Por Facundo Iglesia para La tinta
Mario Santucho (1975) es argentino, investigador político, periodista y vivió en Cuba hasta sus 18 años, cuando regresó a la Argentina a estudiar sociología. Integró el Colectivo Situaciones, un grupo que unió la militancia y la academia, y que produjo algunos de los textos más interesantes en torno al estallido del 2001. Hoy en día, forma parte del colectivo editorial que comanda la revista Crisis. Su último libro narra la historia de Bombo Ávalos, un guerrillero tucumano del ERP, secuestrado por los militares en 1976, que reaparece en 2013 en su Santa Lucía natal.
Pensando en desatar algunos de los nudos de ese hilo, el de la historia de la militancia argentina desde los 70 hasta la actualidad, que pasa por los 90, el estallido del 2001 y los 12 años del kirchnerismo, vamos a romper una regla básica: esta vez, no comenzaremos desde el principio, sino que vamos a retrotraernos a 1993, cuando Mario volvía a Buenos Aires a estudiar sociología, luego de haberse criado en Cuba. La isla ya había entrado en el “período especial”, una brutal crisis económica producto de la caída del bloque socialista, un hecho que transformaría el mundo y que, en Argentina, ya mostraba una cara brutal…
—¿Qué te impactó o cuál fue tu primera impresión del Buenos Aires menemista cuando volviste al país luego de tu infancia en La Habana?
—Lo primero que me impresionó al llegar a la Argentina, luego de haberme criado en Cuba, es lo que significa el capitalismo como sociedad organizada completamente en torno al consumo: no solamente como dinámica material y económica, sino como organizadora de los imaginarios, de la cultura y de los sentidos principales del colectivo. Y había un contraste con una Cuba en una crisis material tremenda por la caída del campo socialista, que también fue una crisis ideológica por el quiebre del horizonte social. Fue un contraste fuerte y significó sumergirme en otra realidad absolutamente diferente.
Me generó un entusiasmo: no llegué con una lógica victimista. Tenía 18 años y estaba en una buena edad como para abrirme a ese tipo de desafíos. Así que, rápidamente, me inserté en los circuitos de la militancia universitaria y, poco a poco, en vínculo con los movimientos sociales que surgían, sobre todo, allí donde la crisis comenzaba a golpear con mucha más fuerza y con los organismos de Derechos Humanos… En contraste con Cuba, era un universo muy vital: de mucho estudio, mucha investigación teórica, mucha voracidad por participar de lo que, en ese momento, imaginábamos como una renovación teórica radical del pensamiento emancipador. En la isla, si bien la sociedad está más politizada, hay mucha menos vitalidad a nivel de colectivos: no hay una idea de militancia contestataria y antisistémica como acá. Y eso, para mí, fue un descubrimiento muy interesante.
—Integraste el “Colectivo Situaciones”, que produjo algunos de los textos más interesantes en torno a la crisis del 2001. ¿Hay ecos de ese estallido hoy? ¿Reflexionaste sobre el lugar del intelectual en el movimiento social?
—Los ecos del estallido del 2001 son muy fuertes, aunque no de la manera más evidente o visible. Creo que todo el sistema político del siglo XXI es una manera de responder a ese fenómeno, que fue básicamente la forma que encontró la sociedad argentina de procesar muy activamente la crisis de la representación. Y ahí, aparecen los dos principales fenómenos políticos del siglo: por un lado, el kirchnerismo como renovación de la tradición populista en Argentina, capaz de asumir algunas de las demandas más importantes que surgieron en ese movimiento de 2001 y llevarlas a cierta consagración institucional para recuperar la legitimidad política para el sistema de partidos. De todas maneras, se topó con las contradicciones y las imposibilidades estratégicas o estructurales para llevar a cabo un proceso de democratización efectiva y entró en crisis como dispositivo político. La otra fuerza fundamental es el macrismo, que se va a constituir por primera vez como representación política de un sector social: básicamente, el empresariado. Aunque es más complejo, representa específicamente las necesidades de ese sector y sus concepciones de cómo desarrollar el país. Y hoy, esa disputa, entre macrismo y kirchnerismo, todavía organiza el juego político.
—¿Hay algún pendiente de ese 2001?
—Sí, aún permanece como algo irresuelto la pregunta por la posibilidad de una nueva forma de construcción política. De una nueva forma organizativa, una nueva imagen de lo que es el cambio social y una nueva imaginación institucional para poner en juego una dinámica de la política mucho más contemporánea. Hoy por hoy, el feminismo actualiza mucho esa forma de plantear las cosas y pone en juego la necesidad de un nuevo protagonismo social.
Mario, también, es hijo del otro Mario Santucho, el que no lleva como sufijo una hache entre paréntesis y que fue líder del ERP, una de las mayores organizaciones guerrilleras de la Argentina, la misma a la que pertenece el protagonista de “Bombo, el reaparecido”, la última obra de Santucho (h). Y, también como Bombo, Santucho padre fue desaparecido por la dictadura en el 76. “Por qué tanta obstinación con la biografía de Bombo en lugar de reconstruir la epopeya de mi viejo (el famoso)”, se pregunta el autor en el libro. La respuesta, quizá, esté en el relato sobre la militancia de los 70 en el cual, según el autor, Bombo Ávalos no cotiza alto.
—¿Por qué no?
—La memoria colectiva y política sobre los años 70 tuvo la enorme conquista de desmentir la teoría de los dos demonios, reivindicando fundamentalmente las luchas populares y cuestionando la reacción estatal asesina, pero dejó en cierta sombra cuestiones importantes en esa época y que, quizás hoy, no sean las que más resuenen para nuestra subjetividad. Básicamente, Bombo expresa dos cosas importantes: una, cómo un sector social que, en ese momento, era minoritario y que, por lo tanto, cumplió un papel “accesorio” en la lucha y que hoy quizás esté en el centro de la problemática de la composición social y de los desafíos políticos que más nos interesan. Bombo era lo que se podía llamar, en ese momento, “un marginal”: vivía en un pueblo chico del interior tucumano, del interior del interior y, además, habiendo tenido un destino de obrero -en este caso, de la industria azucarera, muy pujante en Tucumán durante todo el siglo XX-, de repente, quedó sin horizonte laboral a partir del cierre del ingenio en torno al cual se estructuraba su pueblo, Santa Lucía. Su destino era ir a las ciudades a formar parte del precariado o quedarse en su pueblo a desplegar una vida en un margen en el que se alternaban la miseria o la sobrevivencia. Sin embargo, elige involucrarse en un proyecto revolucionario y desafiar al capitalismo. Entonces, esa pregunta muy interesante, tanto en esa época como ahora, que se ha hecho poco en la historiografía de la memoria: suele teorizarse sobre el joven de clase media que se radicaliza, sobre la figura del obrero que toma conciencia sobre su situación en el sistema y lucha por sus intereses, que son los intereses de toda la sociedad, sobre el profesional que se compromete… Pero es más difícil encontrar este tipo de figura. Y en general, en esa época, era vista por la academia con cierto recelo.
—Decías que Bombo no cotiza alto en el relato de la militancia setentista por dos razones. Una es su extracción social. ¿Y la otra?
—Por otro lado, Bombo no tiene militancia previa a la guerrilla, no participa de formas gremiales de la militancia y después se radicaliza: va directo al ERP, no pasa por el PRT. Y por lo tanto, su politización pasa directamente por la violencia, que si bien está en el centro de aquella generación, en general, suele dejarse en segundo plano al relatar aquella época. Con justicia, porque la violencia no era necesariamente el centro de la estrategia revolucionaria, pero en este caso, sí lo estaba: era la historia de la Compañía de Monte y del Bombo.
En los textos de la revista Crisis, y en la presentación de su libro en Córdoba, Santucho dejó picando una pregunta inquietante, cuya respuesta se antoja más urgente con la contundencia de los resultados de las PASO: “¿Entregarán mansamente el poder los amarillos o se reservan alguna carta capaz de torcer de voluntad popular?”. Una cavilación más que fundada, que impulsa una conversación sobre el papel de la violencia política y de una nueva imagen de revolución: sea la respuesta un sí o un no, porque la voluntad popular ya se expresó.
—Hablando de la violencia política, ¿qué rol le podríamos asignar ahora (y qué forma podría tener) con una ministra de Seguridad que dice cosas como que la familia de Luciano Arruga y la de Santiago Maldonado mintieron, y que aviva masacres como la de San Miguel del Monte?
—Hay una especie de hipocresía por parte de la democracia de suponer o trasmitir que la democracia es un modo de gobierno que deja afuera la violencia: en realidad, es mayor que en los 70. Hay más armas en la sociedad. Lo que pasa es que esa violencia está despolitizada, no se tramita en los términos que se conocieron en esa época, en la que el conflicto era eminentemente político, cruzado por coordenadas ideológicas y en función de proyectos sociales antagónicos.
Hoy, la violencia es muy intensa, en los territorios populares, especialmente: hay organizaciones armadas, pero no organizaciones políticas, sino empresariales y criminales. Y la violencia estatal permanece siempre como en pequeñas partes que tienen como objetivo dejar claro que es simplemente una dosis de una violencia que puede ser mucho mayor: en caso de que se desafíe realmente al sistema, está presta a intervenir. Y es parte de lo que uno podría decir los límites, el campo de lo posible, que permite la democracia realmente existente.
—¿Y desde una violencia del contrapoder?
—Me parece que habría que distinguir dos cosas: uno es que la violencia, como dimensión de la política, siempre está presente, incluso en el contexto actual. La violencia debe ser pensada como ese momento en el cual se fuerzan los límites de lo establecido. Muchos movimientos se ven en esta circunstancia en situaciones de injusticia y de impunidad muy fuertes, cuando realmente el sistema político o las instituciones no son capaces de registrar la emergencia de necesidades. Nosotros tenemos muy claramente el caso del 2001 como un momento en cual se puso en juego este tipo de movimientos, que ponían en juego un repertorio de protesta distinto al que la democracia representativa ofrece: los piquetes, las marchas, las movilizaciones, los escraches… Una cantidad de formas de lucha que cuestionaban ese modo establecido de la discusión y la decisión política. Me parece que es importante mostrar eso, que es visto como violento: la emergencia de nuevas formas de soberanía.
Ahora bien, si bien es impensable que la lucha armada pueda ser hoy una herramienta por parte de los movimientos de oprimidos o subalternos, la violencia es un elemento de la política y tiene que ser pensado por la sociedad y por los movimientos políticos. En cierto modo, es bastante ingenuo y un signo de impotencia el pensar que puede haber un proyecto y un proceso político sin alguna vez plantearse esta discusión: ya sea que haya que hacer frente a una represión violenta por parte del Estado, ya sea que hay que forzar los consensos establecidos y, por lo tanto, ejercer niveles de violencia que van a ser mencionados como tal por los medios y por las instituciones del poder.
—Por último, ¿qué ves en la fórmula Fernández/Fernández y en los deseos de un pacto social a la Gelbard, como el del último gobierno de Perón? ¿Es posible ese acuerdo?
—Sobre todo, por el hecho de que el gobierno esté en manos de una clase social tan clara, de que, por primera vez, este sector ligado a los dueños de los principales negocios de la Argentina sea el que directamente gobierna, me doy cuenta de hasta qué punto el peronismo es la forma más lograda que ha tenido la Argentina de la posibilidad de una democracia. Una democracia en el sentido de integración social, de justicia social, con conformación de un horizonte común para la sociedad, en la que, más o menos, distintas capas se sientan integradas y parte de un proyecto colectivo. De una soberanía capaz de dar cuenta de la multiplicidad y la heterogeneidad que hay en la sociedad, con diferentes clases, diferentes subjetividades. A su vez, el peronismo también es el fenómeno político que bloquea, neutraliza y esteriliza la pregunta por una transformación más radical de la sociedad.
—Entonces, ¿cómo asumimos el proceso político?
—Hay que descartar que sea un proceso lineal de acumulación política, popular y social, y que mientras más posiciones se conquistan, más vamos a estar en condiciones de avanzar en el proceso: hemos visto cómo no logra materializarse y, simplemente, es una especie de trampa que contiene la democracia como modo de gobierno. Porque lo que hemos visto es, básicamente, que no hay una democratización permanente, sino que siempre se detiene: llega un punto en el cual ya no puede ser desplegándose y, casi siempre, se retrocede y se vuelven a recrear las diferencias y las desigualdades, y a instalar las impunidades y las opresiones que uno pensaba habían quedado atrás. Es lo que vivimos durante estos cuatro años que desmintió -completa o parcialmente- la idea que había impuesto el kirchnerismo, que era que había conquistas irreversibles. Tampoco quiere decir esto que podamos pensar en el viejo axioma izquierdista de que “cuanto peor, mejor”: no creo que sea así. Y por lo tanto, creo que ni una ni la otra son respuestas válidas. Por eso, tenemos un gran desafío de innovación política y de creación. Creo que hay que recuperar esa idea de ruptura. De ruptura con el neoliberalismo y, por tanto, cierta imagen de la revolución. ¿Cómo se hace? Creo que no lo podemos responder hoy. Pero seguiremos buscando.