Vivir Spregelburd! // Ana Laura García


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La Terquedad es una obra escrita y dirigida por Rafael Spregelburd. Con esta obra culmina el ciclo iniciado en 1996 con la Hepatología de Hieronymus Bosch, un conjunto de siete obras que recrean la mesa de los pecados capitales de El Bosco: “la inapetencia” (1996), “la extravagancia” (1997), “la modestia” (1999), “la estupidez” (2001), “el pánico” (2002), “la paranoia” (2008) y “la terquedad” (2007). Actualmente, la obra se presenta reversionada -después de diez años- y por primera vez en Argentina, en el Teatro Nacional Cervantes. El elenco está conformado por trece virtuosos artistas argentinos: Rafael Spregelburd, Diego Velázquez, Pilar Gamboa, Analia Couceyro, Paloma Contreras, Pablo Seijo, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Alberto Suarez, Lalo Rotaveria, Javier Drolas y Mónica Raiola.
Spregelburd crea en “La Terquedad” una experiencia de percepción inquietante. Y percepción es acción, es ejercicio.
La obra nos pone frente a la experiencia de un tiempo alterado, el tiempo fuera de control en el que no hay linealidad ni secuencia, ni evolución ni progreso. El tiempo no se completa, es interrupción y corte, despliegue y superposición, deja vu y olvido. “¿Cuántas son las cosas que ocurren al mismo tiempo?”, se pregunta el dramaturgo. La respuesta no admite cálculo alguno. Excede lo que sucede durante los tres actos y un brevísimo intervalo en los que se organiza la obra, desborda la narración que transcurre en ciento ochenta minutos. Si hay respuesta, no es cálculo; es puro ejercicio de apertura de posibles.
La Terquedad supone un ojo que no solo es capaz de ver, sino que puede además rodear con la mirada. Ojo multicentrado, que percibe conflictos laterales, que se desplaza en el espacio dando atención a los detalles que permiten ligar, interpretar y seleccionar elementos. Por ejemplo, contornear la falda de Magda donde se estampa la iconografía bosquiana, observar el escenario giratorio y la gran casa donde transcurre la obra en sus múltiples planos y composiciones; es como rodear la mesa de los siete pecados capitales de El Bosco. Son un conjunto de percepciones que suponen movimientos por parte del espectador.
Como en la obra de El Bosco, todo transcurre en un clima de enorme misterio. Una voz del inframundo dicta una lengua artificial que pretende reemplazar todos los particularismos, Dios está detrás de un diccionario y en el mundo terrenal, traiciones, alianzas, virtudes y vicios de todo tipo ocurren entre fascistas y rojos en la España de la guerra civil. Los pecados capitales no son solo siete, se multiplican y se confunden con sueños de progreso, con grandes inventos de la era moderna, con la utopía de la revolución. El personaje de Jaume Planc, crea una lengua artificial que elimina el verbo y la acción, su invención es puro sustantivo. El rostro totalitario se maquilla de humanismo. ¿Qué formas de vida estamos prolongando? ¿Cómo es una vida cuando se renuncia al poder de los dioses y a la acción transformadora de los hombres? Spregelburd arriesga una respuesta: “El mundo está perdiendo la batalla” (…) “En la tierra solo queda el arado y las palabras”. La lección audaz de Spregelburd consiste en ponernos delante de las grandes cosas y palabras que crea, reunirnos y rodearnos de ellas para inquietarnos y conmovernos. Esto queda de manifiesto en la dramaturgia, en las actuaciones y la puesta de la obra.
El golpe final no surge de ninguna alianza estratégica ni de una ideología. Allí donde todo plan fracasa, irrumpe Natalie, la sirvienta francesa. El grito de guerra de la criada, la insurrecta, es el gesto del artista que percibe lo que en determinado momento se vuelve intolerable, inaceptable, invivible. Y lo pone de manifiesto.
Mientras transcurre la obra, Natalie pinta pacientemente un cuadro en la cocina. Ella ve todo, junta la mierda de todos, pero parece que a ella nadie la ve realmente. Desde un rincón, apenas iluminado del escenario, la obra revela el laborioso y cotidiano trabajo de creación de otros mundos posibles.
Vivir Spregelburd, como ejercicio ético y espiritual, requiere disposición, entrenamiento, preparación, dedicación. Es transitar otras intensidades y ritmos, sustraerse de los esquemas conocidos, desorganizarse y perder el control. La Terquedad puede ser vivida como una buena clase de la cual es posible extraer muchas lecciones, aporta una terapéutica porque ofrece una cura para vivir mejor en el mundo en el que estamos, y también una filosofía, si asumimos con mucho coraje, nuestra capacidad de interrogarnos y transformarnos a nosotros mismos.

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