LA METÁFORA (SIN METAFORA) DE CROMAÑÓN
Hace menos de un año publicamos junto a los compañeros de lavaca un cuaderno en torno a la experiencia de las presas de la Legislatura y las presas por los conflictos de Caleta Olivia. El texto estaba centrado en sus testimonios. Como parte de la discusión que fuimos desarrollando en ese momento surgió la imagen de un Agujero Negro como metáfora de la situación en la que un grupo de personas son condenadas a la total oscuridad como modo de desarmar las resistencias.
A pocas semanas de haber sido publicado el cuaderno sucedió la tragedia de Cromañón. Desde el principio, y básicamente por la cantidad de amigos y parientes que estuvieron o pudieron haber estado allí, quedamos encerrados en una larga y angustiada interrogación: ¿cómo entender lo que sucedió? Tuvimos entonces la percepción de que aquella lógica que habíamos llamado Agujero Negro volvía a activarse. Pero esta vez no era el silencio, sino el palabrerío mediático lo que ocultaba la posibilidad de producir un testimonio vivo.
Luego, cuando las primeras marchas empezaron a ocupar las calles de la ciudad, se hizo posible pensar de otro modo el asunto. Y nos fueron surgiendo preguntas más concretas. ¿Cromañón muestra estilos de vida que hasta ahora no habíamos considerado?, ¿cómo crear las condiciones para producir un testimonio a partir de las luchas desencadenadas por la tragedia?, ¿es posible que la fiesta sea ahora expropiada en nombre de la “seguridad”?, ¿surge un nuevo criterio de responsabilidad al interior de la elaboración de los rockeros, los “sobrevivientes”, las familias, los amigos? ¿Se percibe, a partir de Cromañón, un modo activo de lidiar con el dolor capaz de producir, en medio de tanta muerte, alguna luz?
Los extractos que siguen surgieron de una larga conversación entre lavaca y el Colectivo Situaciones luego de haber leído todos los testimonios que se publican en este cuaderno.
Colectivo Situaciones
- “Los de Cromañón”.
¿De quiénes hablamos cuando nombramos a los “afectados de Cromañón”? Parece, por los testimonios, que “de Cromañón” se es en diferentes modos o niveles: los pibes y pibas que sobrevivieron, sus amigos y familiares, las familias y amigos de los muertos y heridos, pero también quienes suelen ir pero ese día no fueron, más todos aquellos que han sentido que su colegio o su banda están permanentemente en estado-cromañón, es decir, al borde de una catástrofe por el sólo hecho de habitar unas condiciones de existencia ultraprecarias. Cromañon, entonces, es el nombre de una tragedia que se derrama por el cuerpo social descubriendo, a su paso, nuestra calidad de ciudadanos del capitalismo esencialmente trucho.
- Mirada fría.
Los testimonios revelan un sufrimiento que se inscribe en mecanismos sociales más generales: la “mirada fría”, el descubrimiento de la indiferencia social. No es sorprendente: ¿por qué iban a descubrirla antes? Y, sin embargo, es notable cómo este descubrimiento trae consigo otros tantos, como la constatación de que son muchos los que han conocido sufrimientos enormes y que al denunciarlos como injusticias han sentido esta frialdad en las miradas.
El padecimiento da lugar a un replanteo. Se percibe hasta qué punto denunciar la tragedia como una injusticia vivida inscribe a quien lo hace en una cadena más amplia de luchas sociales. Así, al descubrir la frialdad de la mirada, se recorre, sin saberlo, un camino de iniciación de una experiencia directamente política. La nueva experiencia se pliega y alarga en un recorrido que muchos intentaron antes con diverso éxito. Esta transformación de la mirada es dolorosa porque implica re-vivir la indiferencia del pasado con una nueva vergüenza: la de haber aplicado a otros, alguna vez, esta misma frialdad. Algún testimonio dice: “los pibes no nos dan bola”. Otro chico continúa la reflexión: “lo entiendo, porque yo tampoco iba al Puente Pueyrredón”. La madre de Bru dice que ella “veía a esas Madres…” con distancia y cuando después llegaron sus marchas dijo: “ahora entiendo por qué las anteriores marcharon”.
- Descubrir el cinismo.
Los familiares, amigos y compañeros de los desaparecidos de los ´70, particularmente las Madres, descubrieron que los asesinatos y desapariciones sufridas no fueron tragedias personales, sino fenómenos inscriptos en una lógica social perversa. La mirada fría es parte constitutiva de esa perversión. Entonces se suponía que el subversivo (el “pre” desaparecido) merecía, de algún modo, una sanción por los ímpetus y las modalidades de su desacato. Parte de la población aceptó el sacrificio.
Si en los años ´70 la existencia de una cierta trama social permitió que el drama se produjera con el lenguaje de la lucha política, con actores claramente autoidentificados con la imagen del mundo que querían construir, décadas después, el Agujero Negro –la máquina sacrificial– devora vidas muy diferentes. Vidas que transcurren en un suelo muy distinto, tejido de precariedades varias. “Los de Cromañón” sufrirán otro modo de la frialdad, que precisamos comprender. Algunos de los sobrevivientes de los 70, por ejemplo, verán en ellos jóvenes despolitizados. Otros sospecharán que son las formas actuales de “ser joven” las culpables de lo ocurrido. Como si esos modos descuidados de vida actuales hubieran recibido un castigo bíblico por su manera amenazante de abandonar –o evidenciar la caída de– ciertos códigos sociales. Finalmente: ¿tienen derecho estas personas a ocupar las calles del modo en que lo hacen?
Son existencias que deben ponerse por encima o afirmarse por debajo de estas miradas sancionadoras (hoy también culpabilizadas ante la tragedia), para permitirse el replanteo de lo sucedido y descubrir las fuerzas que operan, cada vez, produciendo el agujero oscuro.
- “Hay que empezar a vivir”.
Hay una necesidad de salir muy rápidamente del tema del duelo. No se trata de olvidar la tragedia, sino de elaborarla a otra velocidad. Respecto de las formas de vivir el dolor en experiencias pasadas, aparece una diferencia fuerte. Una necesidad de “irse de ahí”. Como si el planeta-Cromañón tuviera un poder maléfico: amenaza a las vidas que allí fueron cercadas con no dejarlas escapar. Hay una sensación de asfixia en cada vuelta a esos sitios. Una de las chicas dice: “No voy al psicólogo porque es volver ahí. A partir de esto hay que empezar a vivir, ya no podemos seguir sobreviviendo”.
Lo que convoca, entonces, no es la tragedia, sino la necesidad que le sigue: el intento por convertir una forma del dolor que liga y fija a la muerte por otra que se deslice hacia algún modo, no menos doloroso, de retomar las vidas. Muchas veces, en los testimonios, los pibes niegan nombrarse como sobrevivientes.
Lo notable es cómo funciona esta suerte de politización desde el dolor que hace años se multiplica en Argentina. Una y otra vez emerge un enorme “saber hacer” disponible para el encuentro, la denuncia, la expresión, la convocatoria. La velocidad en que toma cuerpo todo esto es vertiginosa. No hay manual, pero esos modos de hacerse notar en la ciudad están al alcance de la mano, funcionan.
- De adentro, de afuera.
Un testimonio se detiene en la diferencia entre las reacciones de dos policías distintos. Uno de ellos, tío de una de las chicas, se puso a sacar pibes del incendio. Otro, según cuentan, dijo que se rajaba… y se rajó. Más allá de toda consideración judicial, formal, esta distinción abre la posibilidad de pensar la cuestión de la responsabilidad tal como surge de los sucesos mismos de Cromañón. La piba dice: “Yo odio a los policías, son unos hijos de puta, pero mi tío que es policía vino y empezó a sacar chicos”.
¿Cabe extender este modo de razonar para considerar las formas en que músicos, empresarios, enfermeros, bomberos, legisladores y funcionarios actuaron antes, durante y después del desastre?
¿Y no cabe, acaso, extender este mismo criterio a quienes escriben y hablan sobre Cromañón?
Cromañón nos muestra la existencia de una ética de la desesperación que pasa por el estar allí, y por el indudable heroísmo desplegado, pero también –y sobre todo– por aceptar que es en ese terreno desesperado donde se elaboran los modos de entender, sentir y actuar.
- Vidas callejeras, cálculos cortos.
Cromañón plantea la cuestión de la muerte joven. Muertes que complementan vidas callejeras, sin horizonte largo, existencias repletas de posibilidades más o menos fragmentadas, con laburos de 14 horas. Aunque se quiera y se obedezca, los tiempos que quedan se hacen cortos.
Si antiguamente se concebía la adolescencia como un período preparatorio para ingresar al mundo de la adultez, la paradójica situación actual vuelve a ese mundo inmediatamente accesible a la vez que lo descubre en su total inconsistencia.
¿A título de qué estas vidas de horizonte abreviado harían cálculos de largo plazo? Lo que para unas generaciones se vive como horror y amputación, para otras es punto de partida de un tiempo real de existencia. Cada cual se configura con la temporalidad que tiene a mano. Si se trata del tiempo de la fiesta, la fiesta se vuelve desesperada, porque la vida tiene ese tono. Y los cálculos son interiores a ese modo de ser del tiempo.
Toda generación introduce un desacuerdo relativamente insoluble con las demás. Pero la modificación a la que nos toca asistir requiere mucha atención, mucha proximidad, porque amenaza con diluir las invariantes mismas que nos permitían hablar hasta ahora de “generaciones”.
De hecho, la actual variación de los modos de vivir el tiempo y el espacio, así como el conjunto de los cálculos de vida implicados, surge de un agotamiento de los mecanismos tradicionales de asignar a cada quien un lugar y un futuro.
¿Cómo se realizan los cálculos vitales en un tiempo desreglado, en un espacio atravesado por fuerzas plásticas que posibilitan nuevas libertades pero también nuevas tiranías?
Si el tiempo a calcular es el de lo que pasa “ahora”, antes del próximo cambio de pantalla, si todo cambio aparece como incalculable hasta que ocurre, entonces, el tiempo efectivo es el que está transcurriendo. El tiempo y el espacio del acto es el de un presente radical. La fiesta, así vivida, busca intensidad ya mismo. ¿Incluye este modo de la fiesta un cálculo sobre los cuidados, internamente establecidos, de esa diversión? Si las cosas se presentan así (“hasta que no te tocan, no te pasan”), esos cuidados parecen ser posibles sólo a condición de estar muy próximos a esa manera de diversión.
- Criar a los adultos.
Los discursos que nos llegan de tiempos pretéritos cuentan historias de familias opresivas que reproducían el orden social, y de jóvenes que se rebelaban contra ambas instancias igualmente domesticadoras. Poco queda de estas opresiones y, por tanto, de aquellas rebeliones. Tanto la familia –o lo que pueda considerarse como tal– como el rock, por igual, son terrenos donde transcurren las propias vidas. La familia, sin embargo, ya no es la vía que garantiza la conexión de los jóvenes a una comunidad. Una inversión extraña parece haberse operado: son más bien los pibes quienes intentan inscribir a la familia en la realidad social. Da la impresión, incluso, de que son los pibes quienes crían a sus padres. Los “adultos” no pueden contarles lo que es la vida a los pibes, sino que las cosas se dan un poco al revés. Las preguntas con las que una generación revela progresivamente los sentidos del mundo a la que la continúa han cambiado de dirección y parecen ser los chicos los que saben algo más del presente. Esta situación transforma radicalmente el significado de la resistencia contracultural de las décadas pasadas.
Todo lo anterior resultó especialmente evidente durante los conflictos que se sucedieron este año en quince colegios de Buenos Aires. Los pibes se movilizaron, debatieron, interpelaron y, finalmente, convocaron a los padres para que trabajen con y para ellos. Una escena repetida muestra a un pibe encarando al director de su escuela: “usted es un hijo de puta, no está poniendo el matafuego; usted es el director, yo soy un alumno”. Se trata de una imagen pos-cromañón: el vínculo entre los cuidados y la denuncia de las formas de destrucción propias del “capitalismo trucho”. La consigna “basta de corrupción, la gente no es basura” señaló una lógica de funcionamiento: hay corrupción, la gente es considerada basura.
Que esto suceda en los colegios de la misma ciudad que fue sacudida por Cromañón habla por sí solo. De allí que haya algo cómico y patético en las propuestas que hablan de restituir la autoridad de los adultos y las instituciones, sin verificar la magnitud de lo que se ha roto. Sin registrar ese discurso implícito que dice: “vos no me podés enseñar nada que yo no sé. Y es más, yo sé algo que vos no sabés”. En el caso del colegio Mariano Acosta, los pibes terminaron haciendo la presentación judicial y la jueza les dio la razón.
En la película Sexto sentido un niño que puede ver a los muertos se relaciona con un psicólogo. Hacia el final, el psicólogo se da cuenta de que algo anda mal. El pibe sabe algo que él no percibe. Por fin averigua de qué se trata: el psicólogo mismo es uno de esos muertos con los que el pibe se relaciona. Buena parte de la sociedad se relaciona hoy con los pibes como el psicólogo de Sexto sentido: ya sin capacidad de ver la muerte, de rebelarse ante ella. Como si los pibes se estuvieran haciendo cargo de nuestras muertes no sabidas aún.
- La resistencias en la Argentina trucha.
Cromañón revela una realidad cruda: la normalización de la que se habla hoy –tras la crisis del 2001– no pasa de ser un doblez en el capitalismo hiperprecario. Su propia trama jurídica, empresarial, mediática, política invita a la tragedia y la tragedia, a su vez, ilumina en todo su alcance la devastación. Cromañón es un momento concreto de ese modo de gestión de la existencia hiperprecaria.
Hace largos años que vemos desplegarse una politización que surge ante la tragedia y Cromañón hace de espejo a todos los elementos de esa politización: aquella que surge en medio de la precariedad y, alcanzada por la catástrofe, se abre desde el dolor hacia lo público sin respetar las vías instituidas. La politización de lo íntimo indefine las reglas de juego y requiere una sensibilidad muy singular para evitar caer en el esquema de los medios.
Se trata de un aprendizaje doloroso, que convierte su cercanía a la muerte en motivo de continuidad vital, y que debe afrontar, en su trayecto, la frialdad de las miradas y la complejidad política de las estrategias puestas en marcha por los otros, que consisten en fijar a las víctimas a su condición, en impedir la conversión, es decir, en convalidar el sacrificio.
Este nuevo protagonismo que emerge del dolor posee una capacidad brutal de elaboración: aprende en corto tiempo el contenido trágico de la precariedad, experimenta la necesidad de convertir el dolor íntimo ligado a la muerte en un dolor colectivo, público, capaz de dar lugar a la lucha, y provoca una destitución de lo político estatal revelando el juego de un poder que simula cuidar la sociedad mientras derrocha sus posibilidades en roscas interminables. Que haya renacido en esas marchas el “¡Que se vayan todos!” señala este hartazgo desesperado y permite retomar la palabra y la calle.
Se ha desarrollado, entonces, un “saber-hacer” de las resistencias en Argentina. De modo tal que, a pesar de que uno crea que nunca le va a tocar, cuando toca, se sabe qué hacer. Y no es que haya un grupo delimitado ofreciendo estos saberes: se ha formado algo así como un saber ambiente.
En medio del luto generalizado, se propuso, en un momento, “vamos a hacer una muestra de fotos”, y en menos de tres meses la muestra ya estaba armada. Hoy en día la capacidad de acción de la gente que tendría que estar inmovilizada por el dolor resulta lo más potente de estos procesos.
- Responsabilidad.
Estar adentro obliga. Claro que el estado, en la misma medida en que gestiona la trama precaria del capitalismo trucho y está él mismo tejido en ese material, ha quedado en falta. Esto puede enojar, pero no sorprender. Entre los testimonios se registra esta ambigüedad: de un lado se pide protección y, a la vez, existe un desconcierto general: “estamos desprotegidos, el Estado mata”. De uno y otro lado surge, entonces, la necesidad del desarrollo de una responsabilidad interior a las resistencias.
En una charla, uno los rockeros retoma esta cuestión a partir de comentar la relación con los cumbieros. Según él, los únicos que no ayudaron en Cromañón fueron la policía y los de la cumbia. Parece que uno de éstos últimos les dijo: “gato, no saben prender bengalas”, a lo que siguió una previsible golpiza entre quienes se perciben como sectores enemigos. Pero más allá de la intención agresiva, parece que hay algo que escuchar allí: que para hacer la fiesta bien, es preciso aprender a cuidarse con formas y criterios propios. Como si la traducción amigable de ese insulto pudiera ser: “Si vas a hacer una fiesta, y la querés hacer a tu modo, entonces, tenés que hacerte cargo de ella a tu manera, que no supone que te cuiden de afuera”. De lo contrario, el discurso de la “seguridad” se hará cargo por medio de prohibiciones de la fiesta. El dilema planteado en términos de una opción entre “seguridad” y “tragedia” equivale a una restricción de la cultura de la fiesta por incapacidad de esta última para desarrollar una dimensión de “autocuidado”.
- Siluetas colectivas: la red llegó hace rato.
Y bien, a pesar de todo, la fiesta sigue. Se la ve, por ejemplo, en el recital de La Renga. Existen canales de comunicación sólo visibles para los que se mueven. Resulta mucho menos perceptible y controlable que las redes organizadas visiblemente. Ni la vemos nosotros ni la ve el enemigo. Su inmaterialidad es su fuerza. No se sabe dónde está y posee una ductilidad plástica de despliegue y repliegue que le garantiza una larga salud. Para verla o para participar de ella la condición es ver el movimiento del que se nutre, participar de él. Si uno no se mueve, la red no se le aparece.
Como si las redes fueran actitud, apta para disponer de recursos materiales, afectivos y simbólicos en cualquier punto, en el momento que se los requiera. Un capital de saberes-hacer cualificado por la multiplicidad de luchas desarrolladas.
Esto, que constituye una vivencia para quienes están en procesos de politización, se torna invisible para quien está pasivo, por fuera. Cada testimonio parece confirmar la impresión del funcionamiento de esta red. Como si a partir de una tragedia, cada quien enfrentara la decisión de convertir su situación de víctima, de afectado, en nodo activo. Es la decisión tomada sobre una contingencia dolorosa más que el carácter de víctima en sí mismo, lo que activa la red. De hecho, la energía que circula por ella es, precisamente, muy activa.
Todo esto fue muy claro en muchas de las marchas y actividades de Cromañón. Las vidas convocadas seguían la línea de las vidas perdidas. Sólo que para que esto ocurriera, para que este reconocimiento entre vidas surgiera, fue necesario que las vidas no se hubiesen reducido a meros individuos. La silueta de una vida, recompuesta por todos quienes formaban parte constitutiva de ella, nos entrega un cuerpo colectivo que testimonia lo que sucedía en torno a ese otro cuerpo cegado: tíos, compañeros de colegio, amigos del club, vecinos. Todo aquello que se prolonga por contigüidad sucesiva en esta silueta-red es esa trama sin la cual no sería posible la lucha.
Colectivo Situaciones
Buenos Aires, noviembre de 2005