Reseña a Para salir de lo posmoderno, de Henri Meschonnic
(Tinta Limón/Cáctus, 2017)
En 1954 Alfred Hitchcock filma La ventana indiscreta, en que el personaje de James Stewart mira a través de un telescopio las escenas privadas que suceden en cada departamento del edificio que tiene enfrente. Más de veinte años después empezaría a hablarse de posmodernidad y la película de Hitchcock parecía ilustrarla retrospectivamente: relato fragmentado y parcial, mundos autónomos con cierto grado de interrelación, una narrativa puesta en crisis y un discurso hecho de señuelos y apariencias. Pero también su negación: no habría película, no habría relato, sin el punto de vista de Stewart que totaliza e inviste de sentido todas las historias fragmentadas y la pluralidad de escenas. No sabemos qué diría al respecto Henri Meschonnic pero podemos estar seguros de que el filósofo francés vería en la mirada de Stewart, en su observación a través del telescopio y el modo de articular lo que ve, el gesto posmoderno por excelencia, su seña distintiva.
En Para salir de lo posmoderno, Meschonnic apunta que la posmodernidad ha convertido la mirada sobre el arte en un arte. Ha desplazado los objetos del centro para convertir en la clave primera la mirada sobre el objeto. Es decir, la posmodernidad es un modo de leer, es interpretación, catalogación, el desplazamiento de las obras hacia la mirada que las articula, hacia la mirada que traza redes y conexiones. La posmodernidad no se encuentra en ningún objeto, en ninguna cosa en particular. No habría para Meschonnic una esencia de la posmodernidad ni un lugar donde buscarla, sino que es el modo de la época (es decir, el dominante) de proceder. La posmodernidad es “un estilo de estilos”, una estrategia que ha puesto su propia intervención como aquello que tiene valor o que dota de valor.
Entonces, la pregunta inevitable: ¿qué es la modernidad? Meschonnic tiene en claro que la modernidad no es una época, no es una era con principio y fin como pudo serlo el Renacimiento (¿o como será la posmodernidad?) sino que es una propiedad de las obras de arte y la literatura (en este punto la poesía francesa jugará un rol central, será ejemplo y teoría al mismo tiempo).
Una obra puede ser moderna cualquiera sea su fecha porque de lo que depende su condición es de la transformación que propone de las relaciones con el mundo. Y acá Meschonnic desencadena una especie de elegía sobre las obras modernas (y pone en crisis que moderno no es igual a nuevo ni algo que se oponga a lo clásico o lo antiguo). La modernidad es un inacabamiento que persiste en el tiempo, mantiene el sentido abierto, cumple con su incumplimiento, podría decirse parafraseando uno de los tantos juegos de palabras del autor francés. Meschonnic sintetiza: “la modernidad no está en el tiempo. Es un aspecto en el arte: el aspecto incumplido de las obras”.
El método de Meschonnic es una demoledora máquina de negar teorías ajenas, de poner en crisis lugares comunes, de señalar trampas, fantasmas y falsedades, una máquina de desmontar argumentos que observa obsoletos, insuficientes o por demás arbitrarios. La escritura es cáustica, sintética, letal, irónica. Una risa capaz de desbaratar los sistemas anquilosados y mofarse de cuanto teórico haya dando vueltas. Para salir de lo posmoderno se compone de capítulos breves (salvo excepciones que se extienden casi como textos autónomos) y funciona por el montaje de temas que trabaja. No hay linealidad ni hoja de ruta sino que por el contrario Meschonnic pareciera empezar de cero en cada capítulo, desde un punto distinto de su mapa mental.
En la discusión sobre modernidad y posmodernidad suele volverse sobre el grado de autonomía que conserva un sistema de pensamiento, la forma de producción de sentido de una época, respecto a sus condiciones materiales y el modo de organización social. A Meschonnic esta es una pregunta que no le interesa, la descarta casi al pasar en una referencia a Fredric Jameson en un capítulo que no casualmente se llama “La razón no entiende nada” (una mirada rápida al índice demuestra que Meschonnic es un titulador de excepción). Para Jameson como para Lyotard el pasaje a un capitalismo tardío y una sociedad posindustrial afecta o al menos condiciona la transformación de la modernidad tal como se la conoció hasta ese momento. Meschonnic encuentra rápido los puntos débiles y ciegos de Jameson (también de Lyotard, por quien guarda cierto cariño según deja ver en un brevísimo capítulo hacia el final del libro) pero no resuelve si acaso en esa relación que podríamos llamar dialéctica entre producción material y producción simbólica no hay una clave para pensar (y salir) de la posmodernidad.
Una y otra vez, Meschonnic (lector de Spinoza) vuelve sobre la idea de la posmodernidad como aquello que se escucha a sí mismo y la modernidad como el carácter de la transformación. La poesía es una arena constitutiva para su trabajo, al punto de servirle como metáfora terminal: la posmodernidad es la métrica, la modernidad es el ritmo. Y Meschonnic escribió, quizás otra vez, un manifiesto a favor del ritmo.
[fuente: Revista Ñ]