Los servicios de informaciones del gobierno lo vigilaban desde hacía meses, censuraban su correspondencia, controlaban a sus visitantes y de vez en cuando una voz nocturna lo amenazaba por teléfono. No se trataba de una amenaza, en realidad mantenía con esas pérfidas voces una conversación filosófica y teórica sobre el sentido del deber civil y la responsabilidad moral.
Esos hombres eran los nuevos intelectuales, los pensadores del futuro, cualquier argentino sabe que al disentir pone en su vida una marca que podrá ser invocada en algún momento del porvenir para perseguirlo y encarcelarlo. Los servicios se habían convertido en la versión policial del oráculo de Delfos, decidían en secreto el destino de poblaciones enteras. ¡Son las brujas de Macbeth las que ahora manejan el poder! Suprimen todo cuanto puede amenazar a la vida mediocre promedio, atacan la diferencia en todos sus aspectos, la controlan y la fichan, escriben nuestras biografías. El conformismo es la nueva religión y ellos son sus sacerdotes.
Había llegado a un punto en que discutía directamente con el Estado, con los voceros de la inteligencia del Estado. Diálogos de rompe y raja en las profundidades de la noche, las voces iban y venían por los circuitos inalámbricos. Lo acosaban, lo acorralaban, querían convertirlo en un fuera de la ley psíquico. Saben que yo sé, quieren anular mi pensamiento.
Había tomado la decisión de desterrarse. Ahora preparaba su Discurso a la Universidad en el que anunciaría su decisión. Planeaban un homenaje a su obra; iba a usar ese acto como escenario de la invectiva final. ¿Quería yo asistir? Estaba invitado. Había empezado a darle forma a su discurso: «No sería intempestivo ni jactancioso, Señores, permítanme que una vez hable de mí y emplee el primer pronombre», diría. Estaba obligado a hacer un rodeo personal, diría en su Discurso a la Universidad. Había estado muy enfermo, una dolencia desconocida, en la piel, a la que podríamos llamar la peste blanca. ¡Cinco años sin poder leer ni escribir! Costras claras que despedían cenizas como mariposas pálidas y olían a muerte y tenían el olor de la muerte. Su cuerpo había adquirido una tonalidad gris. Lo peor, sin embargo, lo más ridículo y ofensivo, había sido la comezón continua, una picazón insoportable durante las veinticuatro horas del día.
En los años de su enfermedad no había podido dedicarse a otra cosa que a pensar. Tendido en la cama, en clínicas, en hospitales, en sanatorios, en su domicilio, con la piel en estado de dulce putrefacción, con una cantidad de diminutos puntos ardientes diseminados a lo largo de su cuerpo, dejaba que los pensamientos fluyeran. En esos años había pensado todo, ningún nuevo pensamiento podría ya sorprenderlo. Mi situación era muy parecida a la de Job, y en lugar de discurrir sobre el bien y el mal me di en cavilar sobre mi país. Pues si yo padecía una enfermedad pequeña, él padecía una enfermedad grande, y si yo pude haber cometido en mi vida una falla pequeña, él la había cometido enorme. Yo y mi país estábamos enfermos. En esos años de puro pensar había afilado su inteligencia hasta el punto extremo en que podía llegar un hombre cultivado. Varias veces había comprobado que su pensamiento era como un diamante que atravesaba los cristales más puros. Porque la realidad era transparente, clara como el aire, pero invisible. Había que atravesar esa transparente claridad, no detenerse frente a los nudos enigmáticos ante los que se arremolinaban decenas de pensadores que se recostaban en el aire.
A medida que avanzaba iban raleando en cada muralla de cristal los pensadores recostados. Siempre se abrían ante la daga de su inteligencia nuevos corredores y pasadizos transparentes. El primer punto en que tuvo que usar su inteligencia, en medio de la debilidad más extrema, cuando ya estaba a punto de ser vencido, fue decidir una táctica para impedir que lo trataran como a un loco. Señores, pensaban que mi enfermedad era psíquica, una agresión esquizofrénica, la realización real del cuerpo despedazado de los lunáticos. Cuando en realidad no era otra cosa que una exasperación de mi conexión con mi país. Mi cuerpo era el representante explícito de la situación general de mi patria, no una metáfora ni una alegoría.
Las determinaciones económicas, geográficas, climáticas, históricas pueden, en situaciones muy especiales, concentrarse y actuar en un individuo. Lo había dicho y lo había estudiado y demostrado antes de su enfermedad. Había manejado esa hipótesis respecto de Sarmiento, su libro sobre Sarmiento, escrito en once días, en un rapto de inspiración, a un ritmo de tres páginas por hora de trabajo, en su chacra de Pedro Goyena, con las patas hundidas en el polvo de la pampa, dice que un hombre puede representar a un país. Y no hablo aquí de mediaciones, no creo en las mediaciones, creo en el choque de las constelaciones analógicas, en las relaciones directas entre elementos irreconciliables.
Había aprendido de la música a pensar sin mediaciones. Porque era un eximio ejecutante del violín. Y la música es un arte sin mediaciones: tonos, ritmos, contrastes, contrapuntos. Un individuo determinado, condicionado, afectado —de un modo directo e inmediato— por el estado de un país. Si uno puede encontrar en una vida personal la cifra condensada del destino político de una coyuntura específica entenderá el movimiento de la historia. Había dicho eso en varios de sus libros. Pero ahora había decidido tomarse a sí mismo como objeto de investigación y completar así su obra, iniciada hacía más de treinta años, esa meditación argentina que la comunidad académica quería homenajear en las vísperas de su destierro.
Ese libro que hoy les anuncio tratará sobre mi propia vida, la vida de un poeta y pensador privado que reproduce en su existencia las tendencias profundas de su país. Ese libro será al mismo tiempo una autobiografía, un tratado de ciencias, un manual de estrategia y la descripción de una batalla. La historia del último anarquista y del último pensador. En los años de su enfermedad había entrado en un territorio de absoluta oscuridad. Territorio abandonado a los hechiceros y a los neurópatas, pero territorio que también habitan los seres vivos, entre la miseria inerte y la vastedad de la llanura. No había pensado en ese territorio como un supersticioso sino como un desahuciado. Y llegar a ser un desahuciado puede ser un trabajo de toda la vida. Hay una lucidez extrema en la extrema enfermedad. No por su contenido sino por su forma. Existen pensamientos enfermos porque son falsos y existen pensamientos sanos que sin embargo tienen la forma de una enfermedad. Señores, el conocimiento es como una dolencia abstracta producida por un órgano que no está destinado a pensar, diría en su Discurso a la Universidad. Pero no es una metáfora, es una dolencia corporal, la peste blanca.
Como una perla y la ostra, si quieren que me exprese otra vez con metáforas. Para pensar hay que dejar de tomar decisiones. Hay que forzar la inteligencia en el ejercicio inútil del pensamiento puro. La indecisión ya es una enfermedad del pensamiento. Y ése es el origen de la filosofía. Por eso el pensamiento es del orden de la enfermedad y de la parálisis. Entiendo la enfermedad como la suprema indecisión. Luego de treinta años de practicar el pensar perfecto mi cuerpo fue ganado por el pensamiento y adquirió la forma del pensar situado. Todo mi cuerpo se convirtió en el pensamiento puro de la patria.
Soy el último pensador argentino pero todavía no he sido aniquilado; estuve a punto de ser aniquilado pero he podido salvarme. Cuando pudo comprender el sentido teórico de su enfermedad, logró ingresar en ese mundo poblado de materia y muerte con sus increíbles y variadas transformaciones, desbrozando —de los materiales de la civilización— los prejuicios, la crueldad, los intereses que se han ido acumulando como un detritus —como cenizas blancas— en medio de la construcción de la ingeniería y del alarife, y ahí quedó sepultada la obra del hombre: la presencia de la tierra, del agua y de los vientos y las voces queridas, sobreviven apenas encerradas en cápsulas transparentes en medio en una pampa de cenizas, un cristal soñador perdido en las grandes salinas.
Ahora pensaba en los telares.
¿Conocía el telar criollo? Hilo, nudo, cruz y nudo, rojo, verde, hilo y nudo, hilo y nudo. La madre de Sarmiento, bajo el peral, tejiendo en el telar de las penas. La sentencia de Fierro: es un telar de desdicha cada gaucho que usted ve. Ver cómo las cosas se tejen en el telar de las arañas incognoscibles es escalofriante hasta el tuétano. Su mayor preocupación era sorprender el secreto de ese juego. Precisamente en el libro que escribiría en el destierro, el último libro del último pensador, y al que ya había comenzado a nombrar El libro de los telares, trataría de dibujar la máquina del acontecer impersonal. ¡La filatura y la teneduría mecánica del destino!
Antes se creía que era indispensable conocer algo de mecánica, de física, para explicar los fenómenos sociales, hoy es la biología, recortada del mundo físico, lo único que nos puede auxiliar. ¿Se imagina usted lo que es una metamecánica de los coloides, por ejemplo? ¡Claro que lo imagina! Pues ahí está el hallazgo de las grandes formas de los embriones sociales de lo que antes decía: los telares. Se tejen en alguna parte, ¡hay que averiguar dónde! Y nosotros vivimos tejidos, floreados en la trama. Todavía resultará que una institución tiene forma de avispa, otra de cangrejo, otra de águila ¡y que no hay más que una sola fábrica para todo! Ah, si pudiera volver a penetrar aunque fuera un instante, para ver una vez más el taller donde funcionan todos los telares, ¿iba a perder después el tiempo mirando con lupa los tejidos? La visión dura un segundo. Después caigo en el sueño bruto de la realidad. Tengo tantas cosas pavorosas que contar.
Soy el último anarquista y el pensador privado por excelencia. Nadie más privado que yo (de todo). Trabajaba en su libro definitivo que sería una exposición detallada de su descubrimiento, superpuesto y tejido y entreverado con una historia musical de su vida. Por pura decisión testamentaria había decidido que su libro se publicara en una fecha que dejaba en un sobre que debía ser abierto a los veinticinco años de su muerte. No antes ni después. La verdadera legibilidad siempre es póstuma. Escribimos para los muertos y también para los pesquisas. Porque ellos leen todo, registran todo. En el fondo escribimos para la inteligencia del Estado. ¿Cómo impedir que nos lean? Quería convertirse en inédito. En su Discurso a la Universidad iba a insinuar que pensaba publicar su libro con seudónimo, pero no con un seudónimo, con otro nombre que nadie pudiera, ni remotamente, asociar con el suyo.
Nadie iba a conocer con qué nombre pensaba publicar su libro. Por ejemplo, había pensado publicarlo como un libro anónimo, pero eso iba a llamar la atención. ¿No sería mejor publicarlo como un libro inédito de un escritor conocido, atribuírselo a otro, dejar que lo lean como si fuera de otro? Le gustaría que cualquier libro que se publicara después de su muerte pudiera ser leído como su obra. Ésa era su herencia a la embrutecida juventud argentina. Ése era el enigma que dejaba a los pesquisas. Ningún acto mejor que cambiar de nombre y perderse en la llanura como los hijos de Fierro. Un libro perdido en el mar de los libros futuros. Una adivinanza lanzada a la historia. Una obra pensada para pasar, como quien dice, desapercibida. Para que alguien la encuentre por azar y entienda su mensaje. Ésa era su estrategia frente a la política de desconocimiento, aislamiento, amenaza y guerra que le había entablado la intelectualidad dominante.
Donde todos se enriquecen y se cubren de honor, yo construyo un plan para aniquilarme. Esa decisión es simétrica a la que había tomado en sus comienzos: cuando recibió los máximos honores y fue reconocido como el mayor poeta argentino y el más virtuoso de los maestros de la lengua, entonces dejó de escribir poesía. La obra maestra voluntariamente desconocida cifrada y escondida entre los libros.
A veces, dijo, imaginaba esa noche, cuando faltaba poco para que se iniciara su Discurso a la Universidad, ya caminaba hacia el estrado, ya había escuchado con resignación los elogios de sus enemigos. Iba a subir los escalones con elegancia y naturalidad. De pie frente a la muchedumbre, cuando se acallaran los aplausos, con la luz de las lámparas en la cara, sin ver a nadie, encandilado y lúcido, diría al empezar: He venido aquí, esta noche, señores y señoras, a hablarles de un descubrimiento único y también a despedirme de ustedes. Había pensado hacerles una pequeña interpretación musical con mi violín. Hubiera sido un excelente medio de sintetizar mi pensamiento que ejecutara ante ustedes un discurso hecho de música. Podrían ver mi maestría en el arte del violín como una repetición de mi maestría en el pensar. Pero he desechado esa posibilidad porque no hubiera podido hacer alguno de los anuncios que quiero hacer esta noche, anuncios estrictamente personales. Estamos en guerra. Mi táctica bélica puede resumirse en dos principios. Primero, yo sólo ataco cosas que triunfan, en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo, yo sólo ataco cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me comprometo exclusivamente a mí mismo.
Pienso y eso no cambia nada. Estoy solo. Estoy confortable en la soledad. Nada suave me pesa. Soy robado por el dolor. Estoy acá por agradecimiento. ¿No sería entonces oportuno atreverme a señalar el último rasgo de mi naturaleza? Durante demasiados años he vivido expuesto a la luz cruda de la lengua argentina como para no padecer quemaduras en la piel. Porque la luz de la lengua es como un rayo químico. Esa luz clara, el agua purísima de la lengua materna, mata a los hombres que se exponen a ella. Las manchas en la piel fueron la prueba de mis pactos alquímicos con la llama secreta del lenguaje nacional. Esa luz es como el oro. La luz de la lengua destila el oro de la poesía. Ése ha sido otro rasgo de mi enfermedad, que muchos han considerado un síntoma de locura. El exceso de exposición a la luz de la lengua argentina, esa claridad, muy pocos la han conocido y todos han pagado su precio con el cuerpo porque la luz de la lengua martiriza a quien se expone a su sutil transparencia.
Si voy a empezar y así sucesivamente, me dijo, les expondré con humildad mi pensar a quienes se hayan reunido para escucharme en el Aula Magna de la Universidad, en el borde de la Patagonia, en el recinto del pensamiento austral. Y terminaré así: Renuncio a mi cátedra a la que he denominado Sociología de la Llanura. ¿No les llama la atención un título tan sugerente? Es el espacio pleno, es el desierto, es la intemperie sin fin, como dijo el poeta, y es ahí, señores, donde pienso perderme.
Muchas gracias.