Una revolución democrática

Propuesta de lectura para el fin de semana: una intervención de Ángel Luis Lara, sociólogo y profesor de sociología, guionista de televisión y profesor de guión, sobre el debate abierto en torno a la necesidad de un «proceso constituyente» que redefina las reglas de juego de la vida en común. Lo que Ángel llama «una revolución democrática». Esa revolución no se agota en lo electoral, no obstante tiene en lo electoral un campo de acción. Pero, ¿cómo desbordar la racionalidad electoral que reduce la democracia a votar? ¿Cómo puede ese proceso constituyente ser una prolongación de la nueva lógica y cultura política que se despliega hoy en las redes, las mareas y las plazas? Se requiere una nueva racionalidad. De otro modo, nos encontraremos dando vueltas en un laberinto: reproduciendo por distintos caminos lo ya existente.


Decía Jesús Ibáñez que para derrotar a un sistema hace falta poner en juego una lógica superior a la de ese sistema. Por superior Ibáñez entendía de una complejidad mayor. El 15-M nos ha regalado, sobre todo, la puesta en juego de un grado de complejidad que ha desbordado las concepciones tradicionales de lo político, sus lenguajes convencionales y sus formas clásicas de subjetivación. Por eso hay quienes han propuesto entender el 15-M a partir de la enorme complejidad que ha activado, no como un sujeto o una organización, tampoco como una estructura o un punto fijo al que resulta posible adscribir una identidad o que puede ser sujetado a las coordenadas de los imaginarios políticos de lo instituido. Tampoco como una etapa en un camino, sino más bien como un caminar. Algunos han propuesto la idea de un nuevo clima que ha hecho que sean posibles cosas que antes resultaban inimaginables. Algo parecido a eso es a lo que Georges Lapassade y René Lourau llamaban un “analizador”, un acontecimiento que expresa las contradicciones y los límites que definen una realidad instituida, al mismo tiempo que desvela lo instituyente que yace aplastado bajo esa realidad y, al hacerlo, desarregla lo instituido.
Las dicotomías destacan entre las lógicas sistémicas a las que el analizador 15-M parece haber infringido una derrota más significativa. Las lógicas dicotómicas han encogido frente a la complejidad de las conjunciones imprevisibles que se han desatado en las plazas y en las mareas. También frente al convencimiento colectivo de que la democracia no puede consistir en un acto de elección entre una cosa u otra, sino que debe remitir a una experiencia de convivencia en la que no sólo podamos elegir ninguna de esas dos cosas, sino que, sobre todo, tengamos la posibilidad como sociedad de la distinción y la construcción de múltiples alternativas. Algunos han nombrado la derrota de la lógica dicotómica como el futurible fin del bipartidismo en nuestro país, congelando su potencia en la esfera de la representación política. Sin embargo, es muy posible que la ruptura del orden dicotómico tenga que ver más con elementos de una profundidad mayor.
Es en este sentido en el que pudiéramos pensar que la victoria más importante del analizador 15-M tal vez sea la crisis, ojalá irreversible, de la clásica dicotomía entre medios y fines. No es sólo que en nuestros actos, nuestros gestos, nuestros dolores, nuestros deseos y nuestras profundas conversaciones en los últimos dos años hayamos entendido que, lejos de lo que imponen los cánones tradicionales, los fines no pueden nunca justificar los medios. Es, además, que nos hemos convencido juntos de que, como diría José Agustín Goytisolo, eso es el mundo al revés y que, más allá de que deban ser los medios los que justifiquen los fines, hemos aprendido que, para derrotar al insoportable mundo al revés en el que vivimos, los medios que utilicemos deben contener ya en sí los fines que perseguimos. El cansancio generalizado y la indignación con la impunidad de los poderosos ha extendido el convencimiento de que no todo vale y de que no sirve cualquier forma. Es muy probable que sea precisamente esa preocupación multitudinaria la que en las plazas y en las mareas haya renacido la política como ética.
A partir de esa preocupación, en el último año se ha generalizado una interesante y vital conversación en torno a la pertinencia de activar socialmente un proyecto constituyente. Cuando hablamos de proyecto constituyente nos referimos generalmente a un proceso político de construcción de un nuevo marco de convivencia realmente democrático, a partir de la superación del régimen y la Constitución del 78. Se trata de una revolución democrática transversal que entre sus campos de acción considere también la esfera electoral, susceptible de ser convertida por la radicalización democrática de los movimientos de lucha actuales en un espacio de potencial carácter constituyente. Sin embargo, los procesos electorales usuales son de una lógica inferior a dichos movimientos: el 15-M, las mareas, la PAH y la mayoría de prácticas y experiencias de nueva institucionalidad que desde la autonomía de lo social se han activado en los últimos años en nuestro país son de una lógica superior al juego electoral. Las elecciones tienen casi siempre la forma de un laberinto: sólo ofrecen salidas interiores.
El reto que tenemos ante nosotros y nosotras es cómo atravesar el fenómeno electoral con una lógica superior, es decir, cómo podemos desbordarlo. Frente a dicho reto, no todo vale ni sirve hacer lo que sea, tampoco hacerlo de cualquier manera. Pese a la acuciante urgencia con la que afrontamos la necesidad de frenar el azote de destrucción que soportamos y de que nos vaya la vida en ello, la prisa será siempre una mala compañera. Si aceptamos las reglas lógicas del juego electoral, en las que, como ocurre con la propia democracia formal y representativa, siempre prima la forma sobre el contenido, quedaremos atrapados en su laberinto. Tal vez, para empezar, nos sirva con observar lo que las personas ya estamos haciendo: la cualidad radicalmente democrática de la PAH y de las mareas, por ejemplo, reside en su carácter abierto y participativo. Son experiencias en las que cualquiera puede participar y con las que cualquiera puede sentirse identificado. Esa debería ser, probablemente, la primera piedra de todo proyecto constituyente de intervención a través del orden electoral: no puede ser de nadie en particular, porque tiene que poder ser de cualquiera.
Sin embargo, cuando hablamos de proceso constituyente no sólo nombramos la conveniencia de superar de forma realmente democrática la Constitución y el régimen del 78. Hablamos también de la necesidad de transformar dicho régimen de manera integral, no dando por buenos ni admitiendo como naturales sus imaginarios, sus formas de subjetivación y sus artefactos discursivos, en definitiva, los marcos en los que la cultura de la transición ha encerrado nuestro país y la política durante casi cuarenta años. En este sentido, hacer del proceso constituyente una experiencia participable por cualquiera va a requerir, entre otras muchas cosas, que nos liberemos definitivamente de la dicotomía izquierda/derecha como vector de sentido. Es algo que, de manera natural, ya ha ocurrido en las plazas y en las mareas. Se trata tal vez de la premisa básica para que el proceso constituyente pueda ser realmente de cualquiera.
Nuestro tiempo es el tiempo de la posibilidad real de una revolución democrática en nuestro país. Decir revolución hoy significa reconocer explícitamente que lo que nos jugamos es un órdago: en un escenario como el actual, las personas y los movimientos sólo podemos aceptar el juego electoral si es para ganarlo. Sin embargo, ganar no significa obtener más votos, sino articular mayorías capaces de constituir una nueva cualidad de instituciones en un marco realmente democrático de relaciones sociales y de convivencia. Para ello no parece muy apropiado que resucitemos a viejos personajes de una vida institucional anterior, por muy iluminados que se nos aparezcan, ni que volvamos a izar las carcomidas banderas de las vanguardias.
De alguna manera, somos muchos y muchas las que intuimos que no se trata de ocupar una posición en el tablero de juego de lo existente, sino de construir un tablero de juego completamente diferente. Es tal vez a eso a lo que se refiere Jacques Rancière cuando dice que necesitamos sacar la política del campo del enemigo o que hacer algo “contra” no construye un comunismo positivo. En cualquier caso, no parece que la potencia del nuevo clima nacido en las plazas y en las mareas de nuestro país vaya a ser capaz de expresar y organizar su complejidad mediante la restauración de una izquierda inservible que es parte del problema, la propuesta de frentes o el delirio de “robespierres” y guillotinas en la Puerta del Sol. Definitivamente, cuando hoy hablamos de revolución deberíamos estar hablando de otra cosa. No tengamos miedo de desinventar sujetos o de usar palabras que todavía no tengan idioma, porque como decía José Bergamín, el camino se hace siempre huyendo del camino.

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