Fatiga de mundo, o la potencia política del agotamiento // Andrés Abril

Cosa entre las cosas, el Bloom se mantiene, sin embargo, fuera de todo, en un abandono idéntico al de su universo. Está solo con cualquier compañía, y desnudo en cualquier circunstancia. Y es aquí que descansa, en la ignorancia cansada de sí, de sus deseos y del mundo, donde su vida desgrana día a día el rosario de su ausencia. El Bloom ha desaprendido la alegría al igual que ha desaprendido el sufrimiento. En él, todo está gastado, incluso la desgracia. No cree que la vida sea digna de ser vivida, pero considera que suicidarse no vale la pena.

Tiqqun

Teoría del Bloom

 

Hay una especie de fatiga en el mundo contemporáneo, una tonalidad afectiva que atraviesa las diversas esferas de la vida humana. En las oficinas y fábricas, el estrés y la atmósfera vertiginosa del trabajo agotan nuestra buena disposición; en las grandes ciudades, el tráfico extenúa hasta al más paciente de los conductores o usuarios del transporte público; la ineficiente burocracia, realización concreta de las peores pesadillas kafkianas, nos deja sin energías al final del día; en las escuelas y universidades, donde los profesores ya no solamente desempeñan labores de educación sino también administrativas y de gestión interpersonal, la carga laboral se vuelve inmanejable; los freelancers, verdaderos “lanzas libres”, mercenarios del neoliberalismo, deben agotar todas las posibilidades que tienen a mano y, por esa vía, agotarse a sí mismos para estar al día con la renta; en el registro de lo político hay desilusión, desesperanza, acaso desesperación, y nos sentimos cansados ya, anhelando un cambio que no llega, pues todas las alternativas parecen haberse agotado; incluso en el amor hay cansancio y aburrimiento: ante la amenaza de la monotonía y la necesidad del cambio constante, ante el vertiginoso imperativo de “hacer lo que queramos” (lema esencial de la propaganda capitalista), basta con que un swipe left nos salve de la pesada carga del otro. Estamos cansados, agotados, exhaustos. No tenemos tiempo, el tiempo se nos agota. A su vez, el tiempo, ese tiempo delirante del capital, nos agota.

            No es de extrañar, entonces, que en el contexto del capitalismo contemporáneo se encuentren exacerbados tanto los discursos de la hiperproductividad como aquellos de la hipervaloración del descanso. Es sintomático que encontremos, por ejemplo, enérgicos lemas propagandísticos que nos exhortan a esforzarnos, a ir más allá, a dar todo de nosotros y ser empresarios proactivos de nuestras vidas, de nuestras propias almas: ¡ve más allá de ti, de tu cuerpo, de tu cansancio! Al mismo tiempo, las industrias del ocio y del placer hacen de la posibilidad de descansar, de alejarnos del estrés diario, un producto espectacular. Ya sea en un lugar paradisiaco o en nuestros hogares, el descanso se convierte en algo valioso, una mercancía fundamental que es preciso adquirir para disfrutar plenamente de la vida. ¡Da todo de ti y luego descansa!… Para volver a dar todo de ti. Hiperproductividad y ocio, en ese sentido, forman parte de la misma lógica, del mismo espacio liso del capital en que el ciclo constante cansancio-descanso no es más que una eterna fatiga, un eterno cansancio. Fatígate que yo te ayudaré.

             Si el cansancio se revela como una tonalidad afectiva característica de nuestra época, y si el sujeto extenuado parece ser tan consustancial a las formas de vida contemporáneas, resulta relevante pensar la cuestión del cansancio y el agotamiento a la luz de la articulación entre afectos y política. En cuanto resultado o producto de ciertas cargas afectivas y encuentros, el cansancio no solo refleja la condición actual de las sociedades posfordistas, sino que nos permite valorar las potencias que él mismo puede desatar. En otras palabras, el cansancio, más allá de ser un mero fenómeno sociológico o psicofisiológico, se convierte en un campo de posibilidades para pensar lo político. Los afectos, bien lo sabemos, tienen un carácter ambiguo o paradójico. Por lo tanto, tomarse el cansancio (o agotamiento) en serio no solo implica dar cuenta de lo que bloquea o interrumpe; es necesario, también, fijar la mirada en aquello que podría impulsar u originar: un cansancio que produce cosas, un cansancio productivo.

Con esto en mente, en la primera parte del presente ensayo haremos una breve presentación de las condiciones en que se origina el cansancio. Allí, la lectura de Fisher sobre la depresión (2016) y la caracterización que Deleuze (1996) hace de las sociedades de control nos ayudarán a delinear este escenario. En un segundo momento, y con el fin de dislocar los conceptos de la discusión, exploraremos la distinción deleuzeana entre cansancio y agotamiento. Esto nos dará pie para pensar tales cuestiones en clave política, pero, sobre todo, productiva, es decir, como aspectos que abren horizontes y posibilidades de pensamiento y acción. Finalmente, en el último apartado exploraremos la relación entre agotamiento y creación, o, si se quiere, la potencia creativa y política del agotamiento.

 

I

En “Post-scriptum sobre las sociedades de control”, un conocido escrito publicado en francés en 1990, Deleuze da cuenta de los cambios en las dinámicas de poder y organización social que ya se venían gestando hacía unos años con el auge del neoliberalismo (dinámicas que el propio Foucault analizó en algunos de sus textos y clases). Para Deleuze (1996), las viejas sociedades disciplinarias de los siglos XVIII y XIX, que habían reemplazado a las sociedades de soberanía, estaban siendo sustituidas, a su vez, por un nuevo tipo de formación social: la sociedad de control. A diferencia de las disciplinarias, nos dice Deleuze, las sociedades de control ya no disponen de centros de encierro independientes. Es decir, el individuo ya no se mueve a lo largo de su vida entre una institución y otra: de la familia al colegio, del colegio al cuartel, del cuartel a la fábrica, etc. “En las sociedades de control nunca se termina nada: la empresa, la formación o el servicio son los estados metaestables y coexistentes de una misma modulación, una especie de deformador universal” (Deleuze, 1996, p. 280). Así pues, incluso en el transcurso de un día, un individuo no deja de estar en la empresa aunque esté con su familia, o sigue siendo su propio “médico en casa” (que regula su bienestar) aun cuando no esté en un centro de salud.

            Este espacio liso de las sociedades de control, en contraposición al espacio rugoso y segmentado de las sociedades disciplinarias, da paso a la difuminación de las fronteras entre un régimen social y otro, y, en esa medida, aplana el terreno donde circulan flujos de códigos y afectos: el hombre se vuelve gerente de su hogar, el jefe anima a sus empleados a constituir una gran familia, la mujer cuida y gestiona su cuerpo y su alma como si se tratara de una empresa, etc. No obstante, al constituirse como economías de mercado, y a pesar de los múltiples solapamientos entre una dimensión y otra, en las sociedades de control la lógica empresarial y de las finanzas termina por permear el lenguaje, las relaciones y las formas de vida de los sujetos. Resulta de particular importancia, entonces, la eliminación de la frontera entre la empresa y el hogar, entre la esfera de la producción y la reproducción, entre trabajo y ocio. El sujeto es una empresa, es empresario de sí, y a la vez lleva la empresa (el trabajo) consigo: no importa dónde se esté, siempre se está trabajando. 

Si no existe un afuera del trabajo, de la empresa, no hay algo así como trabajo y ocio, fatiga y descanso, solo un espacio plano de actividad productiva. El trabajo se ha vuelto “personal”, y lo “personal” es ya un trabajo. En ese sentido, la supresión de un espacio laboral más o menos delimitado, aunado al desarrollo de las nuevas tecnologías, ha alterado de manera decisiva el modo en que nos relacionamos con nuestro propio cuerpo y con el de los demás. Lo que quiere decir, en últimas, que la inserción del trabajo en el ámbito de lo “personal” no constituye simplemente una modificación en la lógica económica, o incluso una transformación en el orden de lo simbólico; se trata de “algo más”. Se trata, para decirlo con todas las letras, de una transformación afectiva, si entendemos, junto con Spinoza, que los afectos son “las afecciones del cuerpo con las que se aumenta o disminuye, ayuda o estorba la potencia de actuar del mismo cuerpo, y al mismo tiempo, las ideas de estas afecciones” (É, III, d3).

Desde la perspectiva de los afectos, la nueva dinámica del trabajo permea el tipo de relaciones que tiene nuestro cuerpo con todo lo que lo rodea. El exceso de aparatos y herramientas tecnológicas, así como la excesiva carga de trabajo o la falta de estabilidad laboral, alteran nuestra manera de desear, la forma en que afectamos y somos afectados. Somos impelidos por fuerzas externas, experimentamos las cosas de formas diferentes, y los afectos que circulan aumentan o disminuyen nuestra potencia de actuar. Así, no estamos sujetos a un horario específico, pero a cambio debemos nuestra alma al trabajo constante; pretendemos no tener jefes, pero nos vemos obligados a regular nuestras actividades y dar resultados; no nos cansamos después de trabajar ocho horas, sino que quedamos absorbidos por un cansancio continuo, por un ciclo interminable de pequeños y casi imperceptibles cansancios y descansos. Y si antes el cansancio se sentía después de una larga jornada laboral, ahora es constante, está siempre ahí, pues ya no hay jornada ni espacio laboral. Fisher (2016) es contundente en su lúcida descripción de esta situación:

Una de las consecuencias de las modernas tecnologías de la comunicación es que no cuentan con un espacio externo en el que uno pueda descansar de ellas y recuperarse. El ciberespacio vuelve obsoleto el concepto clásico del “espacio de trabajo”. En un mundo en el que se espera de nosotros que podamos responder a un e-mail de trabajo casi a cualquier hora del día, el trabajo no se limita ya a un lugar o un horario. No hay escape, y no solo porque el trabajo se expande sin límites. Estos procesos comenzaron a colarse en la libido de manera que el estrangulamiento que provoca el exceso de las telecomunicaciones no se experimenta necesariamente como algo displacentero. (pp. 133-134)

En esta cita, Fisher señala un punto fundamental. Las dinámicas del trabajo en el capitalismo contemporáneo han logrado que el cansancio se exacerbe hasta unos límites insospechados, haciendo incluso que lo extenuante o displacentero no sea concebido como tal. En esa medida, como parte de un nuevo sensorium, en el capitalismo contemporáneo surge el cansancio en cuanto tonalidad afectiva preeminente. Se configuran, a partir de esto, disposiciones e interacciones particulares, así como relaciones y formaciones sociales mutables y mutantes. Por ejemplo, “con las familias agotadas por la presión del capitalismo que les exige a ambos padres trabajar todo lo que puedan, los profesores [deben] actuar ahora como padres sustitutos capaces de instalar los protocolos de conducta más básicos, y proveer apoyo pastoral y emocional a los adolescentes que, en algunos casos, están mínimamente socializados” (Fisher, 2016, p. 55). Enfrentamos, pues, el cansancio, la fatiga, como una tonalidad afectiva, incluso como un afecto del mundo contemporáneo.

Pareciera, por todo lo anterior, que el cansancio es producto de un peso, de una fuerza negativa y aplastante. Y esto no es del todo falso, ya que se trata de una extenuación, de un costo orgánico —o mejor, psicofisiológico— que define ciertos límites del cuerpo y que puede disminuir considerablemente su potencia de actuar. No obstante, el cansancio en sí mismo no es negativo ni positivo, sino productivo, hace cosas. De tal modo, si concebimos el cansancio como lo que registra el cuerpo en forma de afecto a causa del costo psicofisiológico al que se ve sometido (Wasser, 2012), y si aceptamos que los afectos tienen un carácter intrínsecamente ambiguo y paradójico, entonces resulta fundamental considerar no solamente lo que el cansancio bloquea o interrumpe, sino aquello que permite, impulsa o produce. En su diagnóstico de lo que denomina realismo capitalista, Fisher (2016) afirma que ahora enfrentamos “un sentido más generalizado y más profundo del agotamiento y de la esterilidad política” (p. 29). Por lo tanto, tomar con seriedad esta aseveración implica llevar hasta las últimas consecuencias una reflexión sobre el cansancio y el agotamiento. Esto, sin duda alguna, constituye una tarea de primer orden para pensar nuevas maneras de constituir lo común y de redefinir lo político en el mundo contemporáneo.

 

II

“L’épuisé” (1992), uno de los últimos textos publicados en vida por Gilles Deleuze, es un pilar fundamental para la mayoría de exploraciones en torno a las figuras del cansancio y el agotamiento. Allí, Deleuze establece de entrada una distinción entre el agotado (épuisé) y el cansado (fatigué): “el cansado tan solo ha agotado la realización, mientras que el agotado agota todo lo posible. El cansado ya no puede realizar, pero el agotado ya no puede posibilitar” (Deleuze, 1992, p. 57)[1]. Si bien es cierto que el texto aparece a manera de posfacio en la edición francesa de Quad (pieza televisiva escrita por Samuel Beckett en 1980), y como tal no constituye explícitamente una reflexión sobre lo político, sino una exploración de lo sensible, hay ciertos pasajes y momentos que nos permiten extraer de él una potencia política. De hecho, Zourabichvili (1998) confirma esta idea al afirmar que “L’épuisé” “no es un ensayo político, puesto que está dedicado a Beckett. Pero aparece menos de tres años después de la caída del muro de Berlín, cuando proliferan los discursos satisfechos por la muerte de las utopías, por la ilusión de toda alternativa a la economía de mercado; y su tema es el agotamiento de lo posible” (p. 336). En ese registro, seguir la distinción que hace Deleuze entre el cansado (o fatigado) y el agotado, nos permitirá, creemos, lanzar algunas luces sobre la relación entre lo afectivo y lo político.

            El cansado, tal como lo caracteriza Deleuze, no agota todo lo posible, simplemente lo realiza. Es decir, combina un conjunto de variables para realizar lo posible, pues funciona por exclusión de posibilidades. “La realización de lo posible siempre procede por exclusión, porque supone preferencias y objetivos que varían, reemplazando siempre a los anteriores. Estas variaciones, estas sustituciones, todas estas disyunciones exclusivas (noche-día, salir-volver…) cansan con el tiempo” (Deleuze, 1992, p. 58-59). En otras palabras, “el cansancio llega cuando realizamos los posibles que nos habitaban, escogiendo, obedeciendo a ciertos objetivos y no a otros, realizando ciertos proyectos, siguiendo preferencias claras” (Pelbart, 2013, p. 38). Nos cansamos, por lo tanto, en la medida en que seguimos un camino predeterminado, en que lo posible se presenta como un campo predefinido que vamos a realizar, y no como algo que se engendra a medida que es realizado. Podríamos decir, desde esta perspectiva, que el cansancio no es otra cosa que el producto de intensidades que llevan a cabo una repetición desnuda, una repetición sin diferencia (en el lenguaje de Diferencia y repetición).

El sujeto contemporáneo se cansa de realizar todas las posibilidades, pero estas ya están prefiguradas: voy al colegio, entro a clases, salgo a descanso, me canso, entro a clases nuevamente, salgo del colegio, llego a mi casa, hago tareas, me canso, duermo, y así al otro día sigo realizando las posibilidades sin agotarlas; o estudio, trabajo, me caso, me divorcio, me caso, trabajo, me pensiono, me canso… El agotado, por su parte, agota todos los posibles. “Se agota agotando lo posible, y viceversa. Agota aquello que no se realiza en lo posible. Acaba con lo posible, más allá de todo cansancio” (Deleuze, 1992, p. 57). Busca realizar lo imposible. El agotado, en ese sentido, no excluye, sino que incluye disyuntivamente: “combina el conjunto de variables de una situación, con la condición de renunciar a todo orden de preferencia y a toda organización de objetivos, a todo significado” (Deleuze, 1992, p. 59). Es de tal forma que, en el agotamiento, cuando se contrae demasiado, cuando se llevan a cabo distintas combinaciones, brota una “saciedad”: “no una tendencia a cero, sino simultáneamente un momento de estasis y un pasaje a una acción recursivamente transformativa” (Wasser, 2012, p. 132).

Es posible vislumbrar, entonces, el potencial político que surge a la hora de pensar el agotamiento. A diferencia del cansado, que realiza lo que puede llegar a ser, el agotado, al haber agotado lo posible, no tiene otra alternativa que crear. “El agotamiento se corresponde con un vaciamiento de todos los posibles catalogados e incorporados en el repertorio. Con un vaciamiento así, uno ya no tiene de donde agarrarse: ni una utopía, ni una ideología, ni un ancla. Y ante esta imposibilidad no le queda opción. Tiene que inventarse un posible” (Pelbart, 2009, p. 17). Pero ¿quién es ese personaje agotado que se ve forzado a crear, a inventar? Para Deleuze, por ejemplo, el agotado por antonomasia sería el escritor, ese escritor de la salud frágil que, aplastado por la gran fuerza de la vida, agota los posibles y crea. “Es muy posible que un escritor tenga una salud frágil, una constitución débil, pero no por ello deja de ser menos lo contrario de un neurótico: una especie de gran Vividor (a la manera de Spinoza, de Nietzsche o de Lawrence), aunque sea demasiado débil para la vida que lo atraviesa o los afectos que lo habitan” (Deleuze y Parnet, 2013, p. 59).

Encontramos, sin embargo, otra figura formidable para pensar la potencia del agotamiento en el mundo contemporáneo. Se trata de un personaje conceptual que atraviesa algunos de los escritos del colectivo Tiqqun y que aparece descrito con detalle en un magnífico texto titulado Teoría del Bloom. Para comenzar, “el Bloom es primeramente solo una hipótesis, pero es una hipótesis que se ha vuelto verdadera: la ‘modernidad’ la ha realizado” (Tiqqun, s.f., s.p.). Es, en esa primera instancia, y en los términos de nuestra discusión, el individuo cansado, la realización de una especie de ética burguesa, la máxima manifestación del capital. Y si es así, ¿por qué resulta importante el Bloom? Si se trata de una figura que encarna, o al menos expone la condición moderna del hombre, ¿qué potencial nos puede ofrecer? Resulta relevante porque esta faceta del Bloom, nos dirá Tiqqun, fue solamente la fase final de su constitución:

Hacía falta nada menos que el derrumbamiento, de acuerdo con el concepto, de la totalidad de las instituciones burguesas y una primera guerra mundial para parirlo. Es, pues, solamente con el advenimiento del Espectáculo, y la entrada en la efectividad de la metafísica mercantil que le corresponde, que la inversión de la relación genérica toma una significación concreta, extendiéndose al conjunto de la existencia. El Bloom designa a continuación el movimiento igualmente doble mediante el cual, a medida que se perfecciona la alienación de la Publicidad y que la apariencia se autonomiza de todo mundo vivido, cada hombre ve el conjunto de sus determinaciones sociales, es decir, su identidad, volvérsele extrañas y ajenas, incluso cuando aquello que en él excede toda objetivación social —su pura singularidad desnuda e irreductible— se despega como el centro vacío de donde procede en adelante todo su ser entero. […] La figura del Bloom revela esta condición de exilio de los hombres y de su mundo común en lo irrepresentable como la situación de marginalidad existencial que les corresponde en el Espectáculo. Pero por encima de todo, manifiesta la absoluta singularidad de cada átomo social como lo absolutamente cualquiera, y su pura diferencia como una pura nada. (s.p.)

A la manera del hombre sin atributos de Musil, el Bloom es el ser cualquiera, la singularidad absoluta que “agota lo posible porque está a su vez agotado”, y “está agotado porque ha agotado lo posible” (Deleuze, 1992, p. 57). Justamente por su agotamiento, por su extenuación, y, en esa medida, por su “cualquieridad”, el Bloom constituye una potencia de transformación, de creación incluso. “Sujeto sin subjetividad, persona sin personalidad, individuo sin individualidad, el Bloom hace explotar a su simple contacto todas las viejas quimeras de la metafísica tradicional, toda la quincallería paralizada del yo trascendental y de la unidad sintética de la apercepción. Todo aquello que se diga de este huésped extraño que nos habita y que somos fatalmente, se alcanza en el Ser. Ahí, todo se desvanece” (Tiqqun, s.f., s.p.). Así pues, desposeído de todo contenido propio, el Bloom puede ser cualquier otra cosa, inventar nuevas posibilidades de componerse con el mundo, de configurarlo.

 

III

Llegamos, por fin, a una cuestión fundamental. Si, a diferencia del cansancio, el agotamiento agota todo lo posible, ¿cuál es su relevancia contemporánea, y más específicamente, su potencia política? Desposeído, exhausto, extenuado, despojado de toda identidad, ¿qué límites u horizontes, o umbrales tal vez, nos permite explorar el Bloom/agotado? El agotamiento, entendido como un afecto o una tonalidad afectiva, señala la finitud del presente viviente, del cuerpo y el organismo. Sometidos a la contracción de instantes o al agotamiento de posibles, lo que agota y el cuerpo del agotado señalan el umbral de fuerzas que un ser es capaz de soportar antes de que cambie de estado (Wasser, 2012). El agotamiento en la coyuntura actual se convierte, en esa medida, en un aspecto extremadamente relevante para pensar y crear nuevos posibles, para “cambiar de estado”.

Ahora bien, entre el “estamos cansados” (cansancio) que el capitalismo nos obliga a esgrimir y el “¡estamos cansados!” (agotamiento) en cuanto grito de actualización de lo virtual, en cuanto experimentación, hay una gran diferencia. Como señala Pelbart (2013), “el cansancio forma parte de la dialéctica del trabajo y la producción: se descansa para retomar la actividad. […] Ahora bien, el agotamiento es completamente diferente […]. El agotado es aquel que, habiendo agotado su objeto, se agota a sí mismo, de modo que esa disolución del sujeto corresponde a la abolición del mundo” (p. 39). Es necesario, pues, que el agotamiento como tonalidad afectiva nos permita desprendernos de aquello que nos ata, que nos inmoviliza, y que a partir de la asfixia y extenuación que nos imponen el mercado y el capital surja la potencia para crear nuevos posibles. El cansancio nos ha llevado a abandonar cualquier posibilidad de transformación, pues al parecer ya no queda nada por imaginar. Como reza la famosa frase que se volvió viral en boca de Žižek, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero no es cuestión de cansancio, de resignarnos a la imposibilidad de realizar un posible prefigurado, sino de agotamiento, de realizar lo imposible. “Ya no se trata del posible que da lugar al acontecimiento, sino del acontecimiento que crea un posible —así como la crisis no era el resultado de un proceso, sino el acontecimiento a partir del cual un proceso podía desencadenarse” (Pelbart, 2013, p. 45).

Con el agotamiento como momento crítico, lo que conocemos se va al fondo, se va a pique. Y cuando esto sucede, el fondo hace irrupción. Por ello, cuando nos agotamos, cabe la posibilidad de desligarnos del mundo, de liberarnos de aquello que nos sujeta a él y a los otros, de desprendernos de aquello “que nos ‘conforta’ al interior de la ilusión de entereza (del yo, del nosotros, del sentido, de la libertad, del futuro)” (Pelbart, 2013, p. 46). El Bloom, el sujeto sin subjetividad del mundo contemporáneo, el cualquiera que ha agotado las posibilidades, abre las puertas, o más bien, produce un umbral desde el que se podrían crear nuevas formas de vida. El peligro, sin embargo, subyace al propio carácter afectivo del agotamiento. En cuanto tal, el agotamiento puede ser productivo y proveer el impulso para crear o, por el contrario, bloquear las energías creadoras e inventivas. Allí, precisamente, está el quid; allí, en el cuidado de los posibles y en la ambigüedad intrínseca de los afectos, se deben hacer las apuestas. Aun así, “la conclusión es clara: es agotando lo posible que lo creamos. Es preciso llegar a ‘respirar sin oxígeno’, en provecho de una ‘energía más elemental y de un aire enrarecido’” (Pelbart, 2013, p. 46).

Referencias

Deleuze, Gilles. (1992). “L’épuisé”. En Samuel Beckett, Quad et Trio du Fantôme, … que nuages …, Nacht und Traume (pp. 56-106). París: Éditions de Minuit.

Deleuze, Gilles. (1996). “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. En Conversaciones (1972-1990) (pp. 277-286). (José Luis Pardo, Trad.). Valencia: Pre-textos.

Deleuze, Gilles y Parnet, Claire. (2013). Diálogos. (José Vázquez Pérez, Trad.). Valencia: Pre-Textos.

Fisher, Mark. (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (Claudio Iglesias, Trad.). Buenos Aires: Caja Negra.

Pelbart, Peter Pál. (2009). Filosofía de la deserción. Nihilismo, locura y comunidad. (Santiago García Navarro y Andrés Bracony, Trads.). Buenos Aires: Tinta Limón.

Pelbart, Peter Pál. (2013). O avesso do niilismo. Cartografías do esgotamento. São Paulo: n-1.

Spinoza, Baruj. (2000). Ética demostrada según el orden geométrico. (Atilano Domínguez, Trad.). Madrid: Trotta.

Tiqqun. (s.f.). Teoría del Bloom. Tomado de http://tiqqunim.blogspot.com.co/2013/01/teoria-del-bloom.html

Wasser, Audrey. (2012). A relentless spinozism: Deleuze’s encounter with Beckett. SubStance, 41(1), 124-136.

Zourabichvili, François. (1998). Deleuze et le possible (de l’involontarisme en politique). En Éric Alliez (Dir.), Gilles Deleuze. Une vie philosophique (pp. 335-357). París: Institut Synthélabo.

 

[1] Las páginas de “L’épuisé” que aparecen citadas en el presente escrito remiten al texto original en francés. No obstante, aquí hacemos uso de la traducción de Raúl Sánchez Cedillo (con eventuales modificaciones), que se encuentra online en http://imperceptibledeleuze.blogspot.com/2016/05/el-agotado.html

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