1.
Fondos, recursos, financiación, guita, tarasca. No importa cómo nombremos la cuestión, lo cierto es que hay un halo de secretismo y turbiedad construido alrededor de la plata. ¿Cuánto cobrás? ¿Cuánto tenés? ¿Quién banca esta movida? Esas cosas se charlan en la intimidad, en voz baja. Casi ni se averiguan, más bien se deducen, se rumorean. Y terminan circulando entre chismes y habladurías.
En los noventa, la pregunta televisiva que le hacía frente al tabú y lo traspasaba era sobre la primera experiencia sexual. La hacía Jorge Guinzburg en sus reportajes de Peor es nada y por algún motivo, los entrevistados no le esquivaban el bulto, contaban la anécdota. Cada uno con su nivel de decoro, pero respondían lo que se les preguntaba. Ahora, esa pregunta fue reemplazada por otra: “¿Cuánta plata tenés en la cuenta bancaria?”. La lanza un tal David Broncano en un programa español de entrevistas llamado “La revuelta”. Y dicho sea de paso, nadie responde con el enunciado natural, que sería sencillamente una cifra. Que invierto en mi música todo lo que gano, que me doy algunos gustos pero la mayoría la uso para ayudar a mi familia, que ni sé cuánto tengo porque soy re colgado con esas cosas… puras evasivas. El tabú cambió. Y se señala, pero no se atraviesa.
Los por qué son evidentes: en un mundo tan desigual, admitir una fortuna resulta bastante desagradable. Sobre todo cuando tu público, tu audiencia, tus fans, tus devotos o votantes tienen que tarjetear la compra del super. Es un tema sensible como pocos. Y claro que hay actividades en las que el asunto de la financiación está más escrutado que en otras, pero siempre es un secreto a voces. La letra chica del afiche: los sponsors. Porque de la plata de la política sí que se habla. Sobre todo cuando aparecen nuevos y repentinos empresarios interesados en las cuestiones del Estado (los de siempre están tan naturalizados que no escandalizan a nadie). Pero, ¿y la guita del arte?
Chacarita. Día de semana, media tarde. Nos encontramos cinco minutos antes en la esquina de la dirección que nos mandaron por mail, después de hacer malabares, cada uno por su lado, para zafar de las ocupaciones working class. Pitching, le dicen. Que en criollo sería algo así como exponer oralmente un proyecto, en este caso, para una beca de producción artística. Puertas que parecen de vidrio blindado, que se abren con un sistema tipo reconocimiento facial que no terminamos de entender. No la podemos hacer andar. El de seguridad nos da una mano. Y también nos hace la segunda para dejar una bici en el hueco de la escalera de emergencia. En la planta baja, un auditorio. En su escenario, unos performers vestidos con lycras, encajes y transparencias. Todo muy sofisticado. ¿Es acá? Me parece que no elegí un vestuario adecuado. No, no, es en el último piso. El último piso: grandes ventanales, cielo abierto, vista al cementerio. A los pies de nuestros ojos, una alfombra de árboles que no termina nunca. Adentro, unas mesas dispuestas en círculo, sillas confortables, clima templado, sonrisas mesuradas. Medialunas, café y cositas. ¿Quién financia todo esto? Una fundación.
Decir “una fundación” es casi como decir “Dios”: una entelequia difusa y vaporosa, con valores de dudosa procedencia, a cuyos favores muchos acuden y nadie se niega. ¿Cuál fundación? ¿Felices los niños? ¿Proa? ¿Fundación Williams? Si en la política importa de dónde viene la plata, es porque se entiende que la financiación está estrechamente ligada a la ejecución de un programa funcional a los intereses del financista. Pero, ¿qué pasa cuando alguien banca un proyecto artístico? En el caso del arte, haciendo uso de ese término genérico que engloba tantos sentidos que a veces termina sin referir a nada, pasan muchas cosas a la vez. Generalmente, contradictorias.
2.
Febrero de 1934, Nueva York. Todavía se vive la onda expansiva de la caída de la bolsa de Wall Street. Crisis económica, desocupación. La familia Rockefeller pone a circular en los diarios un comunicado en el que anuncian que van a demoler el mural que Diego Rivera había dejado inacabado el año anterior. No lo había abandonado por decisión propia, faltaba muy poco, sino por un desacuerdo con la familia respecto a su contenido. El hombre en el cruce de los caminos iba a ser un mural de 90 m2 ubicado en el interior del edificio principal del Rockefeller Center, complejo emblemático que se estaba empezando a construir por esos años.
Dicen que Rivera fue la tercera opción: primero Picasso, que se negó rotundamente, después Matisse, que se desembarazó metiendo una excusa prolija, y finalmente Rivera, que aceptó sin chistar. Hizo el boceto, presentó, negoció, tensó, acordó, encaró. En el centro, un hombre rubio con overol y guantes maneja una especie de máquina o nave. Tiene un gesto de preocupación. Delante de él, una mano enorme y sin dueño, como salida de una máquina, sostiene una gran esfera. Atrás del personaje, dos pares de hélices enormes formando una equis, como si fueran las órbitas de un átomo cuyo núcleo es esa esfera gigante. Sobre ellas se dibujan imágenes que son el fruto de los artefactos que aumentan la visión: telescopio y microscopio, el cosmos y las células. A la derecha del protagonista, el mundo capitalista, con su timba, su guerra, su cabaret. Manifestaciones reprimidas por la montada, la evolución de las especies, todo. A su izquierda, el mundo socialista, con sus trabajadores y trabajadoras organizados, uniformes, muchos uniformes, banderas rojas, la internacional, una escultura monumental con una esvástica como insignia, descabezada por los camaradas.
El disparador del conflicto fue la incorporación de un Lenin bastante grande, en un sector muy destacado de la composición, que competía en protagonismo con el obrero del centro, y que no estaba en el boceto aprobado por los Rockefeller. El diseño original sí incluía a Lenin, y también a Marx y a Trotsky, pero en un segundo plano, más chicos y entremezclados con la multitud. La modificación parece haber surgido en respuesta a un artículo publicado en 1933, durante la realización de la obra, en el que se acusaba al muralista de hacer propaganda anticapitalista. Rivera, sabiendo que esa publicación iba a tener consecuencias, se anticipó a la censura que se venía, redoblando la apuesta: adelantó a Lenin (entre los tres, lo eligió a él) unas cuantas posiciones. Le pidieron que lo saque, se negó. Ofreció poner a Lincoln y a algún otro del lado derecho para compensar. Le dijeron que no, que sacara a Lenin. Como negociando rehenes, pero con estampitas de sus santos. No hubo acuerdo.
El mural se demolió. Pero Rivera ya le había meado la pared al Rockefeller Center. El fantasma de esa imagen quedó rondando ese edificio como un relato sembrado en el corazón del conflicto.
Por otro lado, gracias al registro fotográfico Rivera pudo hacer nuevamente la pintura en el Palacio de Bellas Artes de México, donde todavía se encuentra. Esa obra, la de México, idéntica a la de Nueva York pero con otro título, lleva en sí el suceso que le dio origen, su mito fundacional. Una pintura que es a la vez un héroe de guerra que vuelve a su patria y es recibido con honores.
3.
Cuando empecé a ir al Fortabat, me resultaba bastante chocante la densidad de su nombre: “Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat”. Es como si Proa se llamara “Centro de Arte Paolo Rocca”, o el MALBA, “Museo Eduardo Constantini”. Todos sabemos quién es quién y ellos tampoco lo ocultan. A veces, incluso, ponen sus apellidos de subtítulo. Pero por lo general, cuando se trata de instituciones culturales los empresarios suelen apelar a nombres de fantasía, así como en las esculturas clásicas las mujeres cubren apenas sus partes en un “gesto púdico”. Pero Amalita no. Ella se hace retratar por Warhol en el 80, jetonea en eventos sociales en los noventa y llegando al final de su vida, en la primera década de los dos mil, funda un espacio para exponer su enorme colección de arte, al que bautiza con su propio nombre. Completo, con sus dos apellidos.
Ese nombre es un enjambre de sentidos. Tanto, que no se puede recorrer el museo sin tenerlo presente. Ella lo quería así, por eso le compró a Warhol el pasaporte a la inmortalidad de su fisonomía y lo ubicó en el centro de su templo, como la estatua de Atenea en el Partenón, como si todo lo que hubiera en ese edificio orbitara alrededor de esa unidad que arman una cara, un nombre y una historia. Ícono pop ungido por el shablón de Warhol, como Marilyn, como Mao, como Elvis.
La única que parece haberse percatado de esto fue Marcia Schvartz cuando hizo su exposición en el Fortabat en 2016 (también Roberto Amigo y Gustavo Marrone, los curadores). La muestra se tituló “Ojo”. Esa palabra. Por un lado, sin dudas se refiere al ojo de Marcia, que se encuentra con las formas sin mediaciones idealizantes y traza la línea. Una vez, en una clase de dibujo con modelo vivo dijo algo así: “que el ojo recorra la morbidez de la carne y guíe a la mano, no la interrumpan con proporciones, estructuras y cuestiones esquemáticas” (aprox). Un ojo testigo de la forma en su accidente, que no se pregunta por qué, sólo traza lo que ve. Pero “ojo” también es una palabra de advertencia: ¡Ojo! ¿Dónde estamos?
En esa muestra se expuso mucha obra y muy variada, tanto en temas, como en técnicas. Pero en el pasillo de acceso había una seguidilla de retablos (esos ensambles tridimensionales que hace ella con cartón, objetos, madera, revistas, todo intervenido con pintura) que compartían un universo temático: señoras, guita, intimidad, coquetería, paso del tiempo, mundillo del arte.“Rezo obsceno”, por ejemplo: una señora de espalda abraza sus pilas de billetes en un piso alto con vista al Riachuelo (¿terraza de Proa?). Lo que usa de mesa es un pedazo de caja de embalaje con la palabra “Frágil”. Parece haberse sacado los stilettos para dejar descansar a esos tobillos hinchados. Otra, “Preparándose para Arteva”: una señora, esta vez frente al espejo, encremada y con el toallón en la cabeza. Perfumes, quitaesmalte, un billete, un corpiño colgando, una foto de la Duquesa de Alba. Otra, “La zorra”: una señora, de quien sólo vemos su pierna extendida, se pinta las uñas de los pies frente a su ventana, que da al Museo de Arte del Tigre. Perfumes, revistas, anteojos y el catálogo de los premios Konex (Ovsejevich y su gesto púdico).
Rodrigo Cañete propone una lectura: para encontrarte con las obras tenés que pasar por todos esos monstruitos. Incluso identifica y nombra a cada uno. El peaje del arte, sus apropiadoras. Y todo esto en la casa de la número uno. Como si Marcia, Marrone y Amigo hubieran transformado la muestra en una obra de sitio específico, hablando adentro y afuera a la vez. Haciendo una llave de judo, tomando los sentidos que se imponen en ese templo y profanándolos.
4.
Invierno de 2024, Buenos Aires. Mondongo homenajea a Berni en el MALBA. Se cumplen 90 años de la creación de Manifestación, esa pintura icónica que ya es parte de nuestro folclore. Una imagen que muchos podrían tararear de oído, sin conocer a su autor, sin saber de dónde viene. Una manifestación obrera pintada por Berni el mismo año en el que se demolía el mural de Rivera.
Mondongo es un dúo de artistas que pintan con materiales no convencionales. Un retrato de Fogwill hecho con hilos de coser, uno de Evita con pedazos de pan, uno de Maradona con cadenitas de oro y un sin fin de obras hechas con plastilina. Son trabajos de un virtuosismo técnico impresionante. Muchos de ellos, como las calaveras, densos de sentidos.
Cuestión que para el aniversario de Manifestación reversionaron la obra de Berni con su propio lenguaje y la montaron junto a la original (propiedad de Constantini) y a otra pieza de ellos, titulada “Villa II”, en la que se ve el paisaje de un gran asentamiento que parece de mediados de siglo XX y que podría estar en cualquier ciudad de latinoamérica. Para llegar a esas obras había que atravesar una instalación que consistía en una réplica de unas casillas de chapa, cartón y madera. Una villa adentro del MALBA.
¿Qué sentidos se desprenden de una instalación de esas características en un antro cuyo dueño es uno de los mayores empresarios inmobiliarios del país? Bueno, ellos, el dúo Mondongo, dicen que es un señalamiento del problema de vivienda, una obra de sitio específico, que ya trabajaron muchas veces ese tema y otras cosas por el estilo. Pero en las fotos de la inauguración, tipo “red carpet”, con galeristas, funcionarios y personajes de ese mundillo posando delante de una escenografía de una villa, no parece que la obra esté alertando a nadie de ningún problema social. Es que el sentido de las cosas se revela en su funcionamiento. Y la apuesta terminó siendo algo más parecido a un parque temático de la pobreza que a una reflexión sobre el asunto, que aportara algo interesante a la conversación. Resultó una operación inversa a la de Marcia en el Fortabat. En este caso, el signo MALBA se tragó a Mondongo, a Berni y a cualquier cosa que metieron ahí. Todo quedó al servicio de ese signo centrípeto. “Como un perro tolerado por la gerencia por ser inofensivo”, dice Pessoa.
No es la primera ni la última contradicción en este guiso agrio. Los mecenas, comitentes y coleccionistas, generalmente son millonarios con intereses bien concretos, que se relacionan con el arte en un toma y daca. Pueden ser inversores, lavadores de dinero, muy excepcionalmente, filántropos humanistas. Pero siempre, inevitablemente, son signo.
*Publicado originalmente en Panamá Revista