Los movimientos populares no matan // Diego Sztulwark

Los movimientos populares no matan. Hace casi medio siglo que no practican la lucha armada. Por una razón relativamente simple. De los atentados anarquistas a las guerrillas de los años setenta, el problema de la contra-violencia solo se plantea cuando la intensidad de la lucha de clases asciende a determinados niveles del enfrentamiento. Como lo explicó el general Karl Von Clausewitz, no hay guerra si la fuerza agredida no se defiende. Los sectores organizados políticamente desde el poder, en cambio, no han dejado de asesinar.

Luego del aniquilamiento de las organizaciones armadas ocurrido en torno al año 1977, los movimientos populares desplegaron formas de lucha cuya violencia –la violencia naturalmente implicada en una huelga, un escrache o un piquete– no implicaban amenaza de muerte alguna. Aún así, esas acciones fueron interpretadas por los sectores de poder como un desafío directo a su modo de vida. De ahí que, incluso durante los últimos años, en la Argentina se siguen produciendo muertes políticas, como las de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel, en el contexto de la represión estatal a la lucha de comunidades mapuches en el sur del país. O el asesinato de Pablo Kukoc (rematado por el policía Luis Chocobar a pocos metros de distancia, cuando Pablo estaba ya herido y en el suelo). Asesinatos que el gobierno de Macri reivindicó como parte de la defensa de la propiedad privada, la libertad individual y la soberanía del Estado. O las muertes de tantas mujeres violadas y asesinadas mediante actos criminales que, como nos enseñan los feminismos, son también actos de poder. Crímenes políticos. Es importante retener este dato elemental de nuestra historia, para comprender porqué una acción que se produce en el ámbito puramente simbólico –me refiero a las bolsas negras republicanas simulando cadáveres, con sus respectivos carteles en los que se identificaban a personas vivas, depositadas en la Plaza de Mayo– produce un efecto de amenaza concreta. Sería una estupidez histórica no advertir que quienes hacen estas amenazas están trazando una serie en la que lo simbólico se trenza con asesinatos concretos.

El episodio plantea al menos dos tipos de problemas, igualmente importantes y estrechamente relacionados entre sí. El primero de ellos tiene que ver con el papel agresivo, desinhibido, de esta derecha neofascista, que no hizo más que acelerarse durante la pandemia. ¿Qué dimensiones puede adquirir este fenómeno en este momento histórico? El segundo es su estricto reverso. ¿Cómo superar cierta impotencia política que parece caer sobre sujetos que suelen demostrar una capacidad muy superior de movilización física y mental? La paradoja se plantea así: quienes defienden el sistema actúan como si lo cuestionaran drásticamente, y quienes lo cuestionan profundamente parecieran quedar a la defensiva.

El primer problema se plantea de modo inconcebible: la derecha más reaccionaria estaría logrando apropiarse de una actitud de rebeldía. Incluso se los suele llamar «anti-sistema». Lo que es simplemente absurdo, puesto que las manifestaciones neofascistas –no importa las diferencias que tengan entre sí–, coinciden en el hecho de encarnar una defensa total del orden de la propiedad privada, del intercambio mercantil y de la idea de libertad individual que surge de dicho intercambio. Estos grupos actúan como milicias alzadas en custodia del orden. Y si por alguna razón logran posicionarse como los “anti”, y hasta denominarse “libertarios”, quizás valga la pena preguntarse a qué se oponen realmente estos replicadores inspirados en Trump o Bolsonaro. La respuesta más clara y directa quizás sea la siguiente: para defender el orden, que sienten en riesgo, los neofascistas decidieron atacar lo que podemos llamar el “consenso”, un conjunto de restricciones de tipo perceptivas y lingüísticas que determinan lo que en la esfera de la comunicación suele llamarse lo “políticamente correcto”.

Lo que proponen estas “milicias” es atacar con virulencia un consenso que a sus ojos ya no es útil, sino nocivo, para el sistema que defienden con idéntica virulencia. Esta actitud abre una brecha en el propio campo de la derecha. Porque el consenso cuestionado no es otra cosa que la traducción burguesa –en el Estado y en los medios de comunicación– del conjunto de las conductas sociales. Y es, por lo tanto, una pieza fundamental del sistema mismo. ¿Cuál es el contenido, el texto de ese consenso? Básicamente se trata de una serie de eufemismos para excluir del mundo simbólico toda referencia a lo real de la desigualdad, del racismo, del sexismo, del odio, de la explotación y de la muerte. El consenso ha sido una pieza clave para que el sistema sea tolerable. Y sin embargo, es en nombre de una defensa extrema del sistema que el neofascismo de hoy lo cuestiona.

Y bien, ¿quién ataca realmente al sistema? ¿Es que esta derecha, envuelta en un delirio de propietarios, ha enloquecido al punto de imaginar enemigos inexistentes? ¿Pero acaso no son la locura y el delirio efectividades clave, sin las cuales no se concibe la constitución de fuerzas históricas? Creen –así lo dicen– que la propiedad y la libertad individual que de ella deriva están bajo peligro. La pandemia intensificó ese miedo. Encarnan un presentimiento, una cierta anticipación paranoica y preventiva, de un hecho que no acaba aún de hacerse del todo presente. Intuyen una amenaza, por ahora virtual: la posibilidad de que parte de la sociedad reaccione contra la miseria que supone someterse a las categorías del neoliberalismo. Ven fantasmas. Y se aprestan a la guerra.

Lo que procesa la derecha es una evaluación práctica: ¿es conveniente romper este consenso, esta traducción burguesa de las relaciones sociales en el plano de la percepción y del lenguaje? Lo cierto es que incluso quienes adoptan compromisos con esta mediación consensual no dudan en violarlo cada vez que la defensa del sistema lo requiere. La paradoja sobre la que deciden en estas horas los grupos de poder se enuncia así: desean asegurar los fundamentos del sistema –muerte, despojo, explotación–, sin evidenciar el carácter estructural de la división que inevitablemente promueve, y que solo la lengua del consenso permite omitir o soportar.

Esto nos conduce al segundo problema. Lo único verdaderamente incómodo en esta situación es que las fuerzas que tienen legitimidad histórica para atacar al sistema queden enredadas en la defensa de este consenso. En un artículo reciente, el filósofo catalán Santiago López Petit plantea que solo si las izquierdas elaboran una relación no fascista con la muerte (https://www.elcritic.cat/…/la-politica-i-la-mort-83702) podrán situarse más allá del consenso, en el cuestionamiento del sistema. Se trataría, entonces, no solo de plantearse una relación no fascista con la muerte y con el odio, sino también una relación no capitalista con la desigualdad y la explotación. Un modo de afrontar sin hipocresía, con un lenguaje directo y verdadero, cada una de estas cuestiones. Es algo que la cultura progresista elude sostenidamente, a pesar de contar con una entera filosofía argentina sobre la cuestión. Habrá que volver a leer a León Rozitchner.

La Tecla Ñ

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