El goce más seguro es la ideología
“Endurecerse sin perder la ternura”, afirma Valentín –el protagonista de la novela–, siempre me resultó una máxima Guevara friendly bastante rara. Que endurecerse esté al principio y fije sentido y “ternura” al final, de mínima, sella el orden de prioridades. Donde “endurecerse” se presenta como imperativo y el “sin perder la ternura” opera como un parche, un consuelo, una coartada autoindulgente de zurdo con culpa por terminar homologando aquello que combate.
“Uno no decide lo que ama” (primera novela de Ignacio Véliz), es una invitación a recorrer este tipo de razonamientos. La inteligencia fina y a la vez implacable de Valentín es puesta al servicio de una lectura del pasado. No se trata de un balance. Si lo fuera, el protagonista seguiría siendo aquel que fue: un chaboncito blanco del tercer cordón del conurbano, un militante que explica, seduce y vive de la palabra. Lejos de la severidad de los balances, de las informaciones y de los expedientes, Valentín cuenta su historia para realizar un duelo. Uno que solo se consigue después de una cierta distancia. Cuesta mirar las cosas de cerca –callar, calcular, explicar; callar, calcular, explicar–, más aún cuando están destruidas. Valentín necesita escaparle a ese mundo del que formó parte, mirar de cerca el dolor que no supo asumir.
Esta especie de exilio afectivo, ese destierro que Valentín necesita para pensar, lo salva de convertirse en un zombie del pasado que lo marcó. La historia se cuenta desde un presente vivo, exagerado y anfetoso. Y desde esa especie de resaca, el protagonista consigue elaborar las transacciones oscuras de su propia historia. Su voz no coquetea con lo indecible, no estetiza lo intolerable. No le escapa a lo vivido, sino a las formas autocomplacientes de referirse al pasado. Describe la heroicidad blanca y berreta del frenesí superyoico-comunitario, los pelotones de fusilamientos verbales, el disfrute orientado a la recolección obsesiva de capital moral. Un curtirse culposo que lo devora todo. Una vida privada, familiar, íntima, separada de lo demás. Un poner el cuerpo como otra forma de estar en deuda, como otra forma de olvidarlo.
Las emociones no te pertenecen, te hacen pertenecer
En Valentín no hay un ápice de melancolía. No hay un recuerdo entristecido de la potencia que alguna vez se tuvo. Todo lo contrario: hay una revisión de aquello que se autoproclamaba como fuerza pero en realidad era otra cosa. La experiencia colectiva de unos jóvenes que terminó por dejarlos rotos. No por culpa del Mal, de los otros, de los que traicionaron, de los que no entendieron, sino por aquello que necesitaron negar para sostener las transacciones que les permitían estar ahí. Eso que había empezado como una experiencia hermosa, llena de imaginación, con el tiempo terminaría por convertirse en una máquina perfecta de arruinar vidas. Para que después cada cual huyera como pudiese.
Insisto: no hay melancolía. Y esta me parece una de las claves de la novela. No hay una confirmación imaginaria de la impotencia del presente. No hay una condena a una pasividad resignada con olor a naftalina. Nadie es víctima del fluir del tiempo. Y esto se advierte también en la relación que Valentín establece con el lenguaje. Incluso ahí es otro. No se escucha a un militante, no se escucha a un joven blanco politizado. Es una lengua que necesitó huir para mirar de frente lo que no se quiso, no se pudo, escuchar a tiempo. “Uno no decide lo que ama” es un libro que le raja a la deserción melancólica y su lenguaje. Es que las palabras, cuando no se encuentran tomadas por la emoción precaria de la melancolía, pueden convertirse en una fuente de sentido hacia lo que se viene.
El Amor a la Derrota es Culpa de Léon Gieco
No hace falta hablar de afectividad para que el cuerpo se prolongue en el lenguaje. No hace falta citar filósofos para dejar sus huellas en un texto. Hay veces que el mejor homenaje para un autor es olvidarlo, metabolizarlo, dejar de hablar compulsivamente de él. En la novela de Véliz no se lee la palabra Fisher. Pero se escuchan sus ecos. Tampoco se nombra a León Rozitchner, aunque, quien lo haya leído, sabe que está ahí. Fue justamente Rozitchner quien en su “Justificado para no ir a un Congreso de filosofía” escribió alguna vez: “hay que tener coraje para ser poeta o novelista en serio. Por eso quizás uno se dedicó a la filosofía. Hay que atreverse, y no es moco de pavo –¡quién pudiera!–, a abrir la trama ceñida de lo que el tiempo ha ido decantando en lo sensible de nuestro pasado y volver a animar lo que ya está quieto y hasta apelmazado”.
Por su trabajo sobre la experiencia, por su falta de concesiones, por su coraje y crudeza, “Uno no decide lo que ama” es probablemente el primer libro rozitchneriano de quienes nacimos después de 1983. Un libro que no necesita acudir a frases kiosqueras, que no pretende congraciarse con nadie, que no acude a la victimización identitaria que tanto garpa en estos días. La narrativa de Véliz le escapa al infantilismo de quedar pegado a referentes enaltecidos como una forma de validarse en un presente de invalidez. La figura del maestro es una silla de ruedas.
“Uno no decide lo que ama” pone en juego lo vivido sin tener que anunciar que lo hace. Porque el que aclara o explica –tentación militante por antonomasia–, suele estar encubriendo una ausencia. Como los infieles que se muestran en lugares frecuentados para que nadie sospeche que están haciendo algo prohibido, el mundo intelectual se encuentra plagado de escritores que hablan del cuerpo erótico como una forma de camuflar su desaparición. Véliz no recurre a esta zaraza: escribir, para él, es un antídoto contra el enano Gieco que llevamos dentro.
Sentirse vivo, enteramente vivo, era extraño
Y entonces llega la noche. Que también es amanecer, mediodía, gira y resurrección. Después de años de explicar, de justificar, de proclamar, de reivindicar, de debatir, Valentín necesita una conexión distinta. Una comunidad desorganizada, un tiempo presente puro. Sigo hablando: hablar y hablar. En la militancia, onda que tenés que hablar. Se vive de eso. Ya ni sé qué digo, pero sigo, tengo que cortar porque voy a cagarla. Vivir de las palabras es no poder frenar: este es el materialismo que muchos materialistas ignoran. En algún momento hay que parar la máquina. Y Valentín no da más. Necesita rajar. Pero le cuesta, no sabe cómo. Ese cuerpo hecho de oraciones, esa lengua que solo es verbo, encuentra de pronto una escapatoria. El baño de RÖ. Para dejar de hablar necesita llevarse una verga a la boca, llenarse a sí mismo de una carne dura, de una blanda, de lo que sea, de cualquier cosa, menos de palabras.
Y entonces sí, la ternura llega de otro modo. Ya no es parche ni retórica. Tampoco derrota. No quisiera que esto se lea como una nueva novelita rosa de la subjetividad contemporánea que busque seguir mojando colitas cipayas. Acá se va a hablar de Política, Poder, Organización, Compañeros; palabras bruscas, firmes, ásperas, gruesas: en ruinas. Pero para hablar de eso hay que empezar a chupar. Llevarse el cuerpo a la boca. Encontrar alegrías sucias que permitan, al menos por un rato, sobrellevar la pesadumbre. Entender el pasado drenando napas de tristezas. Sin correr, sin rajarle a lo que duele. No quiero poner más el cuerpo, quiero perderlo, dice Valentín. Aunque también sabe que, por momentos, se puede estar demasiado cerca.
x + metabolización del texto chupa pingo y – especialización académica rompe ortos cago de risa y muy cierto el fetiche melancolico de Gieco
y confirmo la necesidad de fugarse de los pensamientos, volviendo al cuerpo, perdiendo el cuerpo, gustando cuerpo.
Me re dieron ganas de leerlo