Vacío y tristeza

por Pablo Moseinco


La imagen muestra a los jugadores argentinos de pie, en silencio y casi inmóviles. Su capitán al frente, inmerecida e innecesariamente premiado como el mejor jugador del torneo. Con la mirada perdida y ojos llorosos muestran un estoicismo y dignidad admirables.

Porque lo que ocurría a escasos metros de ellos era el peor acontecimiento: el festejo desbordado del rival, la apropiación de un sueño que se creía merecido. Los alemanes, obviamente, dan rienda suelta a la emoción y se muestran mucho más expresivos que en partidos anteriores, como si hubiesen ahorrado con teutónica disciplina el fervor, para explotarlo al final.

Más alejado, Ángel Di María, que no pudo jugar, que hizo todo lo posible pero que seguía roto, es la imagen más desoladora y franca de una infinita tristeza: llora, llora muchísimo en silencio y con los ojos muy abiertos.  ¿Cómo se llora con los ojos abiertos? ¿Qué es lo que no se puede dejar de ver? ¿Será que sigue allí aquello que apenas se rozó y se aleja?

Todos, los jugadores apelotonados, Sabella, Di María, miran sin ver. Miran al vacío.

Así está la Selección. Vacía.

‘Dimos todo, estamos vacíos’, sostiene el capitán espiritual y vocero de la sensatez Mascherano.

‘Se vuelven con las manos vacías’, reza el zócalo de un canal de cable deportivo. No, no es con las manos vacías que regresan, es con el alma vacía.

Porque es así también como el aficionado se siente. El fútbol es un hermoso pero también cruel deporte. Este Mundial ha sido casi glorioso, pero ese casi se convierte en una distancia infinita. Tan cerca pero tan lejos.

El grado de identificación alcanzado entre este equipo y la hinchada no tiene precedentes. En los mundiales exitosos hubo otros factores, el del ’78 atravesado por la dictadura y el del ’86 monopolizado por Maradona.

El innegable crecimiento tanto en el rendimiento como en la robustez del juego generaron razonables expectativas que se vieron casi realizadas. Otra vez el casi desaparece, no hubo realización.

La emoción que embargaba a jugadores y seguidores luego de la clasificación a la final sumada a la esperanza de las decenas de miles de argentinos que migraron por unas horas para estar tan sólo cerca de los colores mutó en una inmensa y al parecer eterna tristeza.

Queda solamente un último recurso, quizá erróneo, y es pensar que ha ganado el mejor. ¿Es posible pensar  que las ocasiones desperdiciadas lo fueron no sólo por impericia propia? ¿Por qué no asignar a la presencia de Manuel Neuer, el mejor arquero del Mundial y del Mundo, una razón intimidatoria efectiva? ¿Por qué si no, Higuaín iba a esforzarse por ponerla en un rincón? ¿Por qué el imposible Messi iba a pretender colocarla bien pegada a un palo cuando el resto del arco estaba cubierto? Y ni hablar de Palacio, que es prácticamente engullido por la sombra del gigantesco arquero alemán.

Exiguo  consuelo. Como todo lo que se vive y se piensa después de esta tristísima derrota.

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