismo social que aprende a organizar la resistencia a partir de estrategias ligadas al territorio y las vías de circulación (sobre todo los movimientos de desocupados “piqueteros”), las redes de autoabastecimiento económico (los diferentes nodos de los club de trueque), la recuperación de fábricas quebradas por parte de sus trabajadores, la convergencia de los movimientos de derechos humanos (los escraches de HIJOS), y la movilidad asamblearia en las ciudades, lo cual va formando un contrapoder capaz de contestar al aparato político estatal. La crisis de diciembre del 2001 expone de un modo amplio y definitivo esta nueva composición social del país. A partir de allí se suceden diversos intentos de estabilizar un gobierno para el territorio nacional, lo cual sucede –en un nuevo contexto regional– a partir del gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y tiende a consolidarse con el flamante gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

 Politizar la tristeza surge en y de esta atmósfera como un intento de formular apenas algunas preguntas útiles: ¿cómo comprender esos momentos de inflexión a partir de los cuales los procesos de radicalización y crisis social permiten vislumbrar un movimiento reflexivo, un ethos autónomo –respecto del capital y sus instituciones–, y luego son sucedidos por procesos de normalización, que interpelan a la cohesión, al reconocimiento de los daños acumulados y a la vocación reparatoria?

¿Cómo continuar vinculados al proceso social y político cuando las coordenadas cambian tan de prisa y surge la inercia a aferrarse a los modos de intervención política eficaces para un período anterior?

¿Cómo dar lugar a la “puesta en crisis” de los lenguajes cuando éstos se estabilizan como retóricas cada vez más desenraizadas, propias de una circulación reificada, dineraria?

¿Qué queda iluminado –como iniciativas, como problemas, como saberes– a partir de estos momentos de apertura y creatividad social?

El texto se corresponde con una elaboración colectiva de los años 2004-2006. Como se verá, la necesidad de formular estas preguntas forma parte de una esfuerzo mayor por renovar la imagen de la cuestión política, intentando evitar la recaída en consideraciones generales sobre los declives inevitables. En ningún caso pueden confundirse estas tentativas con una apología de la tristeza, de la pasividad o de la impotencia. El fin es justo el contrario. Conocemos de sobra las fantochadas que se disfrazan de “dispositivo militante para la lucha” para evitar romper los esquemas que anulan toda  viabilidad de lo que esos mismos dispositivos anuncian. El “olvido” de la crisis  –como posición etica, epistémica– aparece como tentación de “hacer nicho” sobre la base frágil de retóricas vanamente voluntaristas o académicas.

La tristeza hace estragos bajo la forma de esterilizaciones de acciones y lenguajes otrora combativos. Politizar la tristeza surge de un método del preguntar activo, incluso del angustioso preguntar, que aspira a reencontrarse con una vitalidad social más amplia y difusa, con un cuestionar social –esencia de la política emancipatoria– más extenso y profundo.

 

Colectivo Situaciones                     

Buenos Aires, enero de 2008

Un devenir pos-humano. Entrevista a Franco Berardi «Bifo» (octubre de 2007) // Colectivo Situaciones

 

Pubicado como prólogo al libro Generación post-alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo, editado por Tinta Limón ediciones, Buenos Aires, octubre de 2007

En la introducción hablás del carácter rapsódico y no orgánico de este libro, pues recoge intuiciones y preocupaciones surgidas en épocas distintas y las desarrolla según campos disciplinarios diversos. Según argumentás, éste es el modo de composición que mejor expresa la investigación que venís desarrollando, que a veces percibe aperturas inusitadas y otras constata el cierre de las posibilidades existentes. Sin embargo, aquel carácter rapsódico es también, sospechamos, un rasgo fundamental del método recombinante que vos proponés como imagen del pensamiento en la sociedad contemporánea. Teniendo en cuenta que éste sería el primer libro tuyo que se edita en Argentina, nos parece oportuno que comentes brevemente los que consideres las principales características de esta modalidad del pensar.

La historia de los movimientos revolucionarios del siglo XX se funda en un método cognoscitivo y estratégico de tipo dialéctico. Totalidad contra totalidad. Afirmación, negación e inversión. Aquella visión estaba vinculada con una forma simple de la contradicción social en la industria: clase obrera contra burguesía. Pero la filosofía dialéctica se fundaba sobre una reducción de la complejidad real del mundo y abría el camino a formas de subjetivismo totalitario, como hemos visto en la historia del socialismo realizado.

Luego de la gran explosión social de los años ’60 y ’70, la reestructuración capitalista produce una pulverización de la relación entre capital y trabajo: flexibilidad, deslocalización, precarización, etc. Ya no existe ninguna posibilidad de describir el mundo en términos dialécticos, ya no existe la posibilidad de una estrategia de oposición simple, frontal. Ya no existe tampoco la posibilidad de pensar una inversión totalizante.

La nueva forma productiva se funda sobre un principio tecnológico que sustituye a la totalización por la recombinación. Informática y biogenética —las dos innovaciones tecnológicas de fines del siglo XX— están fundadas sobre un principio de recombinación: unidades capaces de multiplicarse, proliferar, recombinarse que se sustraen a la totalización. El plano de consistencia de la informática es un plano infinito, no totalizable, proliferante. Un nuevo signo puede cambiar el significado de todo el cuadro. Puede recombinarlo.

No era así el universo industrial territorializado y totalizable. Ahí un nuevo signo se agregaba a otros sin recombinar el efecto de significado. Era necesario atesorar fuerzas lentamente, transformar conciencias, acumular fuerzas políticas y militares hasta el asalto final en el que se conquistaba el Palacio de Invierno.

En la esfera recombinante, el poder es inaprensible, porque no está en ninguna parte y está en todas al mismo tiempo. Pero esto posibilita, también, transformar todo el cuadro a partir de una nuevo elemento, un signo, un virus.

La historia es un proceso generalmente imprevisible, pero existen grados diversos de imprevisibilidad. En la esfera industrial se podían hacer análisis de la situación objetiva de los cuales sacar conclusiones estratégicas para la acción y se actuaba en consecuencia. Los procesos de agregación subjetiva eran largamente previsibles, el comportamiento de las clases sociales era previsible y el ciclo económico también. Los factores de imprevisibilidad eran rupturas políticas turbulentas. Se podría pensar en la decisión de Lenin: tomar el poder en el país más atrasado. La imprevisibilidad (la locura) de la acción de Lenin cambia —después del ’17 y en el mundo entero— todos los términos del problema.

Hoy, el conjunto del sistema entró en una condición de imprevisibilidad mucho más radical, porque los actores se han multiplicado y el cuadro es infinitamente más complejo. Y, sobre todo, porque el funcionamiento viral no se puede reducir a ningún modelo determinista. Piensen en la actual crisis de las Bolsas, el desplome de las hipotecas subprime (préstamos hipotecarios de riesgo) en el mercado inmobiliario norteamericano. Los efectos son imprevisibles porque nadie puede decir con exactitud dónde acabarán los fragmentos de capital financiero basados sobre deudas ya no exigibles.

En esta situación, las estrategias totalizantes están destinadas al fracaso, a la ineficacia más absoluta. La acción debe ser de carácter puntual, viral, contagioso.

En el libro proponés la siguiente afirmación: «se puede llamar recombinante al capital financiero que asume un rol central en la política y la cultura  de los años noventa». Teniendo en cuenta la pregunta anterior, ¿cómo entender esta homología entre los funcionamientos del neoliberalismo y del pensamiento crítico? ¿Se trata de encontrar al interior de este terreno común los signos de un nuevo conflicto o es más bien esta «adecuación» del pensamiento al capital el principal nudo a desatar?

Hablan de homología entre el funcionamiento del capitalismo y del pensamiento crítico. Realmente es necesario encontrar esta homología si queremos lograr comprender el objeto sobre el que estamos hablando, el objeto que queremos deconstruir, el objeto del cual queremos sustraernos.

¿Existe una homología entre el análisis que Marx hace sobre el trabajo abstracto y el proceso de abstracción progresiva del trabajo? Verdaderamente existe. Sin esta homología la crítica de la economía política no es posible y se queda en el socialismo utópico pre-científico.

El pensamiento crítico se debe dar sobre el plano de consistencia del proceso real, de lo contrario se vuelve una forma de obsesión moralista sin base cognoscitiva ni práctica. Me explico. El movimiento obrero, los partidos comunistas europeos (como Refundación Comunista en Italia) se oponen a la flexibilidad del trabajo, a la precariedad. Con justicia, refutan los efectos sociales de la flexibilidad. Pero la oposición a la flexibilidad no puede funcionar. En el mejor de los casos, se trata de una forma de resistencia que puede retardar la afirmación del modelo flexible de producción.

Es necesario, en cambio, adecuar nuestros instrumentos analíticos a la realidad de la producción flexible. No sirve de nada lamentarse por lo que ha ocurrido, es necesario comprender las nuevas formas y deconstruir cognoscitivamente su funcionamiento; por lo tanto, encontrar su punto de debilidad y actuar sobre él.

Una de las líneas más audaces del libro es el esfuerzo que hacés para brindar una interpretación panorámica pero eficaz del devenir (post)humano en la actualidad, teniendo muy en cuenta la mutación radical (antropológica). Como parte de esta tentativa esbozás elementos de una periodización que nos gustaría que perfiles más claramente, aún si esto conlleva un alto riesgo de esquematización. Una aclaración de este tipo podría ordenar mejor una serie de recorridos de mucho interés.

Periodizar la transición post-humana es, realmente, una tarea peligrosa, porque se corre el riesgo de considerar la mutación antropológica como un proceso asimilable a la historia política, con sus fechas, sus plazos, sus revoluciones y sus restauraciones. Naturalmente, no es así: se trata de un fenómeno esencialmente cultural que trabaja al interior de la composición social. Esto no nos impide ensayar una periodización basada en momentos de revueltas políticas, pero tiene que ser capaz de señalar, también, las corrientes de mutación profunda.

Partimos de los años ’60, que fue el periodo en el que la composición social industrial-obrera alcanza su plenitud, y vemos emerger —en el movimiento estudiantil del ’68— una nueva fuerza social: el trabajo intelectual de masas o cognitariado. En los años ’70, y particularmente en el año de la revuelta del ’77, veo una especie de fractura entre la historia moderna (céntrica, subjetivable, humanística, dialectizable) y el delinearse de una post-modernidad proliferante, irreducible a la ideología.

No por azar en aquellos años comienza la ofensiva liberal, puesta en marcha por Nixon con el desprendimiento del dólar del régimen de cambios fijos (1971), luego relanzada por Thatcher y por Reagan a comienzos de los años ’80. Los años ’80 son el periodo en el que la contraofensiva liberal se entrelaza con la efervescencia de un movimiento deseante ya completamente difundido en la vida cotidiana. Liberalismo (capitalista) y liberación (social, sexual, expresiva) son dos intencionalidades bien distintas y contrastantes; sin embargo, en la fenomenología de la cultura de los años ’80 las vemos entrelazadas.

El ’89 liquida definitivamente la descripción dialéctica del mundo, la bipolaridad desaparece y la proliferación toma su lugar. Utopía de un pluralismo pacífico rápidamente desmentida por el retorno de la guerra. El fin del industrialismo había señalado una desterritorialización social, productiva, cultural. 1989 lleva esta desterritorialización hasta la forma geopolítica del mundo. No existe más la marca bipolar del territorio-mundo.

Pero, llegado este punto, se ponen en movimiento fuerzas inmensas de reterritorialización. La necesidad identitaria se apodera de las masas populares incapaces ya de reconocerse como clases sociales (revolución komeinista en Irán, puesta en marcha del integrismo islámico, reemergencia del nacionalismo en el este europeo, guerra serbo-croata, etc.). El capitalismo mundial se reterritorializa en torno a la guerra. Al mismo tiempo, la inmensa revolución de la red está tomando forma en la tecnología, y se difunde en la esfera de la cultura, del deseo, del consumo, de la producción. Un nuevo y potente movimiento de desterritorialización impulsado por la cibercultura y por la ideología felicista (optimista) que la acompaña.

En las últimas dos décadas del siglo se verifican dos procesos gigantescos y complementarios con un potente efecto psico-mutágeno: la introducción masiva de las mujeres en el circuito de la producción global y la difusión de las tecnologías video-electrónicas y, luego, conectivas. Este doble fenómeno —movilización productiva de la cognición femenina, sometimiento asalariado de la afectividad, el deseo puesto a trabajar y, al mismo tiempo, exposición de la mente infantil a un flujo maquínico de información, de formación, de modelación psico-cognitiva— transforma la consistencia antropológica profunda del campo social: el lenguaje, la relación entre lenguaje y afectividad y, por consiguiente, la capacidad de abrirse a lo social, a la solidaridad social.

Durante la lectura del libro nos llamó la atención ciertos tránsitos de ilusión-decepción, y el modo en que son relatados. Podríamos nombrar dos. El primero tiene que ver con el año 89 y la valoración de aquella coyuntura como una apertura democrática: la caída de los socialismos reales es interpretada como el desplome del “Imperio del Mal”. Luego, en la década de los 90, siempre según tus palabras, se habría establecido una alianza virtuosa entre el capital recombinante y el trabajo creativo inmaterial (o cognitariado), cuyo agotamiento coincide con la crisis de las empresas “punto.com” (2000) y con la crisis global de la “seguridad” (2001).

En ambos casos, y quizás por el hecho de habitar el contexto latinoamericano, nos produce curiosidad la forma en que valorás el elemento subjetivo. Por ejemplo, entre nosotros la exaltación de las transformaciones de la vida cotidiana y los intentos democratizadores de los países del llamado socialismo real nunca fueron considerados al margen del paralelo desencadenamiento de fuerzas extremadamente favorables al dominio capitalista de un mundo “rendido” a la hegemonía de los EE.UU. En el segundo caso, los años 90 en Latinoamérica fueron ante todo la década donde el neoliberalismo reinó con extremo salvajismo, subordinando toda expresión autónoma o resistente de la fuerza intelectual, política y laboral.

Lo que nos interesa indagar es qué teoría de la subjetividad se pone en juego en este contraste. Y por lo tanto: ¿qué factores tenemos en cuenta para construir nuestros proyectos políticos? ¿Cómo funciona la centralidad que solemos otorgarle a los modos de producción en esta consideración de lo subjetivo?

El circuito ilusión-decepción del cual ustedes hablan es el alma de la sucesión histórica y de la relación entre intención subjetiva y devenir del mundo. Toda estrategia (política, afectiva) es una ilusión, porque en el mundo real prevalece la heterogénesis de los fines, es decir, la sobredeterminación recíproca de las intencionalidades diferentes. En particular, en la historia social del siglo XX, la “ilusión” obrera ha producido desarrollo capitalista, ha producido industrialización forzada pero, también, ha producido escolarización de masas, aumento del consumo de bienes culturales, aumento de la esperanza de vida.

En el curso de mi vida militante, partiendo de 1968, cuando formaba parte de un colectivo estudiantil de Filosofía y Letras de Bolonia, he visto muchas ilusiones y muchas desilusiones, pero quiero continuar así. La ilusión es una intención situada. La desilusión es el efecto de transformación que tu intención ha producido encontrándose con las intenciones de infinitos otros actores. Es importante no transformar tus ilusiones en ideología y no tomar las desilusiones como la forma definitiva del mundo.

¿La ilusión del 89 se transformó en la desilusión de la guerra? Sí y no, porque se transformó, también, en la sorpresa de la proliferación de red.

¿La ilusión de los años ’90 y de la alianza entre trabajo cognitivo y capital recombinante se trasformó en la desilusión de la era Bush? Sí y no, porque la era Bush es, tal vez, el comienzo del derrumbe de la hegemonía norteamericana, y porque la historia del trabajo cognitivo no terminó, sólo está comenzando.

Nos interesa mucho presentarte nuestro contexto a la hora de compartir tus reflexiones sobre los dilemas constituyentes de la mente colectiva en  sus dimensiones tecnológicas y afectivas. En Argentina, la crisis del 2001 operó como un masivo investimento del plano social a partir de la desvinculación previa de un importante segmento de la clase trabajadora que había quedado literalmente al margen de la institución laboral. El desenganche de las clases medias del mercado financiero alimentó, a su turno, este proceso. La sensación de que podía desarrollarse un espacio por fuera de los límites de la estatalidad y de la racionalidad del valor de cambio, sin embargo, fue dando lugar a un comportamiento más próximo al estándar subjetivo de la era del mercado global: la segmentación de las vidas, el apego a una interioridad fundada en el consumo de los más variados servicios, la psicologización de las patologías sociales, el consumo de pastillas y un compromiso particularmente intenso con el trabajo de cada  quien.

¿Cómo percibís este proceso de normalización tras la aguda crisis de legitimidad del neoliberalismo, y qué relación podrías establecer con el contexto europeo?

No estoy en condiciones de analizar la diferencia entre la situación europea y la situación latinoamericana, que en este período aparece como una excepción, como un fenómeno de contratendencia. No estoy en condiciones de hablar porque no conozco suficiente la realidad sudamericana, y por eso estoy muy contento de ir a Buenos Aires y de conocer a los compañeros y amigos.

Lo que dicen respecto de la situación argentina luego de 2001 es interesantísimo. Por un lado, la ilusión (fecunda) de poder realizar formas de vida más allá del régimen de valor de cambio; por el otro, el proceso (claramente neoliberal) de la segmentación de las vidas. En esto, la situación argentina es asimilable a lo que se vio en Europa en los años ’80 y ’90. Pero en la situación argentina (y de manera distinta, también, en la situación venezolana, boliviana y, de manera nuevamente distinta, en la brasilera) está en curso una experimentación política de nuevo tipo que podría llevar a una fractura profunda entre “necesidad” económica impuesta por el capitalismo global y espacios de libertad social y cultural. Pero no puedo hablar de esto antes de haberlo conocido y antes de hablar con ustedes.

A menudo explicitás tus dudas sobre la factibilidad de seguir pensando políticamente los problemas que han emergido de la mutación de los últimos años. En el centro de esta incertidumbre aparece el problema de la relación entre las generaciones modernas y las que definís como generaciones post-alfabéticas. Todo parece indicar que el destino de la política misma se juega en la transmisión de una herencia que quizás hoy resulte obsoleta: la memoria de luchas y de creaciones culturales, pero también una sensibilidad que parece quedar en el olvido (el vínculo, por ejemplo, entre el lenguaje y los afectos). En la introducción de este libro afirmás que el desafío es complejo pues se trata de traducir un mensaje cuyo sentido no está en el contenido de lo que se dice.

En la Argentina la discusión sobre cómo politizar la memoria ha sido muy importante en los últimos años. Sin embargo, no estamos seguros de haber asumido el tipo de dilema que vos presentás y la inflexión que proponés. ¿Podrías contarnos mejor en qué consiste esta imagen de la transmisión?

La cuestión de la transmisión cultural es fundamental, tanto desde el punto de vista de la historia obrera y progresiva del siglo XX como desde el punto de vista de cultura laica iluminista y humanista que ha marcado el curso de la modernidad. Pero el problema de la transmisión es enormemente delicado, complicado. No puede ser reducido a un problema de transferencia de contenidos de la memoria política (la historia de la resistencia pasada, etc.). No puede reducírselo a un problema de transferencia intergeneracional de “valores”, porque esto es inevitablemente moralista y los valores no significan nada por afuera de las condiciones sociales, técnicas, antropológicas dentro de las que se modela el comportamiento humano.

Por lo tanto, entonces, ¿qué es el problema de la transmisión? Por cierto es importante narrar la historia de las revueltas pasadas, es importante la memoria histórica y política. Para esto sirve mucho más la literatura que la política. Pero es idiota pensar que narrando la historia de la autonomía del pasado se pueda transmitir un know how autónomo para el tiempo presente. No funciona así.

La cuestión de la transmisión es, sobre todo, un problema ligado a la sensibilidad. La historia de la modernidad es la historia de una modelación de la sensibilidad, de un proceso de refinamiento (pero, también, un proceso de disciplinamiento), el desarrollo de formas nuevas de tolerancia y de creatividad (pero, también, el desarrollo de nuevas formas de barbarie y de conformismo). La pregunta que debemos hacernos y, sobre todo, que debemos hacer a la gente que se está formando hoy, a los chicos, a la nueva generación, se refiere al placer, a la belleza: ¿Qué es una vida bella? ¿Cómo se hace para vivir bien? ¿Cómo se hace para estar abierto al placer? ¿Cómo se goza de la relación con los otros? Esta es la pregunta que debemos hacernos, una pregunta que no es moralista y que funda la posibilidad misma de un pensamiento ético.

Pero la pregunta que debemos hacernos es, sobre todo, ésta: ¿qué cosa es la riqueza? Es sobre este plano que el capitalismo venció la batalla del siglo XX.

¿Riqueza significa quizás acumulación de cosas, apropiación de valor financiero, poder adquisitivo? Esta idea de la riqueza (que es propia de la ciencia triste, la economía) transforma la vida en carencia, en necesidad, en dependencia. No tengo la intención de hacer un discurso de tipo ascético, sacrificial. No pienso que la riqueza sea un hecho espiritual. No, no, la riqueza es tiempo: tiempo para gozar, tiempo para viajar, tiempo para conocer, tiempo para hacer el amor, tiempo para comunicar.

Es precisamente gracias al sometimiento económico, a la producción de carencia y de necesidad que el capital vuelve esclavo nuestro tiempo y transforma nuestra vida en una mierda. El movimiento anticapitalista del futuro en el cual yo pienso no es un movimiento de los pobres, sino un movimiento de los ricos. Aquellos que sean capaces de crear formas de consumo autónomo, modelos mentales de reducción de la necesidad, modelos habitables a fin de compartir los recursos indispensables serán los verdaderos ricos del tiempo que viene. A la idea adquisitiva de la riqueza es necesario oponer una idea derrochativa, a la obsesión es necesario oponerle el goce.

En tu trabajo enfatizás la imagen de un cambio antropológico que se va acentuando en generaciones sucesivas, cada una de las cuales se desarrolla en un nuevo contexto tecnológico. A nosotros nos ha impresionado mucho tu idea de una modificación en la matriz cognitiva y afectiva de las generaciones pos-alfabéticas. ¿No existe, sin embargo, el riesgo de acudir a un determinismo tecnológico para explicar las transformaciones de los imaginarios y la modalidad de los vínculos?

A propósito de esta inquietud, en una escuela de la periferia de nuestra ciudad (donde solemos conversar sobre estos problemas) recibimos el siguiente comentario: “sí, es cierto que hay un cambio en los modos de atención y en el comportamiento de los chicos; pero no es fácil atribuir esta permuta al vínculo con las tecnologías digitales ya que en general los niños de nuestros barrios no están muy en contacto directo con las máquinas”. A partir de esta acotación: ¿te parece que en regiones donde la existencia de las tecnologías digitales no se han difundido como en Europa o Estados Unidos es posible pensar los dilemas y las nuevas figuras subjetivas en los mismos términos que describís o más bien creés que es preciso introducir matices?

La cuestión del determinismo está presente. En Mc Luhan, un autor para mí importantísimo que permite comprender buena parte de la transformación del último medio siglo, hay un riesgo de tipo determinista. Existe el riesgo de identificar una relación directa entre cambio tecno-comunicativo (de las tecnologías alfabéticas a las tecnologías electrónicas, por ejemplo) con un cambio de tipo cultural. Una relación entre técnica y cultura naturalmente existe, pero no es directa ni determinista.

Ciertamente, la constitución cognitiva de la generación que recibe las informaciones en el formato simultáneo de la electrónica es distinta a la constitución cognitiva de las generaciones alfabéticas. Pero en este pasaje se abre una bifurcación, esto es, la posibilidad de reconstruir condiciones lingüísticas, comunicacionales, afectivas, que produzcan autonomía, incluso al interior de un modelo técnico transformado. Es el problema esencial del mediactivismo contemporáneo, del subvertizing, de la creación de red. Vuelve aquí el problema de la transmisión intergeneracional. No se trata de transferir mecánicamente nociones, memorias, sino que se trata de activar autonomía dentro de un formato cognitivo transformado. Esto es verdaderamente difícil, dado que aún no hemos elaborado las técnicas capaces de restituir autonomía a organismos concientes y sensibles que se han formado según modelos esencialmente an–afectivos. Pero el punto de bifurcación está precisamente en el sufrimiento, en el sentimiento de incomodidad, de depresión. La pregunta a formular a la nueva generación no se vincula a los valores (¿sos solidario o egoísta?, ¿sos crítico o conformista?). Se vincula con la sensibilidad: ¿sos feliz o infeliz?

Es desde aquí que debemos partir, y entonces veríamos bien que la comunicación política hoy debe ser, ante todo, una acción terapéutica. Crear las condiciones de posibilidad de una felicidad del existir, de una felicidad de la relación con el otro, esta es la vía de la organización política en el tiempo que viene.

Respecto a lo que me cuentan en la segunda parte de la pregunta, naturalmente existen grados diferentes de integración con el sistema tecno-comunicativo global, existen grados diferentes de “aculturación electrónica”, etc., pero yo no nunca dije que la mutación corresponda solamente a una cuestión cuantitativa de exposición a la tecnología.

En esta objeción veo precisamente un dejo de determinismo. El problema no es si un chico usa el celular o navega en Internet, sino dentro de qué ambiente cultural y afectivo se encuentra en sus años de formación, en sentido acotado: familiar, pero también en sentido amplio: en la relación imaginaria con sus coetáneos del todo el planeta, en las modas culturales, musicales, consumistas.

En ese sentido, yo creo que la mutación tecnocomunicativa puesta en marcha en los años 80 con la difusión de la televisión, de las series televisivas, de la telenovela, de la videocassettera, de los videojuegos y, luego, del reality show ya había tenido un grado de homogeneidad planetario y una rapidez de difusión que no tiene comparación con épocas pasadas. En este sentido, la primera generación videoelectrónica alcanzó una relativa homogeneidad cultural en tiempos mucho más breves de lo que ocurría en épocas pasadas por medio de procesos de aculturación alfabética.

Aún más rápido se vuelve el tiempo de homologación de la generación conectiva, aquella que gracias a Internet y al teléfono videocelular ha podido entrar en circuitos globales incluso antes de haber formado una sensibilidad localizada. Este proceso prescinde en cierta medida de la cantidad de horas de exposición al aparato televisivo o telemático.

Durante los años 2000 y 2001 parece haber un cambio profundo en las fuerzas que dan forma a las subjetividades colectivas. Pero la era Bush está ligada a una remilitarización de buena parte del planeta. ¿Cuál es tu lectura de este proceso? ¿Lo percibís como una interrupción restauradora de la economía del petróleo y la industria fordista o, más bien, como el relanzamiento (ahora blindado) de la colonización del mundo por parte de la racionalidad imperial?

La figura política de George Bush II se recorta sobre el panorama histórico como un enigma extraordinario. Bush representa explícitamente los intereses de un sector agresivo, ignorante, oscurantista: los petroleros, el sistema militar-industrial.

Pero la narrow-mindedness (mentalidad estrecha) de este sector se está revelando como un clamoroso gol en contra para el sistema norteamericano. En mi opinión, los EE.UU. no se recuperarán de la catástrofe político-militar (e imaginaria) que la presidencia de Bush ha provocado. La derrota en Irak no es como la de Vietnam. En el 75 la guerra se concluye, la bandera norteamericana es izada en los edificios de la embajada, y todo termina allí (no realmente para la población vietnamita, para los locos de los boat people, etc.). Pero después de Irak no existe retiro militar. No es posible.

Los EE.UU. no pueden renunciar a la hegemonía sobre medio oriente. Pero la guerra iraquí mostró que esta hegemonía está perdida, es irreparable. Luego de Irak está el Irán de Ahmadinejiad, el Pakistán de Musharraf, bombas de tiempo incrustadas en la geopolítica mundial por una política no menos estúpida que criminal. La guerra infinita que los neoconservadores han concebido y que Bush ha provocado es la arena movediza en la que el más grande sistema militar de todos los tiempos está inexorablemente hundiéndose.

En el 2000, la victoria de Bush (mejor, el golpe de estado de Bush) desalojó el cerebro de la cumbre del mundo. El sector cognitario, el trabajo virtual, la ciberinteligencia fueron desalojados por la victoria de los músculos, los petroleros y los generales. Pero sin cerebro no se gobierna el mundo, como máximo se puede incendiarlo.

El final de esta alianza entre cognitariado y capitalismo recombianante que se había establecido de manera frágil, contradictoria, pero dinámica durante los años 90, ha marcado el regreso de un capitalismo idiota, representado por el sector mafioso y guerrero que guía las grandes potencias del mundo en el presente: Cheney, Putin, y todo lo que les sigue.

El grupo dirigente norteamericano se formó sobre el mesianismo apocalíptico de cuño cristiano, pero también sobre el pensamiento de James Burnham, un sociólogo de formación trotskista de los años ’30, y también sobre una recuperación del concepto de exportación de la revolución (no olvidemos que Pearle, Kristoll, el propio Wolfowitz tienen sobre sus espaldas una formación trotskista). Sería interesante estudiar también este aspecto: en qué medida la experiencia del terrorismo bolchevique (el terrorismo del materialismo dialéctico estalinista, pero, también, el terrorismo de la revolución permanente trotskista) se ha transferido al pensamiento estratégico imperialista (norteamericano, pero también francés).

Luego de ser depurada de sus elementos comunistas y obreros, la tradición bolchevique se ha vuelto parte de la cultura del capitalismo global, no solamente en la Rusia gobernada por la KGB redenominada FSB, sino también en los EE.UU. neoconservadores, o en la Francia sarkoziana esponsorizada por Glucksmann y por Kouchner.

Finalmente querríamos preguntarte por la dimensión política de la noción de autoorganización. En algún lugar enunciás que el antagonismo es una imagen política inútil para la situación presente, pues el deseo social se desplaza en paralelo a la innovación de la economía. Pero si el deseo no necesita contraponerse a lo que existe para proliferar, ¿qué lo llevaría a radicalizarse hacia horizontes de autoorganización? ¿Cómo percibís o imaginás ese impulso?

Creo que debemos reflexionar nuevamente sobre la noción de deseo. La lectura de Deleuze y Guattari por parte del pensamiento del movimiento a menudo ha malinterpretado la noción de deseo como si éste fuese una subjetividad, una fuerza positiva. Admito que alguna ambigüedad sobre este punto se encuentra en los textos de ambos filósofos, y en mi trabajo de “vulgarización movimentista” (si me permiten la expresión) he a veces identificado el deseo como la fuerza positiva que se opone al dominio. Pero esta vulgarización no es correcta.

El deseo no es una fuerza sino un campo. Es el campo en el cual se desarrolla una densísima lucha o, mejor dicho, un espeso entrecruzamiento de fuerzas diferentes, conflictivas. El deseo no es un valiente muchacho, no es el chico bueno de la historia. El deseo es el campo psíquico sobre el que se oponen continuamente flujos imaginarios, ideológicos, intereses económicos. Existe un deseo nazi, digo, para entendernos.

El campo del deseo es lo central en la historia, porque sobre este campo se mezclan, se superponen, entran en conflicto las fuerzas decisivas en la formación de la mente colectiva, por lo tanto la dirección predominante del proceso social.

El deseo juzga la historia, ¿pero quién juzga al deseo?

Desde que las corporaciones de la imageneering (Walt Disney, Murdoch, Mediaset Microsoft, Glaxo) se han apoderado del campo deseante, se han desencadenado la violencia y la ignorancia, se han cavado las trincheras inmateriales del tecno-esclavismo y del conformismo masivo. El campo del deseo ha sido colonizado por esas fuerzas.

Sobre este plano debe actuar el movimiento deseante. Y cuando usamos la expresión “movimiento deseante” no entendemos “subjetividad deseante que se hace movimiento”, que por el simple hecho de tener deseo es positiva, como si no hubiese deseo también en la violencia.

“Movimiento deseante” significa un movimiento capaz de actuar eficazmente en el campo de formación del deseo, un movimiento conciente de la centralidad del campo del deseo en la dinámica social.

El movimiento es una fuerza, el deseo un campo.

Carta a nuestras hermanas Sonia y María (17/05/07) // Colectivo Situaciones

Este texto fue publicado como anexo en Ninguna mujer nace para puta (lavaca editora – 2007), y su escritura fue motivado por la invitación de Sonia Sanchez y María Galindo, autoras del libro.

 

Carta a nuestras hermanas Sonia y María

Para escribir este texto nos imaginamos que estamos con ustedes. Las vemos exhaustas tras un largo viaje. Sus cuerpos descansan luego de bailar la danza frenética con que invocaron y encarnaron la rebeldía e inteligencia que dio lugar a un libro que quema.

Hemos sido convidados al difícil privilegio de estar entre sus primeros lectores. Experimentamos intensamente el trance. Tenemos frescas sus marcas. Escribimos estas líneas a gran velocidad para evitar que esas huellas se disipen: ¿cómo elaborar los efectos vivos en nosotros de lo que hemos leído, sin apaciguar su fuerza desorganizadora con palabras inmunizantes?

¿Qué queda en pie luego de ese torbellino que es la puta cuando toma la palabra?

Queda, para nosotros al menos, un ejercicio de memoria corporal: retener la afección, para elaborar esas primeras impresiones que aún están libres de la inercia de los lenguajes ya conocidos. Aceptamos entonces la invitación. No para sumar un texto que duplique vanamente lo dicho hasta aquí, sino para continuar por escrito un intercambio tanto más desafiante cuanto que nos plantea una pregunta infinita: ¿cómo estar a la altura de un pensar que no precisa romper con la sensibilidad corporal sino que, por el contrario, extrae de ella su propia fuerza?

La palabra de Sonia

La dureza y la valentía de tu palabra directa obligan. Cada quien es convidado a asumir una íntima escisión. Debe intentar hacer el mismo ejercicio profundo y doloroso: reconocer qué lugar ocupa en la cadena mortífera de torturadores y torturados en que se transforma el mundo bajo la luz que proyecta la palabra de la puta.

Pero no para quedar a salvo. Tampoco se trata de pronunciarse por la resistencia y contra la dominación. Eso se puede hacer, es preciso a veces, pero insuficiente siempre.

¿Qué significa entonces, para nosotros, dialogar con un texto como éste?

Por un lado, sentir la propia subjetividad como un campo de batalla donde nos medimos cuerpo a cuerpo con las relaciones de poder social. Sin este reencuentro con niveles sensibles habitualmente entumecidos, no hay cotejo posible para nuestra politicidad.

Reconocer la voz prestada que habla en nosotros. Voz del torturador, en un cuerpo rigidizado, negado, entregado. Ese parece ser el punto de partida: la indagación en nosotros mismos de este juego de fuerzas en que el poder siempre se pretende vencedor, haciendo de nuestros afectos, afectos de sumisión. Para confrontar la propia complicidad, el goce de esta sumisión, la servidumbre voluntaria.

Por eso, antes de la palabra viene el vómito.

Lo más difícil de todo es fragilizarse, conectar con la propia vulnerabilidad hasta hacerla decir esas palabras que nos paralizan. Decirlas luego en voz alta y sentir el dolor en nuestro cuerpo largamente endurecido por el esfuerzo de negar estos agujeros. Sentir el miedo. Sentir cómo nos rigidiza. Reconocer por fin en estas durezas el mecanismo que nos entrega a un sacrificio inconfesable: la complicidad íntima con un poder de muerte que opera en y desde nosotros, y que ahoga nuestros gritos convirtiéndolos en síntomas y enfermedades privadas. Reencontrarse con la herida e identificar en ella las marcas que una lucha anterior dejó en nosotros y que perdura como un dolor insoportable.

Sonia empuja esa pregunta, porque ella hizo de ese ejercicio de autoanálisis una interpelación pública. Se queda sin refugio, sin falsas dignidades ni protecciones mentirosas. Y desde allí nos habla. Por eso, al escucharla, quedamos invitados a poner sobre la mesa nuestros propios miedos y privilegios. No hay posición desde la que escuchar a Sonia que no exija ponernos a nosotros/as mismos/as en ese estado de desnudez y valentía para intentar estar a la altura de su palabra.

Volvamos la pregunta a nosotros: ¿qué enunciados nos paralizan?

Seguramente cuando nos catalogan como “intelectuales”, “intérpretes” o “expertos”: otros tantos equivalentes de la posición del cafisho o del parásito en la dinámica social. Por eso, es como si cada vez debiéramos afirmarnos desde el vacío abierto por el modo en que estas palabras aluden a una herida en nosotros.

De hecho, cuando nos proponemos crear una figura de investigador militante estamos intentando abandonar tanto el cuerpo de intelectual (a salvo, pacificador y gozoso de la pura complejidad de los conceptos pero incapaz de asumir las consecuencias políticas de un pensar con premisas situacionales, vividas en los propios problemas que se investigan), pero también el cuerpo del militante clásico que funda la legitimidad de su palabra en una disposición al sacrificio y al roce con la muerte. Si hablamos de “poner el cuerpo” lo hacemos siempre en el sentido de que el cuerpo es el escenario de una guerra, una individualidad en constitución al interior de una lucha en la que siempre se juega la capacidad de crear nuevas vidas, nuevas potencias, frente a la interpelación de muerte del poder.

Precisamos aprender a manipular esas palabras que están allí para congelarnos, para animar toda una fantasmagoría culposa a nuestro alrededor y poner en marcha una ingeniería afectiva destinada al derrumbe y la resignación personal y colectiva.

Sonia nos entrega una nueva clave: ella va cambiando de piel. Dice ser la madre, la puta, la mujer, la amiga, la pobre, la hermana. También dice no ser nada de eso. ¿Quién más pudiera hablar desde todos esos lugares y a la vez no necesitar de ninguno? ¿Quién más pudiera sobrevivir con esa destreza al interrogatorio policial (siempre proveniente de un/a “compañero/a”) que dice: ¿Y vos desde dónde hablás?

La palabra de Sonia tiene la fuerza de convocar un nosotros/as que cambia de tamaños, de alcance, de lengua. Y nos pone bajo una interrogación mayor: ¿qué es hacer una alianza con esa palabra que se convierte en “anfitriona” de un cambio social profundo?

La palabra de María

Hemos visto cómo opera la pregunta de María. En una serie de talleres: “dime, ¿qué palabra te paraliza?”. En documentales: “un pene, cualquier pene, es siempre una miniatura”..

Ahora la vemos nuevamente en acción. Enfoca y pregunta. La pregunta es una máquina que también obliga: hablar, pensar y descartar las palabras fáciles, el testimonio sin concepto, el lamento, la respuesta defensiva. Un método de la mirada y la pregunta que con Sonia como interlocutora alcanza una profundidad máxima. Una metodología que empuja a la elaboración más dolorosa, que es precisamente aquella que debe revisar la intimidad subjetiva de una complicidad. Y debe, si es que decide avanzar, desatar esos nudos que nos ligan a través del miedo a toda la amplia red de laceraciones que constituye buena parte de nuestras sociedades. De allí el acoso del “método María”. María ha inventado estos procedimientos consigo misma y sus primeras compañeras. Ella también debió elaborar desde el sufrimiento sus propios saberes y empuñarlos como armas. Ahora ofrece esa metodología y fuerza a otras a pasarla en limpio, a ponerla en palabras directas.

Así es como, en su proximidad, las personas son alcanzadas por una flecha. Cada quien sale con una inquietud clavada en el corazón. ¿Qué escondes? ¿Cuál es tu complicidad? ¿Qué saber tenés que desplegar?, ¿y qué poder emancipatorio podemos reconocerle?

Es un método que busca, a la vez, emancipar una capacidad plegada y verificar la potencia desestructurante que ese saber tiene respecto de la dominación.

Nosotros también fuimos blanco de esos interrogantes, cuando disfrutamos de su paso (junto a Julieta Ojeda) por Buenos Aires, hace exactamente un año: “¿cuáles son los saberes de un grupo cómo el de “ustedes”? El grupo en cuestión es esta vez el Colectivo Situaciones. “¿Cuándo van a contar lo que saben?”.

Hace un año andamos con esa flecha clavada. No con una, sino con dos, porque hay una segunda pregunta: “¿cómo hace un colectivo mixto para elaborar sus grietas?”

Hacer colectivo

Los saberes de un colectivo son aquellos que enfatizan la sustitución de la individualidad que es obtenida en la obediencia y el miedo a la muerte, por otra que puede desplegarse en la medida en que se construyen las condiciones materiales concretas para una nueva vitalidad. Son saberes sobre cómo el pensamiento y los afectos se articulan en desafío, pero también en los cuidados que hacen posible una nueva afirmación subjetiva; nociones sobre la función de la palabra y el concepto cuando operan como arma en esta batalla.

No hemos siquiera comenzado a responder la primera pregunta, y ya sentimos el resonar de la segunda: ¿cómo trabajan las dimensiones sensibles de estos procesos en los que se involucran? O también: ¿cómo es que asumen todas estas cuestiones en grupos y redes mixtos –de mujeres y hombres– cuando es ésta precisamente la línea divisoria que actualiza los miedos, las sumisiones y los privilegios que queremos desanudar?

¿Qué es un grupo mixto? ¿Es un grupo heterosexual? ¿Es un grupo obediente? Muchas veces sí. Pero retengamos otra opción: un grupo puede ser desclasificador para sus miembros, empujando a cada quien a ir más allá de sí misma/o, y de las estructuras subjetivas que nuestras sociedades nos ofrecen, disponiendo a cambio una composición diferente de presencias y afectos en los que sostenerse. Esto no se logra sin percibir el vacío y la angustia que este desplazamiento genera, pero a cambio proporciona cierta capacidad de reinvención con otros/as, en otros/as. Y en esta medida supone una apertura reorganizadora en torno de qué es ser mujer y qué es ser hombre, y con ello una posible reescritura, para nosotros al menos, de los modos de ser amigo/a, madre/padre, hermanas/hermanos, etc.

Podríamos definir un grupo a partir de la articulación de dos sentidos de lo colectivo. Una dimensión explícita, de agrupamiento, y otra tal vez más determinante aún: aquella que fuerza la emergencia de una multiplicidad grupal en cada uno de nosotras/os. Una multiplicidad que obliga a reorganizar los elementos subjetivos de cada quien. Una puesta en multiplicidad de cada uno que se verifica si da lugar a una despersonalización a la vez que relanza con fuerza y de otros modos las iniciativas individuales.

La experiencia de una grupalidad heterogénea (grupo de varios, uno sólo ya siendo grupo) genera una tensión activa sobre cada quien a la vez que ofrece medios para sostener un desplazamiento subjetivo. Una tensión que se dispone –cuando esta tensión está realmente viva– a forjar una autonomía. Una autonomía, es decir un lenguaje y unas preguntas. Un lenguaje para pensar y unas preguntas que nos orientan hacia las demás desobediencias.

El auto-análisis al que nos vimos empujados a partir del intercambio que con el libro ustedes proponen, nos ha obligado a revisar los fundamentos de las propias decisiones constitutivas del colectivo, verificando que ellas no perduren como un último refugio para nuestros privilegios y cobardías mas hondas. Esas decisiones, en efecto, son condición misma del diálogo que desarrollamos y nos obligan esta vez a preguntarles nosotros a ustedes: ¿ven en ellas una barrera que permanece cerrada a la interpelación de la mujer puta-mujer lesbiana; o, al contrario, ellas son la posibilidad y el punto de partida para una complicidad mayor, en una conversación que nos asusta a todos porque presumimos que su fuerza nos desestabiliza?

La experiencia de lectura del texto nos lleva a una segunda pregunta, que surge también de la activa incertidumbre en la que nos deja: ¿qué nueva individualidad grupal, qué nuevo cuerpo colectivo podrá sostener esta subjetividad desobediente que ha desafiado la ley del patriarcado y que por lo mismo será ahora convidada por éste a una lucha a muerte? ¿Qué sabiduría debemos poner en juego para eludir la propia auto-alienación, que empuja a una «ofensiva ilusoria» sin reparar en la necesidad fundamental de constituir una corporeidad colectiva (una organización) capaz de desarmar el sometimiento? ¿Cómo se construye la invitación a extender esa desobediencia ligada a la vida y a la multiplicidad de voces, desde posiciones de antagonismo abierto (y no pacificado) con la cadena de muerte patriarcal, proxeneta, racista y capitalista?

Buenos Aires, 17 de mayo de 2007

Cambá, Diego, Mario, Natalia, Sebastián y Verónica

Colectivo Situaciones

Politizar la tristeza (13/02/07) // Colectivo Situaciones

Politizar la tristeza

A más de cinco años de los sucesos insurreccionales de aquel diciembre argentino del 2001, constatamos hasta qué punto fueron variando nuestras interpretaciones y estados anímicos en torno a aquel acontecimiento. La tristeza fue el sentimiento que acompañó, para muchos de nosotros, una fase de este sinuoso devenir. Este texto intenta rescatar un momento de la elaboración de “esa tristeza” con una doble intención. Por un lado: mostrar que referirse a un proceso abierto implica ir más allá de las nociones de “victora y derrota” propias del ciclo anterior de politización, caracterizado por la toma del poder del estado como último horizonte emancipador. Por otro: compartir un procedimiento que nos permitió, en determinado momento, “volver público” lo que era un sentimiento íntimo de personas y grupos, como vía de reencuentro con nuestra apuesta al proceso histórico en curso. La difusión de este texto es un momento relevante en la construcción de esa publicidad.

La tristeza llegó luego del acontecimiento: a la fiesta política –de lenguajes, de imágenes, de movimientos– le siguió una dinámica reactiva, dispersiva. Y, junto con ella, lo que entonces se vivió como una disminución de las capacidades de apertura e innovación que aquel acontecimiento había puesto en juego. A la experiencia de invención social (que implica siempre también la invención del tiempo) le sucedió un momento de normalización. Se declaró el “final de fiesta” y se le puso fecha de vencimiento a la “excepcionalidad” vivida. Según Spinoza, la tristeza consiste en un estar separados respecto de nuestras potencias, respecto de lo que podemos. Entre nosotros la tristeza política tomó muchas veces la forma de impotencia y melancolía ante la creciente distancia entre aquel experimento social y la imaginación política capaz de desarrollarlo.

Politizar la tristeza resume como consigna una intención de resistencia: reelaborar lo iluminado por aquel experimento colectivo bajo una nueva dinámica de lo público, ya que lejos de haberse retraído o interrumpido, el proceso abierto entonces subyace como dilema en los rasgos de la Argentina actual. De allí que, en este contexto y bajo esa consigna, nos reunimos –los días lunes durante varias semanas de fines del 2005– un conjunto diverso de colectivos que teníamos en común la experiencia de transversalidad política vivida en Argentina en los últimos años: el Grupo de Arte Callejero (GAC), la comunidad educativa Creciendo Juntos, los Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de los barrios de Solano y Guernica, el colectivo de comunicación lavaca y el Colectivo Situaciones.

La curiosidad de los compañeros de «what is to be done?» nos llevó a reencontrarnos con las transcripciones de aquellos encuentros, realizados hace más de un año atrás. De allí extrajimos, primero, una serie de mecanismos de generalización de la tristeza, en conexión con los poderes que la organizan (I. La tristeza política); y luego, las cualidades de una recomposición capaz de resistirla (II. Politizar la tristeza). Al escribir este texto narramos inevitablemente desde nuestra propia perspectiva lo entonces discutido, lo cual implica –también inevitablemente– hacerlo al calor de una dinámica que continua en marcha.

I. La tristeza política

  1. Se impone la lógica de los especialistas.“Si haces política, hacé política y si te dedicás al arte, no hagas política, porque en el arte estamos quienes manejamos el lenguaje visual, la estética, y podemos decir qué es arte y qué no lo es”. El mismo tipo de frontera se impone desde las ciencias sociales y la filosofía: hay que distinguir quiénes son aptos para inventar conceptos y hacer uso legítimo de la investigación social, y quiénes se dedican a la “propaganda política”. El especialista funciona por categorizaciones que tienen el efecto de “separar” y descontextualizar lo que se produce para subsumirlo en el lenguaje cerrado de un “campo” que se pretende autónomo y específico. Así, tras una época de “desorden”, las categorías de los especialistas llegan para restaurar y resucitar las clasificaciones que –apuestan– nunca se disuelven del todo. El especialista exige tomar distancia de la experiencia vivida, porque en ese desapego aparece su propia “capacidad crítica”. El análisis que realiza prescinde de las operaciones políticas que dieron lugar a una obra, una consigna o un movimiento. El efecto es de despolitización.
    También están los expertos de la política, que organizan el desorden en un sentido opuesto: “si no tenés una estrategia definida de poder, ‘lo tuyo’ no es política, sino ‘activismo social’, asistencialismo, periodismo, contracultura, etc.”. Así, se confunde intencionalmente la hibridación que toda creación de nuevas figuras políticas supone, con una fiesta de disfraces luego de la cual los viejos poderes clasificatorios vuelven a distribuir uniformes.
    Sin embargo, la hibridación supone cierta irreversibilidad: un hacer social que no acepta una inscripción subordinada dentro del juego de las nuevas gobernabilidades ni su reducción a mero objeto de estudio; una modalidad de la investigación micropolítica que resiste convertirse en doctrina; un modo de expresión callejera que hace estallar un nuevo canon fashion; o formas de comunicación que desisten reencauzarse hacia una renovada servidumbre en los grandes medios.
  1. Repetición sin diferencia.Las claves de la productividad (expresiva y organizativa) alcanzada en un momento de efervescencia creativa (como el que conocimos en torno al 2001) habilita “fusiones” personales y grupales y mezclas de lenguajes en las que ya no importa tanto la autoría de lo que va surgiendo, como hasta qué punto las energías cuajan. Esas efectividades –aún cuando pueden revivirse una y mil veces– no resisten su repetición fuera de las situaciones en que arraiga su sentido, sin convertirse en fórmula. La tristeza surge con la constatación de este desarraigo, pero se perfecciona como política cuando la pura repetición se cristaliza y consagra como fórmula a la espera de aplicación. Lo que se congela en este automatismo de la fórmula es nuestra propia capacidad de temporalizar el proceso. Si crear tiempo consiste en abrir posibilidades, la tristeza política suele operar impidiendo elaborar lo vivido como posibilidad presente y futura. Lo pasado-vivo se cristaliza interrumpiendo su elaboración como memoria política. La melancolía nos paraliza bloqueando toda relación virtuosa entre lo pasado-vivido y el presente en tanto posibilidad. Lo que en su momento fue invención, se desfigura luego en molde y mandato.
  2. La duración como criterio de validez.Una pregunta que recorrió los años 2001-2003 fue cómo se relacionaban los grupos y movimientos entre sí, a qué tipo de tareas conjuntas se llegaba por fusión y cuáles no permitían esa flexibilidad de conexión. En cada grupo o colectivo (artístico, político, social, etc.) surgió la interrogación por las prácticas que se desarrollaban más allá de sí mismos, en un afuera común. Una idea clave para habilitar esos encuentros fue la del “tercer-grupo”: agrupamientos por tareas que indiferenciaban grupos a la vez que los asociaban en verdaderos laboratorios de imagen, palabra y organización. La tristeza, en su afán de simplificación, concluye que la finitud temporal de la experimentación alcanza para desestimar su valor, invisibilizando ese “afuera común” vislumbrado, así como los procedimientos destinados a darle forma; disipando, con ello, el sentido más profundo del proceso.
  3. Desprecio por la socialización de la producción.“La obra no es patrimonio del que la produce”, “cualquiera puede producir imágenes o conceptos, afectos o formas de lucha, medios de comunicación y vías de expresión”. Estos enunciados tuvieron sentido mientras una suerte de producción colectiva impersonal logró difundir procedimientos y socializar experiencias de creación. Una lógica del “contagio” impregna en determinados momentos las formas de lucha, el plano de las imágenes y de la investigación, cuestionando el control que las empresas y sus marcas despliegan sobre el campo de los signos. La reacción normalizadora llega luego para gobernar esta expansión virósica, recodificando las significaciones circulantes y retomando el mando sobre ellas.

Asistieron a la normalización, en este nivel, diversos procedimientos:

  1. El vaciamiento de las consignas colectivas por la vía de la literalización(recorte violento de sus virtualidades). Por ejemplo, el “que se vayan todos”, de diciembre del 2001;
  2. La atribución de un sentido escondido, producto de la “manipulación”, como hábito de lectura de los fenómenos de creación colectiva (“detrás de cada tendencia autónoma y horizontal no hay más que una astucia de poder…” o, toda movilización “en apariencia espontánea” encuentra su “verdad oculta” en los poderes que las “digitan” desde las sombras);
  3. los prejuicios más habituales del “economicismo reactivo”, expresado en mil frases del tipo: “los piqueteros sólo quieren conseguir dinero sin trabajar”, “la clase media sólo sale a la calle si le tocan el bolsillo”, y todos los modos de reducción del juego subjetivo a la crisis financiera;
  4. la subestimación de la hibridación creativa, siempre leída como carencia de especificidad de campo, y no como condición inventiva de figuras y procedimientos;
  5. la identificación mecánica de lo “micro” con lo “chico”, juicio a priori según el cual las formas concretas de la revuelta son identificadas con un momento previo, local, excepcional y recortado respecto de una realidad “macro” (“mayor”), que debe ser administrada según las pautas que brotan de la hegemonía capitalista y sus sistemas de sobrecodificación.
  6. Las máquinas de captura.El clásico dilema sobre las instituciones –¿participar o sustraerse?– fue en cierto modo superado en el momento de mayor energía social. Los recursos que los colectivos y movimientos arrancaron a las instituciones no dictaminaban el “sentido” ni de su uso ni de su funcionamiento. Por el contrario: pasaban a ser engranajes de una máquina diferente, que revestía de un sentido otro a la forma de relacionarse con esas instituciones, sin ingenuidad, verificando prácticamente cómo esa dinámica dependía de una relación de fuerzas. El surgimiento de toda esta serie de procedimientos extrainstitucionales, simultáneo al momento de mayor presencia y palabra de los movimientos en la escena pública, aspiró a una democratización radical de la relación entre dinámica creativa e institución, sentido y recursos. Las instituciones que intentaron registrar el significado de esas novedades no fueron más allá, en general, de una renovación parcial: no tanto por negar los procedimientos puestos en juego por los movimientos y colectivos, como por olvidar las implicancias reorganizadoras de la dinámica institucional que tales instancias procuraban; no tanto por intentar donar un sentido contrario a las aspiraciones de los movimientos, como por la subestimación del plano mismo de los movimientos como lugar en el que se plantean problemas relativos a la producción de sentido.
  7. La autonomía como corset.Hasta cierto momento la autonomía fue un cuasi equivalente de transversalidad entre colectivos, movimientos y personas. Esa resonancia positiva funcionaba como superficie de desarrollo de un diálogo instituyente por fuera del consenso del capital y los “amos” alternativos de los aparatos partidarios. Pero la autonomía, una vez convertida en doctrina, se insensibiliza respecto de la transversalidad de la que se nutre y a la que debe su potencia real. Cuando la autonomía se transforma en una moral y/o en una línea política restringida, se ahoga en una particularidad estrecha y pierde su condición de apertura e innovación. Para los grupos y movimientos autónomos la tristeza aparece como amenaza de cooptación o abandono de la búsqueda. También como culpabilización por lo que no hicieron, por lo que “no fueron capaces”, o justamente por ese devenir paradójico de la normalización, que trae como consecuencia un cierto modo de resentimiento.
  8. La vedetización abrupta.La performance de masas que supuso el estallido del contrapoder en Argentina de fines del 2001 vino acompañada de un violento cambio de mapa respecto de quiénes eran los actores relevantes, pero también de los parámetros para comprender y tratar con este nuevo protagonismo social. La espectacularización (tal vez inevitable) espectaculariza: instituye vedettes y establece voces reconocidas. La relación consumista con las zonas “calientes” de conflicto condujo a un brutal cambio de clima, en el que los colectivos y movimientos pasaron de ser observados, aplaudidos, acompañados y señalados, a ser repentinamente ignorados e incluso despreciados, lo que se suele vivir con una mezcla de soledad extrema, decepción y culpabilidad.

II. Politizar la tristeza

Politizar la tristeza no quiere decir, como podría interpretarse, pensar y hablar “de” ella, sino partir de su realidad: “en” y “contra” ella. Una política “en” la tristeza no puede ser concebida como una política triste. Justo lo contrario de una política falsamente festiva, en realidad sórdida, y esencialmente melancólica, la politización de la tristeza busca enfrentar la tristeza con la alegría de la politización: un ejercicio de reapropiación y reinterpretación de lo hecho hasta aquí como proceso y no como mera facticidad que se nos impone. El contenido de esta búsqueda puede ser expuesto en algunos puntos:

  1. Una nueva intimidad capaz de sostener una re-combinación entre acción más espontánea e inmediata y proyectos que requieren de un mayor sostén en el tiempo y que demandan un cotidiano más cuidadoso, en el cual sea posible escuchar y ser escuchado incluso cuando las coincidencias de percepción resultan más oscilantes. Se trata de conquistar una mayor soberanía sobre dimensiones de la vida diaria y colectiva capaz de elaborar, en la tranquilidad, una renovación de la coordinación entre niveles temporales y existenciales.
  2. Elaborar el acontecimiento a la luz de la memoria como potencia. Lo pasado cargado de potencia es un terreno abierto a las interpretaciones más diversas. No se trata de abanderarse en él, y quedar a la expectativa de una repetición literal, sino de elaborarlo como fuente de inspiración y saberes en la búsqueda constante de nuevas aperturas. El proceso no finaliza en derrotas y victorias, pero nosotros sí podemos quedar congelados y apartados de su dinámica. Aprender a desarmar las formas y fórmulas, antaño exitosas, no puede significar un fenómeno del orden del arrepentimiento o de la simulación. Al contrario, “soltar” la forma de la que nos agarramos en la melancolía sólo puede resultar saludable al interior de una renovación de la apuesta al proceso que exige despertar la sensibilidad y la intuición de posibilidades. Soltar una forma sólo puede querer decir, entonces, recuperarlas todas como posibilidades; armarse de una auténtica memoria política.
  3. Sin victimismos. Afrontar la tristeza permite formulaciones que la vieja “derrota” obturaba: si la derrota nos quitaba de juego por un largo período (el del “triunfo de los otros”, los capitalistas y los represores), la tristeza –más humilde– sólo señala nuestra desconexión momentánea en un proceso dinámico, que no tiene por qué ser pensado como fase larga (de estabilización) periódicamente interrumpida (por las crisis de dominación), sino más bien como proceso continuo, permanentemente atravesado y atravesable por la lucha política. ¡Claro que el poder entristece! Pero, por eso mismo, la política en proceso desobedece, se reintegra en la propia potencia (por mínima que sea). Si la tristeza es ante todo interrupción del proceso, no cabe entonces el victimismo, que es un modo de acomodarse en ella. La tristeza no es sólo política del poder, sino –y sobre todo– la circunstancia en que las políticas del poder adquieren poder.
  4. Potencia de la abstención. Si la potencia del hacer se verifica en la soberanía democrática que logramos actualizar en ella, la prudencia de la politización de la tristeza tal vez pueda comprenderse como un “abstenerse” en el que la quietud y aparente pasividad conservan radicalmente su contenido activo, subjetivo. Un “prefiriría-no-hacerlo” que no se identifica con un mero abandono a las fuerzas retrógadas que se ciernen sobre el mundo, sino –al contrario– como modo de la prudencia que consiste en no renunciar a darse tiempos, palabras y formas propias. Una disponibilidad contra todo pronóstico y “a pesar de todo”. No un dejarse estar, sino todo lo contrario: una aparente inmutabilidad que nos evita ser arrastrados o simplemente conquistados, y que requiere por tanto de un pensamiento atento y ágil.
  5. Nuevos espacios públicos. La existencia pública se instituye inevitablemente en el modo en que aparecemos, y un aparecer que interroga es un aparecer radicalmente político. E incluso allí, en las apariciones, cabe distinguir entre preguntas presuntuosas, y aquellas otras que buscan realmente comprender las dinámicas de los procesos. La institución de espacios públicos donde aparezcamos con nuestras verdaderas preguntas, dispuestos a escuchar el contenido de las situaciones, no requiere de condiciones excepcionales, pero sí de una institución no estatal de lo colectivo. Se trata, en todos los casos, de lo que las Mujeres Creando llaman “políticas concretas”, en cuyas dinámicas hemos podido reecontrarnos durante el último año. Elaborar lo público no estatal e investigar las formas de su institución son modos concretos de no quedar atrapados en la distribución de lugares que la normalización pretende imponer.
  6. La reelaboración de lo colectivo. Lo colectivo como premisa y no como sentido o punto de llegada: es decir, no tanto como subsistencia de una forma de intervención determinada y adecuada a un período, sino también como ese “resto” que surge de un esfuerzo de escucha y traducción renovadas. No sólo como coordinación de actividades y consignas, sino también como condición cuidada para el despliegue de una nueva percepción, sin esquemas a priori sobre las formas mismas del agrupamiento. Lo colectivo como nivel de la producción política, como desarrollo de la cooperación, y a la vez como mutuo acompañarse en la experiencia. Tampoco se trata de fórmulas de grupo, sino de elaborar claves y preguntas, intervenir sobre las situaciones para reelaborar, en fin, lo colectivo mismo. Lo colectivo-comunitario es siempre un desafío de apertura respecto del mundo. No meramente un mirar al “exterior”, en los términos de la topología clásica dentro-afuera, que distinguiría un “adentro comunitario” y un “afuera exterior”, sino más bien lo colectivo como complicidad en la aventura de convertirse en una interfase situacional en el mundo. Los colectivos, no tanto como grupos de agitación (o en su opuesto, de autoayuda) sino como instancias vivas de elaboración. No tanto un activismo del moverse, cuanto una nueva eficacia en la participación, con tonos variados y variables, del proceso.

III. Pensar la transformación del momento y el “reconocimiento”

Para terminar, una hipótesis: la dinámica en curso da lugar a lo que podríamos llamar una “nueva gobernabilidad” (nuevos mecanismos de legitimidad de las élites, pero también innovaciones en los modos de concebir la relación entre gobierno y movimientos; entre política internacional y política “interna”; nueva orientación de integración regional y multilateralismo global). Prolongar la tristeza redunda en un aislamiento respecto de esta nueva fase del proceso.

En tanto “traducción” del acontecimiento, la “nueva gobernabilidad” distribuye reconocimientos a las dinámicas instituyentes y abre espacios de juego inimaginados en la fase anterior del neoliberalismo puro y duro. Sin embargo, este reconocimiento se da de un modo formal y limitado; a veces, incluso, sólo como astucia táctica para prolongar viejas estructuras y concepciones. La ambivalencia de la situación actual se expresa en que de manera simultánea existe un reconocimiento de las dinámicas colectivas instituyentes y un esfuerzo por controlarlas y redireccionarlas. No hay lugar para el sentimiento de “éxito” por lo primero, ni de “fracaso” por lo segundo. Con la deriva que va de la tristeza política a la politización de la tristeza intentamos inventar modos de asumir los dilemas que se nos abren ante el riesgo siempre presente de perdernos en los binarismos fijos, y por tanto ilusorios, que se nos aparecen como victoria-derrota, éxito-fracaso. Paolo Virno resumió lo que se abre ahora ante nosotros: en el más allá de la oscilación viciada entre cooptación y marginalización se juega la posibilidad de una “nueva madurez”.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 13 de febrero de 2007

 

¿La vuelta de la política? o sobre los modos de transitar el impasse sin caer en falsas dicotomías ni estériles nostalgias (13/02/07) // Colectivo Situaciones

1.

En las últimas semanas, a partir del rechazo de las cuatro entidades patronales del campo a una medida del gobierno nacional (retenciones móviles a ciertas exportaciones), hemos asistido a una coyuntura conflictiva entre diversos actores. Como parte de este activismo han circulado una serie de análisis y posicionamientos sobre las coordenadas de la situación actual anunciando, en muchos casos, una “vuelta de la política”.

Nosotros, en cambio, percibimos un impasse, a partir del atascamiento de las dos dinámicas más novedosas que pusieron en crisis la legitimidad del neoliberalismo puro y duro. Nos referimos, por un lado, a las nuevas experiencias colectivas surgidas en torno a los movimientos sociales (desde fines de los 90 al estallido del 2001) y, por otro (a partir del 2003), a la tentativa del gobierno nacional de interpretar algunos de los núcleos instalados por estos movimientos.

Estamos entonces ante el debilitamiento de la compleja variedad de interrogantes sociales que formularon las luchas, tanto en su irrupción como en sus repliegues y persistencias: preguntas en torno al trabajo asalariado, la autogestión, la recuperación de fábricas y empresas, la representación política, las formas de deliberación y decisión, los modos de vida en la ciudad, la comunicación, la soberanía alimentaria y la lucha contra la impunidad y la represión. Paralelamente enfrentamos la crisis del modo en que el gobierno reconoció estas preguntas —si bien en términos reparatorios: es decir, bajo la forma de demandas a compensar—, al tiempo que subsisten, en muchos aspectos, los mismos actores y dinámicas del largo período de la introducción y difusión del neoliberalismo.

El efecto más visible de este impasse es que la participación callejera, el recurso a la asamblea y el cuestionamiento a la mediación política hoy no vienen de parte de quienes pugnan por crear modos de reapropiación de los bienes comunes, sino de quienes defienden (por acción u omisión) la captura privada de la renta global. Y que en esta coyuntura intervienen directamente en la definición de una nueva gobernabilidad pensada menos como la disputa del aparato del estado y más como el gobierno de los procesos concretos (ya sea a través del control de los circuitos económicos como de la gestión de las subjetividades).

En el fondo está en juego el modo mismo de plantear la cuestión democrática, más allá de los términos economicistas (que hacen del aumento del consumo el único indicador de su contenido), pero también de su reducción institucionalista. Todas estas variantes, igualmente interiores al paradigma liberal, excluyen la perspectiva de la reapropiación social de lo común surgida de la agenda de los movimientos a nivel regional.

Constatamos así la paradoja de una «vuelta de la política» junto a una despolitización de lo social: en el mismo momento en que se evocan referentes éticos de las luchas transformadoras como parte de un movimiento mayor de legitimación estatal, se devalúan los diagnósticos que estas experiencias pueden ofrecer como perspectiva de comprensión de la «situación actual».

En lo que nos toca de manera directa, verificamos el atascamiento de la dinámica constructiva de los espacios autónomos de enunciación, capaces de desestabilizar y antagonizar con el neoliberalismo. Pero tal constatación no tiene el sentido de esperar, nostálgicos, un “retorno” del protagonismo de aquellos movimientos. Más bien busca reafirmar los puntos de apertura y conflicto que sigue mostrando el escenario político a partir de insistir en las prácticas que mantienen un horizonte de reapropiación de los bienes colectivos.

Así, en estas semanas vimos aparecer públicamente la cuestión de la soberanía alimentaria que los movimientos campesinos vienen desarrollando desde hace años, lo que da cuenta de la existencia de un acumulado de saberes y experiencias como virtualidad posible de ser convocada y aprovechada. Pero, al mismo tiempo, se advierte la dificultad de traducir estas iniciativas en políticas concretas.

2.

El actual contexto sudamericano exige valorar sin ambigüedades sus novedades. No hay lugar para la indiferencia cuando las elites tradicionales amenazan los procesos de democratización social. La situación de Bolivia es, al respecto, paradigmática.

Ya es un lugar común destacar que América del Sur vive una suerte de anomalía en relación al contexto reaccionario de muchos de los gobiernos de otros continentes. Pero esta singularidad suele adjudicarse más al signo de los gobiernos que al proceso –mucho más rico, interesante y prometedor– abierto por los nuevos sujetos sociales. De allí que toca a los gobiernos de la región evitar toda tendencia al cierre sobre sí mismos, olvidando las redes comunitarias que son el origen de su legitimidad, el principal recurso de recomposición de lo social, y fuente de nuevas posibilidades.

Si leemos el actual conflicto a partir de estas coordenadas podemos distinguir en qué sentido las retenciones a las exportaciones no necesariamente conllevan una distribución de la riqueza. No se trata de confiar en la voluntad del gobierno o descreer de sus buenas intenciones, sino de explicitar que sólo la reapropiación social de la decisión y el control sobre lo que se produce, puede dar lugar a un cuestionamiento del modo de acumulación neoliberal. Sin este reconocimiento, la mencionada apelación a la soberanía alimentaria surgida de las luchas campesinas no dejará de ser una teatralización fallida e instrumental.

Todo problema recibe las soluciones que se merece en virtud del modo como ha sido planteado. La sobreactuación de la «vuelta del estado» como sinónimo de la vuelta de la política transformadora, conlleva una renegación de la experiencia de los movimientos y se muestra completamente insuficiente a la hora de comprender y enfrentar los fenómenos de degradación actual de lo social.

La verdad de esta «vuelta» del estado ha quedado a la vista: un gesto que se presenta como voluntad redistributiva abre un conflicto que pone en tela de juicio la propia autoridad estatal. Una mirada del trasfondo de la situación política actual nos permite resituar los términos de la conflictividad entre, por un lado, los aparatos de captura y mediación del valor social (con particular visibilidad en la acción de los medios de comunicación, a la que ha apostado acríticamente el gobierno todos estos años) y, por otro, las redes que —en sus ensayos de recomposición de lo social— constituyen una fuente virtual de prácticas alternativas de elaboración de sentidos e instancias organizativas.

Hasta ahora, el equipo de gobierno ha sabido leer los signos de una sociedad lastimada tras décadas de neoliberalismo, terror e impunidad. Y ha operado por la vía de una reparación simbólica y, hasta cierto punto, económica. Esta reparación se ha efectivizado en un doble sentido. Ha habilitado una narración «curadora», tras una historia de muerte e hipocresía, pero ha implicado también un «licenciamiento» del protagonismo social que se fue instituyendo en sucesivos ciclos de luchas, en la medida en que se pretende «gobernar» en su nombre. Las lecturas reactivas de los sucesos del 2001 que reniegan de la capacidad material de reinvención social son más un factor de debilidad que un gesto de fuerza política, en la medida en que omiten una potencia decisiva —virtualidad real, micropolítica, adyacente a toda realidad cotidiana— que no puede ser plenamente concebida sin superar la fase «reparatoria».

3.

Las preguntas que la sociedad se autoformuló a comienzos de la década siguen pendientes y requieren de una vuelta real, efectiva, de lo político, que no se percibe actualmente por fuera de la escena mediática.

El escenario, el lenguaje y los modos expresivos involucrados en este drama significan tanto o más que las palabras pronunciadas. Por eso resulta vital señalar la comodidad política que supone aceptar el monopolio mediático de la producción de enunciados, cuestionando sólo sus contenidos ideológicos. La democratización social no puede limitarse a la dimensión del consumo, ni se construye con gestos e intervenciones completamente afines a la racionalidad del espectáculo.

La mediatización es la causa y el sostén de una «vuelta de la política» que tiene como paradójico efecto la despolitización, pues centraliza la atención social y difunde «posibles» prefabricados. No se trata sólo de la preponderancia alcanzada por lo medios de comunicación masiva más concentrados, sino también de la devaluación de los lugares de producción de prácticas y pensamientos que exigían, al discurso político, la creación de colectivos de enunciación.

El límite más evidente que constatamos en el escenario actual es precisamente la inexistencia de un cauce para la movilización y el pensamiento que no sea el que dispensan los grupos encuadrados en la política de gobierno, o el que está siendo articulado por las redes de una nueva derecha pretendidamente post-ideológica.

4.

No hay sitio para la nostalgia. Nuestra imagen de la recomposición de lo social no puede quedar ”fijada” a las formas que cobraron visibilidad durante diciembre de 2001. Del mismo modo que los discursos y estilos de los movimientos revolucionarios de los años setenta no deberían inhibir el surgimiento de nuevas maneras de comprender lo político. Estas dos secuencias de la historia reciente son un reservorio de imágenes y recursos colectivos para las luchas por venir. Todo lo contrario sucede cuando el pasado deja de ser un punto de partida para volverse horizonte insuperable.

Entonces: ¿cómo atravesar un momento de impasse sin recurrir a falsas (y fáciles) polarizaciones ni a imágenes nostálgicas? ¿Cómo discernir en este estado de suspensión la disposición silenciosa del pensamiento y las luchas como signos de politicidad?

El movimiento de reapropiación de lo común existe en las prácticas colectivas de enunciación capaces de retomar, de una manera nueva, las preguntas referidas al trabajo (y a la explotación social: precarización y condición salarial), la gestión urbana (ghetificación y privatización) y la representación política (en base a la gestión de los miedos y las angustias productoras de nuevas jerarquías). Estos interrogantes se traman hoy en la coexistencia problemática de una retórica pro-estatal y una persistente normatividad neoliberal capaz de reglar los procesos productivos (mundo laboral, usufructo de los recursos naturales, privatización de los espacios públicos).

En el reverso de esta trama se constituye el territorio conflictivo de elaboración (efectiva y potencial) de nuevos sujetos políticos.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, 13 de febrero de 2007

La construcción de un poder destituyente (20/12/2006) // Colectivo Situaciones para Página/12

Un “no” positivo capaz de impugnar el funcionamiento de la maquinaria del poder y, a la vez, de visibilizar redes de intercambio y politización.

 

Fechas como éstas reclaman ser interrogadas. Es de suponer que la elaboración de su significado no deba quedar en manos de personas y grupos autoconsiderados “destacados” o “especialistas”, ni resolverse en la intimidad de una “esfera privada”, sino que atañe a una reelaboración públicacontinua. Y esto concierne, antes que nada, al 19 y 20 de diciembre del 2001 como momento privilegiado para vislumbrar el sinuoso trayecto de las luchas sociales y políticas que reformularon y construyeron un nuevo espacio público, más allá –y haciendo estallar– las fórmulas representativas clásicas (ciertamente agotadas) de lo común mercantilizado y estatalizado.

No se agrega mucho si se recuerda que la historia y el contexto de aquellas jornadas fueron de crisis. Las nociones de reacción y manipulación tan recurrentes como interpretaciones de aquel diciembre olvidan el carácter anticipatorio y radicalizador del protagonismo social que se venía desarrollando en los barrios y que irrumpió a los ojos del mundo en aquellas fechas: desde los escraches contra los genocidas a los movimientos y cortes de ruta de los desocupados de todo el país, pasando por las primeras ocupaciones de fábricas hasta la maduración de una conciencia antirrepresiva y experimental que primero desestructuró el absurdo intento de estado de sitio y luego se organizó en asambleas vecinales.

Que el llamado “modelo neoliberal” estaba ya agotado y que el propio sistema político estaba completamente ciego, sordo y mudo a las demandas de cambio constituyó la parte menor de la novedad. La mayor fue, sin dudas, el alto nivel de autoorganización de quienes tomaron a su cargo las protestas y las consignas de un nuevo tipo de insurrección urbana (en serie con otras de América latina: de Caracas a Quito, pasando por La Paz y Oaxaca), totalmente desarrollada por fuera de las coordenadas políticas tradicionales. Lo que quedó como marca indeleble fue la construcción de un poder destituyente, de un rechazo que abrió a nuevas derivas políticas: fue un “no” positivo capaz de impugnar el funcionamiento de la maquinaria del poder y, a la vez, de visibilizar redes de intercambio y politización. Hoy vemos la permanencia de estas innovaciones políticas en las nuevas luchas gremiales, en las formas asamblearias de la protesta social (Gualeguaychú, familiares de Cromañón), en la resistencia cotidiana desde la precarización de las vidas y en la organización antirracista de los migrantes contra la explotación y el abuso policial.

Más allá de la desilusión de quienes creían ver de cerca la llegada al poder o de los vaticinios más generalizados de una catástrofe rápida y definitiva, las formas organizativas ensayadas durante la crisis están hoy reelaborándose, al mismo tiempo que la mediatización actual sólo se hace lugar para reflejar una nueva ola de consumismo.

Desde entonces también quedó abierto el 19 y 20 en la disputa por cómo operar su traducción institucional, algo que el actual gobierno parece haber comprendido rápidamente, aunque su resolución esté plagada de astucias y chicanas, antes que de un auténtico compromiso de fondo con las dinámicas desde entonces desplegadas. Por otro lado, una nueva perspectiva analítica tomó fuerza desde el 2001: el pensamiento y la investigación en y desde abajo, abriendo una batalla interpretativa y de lenguajes para narrar lo que pasó y para presentar el sentido de las luchas actuales. ¿Qué quedó entonces? Una sociabilidad lo suficientemente madura como para comprender que tras la proliferación de las imágenes y los discursos de la normalización, opera un fondo permanente de excepcionalidad (que incluye el excedente no institucionalizable del 19 y 20) que reclama profundizar las invenciones políticas, eludiendo tanto las recetas conocidas de las izquierdas convencionales como, y sobre todo, el retorno de las derechas más reaccionarias.

Diagrama argentino de la normalización: trama y reverso (10/12/2005) // Colectivo Situaciones

Desde hace ya unos años la Argentina está inscripta en un convulsionado debate sobre la norma. Tras la crisis que llegó al estallido durante las jornadas de diciembre del 2001 y el surgimiento de figuras inéditas de la subjetividad colectiva en una sociedad desnormalizada por el agotamiento de la capacidad significante del estado-nación, asistimos ahora a un experimento no menos singular que la crisis que le dio origen: la construcción de una nueva gobernabilidad (es decir, una nueva dinámica que distingue gobernantes de gobernados), en torno a la cual se ha vuelto a hablar de “normalización”.

Durante octubre del 2005 Sandro Mezzadra, politólogo y activista italiano visitó la Argentina, como cada año desde el 2001. Sobre sus impresiones ha escrito: De regreso a Buenos Aires en el mes de octubre, después de más de un año, la impresión ha sido desconcertante. Por un lado, son evidentes las señales de una reactivación económica, de un relance del consumo, de la presencia de una clase media que recupera seguridad y que vuelve a imprimir el signo de sus estilos de vida sobre la cotidianeidad de muchos barrios centrales de la capital argentina. Al mismo tiempo, octubre es un mes electoral, y la política –en su expresión más visible por lo menos– parece reducirse nuevamente a la dimensión institucional y representativa. Es realmente difícil, recorriendo las calles de la ciudad, hallar los rastros –evidentes hasta el pasado año– de la gran explosión de creatividad colectiva determinada por el desarrollo de los movimientos luego de la insurrección del 19 y 20 diciembre de 2001. Por otro lado, es suficiente andar por el centro de la ciudad, moverse un poco en el devastado conurbano bonaerense, para verificar cuán poco han cambiado las condiciones de vida de una parte realmente grande de la población. Allí continúan –y son práctica cotidiana–, por ejemplo, las ocupaciones de tierras para construir nuevas casas, que han representado en estos años la principal forma de desarrollo del tejido metropolitano. Pero lo que a uno se le presenta aquí es, más en general, una sociabilidad realmente irreductible a las retóricas dominantes. No obstante –hablando con los compañeros que han sido protagonistas en estos años de las más extraordinarias experiencias de los movimientos desarrollados en torno a esta socialidad–, uno se encuentra con el relato de una fragmentación extrema, de procesos de despolitización que se han desplegado paralelamente a la cooptación de una parte del movimiento en la reconstrucción de aparatos clientelares de mediación social. No faltan las experiencias interesantes, los proyectos, las ideas: pero en general queda la impresión de una melancolía de fondo, que se intenta, tal vez, pensar políticamente.

Para conocer algo más de la naturaleza de este proceso, proponemos un trayecto en torno a estos últimos años de vida social y política argentina, en base a intervenciones –extractos de textos– de la práctica de investigación militante que desarrollamos.

 

  1. Topología del Agujero Negro[1]

Hablamos de un agujero negro para nombrar el diagrama de la normalización. Se trata de un espacio de excepción vuelto regla, de un sitio donde los cuerpos caen en la inexistencia social (fuera del consumo y las garantías legales). Y de una oscuridad que oculta la dinámica del agujero que chupa, atrae, aterroriza; de tan siniestro, pareciera como si no tuviera interior. Porque lo que pasa en su interior se convierte en otra cosa, se descualifica de un modo feroz, como en una pedagogía trunca, pervertida, que trabaja descomponiendo. El agujero negro es el nombre que en cada momento toma la fábrica de lo insoportable, de los nuevos umbrales de lo intolerable.

Existe una historia reciente de los agujeros negros en Argentina: los desaparecidos y la vida destruida de tantos trabajadores de empresas públicas o de las industrias y talleres afectados por la economía neoliberal de la dictadura primero y de la democracia luego, los jóvenes asesinados, víctimas del “gatillo fácil” policial[2], por nombrar sólo algunos de los más significativos. El agujero negro es también una dinámica que difunde un sentimiento turbador de miedo, horror, rechazo. Va cambiando, pero siempre está allí. Procede por anticipación. Nos mantiene en estado de alerta constante, de manera que cuando creemos que sabemos conjurar sus modos, ya tenemos que atender a su metamorfosis. Nuestras vidas se especializan cada vez más en comprender por dónde avanza la grieta de la inexistencia, al punto que buena parte de la politización actual pasa por aprender a escapar o a enfrentar este avance de la muerte social organizada produciendo nombres, textos y testimonios para elaborar colectivamente el nuevo horror: «desaparecido», «desocupado», «víctima del gatillo fácil».

La historia de las resistencias –de todo tipo– nos ayuda a comprender las invariantes de este juego de luces y sombras. Si de un lado su existencia es constante; de otro, es variable: sus mecanismos cambian, sus velocidades y lenguajes se adecuan a las circunstancias. Siguiendo sus líneas de avance se puede reconstruir el modo en que se rearticula en un lenguaje policial, parapolicial, jurídico y judicial, económico, mediático, burocrático. Su geografía desnivelada supone territorios altos y bajos, con centros en la periferia y periferia en los centros. Cada quien es peligroso para otros y, a su vez, está en peligro frente a otros. Cada quien participa a su modo en el juego. Pero hay quienes quedan del lado de la sombra total, los que caen en lo más profundo del agujero. Esos a quienes se puede secuestrar, desaparecer, a quienes los policiales o los escuadrones de la muerte pueden aniquilar, a quienes la operatoria del mercado puede condenar a la inexistencia más brutal.

El discurso de la «inseguridad» ha contribuído a fijar esa geografía: si antes se hablaba de «sitios peligrosos» por los que convenía no pasar –zonas rojas o bajas– ahora, al contrario, lo que se zonifica son los «sitios seguros», aniquilando de facto el espacio público.

En la normalización-Agujero Negro convive sin mayor problema la retórica de los derechos humanos y sociales junto a la gestión hiper-jerárquica de las ligaduras sociales (tratamiento policial, parapolicial, penal, patoteril de las vidas). El agujero negro actual es seguramente el más vasto de todos los que hemos conocido, alcanzando las dimensiones de una guerra social en curso. Su economía interna es la producción de la inexistencia humana, con sus zonas baldías y sus áreas de concentración.

 

  1. Imagen y Memoria[3]

A partir de un cierto momento la normalización requiere de una nueva gobernabilidad. Desde el 2004 asistimos a un proceso de revisión del significado de las imágenes que hasta entonces habían formado parte de una política resistente de la memoria, pero que ahora no logran articular una sensibilidad capaz de seguir reaccionando frente a los nuevos modos represivos. Estas imágenes (sobre todo las siluetas humanas inauguradas en torno a la lucha de las Madres de la Plaza de Mayo) corren el riesgo de funcionar hoy como objetos sobresalientes de las vidrieras oficiales, en irritante coexistencia con una dinámica opresiva que cuestiona su vieja impronta.

Voces, consignas, referencias y hasta nombres que funcionaban delimitando el campo del testimonio y de la lucha, evidenciando la conexión interna entre los diferentes poderes, y sosteniendo una alerta general sobre su definitiva corrupción, hoy parecen neutralizadas. Ya no trazan fronteras, ni proveen coordenadas frente a la narración, la acción del poder.

Es en este contexto que surgen los blancos[4]. Estas siluetas surgen para recordar(nos) que lejos de estar a salvo, seguimos siendo blancos móviles. Como en las épocas feudales la ciudad se vuelve fortaleza, el “afuera” es tierra de nadie, y los espacios interiores prometen “seguridad”.

Los blancos móviles procuran subvertir esa normalidad: repetir una vez más que ella misma no es deseable, pero también mostrar que no es posible. Que esa normalidad está toda hecha de excepción, de brutalidad cotidiana y de salvaje precariedad. De allí que la silueta-blanco se tatúa en la piel de cualquiera, como carnet de identidad universal de esta “normalización”. 

Lo que “las siluetas” trasmiten es un momento de vacilación. ¿A quién le cabe el blanco cuando buena parte de la ciudadanía exige orden a gritos? Si todos somos blancos, todos somos convocados también a delatar. El poder policial, su lenguaje y sus esquemas se traman más y mejor hoy en el deseo general de orden que en las últimas décadas. Cada vez más se trata de “colaborar” en la lucha contra “el delito”. Cada vez más somos forzados a soportar esta doble interpelación: blanco móvil y potencial “colaborador”: “denuncie”, piden los afiches de la ciudad; “ayúdenos a controlar” invitan los funcionarios. La guerra contemporánea promueve su imaginación y sus modos operativos. Toda la ciudad es diagramada por ellos. De allí que “los blancos” funcionen en sitios tan diferentes, y encuentren utilidad en las más variadas situaciones. En Colombia o en Berlín, en Córdoba o en Brasil.

Siluetas-humanas: evocan el cuerpo como campo de batalla donde se juega el pasaje del terror a la capacidad de crear. Cuerpos en su doble dimensión de aquello que se tortura, humilla, viola, atemoriza, que se compra y vende, que se  anula; pero también materia viva capaz de activar, re-accionar, desear, componer, crecer, imaginar, resistir. Como ideal modelable y territorio último de toda experimentación. El cuerpo como escenario de lo político y sitio de conversión de la tristeza en alegría: blanco de violencia y fuente de agresividad resistente. Objeto de los poderes y sujeto de las rebeliones; obsesión de la explotación y fuente de valor y cooperación; sustancia sensible a la mirada, a la palabra, y término de sujeción o potenciación colectiva.   

Los “blancos” surgen cuando nos quedamos sin imágenes, como una superficie donde volver a dibujar. El blanco es doble condición: la del vacío, pero también la del re-comienzo. Los blancos-móviles, entonces, expresan y conectan, habilitan nuevamente un tránsito al activismo.

 

  1. “Los de Cromañón”[5]

La politización en el Agujero Negro toma sus energías de una enorme conversión de los sumergidos. A fines de diciembre se incendió un sitio donde tenía lugar un recital de rock. Se llamaba República Cromañón. Como en tantos otros sitios, se trataba de un espacio habilitado sin reunir condiciones básicas de seguridad. Allí murieron casi 200 personas.

A los pocos días de esta tragedia aparecieron en las calles “los de cromañón”, es decir, los jóvenes que sobrevivieron, los amigos y familiares de los muertos y heridos, pero también quienes suelen ir al recital pero ese día no fueron, más todos aquellos que han sentido que su colegio o su grupo de pares está permanentemente en estado-cromañón, es decir, al borde de la catástrofe por generalización de unas condiciones de existencia ultraprecarias. Las movilizaciones de “los de Cromañón” conmovieron a la ciudad de Buenos Aires y sacudieron sus poderes estatuidos.

En torno a Cromañón se desarrolla la metáfora sin metáfora del “agujero negro”, pero también la fenomenología de la politicidad que en él se elabora: sus testimonios hablan de la tragedia, pero sobre todo de los modos de convertir la tristeza en acción, el padecimiento en replanteo. El desplazamiento comienza con la denuncia de la tragedia como injusticia vivida, que los inscribe en una cadena más amplia de luchas sociales; se continúa en el descubrimiento de la frialdad de la mirada social, que los empuja a recorrer un camino de iniciación de una experiencia directamente política. Se trata de un recorrido que muchos han realizado antes (de las Madres de Plaza de Mayo a las Madres del Gatillo Fácil), e implica asumir la vergüenza de la propia indiferencia frente a las luchas del pasado.

Si en los años 70 la existencia de una cierta trama social permitió que el drama se produjera con el lenguaje de la lucha política, con actores claramente autoidentificados con la imagen del mundo que querían construir, décadas después, el Agujero Negro –la máquina sacrificial– devora vidas muy diferentes. Vidas que transcurren en un suelo muy distinto, tejido de precariedades varias. “Los de Cromañón” sufrirán otro modo de la frialdad de la mirada normalizante, que precisamos comprender. Algunos de los sobrevivientes de los 70, por ejemplo, verán en ellos jóvenes despolitizados. Otros sospecharán que son las formas actuales de “ser joven” las culpables de lo ocurrido. Como si esos modos descuidados de vida actuales hubieran recibido un castigo bíblico por su manera amenazante de abandonar –o evidenciar la caída de– ciertos códigos sociales.

Los discursos que nos llegan de tiempos pretéritos cuentan historias de familias opresivas que reproducían el orden social, y de jóvenes que se rebelaban contra ambas instancias igualmente domesticadoras. Poco queda de estas opresiones y, por tanto, de aquellas rebeliones. Tanto la familia –o lo que pueda considerarse como tal– como el rock, por igual, son terrenos donde transcurren las propias vidas. La familia, sin embargo, ya no es la vía que garantiza la conexión de los jóvenes a una comunidad. Una inversión extraña parece haberse operado: son más bien los jóvenes quienes intentan inscribir a la familia en la realidad social. Da la impresión, incluso, de que son los jóvenes quienes crían a sus padres. Los “adultos” no pueden contarles lo que es la vida a los jóvenes, sino que las cosas se dan un poco al revés. Las preguntas con las que una generación revela progresivamente los sentidos del mundo a la que la continúa han cambiado de dirección y parecen ser los chicos los que saben algo más del presente. Esta situación transforma radicalmente el significado de la resistencia contracultural de las décadas pasadas.

En el caso de “los de Cromañón” la lucha surge en medio de la precariedad y la catástrofe, para abrirse desde el dolor hacia lo público sin respetar las vías instituidas. La politización de lo íntimo indefine las reglas de juego y requiere una sensibilidad muy singular para evitar caer en el esquema de los medios. Se trata de un aprendizaje doloroso, que convierte su cercanía a la muerte en motivo de continuidad vital, y que debe afrontar, en su trayecto, la frialdad de las miradas y la complejidad política de las estrategias puestas en marcha por los otros, que consisten en fijar a las víctimas a su condición, en impedir la conversión, es decir, en convalidar el sacrificio.

Este nuevo protagonismo que emerge del dolor posee una capacidad brutal de elaboración: aprende en corto tiempo el contenido trágico de la precariedad, experimenta la necesidad de convertir el dolor íntimo ligado a la muerte en un dolor colectivo, público, capaz de dar lugar a la lucha, y provoca una destitución de lo político estatal revelando el juego de un poder que simula cuidar la sociedad mientras derrocha sus posibilidades en negocios interminables. Que haya renacido en esas marchas el “¡Que se vayan todos!”[6] señala este hartazgo desesperado y permite retomar la palabra y la calle.

Estas fenomenologías de la politización han ido desarrollado un “saber-hacer” de las resistencias tal que, aún si uno cree que la tragedia nunca le va a alcanzar, cuando toca, se sabe qué hacer. Y no porque haya un grupo delimitado ofreciendo estos saberes, sino por la conformación de un “saber ambiente” disponible para el encuentro, la denuncia, la expresión, la convocatoria. La velocidad en que toma cuerpo todo esto es vertiginosa. No hay manual, pero esos modos-de-hacer  funcionan, circulan por la ciudad y están a la mano de cualquiera que se mueva. Se trata de un conjunto difuso de recursos materiales, afectivos y simbólicos que se comunican reticularmente, y se actualizan en cualquier punto de la red, en el momento que se los requiera, a condición, precisamente, de movilidad. De hecho, son imperceptibles para quien se queda quieto. Su dinámica escapa al control, pero también a la pasividad. Su inmaterialidad es su fuerza. Su movilidad y ductilidad plástica de despliegue y repliegue le garantiza una larga salud.

  1. De la gobernabilidad y la autonomía

La “normalización” en curso es inconsistente sin el desarrollo de una nueva gobernabilidad –en formación– de cuerpos, intercambios y prácticas. Esta tentativa de una nueva soberanía está en proceso de constitución, atravesada por un potencial de resistencias y alternativas que emergen del mismo diagrama de poder. De hecho, reconocemos en ella tanto la crisis y retirada de la capacidad de legitimación política del discurso neoliberal como la persistencia de condiciones materiales de vida signadas por el pasaje irreversible, estructural, que ha implicado el neoliberalismo y una potencial apertura producida por la presión de lucha de los movimientos sociales que han logrado imponer aquella crisis.

Si en el origen de esta situación identificamos el proceso de desarticulación de la clase obrera tradicional expresado en el desarrollo de la marginalización e informalización de buena parte de la población, estos rasgos se han difundido actualmente al conjunto social a través de una profunda redefinición de las estrategias y tonalidades de la vida urbana. Este proceso ha alcanzado una dinámica autónoma y, a la vez que supone enormes problemas sociales, ha nutrido prácticas y formas de vida imposibles de soslayar a la hora de investigar el suelo mismo sobre el que opera la “normalización”, del mismo modo que no es esperable que los gobiernos las “resuelvan» de un día para el otro.

La paradoja está, entonces, en que estas nuevas dinámicas son a la vez hijas de las formas tradicionales de la gobernabilidad neoliberal, y el sujeto mismo de su fracaso, empujando a la actual tentativa de una nueva gobernabilidad. La gestión de la vida de estas enormes masas de población se define, de hecho, en el sensible punto de cruce entre la acción de organizaciones criminales, formas biopolíticas de control –a menudo violentísimas– y modalidades de autogobierno profundamente ambivalentes. En esta situación, por un lado legalidad e ilegalidad tienden a indeterminarse, mientras que, por otro, es precisamente esta población la que representa en América Latina el ejemplo más próximo de lo que los teóricos italianos definen como «multitud»: nos encontramos así frente a modalidades de reproducción de la vida cotidiana que van más allá de la forma nacional y «popular» clásica.

Al mismo tiempo es importante el hecho de que es esta misma franja de la población el que ha forjado los movimientos más significativos e innovadores de los últimos años, el que ha operado las rupturas que generan las condiciones de posibilidad para las nuevas experiencias de gobiernabilidad. Sin embargo, no es este sector de población la base social sobre la que estos nuevos gobiernos latinoamericanos se apoyan, al tiempo que estos últimos no parecen haber desarrollado hipótesis políticas de relación con esta parte de la población de la que estamos hablando que vayan más allá de la conjugación de clientelismo y retóricas de seguridad como forma de gestión de una fuerza de trabajo que se reproduce sobre la frontera entre inclusión y exclusión.

Por otro lado, hay otro aspecto que muestra la persistencia de los efectos de la revuelta de diciembre en las políticas gubernamentales vigentes. El gobierno actual de Argentina, por ejemplo, no puede, sino al precio de poner inmediatamente en discusión su legitimidad, adoptar medidas represivas contra las movilizaciones sociales. Lo que no excluye que por vía de la criminalización de la protesta social haya aumentado de manera récord el número de personas asesinadas a manos de las fuerzas de seguridad. Pero es alrededor de esta imposibilidad de represión política directa que se abroquela por un lado la derecha política, que hoy carece de la fuerza de imponer sus soluciones aunque en el futuro puede jugar un papel importante. Mientras que, por otra parte, se difunde una sensación general de inseguridad que conduce a cada vez más ciudadanos a dirigirse hacia agencias de vigilancia privada para resolver los problemas de su «seguridad» cotidiana, o bien a armarse directamente para proteger las viviendas de los barrios periféricos. Con el resultado de que la economía privada de la seguridad está asumiendo dimensiones verdaderamente gigantes, y constituye un elemento cada vez más condicionante de la cotidianeidad.

La ambivalencia fundamental de esta nueva gobernabilidad, entonces, se da por el hecho de que un gobierno como el de Kirchner en Argentina, es el primero que reconoce abiertamente el rol fundamental de los movimientos sociales, al mismo tiempo que los ha colocado, desde el principio, en una posición tradicional, asignándoles el rol clásico de elaborar demandas a las que luego sólo el sistema político puede dar una respuesta. La dimensión constructiva, el potencial de invención de soluciones, de formas de vida, incluso de nuevas instituciones sociales, que ha caracterizado a los movimientos de los últimos años ha sido desde el inicio cancelado por las políticas de Kirchner. Reconocimiento mediático y cooptación hacia el interior de clásicas modalidades clientelares: ésta ha sido la «oferta» de Kirchner a los movimientos, y estos últimos no han estado a la altura de sustraerse a la fuerza de dicha oferta. La única alternativa ha sido la marginalidad: no ha habido, y lo decimos también en sentido autocrítico, capacidad de profundizar, de consolidar, el potencial constructivo de la autonomía. Un «realismo» de la autonomía, es éste el problema fundamental –y la tarea– que derivamos del desarrollo de los movimientos y de nuestras mismas prácticas de los últimos años.

Buenos Aires, 10 de diciembre de 2005

Colectivo Situaciones

www.situaciones.org

[1] El siguiente es un extracto modificado de la introducción del cuaderno PRESAS, una publicación de lavaca y el Colectivo Situaciones, con testimonios de mujeres que estuvieron detenidas por manifestar en Caleta Olivia (localidad del sur argentino), exigiendo trabajo a empresas petroleras, y en la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires, resistiendo un nuevo código que prohíbe la prostitución, los piquetes y el comercio ambulante.

[2] “Gatillo fácil” se llama a los casos de asesinato de jóvenes en los barrios por parte de la policía. Los casos son numerosísimos, y muy pocas veces tienen castigo penal. Contra la idea de que se trata de casos aislados o casuales, resulta evidente por la cantidad, por la sistematicidad y por el ocultamiento que se trata de un modo informal de regular la autoridad policial en las calles.

[3] Este texto está escrito sobre la base de largas conversaciones con el Grupo de Arte Callejero (GAC). La versión desarrollada fue editada por el GAC en el cuaderno Blancos Móviles, Buenos Aires, octubre 2005, y puede conseguirse en www.situaciones.org

[4] La noción de blanco móvil forma parte de una iniciativa de intervención del Grupo de Arte Callejero (GAC) durante los años 2004-2005.

[5] Lo que sigue es un extracto del texto Mirada fría, publicado en el libro Generación Cromañón. Lecciones de resistencia, solidaridad y rocanrol, Buenos Aires, 2005, del colectivo lavaca (www.lavaca.org).

[6] Consigna callejera que acompañó a las movilizaciones de diciembre del 2001.

Libro: Mal de altura (Diciembre 2005) // Colectivo Situaciones

Para leer Mal de altura: CLICK AQUÍ

Libro: Bienvenidos a la selva (Diciembre 2005) // Colectivo Situaciones

Ir a: https://lobosuelto.com/wp-content/uploads/2018/09/BIENVENIDOS-A-LA-SELVA-Colectivo-Situaciones-1.pdf

¿Quién Habla? Lucha contra la esclavitud del alma en los call centers (Diciembre 2006) // Colectivo Situaciones

Para leer ¿Quién habla?: CLICK AQUÍ

La metáfora (sin metáfora) de Cromañon (Noviembre 2005) // Colectivo Situaciones

LA METÁFORA (SIN METAFORA) DE CROMAÑÓN

Hace menos de un año publicamos junto a los compañeros de lavaca un cuaderno en torno a la experiencia de las presas de la Legislatura y las presas por los conflictos de Caleta Olivia. El texto estaba centrado en sus testimonios. Como parte de la discusión que fuimos desarrollando en ese momento surgió la imagen de un Agujero Negro como metáfora de la situación en la que un grupo de personas son condenadas a la total oscuridad como modo de desarmar las resistencias.

A pocas semanas de haber sido publicado el cuaderno sucedió la tragedia de Cromañón. Desde el principio, y básicamente por la cantidad de amigos y parientes que estuvieron o pudieron haber estado allí, quedamos encerrados en una larga y angustiada interrogación: ¿cómo entender lo que sucedió? Tuvimos entonces la percepción de que aquella lógica que habíamos llamado Agujero Negro volvía a activarse. Pero esta vez no era el silencio, sino el palabrerío mediático lo que ocultaba la posibilidad de producir un testimonio vivo.

Luego, cuando las primeras marchas empezaron a ocupar las calles de la ciudad, se hizo posible pensar de otro modo el asunto. Y nos fueron surgiendo preguntas más concretas. ¿Cromañón muestra estilos de vida que hasta ahora no habíamos considerado?, ¿cómo crear las condiciones para producir un testimonio a partir de las luchas desencadenadas por la tragedia?, ¿es posible que la fiesta sea ahora expropiada en nombre de la “seguridad”?, ¿surge un nuevo criterio de responsabilidad al interior de la elaboración de los rockeros, los “sobrevivientes”, las familias, los amigos? ¿Se percibe, a partir de Cromañón, un modo activo de lidiar con el dolor capaz de producir, en medio de tanta muerte, alguna luz?

Los extractos que siguen surgieron de una larga conversación entre lavaca y el Colectivo Situaciones luego de haber leído todos los testimonios que se publican en este cuaderno.

Colectivo Situaciones

  1. “Los de Cromañón”.

¿De quiénes hablamos cuando nombramos a los “afectados de Cromañón”? Parece, por los testimonios, que “de Cromañón” se es en diferentes modos o niveles: los pibes y pibas que sobrevivieron, sus amigos y familiares, las familias y amigos de los muertos y heridos, pero también quienes suelen ir pero ese día no fueron, más todos aquellos que han sentido que su colegio o su banda están permanentemente en estado-cromañón, es decir, al borde de una catástrofe por el sólo hecho de habitar unas condiciones de existencia ultraprecarias. Cromañon, entonces, es el nombre de una tragedia que se derrama por el cuerpo social descubriendo, a su paso, nuestra calidad de ciudadanos del capitalismo esencialmente trucho.

  1. Mirada fría.

Los testimonios revelan un sufrimiento que se inscribe en mecanismos sociales más generales: la “mirada fría”, el descubrimiento de la indiferencia social. No es sorprendente: ¿por qué iban a descubrirla antes? Y, sin embargo, es notable cómo este descubrimiento trae consigo otros tantos, como la constatación de que son muchos los que han conocido sufrimientos enormes y que al denunciarlos como injusticias han sentido esta frialdad en las miradas.

El padecimiento da lugar a un replanteo. Se percibe hasta qué punto denunciar la tragedia como una injusticia vivida inscribe a quien lo hace en una cadena más amplia de luchas sociales. Así, al descubrir la frialdad de la mirada, se recorre, sin saberlo, un camino de iniciación de una experiencia directamente política. La nueva experiencia se pliega y alarga en un recorrido que muchos intentaron antes con diverso éxito. Esta transformación de la mirada es dolorosa porque implica re-vivir la indiferencia del pasado con una nueva vergüenza: la de haber aplicado a otros, alguna vez, esta misma frialdad. Algún testimonio dice: “los pibes no nos dan bola”. Otro chico continúa la reflexión: “lo entiendo, porque yo tampoco iba al Puente Pueyrredón”. La madre de Bru dice que ella “veía a esas Madres…” con distancia y cuando después llegaron sus marchas dijo: “ahora entiendo por qué las anteriores marcharon”.

  1. Descubrir el cinismo.

Los familiares, amigos y compañeros de los desaparecidos de los ´70, particularmente las Madres, descubrieron que los asesinatos y desapariciones sufridas no fueron tragedias personales, sino fenómenos inscriptos en una lógica social perversa. La mirada fría es parte constitutiva de esa perversión. Entonces se suponía que el subversivo (el “pre” desaparecido) merecía, de algún modo, una sanción por los ímpetus y las modalidades de su desacato. Parte de la población aceptó el sacrificio.

Si en los años ´70 la existencia de una cierta trama social permitió que el drama se produjera con el lenguaje de la lucha política, con actores claramente autoidentificados con la imagen del mundo que querían construir, décadas después, el Agujero Negro –la máquina sacrificial– devora vidas muy diferentes. Vidas que transcurren en un suelo muy distinto, tejido de precariedades varias. “Los de Cromañón” sufrirán otro modo de la frialdad, que precisamos comprender. Algunos de los sobrevivientes de los 70, por ejemplo, verán en ellos jóvenes despolitizados. Otros sospecharán que son las formas actuales de “ser joven” las culpables de lo ocurrido. Como si esos modos descuidados de vida actuales hubieran recibido un castigo bíblico por su manera amenazante de abandonar –o evidenciar la caída de– ciertos códigos sociales. Finalmente: ¿tienen derecho estas personas a ocupar las calles del modo en que lo hacen?

Son existencias que deben ponerse por encima o afirmarse por debajo de estas miradas sancionadoras (hoy también culpabilizadas ante la tragedia), para permitirse el replanteo de lo sucedido y descubrir las fuerzas que operan, cada vez, produciendo el agujero oscuro.

  1. “Hay que empezar a vivir”.

Hay una necesidad de salir muy rápidamente del tema del duelo. No se trata de olvidar la tragedia, sino de elaborarla a otra velocidad. Respecto de las formas de vivir el dolor en experiencias pasadas, aparece una diferencia fuerte. Una necesidad de “irse de ahí”. Como si el planeta-Cromañón tuviera un poder maléfico: amenaza a las vidas que allí fueron cercadas con no dejarlas escapar. Hay una sensación de asfixia en cada vuelta a esos sitios. Una de las chicas dice: “No voy al psicólogo porque es volver ahí. A partir de esto hay que empezar a vivir, ya no podemos seguir sobreviviendo”.

Lo que convoca, entonces, no es la tragedia, sino la necesidad que le sigue: el intento por convertir una forma del dolor que liga y fija a la muerte por otra que se deslice hacia algún modo, no menos doloroso, de retomar las vidas. Muchas veces, en los testimonios, los pibes niegan nombrarse como sobrevivientes.

Lo notable es cómo funciona esta suerte de politización desde el dolor que hace años se multiplica en Argentina. Una y otra vez emerge un enorme “saber hacer” disponible para el encuentro, la denuncia, la expresión, la convocatoria. La velocidad en que toma cuerpo todo esto es vertiginosa. No hay manual, pero esos modos de hacerse notar en la ciudad están al alcance de la mano, funcionan.

  1. De adentro, de afuera.

Un testimonio se detiene en la diferencia entre las reacciones de dos policías distintos. Uno de ellos, tío de una de las chicas, se puso a sacar pibes del incendio. Otro, según cuentan, dijo que se rajaba… y se rajó. Más allá de toda consideración judicial, formal, esta distinción abre la posibilidad de pensar la cuestión de la responsabilidad tal como surge de los sucesos mismos de Cromañón. La piba dice: “Yo odio a los policías, son unos hijos de puta, pero mi tío que es policía vino y empezó a sacar chicos”.

¿Cabe extender este modo de razonar para considerar las formas en que músicos, empresarios, enfermeros, bomberos, legisladores y funcionarios actuaron antes, durante y después del desastre?

¿Y no cabe, acaso, extender este mismo criterio a quienes escriben y hablan sobre Cromañón?

Cromañón nos muestra la existencia de una ética de la desesperación que pasa por el estar allí, y por el indudable heroísmo desplegado, pero también –y sobre todo– por aceptar que es en ese terreno desesperado donde se elaboran los modos de entender, sentir y actuar.

  1. Vidas callejeras, cálculos cortos.

Cromañón plantea la cuestión de la muerte joven. Muertes que complementan vidas callejeras, sin horizonte largo, existencias repletas de posibilidades más o menos fragmentadas, con laburos de 14 horas. Aunque se quiera y se obedezca, los tiempos que quedan se hacen cortos.

Si antiguamente se concebía la adolescencia como un período preparatorio para ingresar al mundo de la adultez, la paradójica situación actual vuelve a ese mundo inmediatamente accesible a la vez que lo descubre en su total inconsistencia.

¿A título de qué estas vidas de horizonte abreviado harían cálculos de largo plazo? Lo que para unas generaciones se vive como horror y amputación, para otras es punto de partida de un tiempo real de existencia. Cada cual se configura con la temporalidad que tiene a mano. Si se trata del tiempo de la fiesta, la fiesta se vuelve desesperada, porque la vida tiene ese tono. Y los cálculos son interiores a ese modo de ser del tiempo.

Toda generación introduce un desacuerdo relativamente insoluble con las demás. Pero la modificación a la que nos toca asistir requiere mucha atención, mucha proximidad, porque amenaza con diluir las invariantes mismas que nos permitían hablar hasta ahora de “generaciones”.

De hecho, la actual variación de los modos de vivir el tiempo y el espacio, así como el conjunto de los cálculos de vida implicados, surge de un agotamiento de los mecanismos tradicionales de asignar a cada quien un lugar y un futuro.

¿Cómo se realizan los cálculos vitales en un tiempo desreglado, en un espacio atravesado por fuerzas plásticas que posibilitan nuevas libertades pero también nuevas tiranías?

Si el tiempo a calcular es el de lo que pasa “ahora”, antes del próximo cambio de pantalla, si todo cambio aparece como incalculable hasta que ocurre, entonces, el tiempo efectivo es el que está transcurriendo. El tiempo y el espacio del acto es el de un presente radical. La fiesta, así vivida, busca intensidad ya mismo. ¿Incluye este modo de la fiesta un cálculo sobre los cuidados, internamente establecidos, de esa diversión? Si las cosas se presentan así (“hasta que no te tocan, no te pasan”), esos cuidados parecen ser posibles sólo a condición de estar muy próximos a esa manera de diversión.

  1. Criar a los adultos.

Los discursos que nos llegan de tiempos pretéritos cuentan historias de familias opresivas que reproducían el orden social, y de jóvenes que se rebelaban contra ambas instancias igualmente domesticadoras. Poco queda de estas opresiones y, por tanto, de aquellas rebeliones. Tanto la familia –o lo que pueda considerarse como tal– como el rock, por igual, son terrenos donde transcurren las propias vidas. La familia, sin embargo, ya no es la vía que garantiza la conexión de los jóvenes a una comunidad. Una inversión extraña parece haberse operado: son más bien los pibes quienes intentan inscribir a la familia en la realidad social. Da la impresión, incluso, de que son los pibes quienes crían a sus padres. Los “adultos” no pueden contarles lo que es la vida a los pibes, sino que las cosas se dan un poco al revés. Las preguntas con las que una generación revela progresivamente los sentidos del mundo a la que la continúa han cambiado de dirección y parecen ser los chicos los que saben algo más del presente. Esta situación transforma radicalmente el significado de la resistencia contracultural de las décadas pasadas.

Todo lo anterior resultó especialmente evidente durante los conflictos que se sucedieron este año en quince colegios de Buenos Aires. Los pibes se movilizaron, debatieron, interpelaron y, finalmente, convocaron a los padres para que trabajen con y para ellos. Una escena repetida muestra a un pibe encarando al director de su escuela: “usted es un hijo de puta, no está poniendo el matafuego; usted es el director, yo soy un alumno”. Se trata de una imagen pos-cromañón: el vínculo entre los cuidados y la denuncia de las formas de destrucción propias del “capitalismo trucho”. La consigna “basta de corrupción, la gente no es basura” señaló una lógica de funcionamiento: hay corrupción, la gente es considerada basura.

Que esto suceda en los colegios de la misma ciudad que fue sacudida por Cromañón habla por sí solo. De allí que haya algo cómico y patético en las propuestas que hablan de restituir la autoridad de los adultos y las instituciones, sin verificar la magnitud de lo que se ha roto. Sin registrar ese discurso implícito que dice: “vos no me podés enseñar nada que yo no sé. Y es más, yo sé algo que vos no sabés”. En el caso del colegio Mariano Acosta, los pibes terminaron haciendo la presentación judicial y la jueza les dio la razón.

En la película Sexto sentido un niño que puede ver a los muertos se relaciona con un psicólogo. Hacia el final, el psicólogo se da cuenta de que algo anda mal. El pibe sabe algo que él no percibe. Por fin averigua de qué se trata: el psicólogo mismo es uno de esos muertos con los que el pibe se relaciona. Buena parte de la sociedad se relaciona hoy con los pibes como el psicólogo de Sexto sentido: ya sin capacidad de ver la muerte, de rebelarse ante ella. Como si los pibes se estuvieran haciendo cargo de nuestras muertes no sabidas aún.

  1. La resistencias en la Argentina trucha.

Cromañón revela una realidad cruda: la normalización de la que se habla hoy –tras la crisis del 2001– no pasa de ser un doblez en el capitalismo hiperprecario. Su propia trama jurídica, empresarial, mediática, política invita a la tragedia y la tragedia, a su vez, ilumina en todo su alcance la devastación. Cromañón es un momento concreto de ese modo de gestión de la existencia hiperprecaria.

Hace largos años que vemos desplegarse una politización que surge ante la tragedia y Cromañón hace de espejo a todos los elementos de esa politización: aquella que surge en medio de la precariedad y, alcanzada por la catástrofe, se abre desde el dolor hacia lo público sin respetar las vías instituidas. La politización de lo íntimo indefine las reglas de juego y requiere una sensibilidad muy singular para evitar caer en el esquema de los medios.

Se trata de un aprendizaje doloroso, que convierte su cercanía a la muerte en motivo de continuidad vital, y que debe afrontar, en su trayecto, la frialdad de las miradas y la complejidad política de las estrategias puestas en marcha por los otros, que consisten en fijar a las víctimas a su condición, en impedir la conversión, es decir, en convalidar el sacrificio.

Este nuevo protagonismo que emerge del dolor posee una capacidad brutal de elaboración: aprende en corto tiempo el contenido trágico de la precariedad, experimenta la necesidad de convertir el dolor íntimo ligado a la muerte en un dolor colectivo, público, capaz de dar lugar a la lucha, y provoca una destitución de lo político estatal revelando el juego de un poder que simula cuidar la sociedad mientras derrocha sus posibilidades en roscas interminables. Que haya renacido en esas marchas el “¡Que se vayan todos!” señala este hartazgo desesperado y permite retomar la palabra y la calle.

Se ha desarrollado, entonces, un “saber-hacer” de las resistencias en Argentina. De modo tal que, a pesar de que uno crea que nunca le va a tocar, cuando toca, se sabe qué hacer. Y no es que haya un grupo delimitado ofreciendo estos saberes: se ha formado algo así como un saber ambiente.

En medio del luto generalizado, se propuso, en un momento, “vamos a hacer una muestra de fotos”, y en menos de tres meses la muestra ya estaba armada. Hoy en día la capacidad de acción de la gente que tendría que estar inmovilizada por el dolor resulta lo más potente de estos procesos.

  1. Responsabilidad.

Estar adentro obliga. Claro que el estado, en la misma medida en que gestiona la trama precaria del capitalismo trucho y está él mismo tejido en ese material, ha quedado en falta. Esto puede enojar, pero no sorprender. Entre los testimonios se registra esta ambigüedad: de un lado se pide protección y, a la vez, existe un desconcierto general: “estamos desprotegidos, el Estado mata”. De uno y otro lado surge, entonces, la necesidad del desarrollo de una responsabilidad interior a las resistencias.

En una charla, uno los rockeros retoma esta cuestión a partir de comentar la relación con los cumbieros. Según él, los únicos que no ayudaron en Cromañón fueron la policía y los de la cumbia. Parece que uno de éstos últimos les dijo: “gato, no saben prender bengalas”, a lo que siguió una previsible golpiza entre quienes se perciben como sectores enemigos. Pero más allá de la intención agresiva, parece que hay algo que escuchar allí: que para hacer la fiesta bien, es preciso aprender a cuidarse con formas y criterios propios. Como si la traducción amigable de ese insulto pudiera ser: “Si vas a hacer una fiesta, y la querés hacer a tu modo, entonces, tenés que hacerte cargo de ella a tu manera, que no supone que te cuiden de afuera”. De lo contrario, el discurso de la “seguridad” se hará cargo por medio de prohibiciones de la fiesta. El dilema planteado en términos de una opción entre “seguridad” y “tragedia” equivale a una restricción de la cultura de la fiesta por incapacidad de esta última para desarrollar una dimensión de “autocuidado”.

  1. Siluetas colectivas: la red llegó hace rato.

Y bien, a pesar de todo, la fiesta sigue. Se la ve, por ejemplo, en el recital de La Renga. Existen canales de comunicación sólo visibles para los que se mueven. Resulta mucho menos perceptible y controlable que las redes organizadas visiblemente. Ni la vemos nosotros ni la ve el enemigo. Su inmaterialidad es su fuerza. No se sabe dónde está y posee una ductilidad plástica de despliegue y repliegue que le garantiza una larga salud. Para verla o para participar de ella la condición es ver el movimiento del que se nutre, participar de él. Si uno no se mueve, la red no se le aparece.

Como si las redes fueran actitud, apta para disponer de recursos materiales, afectivos y simbólicos en cualquier punto, en el momento que se los requiera. Un capital de saberes-hacer cualificado por la multiplicidad de luchas desarrolladas.
Esto, que constituye una vivencia para quienes están en procesos de politización, se torna invisible para quien está pasivo, por fuera. Cada testimonio parece confirmar la impresión del funcionamiento de esta red. Como si a partir de una tragedia, cada quien enfrentara la decisión de convertir su situación de víctima, de afectado, en nodo activo. Es la decisión tomada sobre una contingencia dolorosa más que el carácter de víctima en sí mismo, lo que activa la red. De hecho, la energía que circula por ella es, precisamente, muy activa.

Todo esto fue muy claro en muchas de las marchas y actividades de Cromañón. Las vidas convocadas seguían la línea de las vidas perdidas. Sólo que para que esto ocurriera, para que este reconocimiento entre vidas surgiera, fue necesario que las vidas no se hubiesen reducido a meros individuos. La silueta de una vida, recompuesta por todos quienes formaban parte constitutiva de ella, nos entrega un cuerpo colectivo que testimonia lo que sucedía en torno a ese otro cuerpo cegado: tíos, compañeros de colegio, amigos del club, vecinos. Todo aquello que se prolonga por contigüidad sucesiva en esta silueta-red es esa trama sin la cual no sería posible la lucha.

Colectivo Situaciones

Buenos Aires, noviembre de 2005

 

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