Manifiesto por la desocupación del orden
Por Santiago López Petit
Nos interpelan como ciudadanos
Hoy el ciudadano ya no es un hombre libre. El ciudadano ha dejado de ser el hombre libre que quiere vivir en una comunidad libre. La conciencia política que no se enseña sino que se conquista, ha desaparecido paulatinamente. No podía ser de otra manera. El espacio público se ha convertido en una calle llena de tiendas abiertas a todas horas, en un programa de televisión en el que un imbécil nos cuenta detalladamente por qué se separó de su mujer. La escuela, por su parte, no tiene que promover conciencia crítica alguna sino el mero aprendizaje de conductas ciudadanas “correctas”, variaciones de una pretendida “educación para la ciudadanía”. Las luchas políticas parecen asimismo haber desaparecido de un mundo en el que ya sólo hay víctimas de catástrofes diversas (económicas, ambientales, naturales…). Y, sin embargo, cuando los políticos se dirigen a nosotros, cuando se llenan la boca con sus llamadas a la participación, siguen llamándonos ciudadanos. ¿Por qué? ¿Por qué se mantiene una palabra que, poco a poco, se ha vaciado de toda fuerza política?
Antes que nada porque la identidad “ciudadano” nos clava en lo que somos. Nos hace prisioneros de nosotros mismos. Somos ciudadanos cada vez que nos comportamos como tales, es decir, cada vez que hacemos lo que nos corresponde y se espera de nosotros: trabajar, consumir, divertirnos… Votar cada cuatro años en verdad no es tan importante. Es mediante nuestro comportamiento, y en el día a día, como realmente insuflamos vida a la figura moribunda del ciudadano. Y, entonces, se nos concede una vida. El ciudadano es aquel que tiene su vida en propiedad, más exactamente, aquel que sabe gestionar su vida y hacerla rentable. En última instancia, un fracasado social no es un auténtico ciudadano, es un ciudadano de segunda clase. Ya no digamos un inmigrante sin papeles que sólo puede una sombra estigmatizada a nuestro servicio. Decir ciudadano significa decir creer. El ciudadano no es el que piensa, es el que cree. Cree lo que el poder le dice. Por ejemplo, que el terrorismo es nuestro principal enemigo. O que la vida está hecha para trabajar. En definitiva, es el que cree que la realidad es la realidad, y que a ella hay que adaptarse. Pero es complicado creer en una realidad que se disuelve por momentos: tenemos que ser trabajadores y no hay puestos de trabajo; tenemos que ser consumidores y las mercancías son gadgets vacíos; tenemos que ser ciudadanos y no hay espacio público. Por eso el ciudadano ha entendido perfectamente que para moverse con éxito tiene que guiarse por la antigua consigna publicitaria: “busque, compare, y si encuentra algo mejor… cómprelo”. No es cínico, es una figura triste que no tiene fuego dentro. Para ser un buen ciudadano hay que ser sobre todo comedido. Abominar de los excesos. Condenar todo tipo de violencia. De aquí que cuando nuestros representantes políticos hablen del ciudadano siempre destaquen su madurez y en eso extrañamente todos coinciden. Porque el ciudadano, en definitiva, es la pieza fundamental de “lo democrátrico”, y “lo democrático” es en la actualidad, la forma de control y de dominio más importante.
De la democracia a “lo democrático”
Para entender el papel central que juega la figura del ciudadano ya no podemos quedarnos simplemente en el marco de lo que siempre se ha denominado democracia. La democracia, en la medida que se hacía forma Estado y dejaba de ser “la menos mala de las formas de gobierno” como tantas veces se nos decía, experimenta necesariamente una transformación total. Para dar cuenta de esta mutación proponemos el desplazamiento desde “la democracia” a “lo democrático”. De la misma manera que C. Schmitt en un momento propuso pasar de la política a “lo político” y así abrió una nueva manera de abordar la cuestión de la política, nosotros creemos que hoy es factible hacer algo semejante respecto a la democracia. Si los mismos defensores de la “verdadera” democracia tienen que añadirle adjetivos para poder caracterizarla (participativa, inclusiva, absoluta…) es que la situación ya está madura para plantear su crítica.
La democracia, como hemos adelantado, ya no es una forma de gobierno en el sentido tradicional sino el formalismo que posibilita la movilización global. La movilización global sería el proyecto inscrito en la globalización neoliberal, y como tal consistiría en la movilización de nuestras vidas para (re)producir – simplemente viviendo – esta realidad plenamente capitalista que se nos impone como plural y única, como abierta y cerrada, y sobre todo, con la fuerza irrefutable de la obviedad. Una realidad que nos aplasta porque en ella se realiza, (casi) en todo lugar y (casi) en todo momento, un mismo acontecimiento: el desbocamiento del capital. Pues bien, la función de “lo democrático” es permitir que esta movilización global que se confunde con nuestro propio vivir, se despliegue con éxito. Con éxito significa que gracias a “lo democrático” se pueden efectivamente gestionar los conflictos que el desbocamiento del capital genera, encauzar las expresiones de malestar social, y todo ello, porque “lo democrático” permite arrancar la dimensión política de la propia realidad y neutralizar así cualquier intento de transformación social.
De aquí que no sea fácil definir qué es “lo democrático”. El núcleo central del formalismo está constituido por la articulación entre Estado-guerra y fascismo postmoderno: entre heteronomía y autonomía, entre control y autocontrol. Veámoslo de más cerca. “Lo democrático” se construye sobre una doble premisa: 1) El diálogo y la tolerancia que remiten a una pretendida horizontalidad, ya que reconducen toda diferencia a una cuestión de mera opinión personal, de opción cultural. 2) La política entendida como guerra lo que supone declarar un enemigo interior/exterior y que remite a una dimensión vertical. “Lo democrático” realizaría el milagro – aparente se entiende – de conjuntar en un continuum lo que normalmente se presenta como opuesto: paz y guerra, pluralismo y represión, libertad y cárcel. En este sentido “lo democrático” va más allá de esa articulación y se dispersa constituyendo un auténtico formalismo de sujeción y de abandono. “Lo democrático”, en tanto que formalismo posibilitador de la movilización global, no se deja organizar en torno a la dualidad represión/no represión que siempre es demasiado simple. En “lo democrático” caben desde las normativas cívicas promulgadas en tantas ciudades a las leyes de extranjería, pasando por la policía de cercanía que invita a delatar. O el nuevo código penal español, el más represivo de Europa, que sigue apostando por la cárcel pura y dura. La eficacia de “lo democrático reside en que configura el espacio público – y en último término nuestra relación con la realidad – como un espacio de posibles, es decir, de elecciones personales. Más libertad significa multiplicación de las posibilidades de elección, pero no puede emerger ninguna opción a causa de la cual valga la pena renunciar a todas las demás. Esta opción que pondría en duda el propio espacio de posibles, está prohibida. “Lo democrático” es el aire que respiramos. Se puede mejorar, limpiar, regenerar y los términos no son para nada casuales. Pero nada más. En este punto ya podemos adelantar un aspecto esencial. “Lo democrático” actúa, sobre todo, como modo de sujeción – de sujeción nuestra a la realidad – ya que establece la partición entre lo pensable y lo impensable. “Lo democrático” define directamente el marco de lo que se puede pensar, de lo que se puede hacer, y de lo que se puede vivir… Más exactamente: de lo que se debe pensar, hacer y vivir en tanto que hombres y mujeres que se dicen libres a sí mismos.
La crisis ha venido…
Esta rejilla de conceptos, valores y objetivos, que como ciudadanos hacemos nuestra – ser ciudadanos es pensar y actuar mediante estas pautas de pacto con la realidad – es la que aplicamos a la crisis. La crisis que se inicia simbólicamente el 23 de octubre del 2008 con la caída del Lehman Brothers se presenta como la segunda gran crisis, como una especie de prueba apocalíptica que, o bien conseguimos superar, o bien nos hunde colectivamente en la miseria. Machaconamente se nos repite que los países que hagan las reformas necesarias superarán el actual envite, y que los que no, quedarán al margen de la historia en una especie de callejón sin salida. La lectura de los informes económicos, por su parte, es farragosa y detrás de una aparente gran complejidad lo que buscan es sencillamente colocar al ciudadano en una posición de espectador que no entiende muy bien lo que pasa, si bien colabora ya que no le queda otra remedio. Porque lo curioso del asunto de la crisis es la simplicidad analítica cuando se deja a un lado el lenguaje técnico. La crisis hace de la realidad una especie de videojuego en el que todos estaríamos participando. Que se hable de economía casino no es casualidad. En el videojuego hay un guión con sus buenos, sus malos… y sabemos que, finalmente, habrá vencedores y perdedores. Cuando la canciller alemana Merkel, por ejemplo, nos asegura que existe “una batalla de los políticos contra los mercados” dirigida a restablecer la primacía de lo político sobre la economía, está dibujando claramente algunos de los personajes principales: políticos y Estado (los buenos) son obligados por los mercados y los especuladores (los malos) a introducir reformas imprescindibles en el juego. De fondo existiría, y es un argumento esencial del guión, una especie de culpabilidad generalizada: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Todos nosotros también somos un poco malos…
No deja de ser sorprendente que la metáfora central explicativa sea la crisis entendida como una especie de enfermedad de la que se puede salir hacia adelante, o por el contrario, perecer. Es una vieja metáfora que se remonta a la medicina griega antigua como es sabido, y que luego fue incorporada a diversos saberes, hasta llegar a la economía. ¿Cómo querer aplicarla a un capitalismo globalizado cuyo fundamento no puede estar enfermo, porque justamente, no tiene fundamento? No tiene fundamento quiere decir que el capitalismo global funciona como un desbocamiento del capital, como una fuga hacia adelante hecha posible porque entre poder y capital existe un mutuo empujarse más allá de sí. No tiene sentido seguir entonces acusando a los especuladores de ser los responsables de la enfermedad. Un profesor de futuros especuladores, concretamente profesor de ética en IESE, lo decía con claridad: “La especulación es esencial al capitalismo. Los especuladores son los buitres negros que cumplen la sana tarea de eliminar a los animales moribundos”. (El País 23 de mayo del 2010).Tampoco tiene mucho sentido pretender salvar al Estado. El Estado no está separado en una especie de autonomía relativa angelical sino directamente involucrado en la globalización neoliberal. No hay abdicación del Estado sino implicación total. La copertenencia entre capital y poder va mucho más allá de las ayudas millonarias a las instituciones bancarias en quiebra.
La crisis como operación política
Podríamos ensayar diferentes explicaciones que, teniendo en cuenta lo anterior, arrojen algunos elementos de verdad. El capital financiero ha creído que el espacio-tiempo global generaba dinero simplemente con el movimiento de capital. Pero no es así. No existe un mercado financiero mundial capaz de expandirse de modo integrado y flexible gracias al crecimiento del gasto público y de las innovaciones financieras. El resultado final es siempre el mismo: el incendio de capital ficticio, el estallido de la burbuja. Más concretamente. La crisis financiera se sitúa esta vez a nivel de Estados. Grecia ha sido el primer país atacado. El funcionamiento es sencillo. Los bancos y grupos financieros internacionales prestan nuevamente dinero a los Estados en quiebra – como antes lo hicieron con el sector bancario y las empresas privadas – se aseguran el cobro mediante planes de austeridad impuestos y vigilados por los organismos internacionales, y pueden además permitirse impulsar otra burbuja ganancial mediante la especulación con los bonos que el Estado debe necesariamente emitir en el mercado internacional para hacer frente a su quiebra. La crisis en sus diversas etapas y resumimos mucho (burbuja hipotecaria, burbuja financiera…) va adoptando la forma de un verdadero saqueo gestionado por auténticos criminales de “cuello blanco”. Esta crisis que nos ha tocado vivir, no es tanto sinónimo de reestructuración como de verdadero saqueo. Saqueo, primero, de la gente que no puede pagar la hipoteca ni tampoco vender su casa, y que sólo puede huir de ella como va siendo ya habitual en USA. A continuación, saqueo de los salarios, de los fondos de pensiones… e incluso de la economía entera de todo un país. La conclusión a la llegamos no puede ser más clara: la crisis, paradójicamente, no es el momento de fracaso del capitalismo sino su momento de mayor éxito. En cuanto empezamos a desocupar la figura del ciudadano y dejamos de creer en el discurso de la crisis, la crisis en sí misma se nos muestra como un proceso de pura y simple expropiación de la riqueza colectiva.
El nuevo contrato personal y la guerra
La crisis consiste, pues, en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida, y que sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Describirla como una forma de acumulación primitiva de capital es en gran parte verdad si bien insuficiente. Si la crisis, o mejor dicho, esta crisis global tiene importancia es porque en ella – y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social. Este nuevo contrato social es el que da derecho a participar en la movilización global que produce el mundo, más precisamente, esta realidad plenamente capitalista y sin afuera que es nuestro mundo. El contrato social que el movimiento obrero oficial aceptó y que estuvo en funcionamiento hasta finales de los setenta era muy claro: “paz social a cambio de dinero”. Después de la derrota obrera a finales de setenta, el nuevo contrato social se individualiza completamente puesto que ahora se dirige a cada uno de nosotros. El contrato social se convierte en un contrato personal. Su formulación es también muy clara: “la vida a cambio de la empleabilidad absoluta”. En la época global sólo se puede vivir, y vivir es tener una vida, si esa vida que se tiene es el soporte de un nuevo modo de ser: la empleabilidad más absoluta. La precariedad se hace existencial. En última instancia, el nuevo contrato personal te reconoce en lo que eres y sólo puedes ser: (un) capital humano. La supresión de los convenios y la reforma del mercado de trabajo hacia la flexiseguridad y el contrato único apunta en este sentido. Pero es algo que va mucho más allá de la antigua esfera laboral. El nuevo contrato personal ratifica el hecho de que la vida es el campo de batalla porque el mercado ha desbordado al propio mercado. Ahora bien, la empleabilidad absoluta no es un fin en sí mismo es el medio para alcanzar la maximización de la competencia. Y la competencia se da ciertamente entre todos aunque también respecto a uno mismo. Competitividad significa, entonces, autoevaluación cuantitativa para gestionar el propio esfuerzo y así poder maximizar los beneficios. Realidad y capitalismo se acercan como nunca lo habían hecho, y la vida constituye el lugar de su entera fusión. ¡Cuán parcial y tranquilizador es seguir hablando únicamente de mercantilización o de privatización ante un fenómeno que cambia tanto la subjetividad como la misma realidad!
El proyecto de la modernidad implicaba, por encima de todo, pensar la autoinstitución de una sociedad que ya no tiene a su disposición instancias trascendentes capaces de legitimar el orden. Esta autoinstitución se teorizó desde la política (Hobbes y su contrato social) y desde la economía (A. Smith y el mercado). Esos ámbitos eran los únicos desde los cuales – dada la crisis de los modelos absolutistas – parecía posible defender el orden. El contrato social de Hobbes obligaba a la sumisión ciertamente, encerraba la conciencia moral en la esfera privada, pero salvaba la vida puesto que el Estado – que con nuestra renuncia a la autodeterminación hacíamos posible – exorcizaba la guerra. El miedo a la muerte y la razón empujaban a aceptar el pacto. El mercado por su parte, era según A. Smith no sólo la verdadera representación de la sociedad sino también el principio organizador de una sociedad pacificada que ya no tenía necesidad alguna de la política. El mercado libre basado en el egoísmo personal era capaz de generar bienestar general. El nuevo contrato personal que se instituye en la época global combinaría ambos modelos de una manera original. “Lo democrático” y el mercado, la política y el apoliticismo se unirían en la nueva figura de ese ciudadano que es su vida en propiedad, y que así se inscribe en la movilización global. Sin embargo, el nuevo contrato personal aparentemente niega el objetivo que, tanto en Hobbes como en Smith, era el mismo: instaurar un fundamento para el orden. Porque la empleabilidad absoluta como modo de ser, la vida entendida como maximización de su rentabilidad, el yo concebido como un Yo marca, implica una humillación permanente detrás de la cual sólo puede haber la pura arbitrariedad de la violencia. Pero, cuidado, no hemos vuelto al estado de naturaleza, no se trata de la guerra de todos contra todos. Ahora se puede aclarar mejor el estatuto del nuevo contrato. El nuevo contrato personal es la consagración de la arbitrariedad en su sentido más pleno. ¿Qué es sino la empleabilidad absoluta convertida en condición de la propia existencia? Con lo que se muestra que la arbitrariedad ejercida bajo la forma de violencia (monetaria, militar…), el poder en su pura arbitrariedad, sigue teniendo paradójicamente un fundamento perfectamente definido. Dicho de otra manera. El fundamento o principio del orden (global) es la guerra. La movilización global es la guerra contra nosotros y esa guerra organiza el mundo.
El ciudadano como unidad de movilización
Se puede decir que si la lucha de clases – el antagonismo obrero gestionado por los sindicatos de clase – constituía el motor, y a la vez, el elemento cohesionador de la sociedad industrial, ahora es la guerra gestionada desde “lo democrático” la que realiza las mismas funciones. Se trata de una guerra jamás declarada y que nunca aparece directamente como tal. La guerra social que se nos hace se presenta bajo la forma de medidas económicas, reformas políticas, e incluso intervenciones humanitarias… siempre necesarias y siempre para nuestro bien. La guerra es, en definitiva, el nombre de esa movilización global de nuestras vidas que lentamente nos destruye. En verdad, ya no hay economía, ni política, por eso es equivocado pretender salvar la política para poder controlar la economía. La movilización global, como la realidad que produce, es un fenómeno total que no se deja reducir. “Lo democrático” – que junto al poder terapéutico encauza la movilización global – no puede situarse, por tanto, únicamente en el plano de la política. De aquí que la figura del ciudadano que sigue siendo el interlocutor del discurso político democrático, quede también redimensionada. El ciudadano, empujado por la crisis, firma el contrato personal que le inserta en la movilización global, pero esa inserción le transforma profundamente. El (buen) ciudadano ya no es sólo el que es cívico y vota, sino el que está dispuesto a hacer de su vida una continua inversión capitalista en el pleno sentido de la palabra. “Tener una vida” significa invertir dinero, esfuerzo y tiempo, en gestionar la propia vida. Reconvertirse permanentemente, no proteger al inmigrante sin papeles, llamar la atención al que se cuela en el metro… Ciudadano, en última instancia, es el que se adapta a las exigencias de la realidad y sabe convertirse en una auténtica pieza de ella. No es exagerado afirmar que, ciudadano es aquel que no es dueño de su propia vida, sino su esclavo. Evidentemente, esta conversión en unidad de movilización acaba con cualquier atisbo de nosotros. El nosotros del antagonismo obrero y el nosotros de las luchas por el reconocimiento, si bien no han desaparecido, han sido completamente vaciados de futuro. Pero su no-futuro no es liberador, al contrario, es repetición de lo ya conocido.
Y, sin embargo, el capital en la medida que nos hace la guerra – y hacernos la guerra es convertirnos íntimamente en capitalismo – reconstruye forzosamente un nosotros. Un nosotros que ya no puede emplear a su favor para reconstruir el orden. Porque el nosotros que nace del malestar escapa a una lógica de la visibilización, irrumpe súbitamente y a la vez, se esconde. Si desde el 11S del 2001 la violencia ha sido esencialmente de matriz terrorista, la violencia está adquiriendo día a día un carácter cada vez más social. Hasta ahora la violencia global era filtrada sobre todo por un Estado-guerra que había señalado al terrorista como el enemigo a combatir. Con la actual crisis, como ya hemos afirmado, el capitalismo triunfa aunque en el mismo momento construye su enemigo interno. El conflicto que servía de función de orden se convierte, a su pesar, en un rumor de fondo. El rumor de fondo, el hombre anónimo y su malestar, es el nuevo gran peligro. Enemigos son, pues, todos aquellos que no soportan que sus vidas sean aplastadas por la movilización global. Enemigos, en última instancia, somos todos. Con razón el oráculo de Davos reunido en su guarida suiza alertó hace poco: “la severa crisis económica podría crear reacciones sociales violentas”. Ese es su gran miedo. Que ese rumor de fondo acalle el hilo musical, que la desesperación se convierta en cólera. Que ese nosotros, en silencio y en la noche, acabe por socavar definitivamente la figura del diurna del ciudadano. Ellos tienen el día, nosotros tenemos la noche. El ciudadano al que interpelan los políticos para que se apriete el cinturón frente a la crisis, ya no existe como tal. Es una entelequia, un recurso retórico para vehicular un discurso de sometimiento que permita prolongar el desbocamiento del capital. El ciudadano ha sido redimensionado como la pieza esencial de la movilización global. Nos interpelan como ciudadanos cuando en verdad, nos quieren verdaderas unidades movilizadas. Ya es hora de desocupar esa cáscara vacía, esa figura retórica por cuya boca sólo puede hablar la voz del poder. Como ciudadanos, actuando en tanto que ciudadanos, ya hemos perdido de antemano la guerra ¿Y si dejáramos, entonces, de ser ciudadanos?
La inutilidad de argumentar
Llegados a este punto el abismo se abre bajo nuestros pies y un demonio nos susurra en el oído “¿Te atreverías a abandonar tu propia cárcel?”. Dejar de ser ciudadanos es una locura puesto que, de llevarse a cabo, toda la sociedad se vendría abajo, dice alguien. Es absurdo, e incluso reaccionario, se oye a lo lejos. Tú lo puedes decir porque no te juegas nada. Hay mucha gente en el mundo que quisiera ser ciudadano y no puede serlo. Defender el ciudadano es defender el Estado del bienestar. Bla bla bla…
Podríamos oponer muchos argumentos. ¿En estas palabras no se esconde el impasse en el que estamos metidos y la inoperancia de la misma idea de intervención política en un sentido de transformación social? Quizás habría que empezar por reconocer que el discurso de la izquierda ha perdido toda credibilidad, y que por esa razón, en el fondo de este tipo de frases anida la impotencia. No es casualidad que cuando la izquierda tiene poco que aportar – antes que nada porque no sabe ir más allá de las categorías de la política moderna hoy en plena crisis – sienta la necesidad de recubrirse con el manto de la moralización: desde una cierta refundación ética del capitalismo hasta la ideología del decrecimiento. Y así podríamos seguir… Pero la cuestión sigue planteada. En verdad, todas las argumentaciones que pudiéramos argüir servirían de muy poco. Porque ¿cómo rebatir una posición que está dentro de los límites de lo que se puede/debe pensar? Discutirla es quedar encerrado también en las prisiones de lo posible, quedar clavado como una mosca muerta en el cristal de la realidad. Hay únicamente una vía: salir. Salir de todo. Salir de las seguridades mediocres que nos atenazan, de las verdades simples, de las dudas. Salir del autoengaño y de la propagación del engaño. Salir de ese mundo. Yo no sé si podré salir.
Pero sé quien sale. Sé que hay gente que sale. «No tenemos nada que perder, ¿qué importa lo que queramos?» es lo que le contestó un manifestante griego que acababa de tirar una piedra a la policía al periodista que le interrogaba. La respuesta recuerda la conocida frase del Manifiesto Comunista de Marx “los proletarios no tienen nada que perder como no sea sus cadenas”. El cambio es, sin embargo, esencial. Ahora no hay ningún horizonte emancipador, sólo la voluntad de hundir esta realidad que se ha hecho una con el capitalismo. La lucha es ya directamente liberación. Sale también de esta realidad quien, al querer hacer de su querer vivir un desafío, rompe su vida y ve como el insomnio se apodera de él. Salen de esta realidad los compañeros que viven con lo justo para poder sostener una editorial que es un puñal clavado en el corazón de esta realidad estúpida. Como salen asimismo los que intentan consumir menos colectivamente. O aquellos que se encuentran para ponerse, un día tras otro, frente al abismo del no saber. Salen los que no quieren engañarse y la verdad quema poco a poco.
Dos modos de desocupar la figura del ciudadano
Y con todo ¿hay verdaderamente alguna salida? ¿Es posible jugar contra el gran juego de la máquina? Si para desarmar el poder de la maquina tengo que jugar contra ella aceptando sus reglas y el espacio por ella diseñado ¿puedo realmente ganar y evitar que mi victoria sirva a los fines de la propia máquina de movilización? En el mayo del 68 los situacionistas extendieron la idea de que el poder lo recupera todo. Posteriormente aprendimos especialmente gracias a Foucault, que el poder no sólo recupera en el sentido de utilizar, sino que es capaz de producir cosas tan curiosas como verdades. En estas condiciones que la historia no hace más que confirmar ¿puede aún defenderse la idea de una salida? O más bien esa idea sería una especie de ideal regulativo que nos permite subsistir con una mínimo de dignidad. Todos los ejemplos anteriores y muchísimos más que podríamos traer a colación, no constituyen propiamente ninguna salida ya que no existe ningún afuera. Son modos diferentes de hacer frente a esta realidad. Hemos dicho que no queríamos autoengañarnos. Ahora bien, que rechacemos la idea de salida en su forma más abstracta y general – porque nos obliga a entrar en el camino impotente de las propuestas alternativas – no implica que no sean salidas concretas.
No sabemos si una alternativa global a esa sociedad será un día factible, lo que sí sabemos es que rechazamos esa sociedad en su totalidad. Y también sabemos que ese rechazo tiene que ser concreto puesto que una fuerza no materializada se apaga necesariamente. Luchar es inventar salidas concretas, y a poder ser, de modo colectivo. Ciertamente en esa invención nos podemos perder, ya que ese peligro es inherente tanto al acercamiento a lo concreto como a la misma autoorganización de “lo social”. Pero perderse, no tiene porque significar perder, sino justamente lo contrario. Sólo se puede atravesar la impotencia si uno está dispuesto a perderse. Perderse quiere decir abandonar la seguridad que ofrece ser un ciudadano, es decir, ser alguien protegido por el sistema de creencias y valores que construye la realidad como tautología. Perderse es por tanto salir fuera de la figura del ciudadano. Pero perderse también es saber que, en esta salida de la unidad de movilización – si deseamos evitar la muerte, la locura o la cárcel – tiene que haber algo de negociación con la propia realidad. Perderse implica sustraerse, aunque también comporta muchas veces, ensuciarse hundiéndose en esta realidad asquerosa. Manejar a nuestro favor las mismas lógicas de funcionamiento de la realidad. Si no existe un afuera, tampoco puede existir pureza ni coherencia. Sólo el poder puede ser puro poder en su máxima coherencia.
Salen, pues, aquellos que desocupan la figura del ciudadano, y eso como ya hemos apuntado se puede hacer de dos maneras distintas. La primera consiste en construir otro mundo que se oponga a este mundo: nuestra editorial, nuestra cooperativa de softwart libre, mi enfermedad… contra ese mundo. En la oposición entre mundos, ya no cuenta en absoluto la correlación de fuerzas, sino la potencia del desafío. Un desafío que puede pasar extrañamente por oponer el mercado al propio mercado o la enfermedad a la salud. La segunda manera implica la destrucción. Dejar de ser ciudadano es, entonces, socavar los límites impuestos por una responsabilidad impuesta. “La economía está en crisis: ¡que reviente!”. Pedir e imponer derechos imposibles. La irresponsabilidad entendida como el modo de desembarazarse del miedo que se nos quiere interiorizar. La irresponsabilidad que siempre hay en todo gesto radical cuando interrumpe la movilización global, y abre un espacio del anonimato. Los espacios del anonimato no se organizan en torno a los pronombres (yo, tú, él…), por eso cortan cualquier vía política dirigida hacia un contrato social. Los espacios del anonimato son aquellos espacios en los que la gente toma la palabra y pierde el miedo. En ellos el ritmo ha venido a sustituir la relaciones basadas en los pronombres aunque no hay fusión alguna. En la medida que son la expresión del querer vivir, el ritmo es lo que pasa a organizar el espacio. El ritmo que es lo más propio de la vida puesto que vivir es, justamente, la continua expansión del querer vivir. Cuando arden los pronombres y la noche se enciende, queda el ritmo que interrumpe la movilización global. La cuchara golpeando a la cacerola, el fuego que una y otra vez se enciende, el grito de rabia que nunca termina… El ritmo que los códigos intentan reconducir. Los espacios del anonimato se abren frente y contra de un espacio público reducido a simple vitrina de la ciudad.
La fuerza del anonimato
¿Y si dejáramos de ser ciudadanos? En verdad, no hay dos maneras de desocupar la figura del ciudadano. Construcción y destrucción no se oponen. En todo intento de construcción hay destrucción, y a la inversa. Sólo desde el poder se distingue siempre entre los violentos y los no-violentos. Dejar de ser ciudadanos es poner en marcha una potencia de vaciamiento como táctica y operar según una estrategia de transversalidad. Dejar de ser lo que la realidad nos obliga a ser, es decir, dejar de ser ese ciudadano – ciudadano, no hace falta recordarlo, es ahora el auténtico nombre de la unidad de movilización – consiste en trazar una demarcación entre lo que uno quiere vivir y lo que no está dispuesto a vivir. Transversalidad, por su parte, significa que no hay un frente de lucha privilegiado (por ejemplo: la esfera del trabajo), sino que el combate se dirige contra la propia realidad entendida como un continuum de frentes de lucha. Cuando la vida es el campo de batalla ya no sirve de mucho seguir pensando en aproximaciones parciales. El objetivo debe ser siempre el mismo: agujerear la realidad para poder respirar. Y para ello hay que empezar a abrir tierras de nadie. Las tierras de nadie que, clavadas en el frente de guerra, son el lugar en el que reponerse para volver a atacar este maldito videojuego en el que estamos metidos. Desocupar la figura del ciudadano para que pueda emerger la fuerza del anonimato que vive en cada uno de nosotros. Esa fuerza que escapa porque nadie conoce su verdadera fuerza. Esa fuerza que es irreductible porque es la del querer vivir. Salir. Salir de todo construyendo ya un mundo entre nosotros. Salir de todo aunque sin matarse. Salir incluso de la misma idea de desocupación que este manifiesto defiende. ¿Y si dejáramos ya de ser ciudadanos?