Para un urbanismo de la cooperación // Gustavo Diéguez

¿Quién se opondría a la cooperación?

El proyecto de ley denominado Producción Social Autogestionaria de Hábitat Popular (PSAHP) puede perder estado parlamentario si no es tratado en lo que queda del año.

En el contexto de la pandemia, y de la consecuente necesidad de atención inmediata a una buena parte de la población sacudida por las dificultades económicas, todas las acciones que suponen apartarse de ese foco parecieran tomar una importancia relativa y secundaria. Pero resulta conveniente poner en relieve lo que implica y lo que hay detrás de una ley cuyo nombre probablemente no expresa o representa para la ciudadanía todo cuanto implica.

La ley en cuestión promueve la posibilidad de cambiar el paradigma de la producción de viviendas a nivel nacional a través de que su construcción se pueda realizar también mediante “organizaciones sociales autogestionarias de iguales solidariamente relacionados (cooperativas, mutuales, sindicatos y asociaciones civiles), sostenidas en dinámicas funcionales participativas y decisorias, de carácter no delegativo ni asistencial.”

Ello implica que las organizaciones puedan administrar recursos del Estado para la “producción de bienes de uso para la materialización de derechos humanos básicos (trabajo, educación, vivienda y hábitat, salud y cultura) promoviendo e impulsando, a través del trabajo autogestionario, la confluencia de saberes, prácticas y capacidades en los planos materiales, intelectuales y afectivos.”

La normativa establece “la participación codecisoria de las organizaciones sociales autogestionarias en el ciclo completo (gestación, elaboración propositiva, implementación, evaluación y reproducción) de las políticas públicas” y formula el “respeto e inclusión de la multiculturalidad, la equidad de género y la biodiversidad.”

Entre las consideraciones y objetivos de esta nueva herramienta, inscripta en el concepto de hábitat y en el derecho a la belleza, se estipula la exclusión de la obtención de ganancias, la producción de carácter solidario sin patrones en su estructura de relaciones sociales y la concreción de los principios de función social de la propiedad. Se establece además el aporte de mano de obra solidaria o ayuda mutua para la conformación cierta del colectivo autogestionario y la generación de un campo de calificación laboral creadora de condiciones para la producción de empleo.

Este proyecto tiene un antecedente virtuoso en la Ley 341 promulgada en el año 2000 de alcance único para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que, a pesar de haber sido literalmente saboteada y desfinanciada a lo largo del tiempo, posee resultados exitosos para exhibir. Es importante señalar que en los veinte años de existencia de esa ley no hubo ninguna iniciativa concreta, ni en los ámbitos de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, ni a nivel nacional, dirigida a fomentar de este modo el pensamiento y la acción colectiva para la construcción de los entornos habitados. Quedó clara la decisión política de que ese sentido cooperativo de la autogestión de la vivienda no cobre dimensión, y mucho menos que los alcances de esa forma de vida sean promovidos y estimulados.

¿Cuáles son las razones por las que estas herramientas que alientan a la organización social son desalentadas? ¿Quién se opondría a la cooperación?

 

¿De quién son las ciudades? ¿De quién es el urbanismo?

“La ciudad es de todos”, es un lema que se suele escuchar pronunciado con mucha convicción. Es una frase de apariencia lógica, encarnada en el decir colectivo y ejercitada perversamente en la literatura del marketing político, cuya evidencia es su falsedad. Si realmente estamos de acuerdo con que la ciudad es el objeto en común de las comunidades, también lo debiera ser la decisión sobre el destino de sus transformaciones y las decisiones sobre su forma, su imagen de futuro y sus objetivos. Todo aquello siempre ha quedado en manos de muy pocos, precisamente quienes sostuvieron su constitución desbalanceada e injusta.

El fenómeno del actual crecimiento de las ciudades es la consecuencia de la satisfacción de los grandes capitales, que han logrado la financiarización de los núcleos urbanos, la expulsión o segregación de sus poblaciones y el acrecentamiento de las desigualdades, expresando con obviedad en su configuración, las mismas diferencias económicas y sociales que sobre las vidas de sus propios habitantes. Las ciudades, en sentido estricto, las metrópolis, no son otra cosa que la expresión construida de las inequidades.

Pero si la ciudad es nuestro organismo en común, ¿por qué motivo aquello que se conoce como urbanismo no forma parte de las conversaciones cotidianas de sus habitantes? Si las ciudades son una materia colectiva, ¿por qué razón el sentido común la volvió materia de especialistas?

Nos estaríamos equivocando si dejamos que se interprete al urbanismo como un territorio cercado solo para el desempeño de los profesionales del tema y, por lo tanto, lejano a nuestras posibilidades de incidencia y utilización como herramienta de comunicación y producción en la cotidianeidad. Los asuntos de la ciudad resultan indelegables.

Es igualmente inexacto comprender al urbanismo como una disciplina que opera solamente sobre lo que ha sido construido, sobre el campo de lo visible, sin considerar sus dinámicas inaprensibles, fruto de los vínculos y de la capa que provee la esfera de la información que se mueve a gran velocidad en las redes digitales.

¿De cuál urbanismo estamos hablando? Podríamos hablar acerca de una disciplina de orden y producción estatal y que, como tal, atiende a los intereses del bien común en las ciudades. Pero sabemos que no es así.

Ante el intento por responder a la pregunta genérica e introductoria sobre cómo se producen nuestras ciudades en la actualidad, no se tarda en comprobar que la arquitectura de la ciudad, operada por sus disciplinas profesionales, ha demostrado ser el dispositivo instrumental por el cual se vehiculiza la voluntad de un entramado constituido por la tensión ecosistémica entre las corporaciones agroexportadoras, industriales, inmobiliarias, tecnológicas y financieras; cuyas agendas de acción urbana están instaladas como sentido común a través del manejo concentrado de los medios de comunicación y del manejo de las redes. El ejercicio del poder político institucional del Estado establece en cada caso un mayor o menor grado de resistencia en la concreción de sus objetivos, pero esos islotes que componen la estructura estatal flotan aislados en la “fluidez” del contexto neoliberal que los envuelve.

Lo cierto es que la vida del común en las ciudades y el poder de decisión de las personas quedaron relegados a esa superficie prefigurada que en algún sentido nos predetermina, coordina nuestras percepciones y organiza nuestras formas de vida. El ambiente se modela entonces a consecuencia de esas lógicas que atienden a la producción de riqueza concentrada sin considerar los desequilibrios que ocasionan.

Para los principales hacedores de este escenario tal parece que no quedan chances estructurales de que exista un lugar necesario y con algún nivel de prioridad para las formas de solidaridad o cuanto menos para aquellas dinámicas sociales que produzcan excesos de significados que nos permitan progresar a nuevos sentidos. La idea de participación ciudadana no solo se ha desgastado en sus posibles significados, sino que el formalismo de su manejo desde los organismos de gobierno ha posibilitado que se hayan vuelto prescindibles los procesos de decisión horizontales.

Todas estas imágenes y definiciones que alientan a la lejanía, son parte de una verdad instalada basada en la cristalización de esta palabra, urbanismo, en total ajenidad con la vida en común y mucho menos con la posibilidad de una institucionalización confiable de los mecanismos de cooperación como herramientas de producción urbana. Por muchos motivos antes expuestos ha sido conveniente que su implicancia este lejos de nuestro alcance.

Pero para que la metrópolis, en tanto “fenómeno irreversible” en palabras de Negri, sea aún de nuestra incumbencia, hay palabras que merecen ser reapropiadas, que deben ser incorporadas a la vida cotidiana, a los intercambios personales, a la posibilidad de que se asocien con los proyectos colectivos como una necesidad vital.

Por ello, y casi desde una definición arcaica, vale afirmar que el urbanismo es una disciplina que sería más sencilla de identificar en sus objetivos si se resumiera a ser definida como “la vida en común”, la disciplina de la copertenencia mutua.

 

Individuos, ciudadanos, consumidores, vecinos, plebeyos. Nosotres.

 “Cuando los occidentales se definen hoy despreocupadamente como demócratas, no lo hacen, la mayor parte de las veces, porque tengan la pretensión de cargar con la cosa pública en las labores cotidianas, sino porque consideran, con razón, que la democracia es la forma de sociedad que les permite no pensar en el Estado ni en el arte de la copertenencia mutua.” Peter Sloterdijk. En el mismo barco.

Sloterdijk publicó el citado libro en 1994, al mismo tiempo en el que Ignacio Lewkowicz escribía el ensayo que da inicio a su libro Pensar sin estado, la subjetividad en la era de la fluidez. En Del ciudadano al consumidor, La migración del soberano, Lewkowicz pone su atención en la aparición de la figura del consumidor en el artículo 42 de la reforma constitucional de 1994. “En el fundamento de nuestro contrato no hay sólo ciudadanos; también hay consumidores.” De esta manera la figura no solo tomó rango constitucional, sino que con ello una consistencia discursiva que de alguna manera abonó un camino de opacidad y de disolución de la figura del ciudadano como sujeto de la conciencia política, de la conciencia moral, de la conciencia jurídica, en definitiva, sujeto de la conciencia nacional. Para un Estado técnico-administrativo como el que estaba a la vista por entonces, el consumidor como sujeto ha resultado ser más efectivo, a partir de su determinación en primera instancia por lo económico. “La soberanía no emana ya del pueblo sino de la gente. La gente ya no son los ciudadanos sino los consumidores. Si el consumidor se inviste como soberano, la ley será la ley de consumo.”

Si recuperamos desde un extremo lejano el relato de Borges en Nuestro pobre individualismo, donde caracterizaba al argentino como un individuo y no como un ciudadano; podríamos extender la cadena de sustituciones en espejo en el texto de Lewkowicz, en un proceso de mutación del ciudadano en un consumidor. Y bajo esa condición sería posible interpretar una de las bases sobre la que se sustenta la figura del actual sujeto reclamante, cuya investidura ha cobrado fortaleza desde el entrenamiento provisto por plataformas tales como los foros de los diarios online o Twitter, campos de actuación pública que han llevado la situación hasta sus confines al constituirse como una forja placentera para odiadores. 

Lo que nos dejan los años recientes en lo que a reconversiones discursivas se trata, es que la figura del consumidor en ese plano de lo económico no se detuvo y ha logrado desplegarse en la noción del “vecino” en lo relativo a la dimensión urbana de sus incumbencias.

En la tarea de contrastastación de las subjetividades que habitan la democracia, todo conduce hacia la misma pregunta desafiante que se hacía Lewkowicz en aquellos textos y que sigue atravesando los pensamientos de quienes se refieren a la condición de la metrópolis como campo de actuación. “¿Cómo se constituye un sujeto responsable sin compartir un conjunto de ideas, una condición de clase, unos axiomas o unos valores, sino un problema o un encuentro?”.

La mayor ansiedad latente radica en poder desentrañar cómo se constituye con todo eso un otro “nosotros”, posible, aunque de base inestable y en proceso de cambio permanente, que atraviese las diferentes formas de organización, de pensamiento y de resistencia. Un nosotros que agencie a la ciudad como territorio común.

Esa preocupación se verifica también en los textos de Toni Negri en los que analiza las relaciones de dominación extractiva en las metrópolis. En Inventar el común de los hombres, sus palabras operan dentro de la aspiración de que la democracia funcione como “gestión común del común”, donde nosotros “no es una posición o una ‘cosa’, en esencia, que pueda fácilmente declararse como pública. Nuestro común no es nuestro fundamento, es nuestra producción, nuestra invención continuamente reiniciada. Nosotros es el nombre de un horizonte, el nombre de un devenir.” En este sentido, el común está concebido como una máquina de diferencias en tanto que es producto de la multitud.

Reside tal vez allí el punto de contacto y de tensión con la referencia que Lewkowicz hace de una cita de Diego Tatián para la idea de comunidad: “nosotros no es un lugar al que se pertenece; es un espacio al que se ingresa para construirlo”. Quizás por eso el mismo Lewkowicz asume que no termina de comprender quiénes componen ese nosotros y expone su incertidumbre. “Quizá nosotros no sea un conjunto de personas sino una configuración subjetiva de los pensamientos en una circunstancia”.

La aparición del libro La ofensiva sensible reavivó esa reflexión compleja en la caracterización de lo que Diego Sztulwark llama el reverso de lo político, y de la condición de lo plebeyo como parte de la multitud contemporánea en su relación con el espacio y con la tierra. Desde una lectura de la colonización y la estatalidad en tanto heredades constitutivas y fundantes, lo plebeyo está atravesado por la cuestión territorial. “Entendemos por tierra la potencia de reunir elementos y de alojar; la tierra es aquello que hace de suelo y que adquiere su forma de relación con el acto de poblar. Al ocupar la tierra, se la puebla: con ella como suelo se establecen vínculos con otros, se ponen en juego modos peculiares de tomar el espacio (de repartición y de distribución) y modos de pensar (de reglas, de ritualizar, de representar)”.

 

La tierra como necesidad, demanda y potencia quedó expuesta literalmente en tiempos de pandemia. La toma de Guernica es un emergente visible y representativo a la vez, un caso dentro de los incontables movimientos e impulsos constantes mediante el cual se pone de manifiesto la reacción a la constitución excluyente de las metrópolis, que se redimensiona ante la situación simultánea de grandes extensiones de territorios incendiados intencionalmente para favorecer su explotación. Ese par de acciones sobre el suelo constituyen una parábola perfecta  para comprender la necesidad de “territorializar el concepto de multitud” que invoca Negri y tratar de comprender que las leyes en ambos casos no construyen ni el ambiente ni la vida en común.

Volviendo sobre el aspecto de coyuntura que dio inicio a este texto, esto es, la citada ley en espera de tratamiento; también podemos pensar que las leyes no alcanzan, que no ofrecen suficiente garantía para las transformaciones necesarias, o cuanto menos para que la expropiación de la cooperación común no se siga reproduciendo. Por el contrario, el capital bajo bandera neoliberal ha demostrado que no necesita nuevas leyes, ni depende del todo de ellas para seguir multiplicándose y empobreciendo.

Los hechos anticipan a las leyes. A su vez, las leyes y dispositivos se ponen a distancia. Sin embargo, este citado proyecto de ley que intenta una renovación en la producción de las ciudades, si bien corre por detrás de las demandas urgentes, no deja por ello de ser una importante señal para componer una reversión del sentido que permita construir formas de vida mutualistas y autogestivas. Como sostiene Negri, “ahora es necesario que los ciudadanos se descubran como productores del lugar que habitan. Que tomen en sus manos las llaves de lectura, construcción y de acción de -y en- la ciudad”. Es necesario ir contra la mistificación del conocimiento de la ciudad, hacia una emancipación del cerrojo impuesto a los temas del urbanismo desde la implementación de herramientas colectivas para la imaginación urbana y el acceso efectivo e igualitario del uso del suelo, basados en las lógicas de la cooperación y en la ganancia de más herramientas para la construcción de nuestros ambientes.

Imagen: Para un urbanismo de la cooperación por Josefina Bustos @josefina_bustos 

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