Volver de la Plaza
¿Cómo pensar la Plaza del viernes? ¿Cómo entender esa Plaza llena, repleta, que terminó chorreando angustia por sus diagonales? Ahora que los jóvenes militantes se ocupan de compartir balances, de evaluar consecuencias y posibilidades, yo, que desde hace tiempo no soy joven ni militante, voy a escribir estas palabras para entender lo que siento: una fuerte desconfianza, una tristeza distante que me aleja, día a día, de lo que se aleja de mí.
Decir Plaza, al menos para nosotros, es decir democracia. Y nuestra democracia es nombrada, pensada, y sobre todo sentida, como ausencia de dictadura. Así nos lo enseñan en la escuela. Pero esta ausencia es tan sólo a medias: ausencia efectiva en tanto forma de gobierno, pero presencia indiscutible en lo jurídico, económico y subjetivo. De allí el difícil lugar que la dictadura ocupa en el presente. De allí la dificultad, también, de tener una teoría actual sobre la violencia. El terror estatal permanece como fundamento de nuestra democracia. La violencia política también.
Pero esto no es evidente. Nuestro presente no nombra el terror sobre el que se asienta: permanece encerrado en el infinito abstracto de la ilusión democrática. Imagina, convencido, que la violencia física ya no es necesaria, que el enfrentamiento abierto es cosa del pasado. Y ésta, como toda ilusión, lleva en sí la realización de un deseo: el deseo de eludir la violencia, el deseo de obtener lo que se obtiene con sangre y enfrentamiento, pero sin la sangre ni el enfrentamiento. La ilusión democrática es la permanencia en la fantasía de que se puede obtener pacíficamente lo que se quiere, como si el terror estatal hubiera desaparecido de la historia.
Sin embargo, cuando los atajos de la ilusión se topan, como siempre, con las exigencias de la realidad, la decepción es ineludible. Y la realidad histórica se nos vuelve insoportable. La violencia vuelve a mostrarse como el fundamento real de la política y la ilusión democrática de una vida pacífica y bienpensante se parte en mil pedazos, entregándose hombres y mujeres a la frustración. Entonces pasa lo siguiente. Todos pareciéramos vivir una terrible pesadilla cuando en verdad lo que sucede es lo contrario: despertamos del sueño tranquilo, ilusorio, de los años felices del humanismo democrático.
Pero la desilusión no siempre es inmediata. Encuentra sus permanencias, sus raíces firmes en la moralidad bienpensante a la que solemos llamar progresismo. Y el progresismo, como buen humanismo, responde a la búsqueda de orden y normalidad. Es la forma más extrema, y por lo tanto más delirante, de la ilusión democrática. Es la creencia en la comodidad amable de la vida cultural. Es el deseo de un orden sereno sin culpa ni muerte. Y hoy, ya bajo la espada de Cambiemos, el progresismo se nos revela como la nostalgia de un orden feliz que se imaginó sustraído de la violencia política.
Pero la decepción no conduce siempre al abandono de la satisfacción imaginada. Muchas veces, lejos de reconocer y repensar las circunstancias reales del mundo exterior, hombres y mujeres se entregan a la repetición de lo mismo. Y allí la fantasía se perpetúa: se inventa un malo caricatural (“la derecha”, “los fachos”) y se los vence en el plano retórico con todas las suspicacias e ironías al alcance. Pero esto, claro está, no puede sino ser sintomático: caricaturizar al enemigo es una resistencia a pensarlo. De esta manera, el progresismo se perpetúa en la ilusión de que se puede ganar evitando el enfrentamiento explícito, evitando el uso político de la violencia. Todo se desenvuelve en la teatralización, en la simulación del combate.
Y esto, hay que decirlo, no puede ser separado de la experiencia política de los años kirchneristas. Gratis es caro, se dice. Y ahora se está pagando el precio de aquella lucha simulada.
Por eso la sorpresa frente a cada derrota electoral. Porque el enfrentamiento sólo es imaginario, y en la fantasía siempre nos descubrimos vencedores. No hay derrota de la que aprender, no hay balance que sacar. No hay crítica sobre las propias prácticas, desprovistas, claro está, de todo cálculo y preocupación por su eficacia. La política se transforma en la farsa de la teatralización, en un conflicto performático. Carteles por las calles, músicos en protesta, centros culturales conmovidos: una intelectualidad firme junto a sus convicciones.
¿Cómo salir de esta ilusión democrática dentro de la que, querramos o no, muchos de nosotros nos encontramos? Quizás intentando pensar aquello que la ilusión nos impide: la violencia y su relación con la política. Pero la pregunta no puede ser “violencia sí o violencia no” porque nunca en la historia hubo vida –y mucho menos transformación social– sin violencia. La pregunta debe ser otra: aquella que interroga su sentido político. ¿Somos capaces de una violencia que pueda crear nuevas relaciones entre nosotros? ¿O no contamos, cuando la asumimos, sino con aquella forma que reproduce el terror y la distancia sobre el que nuestro delirio colectivo se organiza? Se trata de enfrentar en serio a la violencia, de mirarla a los ojos, y reconocer hasta qué punto estamos dispuestos a asumirla sin fantasías ni facilismos.
En política, decía Merleau-Ponty, no existe el derecho a equivocarse: sólo el éxito torna razonable lo que al principio era valentía y esperanza. De allí la importancia fundamental de dos factores: el coraje y la eficacia. En el enfrentamiento real la muerte es una posibilidad concreta. ¿Estamos preparados para ello? ¿Hay ganas, coraje? El macrismo sí está dispuesto al enfrentamiento físico. Tiene con qué, sabe dónde pegar, y sabe lo que ahí se pone en juego. Sabe que si da la batalla la gana, y que necesita mostrar esa victoria para seguir avanzando. El macrismo avanza y avanza, buscando una resistencia que no aparece. Y cuando aparece es débil: minoritaria cuando está dispuesta a asumir la violencia política, mayoritaria cuando permanece en el pacifismo de la ilusión democrática.
La llegada del macrismo al poder (primera vez en la historia que un partido político gana las elecciones nacionales con un programa explícitamente de derecha) no puede entenderse sin esta ilusión pacifista del humanismo bienpensante. Por eso la insistencia. Y pensar esta ilusión es pensar hasta qué punto estamos dispuestos a asumir el carácter violento de la política. No escribo estas palabras desde una exterioridad. Todo lo contrario.
Entonces me pregunto: la plaza del viernes, esa Plaza que con justa razón exigió la aparición con vida de Santiago Maldonado, ¿pone en entredicho la lógica progresista que nos llevó al macrismo? ¿O la refuerza? ¿Con qué otros métodos contamos, además de la Plaza y de “exigir la renuncia de…” cuando la realidad muestra con crudeza el fundamento violento de la política? ¿Cómo dejar de ir a la plaza y perderse de la constitución de esa fuerza que uno necesita? ¿Cómo ir a la plaza sin desconfiar de la repetición infinita de lo mismo? No encuentro ahora respuestas para estas preguntas. Sólo la convicción de que, para contestarlas, debemos desconfiar de nosotros mismos, debemos despojarnos de la ilusión democrática que niega la reflexión política sobre la violencia.
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Puede que estas palabras parezcan anacrónicas, puede que sean leídas como una apología a una violencia auténtica o un llamado a la agresión inmediata. Nada más lejano. Estas ideas que escribo parten de un diagnóstico: no está dando la fuerza para el enfrentamiento directo. La violencia directa lleva en sí, al menos hoy, el germen de la derrota. Y la derrota en política es la muerte. Pero esto no puede condenarnos tampoco a la ilusión de que algo puede conseguirse sin enfrentamiento. Por eso la pregunta que queda –y para la que hoy no tengo respuesta– es aquella por las condiciones en que esa fuerza puede ser suscitada. La pregunta por las condiciones en que la violencia política debe ser asumida.
Estas pocas páginas, con su apuro, con sus torpezas, vienen escribiéndose hace años. Vienen escribiéndose al calor de una Argentina delirante, encerrada en la fantasía que siempre nos deja triunfales, impolutos, mientras la realidad avanza y avanza, volviéndose cada vez más dolorosa.