Virus KU-K 12: el cambio de dirección // Abel Gilbert y Diego Sztulwark


Hace unos pocos días el Diario La Capital difundió en un X un video Virus KU-K 12 que pone a desfilar a figuras asociadas al kirchnerismo, como si fueran zombis, ciegos caminantes con el sello de la muerte sobre su rostro. Mientras una voz explica que hace 12 años el virus en cuestión afectó el cuerpo, la mente y la visión de muchas personas disminuyendo sus capacidades perceptivas. Estos años dejaron un país destruido, cuyos responsables son tanto aquellos que se infectaron “por conveniencia”, tanto como aquellos que lo hicieron simplemente por haber nacido ya “condenados” a una vida “vacía” (momento en el cual vemos a la diputada Natalia Saracho). El relato se completa señalando que si bien los caminantes fueron todos de un modo u otro víctimas de “ideales” ruinosos, hubo quienes lograron preservarse escondidos en las sombras, y que ahora que e virus ha debilitado su poder de contagio resurgen incontaminados, convocados por la imagen de un león que se identifica a Milei, a recobrar la esperanza.

Pocas piezas de propaganda política resultan tan ilustrativas como estas a la hora de aprender el condensado los elementos de la asombrosa y esperpéntica ideología del grupo en el gobierno. Ese trato dócil -e imberbe– con la inteligencia artificial y con el trauma de la pandemia. La apelación a The walking dead, en la que un grupo de norteamericanos sobrevivientes luchan contra un mundo en el que el american way of live ya no esté asegurado, dice mucho sobre el modo en que las tecnologías de la imagen propagan el atemorizado inconsciente occidental frente a la invasión de los no-blancos (en argentina representados como un Frankestein comunistas, feminista, kirchnerista y piquetero). Semejante apelación a la relación entre virus y política no es nueva. Luego de ser la metáfora preferida del terrorismo de Estado, para identificar a esos “cuerpos extraños” a extirpar, la circulación mortífera del Covid-19 habilitó una nueva asociación entre virus biológico e informacional. Bajo su rúbrica toda una época quedó tomada en la tensión entre las formas de regulación sanitarias y la exigencia de la más amplia circulación de la imagen. Bajo el rigor mal distribuido de la cuarentena -vivida según los casos como encierro confortable, restricción a la libertad o intemperie inevitable- lo único realmente universal fue la aceleración de la instalación de dispositivos digitales de comunicación a distancia. La conexión entre pantalla y nube como única mediación tolerable con la realidad.

La inconsistencia de la administración política de la pandemia llegó, como todo lo demás, por esta interconexión entre nube y pantalla, cuando circuló la imagen de un presidente que habiendo rozado las cumbres de la popularidad en la gestión de los cuidados colectivos, aparecía fotografiado en flagrante violación de las reglas de distanciamiento que obligaba a cumplir al resto de la sociedad. Nunca fue tan obvia la distancia entre una multitud de jóvenes condenados por participar de fiestas furtivas, y la trivialidad de unos dirigentes que revestían retóricamente de modos progresistas su ostensible insensibilidad. Esa escena posee un valor que trasciende el doloroso drama de salud pública de esos años, y remite a conformar una visión de la libertad contra unas instituciones que cuyo proceder es percibido como arbitrario, ineficaces, opresivo y fuente de privilegios.

La batalla por la libertad -en la que Milei participa anunciando que viene a “despertar leones”- fue librada por la derecha radicalizada desde las redes. Como dijo hace poco Fernando Cerimedo -director de La Derecha Diario, y activista digital durante en el intento de golpe bolsonarista a Lula del 8 de enero de 2023-, el mundo de las izquierdas (nominación de trazo grueso en el que incluye al peronismo) puede ganar las calles, pero las derechas crean mayorías en -y desde- la realidad virtual. Y no es un dato menor el hecho de que para crear estas mayorías, las derechas radicales se apropien -invirtiendo su sentido- de las palabras y los nombres con el que las izquierdas intentan dotar de sentido a su presencia en las calles (“Derecha Diario” es una copia invertida de “Izquierda Diario”).

El hecho es que la derecha radical ha ganado las elecciones presidenciales de 2023 desde las redes. Y apela a ellas cada vez que desea recuperar su iniciativa. Por eso no sorprende que este video circule inmediatamente después del apagón mediático sufrido por el presidente el domingo pasado en el Congreso. Ante el desgaste sufrido tras 9 meses de motosierra, la recurrencia a la viralización busca retrotraernos al pasado para renovar desde allí el sentido desgastado de lo que se nos impone. Si debemos seguir soportando, no es en función de una promesa de futuro sino del recuerdo de la más antigua y peligrosa de las pandemias: aquella que cuestiona la desigualdad. El video Ku-12 (remite a Kukas-12 años, cifra que también remite a 12 años de gobiernos kirchneristas) conlleva entre sus sofismos otros tantos discursos cifrados como el higienista, procedente del nazismo tanto como de la última dictadura. Ademanes que evocan la limpieza y la purificación que mediante la guerra occidente pone en acto en diversos puntos del planeta. Entre las extrañas resonancias que nos llegan a través de Ku-12 y su deseo de prácticas cada vez más intensas de venganzas suprematistas e higienizantes está el Ku Klux Klan (KKK, abreviatura que sonará en hiperbólica acepción del desprecio). Alguien podrá pensar que incurrimos en el ejercicio de la exageración que puebla el discurso social. Nada de eso: después de tanto invocarse al “negro”, al “cabeza”, al “cuca”, al “orco” y al “planero”: ¿cuánto falta para que ese discurso adquiera otra forma de organización?


El último año hemos asistido a un curso acelerado sobre los usos de la inteligencia artificial y la constitución del bot como sujeto estatal. El sentido mismo de la política ha sido profundamente trastocado. Y puede decirse el sentido de estas transformaciones no tuvieran antecedentes. Guy Debord describió en 1967 el funcionamiento de La sociedad del espectáculo como la organización de un desdoblamiento por el cual la vida real sólo podría conocerse viéndose a sí misma en la pantalla. Existir en el capitalismo moderno, es devenir espectador pasivo de uno mismo, convertido en una imagen-mercancía. Cuando recordamos a Macri invocando a “los orcos”, aquellos los semihumanos de la saga de Tolkien, El señor de los anillos, para nombrar una otredad que debe ser desinfectada, y la colocamos en serie con la analogía animada entre la Argentina “populista” y los escenarios post apocalípticos de The walking dead -donde los “caminantes” adquieren fisonomías reconocibles y realistas- dimensionamos hasta qué punto se desarrollaron las intuiciones de Debord. El espectador –que somos- ha sido convertido en un cobayo de laboratorio, sometido a toda clase de consumo de signos. La simulación Ku-12, que fascinó a Milei, forma parte de un régimen narrativo en desarrollo al servicio del mando capitalista cuya matriz civilizatoria no se reduce al recetario neoliberal. Si Debord lo llamó espectáculo, fue para introducir nociones esenciales de en ese régimen como la pasividad, separación, unificación imaginaria de lo separado como separado, desdoblamiento entre imagen y vida y la desposesión: un desarme progresivo de toda capacidad de contestación y pensamiento crítico. 

Un siglo después de la publicación del primer volumen de El capital, Debord asumía el legado de Marx y desplegaba cómo que en el capitalismo tardío la mercancía se convertía en imagen-espectáculo. La sociedad moderna ya no era “acumulación de mercancías”, sino de imágenes. Debía pensarse por tanto al capitalismo en términos de una “acumulación de espectáculos” que capturaban a la vida misma. La sociedad en la que la mercancía deviene espectáculo conlleva la negación de la vida misma hecha visible: el capital se torna proyecto de realización de la extensión ilimitada del valor de cambio. 

Dos décadas más tarde, en otro libro titulado Comentarios sobre La sociedad del espectáculo, Debord constata que el problema se había agravado: la transformación total de lo real en mercancía y en representación extendía su dominio sin dejar ya resquicio alguno. Si en medio de la agitación sesentista, había pensado que el espectáculo era “el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna”, y que, por lo tanto, podían limitarse sus efectos; ya en 1988 no tenía dudas: era “una niebla pegajosa que se acumula a ras de suelo de toda existencia cotidiana”. Debord se quitó la vida en 1994, por lo que no pudo ver esto que hoy presenciamos: el dominio plenamente realizado de pantallas, aplicaciones, dispositivos y disposiciones de un “devenir mundo de la falsificación” cada vez más sofisticado. Unos nuevos comentarios a la sociedad del espectáculo supondrían dar cuenta de la atrofia del pleno desarrollo de aquellas tendencias que había anticipado en sus escritos. En este nuevo momento habría que considerar a Netflix y las series de mundos abismados y fantasmagóricos, a La Nación +, a los youtubers, streamer y demás agitadores virtuales de los que emanan los mensajes que satisfacen las delicias presidenciales. 

Enfrentamos hoy a un liderazgo político nacido en y de las fuerzas del espectáculo realizadas. Una consumación que conlleva lo atrofiado, construyendo sus propias representaciones a una velocidad pasmosa sin respetar fronteras. Pero, de nuevo, hubieron avisos: “El tambor fue mi primer encuentro estremecedor con el nacionalsocialismo ”, anotó el filólogo alemán Víctor Klemperer en LTI. La lengua del Tercer Reich. Con esto quería decir que son los afectos los primeros en ser capturados por el espectáculo. Pero su interés apuntaba sobre todo al modo en que eran las palabras las que resultaban reorganizadas por el nazismo. Con Klemperer nos preguntamos. ¿hasta qué punto las imágenes pero también las palabras de este presente no merecen también ser recopiladas, pensadas como una totalidad? Una relectura de LTI podría ayudarnos a construir la total imaginería de la ultraderecha.

Las palabras de Cerimedo, leídas sobre fondo de Debord, permite comprender que las imágenes infantilizadas de leones y otros animales de fábulas, así como estos personajes zombis -surgidos de la estética de los video juegos- no pertenecen a la división de lo real en vida y representación, o existencia e imagen. Ellas son más bien densificaciones de un mundo trastocado, cuya estructura es ya plenamente mercantil. Son emanaciones de la acumulación de espectáculo y por tanto esbozos de la realidad misma que aplasta a la vida, sometiéndola a procesos de e a explotación y desposesión. Lo hemos visto hace pocos días en la imagen de un policía gaseando el rostro de una niña en una manifestación en apoyo a los jubilados. Se nos pone a consumir la barbarie como si de cultura se tratase. Aplicaciones y redes interviene de modo efectivo vaciando la trama sensible que permite que la imagen de los cuerpos reprimidos estalle como afecto político (como dijo hace poco un amigo: los nietos streamean mientras apalean a sus abuelos en las calles). La conversión de la vida en mercancía y de la acumulación mercantil en acumulación de espectáculo unifica la plusvalía en económica, comunicacional y política. Difícil imaginar un totalitarismo más perfecto sobre la vida.

No podemos dejar de preguntar: ¿qué relaciones más peligrosas se cocinan entre las superficies táctiles de los teléfonos y la calle, los algoritmos y cuerpos bajo la administración pública de la crueldad? En Sherlock Junior, una película de Buster Keaton de 1924 -es decir, hace un siglo-, el héroe, proyeccionista de cine mudo y detective vocacional, recupera el impulso de la Alicia de Lewis Caroll, no para atravesar el espejo sino la pantalla. Introducirse del otro lado -el de la película-, para realizar allí una justicia negada de este lado (el supuestamente verdadero).  Si quisiéramos también nosotros atravesar lo digital para provocar allí compensaciones por los daños provocados a la vida, nos perderíamos en un infinito capturado. Y nos perderíamos de comprender que el movimiento real ya no va del cuerpo a la pantalla sino a la inversa (en la pantalla ya hay justicieros, y la mudez ya no pertenece al filme, sino a los espectadores los mudos somos nosotros). El cambio de dirección apunta a una ofensiva sobre el mundo de los cuerpos. La agresión va de la pantalla hacia el mundo de la vida. Ese es el recorrido que realizan las operaciones mediáticas, los drones, y los misiles. La profundización digital del daño social ha pasado a otro nivel de amenaza. El diseño de “kirchneristas-caminantes” es, por supuesto, secundario. Si lo tomamos en consideración es para preguntarnos por las chances que aun disponemos de protegernos de este paso de la imagen al acto: cuando el bot sea algo más que un bit -la unidad mínima de la informática- y, como pasado por una impresora 3D se convierta en parte física de las fuerzas de choque que se requieren para un mayor disciplinamiento de la sociedad.

 

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